Un repaso por la huella del autor chileno en una serie de escritores cuando se
cumplen diez años de su muerte
Por Santiago Gamboa
[Imagen: Bolaño en Barcelona un
año antes de su muerte]
Parece increíble que haya pasado tanto tiempo desde su muerte, aunque al ver el
éxito de su obra se podría pensar que es poco, que en el fondo todo ha ido muy
rápido. Sea como sea, no hay duda de que Roberto Bolaño (1953-2003) es el autor
de lengua española posterior al Boom con más impacto en la literatura mundial.
En todas las culturas y lenguas ha sido una revelación y en idioma español es
uno de los más influyentes, no sólo entre los lectores de hoy sino, sobre todo,
entre los jóvenes escritores.
¿Qué es lo que hace de Bolaño un autor universal y, al mismo tiempo, sacralizado
en su propia lengua? La juventud latinoamericana lo lee de rodillas y jura por
él. Los escritores jóvenes encuentran en sus libros un mundo que les habla al
oído. Uno de sus grandes temas tiene que ver con ellos: la épica triste de una
juventud sacrificada, la juventud que quiere cambiar el mundo con gestos
valerosos y con poesía. Quieren cambiarlo pero sucumben, y a pesar de saber que
su lucha está perdida igual salen a dar la batalla. Bolaño narra el heroísmo de
esa derrota, sí, pero también el amor por la literatura y la vida. Los últimos
párrafos de su novela Amuleto son un manifiesto: "Y aunque el canto que escuché
hablaba de la guerra, de las hazañas heroicas de una generación entera de
jóvenes latinoamericanos sacrificados, yo supe que por encima de todo hablaba
del valor y de los espejos, del deseo y del placer".
La juventud y sus sueños, la fidelidad al rabioso amor por la literatura que hay
en la juventud. El poeta joven que sale a defender su poesía con los puños. El
poeta inexperto que se juega la poca vida que tiene. Al contar la épica de los
jóvenes poetas latinoamericanos, las páginas de Bolaño se llenan de ternura, de
idealismo, de una contagiosa y bella ingenuidad.
El poeta, no sólo joven, es por supuesto otro de sus grandes temas. Los
personajes de Bolaño buscan poetas frenéticamente, se enamoran de poetas y
enloquecen como poetas. Ser detective es para él una forma de ser poeta. "Soñé
que era un detective latinoamericano muy viejo. Vivía en Nueva York y Mark Twain
me contrataba para salvarle la vida a alguien que no tenía rostro. Va a ser un
caso condenadamente difícil, señor Twain, le decía".
Bolaño solía decir, con su habitual gracia: "Yo como poeta soy más bien de los
malos". La poesía y los poetas eran su tema recurrente: Nicanor Parra,
Lautréamont o la prosa en endecasílabos de Gonzalo Celorio, o lo que fuera. Lo
leía todo y daba la sensación de tener opiniones contundentes sobre todo. Era
también su peculiar modo de ser poeta, un resplandor que dio a su prosa una
temperatura especial y que la hace tan inquietante. Un modo de vivir la poesía
que sus lectores de todo el mundo, hoy, han convertido en mito. ¿Cómo habría
vivido Bolaño este éxito rotundo? ¿Habría elegido desaparecer, como Rimbaud o
Salinger? Son preguntas que me hago con frecuencia.
El poeta, no sólo joven, es por supuesto otro de sus grandes temas. Los
personajes de Bolaño buscan poetas frenéticamente, se enamoran de poetas y
enloquecen como poetas. Ser detective es para él una forma de ser poeta
El primer país en reconocer su talento fue Francia. Recuerdo que Bolaño aún
vivía y pudo ver que el suplemento literario de Libération le dedicó 6 páginas.
El diario Le Monde, cuando aún no usaba fotografías, lo puso como personaje del
día y fue la caricatura de primera página. Su editor francés publicó
simultáneamente tres libros, algo inusual para un desconocido. Francia le dio el
bautizo internacional. Luego vino Alemania y Estados Unidos, donde su éxito fue
arrollador. Bolaño alcanzó a ver que Susan Sontag le dedicaba una página en The
New York Times elogiando su primer libro en inglés, By night in Chile (Nocturno
de Chile). Solía decir que ese era el verdadero título, De noche en Chile, que
los gringos lo habían encontrado, pues había tenido varios cambios de título y
él nunca se sintió satisfecho (el primero que le puso fue Tormentas de mierda).
Lo que más recuerdo de él son sus largas llamadas telefónicas para hablar sobre
mil temas, casi siempre literatura pero también cine o fútbol. Su voz cascada,
al teléfono, regresa a mí con frecuencia. Una noche me llamó desde un hotel de
Venecia y cuando le pregunté qué diablos hacía ahí, respondió: “Soy la típica
imagen del poeta latinoamericano: mi esposa con tisis arrullando a la bebé
recién nacida que llora, mi hijo con problemas de adolescencia y yo encerrado en
el baño intentando acabar un poema”. Otro día me dijo: “La verdadera obra
maestra debe pasar desapercibida y esto te lo puedo demostrar, pero no ahora,
tengo que salir”. Bolaño salió y nunca escuché sus argumentos. Murió en la noche
entre el 14 y el 15 de julio de 2003. Tenía sólo 50 años.
La muerte de Roberto Bolaño causó una extraordinaria conmoción en nuestro país,
una explosión de pesar y de rabia con muy escasos precedentes. Muchos de los más
destacados escritores y críticos lo valoraron como el mejor escritor
latinoamericano de su generación. Tan sólo unas pocas semanas antes, en una
reunión de escritores latinoamericanos en Sevilla, la generación más joven, la
de Fresán, Volpi o Gamboa, lo eligió como su líder indiscutible, su faro, su
tótem, en palabras de Rodrigo Fresán. Y no sólo en España, en toda América
Latina, en especial en Chile y en México, se sucedieron cataratas de elogios y
se expresó el dolor de la pérdida de un artista en su apogeo.
También tuvo gran repercusión su muerte en otros países europeos, donde la obra
de Bolaño se estaba traduciendo de forma cada vez más acelerada. Cuando murió se
habían firmado 37 contratos en países, destacando Italia, Francia, Holanda y el
Reino Unido. Su desaparición se lamentó incluso en varios periódicos de Estados
Unidos, pese a que era un autor inédito en dicho país, aunque ahora, desde
septiembre, ya no lo es. En la contraportada de la edición de Nocturno de Chile
en New Directions, entre cinco citas de críticos y escritores brilla
gloriosamente esta frase de Susan Sontag: "Nocturno de Chile es lo más auténtico
y singular: una novela contemporánea destinada a tener un lugar permanente en la
literatura mundial." Y la propia Sontag, el 25 de octubre, en una rueda de
prensa en Oviedo, con ocasión de recibir el Premio Príncipe de Asturias,
arremetió contra los falsos escritores, los "escritores mercenarios ", y por el
contrario alabó a su admirado Bolaño: "De lo que he leído en los últimos años,
me gusta mucho Roberto Bolaño. Es una pena que haya muerto tan joven. Escribió
mucho y estaba empezando a ser traducido al inglés, pero le quedaba tanto por
escribir..."
En Francia, donde se
han publicado aceleradamente cinco de sus libros en los dos últimos años, Bolaño
había sido adoptado como uno de los grandes. Así lo muestra, por usar sólo una
cita, lo que escribió Fabrice Gabriel en Les Inrockuptibles con el título "Un
hermano ha muerto": "Largo tiempo hemos vivido sin saber que existía un chileno
perfecto para nosotros: barroco pero breve, erudito sin ser pedante,
trágicamente metafísico y auténticamente bromista, loco por la poesía pero
dotado de una eficacia narrativa sin falla alguna... Una especie de fenómeno
entre Woody Allen y Lautréamont, Tarantino y Borges", un autor que conseguía que
"su lector se convirtiera en un frenético proselitista", y terminaba: "Bolaño no
amaba el pathos superfluo ni los discursos grandilocuentes. El único homenaje
será leerle de ahora en adelante y reírnos todavía con él."
Una síntesis excelente, pero convendría hacer una matización: no sólo los
lectores franceses no sabían que existía, también lo desconocían muchos lectores
en español. A pesar de su enorme prestigio, con la excepción de Los detectives
salvajes, Bolaño seguía siendo un autor minoritario. Ahora, tras la explosión de
su muerte, muchos lectores lo están descubriendo entusiasmados. Así como se
habla del frecuente purgatorio de los escritores después de su muerte, en este
caso apunta paradójicamente lo contrario.
"LOS DETECTIVES
SALVAJES"
Después de muchísimos años de consagración fanática a la escritura, Bolaño
emerge a mediados de los noventa. En el y el publica tres libros consecutivos,
tres revelaciones: La literatura nazi en América, Estrella distante y Llamadas
telefónicas, que alertan a los críticos más sagaces, a los lectores más
inquietos. Pero la explosión incontenible ocurrió con Los detectives salvajes,
publicado en noviembre del, que en pocos meses ganó nuestro premio de novela y
el Rómulo Gallegos y de inmediato la unanimidad de los mejores críticos, como
Ignacio Echevarría o Masoliver Ródenas en España, Celina Manzoni en Argentina,
Elvio Gandolfo en Uruguay, Christopher Domínguez-Michael en México, o Rodrigo
Pinto y Patricia Espinosa en Chile. Y también el instantáneo apoyo incondicional
de escritores como Enrique Vila-Matas, Juan Villoro o, en Chile, Jorge Edwards,
Jaime Collyer, Roberto Brodsky.
La lista de elogios sería interminable y un leitmotiv sería que Los detectives
salvajes es la mejor novela mexicana desde La región más transparente, o la
mejor novela sobre México desde Bajo el volcán (lo que recuerda un dictamen
sobre Lolita: la Gran Novela Americana fue escrita por un ruso), pero
alejándonos ya de México, territorio que le queda demasiado estrecho, otro
leitmotiv sería que Los detectives salvajes es la nueva Rayuela, una novela que
marcó a su generación con la misma fuerza con que la novela de Roberto marcó a
la suya.
Citaré dos afirmaciones que me parecen especialmente afortunadas. Una de Elvio
Gandolfo: "Los detectives salvajes se inscribía en un subgénero latinoamericano:
la Gran Novela Despeinada iniciada en Argentina por Adán Buenosayres de Marechal
y sobre todo Rayuela de Cortázar." Y la otra de Ignacio Echevarría: "El tipo de
novela que Borges hubiera aceptado escribir."
Y recuerdo haber leído en algún sitio un comentario sobre la parte central de la
novela que la equiparaba al río Mississippi de Huckleberry Finn, potente
generador de historias.
BOLAÑO, POETA Y PERRO ROMÁNTICO, RABIOSO Y APALEADO
Roberto Bolaño se
consideró siempre un poeta. Sólo empezó a escribir narrativa a raíz del
nacimiento de su hijo Lautaro, a quien idolatraba, hacia 1990. Pensó que,
obviamente, sólo con la poesía no podía soñar con alimentar a su familia, y
apenas con la prosa. Sus acrobacias de supervivencia en los primeros 90,
presentándose a toda suerte de premios municipales, "premios búfalo"
imprescindibles para el escritor piel roja, son el tema de su cuento "Sensini"
dedicado al escritor argentino Antonio Di Benedetto, exiliado en España, quien
le enseñó las tretas de ese arte menor.
Conocía de Roberto los libros de poesía publicados en España—Los perros
románticos (Lumen) y Tres (Acantilado)—, cuando Carolina me pasó, en julio
pasado, tras la muerte de Roberto, un volumen muy significativo, editado en 1979
en México: Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego (11 jóvenes poetas
latinoamericanos), con una dedicatoria: "A las muchachas desnudas bajo el
arcoiris de fuego", y una advertencia preliminar: "Este libro debe leerse / de
frente y de perfil / que los lectores parezcan platillos voladores."
En dicha antología, a cargo de Roberto Bolaño, figuran tres infrarrealistas: el
propio Bolaño y Mario Santiago—es decir, el Arturo Belano y el Ulises Lima de
Los detectives salvajes—y también Bruno Montané, el aún más joven poeta
chileno—que aparece en la novela como Felipe Müller—. El origen de la palabra
infrarrealismo proviene, claro está, de Francia. Emmanuel Berl la atribuye al
surrealista (sobrerrealista) Philippe Soupault: él y sus amigos "habían fundado
un club de la desesperanza, una literatura de la desesperanza". El
infrarrealismo (o real visceralismo en la novela) fue un movimiento sin
manifiesto, una especie de "Dadá a la mexicana" (en palabras de Bolaño), cuyos
componentes irrumpían en los actos literarios boicoteándolos, incluso los del
mismísimo Octavio Paz. En una conversación con Roberto, Carmen Boullosa le
cuenta su pavor, antes de dar una lectura poética, de que aparecieran los
temibles "infras": "Eran el terror del mundo literario", afirma Boullosa.
Temibles pero desesperados, marginados.
En uno de los poemas, Bolaño escribe: "Los verdaderos poetas tiernísimos /
metiéndose siempre en los cataclismos más atroces, / más maravillosos / sin
importarles / quemar su inspiración / sino donándola / sino regalándola / como
quien tira piedras y flores. / Oye, poeta, le dicen, / enchufa el amanecer."
Y en otro poema: "Algo inevitable, / como enamorarse veces de la misma /
muchacha."
Y finalmente en otro: "La certeza de una muerte esbelta y temprana."
O sea, en esas estrofas, un concentrado, una píldora de la vida y muerte de
Roberto Bolaño. En la antología brilla el talento de Mario Santiago, quien,
después de Bolaño, es el mejor poeta. Cabe subrayar un poema titulado "Consejos
de un discípulo de Marx a un fanático de Heidegger", un título que Bolaño
parafraseará en su primera novela, escrita con Antonio G. Porta, Consejos de un
discípulo de Morrison a un fanático de Joyce. En dicho poema, dedicado a
"Roberto Bolaño y Kyra Galván camaradas & poetas", Mario Santiago escribe: "el
Azar: ese otro antipoeta & vago insobornable" y también constata "unas ganas
despeinadas de morder & ser mordido".
En ambos poetas ya figura, pues, un homenaje al maestro Nicanor Parra y su
vocación de perros románticos, a menudo perros rabiosos, y desde luego perros
apaleados.
Una
existencia trashumante
Escritor nacido en Santiago de Chile, Bolaño ha llevado una existencia bastante
trashumante. A los 15 años estaba viviendo en México, donde comenzó a trabajar
como periodista y se hizo trotskista. En el 73 regresó a su país y pudo
presenciar el golpe militar. Se alistó en la resistencia y terminó preso. Unos
amigos detectives de la adolescencia lo reconocieron y lograron que a los ocho
días abandonase la cárcel. Se fue a El Salvador: conoció al poeta Roque Dalton y
a sus asesinos. En el 77 se instaló en España, donde ejerció (también en Francia
y otros países) una diversidad de oficios: lavaplatos, camarero, vigilante
nocturno, basurero, descargador de barcos, vendimiador. Hasta que, en los 80,
pudo sustentarse ganando concursos literarios. A fines de los años 90 la suerte
empezó a estar de su lado: Los detectives salvajes (1999) obtuvo el premio
Herralde y el Rómulo Gallegos, considerado el Nobel de Latinoamérica. Es autor
de las novelas, La pista de hielo (1993), La literatura nazi en América (1996),
Estrella distante (1996), Amuleto (1999), Monsieur Pain (1999), Nocturno de
Chile (2000), Una novelita lumpen (2002) y 2666 (2004), ésta última póstuma; los
libros de relatos Llamadas telefónicas (1997), Putas asesinas (2001) y El gaucho
insufrible (2003) y los poemarios Los perros románticos (2000) y Tres (2000).
También escribió Amberes (2002), que recoge varios textos del autor y Entre
paréntesis (2004), un recopilatorio de artículos, conferencias y otros textos
publicados en varios medios de comunicación. Murió el 14 de julio del 2003 a
consecuencia de una insuficiencia hepática. [www.epdlp.com]
BOLAÑO IMPRECADOR
(BAJO EL SIGNO DE RIMBAUD, DADÁ, DEBORD)
Roberto Bolaño, como demuestra en sus libros, estaba empapado de literatura
francesa. Así, en el relato "Fotos", de Putas asesinas, su álter ego Arturo
Belano, perdido en África, piensa: "Para poetas, los franceses." (Acotación
obvia: Arturo Belano, Arthur Rimbaud.) Y si admira en Francia la cúspide de su
literatura, la poesía, tampoco parece ignorar un género más lateral pero muy
practicado en dicho país: el arte de la injuria. (Como ejemplos eminentes del
arte del insulto figuran desde Baudelaire y Alfred Jarry hasta Arthur Cravan y
su revista Maintenant, y naturalmente los dadaístas, empezando por Tristan
Tzara: "Maurice Barrès es el mayor cerdo que me he encontrado en mi carrera
política; el mayor canalla que ha visto Europa desde Napoleón." Y añade,
sarcástico: "No tengo ninguna confianza en la justicia, incluso si Dadá dicta
esa justicia. Convendrá conmigo, Sr. Presidente, que sólo somos una panda de
cabrones y que por consiguiente las pequeñas diferencias, cabrones más grandes o
cabrones más pequeños, no tienen ninguna importancia." O, entre los
surrealistas, la gélida pregunta de Louis Aragon: "¿Ya has abofeteado a un
muerto?" Aunque quizá los más temibles polemistas estuvieron en la Internacional
Situacionista, cuyo último número de su revista acababa con un demoledor cruce
de cartas con Claude Gallimard, tan brutalmente insultado como su padre Gaston y
su hijo Antoine.
Ya antes la Internacional Letrista, en 1952, de la que salieron los
situacionistas, ante la visita de Charlie Chaplin a Francia, en olor de
multitudes, lo había saludado de la forma más descalificadora: "Go home, Mr.
Chaplin, estafador de los sentimientos, chantajista del sufrimiento." Y las
colecciones de cartas de insultos más belicosas son los dos tomos de la
Correspondencia de la editorial Champ Libre, tan fuertemente inspirada por Guy
Debord. Éste, por cierto, en Consideraciones sobre el asesinato de Gérard
Lebovici escribió: "La carta de injurias es una suerte de género literario que
ha ocupado un gran lugar en nuestro siglo y no sin razón. Creo que nadie puede
dudar que yo mismo, a este respecto, he aprendido mucho de los surrealistas y,
por encima de todo, de Arthur Cravan. La dificultad en la carta de injurias no
puede ser estilística, la única cosa difícil es tener la seguridad de que uno
está en su derecho en escribirlas respecto a ciertos corresponsales precisos.
Nunca deben ser injustas." Bolaño no escribió, creo, cartas de injurias—aunque
su última conferencia, "Los mitos de Cthulhu", es un panfleto brutal en el que
Bolaño reivindicó la herencia de Nicanor Parra: "la idea del ataque gratuito y
de joder la paciencia"—, sino que lanzó durísimos juicios lapidarios: pienso
que, con razón o sin ella, nunca creyó ser injusto. Se atuvo, pues, a la ley
acuñada por Debord. Fin del excursus.)
Como es bien sabido, el Bolaño más polémico, el Bolaño lector más intransigente,
operó en Chile, donde opinó con virulencia o desdén respecto a componentes de la
nueva narrativa chilena de los 90, a los que apodó los "donositos", y también
respecto a algunos de los autores chilenos más leídos.
Tomemos el significativo caso de Isabel Allende, indiscutible bestseller
internacional, a quien Bolaño tildó de "escribidora". Allende, en una entrevista
en El País (3 de septiembre de 2003), contraatacó así: "No me dolió mayormente
porque él hablaba mal de todo el mundo. Es una persona que nunca dijo nada bueno
de nadie. El hecho que está muerto no lo hace a mi juicio mejor persona. Era un
señor bien desagradable" Es bien comprensible la irritación de Isabel Allende:
llamar "escribidora" a una escritora es algo así como una enmienda a la
totalidad. Pero Bolaño la ataca como escritora mientras que Allende ataca a la
persona, faltando objetivamente a la verdad.
BOLAÑO, LECTOR INCANSABLE, SEVERO Y GENEROSO
La afirmación de Isabel Allende nos invita a hacer una lista (a Bolaño, como a
su admirado Perec, le encantaban las listas) de los autores de los que Bolaño
dijo mucho bueno. Así, Borges y Bioy y Bustos Domecq, Silvina Ocampo, Rodolfo
Wilcock, Cortázar, Manuel Puig, Copi, Nicanor Parra, Enrique Lihn, Gonzalo
Rojas, Jorge Edwards, a ratos José Donoso, Juan Rulfo, Sergio Pitol, Carlos
Monsiváis, Juan Marsé, Álvaro Pombo, Ricardo Piglia. Nombre obvios, sí, pero que
dibujan una cartografía precisa, de incluidos y excluidos: de una parte, el
fervor de la literatura, de otra, para decirlo con Martin Amis, la guerra contra
el cliché.
Pero es probablemente más significativa su lectura apasionada y generosa de
tantos autores de su generación y aun de escritores más jóvenes, aquellos que
conforman lo que Bolaño llamaba la voluntad de ruptura en lengua española de la
generación de los 90. Veamos unos nombres: Fernando Vallejo; César Aira, Alan
Pauls y Rodrigo Fresán; Rodrigo Rey Rosa; Juan Villoro, Daniel Sada, Carmen
Boullosa y Jorge Volpi; Enrique Vila-Matas y Javier Marías; Pedro Lemebel y
Roberto Brodsky. El dibujo ya es bien nítido.
Ante esta lista de entusiasmos, de lectura sistemática de escritores jóvenes (lo
que no es precisamente muy usual por parte de tantos autores), una lista cuyos
posibles aciertos decidirá la posterioridad (pero que no parece desencaminada),
las polémicas despertadas por las opiniones contundentes de Bolaño parecen, como
él afirmó, "polémicas totalmente gratuitas, estornudos".
También merece destacarse que tampoco escaparon a su crítica notorias vacas
sagradas españolas, desde la parte central de Los detectives salvajes, de forma
algo enmascarada pero evidente, siguiendo en varias entrevistas y acabando en
"Los mitos de Cthulhu", la conferencia que cierra su último libro. Unas
andanadas que a Bolaño, que no tenía posiciones que escalar ni tenía que
vengarse de nadie, en nada podían beneficiarle. Es obviamente mucho más
peligroso despellejar en público que hacerlo en privado, un deporte que los
escritores (y no escritores) practican (practicamos) con suma asiduidad.
Daba la impresión de que Bolaño escribía como Kafka dijo, creo, que debería
hacerse: escribir como si se estuviera muerto. Y esto me recuerda la forma cómo
Jacques Rigaut apostrofaba a sus amigos dadaístas menos radicales: "Vous êtes
tous des poètes et moi je suis du côté de la mort." Y a los muertos, si no otra
cosa, la sinceridad se les supone.
BOLAÑO EN SU LEYENDA
Pero olvidemos ya los estornudos y sus miasmas y leamos o releamos a Roberto
Bolaño. Un autor del que Vila-Matas dijo: "Con la muerte de Bolaño empieza una
leyenda." Una leyenda que sería plenamente merecida tan sólo con Los detectives
salvajes calificada por Masoliver Ródenas, perfilando el leitmotiv, como "una de
las mejores novelas mexicanas contemporáneas, escrita por un chileno que reside
en Cataluña." Un escritor chileno cuyo único pasaporte fue chileno, aunque
Bolaño, siempre incómodo, siempre a contrapié, matizaba: "Muchas pueden ser las
patrias pero uno solo el pasaporte, y este pasaporte, evidentemente, es la
calidad de la escritura."
Roberto Bolaño, un perro romántico, un perro rabioso, un perro apaleado, que
nunca renunció a su "deseo de quemar el mundo", y también "un príncipe
dulcísimo", según el epitafio de su querido Nicanor Parra. Roberto Bolaño, que
escribió a modo de epitafio propio: "El mundo está vivo y nada vivo tiene
remedio y ésa es nuestra suerte." Una frase desesperada, lúcida y sarcástica, la
marca de fábrica de un escritor chileno llamado a perdurar, un orgullo de la
literatura universal.
[Texto leído en el homenaje a Roberto Bolaño en la Feria del Libro de Chile, el
29 de octubre de 2003]
Entrevista en el programa de la
TV chilena Off the record con motivo del premio Herralde por Los detectives
salvajes.
Por momentos parece
que el fervor de sus fans en toda América latina excede incluso los límites de
una pasión. Roberto Bolaño, muerto a los 50 años, tiene todas las condiciones
para ser considerado el gran escritor latinoamericano contemporáneo. ¿Pero lo
es? Aquí, qué piensan Isabel Allende, Darío Jaramillo, Fernando Vallejo,
Fogwill, Alberto Fuguet y 39 autores jóvenes reunidos hace poco en Colombia.
Por Héctor Pavón
La palabra leyenda viene de legenda, que en latín significa "lo que debe ser
leído". Hay consenso, un acuerdo de masas lectoras, un dogma, que sostiene que
Roberto Bolaño es una leyenda y que debe ser leído.
También circula una certeza: Bolaño, el fallecido escritor chileno, multiplica
sus lectores en forma permanente. Quienes lo leen se transforman en seguidores y
suelen pasar al estadio de fans como si esa estrella a alcanzar fuera un Jim
Morrison (muy escuchado por Bolaño). Y aunque sus restos hayan sido cremados y
sus cenizas arrojadas al Mediterráneo, la procesión de sus fieles marcha
constante y segura en busca de sus secretos, de nuevos poemas y cuentos como los
que se publicaron recientemente. Van en busca de un Bolaño que tal vez no exista
pero que se construye, destruye y reconstruye en sus miradas, lecturas y
relecturas. Bolaño era chileno pero se reconocía como un autor latinoamericano.
Hoy podría ser un escritor del mundo, su letra ya se tradujo al inglés y se
vende de forma notoria en Estados Unidos, la meca de la venta literaria masiva;
su voz y su imagen es reproducida al infinito en youtube.com; documentales,
ensayos, tesis y monografías lo reviven en medios de comunicación y
universidades. El fenómeno marcha.
"Con la muerte de Bolaño empieza una leyenda", dijo Enrique Vila Matas. Esa
leyenda está viva. Repiquetea por el mundo entero. Pero sería más justo decir
que recién comienza, que el efecto Bolaño está subiendo la curva y que todavía
se lee por primera vez, todavía se está descubriendo. Su muerte temprana a los
50 años esperando un hígado fue el primer renglón de la construcción de un mito
al que Bolaño contribuyó casi de forma directa. Murió el 14 de julio de 2003, en
el hospital Valle de Hebrón de Barcelona. Pasó diez días en coma sufriendo por
una complicación hepática mientras esperaba en vano un trasplante. Dejó textos
terminados para su publicación y otros inconclusos. Estaba preocupado por el
futuro económico de su mujer y sus hijos. Entre esos papeles quedaban cinco
textos que por un acuerdo entre editor y familia dieron origen a la tremenda
novela llamada 2666, en la que llevó al extremo su capacidad imaginativa y
fabuladora en torno de un personaje que retoma la figura del escritor
desaparecido, en este caso, Benno von Archimboldi y donde también se exhibe el
horror del feminicidio de Ciudad Juárez, México, donde las mujeres suelen ser
presa de caza. Gracias a la buena relación entre los familiares y el editor de
Anagrama Jorge Herralde, este año llegaron a la Argentina los textos encontrados
y reunidos en El secreto del mal y La universidad desconocida (Anagrama).
También llegaron, caros pero imperdibles, ejemplares de poesía reeditados como
Los perros románticos y Tres (Acantilado).
En El secreto... hay relatos aparentemente sin terminar, ensayos, referencias y
algunas admiraciones sobre la literatura argentina y una mirada irónica sobre
Evita y Perón puesta en boca de V. S. Naipaul. Allí denosta a Osvaldo Soriano,
relativiza a Roberto Arlt y se rinde ante Jorge Luis Borges, Ricardo Piglia,
Osvaldo Lamborghini, César Aira, entre otros. Dice: "De estas tres líneas más
vivas de la literatura argentina, los tres puntos de partida de la pesada, me
temo que resultará vencedora aquella que representa con mayor fidelidad a la
canalla sentimental, en palabras de Borges. La canalla sentimental, que ya no es
la derecha (en gran medida porque la derecha se dedica a la publicidad y al
disfrute de la cocaína y a planificar el hambre y los corralitos, y en materia
literaria es analfabeta funcional o se conforma con recitar el Martín Fierro)
sino la izquierda, y que lo que pide a sus intelectuales es soma, lo mismo,
precisamente que pide a sus intelectuales, que recibe de sus amos. Soma, soma,
soma Soriano, perdonáme, tuyo es el reino. Arlt y Piglia son punto y aparte.
Digamos que es una relación sentimental y que lo mejor es dejarlos tranquilos.
Ambos, Arlt sin la menor duda, son parte importante de la literatura argentina y
latinoamericana y su destino es cabalgar solos por la pampa habitada por
fantasmas. Allí sin embargo, no hay escuela posible. Corolario. Hay que releer a
Borges otra vez".
La conquista de E.E.U.U.
"Nocturno de Chile es lo más auténtico y singular: una novela contemporánea
destinada a tener un lugar permanente en la literatura mundial". El elogio era
de Susan Sontag y fue ella misma quien, en una rueda de prensa en Oviedo, en
ocasión de recibir el Premio Príncipe de Asturias 2003, cargó contra los "falsos
escritores", los "escritores mercenarios", y por el contrario dijo: "De lo que
he leído en los últimos años, me gusta mucho Roberto Bolaño. Es una pena que
haya muerto tan joven. Escribió mucho y estaba empezando a ser traducido al
inglés, pero le quedaba tanto por escribir..."
Bolaño desembarcó en Estados Unidos con varios títulos. Los detectives salvajes
(The savage detectives) se editó este año en EE.UU. traducido por Natasha
Wimmer. El periodista francés Jean Francois Fogel dice que al llegar este año a
las librerías estadounidenses, la apreciación sobre Bolaño parece definitiva.
Eso es así, especialmente, tomando en cuenta el extenso artículo del The New
Yorker. Una de las palabras clave que utiliza la revista es "infrarrealistas",
el nombre del grupo poético de Bolaño en su etapa mexicana. "Cuando los yankees
se preocupan del infrarrealismo (de manera global el mundo nota el exceso de
realismo en la manera gringa de actuar) no se puede negar que pasa algo", dice
Fogel en su blog. Daniel Zalewski, el periodista del The New Yorker termina
afirmando: "es un estilo que se merece su propio nombre: modernismo visceral".
Fogel agrega: "La culpa del mundo hispanohablante es tener al producto Bolaño
sin tener al servicio de marketing para vender el producto. Los ingenuos latinos
hablaban de libros, los maestros del comercio proponen otra cosa: 'modernismo
visceral'. Con este nombre, se va a vender como pan caliente." Con Los
detectives... Bolaño ganó el Premio Herralde de novela 1998 y un año después el
Rómulo Gallegos.
Alex Abramovitch, en The New York Times, confirma de manera indirecta la nueva
definición del escritor chileno en otra larga reseña. Recupera el término
"realismo visceral" que utiliza el autor en su novela para señalar: "Los
realistas viscerales tienen altas aspiraciones, pero Bolaño es demasiado pegado
a la realidad para ablandarse". James Wood -crítico, profesor de Harvard y
editor de The New Republic- escribió un ensayo publicado en The New York Times
con el título "The Visceral Realist", en el que se refiere a la edición de The
Savage Detectives como el momento en que Bolaño deja de ser un autor de culto en
los Estados Unidos y se vuelve una necesidad compartida por cada vez más
lectores. "Hasta hace poco", escribe Wood, "había incluso algo, un código
masónico en la manera en que el nombre de Bolaño pasaba de boca en boca entre
los lectores de este país". Luego añade: "Este fabulador chileno,
maravillosamente extraño, a la vez un realista enraizado y un lírico de lo
especulativo, que murió en 2003 a los cincuenta años de edad, ha sido reconocido
ya desde hace algún tiempo en el mundo hispanohablante como uno de los más
grandes e influyentes escritores modernos".
El hecho de penetrar las fronteras estadounidenses ha sido fundamental y le dio
actualidad a la letra de Bolaño. También hay que notar que se trata de un
escritor muerto y eso permite armar no una leyenda sino varias. También hay
realidades: siete traducciones al inglés en tránsito y, entre ellas,
probablemente 2666. "Entonces, echamos una visceral bienvenida al Bolaño nuevo,
conquistador del territorio gringo", concluye Fogel.
La eterna búsqueda
Roberto Bolaño nació en Santiago de Chile en 1953 y creció en ciudades diversas
como Los Angeles, Valparaíso, Quilpué, Viña del Mar y Cauquenes. Con 13 años, se
trasladó con su familia a México donde su principal refugio era la biblioteca
pública de Ciudad de México. No terminó el colegio, tampoco entró en la
universidad. Paradójicamente, hoy existe la cátedra Roberto Bolaño en la
universidad Diego Portales de Santiago de Chile.
1973, cae la Unidad Popular de Salvador Allende. Bolaño vuelve a su país después
de un largo viaje en ómnibus, a dedo y en barco con la idea de unirse a la
resistencia contra la dictadura pinochetista. Muy pronto lo detienen en
Concepción y lo liberan luego de ocho días gracias a la ayuda de un compañero de
estudios en Cauquenes que se encontraba entre los policías que lo habían
detenido. Años después diría que no tiene nada que decirle a Allende, que "los
que tienen el poder (aunque sea por poco tiempo) no saben nada de literatura,
sólo les interesa el poder".
Caricatura de Fernando
Vicente
En su regreso a
México junto con el poeta Mario Santiago Papasquiaro (inspiración para modelar a
Ulises Lima en Los detectives salvajes) fundó el movimiento poético
infrarrealista, que, surgido en tertulias del Café La Habana, se opuso con furor
a los pilares hegemónicos de la poesía mexicana y también al establishment
literario (con Octavio Paz como figura preponderante). Bolaño y Papasquiaro se
destacaron por su poesía cotidiana, disonante y con elementos dadaístas.
"Se podría sostener que el infrarrealismo lo determinó como escritor de la misma
forma que el alejamiento de la corriente le permitió iniciar su carrera como
novelista. México para él fue central, porque lo determinó como escritor (...)
el México nocturno, el México de las calles, del habla cotidiana, de un destino
quebrado y a veces trágico, y el humor lo cautivaron. No es casualidad que sus
dos más grandes novelas las haya centrado en México, Los detectives salvajes y
2666", comentó el narrador Juan Villoro.
Tiempo después emigró a España, a Barcelona, donde ya vivía su madre.
Vendimiador en verano, vigilante nocturno de un camping en Castelldefels,
vendedor en un almacén, lavaplatos, camarero, estibador en el puerto, basurero,
recepcionista, fueron sus actividades hasta que se convirtió en escritor de
tiempo completo. También fue buen ladrón de libros, cuando no los podía pagar.
En 2004, un año después de su muerte, obtuvo el premio Salambó a la mejor novela
en castellano, por 2666. El jurado del premio se refirió a la novela ganadora,
como "el resumen de una obra de mucho peso, donde se decanta lo mejor de la
narrativa de Roberto Bolaño". Una novela que "contiene mucha literatura, que
supone un gran riesgo y lleva al extremo el lenguaje literario" de su autor.
Bolaño estalla en Internet. Hay miles de blogs literarios que dedican parte o su
totalidad a homenajear y discutir su obra. Los detectives salvajes y Estrella
distante son las obras preferidas por los cyberlectores. Muchos de ellos,
lectores profusos, trazan una línea de continuidad y buscan conexiones entre Los
detectives... y Rayuela de Julio Cortázar o Adán Buenosayres de Leopoldo
Marechal. Los foros rescatan no sólo su calidad literaria, sino también el
eterno camino en busca de personas perdidas, amores, esencias y territorios de
los personajes de Los detectives..., Estrella distante, o 2666.
Santificado en el presente, Bolaño fue en vida un personaje que solía fustigar a
sus enemigos literarios. Despreciaba de frente. Sobre la autora de Paula dijo:
"Me parece una mala escritora simple y llanamente, y llamarla escritora es darle
cancha. Ni siquiera creo que Isabel Allende sea escritora, es una
'escribidora'". Allende le devolvió: "Eché una mirada a un par de (sus) libros y
me aburrió espantosamente". Cuando murió Bolaño agregó: "No me dolió mayormente
porque él hablaba mal de todos. Es una persona que nunca dijo nada bueno de
nadie. El hecho de que esté muerto no lo hace a mi juicio mejor persona. Era un
señor bien desagradable".
"Skármeta es un personaje de la televisión. Soy incapaz de leer un libro suyo,
ojear su prosa me revuelve el estómago", calificó Bolaño. Por su parte, el ex
colombiano Fernando Vallejo aseguró que la prosa de Bolaño es demasiado simple,
plana, elemental, "del tipo yo Tarzán, tú Chita". A esta lista se sumó el poeta
colombiano Darío Jaramillo: "Bolaño es mago de un solo truco, retorcido (como un
remolino), adornado truco, pero siempre igual a sí mismo. Es ahí cuando uno
puede ver con nitidez la diferencia entre la pobreza -maquillada- y la difícil y
maravillosa sencillez."
Bolaño tuvo otro altercado con su paisana Diamela Eltit. Ella lo invita a cenar
a su casa; después él publica en Ajoblanco una crítica despiadada contra su menú
y contra su anfitriona. Eltit: ""ése es un tema sobre el cual yo prefiero
restarme. En parte porque ahí pasó algo absurdo, hipermagnificado. Bolaño está
muerto; yo prefiero no decir una palabra sobre alguien que ha muerto".
Javier Cercas, autor de Soldados de Salamina, texto en el que Bolaño cumple un
papel, sostiene que hay dos leyendas en torno al escritor chileno. Una, es la
que construyeron los otros, sus lectores, sus fans y otra, la del mismo autor.
Ambas leyendas no se ajustan a la realidad, pero la que escribió Bolaño tiene la
inmensa ventaja de que es, en cierto sentido, "más verdadera que la verdad,
mientras que la otra es en lo esencial mentira o una mentira forjada con
ingredientes de la verdad, que es la forma más cabal de la mentira. La leyenda
que Bolaño construyó en sus libros vivirá muchos años, o eso es lo que yo creo;
la que han construido los otros se esfumará pronto, o eso es lo que yo espero".
El escritor español suma hechos en favor de la construcción mítica del recuerdo
de Bolaño: murió joven; murió en el mejor momento de su carrera; murió dentro de
cierta propensión mitómana del medio literario (con una cuota de hipocresía) de
hablar bien de los muertos, entre otros elementos. "La historia de la
literatura, como la otra, abunda en ejemplos de este tipo de canonización tras
una muerte prematura, así que no hay de qué sorprenderse, al menos en lo que se
refiere a este punto; en lo que a otros se refiere no ocurre lo mismo -dice
Cercas-. Nada permitía presagiar, por ejemplo, que el mismo hombre que escribió
La pista de hielo escribiera sólo tres años más tarde Estrella distante, y seis
años después Los detectives salvajes; que entre 1996 y 2003, año de su muerte,
escribiera lo que escribió entra de lleno en el terreno de lo asombroso".
Todavía hay que dejar reposar su literatura para poder discernir si la obra de
Bolaño sobrevivirá al paso del tiempo y a la de sus lectores fans que califican
su obra entera como magistral, casi sin matices, todas en el mismo nivel de
calidad. Muchos de sus nuevos y jóvenes lectores se asoman con ansias de
investigar sobre su vida, y también muchos se desilusionan al encontrar una vida
breve donde la intensidad está puesta en la literatura que superó ampliamente a
su vida real. Hoy la única discusión posible gira en torno a las altas
calificaciones que generan sus libros. La única pregunta que se permite hacer en
esta iglesia pagana es si Bolaño es genial o extraordinario.
En la última entrevista que dio Bolaño, a la periodista Mónica Maristain de la
revista Playboy de México, puso en aviso a los obsecuentes. Ella le preguntó:
"¿Qué dice de los que piensan que Los detectives salvajes es la gran novela
mexicana de la contemporaneidad?". El contestó: "Lo dicen por lástima, me ven
decaído o desmayándome en las plazas públicas y no se les ocurre nada mejor que
una mentira piadosa, que por lo demás es lo más indicado en estos casos y ni
siquiera es pecado venial".
El martes pasado
(14/07/03) murió a los 50 años el escritor y poeta chileno Roberto Bolaño. Para
muchos, ya era el mejor escritor latinoamericano de estos tiempos. Autor de
culto durante buena parte de su vida, a partir del Premio Rómulo Gallegos que
ganó con su novela Los detectives salvajes en 1998, su obra se empezó a
convertir en objeto de devoción para más de una generación. En los últimos
tiempos, además de las entusiastas bienvenidas que le brindaban medios como
Libération y Le Monde y personalidades como Susan Sontag, algunos ya hasta
jugaban con la idea de verlo recibir un Nobel. En la misma semana de su muerte,
la periodista Mónica Maristain publicó en la edición mexicana de Playboy esta
larga entrevista en la que Bolaño habla de todo: la literatura, sus años en la
pobreza, su fe en los lectores, la gramática de los desesperados, el paraíso
imaginario y el infierno tan temido.
En el desvaído panorama de la literatura en lengua española, un espacio en el
que todos los días aparecen jóvenes redactores más preocupados por ganar becas y
puestos en los consulados que por aportar algo a la creación artística, se
destaca la figura de un hombre enjuto, mochila azul en ristre, anteojos de
enorme marco, cigarrillo sempiterno entre los dedos, fina ironía a bocajarro
siempre que haga falta.
Roberto Bolaño, nacido en Chile en 1953, es lo mejor que le ha pasado en mucho
tiempo al oficio de escribir. Desde que con su monumental Los detectives
salvajes, acaso la gran novela mexicana de la contemporaneidad, se hiciera
famoso y se embolsara los premios Herralde (1998) y Rómulo Gallegos (1999), su
influencia y su figura han ido en crecimiento constante: todo lo que dice, con
su afilado humor, con su exquisita inteligencia, todo lo que escribe, con su
pluma certera, de gran riesgo poético y profundo compromiso creativo, es digno
de la atención de quienes lo admiran y, por supuesto, de quienes lo detestan.
El autor, que aparece como personaje en la novela Soldados de Salamina, de
Javier Cercas, y que es homenajeado en la última novela de Jorge Volpi, El fin
de la locura, es, como todo hombre genial, un divisor de opiniones, un generador
de antipatías acérrimas a pesar de su carácter tierno, su voz entre atiplada y
ronca, con la que responde, cortés, como todo buen chileno, que no escribirá un
cuento para la revista pues su próxima novela, que tratará sobre los asesinatos
de mujeres en Ciudad Juárez, ya va por la página 900 y todavía no la acaba.
Roberto Bolaño vive en Blanes, España, y está muy enfermo. Espera que un
trasplante de hígado le dé resto para vivir con esa intensidad que alaban
quienes tienen la fortuna de tratarlo en la intimidad. Dicen ellos, sus amigos,
que a veces se olvida de ir a la visita médica por escribir.
A los 50 años, este hombre que recorrió Latinoamérica como mochilero, que se
escapó de las fauces del pinochetismo porque uno de los policías que lo
encarceló había sido su compañero en la escuela, que vivió en México (alguna vez
la calle Bucareli en un tramo llevará su nombre), que conoció a los militantes
del Farabundo Martí que luego se convertirían en los asesinos del poeta Roque
Dalton en El Salvador, que fue vigilante en un camping catalán, vendedor de
bisutería en Europa y siempre un hurtador de buenos libros porque leer no es
sólo una cuestión de actitud, este hombre, decíamos, ha transformado el rumbo de
la literatura latinoamericana. Y lo ha hecho sin avisar y sin pedir permiso,
como lo hubiera hecho Juan García Madero, antihéroe adolescente de su gloriosa
Los detectives salvajes: "Estoy en el primer semestre de la carrera de Derecho.
Yo no quería estudiar Derecho sino Letras, pero mi tía insistió y al final acabé
transigiendo. Soy huérfano. Seré abogado. Eso lo dije a mi tío y a mi tía y
luego me encerré en mi habitación y lloré toda la noche". El resto, en las 608
páginas restantes de una novela cuya importancia los críticos han comparado con
Rayuela, de Julio Cortázar, y hasta con Cien años de soledad, de Gabriel García
Márquez. Él diría, frente a tanta hipérbole: ni modo. Así que mejor vayamos a lo
que importa en esta coyuntura: a la entrevista.
¿Le dio algún valor en su vida el haber nacido disléxico?
-Ninguno. Problemas cuando jugaba al fútbol, soy zurdo. Problemas cuando me
masturbaba, soy zurdo. Problemas cuando escribía, soy diestro. Como puedes ver,
ningún problema importante.
¿Siguió siendo Enrique Vila-Matas amigo suyo luego de la pelea que tuvo usted
con los organizadores del Premio Rómulo Gallegos?
-Mi pelea con el jurado y los organizadores del premio se debió, básicamente, a
que ellos pretendían que yo avalara, desde Blanes y a ciegas, una selección en
la que yo no había participado. Sus métodos, que una pseudo poeta chavista me
transmitió por teléfono, se parecían demasiado a los argumentos disuasorios de
la Casa de las Américas cubana. Me pareció que era un error enorme que Daniel
Sada o Jorge Volpi fueran eliminados a las primeras de cambio, por ejemplo.
Ellos dijeron que lo que yo quería era viajar con mi mujer e hijos, algo
totalmente falso. De mi indignación por esta mentira surgió la carta en donde
los llamé neostalinistas y algo más, supongo. De hecho, a mí me informaron que
ellos pretendían, desde el principio, premiar a otro autor, que no era Vila-
Matas, precisamente, cuya novela me parece buena, y que sin duda era uno de mis
candidatos.
¿Por qué no tiene
aire acondicionado en su estudio?
-Porque mi lema no es Et in Arcadia ego, sino Et in Esparta ego.
¿No cree que si se hubiera emborrachado con Isabel Allende y Ángeles Mastretta
otro sería su parecer acerca de sus libros?
-No lo creo. Primero, porque esas señoras evitan beber con alguien como yo.
Segundo, porque yo ya no bebo. Tercero, porque ni en mis peores borracheras he
perdido cierta lucidez mínima, un sentido de la prosodia y del ritmo, un cierto
rechazo ante el plagio, la mediocridad o el silencio.
¿Cuál es la diferencia entre una escribidora y una escritora?
-Una escritora es Silvina Ocampo. Una escribidora es Marcela Serrano. Los años
luz que median entre una y otra.
¿Quién le hizo creer que es mejor poeta que narrador?
-La gradación del rubor que siento cuando, por pura casualidad, abro un libro
mío de poesía o uno de prosa. Me ruboriza menos el de poesía.
¿Usted es chileno, español o mexicano?
-Soy latinoamericano.
¿Qué es la patria para usted?
-Lamento darte una respuesta más bien cursi. Mi única patria son mis dos hijos,
Lautaro y Alexandra. Y tal vez, pero en segundo plano, algunos instantes,
algunas calles, algunos rostros o escenas o libros que están dentro de mí y que
algún día olvidaré, que es lo mejor que uno puede hacer con la patria.
¿Qué es la literatura chilena?
-Probablemente las pesadillas del poeta más resentido y gris y acaso el más
cobarde de los poetas chilenos: Carlos Pezoa Véliz, muerto a principios del
siglo XX, y autor de sólo dos poemas memorables, pero, eso sí, verdaderamente
memorables, y que nos sigue soñando y sufriendo. Es posible que Pezoa Véliz aún
no haya muerto y esté agonizando y que su último minuto sea un minuto bastante
largo, ¿no?, y todos estemos dentro de él. O al menos que todos los chilenos
estemos dentro de él.
¿Por qué le gusta llevar siempre la contraria?
-Yo nunca llevo la contraria.
¿Usted tiene más amigos que enemigos?
-Tengo suficientes amigos y enemigos, todos gratuitos.
¿Quiénes son sus amigos entrañables?
-Mi mejor amigo fue el poeta Mario Santiago, que murió en 1998. Actualmente tres
de mis mejores amigos son Ignacio Echevarría y Rodrigo Fresán y A. G. Porta.
¿Antonio Skármeta lo invitó alguna vez a su programa?
-Una secretaria suya, tal vez su mucama, me llamó una vez por teléfono. Le dije
que estaba demasiado ocupado.
¿Javier Cercas compartió con usted las regalías por Soldados de Salamina?
Roberto Bolaño y Pedro
Lemebel
-No, por supuesto.
¿Enrique Lihn, Jorge Teillier o Nicanor Parra?
-Nicanor Parra por encima de todos, incluidos Pablo Neruda y Vicente Huidobro y
Gabriela Mistral.
¿Eugenio Montale, T. S. Eliot o Xavier Villaurrutia?
-Montale. Si en lugar de Eliot estuviera James Joyce, pues Joyce. Si en lugar de
Eliot estuviera Ezra Pound, sin duda Pound.
¿John Lennon, Lady Di o Elvis Presley?
-The Pogues. O Suicide. O Bob Dylan. Pero, bueno, no nos hagamos los remilgados:
Elvis forever. Elvis con una chapa de sheriff conduciendo un Mustang y
atiborrándose de pastillas, y con su voz de oro.
¿Quién lee más, usted o Rodrigo Fresán?
-Depende. El Oeste es para Rodrigo. El Este para mí. Luego nos contamos los
libros de nuestras correspondientes áreas y parece que lo hubiéramos leído todo.
¿Cuál es el mejor poema de Pablo Neruda según usted?
-Casi cualquiera de Residencia en la Tierra.
¿Qué le hubiera dicho a Gabriela Mistral si la hubiera conocido?
-Mamá, perdóname, he sido malo, pero el amor de una mujer hizo que me volviera
bueno.
¿Y a Salvador Allende?
-Poco o nada. Los que tienen el poder (aunque sea por poco tiempo) no saben nada
de literatura, sólo les interesa el poder. Y yo puedo ser el payaso de mis
lectores, si me da la real gana, pero nunca de los poderosos. Suena un poco
melodramático. Suena a declaración de puta honrada. Pero, en fin, así es.
¿Y a Vicente Huidobro?
Nadie es profeta en
su tierra
Roberto Bolaño no tuvo una fácil relación con la literatura de su propio país.
Habló en contra de muchos autores consagrados y armó un nuevo linaje poético al
margen de los grandes nombres. Sus declaraciones y su consagración mundial
causaron resquemores y variados enconos. Pero ¿cómo se lee actualmente a Bolaño
en Chile? ¿Cuál es la dimensión de su presencia y su peso? Radar estuvo en
Santiago para averiguarlo. Además, opinan jóvenes escritores y críticos
chilenos.
Roberto
Bolaño en Santiago de Chile, en el barrio Concha y toro, en el año 1999.
Por Mauro Libertella, desde Santiago de Chile
Una noche de 2003, una famosa y poco lúcida conductora de televisión chilena
anunció, en vivo y a todo color, que Roberto Bolaño, el Chavo del Ocho, había
muerto. La confusión podría tildarse de simpática -la animadora pensaba en el
actor Roberto Gómez Bolaños, que sigue vivo y coleando- si no escondiera tras su
pliegues una realidad inquietante: a la hora de su muerte, Roberto Bolaño era en
su país un escritor más bien fanstasmal, de apellido intercambiable. Con
cincuenta años encima, marcados por una concepción utópico-idealista pero
altamente contemporánea de la literatura, Bolaño dejaba tras su paso un puñado
de libros definitivos; libros escritos con urgencia, con humor, y con una pasión
que a muchos nos hizo creer de vuelta en la epifanía literaria como un sueño
posible. Sin embargo, en el país en el que había nacido y del que se había ido
de adolescente, para volver sólo unos días antes del golpe de Pinochet y
exiliarse para siempre, la opinión era todavía difusa. ¿Cómo explicarlo? En
primer lugar, la aniquilación y la pausada reconstrucción que hizo Bolaño de lo
que se entendía por “literatura chilena”, una literatura anquilosada y dormida
en los colchones espinosos de la dictadura, fue radical. Desde sus cuentos y
novelas, Bolaño tallaba sobre un mármol perdurable una idea de Chile, hecha con
la materia de una inagotable biblioteca personal, pero también con un universo
de ideales morales y estéticos que jamás se corrompieron. Así, Bolaño es el
escritor que desde España escribe sobre el Chile que recuerda, pero en ese
recuerdo está agazapada la proyección de un Chile posible, de un país en donde
la mediocridad o el silencio pueden ser denunciados con elegancia pero sin
concesiones. Y es lógico: muchos escritores y críticos chilenos sintieron en
Bolaño a un forastero que hablaba desde afuera, y tejieron sobre su obra un
silencio casi simbólico, que se puede entender como miedo, como rechazo o como
la aceptación de una evidencia incontestable.
Y además, claro, están los jóvenes escritores, esos que llegaron a la literatura
cuando Nocturno de Chile o Estrella distante se estaban imprimiendo. Y la
pregunta es inevitable: ¿cómo escribir después de Bolaño? ¿Por qué puerta entrar
a las catedrales de la literatura chilena, cuando uno de sus más grandes
escritores vivos decía: “Chile es hoy un país en donde ser escritor y ser cursi
es casi lo mismo”? De un solo modo: quemando las barcas por la escritura.
Tomando la herencia de Bolaño desde su costado vital y luminoso, que más que un
costado es su centro mismo. Pero, desde ya, la propuesta de Bolaño no es de
simple ejecución. Implica una revisión total de la tradición, invirtiendo
valores que años de dictadura y operadores culturales a su servicio habían
erigido, armando con los ladrillos de la mentira una idea de la literatura
chilena -esplendorosa, vendedora-, que un escritor como Bolaño, en muy pocos
años, pudo hacer temblar.
Para ilustrar la relación esquiva y pantanosa de Bolaño con la patria y el suelo
de pertenencia, se ha mencionado el hecho de que Los detectives salvajes es la
gran novela mexicana, escrita por un chileno que vivía en España. Esta
extraterritorialidad (en términos de Ignacio Echevarría) fue lo que evitó que el
mundillo literario chileno le palmeara la espalda, neutralizando su literatura.
Y esa misma extraterritorialidad -solitaria, vertiginosa, lunática- fue la que
le permitió también hacer declaraciones como “los escritores chilenos, con
alguna excepción, no quieren tener ningún problema. Sólo quieren que se les
quiera, que de ser posible un día se vean instalados en una agregaduría
cultural, que hablen bien de ellos. Escalar, escalar siempre, buscar y conseguir
el éxito, aunque el éxito sea tan pequeño como Chile mismo. En esta feria de
vanidades, en este baile de salón entre los siúticos y los cuicos, brilla todo,
menos la literatura”. Hay un momento en el archipiélago de la obra de Bolaño en
que la idea de Chile hace expansión y se convierte de súbito en la idea de
“Latinoamérica”. Pareciera que de Chile a Latinoamérica hubiera un solo paso, la
misma pisada áspera pero imprescindible que lo llevó del Chile fundacional al
México infrarrealista (reconvertido en “real visceralismo”), y de México a la
España de su trabajo narrativo. Y cuando Bolaño se vio a sí mismo reflejado en
el espejo prolífico y mediático de la literatura latinoamericana de fin de
siglo, no vaciló en espetar sus pareceres. Respecto del panorama de la “nueva
literatura latinoamericana”, dejó una frase memorable: “El panorama, sobre todo
si uno lo ve desde un puente, es prometedor. El río es ancho y caudaloso y por
sus aguas asoman las cabezas de por lo menos 25 escritores menores de cincuenta,
menores de cuarenta, menores de treinta. ¿Cuántos se ahogarán? Yo creo que
todos”.
Caminando por las calles de Santiago se puede percibir el singular imaginario
letrado de un país que carga en su haber con dos premios Nobel de Literatura,
ambos poetas. Es una relación con la literatura al mismo tiempo cercana -Pablo
Neruda es algo así como el tío bueno, con el que todos se hubieran tomado una
copa, si no afirman habérsela tomado, además de haberlo leído en la escuela, al
igual que la Mistral- y de idealización, de protección casi guerrera de sus
vacas sagradas. Y entonces llegó el alter ego de Bolaño, Arturo Belano, y habló
de Enrique Lihn como un poeta mayor, y habló sin perder el aliento de la
inteligencia desnuda de Nicanor Parra. Por eso, tal vez, la irrupción repentina
y feroz de Roberto Bolaño en el mapa de las letras locales, con su ímpetu de
quiebre y su fascinación por lo menor y lo dislocado, fue difícil de asimilar.
Fueron unos pocos años de torbellino y fragor. En 1996 publicó Estrella distante
y en el 2003 moría en un hospital, dejando en el horno su magna obra 2666. Un
destello de siete años en donde se astilló el arco biológico de una vida, y en
los cuales ni la crítica ni los lectores pudieron ignorar que algo definitivo
estaba pasando.
La parte de Chile
Por Alejandro Zambra *
Antes de que comenzaran a llegar los libros de Roberto Bolaño, la literatura
chilena se debatía entre el triunfalismo y la desesperación: los narradores
intentaban, con mayor o menor delicadeza, contradecir o al menos reproducir la
atormentada perfección de las novelas de José Donoso; los malos poetas
procuraban no parecerse a Neruda, mientras que los buenos luchaban sin pausa por
no parecerse a Nicanor Parra o a Gonzalo Rojas o a Enrique Lihn o a Rodrigo
Lira; por su parte, los críticos elogiaban o condenaban a los escritores
nacionales con celosa cortesía, pero reservaban sus adjetivos predilectos para
ponderar a los clásicos (y durante aquellos años hasta Tolkien era considerado
un clásico). Los profesores, en tanto, aprovecharon ese valioso tiempo —el de la
renaciente democracia— para modificar a su antojo la lista de lecturas
obligatorias: fue así como las novelas de Isabel Allende, Luis Sepúlveda y
Marcela Serrano se transformaron en inamovibles materiales de estudio.
Los libros de Bolaño —de un tal Bolaño, Roberto, chileno sólo a medias, porque
“ha pasado la mayor parte de su vida en México y en España”— más temprano que
tarde llegaron a las librerías nacionales. Fue el origen de un subterráneo pero
efectivo caos. Los narradores comenzaron a leer poesía y los poetas a leer y
hasta a escribir cuentos y novelas. Secretamente, eso sí: después de comparar
Los perros románticos con La literatura nazi en América o Estrella distante, la
conclusión del gremio lírico fue unánime: como poeta, Bolaño era un estupendo
novelista. No faltó el narrador, en tanto, que definió Los detectives salvajes
como una buena novela de aventuras, ni el que caracterizó a Bolaño, con
calculada malicia, como un escritor “para poetas”. Los críticos reaccionaron con
desconfianza o con incredulidad: muy pronto las aguas se dividieron entre
quienes pasaron de Bolaño —y siguieron buscando al sucesor de José Donoso o
divirtiéndose con Tolkien— y quienes reseñaron Llamadas telefónicas y Los
detectives salvajes con un entusiasmo que muchos consideraron excesivo. Los
profesores, siempre más aplicados que el resto, aprovecharon el bullicio para
diversificar un poco el corpus de lecturas obligatorias: sumaron, entonces, a
Hernán Rivera Letelier, a Roberto Ampuero y —para internacionalizar un poco el
asunto— a Paulo Coelho.
La muerte de Bolaño dio lugar a retroactivas declaraciones de amistad y a
soterradas escaramuzas que con justicia podrían tildarse de bolañianas. Más
tarde, la publicación póstuma de 2666 generó debates que poco o nada tenían que
ver con la novela; el momento más cómico de la discusión fue la insólita
respuesta de un escritor herido que, sin siquiera arrugarse, confesó, en El
Mercurio, que no había leído la novela, lo que según él no le impedía opinar que
los elogios a 2666 eran desmesurados. En fin: no son pocos, en Chile, los
lectores capaces de opinar sin leer los libros. La literatura chilena se piensa
a sí misma como una isla orgullosamente distante, que recibe con los brazos
abiertos a los turistas, pero mira con desconfianza a los hijos pródigos. “La
cantilena, entonada por latinoamericanos y también por escritores de otras zonas
depauperadas o traumatizadas, insiste en la nostalgia, en el regreso al país
natal, y a mí eso siempre me ha sonado a mentira”, decía Bolaño, y ese saludable
descreimiento le valió la antipatía de unos cuantos. Fue, claro está, el mayor
escritor hispanoamericano de su generación, y más allá de las querellas
literarias el hecho es que vamos a seguir varias décadas leyendo y releyendo sus
libros con invariable ansiedad. ¿Bolaño, entonces, es el nuevo Parra o el nuevo
José Donoso de la literatura chilena? Es una pregunta absurda que, sin embargo,
en un notable artículo sobre el propio Donoso, Bolaño ya contestó: “Desde los
neoestalinistas hasta los opusdeístas, desde los matones de la derecha hasta los
matones de la izquierda, desde las feministas hasta los tristes machitos de
Santiago, en Chile todos, veladamente o no, se reclaman discípulos de Donoso.
Grave error. Mejor harían leyéndolo. Mejor sería que dejaran de escribir y se
pusieran a leer. Mucho mejor leer”.
Por lo pronto —y es aquí donde entra Borges que, en realidad, nunca ha estado
fuera— Bolaño no tiene sucesores, sólo precursores: voces que aún no hemos
descubierto, pero que sin duda vagan dispersas por las páginas de Amuleto,
Nocturno de Chile o 2666. Los lectores chilenos de Bolaño son también lectores
de Wilcock, de Enrique Vila-Matas y Sergio Pitol, de Ricardo Piglia y Rodrigo
Fresán, de Fernando Vallejo, de Enrique Lihn; autores, todos, que no suelen
figurar, por cierto, en las listas de lecturas obligatorias.
* Nacido en 1975 en Santiago, publicó libros de poesía y la novela Bonsai.
El deshielo
Por Alvaro Bisama *
Habría que explicar la relación -o la lectura o el efecto- de la obra de Bolaño
con el establishment letrado chileno pensando en una inquietante paradoja:
mientras -a principios de los ’90- la Nueva Narrativa local debutaba en gloria y
majestad inaugurando la instalación de las prácticas de mercado en el negocio
editorial, en España, Roberto Bolaño, con un hijo en camino, se lanzaba -para
equilibrar un crítico presupuesto familiar- a ganar concursos de cuentos de
pequeños municipios ibéricos. Es esa paradoja, donde se oponen abundancia y
escasez, hype e invisibilidad, una supuesta literatura nacional contra la resaca
de una vanguardia —el infrarrealismo— apenas conocida, explica en cierto modo
cómo se lee a Bolaño en Chile. O cómo Bolaño lee a Chile.
Porque, ¿qué significó Bolaño para las letras chilenas?, ¿qué implicó que en
1998, el mismo año en que detuvieron a Pinochet en Londres Los detectives
salvajes se hiciera —sincrónicamente, como alguna vez apuntó Patricia Espinosa—
con el Herralde? Una sola cosa: deshielo. Un deshielo profundo de mitos
congelados desde hace tantos años. Puro calentamiento local. Un golpe a la
cátedra. O un incendio en la biblioteca.
Mal que mal, lo que Bolaño tal vez proponía sin querer queriendo era eso: un
modo distinto de pararse en el canon, de apropiarse de él, de transitar en la
tradición. De ahí que las operaciones que proponía en Los detectives salvajes o
2666 desfenestraran con violencia los límites del universo literario local,
señalando la mediocridad de lo que había sido escrito y celebrado antes, su
falta de riesgo y estrechez. Al leer las aventuras de Belano y Lima, uno podía
llegar sospechosamente a pensar que Bolaño pretendía cargarse a toda la
narrativa chilena reciente, un camino que seguiría después en Nocturno de Chile
(colocando como narrador al principal crítico literario de prensa de la época
militar) y que, sobre el final, en 2666 alcanzaba cierto paroxismo conspirativo:
Juan de Dios Martínez, uno de los policías de los crímenes de Santa Teresa, se
llamaba del mismo modo que un secreto autor viñamarino cuya última obra
publicada —La poesía chilena, 1978— era un libro/objeto edificado sobre los
certificados de defunción de Neruda, Mistral, Huidobro y De Rokha.
Con esos datos y sin esforzarse mucho, se podía percibir la rabia, el
aburrimiento, la precisión quirúrgica con que Bolaño desmontaba todo lo que la
narrativa chilena de los ‘90 —a esas alturas canonizada y estudiada en los
programas de literatura de nuestras universidades— había construido con esmerado
lobby político: los eufemismos sobre nuestro pasado traumático, la aceptación de
un statu quo consensuado, la angustia de la influencia canónica, la escritura
como un lugar incontaminado de cualquier clase de enferma realidad. La obra de
Bolaño proponía lo opuesto, con su vocación pop de lector omnívoro, con aquella
predilección deliberada por los géneros menores, con la resucitación de las
vanguardias como único ideal utópico posible para la ficción o el arte.
Incómodo, Bolaño recordaba la presencia de un ideal colectivo imposible, lleno
de mártires; un proyecto sólo invocable en las hagiografías de autores olvidados
y secretos, figuras que volvían en el presente como fantasmas insoslayables de
revoluciones imposibles. Una revolución que era equiparable con esas dos novelas
iceberg que escribió: un proyecto total que podía, cómo no, flotar o naufragar
con inaudita elegancia.
De este modo, el deshielo de Bolaño comenzaba con una colección de insoportables
verdades para el medio chileno: que a nuestra tradición novelesca había que
buscarla en la poesía; o que Nicanor Parra era quince veces más inteligente que
Donoso; que la obsesión por una ficción que develara una identidad nacional era
imposible porque no había nada más obsceno que el olvido del horror, que la
convivencia y aceptación del mal, que la mediocridad como regla estética.
Con esas aspiraciones, en Chile Bolaño no operó jamás como el narrador canónico
continental que terminó siendo, sino como otra cosa difícil de leer fuera del
“eriazo remoto y presuntuoso”, como alguna vez lo llamó Enrique Lihn. En la
cancha chica chilena, fue más bien una figura asimilable al margen, casi un
convidado de piedra, cuyos pasos recorrían ese patio helado donde habían pasado
antes autores como el mentado Lihn, Gabriela Mistral o Rodrigo Lira. Un lugar de
escrituras a la intemperie, en penumbras, implosionadas por la precariedad, el
miedo, la locura o la envidia; sombras tenebrosas que encienden hogueras y
acechan y sonríen (mostrando los dientes) en la oscuridad, en los jardines de
ese palacio en ruinas que es la literatura chilena.
* Escritor y crítico literario, escribe una columna semanal en El Mercurio
titulada “El Comelibros”.
Una bocanada de frescura
Por Matias Rivas *
La instalación definitiva de la figura y de la obra de Roberto Bolaño en la
literatura chilena aconteció en el año 1998, con la publicación de Los
detectives salvajes. Fue, por supuesto, el mismo año en que Bolaño se hizo
conocido y respetado en la literatura en español por su prosa vertiginosa,
elocuente y única. Ganó el Premio Rómulo Gallegos y se despachó un discurso
impresionante por su franqueza y sutileza para referirse a sus comienzos como
escritor y a su generación política.
La instalación en Chile de Bolaño vino, además, acompañada de cierto escándalo:
Bolaño escribió un artículo, feroz y divertido, donde relataba la intimidad de
una cena en la casa de Diamela Eltit. Este artículo fue publicado por la revista
Ajo Blanco y causó escozor en el tímido ambiente cultural de los años de la
transición democrática. Luego las emprendió contra el fallecido José Donoso,
descartando la mayoría de sus novelas sin piedad; al poco tiempo, desestimó a la
entonces triunfante “nueva narrativa” chilena compuesta por Arturo Fontaine
Talavera, Carlos Franz, Gonzalo Contreras y Jaime Collyer, entre otros.
La actitud combativa de Bolaño hacia los narradores chilenos motivó el odio de
una caterva de enemigos literarios insignificantes que hicieron lo posible por
minimizar la calidad de su obra. Entre ellos hay que nombrar al crítico
literario del diario El Mercurio, José Miguel Ibáñez, alias Ignacio Valente,
sujeto que le sirvió de inspiración a Bolaño para el personaje central de
Nocturno de Chile, sin duda su libro más polémico, donde ajusta cuentas con la
derecha católica que gobernó las letras chilenas en los años de la dictadura.
Pero Bolaño no sólo criticó cuando volvió a Chile. También escribió y habló
elogiosamente de dos poetas claves para él: Nicanor Parra y Enrique Lihn. Les
dedicó agudos artículos. Y fue el mismo Bolaño quien empujó la publicación de
las Obras Completas de Parra en España. La razón para su filiación con estos
autores: Parra y Lihn poseen obras contundentes, escritas con ironía,
inteligencia y libertad. Las mismas características de las que hace gala Bolaño
en sus mejores textos.
Para entender cómo se lee a Bolaño desde Chile hay que pensar en que sus libros
pueden ser comprendidos desde la antipoesía de Parra. Así como sus discursos,
despiadados y lúcidos, dirigidos al establishment literario local e
internacional, pueden compararse a los furiosos ensayos de Lihn redactados en
plena dictadura contra los poderes omnipotentes de un Estado asesino. Bolaño, al
vincularse con estos escritores, declara a qué parte de la tradición literaria
chilena pertenece y a cuál no. Se sitúa cerca de la poesía radical, y lejos de
la narrativa. Si se leen atentamente sus cuentos y novelas, es fácil percatarse
de que Bolaño es un prosista avezado, que conoce de ritmos, de precisión, de
soltura y de adjetivos exactos. Siempre fue un poeta dedicado a la prosa con el
mismo rigor que piden los versos.
Bolaño, asimismo, fue para los lectores y escritores que descreían de las
novelas locales, una sorpresa. Muchos chilenos sólo leen a Bolaño y se saltan
con brutalidad a todos los demás narradores porque se aburren con ellos. Eso
significa que los libros de Bolaño marcan un hito en la literatura chilena. Para
muchos jóvenes su lectura fue una bocanada de frescura en un ambiente cultural
sofocante. La velocidad deslumbrante de su escritura liberó definitivamente a la
narrativa chilena de sus ínfulas decimonónicas. El imaginario que Bolaño impuso
aún es una patada certera al realismo bruto y al surrealismo trasnochado.
¿Cómo leemos a Bolaño desde Chile?
Con fascinación, gratitud y humor. Bolaño tiene la virtud de inspirar a otros
escritores. Su descendencia podría ser generosa.
* Nacido en 1971, publicó poesía y es director de Publicaciones en la
Universidad Diego Portales.
Fuente: Página/12, 08/04/07, suplemento Radar
-Huidobro me aburre
un poco. Demasiado tralalí alalí, demasiado paracaidista que desciende cantando
como un tirolés. Son mejores los paracaidistas que descienden envueltos en
llamas o, ya de plano, aquellos a los que no se les abre el paracaídas.
¿Octavio Paz sigue siendo el enemigo?
-Para mí, ciertamente, no. No sé qué pensarán los poetas que durante esa época,
cuando yo viví en México, escribían como sus clones. Hace mucho que no sé nada
de la poesía mexicana. Releo a José Juan Tablada y a Ramón López Velarde,
incluso puedo recitar, si se tercia, a Sor Juana, pero no sé nada de lo que
escriben los que, como yo, se acercan a los cincuenta años.
¿No le daría ahora ese papel a Carlos Fuentes?
-Hace mucho que no leo nada de Carlos Fuentes.
¿Qué le produce el hecho de que Arturo Pérez Reverte sea actualmente el escritor
más leído en lengua española?
-Pérez Reverte o Isabel Allende. Da lo mismo. Feuillet era el autor francés más
leído de su época.
¿Y el hecho de que Arturo Pérez Reverte haya ingresado a la Real Academia?
-La Real Academia es una cueva de cráneos privilegiados. No está Juan Marsé, no
está Juan Goytisolo, no está Eduardo Mendoza ni Javier Marías, no está Olvido
García Valdez, no recuerdo si está Alvaro Pombo (probablemente si está se deba a
una equivocación), pero está Pérez Reverte. Bueno, (Paulo) Coelho también está
en la Academia brasileña.
¿Se arrepiente de
haber criticado el menú que le sirvió Diamela Eltit?
-Nunca critiqué su menú. Si acaso, tendría que haber criticado su humor, un
humor vegetariano o, mejor, a dieta.
¿Le duele que ella lo considere mala persona después de la crónica de aquella
malograda cena?
-No, pobre Diamela, no me duele. Me duelen otras cosas.
¿Ha vertido alguna lágrima por las numerosas críticas que ha recibido por parte
de sus enemigos?
-Muchísimas, cada vez que leo que alguien habla mal de mí me pongo a llorar, me
arrastro por el suelo, me araño, dejo de escribir por tiempo indefinido, el
apetito baja, fumo menos, hago deporte, salgo a caminar a orillas del mar, que,
entre paréntesis, está a menos de treinta metros de mi casa, y les pregunto a
las gaviotas, cuyos antepasados se comieron a los peces que se comieron a
Ulises, ¿por qué yo, por qué yo, que ningún mal les he hecho?
¿Cuál es la opinión en torno de su obra que más valora?
-Mis libros los lee Carolina (su esposa) y después (Jorge) Herralde (el editor
de Anagrama) y después procuro olvidarlos para siempre.
¿Qué cosas compró con el dinero que ganó en el Rómulo Gallegos?
-No muchas. Una maleta, según creo recordar.
De su época que vivía de los concursos literarios, ¿hubo alguno que no pudo
cobrar?
-Ninguno. Los ayuntamientos españoles, en este aspecto, son de una probidad
fuera de toda sospecha.
¿Era buen camarero o mejor vendedor de bisutería?
-El oficio en el que mejor me he desempeñado fue el de vigilante nocturno de un
camping cerca de Barcelona. Nunca nadie robó mientras yo estuve allí. Impedí
algunas peleas que hubieran podido terminar muy mal. Evité un linchamiento
(aunque de buena gana, después, hubiera linchado o estrangulado yo mismo al tipo
en cuestión).
¿Ha experimentado el hambre feroz, el frío que cala los huesos, el calor que
deja sin aliento?
-Como dice Vittorio Gassman en una película: modestamente, sí.
¿Ha robado algún libro que luego no le gustó?
-Nunca. Lo bueno de robar libros (y no cajas fuertes) es que uno puede examinar
con detenimiento su contenido antes de perpetrar el delito.
¿Ha caminado alguna vez en medio del desierto?
-Sí, y en una ocasión, además, del brazo de mi abuela. La anciana señora era
incansable y yo pensé que de ésa no salíamos.
¿Ha visto peces de colores debajo del agua?
-Por supuesto. En Acapulco, sin ir más lejos, en el año 1974 o 1975.
¿Se ha quemado la piel con un cigarrillo?
-Nunca voluntariamente.
¿Ha tallado en un tronco de árbol el nombre de la persona amada?
-He cometido desmanes aún mayores, pero corramos un tupido velo.
¿Ha visto alguna vez a la mujer más hermosa del mundo?
-Sí, cuando trabajaba en una tienda, allá por el año '84. La tienda estaba vacía
y entró una mujer hindú. Parecía y tal vez fuera una princesa. Me compró algunos
colgantes de bisutería. Yo, por descontado, estaba a punto de desmayarme. Tenía
la piel cobriza, el pelo largo, rojo, y por lo demás era perfecta. La belleza
intemporal. Cuando tuve que cobrarle me sentí muy avergonzado. Ella me sonrió
como si me dijera que lo entendía y que no me preocupara. Luego desapareció y
nunca más he vuelto a ver a alguien así. A veces tengo la impresión de que era
la mismísima diosa Kali, patrona de los ladrones y de los orfebres, sólo que
Kali también era la deidad de los asesinos, y esta hindú no sólo era la mujer
más hermosa de la Tierra sino que también parecía ser una buena persona, muy
dulce y considerada.
¿Le gustan los perros o los gatos?
-Las perras, pero ya no tengo animales.
¿Qué cosas recuerda de su niñez?
-Todo. No tengo mala memoria.
¿Coleccionaba figuritas?
-Sí. De fútbol y de actores y actrices de Hollywood.
¿Tenía una patineta?
-Mis padres cometieron el error de regalarme un par de patines cuando vivimos en
Valparaíso, que es una ciudad de cerros. El resultado fue desastroso. Cada vez
que me ponía los patines era como si me quisiera suicidar.
¿Cuál es su equipo de fútbol favorito?
-Ahora ninguno. Los que bajaron a segunda y luego, consecutivamente, a tercera y
a regional, hasta desaparecer. Los equipos fantasmas.
¿A qué personajes de la historia universal le hubiera gustado parecerse?
-A Sherlock Holmes. Al capitán Nemo. A Julien Sorel, nuestro padre, al príncipe
Mishkin, nuestro tío, a Alicia, nuestra profesora, a Houdini, que es una mezcla
de Alicia, de Sorel y de Mishkin.
¿Se enamoraba de las vecinas más grandes que usted?
-Por supuesto.
¿Las compañeras de la escuela le prestaban atención?
-No creo. Al menos yo estaba convencido de que no.
¿Qué cosas debe a las mujeres de su vida?
-Muchísimo. El sentido del desafío y la apuesta alta. Y otras cosas que me callo
por decoro.
¿Ellas le deben algo a usted?
-Nada.
¿Ha sufrido mucho por amor?
-La primera vez, mucho, después aprendí a tomarme las cosas con algo más de
humor.
¿Y por odio?
-Aunque suene un poco pretencioso, nunca he odiado a nadie. Al menos estoy
seguro de ser incapaz de un odio sostenido. Y si el odio no es sostenido, no es
odio, ¿no?
¿Cómo enamoró a su esposa?
-Cocinándole arroz. En esa época yo era muy pobre y mi dieta era básicamente de
arroz, así que lo aprendí a cocinar de muchas formas.
¿Cómo era el día que se hizo padre por primera vez?
-Era de noche, poco antes de las 12, yo estaba solo, y como no se podía fumar en
el hospital me fumé un cigarrillo virtualmente encaramado en el artesonado de la
cuarta planta. Menos mal que no me vio nadie desde la calle. Sólo la luna,
habría dicho Amado Nervo. Cuando volví a entrar una enfermera me dijo que mi
hijo ya había nacido. Era muy grande, casi calvo del todo, y con los ojos
abiertos como preguntándose quién demonios era ese tipo que lo tenía en los
brazos.
¿Lautaro será escritor?
-Yo sólo espero que sea feliz. Así que mejor que sea otra cosa. Piloto de avión,
por ejemplo, o cirujano plástico, o editor.
¿Qué cosas reconoce en él como suyas?
-Por suerte se parece mucho más a su madre que a mí.
¿Le preocupan las listas de ventas de sus libros?
-En lo más mínimo.
¿Piensa alguna vez en sus lectores?
-Casi nunca.
¿Qué cosas de todas las que le han dicho sus lectores en torno de sus libros lo
han conmovido?
-Me conmueven los lectores a secas, los que aún se atreven a leer el Diccionario
filosófico de Voltaire, que es una de las obras más amenas y modernas que
conozco. Me conmueven los jóvenes de hierro que leen a Cortázar y a Parra, tal
como los leí yo y como intento seguir leyéndolos. Me conmueven los jóvenes que
se duermen con un libro debajo de la cabeza. Un libro es la mejor almohada que
existe.
¿Qué cosas lo han enojado?
-A estas alturas enojarse es perder el tiempo. Y, lamentablemente, a mi edad el
tiempo cuenta.
¿Ha tenido miedo alguna vez de sus fans?
-He tenido miedo de los fans de Leopoldo María Panero, el cual, por otra parte,
me parece uno de los tres mejores poetas vivos de España. En Pamplona, durante
un ciclo organizado por Jesús Ferrero, Panero cerraba el ciclo y a medida que se
aproximaba el día de su lectura la ciudad o el barrio donde estaba nuestro hotel
se fue llenando de freaks que parecían recién escapados de un manicomio, que,
por otra parte, es el mejor público al que puede aspirar cualquier poeta. El
problema es que algunos no sólo parecían locos sino también asesinos y Ferrero y
yo temimos que alguien, en algún momento, se levantara y dijera: yo maté a
Leopoldo María Panero y después le descerrajara cuatro balazos en la cabeza al
poeta, y ya de paso, uno a Ferrero y el otro a mí.
¿Qué siente cuando hay críticos como Darío Osses que considera que usted es el
escritor latinoamericano con más futuro?
-Debe ser una broma. Yo soy el escritor latinoamericano con menos futuro. Eso
sí, soy de los que tienen más pasado, que al cabo es lo único que cuenta.
¿Le despierta curiosidad el libro crítico que está preparando su compatriota
Patricia Espinoza?
-Ninguna. Espinoza me parece una crítica muy buena, independientemente de cómo
vaya a quedar yo en su libro, que supongo que no muy bien, pero el trabajo de
Espinoza es necesario en Chile. De hecho, la necesidad de una, llamémosla así,
nueva crítica, es algo que empieza a ser urgente en toda Latinoamérica.
¿Y el de la argentina Celina Mazoni?
-A Celina la conozco personalmente y la quiero mucho. A ella le dediqué uno de
los cuentos de Putas asesinas.
¿Qué cosas lo aburren?
-El discurso vacío de la izquierda. El discurso vacío de la derecha ya lo doy
por sentado.
¿Qué cosas lo divierten?
-Ver jugar a mi hija Alexandra. Desayunar en un bar al lado del mar y comerme un
croissant leyendo el periódico. La literatura de Borges. La literatura de Bioy.
La literatura de Bustos Domecq. Hacer el amor.
¿Escribe a mano?
-La poesía, sí. Lo demás, en una vieja computadora de 1993.
Cierre los ojos, ¿cuál de todos los paisajes de la Latinoamérica que usted
recorrió le viene primero a la memoria?
-Los labios de Lisa en 1974. El camión de mi padre averiado en una carretera del
desierto. El pabellón de tuberculosos de un hospital de Cauquenes y mi madre que
nos dice a mi hermana y a mí que aguantemos la respiración. Una excursión al
Popocatépetl con Lisa, Mara y Vera y alguien más que no recuerdo, aunque sí
recuerdo los labios de Lisa, su sonrisa extraordinaria.
¿Cómo es el paraíso?
-Como Venecia, espero, un lugar lleno de italianas e italianos. Un sitio que se
usa y se desgasta y que sabe que nada perdura, ni el paraíso, y que eso al fin y
al cabo no importa.
¿Y el infierno?
-Como Ciudad Juárez, que es nuestra maldición y nuestro espejo, el espejo
desasosegado de nuestras frustraciones y de nuestra infame interpretación de la
libertad y de nuestros deseos.
¿Cuándo supo que estaba gravemente enfermo?
-En el '92.
¿Qué cosas de su carácter cambió la enfermedad?
-Ninguna. Supe que no era inmortal, lo cual, a los 38 años, ya iba siendo hora
de que lo supiera.
¿Qué cosas desea hacer antes de morir?
-Ninguna en especial. Bueno, preferiría no morirme, claro. Pero tarde o temprano
la distinguida dama llega, el problema es que a veces no es una dama ni mucho
menos es distinguida, sino más bien, como dice Nicanor Parra en un poema, es una
puta caliente, que es algo que hace dar diente con diente al más pintado.
¿Con quién le gustaría encontrarse en el más allá?
-No creo en el más allá. Si existiera, qué sorpresa. Me matricularía de
inmediato en algún curso que estuviera dando Pascal.
¿Pensó alguna vez en suicidarse?
-Por supuesto. En alguna ocasión sobreviví precisamente porque sabía cómo
suicidarme si las cosas empeoraban.
¿Creyó en algún momento que se estaba volviendo loco?
-Por supuesto, pero me salvó siempre el sentido del humor. Me contaba historias
que me volvían loco de risa. O recordaba situaciones que hacían que me tirara al
suelo a reírme.
La locura, la muerte y el amor, ¿de qué de estas tres cosas ha habido más en su
vida?
-Espero de todo corazón que haya habido más amor.
¿Qué cosas lo hacen reír a mandíbula batiente?
-Las desgracias propias y ajenas.
¿Qué cosas lo hacen llorar?
-Lo mismo: las desgracias propias y ajenas.
¿Le gusta la música?
-Mucho.
¿Usted ve su obra como la suelen ver sus lectores y críticos: arriba de todo Los
detectives salvajes y luego todo lo demás?
-La única novela de la que no me avergüenzo es Amberes, tal vez porque sigue
siendo ininteligible. Las malas críticas que ha recibido son mis medallas
ganadas en combate, no en escaramuzas con fuego simulado. El resto de mi "obra",
pues bueno, no está mal, son novelas entretenidas, el tiempo dirá si algo más.
Por ahora me dan dinero, se traducen, me sirven para hacer amigos que son muy
generosos y simpáticos, puedo vivir, y bastante bien, de la literatura, así que
quejarse sería más bien gratuito y desagradecido. Pero la verdad es que no les
concedo mucha importancia a mis libros. Estoy mucho más interesado en los libros
de los demás.
¿No le sacaría algunas páginas a Los detectives salvajes?
-No. Para sacarle páginas tendría que releerlo y eso mi religión me lo prohíbe.
¿No le da miedo que alguien quiera hacer la versión cinematográfica de la
novela?
-Ay, Mónica, yo les tengo miedo a otras cosas. Digamos: cosas más terroríficas,
infinitamente más terroríficas.
¿"El ojo Silva" es un homenaje a Julio Cortázar?
-De ninguna manera.
Cuando terminó de escribir "El ojo Silva", ¿no sintió que había escrito un
cuento capaz de estar a la altura, por ejemplo, de "Casa tomada"?
-Cuando terminé de escribir "El ojo Silva" dejé de llorar o algo parecido. Qué
más quisiera yo que se pareciera a uno de Cortázar, aunque "Casa tomada" no es
uno de mis favoritos.
¿Cuáles son los cinco libros que marcaron su vida?
-Mis cinco libros en realidad son cinco mil. Menciono éstos sólo a manera de
punta de lanza o embajada aviesa: El Quijote, de Cervantes. Moby Dick, de
Melville. La Obra Completa, de Borges. Rayuela, de Cortázar. La conjura de los
necios, de Kennedy Toole. Pero también debería citar: Nadja, de Breton. Las
cartas de Jacques Vaché. Todo Ubú, de Jarry. La vida, instrucciones de uso, de
Perec. El castillo y El proceso, de Kafka. Los aforismos de Lichtenberg. El
Tractatus, de Wittgenstein. La invención de Morel, de Bioy Casares. El
Satiricón, de Petronio. La Historia de Roma, de Tito Livio. Los Pensamientos, de
Pascal.
¿Se lleva bien con su editor?
-Bastante bien. Herralde es una persona inteligente y a menudo encantadora. Tal
vez a mí me convendría más que no fuera tan encantador. Lo cierto es que ya hace
ocho años que lo conozco y, al menos de mi parte, el cariño no hace más que
crecer, como dice un bolero. Aunque tal vez me convendría no quererlo tanto.
¿Qué dice de los que piensan que Los detectives salvajes es la gran novela
mexicana de la contemporaneidad?
-Que lo dicen por lástima, me ven decaído o desmayándome en las plazas públicas
y no se les ocurre nada mejor que una mentira piadosa, que por lo demás es lo
más indicado en estos casos y ni siquiera es pecado venial.
¿Es cierto que fue Juan Villoro el que le convenció para que no titulara
Tormentas de mierda a su novela Nocturno de Chile?
-Entre Villoro y Herralde.
¿De quién más escucha consejos alrededor de su obra?
-Yo no escucho consejos de nadie, ni siquiera de mi médico. Yo doy consejos a
diestra y siniestra, pero no escucho ninguno.
¿Cómo es Blanes?
-Un pueblo bonito. O una ciudad pequeñita, de treinta mil habitantes, bastante
bonita. Fue fundada hace dos mil años, por los romanos, y luego pasaron por aquí
gente de todos los lugares. No es un balneario de ricos sino de proletarios.
Obreros del norte o del este. Algunos se quedan a vivir para siempre. La bahía
es bellísima.
¿Extraña algo de su vida en México?
-Mi juventud y las caminatas interminables con Mario Santiago.
¿A qué escritor mexicano admira profundamente?
-A muchos. De mi generación admiro a Sada, cuyo proyecto de escritura me parece
el más arriesgado, a Villoro, a Carmen Boullosa, entre los más jóvenes me
interesa mucho lo que hacen Alvaro Enrigue y Mauricio Montiel, o Volpi e Ignacio
Padilla. Sigo leyendo a Sergio Pitol, que cada día escribe mejor. Y a Carlos
Monsiváis, el cual, según me contó Villoro, motejó como Pol Pit a Taibo 2 o 3 (o
4), lo que me parece un hallazgo poético. Pol Pit, ¿es perfecto, no? Monsiváis
sigue con las uñas aceradas. También me gusta mucho lo que hace Sergio González
Rodríguez.
¿El mundo tiene remedio?
-El mundo está vivo y nada vivo tiene remedio y ésa es nuestra suerte.
¿Usted tiene esperanzas, en qué, en quiénes?
-Mi querida Maristain, vuelve usted a empujarme a los potreros de la cursilería,
que son mis potreros natales. Yo tengo esperanza en los niños. En los niños y en
los guerreros. En los niños que follan como niños y en los guerreros que
combaten como valientes. ¿Por qué? Me remito a la lápida de Borges, como diría
el ínclito Gervasio Montenegro, de la Academia (como Pérez Reverte, fíjese
usted) y no hablemos más de este asunto.
¿Qué sentimientos le despierta la palabra póstumo?
-Suena a nombre de gladiador romano. Un gladiador invicto. O al menos eso quiere
creer el pobre Póstumo para darse valor.
¿Qué opina de quienes opinan que usted ganará el Premio Nobel?
-Estoy seguro, querida Maristain, de que no lo ganaré, como también estoy seguro
de que algún atorrante de mi generación sí que lo ganará y ni siquiera me
mencionará de pasada en su discurso de Estocolmo.
¿Cuándo ha sido más feliz?
-Yo he sido feliz casi todos los días de mi vida, al menos durante un ratito,
incluso en las circunstancias más adversas.
¿Qué le hubiera gustado ser si no hubiera sido escritor?
-Me hubiera gustado ser detective de homicidios, mucho más que ser escritor. De
eso estoy absolutamente seguro. Un tira de homicidios, alguien que puede volver
solo, de noche, a la escena del crimen, y no asustarse de los fantasmas. Tal vez
entonces sí que me hubiera vuelto loco, pero eso, siendo policía, se soluciona
con un tiro en la boca.
¿Confiesa que ha vivido?
-Bueno, sigo vivo, sigo leyendo, sigo escribiendo y viendo películas, y como les
dijo Arturo Prat a los suicidas de la Esmeralda, mientras yo viva, esta bandera
no se arriará.
La primera vez que
Jean-Claude Pelletier leyó a Benno von Archimboldi fue en la Navidad de 1980, en
París, en donde cursaba estudios universitarios de literatura alemana, a la edad
de diecinueve años. El libro en cuestión era D’Arsonval. El joven Pelletier
ignoraba entonces que esa novela era parte de una trilogía (compuesta por El
jardín, de tema inglés, La máscara de cuero, de tema polaco, así como D’Arsonval
era, evidentemente, de tema francés), pero esa ignorancia o ese vacío o esa
dejadez bibliográfica, que sólo podía ser achacada a su extrema juventud, no
restó un ápice del deslumbramiento y de la admiración que le produjo la novela.
A partir de ese día (o de las altas horas nocturnas en que dio por finalizada
aquella lectura inaugural) se convirtió en un archimboldiano entusiasta y dio
comienzo su peregrinaje en busca de más obras de dicho autor. No fue tarea
fácil. Conseguir, aunque fuera en París, libros de Benno von Archimboldi en los
años ochenta del siglo XX no era en modo alguno una labor que no entrañara
múltiples dificultades. En la biblioteca del departamento de literatura alemana
de su universidad no se hallaba casi ninguna referencia sobre Archimboldi. Sus
profesores no habían oído hablar de él. Uno de ellos le dijo que su nombre le
sonaba de algo. Con furor (con espanto) Pelletier descubrió al cabo de diez
minutos que lo que le sonaba a su profesor era el pintor italiano, hacia el
cual, por otra parte, su ignorancia también se extendía de forma olímpica.
Escribió a la editorial de Hamburgo que había publicado D’Arsonval y jamás
recibió respuesta. Recorrió, asimismo, las pocas librerías alemanas que pudo
encontrar en París. El nombre de Archimboldi parecía en un diccionario sobre
literatura alemana y en una revista belga dedicada, nunca supo si en roma o en
serio, a la literatura prusiana. En 1981 viajó, junto con tres amigos de
facultad, por Baviera y allí, en una pequeña librería de Munich, en
Voralmstrasse, encontró otros dos libros, el delgado tomo de menos de cien
páginas titulado El tesoro de Mitzi y el ya mencionado El jardín, la novela
inglesa. La lectura de estos dos nuevos libros contribuyó a fortalecer la
opinión que ya tenía de Archimboldi. En 1983, a los veintidós años, dio comienzo
a la tarea de traducir D’Arsonval. Nadie le pidió que lo hiciera. No había
entonces ninguna editorial francesa interesada en publicar a ese alemán de
nombre extraño. Pelletier empezó a traducirlo básicamente porque le gustaba,
porque era feliz haciéndolo, aunque también pensó que podía presentar esa
traducción, precedida por un estudio sobre la obra archimboldiana, como tesis y,
quién sabe, como primera piedra de su futuro doctorado.
Acabó la versión definitiva de la traducción en 1984 y una editorial parisina,
tras algunas vacilantes y contradictorias lecturas, la aceptó y publicaron a
Archimboldi, cuya novela, destinada a priori a no superar la cifra de mil
ejemplares vendidos, agotó tras un par de reseñas contradictorias, positivas,
incluso excesivas, los tres mil ejemplares de tirada abriendo las puertas de una
segunda y tercera y cuarta edición.
Para entonces Pelletier ya había leído quince libros del autor alemán, había
traducido otros dos, y era considerado, casi unánimemente, el mayor especialista
sobre Benno von Archimboldi que había a lo largo y ancho de Francia.
Entonces Pelletier pudo recordar el día en que leyó por primera vez a
Archimboldi y se vio a sí mismo, joven y pobre, viviendo en una chambre de bonne,
compartiendo el lavamanos, en donde se lavaba la cara y los dientes, con otras
quince personas que habitaban la oscura buhardilla, cagando en un horrible y
poco higiénico baño que nada tenía de baño sino más bien de retrete o pozo
séptico, compartido igualmente con los quince residentes de la buhardilla,
algunos de los cuales ya habían retornado a provincias, provistos de su
correspondiente título universitario, o bien se habían mudado a lugares un poco
más confortables en el mismo París, o bien, unos pocos, seguían allí, vegetando
o muriéndose lentamente de asco.
Se vio, como queda dicho, a sí mismo, ascético e inclinado sobre sus
diccionarios alemanes, iluminado por una débil bombilla, flaco y recalcitrante,
como si todo él fuera voluntad hecha carne, huesos y músculos, nada de grasa,
fanático y decidido a llegar a buen puerto, en fin, una imagen bastante normal
de estudiante en la capital pero que obró en él como una droga, una droga que lo
hizo llorar, una droga que abrió, como dijo un cursi poeta holandés del siglo
XIX, las esclusas de la emoción y de algo que a primera vista parecía
autoconmiseración pero que no lo era (¿qué era, entonces?, ¿rabia?,
probablemente), y que lo llevó a pensar y a repensar, pero no con palabras sino
con imágenes dolientes, su período de aprendizaje juvenil, y que tras una larga
noche tal vez inútil forzó en su mente dos conclusiones: la primera, que la vida
tal como la había vivido hasta entonces se había acabado; la segunda, que una
brillante carrera se abría delante de él y que para que ésta no perdiera el
brillo debía conservar, como único recuerdo de aquella buhardilla, su voluntad.
La tarea no le pareció difícil.
Jean-Claude Pelletier nació en 1961 y en 1986 era ya catedrático de alemán en
París. Piero Morini nació en 1956, en un pueblo cercano a Nápoles, y aunque leyó
por primera vez a Benno von Archimboldi en 1976, es decir cuatro años antes que
Pelletier, no sería sino hasta 1988 cuando tradujo su primera novela del autor
alemán, Bifurcaria bifurcata, que pasó por las librerías italianas con más pena
que gloria.
La situación de Archimboldi en Italia, esto hay que remarcarlo, era bien
distinta que en Francia. De hecho, Morini no fue el primer traductor que tuvo.
Es más, la primera novela de Archimboldi que cayó en manos de Morini fue una
traducción de La máscara de cuero hecha por un tal Colossimo para Einaudi en el
año 1969. Después de La máscara de cuero en Italia se publicó Ríos de Europa, en
1971, Herencia, en 1973, y La perfección ferroviaria en 1975, y antes se había
publicado, en una editorial romana, en 1964, una selección de cuentos en donde
no escaseaban las historias de guerra, titulada Los bajos fondos de Berlín. De
modo que podría decirse que Archimboldi no era un completo desconocido en
Italia, aunque tampoco podía decirse que fuera un autor de éxito o de mediano
éxito o de escaso éxito sino más bien de nulo éxito, cuyos libros envejecían en
los anaqueles más mohosos de las librerías o se saldaban o eran olvidados en los
almacenes de las editoriales antes de ser guillotinados.
Morini, por supuesto, no se arredró ante las pocas expectativas que provocaba en
el público italiano la obra de Archimboldi y después de traducir Bifurcaria
bifurcata dio a una revista de Milán y a otra de Palermo sendos estudios
archimboldianos, uno sobre el destino en La perfección ferroviaria y otro sobre
los múltiples disfraces de la conciencia y la culpa en Letea, una novela de
apariencia erótica, y en Bitzius, una novelita de menos de cien páginas, similar
en cierto modo a El tesoro de Mitzi, el libro que Pelletier encontró en una
vieja librería muniquesa, y cuyo argumento se centraba en la vida de Albert
Bitzius, pastor de Lützelflüh, en el cantón de Berna, y autor de sermones,
además de escritor bajo el seudónimo de Jeremias Gotthelf. Ambos ensayos fueron
publicados y la elocuencia o el poder de seducción desplegado por Morini al
presentar la figura de Archimboldi derribaron los obstáculos y en 1991 una
segunda traducción de Piero Morini, esta vez de Santo Tomás, vio la luz en
Italia. Por aquella época Morini trabajaba dando clases de literatura alemana en
la Universidad de Turín y ya los médicos le habían detectado una esclerosis
múltiple y ya había sufrido un aparatoso y extraño accidente que lo había atado
para siempre a una silla de ruedas.
Manuel Espinoza llegó a Archimboldi por otros caminos. Más joven que Morini y
que Pelletier, Espinoza no estudió, al menos durante los dos primeros años de su
carrera universitaria, filología alemana sino filología española, entre otras
tristes razones porque Espinoza soñaba con ser escritor. De la literatura
alemana sólo conocía (y mal) a tres clásicos, Hölderlin, porque a los dieciséis
años creyó que su destino estaba en la poesía y devoraba todos los libros de
poesía a su alcance, Goethe, porque en el último año del instituto un profesor
humorista le recomendó que leyera Werther, en donde encontraría un alma gemela,
y Schiller, del que había leído una obra de teatro. Después frecuentaría la obra
de un autor moderno, Jünger, más que nada por simbiosis, pues los escritores
madrileños a los que admiraba y, en el fondo, odiaba con toda su alma hablaban
de Jünger sin parar. Así que se puede decir que Espinoza sólo conocía a un autor
alemán y ese autor era Jünger. Al principio, la obra de éste le pareció
magnífica, y como gran parte de sus libros estaban traducidos al español,
Espinoza no tuvo problemas en encontrarlos y leerlos todos. A él le hubiera
gustado que no fuera tan fácil. La gente a la que frecuentaba, por otra parte,
no sólo eran devotos de Jünger sino que algunos de ellos también eran sus
traductores, algo que a Espinoza le traía sin cuidado, pues el brillo que él
codiciaba no era el del traductor sino el del escritor.
El paso de los meses y de los años, que suele ser callado y cruel, le trajo
algunas desgracias que hicieron variar sus opiniones. No tardó, por ejemplo, en
descubrir que el grupo de jungerianos no era tan jungeriano como él había creído
sino que, como todo grupo literario, estaba sujeto al cambio de las estaciones,
y en otoño, efectivamente, eran jungerianos, pero en invierno se transformaban
abruptamente en barojianos, y en primavera en orteguianos, y en verano incluso
abandonaban el bar donde se reunían para salir a la calle a entonar versos
bucólicos en honor de Camilo José Cela, algo que el joven Espinoza, que en el
fondo era un
patriota, hubiera estado dispuesto a aceptar sin reservas de haber habido un
espíritu más jovial, más carnavalesco en tales manifestaciones, pero que en modo
alguno podía tomarse tan en serio como se lo tomaban los jungerianos espurios.
Más grave fue descubrir la opinión que sus propios ensayos narrativos suscitaban
en el grupo, una opinión tan mala que en alguna ocasión, durante una noche en
vela, por ejemplo, se llegó a preguntar seriamente si esa gente no le estaba
pidiendo entre líneas que se fuera, que dejara de molestarlos, que no volviera
más.
Y aún más grave fue cuando Jünger en persona apareció por Madrid y el grupo de
los jungerianos le organizó una visita a El Escorial, extraño capricho del
maestro, visitar El Escorial, y cuando Espinoza quiso sumarse a la expedición,
en el rol que fuera, este honor le fue denegado, como si los jungerianos
simuladores no le consideraran con méritos suficientes como para formar parte de
la guardia de corps del alemán o como si temieran que él, Espinoza, pudiera
dejarlos mal parados con alguna salida de jovenzuelo abstruso, aunque la
explicación oficial que se le dio (puede que dictada por un impulso piadoso) fue
que él no sabía alemán y todos los que se iban de picnic con Jünger sí lo
sabían.
Ahí se acabó la historia de Espinoza con los jungerianos. Y ahí empezó la
soledad y la lluvia (o el temporal) de propósitos a menudo contradictorios o
imposibles de realizar. No fueron noches cómodas ni mucho menos placenteras,
pero Espinoza descubrió dos cosas que lo ayudaron mucho en los primeros días:
jamás sería un narrador y, a su manera, era un joven valiente.
También descubrió que era un joven rencoroso y que estaba lleno de
resentimiento, que supuraba resentimiento, y que no le hubiera costado nada
matar a alguien, a quien fuera, con tal de aliviar la soledad y la lluvia y el
frío de Madrid, pero este descubrimiento prefirió dejarlo en la oscuridad y
centrarse en su aceptación de que jamás sería un escritor y sacarle todo el
partido del mundo a su recién exhumado valor.
Siguió, pues, en la universidad, estudiando filología española, pero al mismo
tiempo se matriculó en filología alemana. Dormía entre cuatro y cinco horas
diarias y el resto del día lo invertía en estudiar. Antes de terminar filología
alemana escribió un ensayo de veinte páginas sobre la relación entre Werther y
la música, que fue publicado en una revista literaria madrileña y en una revista
universitaria de Gottingen. A los veinticinco años había terminado ambas
carreras. En 1990, alcanzó el doctorado en literatura alemana con un trabajo
sobre Benno von Archimboldi que una editorial barcelonesa publicaría un año
después. Para entonces Espinoza era un habitual de congresos y mesas redondas
sobre literatura alemana. Su dominio de esta lengua era si no excelente, más que
pasable. También hablaba inglés y francés. Como Morini y Pelletier, tenía un
buen trabajo y unos ingresos considerables y era respetado (hasta donde esto es
posible) tanto por sus estudiantes como por sus colegas. Nunca tradujo a
Archimboldi ni a ningún otro autor alemán.
Aparte de Archimboldi una cosa tenían en común Morini, Pelletier y Espinoza. Los
tres poseían una voluntad de hierro. En realidad, otra cosa más tenían en común,
pero de esto hablaremos más tarde. Liz Norton, por el contrario, no era lo que
comúnmente se llama una mujer con una gran voluntad, es decir no se trazaba
planes a medio o largo plazo ni ponía en juego todas sus energías para
conseguirlos. Estaba exenta de los atributos de la voluntad. Cuando sufría el
dolor fácilmente se traslucía y cuando era feliz la felicidad que experimentaba
se volvía contagiosa. Era incapaz de trazar con claridad una meta determinada y
de mantener una continuidad en la acción que la llevara a coronar esa meta.
Ninguna meta, por lo demás, era lo suficientemente apetecible o deseada como
para que ella se comprometiera totalmente con ésta. La expresión "lograr un
fin", aplicada a algo personal, le parecía una trampa llena de mezquindad. A
"lograr un fin" anteponía la palabra "vivir" y en raras ocasiones la palabra
"felicidad". Si la voluntad se relaciona con una exigencia social, como creía
William James, y por lo tanto es más fácil ir a la guerra que dejar de fumar, de
Liz Norton se podía decir que era una mujer a la que le resultaba más fácil
dejar de fumar que ir a la guerra.
Una vez, en la universidad, alguien se lo dijo, y a ella le encantó, aunque no
por ello se puso a leer a William James, ni antes ni después ni nunca. Para ella
la lectura estaba relacionada directamente con el placer y no directamente con
el conocimiento o con los enigmas o con las construcciones y laberintos
verbales, como creían Morini, Espinoza y Pelletier. Su descubrimiento de
Archimboldi fue el menos traumático o poético de todos. Durante los tres meses
que vivió en Berlín, en 1988, a la edad de veinte años, un amigo alemán le
prestó una novela de un autor que ella desconocía. El nombre le causó extrañeza,
¿cómo era posible, le preguntó a su amigo, que existiera un escritor alemán que
se apellidara como un italiano y que sin embargo tuviera el von, indicativo de
cierta nobleza, precediendo al nombre? El amigo alemán no supo qué contestarle.
Probablemente era un seudónimo, le dijo. Y también añadió, para sumar más
extrañeza a la extrañeza inicial, que en Alemania no eran comunes los nombres
propios masculinos terminados en vocal. Los nombres propios femeninos sí. Pero
los nombres propios masculinos ciertamente no. La novela era La ciega y le
gustó, pero no hasta el grado de salir corriendo a una librería a comprar el
resto de la obra de Benno von Archimboldi.
Cinco meses después, ya instalada otra vez en Inglaterra, Liz Norton recibió por
correo un regalo de su amigo alemán. Se trataba, como es fácil adivinar, de otra
novela de Archimboldi. La leyó, le gustó, buscó en la biblioteca de su college
más libros del alemán de nombre italiano y encontró dos: uno de ellos era el que
ya había leído en Berlín, el otro era Bitzius. La lectura de este último sí que
la hizo salir corriendo. En el patio cuadriculado llovía, el cielo cuadriculado
parecía el rictus de un robot o de un dios hecho a nuestra semejanza, en el
pasto del parque las oblicuas gotas de lluvia se deslizaban hacia abajo pero lo
mismo hubiera significado que se deslizaran hacia arriba, después las oblicuas
(gotas) se convertían en circulares (gotas) que eran tragadas por la tierra que
sostenía el pasto, el pasto y la tierra parecían hablar, no, hablar no,
discutir, y sus palabras ininteligibles eran como telarañas cristalizadas o
brevísimos vómitos cristalizados, un crujido apenas audible, como si Norton en
lugar de té aquella tarde hubiera bebido una infusión de peyote.
Pero la verdad es que sólo había bebido té y que se sentía abrumada, como si una
voz le hubiera repetido en el oído una oración terrible, cuyas palabras se
fueron desdibujando a medida que se alejaba del college y la lluvia le mojaba la
falda gris y las rodillas huesudas y los hermosos tobillos y poca cosa más, pues
Liz Norton antes de salir corriendo a través del parque no había olvidado coger
su paraguas.