Ovidio Cátulo Castillo nació
el 6 de Agosto de 1906 en Buenos Aires, hijo de José González Castillo.
Fue autor, entre otros, de los famosos tangos "Organito de la tarde",
"El aguacero", "Tinta Roja", "Caserón de tejas" y "María".
Siendo un niño se radica por la situación política en la ciudad de Valparaíso
en Chile hasta que Hipólito Yrigoyen sube como presidente y deciden
regresar.
A los ocho años ya distribuia su tiempo entre los estudios y su ya pasión
por la música aprendiendo solfeo, teoría y violín.
Años más tarde comenzó a estudiar piano y composición; a todo esto (por
si fuera poco) se dedicó a la práctica del boxeo, que si bien nunca
fue su fuerte (ya que su corazón se tiraba mas hacia la faceta artística)
lo llevó a ser preseleccionado para los juegos Olímpicos de 1924 a realizarse
en la ciudad de Amsterdam.
Su primer tango fue premiado en el concurso de "Disco Doble Nacional"
organizado por Max Glucksman, éste se titulaba "Organito de la tarde"
al que posteriormente su padre le escribió la letra.
Lo que mas se destacaba de Castillo era su gran cultura e intelecto
que dejaba a mas de uno con la boca abierta ya que en ése entonces se
creía que el tango era de gente de escazos recursos en todos sentidos.
En el año 1927 viaja a España
junto con una orquesta integrada por: Ricardo Malerba y Miguel Caló
en bandoneones, Alfredo Malerba en piano, Carlos Malerba y Estanislao
Savarese en violines, Roberto Maida en voz y él como pianista y director.
Entre su repertorio estaban: "Caminito del taller", "Acuarelita de arrabal",
"Silbando", "El Aguacero" e "Invocación al tango"; la gira debido al
gran éxito que tuvieron se prolongó por mas de dos años y su regreso
fue con todos los honores.
De vuelta en Buenos Aires fue nombrado en el Conservatorio Municipal
de Música en 1930 como profesor de solfeo y teoría.
En 1931 viaja nuevamente a Europa con la compañia del "Teatro Sarmiento".
En el año 1935 decide volcarse a su creación poética optando por la
colaboración con músicos que tuviesen orquesta para la composición de
la música.
De singular importancia, por la calidad de la obra, fue la colaboración
con Anibal Troilo, de los que destacaremos: "María", "La última curda",
"La cantina", "A Homero", "Y a mi qué", "Una canción" y "Desencuentro".
Entre la increíble lista de tangos de su creación, se pueden mencionar:
"Dinero, Dinero" (en conjunto con Enrique Delfino), "Te llaman violín"
(junto a Elvino Vardano), "La Madrugada" (en colaboración con Angel
Maffia), "Un hombre silba" (con música de Sebastian Piana), "Para qué
te quiero tanto" (en compañia de Juan Lorenza), "Papel Picado" y "Tango
sin letra" entre otros.
También se desempeñó como
periodista trabajando en diarios como "El Líder", "El Nacional" y "Última
Hora". Además fue presidente de SADAIC y de la Comisión Nacional de
Cultura, hasta que nuevamente por aspectos políticos en 1955 fue despojado
de sus cargos hasta el año 1958 cuando Arturo Frondizi asume el gobierno.
Continuó trabajando en SADAIC y a los 69 años, el 19 de Octubre de 1975
fallece en su casa de un síncope cardíaco.
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Audio homenaje de la Agencia Télam a Cátulo Castillo (2013)
Cuando mi padre tenía 20 años robó a mi madre y se casó con
ella. La sacó de los alrededores de La Plata donde mi abuelo
trabajaba en un stud como cuidador. Fue a comienzo del año 1905.
«Se fueron a vivir a Buenos Aires a una casita de la calle
Castro 947. Yo nací el 6 de agosto de 1906, a las cinco de la
tarde. Caía una lluvia tremenda y hacía un frío de la madona. Mi
padre trabajaba en los Tribunales, y un amigo suyo, Edmundo
Montagne, también poeta, le avisó: «Pepe, ha nacido tu hijo
Cátulo». Ese amigo ya tenía previsto el nombre. Mi padre corrió
a la casa, me quitó de al lado de mi madre, me sacó los pañales,
salió al patio, me puso debajo de la lluvia y exclamó: «¡Hijo
mío, que las aguas del cielo te bendigan!»
«A causa de tanto lirismo y ritual anarquista, me pesqué una
pulmonía que me tuvo durante tres o cuatro meses entre la vida y
la muerte. Dos días después junto a sus amigos fue al Registro
Civil para anotarme. «¿El niño cómo se va a llamar?» —preguntó
el empleado—. «Descanso Dominical González Castillo» —dijo mi
padre—. El empleado se negó, mi padre se enfureció y por poco se
van a las manos. Privó la actitud de quienes lo acompañaban y
quedó Ovidio Cátulo Castillo. Aquel intento se debía porque
recientemente habían promulgado la ley de no trabajar los
domingos, una vieja aspiración libertaria.
«En 1910, sus ideas lo llevaron a exilarse en Chile. Allí marchó
toda su familia, recalamos en Valparaíso, buenos años los pasé
mirando el Pacífico. Cuando en Buenos Aires, en el teatro
Nacional, le estrenaron su sainete La serenata, había pasado el
peligro y regresamos. Pasamos a vivir en San Juan 3957, era
1918.
Cátulo
Castillo básico
Ovidio Cátulo González Castillo
nació el 6 de Agosto de 1906 en Buenos Aires, hijo de
José González Castillo. De Niño, su familia se radica
por la situación política en la ciudad de Valparaíso
en Chile hasta que Hipólito Yrigoyen sube como presidente
y deciden regresar. A los ocho años ya distribuia su
tiempo entre los estudios y su ya pasión por la música
aprendiendo solfeo, teoría y violín.
Años más tarde comenzó a estudiar piano y composición.
Su primer tango fue premiado en el concurso de "Disco
Doble Nacional" organizado por Max Glucksman, éste se
titulaba "Organito de la tarde" al que posteriormente
su padre le escribió la letra.
En viaja a España junto con una orquesta integrada por:
Ricardo Malerba y Miguel Caló en bandoneones, Alfredo
Malerba en piano, Carlos Malerba y Estanislao Savarese
en violines, Roberto Maida en voz y él como pianista
y director. Entre su repertorio estaban: "Caminito del
taller", "Acuarelita de arrabal", "Silbando", "El Aguacero"
e "Invocación al tango"; la gira debido al gran éxito
que tuvieron se prolongó por mas de dos años y su regreso
fue con todos los honores.
De vuelta en Buenos Aires fue nombrado en el Conservatorio
Municipal de Música en 1930 como profesor de solfeo
y teoría. En 1931 viaja nuevamente a Europa con la compañia
del "Teatro Sarmiento". En 1935 decide volcarse a su
creación poética optando por la colaboración con músicos
que tuviesen orquesta para la composición de la música.
Fue muy importante la obra en colaboración con Anibal
Troilo: "María", "La última curda", "La cantina", "A
Homero", "Y a mi qué", "Una canción" y Desencuentro".
Entre los tangos de su creación: "Dinero, Dinero" (en
conjunto con Enrique Delfino), "Te llaman violín" (junto
a Elvino Vardano), "La Madrugada" (en colaboración con
Angel Maffia), "Un hombre silba" (con música de Sebastian
Piana), "Para qué te quiero tanto" (en compañia de Juan
Lorenza), "Papel Picado" y "Tango sin letra" entre otros.
Como periodista trabajó en diarios como "El Líder",
"El Nacional" y "Última Hora". Fue presidente de SADAIC
y de la Comisión Nacional de Cultura, hasta que nuevamente
por aspectos políticos en 1955 fue despojado de sus
cargos hasta el año 1958 cuando Arturo Frondizi asume
el gobierno. Continuó trabajando en SADAIC y a los 69
años, el 19 de Octubre de 1975, fallece en su casa de
un síncope cardíaco.
«Con las obras que escribía y se
estrenaban, mejoró nuestro nivel de vida. Nos mudamos varias
veces, hasta que hubo casa propia, estaba en Boedo 1060, esa
calle, luego barrio, era una extraña república con la que mi
padre tuvo mucho que ver. Allí, un viejo músico italiano, Juan
Cianciarulo, me dio las primeras lecciones de violín y luego de
piano, en el Conservatorio Bonaerense.
«Muy pronto comencé a componer y
también a escribir llevado por mi admiración por Ruben Darío. Mi
padre me enseñó mucho, gracias a él tuve una formación culta.
Cosa extraña: mi padre que adoraba a sus clásicos, era un gran
autor de sainetes lunfardos. Todo lo que sabía lo convertía en
expresión porteña.
«En uno de sus viajes a Buenos
Aires, un día llego a casa y me lo encuentro a Rubén Darío, mi
padre lo invitó a comer. Lo vi como una especie de gigante, con
su larga melena algo rizada y siempre despeinada. Tenía
facciones de chinote y fumaba interminables puros cuya ceniza le
caía en las solapas. Era corresponsal del diario La Nación, en
Europa. Mi padre compró champagne ese día y él lo batía con un
cigarro que luego encendió, entonces tomaba un trago y daba una
chupada al cigarro. Tenía voz grave y al hablar incluía palabras
francesas.
«Días después de la visita escribí: «Duerme y sueña la princesa/
sobre su lecho de rosas./ La cabeza de su alteza/ tranquilamente
reposa». Mi padre lo leyó y dijo: «¿Lo escribiste vos? Se parece
a Darío». Junto con Carriego fueron las influencias de mi niñez.
A Carriego lo vi una sola vez, traía un libro. Me di cuenta que
usaba cuello y puños Mey, los más baratos, de cartón, con una
pechera, se disimulaba la falta de camisa. Artistas y poetas
eran muy pobres.
«Mi casa fue también reducto de payadores, desfilaron todos, y
recuerdo a José Betinotti, delgado, medio rubión, con una
calvicie incipiente, me daba la sensación, quizás por mi edad,
que era pretencioso, se conducía ostensiblemente. A mi casa
venía con sus escritos para que mi padre les diera el visto
bueno o sugiriera alguna corrección. Otro fue Luis Acosta García
que me propuso acompañarlo con piano o violín, que ya dominaba
bastante, en sus giras por las glorietas y teatros. Ocurrió sólo
algunas veces, yo en el piano, Jerónimo Sureda en bandoneón y un
muchacho Furloni.
«En Boedo mi padre fundó la universidad popular, en ella
enseñaba inglés, que sabía muy poco, pero igual lo hacía.
También fue fundador y animador por años de la peña Pacha Camac,
que comenzó funcionando en los altos de una confitería
—Biarritz—. De allí salieron actores importantes, gente de
teatro, escultores como Riganelli, venía gente del diario
Crítica donde había trabajado. Él estuvo en el comienzo del
grupo de Boedo, contrapuesto al de Florida, bastante parecidos
en su composición pero con otras ideas menos radicalizadas. El
grupo nació en la librería Munner, en Boedo 833. Munner era un
alemán muy inquieto que reunía a los muchachos en la trastienda
de su negocio. Así, la calle que aún no era barrio comenzó a
tener una vida cultural propia que se irradiaba a los barrios
vecinos. Su apogeo fue en las décadas del veinte y el treinta.
«En 1928 yo ya tenía mi nombre como músico, mis conjuntitos y
había compuesto la música de un tango con letra de mi padre, que
él había titulado “Organito de la tarde”. «Te vas a inscribir en
un concurso que hay en la Casa Max Glücksmman», me dijo. Allí
participaban los grandes de la época. El tema de mi tango era
muy carriegano. Así me lancé a la vida profesional con la
protesta de aquellos ya consagrados. La voz cantante fue la de
Juan de Dios Filiberto que se presentó ante mi padre bastante
exaltado: “¡Usted lo está echando a perder al mocoso ese, porque
va a entrar a la competencia final conmigo. Y si me gana, sepa
señor Castillo, que yo me he criado matando vigilantes”. Mi
padre se paró y agrandándose le dijo: “Sepa que yo me crié
matando sargentos. Les daba dos puñaladas de ventaja y los
cagaba a patadas”. Así conocí a Filiberto y así fue como en el
concurso me prendí con un tercer premio.
La República de Boedo, nota de Juan José de Soiza Reilly
en la revista Caras y Caretas Nº 1671 del 11 de octubre
de 1931. Clic para descargar.
«Al año siguiente mi padre era
director de compañía en el Teatro San Martín, en el elenco
estaba Azucena Maizani que cantó nuestro tango y tuvo gran éxito
y difusión. Pero yo no estaba, ya que en el 28 había viajado a
Europa y en Francia me encontré con Gardel a quien conocía de
habernos cruzado en esa casa Glücksmman. Él admiraba mucho a
Tita Ruffo y otros cantantes italianos. Se metió en la claque
del Teatro Coliseo sólo para escuchar a los grandes artistas,
como impostaban las voces y otras cosas, luego ensayaba en su
casa. Con el paso del tiempo me grabó ocho títulos: “Organito de
la tarde”, “Acuarelita de arrabal”, “Aquella cantina de la
ribera”, “Caminito del taller”, “Corazón de papel”, “Juguete de
placer”, “La violeta” y “Silbando”.
«A mi vuelta de Europa, en la
década del treinta, ingresé como profesor del Conservatorio
Municipal de Música, pese al desprecio de los otros profesores y
del propio director Enrique Fantoni. «¡Cómo un tanguero va a
dictar clases de solfeo!». En 1933 intervienen la escuela, ponen
en el cargo a Luis V. Ochoa, quien me da los cargos de profesor
en pedagogía, historia de la música y acústica musical. Más
adelante me presenté a concurso y me nombraron secretario, luego
vicedirector y después, en la década del 50 director. Con ese
cargo me jubilé. El lapso que va de los 30 a los 40, estudié
mucho, desde los cantos gregorianos a los románticos alemanes.
«Ahora quiero hablar de una
amistad que nació casi en la adolescencia y se prolongó hasta su
muerte. Fue la que tuve con Homero Manzi. Lo conocí cuando aún
andaba en pantalones cortos. Yo vivía en Loria 1449 y él a la
vuelta, en Garay 3259. Pasaba silbando por la puerta de casa. Yo
tenía 17 años y él uno menos. Cuando supo que yo era el autor de
“Organito de la tarde”, se acercó y me dijo: «Mirá Cátulo, yo
tengo una letrita ¿sabés?, se llama “El ciego del violín”, ¿No
te gustaría ponerle música?». Le dije que sí, que me trajera la
letra. Era muy buena, dedicamos el tango al viejo Carriego y,
finalmente, se tituló “Viejo ciego”. Con este tema Manzi se
iniciaba como autor.
«Más tarde le presenté un pelado que venía a mi casa: «Este es
un muchacho que compone muy bien —le dije—, juntos pueden hacer
grandes cosas». El muchacho era Sebastián Piana. Era hijo de un
peluquero que tocaba muy bien la guitarra. La peluquería quedaba
en Castro Barros a media cuadra de Rivadavia, donde hoy está la
Federación de Box. Cuando se iba el último cliente, se bajaba la
persiana y meta música en la trastienda.
«Iban payadores como Higinio Cazón o Ramón Vieytes, muy célebre
en su época. Mi padre lo admiraba, una vez me dijo: «¡Vos no
sabés quien es este señor atorrante!». Cierta tardecita se
apareció por casa todo sucio, con los pantalones rotos. «¿Está
Pepe?», me preguntó. «¿Qué Pepe?» —le dije. «Y... Pepe
Castillo». Entré y le dije a mi padre: «Mirá papá, ahí está un
atorrante que te busca, te quiere ver, pero me parece que es un
reo. Se llama Ramón Vieytes». Mi padre dio un salto, abrió la
puerta y le gritó: «¡Entrá hermano! ¿Cómo estás así?». Tomó
algo, le regaló un traje y le dio diez pesos. Cuando se fue me
dijo: «Este hombre tiene un talento descomunal».
«Piana le dio una nota a papá, donde su padre le preguntaba si
podía salvarlo del servicio militar. Y como tenía contactos, lo
salvó. Entonces era alumno del profesor Ernesto Drangosch,
cuando se sentó al piano demostró el músico que era. En eso
dijo: «Señor Castillo, hay un concurso que organiza la fábrica
de los cigarrillos Tango. Yo tengo una música compuesta ¿No
querría usted ponerle letra». «¡Sobre el pucho!», contestó mi
padre. Y esa frase fue el título definitivo y el comienzo de la
carrera de Sebastián. Con Manzi salíamos los tres. Homero decía,
«no se olviden que estamos viviendo la época de oro del tango».
Como si hubiera presentido que algún día no sería igual».
[Prólogo de Cátulo González Castillo
al libro Chapaleando Barro de Celedonio Flores]
En la intersección de dos épocas, cuando la ciudad asistía a su
promoción intelectual de la primera década del siglo, comenzaron
a delinearse las corrientes estéticas distintas, que habían de concurrir
a la formación de una poética argentina de caracteres bien personales.
Podríamos estar en el año 1910.
Ya el sarampión Dariano, había prendido en los cenáculos célebres
de entonces. Baudelaire y Verlaine (pobre Papá Lelián), encendían
la lumbre de una sensibilidad ciudadana, a veces canallesca, que
otorgaba calor alfabeto y digno a una musa callejera, de pintoresca
y brava personalidad. Ya, Evaristo Carriego había transitado con
gallardía y oficio, por el género de las décimas lunfardas, que
"Fray Mocho" o "Caras y Caretas" recogieron con todo cariño y sentido
de la verdad popular.
El pálido muchacho de Palermo, pagaba su "pecata minuta" parnasiana,
para hallar en las "Misas Herejes" el alma de la calle y la historia
romántica y doméstica de la costurerita que dio aquel "mal paso".
Pero entretanto, los vates periféricos de los boliches esquineros
y estañosos, defendían a gritos, sobre el lomo de sus guitarras,
a una musa ecléctica y grandilocuente.
Payadores romancescos, de negros corbatines y sombreros aludos,
discutían en verso los problemas de Marx y de Kant, en esa filosofícula
gritona, pero ingenua y mansa, como los contrapuntos camperos sobre
temas abstractos, que les otorgaba el acento gauchesco más encantador
y más nuestro.
José Hernández ya era una realidad argentina, con toda la incidencia
en la épica americana. Su milagroso personaje de Martín Fierro,
habría de configurar por propia gravitación y médula, lo homérico
y lo quijotesco del hombre de la Pampa empezada a alambrar.
Y también el fenómeno ciudadano del tango, extendiendo sus voces
desde la periferia, para buscar las liras diferentes que habrían
de cantarlo por la boca de un predestinado, casi cósmico, que se
llamó Carlos Gardel.
En este meridiano un tanto indefinido, de transición, surgieron
los poetas de la ciudad de adentro, con el lenguaje recio de la
"ciudad de afuera"
Cátulo y su padre en España
Y para hallar un nombre que asuma la representación cabal de ese
momento, que es trascendental, nada mejor que el de este verdadero
prócer de la musa porteña que se llamó Celedonio Flores.
Pareciera el suyo, un nombre de composición
lunfarda. Tal es la eufonía porteña que lo asiste.
Arraiga en lo más viril de las costumbres criollas, al lado de otros
que podrían ser estos: Presentación, Eulogio, Eufemio, Anselmo.
Y Flores, su apellido, es el de un trovador de la España de Alfonso
"El Sabio", en tiempo de cantigas y romances.
Celedonio Flores, apareció de pronto, con esa cosa recia, pintoresca
y cabal, que es su lenguaje poético.
Viejo transitador de esquinas, el duende de la noche, le amorenó
la cara y le aclaró los ojos.
Junto a cualquier "giniebra" era el hombre que quería el estaño
y que amaba los tangos de aquellos organitos que animaron su infancia.
Infancia trashumante y corredora, la quiero imaginar, como imagino
así, su mocedad, de "rompe y raja" tal como corresponde al "tipo"
que sus versos delatarían más tarde con una precisión de aguafuerte
y cincel.
La poesía de Celedonio Flores, anda en el tráfico vivo de todos
los tangos que forman la antología verdaderamente porteña.
Tienen, como el mastuerzo, un sabor de extramuros, y el claro oscuro
de todas las ochavas que vieron los faroles de antaño: los del tango.
Y su lenguaje es "suyo" como es suya
su "rima" y son suyos sus dramas, no importa si hampones, pero que
tiene –en todo caso- la vibración más neta, que es exigible al tango
ya una estética particularísima, que no puede ser suplantada por
el purismo, ni por la elaboración académica.
La academia de Celedonio Flores, fue, en todo caso, la propia calle.
Pero la calle de él, con sus ligustros y sus cercos de pitas. La
calle de la tarjeta postal, que tenía las huellas de las chatas
y conservaba el grito de un "cuartiador" lejano, en camiseta, de
látigo en la zurda y pantalón cambrona.
Sus luces, son las luces verdosas de las timbas llenas de cigarrillos,
en el monte con puerta, a salto y carta y detrás de aquel punto
que se jugó la parada en la última hora de su vida. Personajes y
clima que son de Flores.
De "Cele" inolvidable amigo, en todo
lo que tuvo de amigo y de poeta.
Poeta sin retórica. Amigo sin eufemismos.
Cátulo Castillo. Homenaje de la Agencia
Télam (2013)
Su lenguaje regresa casi siempre, inolvidable y simple, con un alejandrino,
en una octava, detrás de una asonancia.
"Desde lejos se te manya pelandruna abacanada, "que naciste en la pobreza de un cuartucho de "arrabal. Hay un algo que te vende: "yo no sé si es la mirada, la manera de sentarte "de mirar, de estar parada, "o es tu cuerpo acostumbrado "a las pilchas de percal".
No sabremos, jamás, cuál es el misterio que preside a los versos
que perduran y viven en la emoción de la gente. No sabemos, hasta
qué punto –todavía- un poeta como Celedonio Flores, incidirá sobre
la definitiva poética popular porteña.
Lo cierto es que él está, con los méritos supremos que surgen como
una esencia familiar, de la lectura de sus cosas.
De todas sus cosas, sin excepción alguna, donde abrevan los tangos,
y donde vive el duende de un pasado que vamos perdiendo poco a poco,
con el mutis fatal de la vida, en este escenario de la vida y de
la muerte.
Celedonio Flores, no necesita prólogo ninguno.
Sus tangos que lo cantan, que lo recuerdan, que lo exaltan a cada
instante, prologan ese libro caliente de su vida y de su aparición
en la canción popular argentina.
[Del Libro Chapaleando barro, Celedonio Flores, El Maguntino, Buenos
Aires, 1951)
El que llega primero a SADAIC es Poroto Botana. Chiquito, cada vez
más parecido a Pirandello y a Jacinto Benavente y al rey de Italia,
pero muchísimo más divertido. Apenas más alto que nuestro amigo
Alvarez Pereira pero con una corbata más inverosímil y antigua.
Se abraza a Cátulo, se le cuelga al cuello. Los dos dicen groserías,
emocionados, contentos como chicos.
–Mi madre era anarquista –dice Botana– Como el padre de Cátulo.
Mi madre se casó con mi padre para pelearlo con alguna formalidad.
Y yo me bauticé de viejo.
Cátulo cuelga el teléfono y dice:
–El bautismo me llegó a los 28 años. Cuando nací, mi padre fue al
Registro Civil y le dijo al empleado: “Vengo a inscribir a mi hijo.
Se llama Descanso Dominical González Castillo”. El empleado dijo
que no. Lo convencieron los amigos y transó en ponerme nombres convencionales.
Era un anarquista genial. A diferencia de los padres de Poroto,
nunca los míos aceptaron el matrimonio civil. Fuimos tres hermanos:
Gema –después bailarina en el Colón–, Carlos Hugo y yo. Mi madre
se llamaba Amanda Bello. Falleció en 1930. Era hija de un cuidador
de caballos de carrera en La Plata: don Germán Bello, un hombre
de acción (y de cuidado). Prácticamente mi padre la secuestró. Mi
abuelo paterno, Manuel González, gallego, anduvo por Corrientes
en trabajos de cazador y vendedor de cueros en los tiempos de una
cuestión de límites con el Paraguay. Se casó con una Castillo, familia
de criollos viejos. Conservo un daguerrotipo: un pariente lejano
por la rama de los Castillo, en uniforme militar del ejército de
la provincia de Buenos Aires, en tiempos de Rosas...
Cátulo Castillo - Sobre el tango.
Miro
las manos de Cátulo. Son las manos de un hombre bueno. La cabeza,
maciza, amasada en arcilla. El rostro increíblemente joven. Le digo
que el parecido físico con el padre es total, como lo muestran las
fotografías. Ahora es él que estudia los nudillos de sus dedos haciendo
girar el anillo en el anular izquierdo. Está pensando que sus manos
también son como las manos de su padre. Por momentos, que los dos
son una sola larga vida y un impulso creador único, en dos alientos
indivisibles.
Ovidio Cátulo González Castillo nació
en Buenos Aires el 6 de agosto de 1906. Su padre, José González
Castillo, autor de sainetes como Entre bueyes no hay cornadas, El
retrato del pibe, Los dientes del perro, y colaborador de Cátulo
en tangos entrañables, también es el autor de los textos de Sobre
el pucho (con Piana), Griseta (con Delfino) y muchas otras páginas
donde volcó un naturalismo evocador y piadoso. Eran los tiempos
del relato breve publicado en La Novela Semanal o La Novela de la
Juventud en cuadernillos de a centavos, y las injusticias cotidianas
se agitaban en los tangos de Samuel Linnig o en las crónicas de
Josué Quesada o Soiza Reilly.
Cátulo pasó sus primeros años en Chile, donde inició su instrucción
elemental. Regresó con su familia a Buenos Aires en 1913. Al par
que concluía su bachillerato en el Colegio Nacional Bernardino Rivadavia,
sus estudios de violín y piano se complementaban con los de composición
con el maestro Juan V. Cianciarullo.
En 1924, a los diecisiete años, compone
Organito de la tarde, que recibe el tercer premio en el Concurso
organizado al año siguiente por Discos Dobles Nacional, fabricados
por Max Glücksmann por la Argentine Talking Machine Works con la
colaboración del técnico y después director artístico Mauricio Godard.
El tango fue estrenado por la orquesta del certamen, dirigida pro
Roberto Firpo, en el cine-teatro Grand Splendid de la calle Santa
Fe, regenteado también por Glücksmann. En aquel concurso, el público
votaba con el talón de entrada. José González Castillo memoró así
los pormenores de aquel tercer puesto:
La violeta
Música: Cátulo Castillo | Letra: Nicolás
Olivari
Aníbal Troilo
/ Roberto Goyeneche
Con el codo en la mesa mugrienta y la vista clavada en el suelo, piensa el tano Domingo Polenta en el drama de su inmigración. Y en la sucia cantina que canta la nostalgia del viejo paese desafina su ronca garganta ya curtida de vino carlón.
E La Violeta la va, la va, la va; la va sul campo che lei si sognaba chera suo yinyín que guardándola estaba...
Él también busca su soñado bien desde aquel día, tan lejano ya, que con su carga de ilusión saliera como La Violeta que la va, la va...
Canzoneta de pago lejano que idealiza la sucia taberna y que brilla en los ojos del tano con la perla de algún lagrimón... La aprendió cuando vino con otros encerrado en la panza de un buque, y es con ella, metiendo batuque, que consuela su desilusión.
–[i]Creí comprender en seguida cómo
era el jueguito del concurso. Si cada entrada al cine equivalía
a un voto, y viceversa, ganaba en fija el competidor que sacaba
más entradas en la taquilla... Era clarito ¿verdad? Y como el tango
de mi hijo me gustaba y veía en el muchacho una segura vocación,
me largué a sacar montones de entradas y convertirlas en votos desde
la primera rueda.
Lo que González Castillo no previó era que había que medir también
la dimensión de los contrincantes de Cátulo. El primer puesto lo
obtuvo Sentimiento gaucho, de los hermanos Canaro; el segundo, Pa’
que te acordés, de Francisco Lomuto.
Continuaba el padre:
–Lo que no sabía era que las familias habituales les despachaban
las localidades sin el talón del voto, y además los empresarios
se reservaban una apreciable cantidad de entradas. Con todo ese
caudal en la mano, decidían la elección a su paladar. A la cabeza
se vieron a las dos figuras cotizadas del elenco de Discos Nacional.
Primero, Canaro; segundo, Lomuto; y detrás el chiquilín novato pagando
el derecho de piso.
Todavía les esperaba a los González Castillo un disgusto más. En
los momentos previos al recuento de votos, en la sede de Max Glüksmann,
los sorprende la presencia de Juan de Dios Filiberto, que quiere
hablar con el padre.
–Usted le está dando mal ejemplo a su hijo –dice Filiberto, con
una bronca que le revienta la cara.
–Y vaya sabiendo –agrega haciendo fintas– que yo me he criado matando
vigilantes a patadas...
Filiberto, que también concursaba con su tango Amigaso (otro lío
mayúsculo con el editor que puso Amigazo, corrigiendo al Filberto
lingüista), finalmente en el quinto puesto, había advertido la compra
de entradas al por mayor que efectuaba González Castillo. Este no
se achica. Se levanta, gigantón y panzudo, y le grita al autor de
Caminito:
–Y yo me crié matando sargentos. ¡Les daba tres puñaladas de ventaja
y al final los sacaba a patadas!
La letra de Organito de la tarde fue escrita por el padre en 1925.
Lo cantó por primera vez Azucena Maizani en el teatro San Martín.
Cátulo Castillo se convirtió en “autor de la casa” y además, en
secretario de publicidad de la empresa de Glüksmann. Gardel le graba
su primer tango y también Silbando, Acuarela de arrabal, Aquella
cantina de la ribera (todos versos de su padre), Corazón de papel
(con Alberto Franco), La violeta (con Nicolás Olivari) y Caminito
del taller (con versos propios).
Hubo un momento de la juventud de Cátulo en que parecía querer dedicarse
en exclusiva a las artes de Raúl Landini. Realizó más de 60 peleas
con aficionados de la calidad de Luis Rayo, Gandolfi Herrero, Santiago
Pacheco, Morel y otros. En 1924 estuvo a punto de representar a
la Argentina, en la categoría pluma, en los juegos olímpicos.
En 1926 (el año en que comienzan en Buenos Aires las grabaciones
eléctricas), viajó a Francia, Italia, Egipto y España, en compañía
de González Castillo. Volvió a España como director de orquesta
en 1928, acompañado por Miguel Caló, Alberto Cima, Roberto Maida,
Alfredo y Carlos Malerba. Retornó a Europa en 1931, nuevamente con
su padre y el elenco de revistas del teatro Sarmiento, dirigido
por Bayón y Romero.
En 1930 ingresa a la docencia, logrando por concurso una cátedra
en el Conservatorio Municipal Manuel de Falla. Durante 25 años dictó
allí teoría y solfeo, pedagogía, acústica e historia de la música.
En ese mismo instituto fue primero secretario y después director.
De su labor como músico, no olvidaremos los tangos El aguacero e
Invocación al tango (ambos con José González Castillo) y Viejo ciego
(1937), en colaboración con Sebastián Piana y con versos de Homero
Manzi.
Y de pronto (o como siempre), Cátulo se descubre poeta, y larga
es la lista de los títulos de su autoría, en colaboración con músicos
de Buenos Aire, que van a enriquecer el cancionero argentino. Entre
otros: Caserón de tejas y Tinta roja (con S. Pïana), Para qué te
quiero tanto (con Juan Larenza), Café de los Angelitos, Camino del
Tucumán, Diez años pasan (con José Razzano), Mi moro (un antiguo
tema de Gardel-Razzano remozado en tiempo de tango), María (1945),
La cantina, La última curda, Una canción, Desencuentro, ¿Y a mí
qué?, A Homero (con Aníbal Troilo), Anoche (con Armando Pontier),
La mulatada, El patio de la morocha, La calesita (con Mariano Mores),
El último café (1963) y Perdóname (con Héctor Stamponi).
Entre tanto, Cátulo Castillo desempeñó en SADAIC, en distintos períodos,
los cargos de secretario, vicepresidente y presidente, heredando
el nervio de su padre también en esta actividad gremial y mutualista.
Fue presidente de la Comisión Nacional de Cultura (1954-1955).
Lastima, bandoneón, mi corazón tu ronca maldición maleva... Tu lágrima de ron me lleva hasta el hondo bajo fondo donde el barro se subleva. ¡Ya sé, no me digás! ¡Tenés razón! La vida es una herida absurda, y es todo tan fugaz que es una curda, ¡nada más! mi confesión.
Contame tu condena, decime tu fracaso, ¿no ves la pena que me ha herido? Y hablame simplemente de aquel amor ausente tras un retazo del olvido. ¡Ya sé que te lastimo! ¡Ya se que te hago daño llorando mi sermón de vino!
Pero es el viejo amor que tiembla, bandoneón, y busca en el licor que aturde, la curda que al final termine la función corriéndole un telón al corazón. Un poco de recuerdo y sinsabor gotea tu rezongo lerdo. Marea tu licor y arrea la tropilla de la zurda al volcar la última curda. Cerrame el ventanal que quema el sol su lento caracol de sueño, ¿no ves que vengo de un país que está de olvido, siempre gris, tras el alcohol?...
Capítulo aparte merece su labor de
escritor. Para el teatro escribió el sainete en tres actos El patio
de la morocha, que se representó en el teatro Enrique Santos Discépolo
durante tres temporadas consecutivas; Tango en el Odeón y una farsa
para niños, en dos actos: La palabra del diablo.
En 1947, con ilustraciones de Aurora de Pietro, dio a conocer Danzas
argentinas, una colección de poemas. Un largo estudio sobre el tango
incluido por Cátulo en Buenos Aires, tiempo Gardel (1966), álbum
gráfico y periodístico realizado sobre una idea que le pertenece.
En 1967 se publica Prostibulario, una colección de trabajos que
incluye un ensayo de Cátulo: “Prostíbulos y prostitutas”, y colaboraciones
de Joaquín Gómez Bas, Bernardo Kordon y Pedro Orgambide, entre otros.
Le envía un ejemplar a Perón. Desde Madrid, la respuesta no se hace
esperar. Perón le dice que se ha divertido sobremanera, y que su
trabajo lo hizo memorar los tiempos de su vida cuartelera en Entre
Ríos. “El hombre –le dice Perón–, además de calle, tiene que tener
q...”.
Amalio Reyes, un hombre (1970), novela,
mereció de Hugo del Carril estas palabras: “Siempre pensé que sobre
los escenarios suburbanos en que se mueven los personajes de Amalio
Reyes, un hombre, alentaba una biografía de orillas ciudadanas,
cuyas características vitales estaban más allá de las deformaciones
carnavalescas de una literatura teleteatral o radiofónica. ¿Novela?
¿Biografía? No sé bien hasta dónde... o en dónde se confunden realidad,
fantasía, historia o creación, pero creo que, en alguna distancia
de la ciudad de siempre, doblando alguna calle voy a encontrar un
día la figura gallarda, silenciosas y amada de un hombre de verdad:
Amalio Reyes”.
Castillo comparte con León Benarós la autoría de comentarios de
la carpeta Nuestro tango (1973), con seis láminas de Sigfredo Pastor.
En al década de los años 30, había compuesto música incidental para
los filmes Juan Moreira, dirigido por Nello Cosimi e interpretado
por Domingo Sapelli, y para Galería de esperanza e Internado, dos
trabajos de Carlos de la Púa como director cinematográfico. En La
ley que olvidaron, de José Ferreyra, con la actuación de Libertad
Lamarque y Santiago Arrieta, completa el libro que la muerte de
su padre ha dejado inconcluso (1937). Numerosos cantables suyos
fueron incluidos en filmes argentinos, y en 1970, Hugo del Carril
interpreta Amalio Reyes, filme dirigido por Enrique Carreras sobre
el libro homónimo.
El polemista se ha encauzado en conferencias, prólogos, artículos,
folletos, libretos radiofónicos y televisivos, y aún cabe referir
su vocación de cuentista, de la que dio buenos ejemplos en sus colaboraciones
en La Prensa (1953-1955).
Con al colaboración del músico Rubén Mazza, Cátulo Castillo confía
en que pronto podrá dar a conocer su Cantata a Eva América (Las
tres banderas del amor rebelde), para narrador, coros y orquesta
sinfónica, en la que ha volcado toda su hondura de poeta. Toda su
carne de artista del pueblo.
Cátulo Castillo, el músico, tiene una clara filiación en el arte
del compositor Roberto Firpo (Alma de bohemio, Sentimiento criollo,
El amanecer). No se ha dedicado un análisis en profundidad a la
influencia del autor de En plena mar sobre los colegas de su tiempo.
Castillo se hermana, por momentos, al Delfino de los tangos romanza.
El tema de la segunda parte de Invocación al tango es revelador
de un tiempo y un espíritu de renovación. En El aguacero se acerca
a la canción de cámara. En Viejo ciego, la invención se ciñe a un
parlato, a un decir las cosas a media voz, para que caiga sobre
el oyente la gracia del verso como un aliento. Entonces el poeta
dice:
El día que se apaguen tus tangos
quejumbrosos tendrá crespones de humo la luz del callejón y habrá en los naipes sucios un sello misterioso y habrá en las almas simples un poco de emoción.
(Manzi)
Así llega Homero Manzi al tango, de manos de Rubén Darío, como García
Jiménez (Tus besos fueron míos) o el mismo González Castillo de
Griseta (con Delfino):
Mezcla rara de Museta y de Mimí con caricias de Rodolfo y de Schaunard, era la flor de París,
que un sueño de novela trajo el arrabal...
Cuando, a su tiempo, Cátulo despliegue su inédito mundo poéticos,
pondrá un pie firme en este pasado inmediato y otro en la nueva
imaginería de los tangos. Todos comienzan por ser una escenografía,
una descripción del todo por lo pequeño y cotidiano, y después una
flecha disparada a través del tiempo hacia un mundo que quizá nunca
existió, poblado por el hombre erguido hasta su permanente definición.
Así, en La cantina:
Ha plateado la luna el Riachuelo y hay un barco que vuelve del mar con un dulce pedazo de cielo,
con un viejo puñado de sal. ............................................... Se ha dormido entre jarcias la luna,
llora un tango su verso tristón, y entre un poco de viento y de espuma llega el eco fatal de su voz.
En Una canción:
La copa del alcohol hasta el final,
y en el final tu niebla, bodegón... Monótono y fatal me envuelve el acordeón con un vapor de tango que hace mal.
Tita Merello - Arrabalera,
de Piana y Cátulo Castillo, 1950
O en La última curda:
Lastima bandoneón, mi corazón,
tu ronca maldición maleva... Tu lágrima de ron me lleva hasta el hondo bajo fondo donde el barro se subleva...
Poesía de los ojos en estos versos de María:
El otoño te trajo, mojando de agonía tu sombrerito pobre y el tapado marrón...
Eras como la calle de la melancolía que llovía... llovía sobre mi corazón.
El artista plástico que hay en Cátulo
Castillo, en Patio mío:
Está mirando el cielo desolado tu historia de ladrillos y portón.
El corazón sencillo, lastimado, con un perfil de tango y corralón.
Línea y forma trascendentes en El patio de la morocha:
Patio de la morocha que allá en el tiempo tuvo frescor de sombras, como el alero.
Sobre tu piso pobre, ladrillos viejos.
En La calesita, Cátulo Castillo aniña el calidoscopio de su pupila:
Llora la calesita de la esquinita sombría y hace sangrar las cosas que fueron rosas un día.. .
Voy, amigo lector, a desnudar mi preferencia. Hace muchos años,
Aldo Campoamor, con la orquesta de Mariano Mores, grabó Anoche.
El disco puede repetir para todos el milagro de aquella sesión de
grabación, donde Aldo, maestro de su voz, la matiza hasta la media
tinta, para abrir los pulmones en al estrofa amarga:
Yo estaba en el cordón desesperado,
nublada la razón, deshilachado.
Martín Darré, músico de músicos, comparte mi regusto por este tango
y aquella interpretación de Campoamor.
Poroto Botana se ha despedido a besos de Cátulo. Hemos quedado solos.
–Cátulo: no me hable de SADAIC, no me diga nada de todas las cosas
que hay de bueno para nuestra institución, en los días que vendrán.
Hábleme de usted. Hábleme de su perros.
El autor de Canto al trabajo (los versos son de Ivanissevich) tiene
en su casa 68 perros. Me apresuro a escribir 69. A estas horas deben
ser 70. –Empecé con un perro. Tenía una cara triste y los ojos lloroso.
Está tan estropeado, tan lleno de piojos, era una cosa tan insignificante,
que parecía un hombre. Otra vez, los chicos me avisaron que cerca
de la ruta (yo vivo en Ciudad Evita), una perra está herida. Me
han fusilado a la perrita porque la muy pecadora está embarazada.
Le pegaron cinco balazos y todavía vivía. Cinco balazos pegados
con furia. El que tiró fue tan cruel, tan severo, tan inexorable,
que parecía un hombre, pero era un perro.
31/07/2006 Ricardo Horvath.- Departamento la Ciudad del Tango
El presente artículo
fue redactado en base a lo vertido en un programa de TV conducido
por Silvio Soldán, en lo fundamental de la anécdota, por el hijo
de Cátulo Castillo y completado en el armado de la nota.
Cátulo González Castillo fue uno de los más grandes poetas que nos
dio el tango y además de sus letras nos dejó como inspirado compositor
junto a varios poetas, entre otros Homero Manzi y Sebastián Piana,
obras tangueras tan fundamentales como “Viejo ciego” o “Silbando”.
También practicó boxeo llegando a las mismas puertas de los juegos
olímpicos con el título de campeón argentino de pesos pluma.
Pero hubo en su vida un hecho que lo acompañó durante años condicionando
su existencia y que solo conocía su familia y acaso un entorno reducido
de amigos.
En cierta oportunidad, coincidió la actuación de Cátulo, con un
espectáculo donde un vidente, realizaba juegos de adivinación, tarot
y lectura de manos, por supuesto a cambio de una módica contribución
metálica, pronosticando el acontecer del futuro inmediato.
Un poco en serio y mucho en broma, Cátulo Castillo, se prestó a
la consulta, tal vez con la idea de tener un tema para una letra
de tango, como “La última copa”, “Desencuentro” o “El último café”.
Cuando estuvo ante el adivino, se sintió inquieto. Y a poco de comenzar
a conversar, el malestar parecía contagiar al augur. Éste sorbió
agua de una copa y tratando de recuperarse comenzó a armar un rosario
de acontecimientos futuros, sin demasiada consistencia que, alarmó
más a Cátulo Castillo, quien, un poco arrepentido de haber acudido
a la consulta e interpretando lo que iba escuchando como totalmente
ambiguo, comprendió que era tarde para volverse atrás. Pero un impulso
hizo que se levantara violentamente de la silla, para huir de ese
juego al que tontamente se había prestado.
No lo hizo y aferrándose de la mesa redonda con ambas manos, con
voz no demasiado firme, preguntó:”¿Qué pasa? Dígame que pasa…” El
vidente no muy convincente, le dijo que se calmara, que al final
todo era un juego…No lo convenció a Cátulo, quien insistió, para
que le dijera que ocurría. Luego de negativas y otras evasivas,
ante la insistencia, llegó la respuesta.
“Hay momentos en que
esto, que tomamos con ligereza, se convierte en mensajes que nos
llegan y que no debemos trasladar a la gente. Hechos graves, momentos
angustiosos, que surgen en las entrevistas. La gente viene a que
le digamos de un futuro auspicioso…”
Luego de un gran rodeo que impacientaba a Cátulo Castillo, le dio
la peor certeza, había visualizado la fecha de su muerte.
La
nota "La profecía" de esta página fue reproducida en
la cartelería dedicada a Cátulo Castillo durante la
Muestra Homenaje al Pensamiento y Compromiso Nacional
realizada durante los meses de marzo y abril de 2011
en el Palais de Glace, Buenos Aires.
Se había establecido
entre el adivino y nuestro artista, una relación cósmica que los
unía en la dramática situación que la revelación producía.
Cátulo Castillo, conmocionado, volvió a su hogar y luego de un corto
tiempo, confesó a los suyos, que habían comenzado a preocuparse
por sus procedimientos erráticos, la terrible novedad. Llegaron
las palabras de descrédito para esos vaticinios, tratando de contrarrestar
el convencimiento de Cátulo. Se apeló a la incredulidad con que
debían tomarse tales brujerías. Incluso se cree que hubo alguna
voz que pretendió hacer una denuncia policial. Todo fue inútil.
Cátulo Castillo, vio a un joyero y le encargó una gruesa cadena
con un medallón donde le hizo grabar la fecha pronosticada.
Pasó el tiempo, las actividades de todos parecieron olvidar el hecho.
Cátulo Castillo continuó con su creación tanguera, con esa amenaza
que como lo sacudía de continuo Y el tiempo inexorable pasó…
En la víspera de la fecha prevista, trató de mantener la calma para
no alarmar a sus seres queridos.
Cuando bien entrada la madrugada, se acostó no pudo conciliar el
sueño hasta un buen rato después…
El día indicado, Cátulo, se levantó muy temprano y antes ir al baño,
fue a revisar el almanaque de taco de la cocina. El día había llegado,
pero él seguía vivo. Alegre despertó a toda la familia, que participaron
de su alborozo Cátulo Castillo, salió a caminar, como todas las
mañanas, vio la primavera en todo su esplendor, le pareció que el
sol iluminaba más que nunca el verde de las plazas y el azul límpido
del cielo apenas cruzado por unas pequeñas nubes.
Se sentía liberado, liviano de esa mochila que soportaba desde hacía
tanto tiempo. Y continuó aspirando el aire fresco y primaveral que
vivificaba sus pulmones.
Ese mediodía, el almuerzo fue un festejo general, un agradecimiento
al equívoco, un alivio que recorría todos los rincones de la casa.
Luego la siesta reparadora, para estar dispuesto por la noche, a
la actuación, en la mesa de los amigos del café, o simplemente,
recorrer a la Reina del Plata, iluminada por doquier.
A media tarde, su mujer fue a despertarlo con un mate.
Estaba muerto.
Sobre su pecho colgaba la pesada cadena con la medalla que tenía
tallada la fecha de ese día: 19 de octubre de 1975.
Al respecto la
cantante Graciela Yuste, que en ese tiempo coincidía con Cátulo
Castillo en actuaciones en Buenos Aires, expresa que una
violenta discusión que tuvo con un vecino – por los perros que
Cátulo daba cobijo en su casa – y que le provocara un infarto y
en consecuencia la muerte.
A cien años del nacimiento de Cátulo
Castillo [2006]
Ilustración: El Tomi (Télam)
La nostalgia tanguera no se puede resumir en la obra de un solo
letrista. Pero vayan aquí algunos claros y bellos ejemplos de quien
la supo retratar: Cátulo Castillo, de quien hoy se conmemoran los
100 años de su nacimiento. "Llega tu recuerdo en torbellino, vuelve
en el otoño a atardecer". "Paredón, tinta roja en el gris del ayer".
"Cuando un tren cercano nos dejaba viejas, raras añoranzas, bajo
la templanza suave del rosal". "No sé si eras el eco de una vieja
canción, pero hace mucho, mucho, fuiste hondamente mía". "Y hablame
simplemente de aquel amor ausente, tras un retazo del olvido".
Ni falta que hacen los nombres de los tangos que llevan estos versos,
pero, por las dudas (y por cuestiones periodísticas), hay que mencionarlos:
"El último café", "Tinta roja", "Caserón de tejas", "María" y "La
última curda".
Están demás para los tangueros que ya los conocen de memoria. Los
que recitan de principio a fin estas piezas inolvidables e ineludibles
del repertorio porteño. Los que saben que cuando alguien dice Cátulo
se refiere a Cátulo Castillo (el autor de los temas antes mencionados
y de muchos más).
Para volver a recordar aquellos versos, hoy habrá una buena oportunidad.
La Academia Nacional del Tango y la Junta de Estudios Históricos
de Boedo le rendirán un homenaje, a las 18, en la esquina Homero
Manzi de San Juan y Boedo, con entrada gratuita.
Durante el acto hablará el licenciado Aníbal Lomba, presidente de
la junta de estudios, y el poeta y titular de la academia tanguera,
Horacio Ferrer. Para el cierre actuará la Orquesta de Estilos de
la Academia, que dirige Julián Hasse.
La elección del lugar, Boedo, no es casual porque el poeta (Ovidio
Cátulo González Castillo era su nombre real) nació en ese barrio
porteño el 6 de agosto de 1906.
Ahí arrancó una historia ecléctica. Para esto habrá que repasar,
desde sus comienzos, las actividades que desarrolló a lo largo de
su vida. Empezó a estudiar música cuando tenía 8 años. Primero fue
con el violín y luego optó por el piano. Sus primeras composiciones
llevaron letras de su padre, José González Castillo. Con los años
fue sumando labores: pianista, docente de música en el Conservatorio
Manuel de Falla, compositor, poeta, letrista, dirigente gremial,
periodista, crítico Hasta llegó a ser un prometedor boxeador de
peso pluma, durante la primera mitad de la década del 20. Las canciones
Pero
la música le ofrecía más, tanto en la Argentina como en el exterior.
De ahí que realizara hasta mediados de la década siguiente algunos
viajes a Europa. De a poco, su trabajo en la composición ("Organito
de la tarde", "Silbando", "Viejo ciego") le dejó paso a lo autoral.
Escribió temas que llevaron música de varios artistas de renombre,
aunque el más recordado binomio autor-compositor de su carrera quizás
haya sido conformado por su sociedad creativa con Aníbal Troilo
("Desencuentro" y "La última curda").
El último año se cumplieron dos décadas de su fallecimiento (murió
el 19 de octubre de 1975), pero quedaron sus piezas en las voces
de tantos intérpretes. Hay que seguir recorriendo sus estrofas.
Porque el inspirado Cátulo también escribió versos como éstos, de
tangos más trágicos, que hoy son clásicos del género. "Estás desorientado
y no sabés/ que trole hay que tomar para seguir./ Y en ese desencuentro
con la fe/ querés cruzar el mar y no podés".
O estos otros: "Y hablame simplemente/ de aquel amor ausente/ tras
un retazo del olvido./ Ya sé que te lastimo./ Ya sé que te hago
daño/ llorando mi sermón de vino./ Pero es el viejo amor que tiembla,
bandoneón,/ y busca en el licor que aturde,/ la curda que al final/
termine la función,/ corriéndole un telón al corazón."
OVIDIO CATULO GONZÁLEZ CASTILLO nació en Buenos Aires el 6 de agosto
de 1906, y pudo haberse llamado “Descanso Dominical” según una versión
o “Primero de Mayo” según otra. Quizá ambos hayan sido intentos
neutralizados por el empleado de Registro Civil, quien finalmente
aceptó la apelación al mundo clásico-romano de don José González
Castillo, padre del niño. La vena libertaria de aquel, con su tradición
inmigrante, y la de criollos de la época de Rosas de la que provenía
su madre doña Amanda Bello, confluyeron naturalmente en la militancia
popular de quien no flaqueó en las duras ni en las maduras. Exiliado
desde niño en Chile debido a las persecuciones contra su padre,
combativo escritor y dramaturgo anarquista, regresó a la Argentina
en 1913. Concluidos sus estudios primarios, y con un bachillerato
dudoso fue alumno de composición de Juan V. Cianciarulo. Precoz
autor de tango (a los 17 años compone “Organito de la tarde” al
que su padre pondrá letra y cantará Azucena Maizani) había arrancado
a los golpes en 1922 como exitoso boxeador, hasta ser campeón nacional
en la categoría de peso pluma. El “flaco” Catulo, más bueno que
el pan, autor de más de 400 tangos, artista de cine, novelista y
escritor argentino en toda la línea terminó derrumbando sus 90 kilos
un 19 de octubre de 1975. El tercer gobierno de Perón lo había rescatado
del ostracismo y las penurias a las que lo condenó la miseria gorila
del 55. Funcionario público desde 1930 (gana el concurso para una
cátedra en el Conservatorio Municipal), alternó la docencia con
los tangos y la militancia gremial en la estructura orgánica de
SADAIC. En 1954 -2do. Gobierno del General Perón-fue Presidente
de la Comisión Nacional de Cultura. Su compromiso con los explotados
ya asomaba claramente en la letra del tango que Gardel le grabara
en 1925, Caminito del Taller:
Una mañana fría te vi por vez primera por la desierta calle, rozando la pared, como si el viento helado que barría la acera te acelerara el paso, camino del taller.
Y en el fondo grisáceo
de aquel día de hielo ponían una gota de ironía mordaz, el sol de tus cabellos, tus pupilas de cielo y el cuerpito aterido que envolvía el percal.
Había
en tus pasitos taconeo de tango y frufruces de seda en tu marcha sensual, pero tu personita claudicaba en el fango bajo el fardo de ropas que nunca te pondrás.
Y marcha así, hoja de amor que lleva el turbión rumbo al taller.
¡Pobre costurerita! Ayer cuando pasaste envuelta en una racha de tos seca y tenaz, como una hoja al viento, la impresión me dejaste de que aquella tu marcha no se acaba más. Caminito al conchabo, caminito a la muerte, bajo el fardo de ropas que llevás a coser, quién sabe si otro día quizá pueda verte, pobre costurerita, camino del taller.
Por eso son tan tristes todas las ilusiones, y por eso en las locas noches del arrabal parece que se quejan los roncos bandoneones y cada tango es una canción sentimental.
Le siguieron música, letra, o ambas, de tangos inolvidables: La
Violeta, Maria, La Ultima Curda, Café de los Angelitos, Caminito,
Una Canción etc., etc., etc. Música para cine, y la música –con
letra de Ivanissevich – del “Canto al trabajo” que llevara al disco
Hugo del Carril. El sainete “El Patio de la Morocha”, la obra “Danzas
Argentinas”… (1)
Cuando “el diario de los Gainza Paz”, La Prensa, fue peronista y
la sección de cultura era dirigida por Cesar Tiempo (Israel Zeitlin),
Catulo Castillo le sumo su maestría literaria arrimando cuentos
y semblanzas populares. De esta época es su conferencia “Un teatro
argentino para la nueva Argentina”, una de las tantas muestras de
su compromiso peronista, que sus biógrafos de ocasión se empeñan
en ocultar o eluden con piruetas inmorales.
La reproduciremos íntegra en el Nro. 7 de EL ESCARMIENTO como ejemplo
de cultura y compromiso político, de libertad y de servicio al pueblo,
y como ejemplo de que, si se es criollo es esta tierra, el talento
solo necesita del cauce popular para manifestar su grandeza.
El resto es suplemento literario o estupideces de viuda difícil.
[En la imagen Cátulo
Castillo junto al General Perón]
En la Unidad Básica Cultural Eva Perón, de la ciudad de Buenos Aires,
el 9 de noviembre de 1953, con la asistencia del presidente de la
República, general Juan Perón, se realizó un acto cultural en el
que se prosiguió el ciclo de conferencias para los alumnos de la
Escuela de Arte Escénico. En tal oportunidad hizo uso de la palabra
el señor Cátulo Castillo, quien desarrolló el tema "Un teatro argentino
para la Nueva Argentina". En el presente folleto se transcribe el
texto de la referida disertación.
La sabiduría popular ha dicho que el "sentido común" es, tal vez,
el menos común de los sentidos.
Y esto, que pareciera carecer de sentido, porque es paradójico,
resulta una verdad que el mundo, con todos sus lugares comunes,
refirma cada vez -precisamente-que se le exige tenerlo, para beneficio
de la paz, de la felicidad o siquiera sea de la tranquilidad de
sus habitantes.
Pareciera ser que lo "anormal" configura tan luego la precaria "normalidad"
del mundo y de esta civilización que padecemos. Y resulta congruente,
lógico, que un "sentido común" catalogado así, como virtud, sea
lo excepcional en un globo terráqueo que se disloca para colocarse
en la postura de lo contraproducente y de lo negativo. Miramos con
alarma cómo se incendia por los cuatro costados. Proliferan los
crímenes.
Políticas absurdas que niegan -tan luego las virtudes que exige
la política- la buena vecindad, la tolerancia y el respeto, campean
sobre un espeso caldo de cultivo, para que una locura colectiva
extienda su epidemia de guerra al "sentido común". Sabemos que muchas
manifestaciones del espíritu del hombre están contaminadas por esta
gigantesca infección.
Todos los "ismos" de la pintura, de la poesía, de la literatura,
de la música o del teatro, por ejemplo, ingresan en una paranoia
general, verdugo de la sensatez, para hacer tabla rasa con el equilibrio
de la gente y desmoronar lo razonante, lo claro y lo que es lógico.
Nosotros, los que no entendemos el "existencialismo", tampoco entendemos
cierto cartabón de poesías, ciertos cuadros y cierta música. Y cuando
oímos ponderar lo que -con toda buena fe - consideramos absurdo,
lo que nos rechaza una sensatez interna, un razonamiento estético,
pensamos: "¡Yo estoy loco o están locos los demás!..." Y entonces
hacemos mutis para mirar la realidad de la calle, del cielo o de
los hombres que no tienen ni tres ojos, ni la piel a cuadritos,
ni los miembros deformes que nos amenazan desde la pesadilla de
un óleo de Salvador Dalí. Y que me perdone. No lo entiendo.
El arte es, siempre,
un reflejo de la vida proyectado a través de un espíritu creador
o recreador. Pero exige buena fe, sinceridad y equilibrio. Nada
que no tenga equilibrio - que es razón en definitiva - puede aspirar
a permanecer, a tener validez y a prolongarse hacia el futuro, como
las pirámides egipcias, milagro de equilibrio, o la Venus de Milo,
milagro de "forma", indiscutida a través de los siglos, desde la
perfección de su verdad y de su belleza. Pensamos con nuestro amigo
Perogrullo que, en el Arte, lo que no es bueno es malo. Y opinamos
que un conspicuo poeta de América como Pablo Neruda se define en
los poemas que se le entienden, pero se desmorona en la incongruencia
de otros y en la insensata búsqueda de lo sorpresivo y de lo novedoso,
mas irrazonable, obscuro, embarullado.
Un hombre con alma de maestro: Perón
Lo bello siempre responde a una arquitectura cuyas leyes dicta la
naturaleza e inspira el paisaje. Lo bello de un discurso está en
su claridad y en su razón, en la exposición clara e inteligible
de sus conceptos, en la verdad que diga y en la luz que derrame.
Siempre he pensado que nuestro país, y acaso el mundo contemporáneo,
tiene un ejemplo cabal y definido de lo que es la oratoria al servicio
de la idea.
Claro, conciso, razonante, simple, el general Perón ha hallado la
exacta medida del lenguaje cabalgando una lógica que siempre resulta
inapelable. Su equidistancia es la equidistancia de la razón, conservando
su centro entre dos precipicios de "derecha" e "izquierda", que
siempre son extremos y que, como en las estibas de los barcos o
en las petacas de las mulas, deben estar equilibrados para ayudar
la marcha. Porque esta misma razón, este mismo equilibrio indubitable,
lo hallamos en el "centro", en esta "tercera posición", que es la
más lógica y la única, verdadera, incontrovertiblemente razonable.
Se necesitó que llegara un hombre con alma de maestro y con la mente
clara, que tiene por encima de todas sus providenciales virtudes
de estadista eso que supera al talento y a la misma estrategia del
conductor que sabe adonde va: la buena fe del hombre que quiere
y que siente lo que hace.
La lógica del líder de la Nueva Argentina tiene sus más hondas raíces
en esa buena fe con que procede siempre, que va desde un idioma
de pueblo - sin retórica inútil-, para explicar los pasos de su
propio gobierno, proponer acciones conjuntas y hacer de nuestra
patria una inmensa familia, donde el padre que se sienta a la mesa,
mientras reparte el pan, les explica a los hijos cuáles son sus
razones, cuál es su economía, qué debe realizarse y qué no debe
hacerse.
Esta es su matemática, con una orientación de matemática.
¡Barrio de Belgrano! ¡Caserón de tejas! ¿Te acordás, hermana, de las tibias noches sobre la vereda? ¿Cuando un tren cercano nos dejaba viejas, raras añoranzas bajo la templanza suave del rosal?
¡Todo fue tan simple! ¡Claro como el cielo! ¡Bueno como el cuento que en las dulces siestas nos contó el abuelo! Cuando en el pianito de la sala oscura sangraba la pura ternura de un vals.
¡Revivió! ¡Revivió! En las voces dormidas del piano, y al conjuro sutil de tu mano el faldón del abuelo vendrá... ¡Llamalo! ¡Llamalo! Viviremos el cuento lejano que en aquel caserón de Belgrano venciendo al arcano nos llama mamá...
¡Barrio de Belgrano! ¡Caserón de tejas! ¿Dónde está el aljibe, dónde están tus patios, dónde están tus rejas? Volverás al piano, mi hermanita vieja, y en las melodías vivirán los días claros del hogar.
Tu sonrisa, hermana, cobijó mi duelo, y como en el cuento que en las dulces siestas nos contó el abuelo, tornará el pianito de la sala oscura a sangrar la pura ternura del vals...
Y en esta matemática
-razonamiento puro-, cuando hubo que pelear, salió a pelear, desmoronando
antiguas y callosas costumbres, la inercia, la politiquería, el
interés absurdo del capital, las presiones externas, el qué dirán,
murmullos y panfletos, y los gritos de afuera que se soliviantaban
ante una revolución que era algo más que lo aparente de una revolución:
era el comienzo de una era del mundo, como fue la de Cristo en Galilea,
y que con la modesta señal de dos palabras: "Tercera Posición",
estaba demarcándole al mundo una filosofía, una conducta, la salida
genial para su salvación.
Un argentino halló la equidistancia. Lo tenemos aquí. Es nuestro
hermano. Sintamos su presencia en este gran murmullo de pueblo que
reivindica los errores de todos los demás pueblos de la tierra.
Esta misma razón de equidistancia, de equilibrio, tiende a cumplir
su parábola irremediable: el descanso, que es paz. Y después del
hervor de una contienda, donde hubo que gritar y agitar los cencerros
de la yegua madrina, se alcanza la otra etapa lógica, que es también
matemática y profunda, inapelablemente filosófica: la etapa de la
conciliación, de la solidaridad de los hombres, la buena voluntad
de los países.
En este teatro inmenso, extracontinental, asistimos a todas las
páginas de los pronunciamientos con que se pretendía contener la
avalancha de la nueva doctrina. Y ahora, como un milagro -cambio
de decorado -, vislumbramos las voces que nos dicen que sí, que
teníamos razón, que ahora hay que escucharnos, que el Hombre conocía
su barco y estaba bajo la tormenta manejando el timón, a la espera
del alba que traería la calma de los razonamientos.
Todo eso, mis amigos, nos henchiría de orgullo si no fuéramos eso
fatal que somos: hombres de la Argentina, de la Nueva Argentina.
En la Nueva Argentina, que yo diría que es algo así como la página
primigenia, de un mundo también nuevo, se está cumpliendo todo.
Estamos en la alquimia todavía.
Diez años, veinte, treinta, no representan nada en la historia del
mundo y representan poco en la historia de un país, aunque ese poco
contenga las raíces de toda su existencia futura.
Hay gente que se queja. Ya lo sabemos todos: porque hay pocas viviendas,
porque el tranvía está lleno, porqué ha llovido mucho, porque hiela,
porque hace mucho viento.
Pero a veces salimos y encontramos caminos que son como milagros,
de belleza. Enormes monobloques, monumentales Ómnibus, barriadas
populosas para obreros, barcos, aviones, trenes y piletas y juegos
para niños y árboles y aeródromos de ensueño. Todo eso realizado
en un birlibirloque de menos de diez años, como si un juego mágico,
de manos taumaturgas, hiciera los hechizos de aquella lamparita
de Aladino.
Y a veces, saliendo de la Patria, lejos de aquí, se nos llenan de
lágrimas los ojos en cuanto avaloramos tras ese prisma claro que
entrega la distancia, cuál es y cómo es este milagro de la Nueva
Argentina.
Se está cumpliendo todo, poco a poco, a veces aceleradamente, y
otras con esa paulatina conquista del almácigo que reclama más tiempo.
Se está cumpliendo todo. Y ahora se cumple el Teatro.
Cuando yo era un purrete, mi padre tenía uno, allá por la barriada
de Boedo, donde una compañía de artistas de ese entonces realizaba
las obras -pobremente vestidas-de un teatro nacional ya en botón.
Eran sainetes simples o comedias, que venían de la calle, con el
gusto y el sabor de la calle. Muchos nombres de actores se mezclaban
en el ir y venir de las semanas que pedían estrenos tras estrenos,
para la misma gente que reclamaba - ¡es claro! - cosas nuevas, ya
que el público se renovaba poco en la parroquia.
El elenco de artistas tenía sus veteranos -hombres de la primera
hora- y otros que, entonces partiquinos, hoy blanquecinos de años,
son de la guardia vieja. Los demás cayeron en el tráfago tremendo
de la vida, algunos miserables, otros solamente olvidados, y casi
todos sin alcanzar a ver ésa fama dorada, engañosa, que los llevó
a las tablas una vez.
De esto hace... cuarenta años. Pero el teatro ya mostraba su historia
en la Argentina. Historia de entrecasa, doméstica, modesta.
A dos cuadras de allí, en Boedo e Independencia, sobre un potrero
donde, a veces, realizaban kermesses, se asentaba la lona remendada
de un circo de extramuros. Era el Gran Circo Anselmi. Payasos y
"ecuyéres", saltarines, acróbatas, cumplían su misión sobre la pista,
y luego, hacia el final, la compañía en pleno representaba el drama
"Juan Moreira". Había un escenario toscamente arreglado y un pobre
picadero de aserrín que invadían caballos y donde la partida peleaba
con el gaucho matrero y el gringo Sardetti recibía las pullas de
un público parcial que le tiraba con lo que tenía a mano. Era siempre
la víctima del realismo teatral del drama "Juan Moreira", que es
la primera piedra de un teatro nacional que quería gestarse allá
en el otro siglo.
Nelly
Omar - El aguacero, de Cátulo Castillo
Hasta esa referencia
de tres cuadras, sobre mi barrio viejo, llegaban dos jalones de
la historia del escenario criollo, casi casi tocándose, y en una
proyección de otra historia más vieja, con circos y con teatros,
y payasos y actores, y las luces de gas del otro Buenos Aires, apenas
empinado sobre el siglo, de hoy.
Allá, en el horizonte del recuerdo, remendando su carpa, levantando
sus palos y haciendo cuatro saltos mortales al futuro, una familia
entera nos contempla y nos saluda con una mano pálida de adiós:
¡la de los Podestá!...
Claro está que frente al circo trashumante de esa familia heroica
existían los teatros extranjeros que llegaban de lejos, con actores
y actrices empacados, patosos, pedantescos...
Y estaba el teatro lírico, infatuado, siempre convencional, que
miraba hacia Italia, soñando con Rossini o Donizetti, metiéndole
en la gola a los cantantes, junto a aquel "do di petto", la sonrisa
piadosa y despectiva por todo lo vernáculo.
Historia de los escenarios de Buenos Aires
Hacia fines de siglo, cuando las mujeres usaban polizones y los
hombres usaban bigotera, Buenos Aires tenía su historia de escenarios.
Lejos, en la Colonia, aquel teatro famoso que fue la "Ranchería".
Más acá el Coliseo, de la calle Reconquista y Cangallo, frente a
la Merced, que después se llamó Teatro Argentino. Y el Teatro del
Buen Orden, en aquella esquinita de Buen Orden y Rivadavia, y junto
a él, en tiempos de Juan Manuel de Rosas, el Teatro de la Federación.
Y así, el de la Victoria, y el Alcázar y el Porvenir y el Recreo
y de la Opera, y el Teatro Politeama, cuando había potreros en la
calle Corrientes, con sus cercos de tunas y verdes cinacinas.
En la calle Florida entre Piedad y Cangallo, el Teatro Nacional
que heredara más tarde nuestra angosta Corrientes, y que una vez,
no ha mucho, fuera la célebre Catedral del Sainete.
Los viejos calaveras recordarán, un poco melancólicamente, aquel
pintoresco local El Pasatiempo, sobre la misma calle Paraná 315,
donde todas las noches se armaban peloteras tremendas, con silletazos
y horrendas silbatinas, mientras mujeres gordas bailaban el cancán
mostrando sus pesadas enaguas con puntillas, lunares y moños.
Era el reducto bullanguero de aquellos patoteros, terror de las
milongas, que sentaban sus reales en los alegres sitios de la urbe
para mostrar la impunidad de algunos apellidos y la gracia alevosa
de sus chistes, que una vez propiciaron la locura del negrito Raúl,
enviándolo a Mar del Plata, en una jaula, con pasaje de perro.
Estás desorientado y no sabés qué "trole" hay que tomar para seguir. Y en este desencuentro con la fe querés cruzar el mar y no podés. La araña que salvaste te picó -¡qué vas a hacer!- y el hombre que ayudaste te hizo mal -¡dale nomás!- Y todo el carnaval gritando pisoteó la mano fraternal que Dios te dio.
¡Qué desencuentro! ¡Si hasta Dios está lejano! Llorás por dentro, todo es cuento, todo es vil.
En el corso a contramano un grupí trampeó a Jesús... No te fíes ni de tu hermano, se te cuelgan de la cruz...
Quisiste con ternura, y el amor te devoró de atrás hasta el riñón. Se rieron de tu abrazo y ahí nomás te hundieron con rencor todo el arpón
Amargo desencuentro, porque ves que es al revés... Creiste en la honradez y en la moral... ¡qué estupidez!
Por eso en tu total fracaso de vivir, ni el tiro del final te va a salir.
Se cuenta que allí, en El Pasatiempo, la barra de "jailaifes" se
tomó una venganza despiadada contra un cantor francés de apellido
Forlet. El pobre cancionista, acobardado por esas reacciones funestas
de aquellos niños bien, no daba pie con bola en un "couplet". Como
si el horroroso escándalo que le hicieron no fuera suficiente, llegaron
al camarín y lo levantaron en vilo, para encerrarlo con llave en
un retrete, donde permaneció 24 horas gritando como un desaforado.
Era una vida alegre, claro, pero injusta. Alegre para pocos, penosa
para muchos.
Tiempo de los globos esféricos y de las galeritas, cuando Frégoli,
transformista genial, realizaba sus cosas y se bailaba el tango
en las orillas, sobre las baldosas de lugares famosos por sus grescas.
En la escena todavía se hablaba el idioma europeo: Cervantes, Calderón,
Moliere, Racine... Corneille...
Tal vez, los entremeses españoles, sainetes andaluces, y entre las
funciones circenses se daban farsas mímicas que siempre terminaban
a golpes de vejigas infladas o con palos que se envolvían en paja.
¡Era lo payasesco! Podemos ubicarnos en escenarios raros, distintos,
con una ingenuidad pueril, donde el paisaje nuestro - el de la calle,
el de los campos, el de la sociedad - estaba ausente.
Quedan algunos nombres
de esas farsas primarias, donde aquellos actores improvisaban todo,
con diálogos ad líbitum, grotescos y sin orden, tales como: "El
modo de pagar sus deudas", "María Cota", "El negro boletero", "El
maestro de escuela".
Todo eso se esfumó, como el rapé, dando un gran estornudo... Los
circos criollos deambulaban, llevando su pobreza y el destino de
ser el primer paso hacia la cosa nuestra, por caminos de barro y
en tristes carromatos, con la rubia "ecuyere" que era primera actriz,
o el forzudo campeón que se ponía una barba, o el galán de mostachos
retorcidos y un jopo pasatista, que podía enamorar a la muchacha
pálida de la primera fila...
Así llega a este siglo - que es recuerdo vívido para muchos - el
nombre casi prócer de aquellos Podestá. De esa larga, de esa heroica
familia donde entronca la historia de la escena vernácula: Pablo,
José, Jerónimo, Juan, Antonio, María "La Rubia", Totón, Marino,
Blanca... Infinidad de nombres, junto al apellido ilustre de pobreza,
de trabajo, de amor para la escena... Es un justo homenaje para
ellos.
Junto a ellos, Raffetto, un genovés fortacho que trabajaba de Hércules
y a quien todos llamaban "40 onzas".
La anécdota teatral tiene en este gringo bueno y luchador infinidad
de páginas que son muy populares entre la gente de "antes".
Se cuenta que una vez -no sé si por Azul- se daba una función en
una noche de esas para quedarse en casa. El viento huracanado estremecía
los palos, y la carpa temblaba al embate tremendo de la lluvia.
Había mucho público y, es claro, era una lástima perderse la taquilla,
después de haber sufrido largas "liebres", como dicen los muchachos
de ahora.
-Don Raffetto... ¡No podemos seguir! -¡No emporta! ¡Avanti!... Pero el tiempo inclemente no entendía de heroísmos, y le daba a
la carpa cada golpe que se desmoronaba. .. -¡Por favor, don Raffetto... Salga a la pista... Anuncie que esto
no tiene miras de parar... Convencido, acorralado, el gringo se decidió por fin, y saltó al
picadero gritando a voz en cuello: -¡Signorine... signore!... ¡Se sospende la tromienta perqué viene
una fondón de la gran siete!... Un gran coro de risas y gritos remató su grotesco monólogo, y "40
onzas", creyendo que estaban protestando, agregó muy suelto de cuerpo: -¡E ar que no le guste, que pase por la boletería, que se le van
a devolver sus cincuenta centavos de porquería! ...
Yo no sé si esto es cierto, pero que es "ben trovato" me resulta
innegable.
En un paisaje así, con un clima de lona y de pobreza, nació una
vez el drama "Juan Moreira".
Entre unas pantomimas como "Los dos sargentos", "Los brigantes de
la Calabria" o "Garibaldi en Aspromonte", que se daban en el Politeama
Argentino, y para un beneficio de los Hermanos Cario, nació la idea
de "mimar" el libro famosísimo de Eduardo Gutiérrez.
Publicado en la revista Caras y Caretas del 22 de julio 1939
Sólo era menester encontrar al actor capaz de jinetear, cantar y
bailar, tal como lo exigía el personaje entrado en el amor del pueblo.
Y nadie mejor que Podestá, José, el célebre "Pepino 88", que entonces
trabajaba de payaso en el Humberto I.
Contratado, Gutiérrez arregló las escenas, y así se presentó el
drama que no tenía palabras, pero tenía caballos, bailes y cantores,
donde toda la familia Podestá contribuía con sus habilidades.
La pantomima, representada en el escenario y en la pista con un
despliegue inusitado -para entonces- de fuerzas dramáticas, tuvo
el éxito que todos le negaban al principio.
En esa noche memorable el teatro argentino, sobre la cosa cierta
de personajes nuestros, alzó su plataforma para ver el camino que
había de recorrer hacia el futuro.
Fueron los Podestá quienes siguieron dando alas a la idea, en otras
temporadas y por lejanos pueblos de la Patria. Fracasos, triunfos,
todo lo que el hombre de circo acomoda en alforjas, con el hambre,
la ilusión, las luces y las sombras, fueron los manes de remotas
funciones de muchos "Juan Moreira".
Los antiguos caminos de la Patria, todavía intransitables, supieron
de esta dulce aventura de los "rascas" geniales, donde alentaba
el "comisario malo": Don Francisco; Julián, "el amigo"; Sardetti,
"el traidor", y el sargento Girino, verdugo del matrero.
¡Curiosos episodios jalonan el recuerdo! Con públicos ingenuos,
que vivían la verdad de aquel drama, se producían hechos como el
que ya traemos:
En un pueblo cualquiera y hacia el final del drama, Moreira, para
huir, quiere saltar la tapia. Entonces se le acerca el sargento
Girino, y lo asesina por la espalda de un trabucazo. Pero, de pronto,
salta de la platea un milico criollazo, que no puede permitir una
muerte a traición, y yendo al escenario saca una enorme daga y ataca
a la partida, furioso, enajenado, mientras grita revoleando su fierro:
"¡Ansí no se mata a un hombre!... ¡Qué se han cráido!... ¡Canejo!"
Y un número fuera de programa alargó el espectáculo, para tratar
de convencer a aquel gaucho soldado de que eso no era cierto, de
que el muerto vivía y de que aquel sargento traicionero era un modesto
padre de familia, buenazo y caballero, incapaz de la acción que
la farsa creaba.
Allá por Chivilcoy,
el 10 de abril de 1886, el Circo Podestá-Scotti estrena el "Moreira"
hablado, con diálogos, así "a soggetto", entregando a la obra otras
alternativas y creando-ya en forma indubitable-un teatro nacional,
con personajes nuestros y con asuntos nuestros.
El pueblo, que sabe siempre lo que quiere, aplaudió y se hizo eco
de aquella novedad que le pertenecía, entera, dulcemente.
Desfilan barracones, circos y politeamas a lo largo y lo ancho de
toda nuestra patria, acogiendo gozosos una muestra que, si burda,
tenía la buena fe de ser teatro argentino.
Junto a estas viejas cosas que adquieren con el tiempo un sabor
de leyenda, emergen poco a poco escritores que huelen la verdad
que se vislumbra.
Tu emoción de ladrillo feliz sobre mi callejón con un borrón pintó la esquina...
Y al botón que en el ancho de la noche puso el filo de la ronda como un broche...
Y aquel buzón carmín, y aquel fondín donde lloraba el tano su rubio amor lejano que mojaba con bon vin.
¿Dónde estará mi arrabal? ¿Quién se robó mi niñez? ¿En qué rincón, luna mía, volcás como entonces tu clara alegría?
Veredas que yo pisé, malevos que ya no son, bajo tu cielo de raso trasnocha un pedazo de mi corazón.
Paredón tinta roja en el gris del ayer...
Borbotón de mi sangre infeliz que vertí en el malvón de aquel balcón que la escondía...
Yo no sé si fue negro de mis penas o fue rojo de tus venas mi sangría...
Por qué llegó y se fue tras del carmín y el gris, fondín lejano donde lloraba un tano sus nostalgias de bon vin.
Tal vez Elias Regules, médico y escritor, se acerque con tres obras
teatrales que afirman lo real de un teatro rioplatense: "Martín
Fierro", "El Entenao", "Los Guachitos".
Y más acá, Abdón Aróztegui, con su obra "Julián Jiménez"; Orosmán
Moratorio, autor de "Juan Soldao"; y "Ña Toribia"; Víctor Pérez
Pétit, autor de "Cobarde" y "Las tributaciones de un criollo"; Agustín
Fontanella y Enrique Demaría; y García Velloso, Ezequiel Soria,
Castellanos, Laferrere y Nicolás Granada; y Mariano Galé y decenas
de nombres que anudan la farándula que nos lleva hasta las mismas
luces nocherniegas del célebre rincón de Buenos Aires que fue el
Café de los Inmortales.
Emplazado en el corazón de la "Calle Sin Sueno", el Café de los
Inmortales, como lo bautizó Carriego, fue la fragua donde se templaron
los talentos románticos de comienzos de siglo.
La expresión de lo argentino
Corbatas voladoras y sombreros aludos como sombras aderezan la historia
de una literatura que empezaba a mirarse hacia adentro para hallar
la expresión de lo argentino.
Estaban bien el genio de Darío y aquellas borracheras de Charles
de Soussens, y todos los conflictos lírico-filosóficos que proponían
Verlaine o Beaudelaire. O problemas exóticos que venían desde allá,
en los obscuros dramas de Dostoiewsky, o en la densa trama de Víctor
Hugo o de Emilio Zola. Pero había un sarampión creador, genuinamente
nuestro, que armonizó las voces de Evaristo Carriego, mirando a
la verdad aquella de su calle y su barrio de Belgrano.
En una mesa pobre soñaba un oriental de cabellos hirsutos, caídos
en mechones sobre la frente pálida. Con los botines sucios, desgarbado,
orgulloso, ausente de los. hombres, escribía sobre formularios de
telegrama. Era. un bohemio, bohemio hasta la médula: Florencio Sánchez.
Y tal vez Monteavaro y Martínez Cuitiño, con Edmundo Montagne, hablando
de problemas metafísicos frente a un cafecito que don León, el dueño,
les servía. sin esperanzas de que se lo pagaran...
Alguna vez entraba un talento tremendo que era José Ingenieros,
y acaso Leopoldo Lugones, promoviéndose a los altos estrados de
la fama, saludara de afuera, apresuradamente...
Mi padre, que era flaco y melenudo, sostenía sus. problemas sociales
frente a Alberto Ghiraldo, que se vestía de obscuro y estaba siempre
pálido detrás de sus bigotes retorcidos de espadachín francés...
El teatro ya era un hecho.
Don Martín Coronado había estrenado "La piedra del escándalo", y
el éxito ya asomaba con su sabor a. fama y a pesos. Pocos pesos,
es verdad, pero que acreditaban, promoviéndola, a una profesión
funambulesca. Escribir y cobrar, una utopía que llegaba a las manos
de locos muchachones soñadores.
Una tradición que nos viene de lejos
Y entraban los actores, estrellas rutilantes y admiradas de aquellos
viejos días, que tenían devoción por su arte y, acaso, también,
la obligación de responder a lo tradicional del oficio en la Patria.
Porque hay una tradición que nos viene de lejos, junto a Casacuberta,
que se murió en la escena, deshecho el corazón por una farsa que
sentía en lo hondo. Y Abelardo de Lastra, que se durmió en su ley,
junto a las candilejas...
Sobre este clima hondo, tenso de humo, oliendo a café, caminaba
soñando nuestro Pablo.
De Pablo Podestá, con sus arranques, con su fuerza; dulce, irascible,
amador incansable, fervoroso, intuitivo, falta hacer una historia.
En teatro, en cine, en libro, yo no sé; pero falta.
Su genial intuición tenía a veces la tensa vibración del paroxismo.
Con el rostro ceñudo, hosco, y la voz grave, convincente, ardorosa,
tenía la dulzura que a veces también se le escapaba por los ojos...
No sé sí la locura, que estaba agazapada en un rincón, hacía lo
demás, pero recuerdo que, siendo pequeño, me quedé impresionado
para siempre oyendo su papel en "La Montaña de las Brujas", de Julio
Sánchez Gardel.
Por entonces, Angelina Pagano era una jovencita que traía de Italia
la escuela de Eleonora Duse, para volcar al teatro argentino, apenas
comenzado, la madurez de un arte que tenía ortodoxia y calidad mundial...
Enrique Muiño, nuestro adorable Muiño, era un joven fogoso, hablador
entusiasta, que se llevaba todo por delante con la enorme fluidez
de su talento y sus veinte años llenos de optimismo. También Elias
Alippi, pequeñito, reservado, bailarín y Don Juan, que volcaba en
el teatro su energía indomable...
Desfilaban las voces de Vittone y Segundo Pomar... Y Alberto Ballerini...
Serenata
a la muerte de Eva
Cancionista Toquen suave, muchachos, ¡porque se siente enferma! Tiene la frente pálida, y hoy ha tenido fiebre. Se desgajó en la lucha. Miró al azul su flecha y estuvo en la contienda del amor, con su gente. Toquen suave muchachos… que esta noche la velan con su oración de siglos, con su oración de siempre, los duendes de los sueños que habitaron la tierra, y hoy es noche en que todo se ha llenado de duendes.
Coro ¡Toquen suave, muchachos! No se olviden que duerme; se han callado los astros y el reloj no nos miente. Las ocho y veinticinco de la cita en horario. La viajera ha venido; la historia se detiene.
Cancionista ¡Toquen suave, muchachos! La serenata tiembla frente al balcón en alto donde la hermana duerme. Tiene un suspiro tenue que se anuda en la trenza. Le dice adiós un pájaro. Juan la besa en la frente. Toquen suave, muchachos. Que el silencio nos duela, como duelen las cosas que se van y no vuelven. Pero ella vuelve siempre, y ha de volver inmensa cuando Juan, una tarde de mayo, nos regrese…
Coro ¡Toquen suave, muchachos! No se olviden que duerme. Se han callado los astros.
Cancionista La vida se detiene.
Orfilia Rico, gigantesca
en sus cosas, ya se iba preparando para la celebridad, cuando Camila
era aún una niña...
Y Pierina Dealessi, la mujercita suave y soñadora, anunciando promesas
que llegaron un día. Tal vez por el barrio del Abasto jugueteara
en las calles, con su "ventriloquia", Cassaux, el Roberto Cassaux
de las caricaturas admirables... Y Marito Danesi, un muchachón imberbe
que se llevaba el arte por delante... Y Parra, despampanante, único,
que equivocó su senda en un género frívolo, acaso estuviera haciendo
de las suyas - ¡las cosas de este Parra! - en algún tiro al blanco
del misterio... Y Rosita Cata, con tantas otras... Este era un mundo
así, que se enredaba en las noches románticas de la calle Corrientes,
de la calle sin sueño, con entrada y salida al célebre Café de los
Inmortales.
El trampolín del teatro promovía a escritores, y eran muchos artistas,
y la calle, la calle con su gente y sus cosas, reflejaba su espíritu
entre las bambalinas, con pobres decorados y una esperanza puesta
en el futuro... Pero la Vida es ciega como la misma Muerte.
Y la Muerte, en su función de Vida, fue birlando las cosas, escamoteando
nombres, borrando situaciones...
El teatro es un espejo que refleja el paisaje por una ventanita.
Este paisaje nuestro empezó a reflejarse hace ya medio siglo, con
tipos y costumbres que hacían el sainete ciudadano, o aquel drama
gauchesco, o la comedia urbana, con tipos de una vida, pero nuestra...
Las nuevas promociones han olvidado un poco o no conocen la verdad
de una escena nacional primitiva que tuvo su eclosión y que murió
en sazón... sin madurar del todo...
De aquellos personajes quedan pocos. Ya van siendo los menos. Y
esta tarde movemos la tramoya, y este dulce escenario de una casa
que es nuestra hasta el cogollo, realiza un sortilegio... Se enciende
alguna luz tras la cortina. Una calle aparece. Detrás de los telones
esta esperando alguien, que realiza su salto desde un ayer que parece
remoto pero que está en las manos, todavía... Viene de una escotilla
del pasado y es nada menos que Muiño. ¡Enrique Muiño!... Muchacho
de otro tiempo, soñador de otro tiempo, que se proyecta aquí como
un milagro... Pongamos nuestros ojos en un paisaje antiguo. Traslademos
la mente hacia el Teatro Argentino y digamos la fecha: 1904...
Un malevo: Mamerto, con una cachiporra... Otro malevo: El Rana,
visteador de cuchilla... Un compadre: El Churrinche, que reluce
el revólver lustroso, empavonado. .. un lujo de ese entonces....
Y Petrona: la grela que vivió en esa esquina, cincuenta años atrás...
¡Pucha digo con la piba que se ha vuelto desdeñosa!..-.
Entremés: "Entre bueyes no hay cornadas". (Ilustración escénica)
Fue el cuadro pintoresco de un entremés lunfardo, ya muy viejo;
pero que, sin embargo, puede sentirse fresco en la gracia, el ingenio
y el idioma salido de la calle. El verdadero. El nuestro.
Junto a Muiño, gloriosa permanencia del actor de ese entonces -
señor primer actor de nuestra escena --, actuó la gente joven de
un teatro que ahora más que nunca ha encontrado el camino.
Rene Cossa, Alba Solís y Néstor Ferraro, que - ¡y de eso estoy seguro!
- se sienten orgullosos de encontrarse presentes junto al viejo
maestro de la escena vernácula.
No puedo silenciar el esfuerzo de aprenderse el "sketch" en cuatro
días, ni el ánimo voluntarioso, alegre, generoso, de Román Viñole
Barreto, el director que ha puesto toda el alma en estos diez minutos
de revisión histórica del sainete porteño.
Este fue el arte de antes, el que miraba atento hacia la calle,
para mostrar las cosas de la calle.
Se nos podrá decir "que el lenguaje", "que las situaciones", "que
esto" y "que lo otro".
No importa.
Era una realidad que tenía buena fe, y que tenía también "su posición"
de búsqueda. Su deseo de hallar una escena argentina, como la poesía
y la verdad de Hernández, que encontró a Martín Fierro, y Evaristo
Carriego a la costurerita que diera aquel mal paso.
Están, pues, ya planteadas -junto a un racimo generoso de actores-
las distintas facetas de la vida común: la gauchesca, la suburbana,
y la otra babélica, heterogénea, que baraja los tipos de la ciudad
cartaginesa y apurada, con la comedia fina y con todos los hombres
de muchas latitudes que forman la simbiosis del argentino actual:
nuestro tipo sui géneris, el porteño de la calle Corrientes y Esmeralda,
que alguna vez estuvo solo y esperaba...
El teatro, en su camino, fue amontonando fórmulas y fue perfeccionándose.
El dramaturgo nuestro aprendió su "metier" y fue sumando nombres
a los viejos: Aquino, Mertens, Berrutti, Goicochea, Novión, Pacheco,
Malfattí, Collazo, Saldías, Caraballo, Pedro E. Pico, Discépolo...
Su número es muy largo. Su valor es muy denso.
Hace más de 20 años hubo un teatro de tesis, con tesis argentinas,
que promovió polémicas y encendió discusiones aun en los propios
cuerpos legislativos del Estado.
Pero la gente no va al teatro a pensar. Va a divertirse. Y este
impulso pasó, y la escena del pueblo se reencontró a sí misma, riéndose
en el sainete de sus propios defectos.
Hay un nombre que llena todo un ciclo: Alberto Vacarezza.
Eva
era un retrato
Nos miras desde el fondo de un retrato con tu fija expresión de dama antigua, sonriente y grácil, con la mano exigua que enlaza el brazo fuerte, con recato… ¡Todo era una ilusión!… Y en el boato de tu traje de fiesta, se santigua otra mano de adiós, con esa ambigua, pálida ausencia que pintó el retrato… ¡Cómo eras feliz!… Con una aureola de amor y de piedad, te arqueabas, mimbre que desgajó la furia de la ola…. Y te desdibujaste, dulce y sola, cuando la muerte, silenciosa urdimbre, te hizo escuchar su vieja caracola…
El sainete de Alberto
Vacarezza tiene la fuerza misma de su autor, observador genial de
la gente modesta de los inquilinatos que -hasta hace poco tiempo
- proliferaban por toda la ciudad. El turco, el italiano, el alemán, el ruso, el compadrito, entraron
a la vida sonriente de sus versos y de su dramaturgia, pasando por
sus ojos siempre alerta su dramaturgia, pasando por sus ojos siempre
alerta de muchachón de barrio. Y un barrio: Villa Crespo. Y toda una existencia de verdades vitales,
con esa displicencia del que toma una caña en un boliche estañero,
junto al curda que llora la mamúa noctámbula.
Vacarezza, creador de una forma de teatro que es suya y sólo suya,
es el dueño de versos que - alguna vez- habrán de entrar en las
antologías ciudadanas:
Era una, paica papusa, retrechera y rantifusa que aguantaba la marrusa sin protestas y hasta el fin, y era un garabo discreto, verseador y analfabeto que trataba con respeto a la dueña del bulín...
Sus versos, como sus escenas, como sus diálogos, tienen una dificilísima
facilidad, que sólo puede hallarse cuando se hurga hondo en el limo
viviente de la calle.
Un fenómeno universal, allá por 1927, gravitó en Buenos Aires, bajándole
la "prima" a un teatro nacional en progresión.
Este fenómeno tiene un nombre requeteconocido: es el cine sonoro.
Y junto al empresario,
cuidador del negocio antes que nada, comenzaron a ralear escenarios,
transformados en cines, que - ¡claro! -resultaban veneros mucho
más productivos y menos complicados. Así empieza la crisis del artista.
De izquierda a derecha: Cátulo Castillo,
Homero Manzi, Sebastián Piana y Pedro Maffia
Y entonces sigue el
éxodo, que a veces es la miseria. Los que pueden armarse compañías
se encaminan al "bosque", buscando la clásica "rascada", que no
siempre - entendámoslo bien - ayuda a pucherear.
Y en ese deambular incesante del tiempo, la novedad del cine se
atempera, se cumple la parábola y en su nueva ascendente el teatro
resurge con renovados bríos, porque el público empieza a regresar
a sus viejos amores. Pero ya hay menos salas. Muchas menos...
Y tras de esto, la bola que faltaba: un afán exitista que asegure
con sucesos notorios las taquillas de cada temporada. Para ello,
nada más cómodo que transportar las obras ya probadas en Londres,
en París, en Roma, en Nueva York. Es muy fácil. Un traductor, un
convenio privado, ¡y la escena argentina que reviente!
Es la verdad tremenda, pero que hay que encarar valientemente.
El traductor -que es también comediógrafo, o a veces se improvisa
- es el hijo del menor esfuerzo. El no habla, él repite, pero repite
mal.
Un antiguo adagio italiano refirma con su juego de palabras lo cierto
de este aserto: "Traduttore, traditore". Y nada lo desmiente.
Si el teatro es un reflejo de la gente, del paisaje, del alma, debemos
reflejar lo que miramos, lo que está a nuestro alcance y que nos
duele o nos hace reír.
El obscuro problema de un ruso de Siberia es problema en Siberia,
pero no en la Argentina. Las taras de los hermanos Karamazoff están
bien en Moscú, pero no en Chivilcoy.
Y la frágil "mujer del panadero" es problema francés, que desechamos
en nuestra casa criolla, donde nuestra mujer es -antes que nada-
una leal mujer que respetamos y también nos respeta.
"Le cocu magnifique" puede tener su gracia, pero allá. Aquí no la
queremos.
Aplicación directa de un teatro nacional
Raúl
Garello, Cátulo Castillo y Horacio Ferrer (1974)
Un turbio mare mágnum
de traducciones ha ocupado los teatros, desplazando las obras de
los autores criollos. Desde Moliére a Ibsen, desfilaron las voces
de todas las culturas y de todas las lenguas y de todas las épocas,
sumiendo en una espera que es casi angustiosa al dramaturgo nuestro.
Y es la pura verdad.
Pero de pronto - ¡alabado sea Dios!... - se despeja la niebla, y
empieza en el Teatro Discépolo - bajo la dirección de la Subsecretaría
de Informaciones de la Presidencia de la Nación - la aplicación
directa de un teatro nacional con verdad argentina. Y el pueblo,
que sabe lo que quiere, le contesta que sí, y aplaude en "El Patio
de la Morocha" el primer paso firme del 2° Plan Quinquenal del general
Perón.
No importa que la obra sea mala. Pero Pichuco es bueno, el teatro
está vestido y hay algo de la calle que ha entrado al escenario,
de nuevo, como entonces, por la puerta del éxito.
El Teatro General San Martín, por su parte, hace la revisión del
género chico, y con "Los disfrazados" se suma a esta corriente que
esperábamos todos, porque es corriente nuestra y estaba haciendo
falta.
Desde aquí, desde ésta casa nuestra, que pone como miel en nuestros
corazones, porque está el espíritu de Ella, los muchachos actores
y las actrices criollas se acercan a Perón, y Perón oye. Y cuando
Perón oye sabe oír, y su cerebro piensa y su mano maneja.
¿Teatros para la escena criolla?... Ni una palabra más. Van cinco
teatros...
Cinco teatros que llegarán a suplir los olvidos y a restañar las
penas de los que suspiraban por tenerlos. Escenas argentinas y tablados
argentinos para obras argentinas y autores argentinos, que exhumarán
lo viejo y escribirán lo nuevo con la misma alegría que tendría,
seguramente, el viejo Podestá haciendo "Juan Moreira", allá en el
circo pobre, de lona remendada, cuando el gringo Raffetto salía
al picadero diciendo: "Se sospende la tromienta perqué viene una
fonción de la gran siete..."
Y acaso para reivindicar aquella dolorosa pobreza de los padres
de la escena vernácula, el Teatro General San Martín ha de ser uno
de los teatros más hermosos del mundo y ha de crearse, para los
niños nuestros, un circo sin parangón posible en todo el orbe, donde
nuestro Intendente le deja paso libre al arquitecto, y el general
Perón le deja paso libre al niño bueno que tiene dentro suyo, en
estas cosas nuestras, de la Patria, del pueblo, del amor a los hombres,
al bien, a la justicia...
El artista argentino ya tiene piedra libre. Son suyos los caminos
de la Patria, con hoteles baratos, sin impuestos, con pasajes al
alcance de todos, gritándole a los vientos de la tierra desde el
tren que lo lleva: "Si Perón no existiera, habría que inventarlo".
Cátulo Castillo, al igual que Homero Manzi y Enrique Santos Discépolo,
es identificado como autor de grandes tangos pero existe un profundo
silencio, que lejos está de ser inocente, sobre otros aspectos de
lo que fue una vida muy activa y plena de creatividad. Para combatir este ocultamiento resulta significativa la aparición
de este libro de Juan Carlos Jara, que en un tono ameno y con gran
cantidad de información nos ilustra sobre uno de los más brillantes
autores y compositores de la música de Buenos Aires. Cátulo Castillo fue autor de muchos de los tangos que hoy se consideran
auténticos clásicos de nuestra música como “Tinta Roja”, “María”,
“Caserón de Tejas”, “El último café”, “La última curda”, “Mensaje”,
entre muchos otros. Pero la vida de Castillo lejos estaba de circunscribirse a esa actividad,
fue músico que había aprendido el piano y el violín, y además durante
25 años fue profesor en el Conservatorio Municipal de Música. También actuó en el sindicalismo como dirigente de SADAIC ocupando
la presidencia ante la muerte de Homero Manzi y luego fue elegido
en ese puesto por sus compañeros. Durante los gobiernos de Perón ocupó la presidencia de la Comisión
Nacional de Cultura, desde la cual tuvo la osadía de llevar el tango
con la orquesta de Anibal Troilo y el sainete “El conventillo de
la Paloma”, nada menos que al Teatro Colón. Valiéndole la crítica de quienes consideraban que ese ámbito estaba vedado
para lo que consideraban “expresiones menores” de la música. Además fue escritor de la novela “Amalio Reyes un hombre” que tiempo
después fue llevado al cine y de un libro sobre su admirado Carlos
Gardel, escribió artículos y cuentos en el diario La Prensa cuando
éste se encontraba en poder de la CGT. El libro de Jara también es un homenaje al padre de Cátulo, José
González Castillo olvidado dramaturgo de ideas anarquistas, y que
puso letras a los primeros tangos compuestos por Cátulo. En su casa del barrio de Boedo respiró ese ambiente de poesías y
bohemia, recibiendo nada menos que la visita del poeta Rubén Darío
cuando este estuvo en el país y además concurrían habitualmente
varios de los payadores más reconocidos. Carlos
Gardel grabó una buena cantidad de sus tangos, pero además trabajando
mancomunadamente con Cátulo Castillo realizaron su carrera los mejores
músicos y autores de varias generaciones: amigo de Homero Manzi
y Sebastián Piana, también frecuentó a Discépolo, el bandoneonista
Pedro Maffia, Mariano Mores, Hector Stamponi, Anibal Troilo, Julio
De Caro, y muchos otros. Durante el gobierno peronista al que adhirió, compuso la música
del “Canto al Trabajo” y la letra de la Marcha del Gremio de Luz
y Fuerza que decía: “derrocada será la oligarquía y los hombres
felices vivirán” Derrotado el peronismo sufrió de una injusta persecución, perdió
todos los trabajos, incluso el de profesor en el Conservatorio Municipal
y debió vivir simplemente de las clases de piano de su esposa. Pero nunca dejó de crear, si bien a partir de esta época comenzaron
sus canciones más tristes como “La última curda” y “Desencuentro”,
que como bien lo indica Jara se vinculan al difícil momento que
padecían muchos argentinos, además de las penurias propias de quién
se consideraba injustamente perseguido. El libro contiene otros aspectos remarcables, donde el autor nos
conduce a interpretaciones originales, a veces muy diferentes a
las habitualmente escuchadas hasta el momento. Dentro de esto contexto se inscribe la interpretación del tango
“Mensaje”, a la que Cátulo Castillo le puso letra sobre música de
Discépolo luego de su muerte. O la visión contraria a la que generalmente se sustenta sobre la
escasez de intelectuales, en cantidad y calidad, que adhirieron
al peronismo. O su explicación sobre el porqué durante finales del 40 y comienzos
del 50 las letras de tango se hicieron mucho menos concretas, esquivando
abordar temas políticos y sociales. Este toque de originalidad nos muestra esa tarea importante que
aún queda por hacer a los trabajadores de la cultura para no caer
en las habituales muletillas donde nos intenta encasillar el aparato
cultural oligárquico. Precisamente sobre este aparato cultural dirá Cátulo Castillo en
carta a Norberto Galasso: “Los monstruos sagrados del entreguismo
y la pacatería literaria, desde la pedantería de Jorge Luis a las
actitudes de Mitre o de Sarmiento tienen la vía libre en la vereda
de enfrente pero no en la suya, que en definitiva, es la nuestra” Ardua sigue siendo la tarea, de quienes como Juan Carlos Jara, investigan
sobre nuestro pasado en la saludable, y hasta diríamos ecológica
actividad, de limpiar la contaminación oligárquica que distorsionan
nuestra historia que no han dudado en silenciar a creadores de la
valía de Cátulo Castillo.
No fue necesario que llegara el 17 de octubre de 1945. Desde un
año antes, cuando la figura del entonces Coronel Perón emergía como
el candidato del pueblo para la conducción del país, comienzan a
surgir canciones con letras y títulos en homenaje a su persona,
también con loas ante la esperanza de un equilibrio social y a las
obras realizadas y a realizar. Más tarde, también habrá para su
esposa, Eva Perón. Fue apreciable la cantidad de temas, pero aquí nos interesa enumerar,
solamente, aquellos donde hayan intervenido en su creación o interpretación,
gente de tango, aunque habrá alguna excepción. El listado siguiente
no pretende ser completo.
A la oficina de Perón en la Secretaría de Trabajo, junto con cartas
y telegramas, llegaban diariamente muchos discos fonopostales. Los
mismos, se grababan en el propio Correo Central y los surcos se
registraban en una cartulina brillante donde además quedaba espacio
para dedicatoria y nombres. De ellos, nuestro amigo el coleccionista
Héctor Lucci, nos mostró e hizo escuchar: “Renovación”, una marcha
de Ugarte —según puede leerse— dedicada al vicepresidente de la
Nación Coronel Perón y cantada con pretensiones líricas que tornan
indescifrable la letra, por la estrellita de nuestro cine Perla
Mux. Las palabras previas y el acompañamiento de piano estuvieron
a cargo de un hermano suyo de nombre Bruno Mux, la postal tiene
fecha del 12 de agosto de 1944. Por entonces, el presidente de la
República era el general Edelmiro J. Farrell quien también, en esa
fecha, recibió un presente similar, por los mismos intérpretes:
“Marcha de la Victoria”, con música y letra de Bruno Mux. Si bien
aquí no hubo gente de tango, lo hacemos figurar como curiosidad
y porque no llegaron al destino deseado. Era tan grande el caudal
de envíos con salutaciones, que todas las tardes un ordenanza se
encargaba de eliminarlos.
Seguramente, la primera manifestación de los tangueros, haya sido
la marcha “4 de Junio”, de los hermanos Francisco y Blas Lomuto,
registrada por la orquesta de Francisco Lomuto, con las voces de
sus cantores Alberto Rivera y Carlos Galarce, el 6 de junio de 1944.
El 18 de septiembre de 1944, el sello Odeón (disco nº 7121) saca
a la venta la milonga de Enrique Lomuto “Argentino cien por cien”.
El autor firmó con el seudónimo Julio Duval, la letra es de Rubén
Fernández de Olivera, también conocido como “Tabanillo”, pero cuyo
nombre real era Rubén Nicolás Fernández Barbieri. La orquesta es
la de Enrique y la voz de su cantor Roberto Torres. La partitura
editada se caracteriza por traer una sobrecubierta con la fotografía
del rostro de Perón, atravesada por los colores de la bandera argentina.
A
continuación, y sin respetar el orden cronológico de las grabaciones,
están los siguientes títulos: “Marcha Peronista”, que no tiene nada
que ver con “Los muchachos peronistas”. El autor es Rodolfo Sciammarella
y la registró Héctor Palacios, acompañado por la orquesta de Miguel
Zepeda. La mayoría de los temas que aquí se nombran fueron realizados
en los estudios del sello Victor, en forma particular, sin llegar
a la comercialización. Servían para ser obsequiados y escuchados
en los actos partidarios. Todos ellos llevan como identificación
la letra P (significa particular o privado) y el número de matriz
es, en este caso, 137 A. En el reverso, con la letra B, figura “Slogans
Peronistas”, textos muy breves y sencillos creados y dichos por
Rodolfo Sciammarella. Con respecto a la canción emblemática que aún perdura como himno
del movimiento justicialista, la marcha “Los muchachos peronistas”.
Como curiosidad, un
breve comentario: un fragmento de esta marcha fue incluido en una
pequeña caja musical, que a la vez fue incorporada dentro de un
reloj despertador del que hubo solamente tres ejemplares. Su fabricante,
la compañía suiza Jaegger, obsequió uno a Eva Perón durante su viaje
a Europa. Otro, a un directivo de la empresa de automóviles Alfa
Romeo, cuando Juan Manuel Fangio corría con esa marca. El tercero
tuvo un derrotero desconocido. Cuando Evita regresó de su gira,
se lo regaló a Ángel D’Agostino.
A la muerte del maestro, pasó a poder de unas sobrinas suyas quienes
se lo vendieron a nuestro amigo Héctor Lucci. Cuando suena la hora
prefijada en el despertador, brotan las notas de la inmortal marchita.
En el reverso de la versión de Héctor Mauré está “La única solución”,
marcha de Ramon Oscar Lanas
“Oda a Perón”. Fue realizada con la melodía del vals de Marino García,
“Mis harapos” y una letra de ocasión cuyo autor desconocemos. La
interpretaron Alberto Marino, en 1947, acompañado por guitarras
y también, Antonio Tormo.
“Evita Capitana”. Aquí se utilizó la música de “Los muchachos peronistas”
y la letra es de Rodolfo Sciammarella. La cantó Juanita Larrauri,
acompañada por la orquesta de la APO, dirigida por Domingo Marafiotti
y coro a cargo de Héctor María Artola. Una similar versión se registró
solamente instrumental. También fue grabada por la Orquesta y Coro
del Teatro Colón, disco Víctor P.1535 B, matriz 4477. Otra versión,
la de Emilio Ríos y su banda con la voz de Susy Diéguez, sello Avefón.
Antonio Helú y Enrique Pedro Maroni hicieron varios temas: “Descamisado”,
tango que canta Héctor Pacheco con la orquesta de Alfredo Attadía,
en un disco no comercial P.138A, de 1947; en la faz B: “Peronista”,
con los mismos intérpretes; “La Descamisada”, milonga por Nelly
Omar con la orquesta de Marafiotti, disco Victor P.1457A, año 1951
y en el otro lado, “Es el pueblo”, también con Nelly y el coro de
Fanny Day.
“Marcha de la construcción”, música y letra de Sciammarella, canta
Hugo Marcel.
“Madrecita de los pobres”, de Félix Scolatti Almeyda y Alfonso Tagle
Lara. Canta Irene de la Cruz. Grabación particular realizada en
los estudios “Ayacucho”, el 1 de agosto de 1951.
El montón.
Fragmento del espectáculo teatral "Versos Per-Versos",
presentado en 1982 en el Teatro de La Fábula, de la
ciudad de Buenos Aires. Texto: Cátulo Castillo. Actriz:
Liliana Pellizzari.
“Canto al trabajo”,
marcha de Cátulo Castillo y Oscar Ivanissevich. Canta Hugo del Carril,
25 de noviembre de 1948, acompañado por la orquesta del Teatro Colón
dirigida por Alejandro Gutiérrez del Barrio. Existe una versión
sólo instrumental, por la misma orquesta, pero dirigida por Luis
I. Ochoa, con el coro mixto del Colegio Militar y del Conservatorio
Municipal, Víctor P.810.
“Versos de un payador
al General Juan Perón” y “Versos de un payador a la señora Eva Perón”.
Ambas ofrendas cantadas por Hugo del Carril, que le puso ritmo de
milonga a los versos de Homero Manzi, año 1949. Tiempo después,
fueron grabados por Oscar Alonso.
“Marcha del Plan Quinquenal”, de Sciammarella, canta Héctor Mauré
con la orquesta dirigida por Silvio Vernazza y el coro de Fanny
Day. Victor P.1550, año 1953.
“Caballero Juan Perón”, de Samuel Aguayo, canta el autor acompañándose
en guitarra.
“Perón-Ibáñez”, con letra de P. Santillán, adosada a la melodía
de “Los muchachos peronistas”, canta Alberto Marino con orquesta
en 1953.
“Marcha de Luz y Fuerza”, de Domingo Marafiotti y Cátulo Castillo,
por Hugo del Carril con la orquesta de Marafiotti, en 1949.
“Se acabó la mishiadura”, tango de Enrique Rodríguez y José Paradiso,
por la orquesta del músico con la voz de Ricardo Herrera, registrado
el 15 de diciembre de 1950.
“Una carta para Italia”, tango se Santos Lipesker y Reynaldo Yiso,
por la orquesta Francini-Pontier, con Roberto Rufino, el 24 de marzo
de 1948.
Para cerrar el listado una marcha, que representó un hecho que quedó
grabado en el recuerdo de todos los que en esa época éramos pibes
y amantes del fútbol: “Marcha del Primer Campeonato de Fútbol Infantil
Evita”, en homenaje a los juegos inaugurados el 20 de agosto de
1950. Es de Sciammarella y Carlos Artagnan Petit, con la orquesta
de Silvio Vernazza. Una curiosidad, es cantada por el Coro de Niños
Santa Cecilia, donde se destaca la voz solista de un pequeño de
doce años quien, con el tiempo, se convertiría en el reconocido
cantor popular: Luis Aguilé.