Israel Zeitlin -más conocido por su
seudónimo, César Tiempo- nació en Ekaterinoslaw (actualmente Dniepropetrowsk),
Ucrania, el 3 de marzo de 1906. En diciembre de ese mismo año, llegó junto a su
familia a Buenos Aires. Su infancia transcurrió entre los barrios Villa Crespo y
San Cristóbal, donde concurrió a la Escuela Hebrea I. Markman y a la Escuela
Nacional de Artes. Desde muy temprana edad comenzó a interesarse por el ámbito
artístico; con tan sólo 15 años enviaba cuentos y poemas de temas judaicos a
varios periódicos argentinos, logrando su primera publicación en el diario La
Nación a los 20 años.
En 1926 aparece su primer libro de poemas llamado Versos de una... cuya autoría
esconde detrás de la personalidad literaria de Clara Beter, joven poeta y
prostituta rusa. El libro fue publicado con gran repercusión por Claridad,
editorial y revista del grupo literario Boedo, llevando al escritor a
desenmascarar su autoría. El seudónimo César Tempo, que mantuvo luego durante
toda su vida, tiene relación con los orígenes de su apellido (Zeit en alemán
significa tiempo y lin es el verbo cesar).
Al año siguiente, junto a Pedro Juan Vignale, Tiempo organiza y publica la
Exposición de la actual poesía argentina (1922-27), exquisita antología que
incluye a los principales poetas de vanguardia de la década del 20 (como Jorge
Luis Borges, Oliverio Girondo, Raúl González Tuñón, González Lanuza, Norah
Lange, Luis Franco, Jacobo Fijman, Leopoldo Marechal, Conrado Nalé Roxlo, entre
otros).
César Tiempo recorrió todos los rincones del ambiente artístico, desde sus notas
periodísticas publicadas en la prensa gráfica hasta adaptar guiones teatrales o
cinematográficos para la televisión, pasando también por la radio, el cine y el
teatro.
Mantuvo un mismo eje temático en casi todas sus obras, el judaísmo, pero
mediante diferentes perspectivas, ya sea como un narrador fiel a las costumbres
judías o denunciando la discriminación sufrida por los judíos en territorio
argentino y en el resto del mundo, bajo un tinte humorístico muy particular. En
1935 escribió el folleto “La campaña antisemita y el Director de la Biblioteca
Nacional”, en el cual denunciaba las novelas antisemitas de Hugo Wast, seudónimo
de quien en ese momento se encontraba al frente de la Biblioteca, Gustavo
Martínez Zuviría. Entre las obras literarias de Tiempo se encuentran libros de
poemas como Libro para la pausa del sábado (1930), Sabatión argentino (1933),
Sábado y poesía (1935), Sabadomingo (1937), Sábado pleno (1955), El becerro de
oro (1973) y Poesías completas (1979).
También escribió libros en prosa los cuales, anteriormente, fueron publicados
como artículos periodísticos en distintos medios gráficos. Por ejemplo, La vida
romántica y pintoresca de Berta Singerman (1941), Yo hablé con Toscanini (1941),
Máscaras y caras (1943), Cartas inéditas y evocación de Quiroga (1970),
Florencio Parravicini (1971). Los libros Protagonistas (1954) y Capturas
recomendadas (1978) son recopilaciones de entrevistas hechas por César Tiempo
como periodista a distintas personalidades de la cultura y convertidas en
biografías. Además tenía una columna en la revista Atlántida, donde se
publicaban los reportajes hechos utilizando el seudónimo Full Time.
Mosaicos Porteños de
Luis Alposta: "Autobiografía" de y
por César Tiempo.
Tiempo escribió para los siguientes medios gráficos argentinos: La Nación, El
Hogar, Argentina Libre, La Prensa y Mundo Argentino. También colaboró con
periódicos de América Latina: Crítica, La Vanguardia, El Sol, El Radical,
Amanecer y América Libre. A los diecisiete años dirigió la revista Sancho Panza
(1923). En 1937 fundó la revista literaria Columna, desempeñándose como director
durante los seis años en que se editó. La relevancia adquirida por esta
publicación radica en el espacio brindado a la difusión del pensamiento de
distintos hombres de la cultura allegados al escritor, como Alberto Gerchunoff,
Stefan Zweig, Arturo Capdevila y Liborio Justo, entre otros. Tiempo fue
cofundador de la editorial argentino-uruguaya Sociedad Amigos del Libro
Rioplatense, que llegó a publicar ochenta títulos de los principales autores de
los dos países. Además de dedicarse a su trabajo como escritor y a su labor como
editor, Tiempo participaba activamente en distintas organizaciones culturales
del país. Fue socio honorario de la Sociedad Hebraica Argentina y del Club Honor
y Patria, fue Secretario de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), miembro
del Círculo de la Prensa, de la Sociedad General de Autores de la Argentina (ARGENTORES)
y de la Sociedad de Autores y Compositores de Música.
En la década del 30 comenzó a escribir sus primeros guiones teatrales: “El
teatro soy yo” (1933) estrenada por Mario Sofici en el Teatro Smart, “Alfarda”
(1935) en el Teatro Argentino y “Pan criollo” (1938) representada en el
Nacional. Estas obras tuvieron el mismo éxito que sus primeros libros de poemas,
logrando el interés de distintas productoras en asociarse con él para nuevos
proyectos. Uno de estos casos es el de “Pan Criollo”, obra que se produjo en
asociación con la Compañía Muiño-Alippi. Otros libretos teatrales fueron:
“Quiero vivir” (1941) estrenado por Camila Quiroga en el Teatro Argentino, “Zazá
porteña” (1945) en el Teatro Casino, “La dama de las comedias” (1951) por Iris
Marga en el Teatro San Martín, “El lustrador de manzanas” (1957) por Luis Arata
e “Irigoyen” (1973).
Luego de haberse consolidado como escritor, Tiempo decidió tomar nuevos
horizontes, como la radio y la cinematografía. Durante la década del `50
escribió para las radios Belgrano, Prieto y Provincia de Buenos Aires audiciones
y radionovelas, sólo o en coautoría con Arturo Cerretani. Sus actividades
relacionadas a la cinematografía abarcaron desde la escritura de guiones propios
hasta la adaptación y traducción de obras de diversos autores nacionales y
extranjeros. Se desempeñó como guionista en 25 películas, de las cuales 11
fueron para el director de cine Carlos Hugo Christensen, como “Safo, historia de
una pasión” (1943), “La pequeña Señora de Pérez” (1944), “Las seis suegras del
Barba Azul” (1945), “La Señora de Pérez se divorcia” (1945), “El canto del
cisne” (1945), “Adán y la serpiente” (1946), “El ángel desnudo” (1946), “Los
verdes paraísos” (1947), “Con el diablo en el cuerpo” (1947), “La muerte camina
en la lluvia” (1948) y “Los Pulpos” (1948).
César Tiempo - Canción para la novia judía
También realizó otros guiones como “Se rematan ilusiones” (1944), para el
director Mario Lugones, “El hombre que amé” (1947) para Alberto de Zavalía, “Al
marido hay que seguirlo” (1948) para Augusto César Vatteone, “Pasaporte a Río”
(1948) para Daniel Tinayre, “Otra cosa es con guitarra” (1949) para Antonio Ber
Ciani, “El muerto es un vivo” (1953) para Yago Blass, “Paraíso robado” (1952)
para José Arturo Pimentel y “Donde comienzan los pantanos” (1952) para Antonio
Ber Ciani.
César Tiempo tuvo un receso en sus escritos cinematográficos debido a la gran
crisis en la que se encontraba el cine argentino en la década del 50, uno de
cuyos motivos era la imposibilidad de conseguir celuloide para filmar. Retoma en
1961 con el guión “Amorina” –escrito junto a Hugo del Carril- para el director
Eduardo Borrás.
Por los mismos años realizó una pequeña actuación en “Esta tierra es mía”,
película de Hugo del Carril. En esa época se radica en Bruselas, Bélgica, donde
vive hasta 1966. Una vez de regreso en la Argentina escribió el guión
cinematográfico “Deliciosamente Amoral” (1969) para su primo y amigo Julio
Porter. En 1975 junto con Ulises Petit de Murat realizó la adaptación del libro
Las procesadas y también escribió el guión “No hay que aflojarle a la vida”,
ambas películas dirigidas por Enrique Carreras. Tiempo falleció en Buenos Aires
el 24 de octubre de 1980.
Es tres nombres al mismo tiempo: César Tiempo, Israel Zeitlin, Clara Beter. En
esa trilogía esconde, o guarda su identidad, un escritor cuya trayectoria se
vincula estrechamente con la ciudad de Buenos Aires, aun cuando su nacimiento
data de 1906 en el pueblo de Ekaterinolav, Ucrania. César Tiempo, su seudónimo
más conocido, pertenece a esa raza de hombres que participaron, desde hondas
raíces inmigratorias, de todo el proceso cultural argentino que abarca desde la
década del veinte hasta nuestros días. Protagonista incesante e intenso, dueño
de una ironía intelectual que le permite ver a la vida con pasión y compasión a
la vez, Tiempo se ha dado un lujo casi inédito en nuestra literatura: dar vida a
dos personajes a la vez. Sí, porque bajo el supuesto nombre de Clara Beter
escribió aquél famoso libro de poemas "Versos de una..." cuyos conmovedores
versos causaron conmoción en el Buenos Aires de 1927, donde se alcanzaron a
vender doscientos mil ejemplares.
El teatro ("Pan criollo", "La dama de las comedias", "El teatro soy yo"); otros
poemarios ("Sabatión argentino", "Sábado pleno"); guiones de cine ("Amorina",
"Los verdes paraísos") y sus casi infinitas colaboraciones en periódicos y
revistas de todo el mundo son fragmentos de su extensa y calificada obra. Amigo
de los viajes y amigo de los amigos, cada vez que se lo requiere para el diálogo
se confía sobre todo en su vasta visión de trotamundos lleno de recuerdos.
"Creer, creer siempre... Simplemente para enloquecer pasado mañana", ha
aconsejado a los más jóvenes. Asediado por continuos homenajes no deja de
ensayar su causticidad contra sí mismo: "Asisto de cuerpo presente a cientos de
homenajes póstumos. Y no deja de ser estimulante, porque de otro modo, en la
posteridad, nunca sabré seguramente si alguna calle merecía llevar mi nombre..."
Sonriente, aun ante una paulatina pérdida de la visión, se obstina por hábito en
seguir escribiendo durante horas sus propias carillas... "Porque la máquina de
escribir es como una prolongación de mis brazos..." Sobre la tibieza de un
prólogo dedicado a las memorias de la actriz Milagros de la Vega, sobre las
reverberaciones de un trabajo suyo sobre Alvaro Yunque - protagonista con él del
grupo de Boedo- Israel Zeitlin se acomoda para el diálogo: "Tengo tan poco que
contar que no sé si alcanzará a llenar media página...". Pero alcanzó.
MERCADO -Una impostura literaria -digamos- causó sensación hace cincuenta años.
Cuando aparecieron los primeros versos de Clara Beter, críticos y lectores
creyeron que estaban frente a la obra de una mujer "de vida airada", como dicen
los diarios. ¿Cómo sucedió ese episodio? ¿Cómo lo fabuló usted?
"Clara
Beter soy yo"
La literatura desde un punto de vista o desde todos es
siempre un fraude. Un maquinaria retórica construida para
engañar; que tiene, si se quiere, como única ancla segura al
autor. Nos desvelamos por conocer siempre al hacedor o
hacedora del cuento o del poema. A él o a ella recurrimos
para que ate los cabos que unen la realidad con la obra.
Desasosiego nos provoca una obra anónima o un autor
desconocido u oculto.
Oculta, desconocida era Clara Beter, autora del mayor
escándalo literario de los años veinte en Argentina. Gracias
a los oficios de un amigo, Clara Beter, se las arregló para
que su libro de poemas llegara a la editorial Claridad;
centro difusor del grupo de Boedo que unía a una serie de
nombres que buscaban una literatura social, comprometida con
las clases populares.
En el prólogo que
Elías Castelnuovo compuso para la primera
edición en 1926, destacaba: "Esta mujer se distingue
completamente de las otras mujeres que hacen versos por su
espantosa sinceridad"; señalaba además -y en esto hacía un
tiro por elevación al grupo de Florida- que sus poemas eran
"un paradigma digno de oponerse a los nuevos poetas
fanáticos de la imagen por la imagen".
Inmediatamente el libro fue publicado, con gran éxito de
crítica y público, con el título por demás sugerente de
"Versos de una p..." En realidad lo que verdaderamente causó
conmoción fue el oficio de la autora: prostituta. Una
prostituta judeo-ucraniana que fue engañada y traída a
Buenos Aires por una vasta red internacional de
prostitución.
Como dicen ciertos amigos psicólogos, en todo hombre late un
deseo secreto de redimir a la prostituta, las razones las
desconozco aunque conjeturo alguna de ellas. Quizá ésta sea
una explicación para analizar los "desbordes" y el pietismo
de muchos varones escritores de la época; además de lectores
que se enamoraron al contacto con una poesía de una
sensibilidad y agudeza poco frecuentes.
Así hubo una verdadera pesquisa de la Clara Beter de carne y
hueso que se había tornado literalmente un fantasma. Fiel a
sus extravagancias,
Roberto Arlt, el autor de "El juguete
rabioso", propuso que se le instalara un prostíbulo y que
las ganancias se usaran para un premio literario. Había
excursiones por diferentes barrios en busca de Clara; así
una anécdota contada por un integrante de la bohemia
literaria ilustra hasta qué punto habían llegado las cosas:
"¡Vos sos Clara Beter! -saltó Abel Rodríguez tomando por los
hombros a una mujer rubia que esperaba a sus clientes en una
esquina e inmediatamente quiso besarla a los gritos de
'¡Hermana! ¡Venimos a salvarte!'. Tuvo que intervenir la
policía de Sunchales para calmarlo."
El tiempo pasaba y Clara Beter no aparecía. La presión y el
hostigamiento hacia su albacea literario fueron enormes y
finalmente se supo. "Clara Beter soy yo", confesó Israel
Zeitlin (César Tiempo) ante la atónita mirada de sus
compañeros bodeístas. El joven escritor se ganó el respeto
por sus poemas y la enemistad de muchos, entre ellos de Castelnuovo que confesó que el autor del libro "no era una
prostituta sino un prostituto".
C. TIEMPO -Un día recibí un regalo inesperado: los Diálogos de Platón. Quedé
impresionado por la sentencia atribuida a Sócrates que reza así: "Un poeta, para
ser un verdadero poeta, no debe componer discursos en verso, sino inventar
ficciones. Sugestionado por la sabia recomendación y, sobre todo, ganoso de dar
candonga a los camaradas mayores que se resistían a creer en el talento del
mequetrefe, el tal escribe una poesía dedicada a Tatiana Pavlova, la gran actriz
italorrusa que por aquel entonces arrebataba al público de Buenos Aires. Yo no
había cumplido aún los dieciocho años. En el poema que se dirige a Tatiana, le
pregunto si no se acuerda de su amiga de la infancia Kátinka. Firmo los versos
como Clara Beter y los deslizo ante la redacción de la revista Claridad. A los
pocos días de publicado el poema el crítico uruguayo Zum Felde consagró a la
nueva poetisa Clara Beter su glosa de "El Día", de Montevideo, comentando la
desgarradora tragedia de la desconocida. A partir de ahí tuve que seguir
inventando. Por lo pronto le asigné a la autora un domicilio legal en una
pensión de la calle Estanislao Zeballos, de Rosario, donde se hospedaba un
íntimo amigo mío, Manuel Kirschbaum. El improvisado corresponsal era el
encargado de enviar desde Rosario los nuevos poemas a Claridad, pero cometió el
error de escribir a máquina algunos textos, lo que hizo entrar en dudas a Elías
Castelnuovo. Como se sabe, la autora debía ser una pobre "calienta camas", según
la jerga popular. Castelnuovo obstinado en averiguar más sobre el asunto envió a
dos íntimos amigos suyos a visitar la pensión con resultado negativo: en la
pensión no estaba Clara Beter ni se la conocía. Desanimados, los emisarios
rumbearon para los barrios bajos donde encontraron increíblemente a una de las
pupilas francesas escribiendo un epitafio rimado para su hijo, que acababa de
perder. Aquí ya todo empieza a tornarse folletinesco. "Vos sos Clara Beter" le
gritaron emocionados los emisarios. Pero también allí se dieron cuenta del
fracaso, considerándose que la poetisa quería pasar inadvertida y en el
anonimato. El libro "Versos de una..." tuvo un éxito resonante. Los críticos de
varios países le dedicaron elogios; la fábula y la fantasía hacían aparecer a la
autora en distintos sitios de Buenos Aires con nombres supuestos y todos querían
encontrarla. A esta altura, la superchería adquiría proporciones peligrosas para
el verdadero autor: o sea yo. El libro apareció traducido al alemán y Rómulo
Meneses escribió un largo ensayo en su libro "Nuestra Unidad'' donde caracteriza
a Clara Beter: "Una mujer que el duro pleito de la vida hiciera caer hasta las
bajas sentinas del vicio, redimida por sí misma, por su talento, y la propia
religión de sus sentimientos, nos dice ahora en sus versos y recuerdos el dolor
quemante de los lupanares... etc.". Castelnuovo, en tanto, había prologado el
libro de la Beter y todo seguía misterioso. Hasta que un día un amigo cometió la
ligereza de enviar el libro al certamen Municipal, donde debían figurar mis
verdaderos datos. Esos datos aparecieron poco después en La Prensa. ¿Es
necesario que le diga que prácticamente tuve que exiliarme porque el grandote
Castelnuovo me andaba buscando? Ahora ha pasado tanto tiempo y ya no sé si en
realidad fue una broma...
MERCADO -Usted dice tanto tiempo... ¿Por qué no nos cuenta también sus comienzos
periodísticos?
C. TIEMPO -Yo empecé trabajando en la compañía de seguros La Continental; allí
conocí al poeta Aristóbulo Etchegaray, hoy presidente de la Sociedad Argentina
de Escritores. Por esa época también conocí a Edmundo Guilbourg. Cierta vez
fuimos hasta la casa de Alvaro Yunque que era mayor que nosotros y era una
especie de divinidad caldea para nuestros ojos. Fue él quien me hizo publicar
por primera vez en el periódico socialista La Vanguardia que dirigía por
entonces Don Américo Ghioldi, actual embajador en Portugal. Yo sustituí después
a Yunque como director de la página literaria del diario y a mi me reemplazó
Enrique Anderson Imbert. Pero como periodista trabajé en La Calle, en Crítica,
en La Época. Fíjese, el periodismo me facilitó el contacto con el hecho popular.
Me facilitó el apearme, el despojarme del berretín literario, semántico,
alambicado. Logré fraguar un estilo, digamos, conversacional; escribo como se
habla y trato, cada tanto, de intercalar alguna palabra exótica, pero correcta,
para evitar seguir saqueando nuestro lenguaje. Empezamos a hablar con siete mil
palabras y ahora acabamos hablando con sólo trescientas por pura haraganería.
Evidentemente tiene que haber una inclinación y los caminos se van bifurcando:
yo he tratado de hacer siempre periodismo, llamémosle literario. Nunca mis
reportajes caen en la cursilería porque no es mi manera, no es mi estilo. Pienso
que el periodismo me ha ayudado a ver: países, gente, sucesos. Me hizo ser testigo y actor, ejercitar lo que tenía de talento y lo que no tenía.
MERCADO -¿Entre tantos personajes y protagonistas que conoció, cuál le merece un
recuerdo especial?
C. TIEMPO -Muchos. Por ejemplo Don Hipólito Yrigoyen. Para conocerlo un día que
lo fui a visitar a su casa tuve que pedir audiencia a su secretario privado.
¿Sabe quién era?, el dueño de un salón de lustrar que estaba enfrente de la
casa. Dejaba de atender a algún cliente, atendía el pedido del solicitante y se
cruzaba a avisarle a Don Hipólito. De él se han dicho muchas cosas erróneas,
entre tantas, se dice que fue inculto. Pero "el peludo" no sólo era profesor de
la escuela normal y de la de comercio sino que era un gran lector. Cuando estuve
frente a él, Yrigoyen me preguntó quién me parecía el hombre más importante del
país y yo le contesté, impetuosamente, porque era joven para atarme: "Para mí,
Juan B. Justo". A lo que Don Hipólito, medio molesto, me respondió: "Usted es
muy joven, amiguito...". Otro hombre que me impresionó admirablemente es George Simenon, el autor francés de novelas policiales, nacido en Lieja. Simenon es un
talento monstruoso, llegó a escribir más de 400 novelas, a razón de una por
semana, dotadas de una imaginación increíble, inagotable.
MERCADO - Disculpe Tiempo... ¿Pero usted no considera como arte menor a la
novela policial, como suelen ubicarla en algunas críticas?
El
cajetilla
"... El cajetilla cree que el alma es inseparable del cuerpo...
el tipo sabe que ostentar es vivir, y la pilcha la flor de su
figura. A cuidar de la vestimenta, pues, pero a cuidarla para
algo, aunque ese algo consista casi siempre en zambullirse en la
propia contemplación como el tero en el espejito de un charco... "Nuestro cajetilla tuvo la suerte de descubrir en la pantalla
del cine al hermoso Brummel. Todo su edificio molecular fue
sacudido por una conmoción ontológica. El podía ser aquél.
Comprobó en el espejo de la peluquería que su nariz no era del
más puro corte helénico pero él no había nacido en Atenas sino
en Pepirí y Grito de Asencio y podía lucir, en compensación, una
pelambre más negra que un río de petróleo, una cejas trazadas a
compás, unos ojos hambrientos, una morfología de reloj de arena
y unas maneras delicadas de acomodador de teatro... La única
sociedad que conocía era la del Club Social de su barrio... Se
dejó crecer la porra a lo beatle y frecuentar el café "La Paz"
de Corrientes y Montevideo, con un libro de Harold Pinter en la
mano y una sonrisa sobradora flotando sobre sus anchos hombros
de estibador. Conoció el programa furtivo, el brillo trémulo de
las miradas ansiosas, los telefonemas infinitos, el catchas-catch
zaguanero... "El tiene que brillar siempre. Luego, de la peluquería al vaivén
sin cambiar de tren. El vaivén es el de calle Florida... Más
tarde irá a bostezar a una conferencia porque de vez en cuando
conviene hacerse ver hincándole el diente a la jalea real de la
cultura. La vida también tiene sus exigencias... la vida y las
viudas que pueden proporcionarle tales lugares de soñoliento
esparcimiento... "La gente hace lo que hace porque es lo que es. Señalamos un
fenómeno. Unamuno decía que los ateos son unos individuos que
están locamente enamorados de Dios. Los cajetillas son unos
desamorados locamente enamorados de sí mismos. Todo debe ser un
pretexto para que la gente repare en su presencia. Aspiran a la
gloria de la frivolidad. Todos o casi todos dan la impresión de
tener linfa en las venas, esa especie de agua muerta que no
levanta espuma...
(De "El cajetilla y otros especímenes de la fauna porteña",
1974)
C. TIEMPO -No, de ninguna manera. Allí está el caso del norteamericano Raymond
Chandler o del mismo Hammet. ¡Qué autores! Pero Simenon es el más grande
novelista policial que existe desde los orígenes del género. Además de realizar
una proeza de carácter físico, produce una proeza de índole espiritual. El es el
creador del célebre inspector Maigret, lo recordará, sin duda. Una tarde estaba
en Lieja y un amigo común nos presentó. Era un día de lluvia; después averigüé
que Simenon era un adicto fervoroso a la melancolía de la lluvia y era capaz de
tomarse un avión si se enteraba que estaba lloviendo en otra ciudad. Después
mantuvimos varias charlas en su enorme residencia frente a la de Carlitos
Chaplin. Recuerdo que una de sus facetas curiosas era su sentido de los celos. A
su esposa, me contó, nunca le había permitido bailar porque decía que la danza
era un acto sexual en público. Su rara personalidad me impresionó mucho y
escribí una serie de notas para El Mundo y otros diarios de Caracas y México.
También conocí a Somerset Maugham por esa época y a tantos otros...
MERCADO -Usted, amigo de los recuerdos, me ha ido nombrando autores que conoció
físicamente. ¿Pero y los otros? ¿Los que marcan su emoción literaria?
C. TIEMPO -¿Actualmente? Está el premio Nobel Singer. No por el premio, sino
porque es un creador de ambientes, produce una marea de acontecimientos vitales
que caen sobre el lector como un incendio. El pinta, no sólo lo que muchos
creen, el ambiente polaco de los ghetos, sino también el ambiente de cualquier
otra comunidad; es universal, total. En otro aspecto, más personal, porque tiene
que ver conmigo literariamente, Esta Cansino Assens. Ahí lo tiene, un escritor
olvidado y qué interesante. El olvido es algo inexplicable: nadie tiene la
culpa, pero existe. Esta es una época que fomenta la farolería y yo sigo
sosteniendo que una verdadera obra se hace en soledad y silencio. Pero claro, el
escritor actual tiene que ceder a todo: a los reportajes, a las presentaciones
de libros, a las conferencias. Muchas veces para sobrevivir y muy pocas para
vivir, realmente. Fíjese que es sorprendente cuántas presentaciones de libros
hay diariamente en Buenos Aires. En Europa pasa mucho tiempo antes de que se
produzca alguna. Mientras viví en Roma en todo un año hubo sólo tres actos.
Además está la guía de conferencias increíbles. Se fomenta un poco el esnobismo
literario, la cursilería. Gente que nunca visita una librería pero va a esos
actos a comprar el libro porque está el autor para autografiarlo. Después, ese
libro no se leerá nunca pero será mostrado invariablemente a las visitas, así
como al descuido. Yo le recordé el olvido de Cansino Assens. ¿Y el de Cervantes,
que vivió y murió en la miseria? Escribió El Quijote en la cárcel, lo
desalojaron del conventillo donde vivía en Alcalá dos veces; murió y lo
sepultaron en un cementerio de Madrid en una fosa común, sin identificar sus
huesos. Ahora, sobre ese lugar donde se suponen están sus cenizas, hay un
monumento.
MERCADO -Usted perteneció, alternativamente, a los dos famosos grupos, Boedo y
Florida. Por qué no se recuerda ninguna mujer en el de Boedo, en cambio en
Florida estaba Victoria Ocampo?
C. TIEMPO -A Victoria la conocí muy poco y tampoco, vaya a saberse por qué,
nunca fui publicado en Sur. El grupo de Boedo estaba integrado por hombres, es
cierto, como si el amor por la humanidad que proclamaban con sus plumas
excluyese el amor por las mujeres, como si la única compañera posible fuera la
Revolución. Sin embargo, un nombre de mujer, Clara Beter, entreveraría sus
sueños con los soñadores de Boedo. Fíjese, el bíblico Jacob fue el primer hombre
del mundo que legalizó su seudónimo. Pactó con Dios y le pidió que le
proporcionara otro nombre. "Tu nombre será Israel" le dijeron. Irónicamente,
Israel es mi nombre; después de Clara Beter, después de César Tiempo. Es lo
mismo.
César Tiempo, Libro para la pausa
del sábado Gleizer, 1930 Argentina, periódico de arte y crítica, Buenos Aires, Año I, N° 3, agosto de
1931.
Por Jorges Luis Borges
No sé hasta donde podrá dictaminar en materia hebrea un mero, incircunciso
argentino, pero sospecho que este judaizante y no judaico libro de Zeitlin,
padece una discordia. ¿Qué pensaríamos de un discípulo de Dostoievski que se
expresara solamente en acrósticos, o de un caníbal vegetariano, o de un
ferviente adorador de Picasso que dilapidara todas sus rentas en la continua
adquisición de croquis de Sirio? Una no menos milagrosa incongruencia me acecha
y me incomoda en este perseverado volumen. El tema es Israel, la larga sangre de
Israel, sus emigraciones, sus días; el estilo movilizado con ese eterno fin, es
un dialecto literario de la lengua española, practicado por unos pocos muchachos
del distrito central de la prescindible ciudad sudamericana de Buenos Aires,
indescifrable en Tehuantepec o en Saavedra. ¿Necesitaré recordar a César —Israel
Zeitlin— Tiempo, tan abundoso de eruditos epígrafes y de guturales cursivas, que
hay un estilo hebreo, una como respiración natural de la poesía judaica? Esa
respiración, ese modo, es el de los más incompatibles hombres de letras que
proceden de Abrahán —el de David, el de Isaías, el de Jesús, el de Aben Gabirol,
el de Yejudá Levi, el del rabí Sem Tob, el de Heine, el de James Oppenheim, el
de Spire, el de Rafael Cansinos Assens, judío honoris causa, el de Werfel— y no
es el de Leopoldo Lugones. Sin embargo, el intruso de Córdoba del Tucumán hace
el gasto. Demuéstrelo la página 38:
Bien de mañana este ángel modernista copia en la trepidante
máquina de escribir del restaurante la pintoresca lista de platos que al fervor del mediodía
vuelcan su aliento cálido sobre la judería.
O la 132:
César Tiempo, prologa
aquí la "Rapsodia Judía" de José Rabinovich, que recita Berta
Singerman. Consta la misma de: 1) Introducción de César Tiempo (en
este video) 2) Dios mío 3) Larga distancia 4) Anúteba de paz 5)
Pasos rimados 6) Pan navideño 7) Mi banquete.
También tuvieron que emigrar los jóvenes adictos al alcohol que llaman correligionario a Castelar como a Maimónides y Gabirol; unos: sionistas infractos que entre cubano y san martín ante los espejos estupefactos peroran en términos exactos y echan sus redes a la del violín, y otros: adeptos a la Hebraica con cierta prosopopeya de jumentos, que desconocen la Ley Mosaica e infringen todos los Mandamientos.
Lugonería honesta, cuidada (un poco más abajo de Franco, bastante más arriba de
Nalé Roxlo) es la definición de la mejor mitad de este libro. El finado
ultraísmo puede prohijar lo que falta. Así (página 89):
Empolvada de hastío
la tarde se consume blandamente en el escaparate de mis ojos... Mi corazón ansia treparse a ese tranvía
para pasear la calle a la única amiga que ha sabido empapelarlo de romanticismo. Y en un rincón del cielo está mochino el sol cual si le hubieran sacado a puntapiés del horizonte.
Quedan por señalar algunas inocentes variantes: Fechorías del mismo autor por
Libros del mismo autor; Iluminaciones de Manuel Eichelbaum por Ilustraciones;
Intención de vocabulario.
Las razones de publicación del texto de César Tiempo de 1935
“Corrían los primeros días del año 1919. Una gran huelga de metalúrgicos habíase
generalizado en Buenos Aires, y las noticias más inverosímiles acerca de una
revolución maximalista propagábanse de un extremo a otro de la ciudad. La tarde
del viernes 10 de enero, el tío Petacóvsky estaba, como siempre, sentado junto a
sus libros, tomando mate. Había despachado a los chicos más temprano, por ser
víspera de sábado y porque en el barrio reinaba cierta intranquilidad.
La calle Corrientes, tan concurrida siempre, ofrecía un aspecto extraño, debido
a la interrupción del tráfico y a la presencia de gendarmes armados a máuser.
A eso de las cinco y media, un grupo de jóvenes bien vestidos hizo irrupción en
la acera del boliche, vitoreando a la patria. Atraído por los gritos, el tío
Petacóvsky, que seguía tomando mate, asomó la cara detrás de la vidriera, todo
temeroso, porque, hacia un momento, Daniel había salido a decir su kadish.
Uno del grupo, que divisó el rostro amedrentado del tío Petacóvsky, llamó la
atención de todos sobre el boliche, y los mozos detuviéronse frente al
escaparate.
-¡Libros maximalistas! –señaló a gritos el más próximo –¡Libros maximalistas!...
-Ahí está el ruso detrás –objetó otro.
-¡Qué hipócrita, con mate, para despistar!...
Y un tercero:
-Pero le vamos a dar libros de “chivos”...
Y, adelantándose, disparó su
revólver contra las barbas de un Tolstoi que aparecía en la cubierta de un
volumen rojo. Los acompañantes, espoleados por el ejemplo, lo imitaron. En un
momento cayeron, entre risas, todos los libros de autores barbados que había en
el escaparate. Y, en verdad, la puntería de los jóvenes habría sido cómica, de
no fallar una vez y costarle con eso la vida al tío Petacóvsky”.
(Fragmento del cuento Mate Amargo, del libro La Levita Gris, cuentos judíos de
ambiente porteño, de Samuel Glusberg, publicado por editorial Babel en 1924).
Exposición de la actual poesía argentina
(1922-1927) que César Tiempo compilara junto a Juan Vignale. Clic en la imagen
para la versión online
Este cuento marca un suceso poco recordado por la colectividad judía
institucionalmente y, por supuesto, por los libros de nuestra historia nacional.
Pero en la Argentina, en la ciudad cosmopolita de Buenos Aires, tan liberal
ella, hubo un progrom. Y, al igual que la Semana Trágica o los sucesos de las
huelgas de la Patagonia donde se fusilan obreros, sucedieron bajo el gobierno de
Hipólito Yrigoyen.
El grupo de “jóvenes patriotas” que menciona Glusberg en su cuento pertenecía a
la Liga Patriótica. Durante la Semana Trágica, para la represión del movimiento
obrero, el gobierno, además de utilizar a la policía y al ejército, los autoriza
a inscribirse en las comisarías como efectivos policiales.
Es bueno recordar que una de las excusas que se esgrimieron para reprimir
sangrientamente a los obreros en la Semana Trágica, fue el supuesto
descubrimiento de un “complot maximalista”. Según Hugo del Campo (Todo es
Historia, Centro Editor de América Latina, 1971) “la versión resultaba
evidentemente ideal: no sólo permitía desvincular al movimiento de sus raíces
sociales, olvidar su carácter masivo y encontrar un “culpable”, sino también
reforzar la unión de todos los sectores “patrióticos” contra la agresión de
origen extranjero y presentar al gobierno como el salvador del orden social y de
la soberanía nacional. Lástima que no podía durar: pronto se supo que Wald
(Pedro Wald, futuro dictador y jefe del Primer Soviet de la República Federal de
los Soviets Argentinos, según las versiones que se difundían) era un pacífico
socialista que trabajaba en el diario Die Presse y dirigía el periódico judío
Avangard, donde siempre había expuesto sus ideas moderadas”.
Por supuesto, el “descubrimiento” del complot sirvió para acrecentar el
antisemitismo de los “patriotas”. Los grupos civiles que colaboraban con la
represión recibían adiestramiento en el Centro Naval, además de armas y
vehículos. Los marinos que brindaban estos servicios educativos eran dirigidos
por el vicealmirante Domecq García. Los enemigos eran los “rusos” y había que
encontrarlos en sus propios escondites. “Una obcecación popular o un sobresalto
patriótico han sembrado en nuestros hogares el pánico y la desdicha desde hace
cinco días, como si, redivivo el terror en las calles de Buenos Aires, se
necesitara sacrificar a millares de inocentes”, sostenía el manifiesto de la
colectividad israelita publicado en “La Época”, el 15 de enero de 1919. En su
Guía del buen sentido social (folleto de 1920), la Liga Patriótica Argentina
hablaba de “esa runfla humana sin Dios, Patria ni ley...”. El llamado “terror
blanco” tuvo su bendición en una reunión realizada en el Centro Naval, bajo la
presidencia de Domecqu García. Allí concurrieron representantes del Jockey Club,
Círculo de Armas, Club del Progreso, Yacht Club, Círculo Militar, Damas
Patricias, los obispos Piaggio y D’Andrea y otras personalidades.
César Tiempo (1906-1980) tenía conciencia de esta historia. Y también sabía
quién era Gustavo Martínez Zubiría, cuyo seudónimo era Hugo Wast (1883-1962). El
folleto que aquí reproducimos es una valiente denuncia del antisemitismo en la
Argentina. Claramente dice que el pensamiento antisemita de Hitler tiene sus
émulos en el Río de la Plata. Y que éstos ocupan lugares en el poder.
El folleto fue escrito en 1935, cuando Israel Zeitlin (César Tiempo) contaba con
29 años. Ya había publicado Versos de una... (1924) bajo el seudónimo de Clara
Beter, el Libro para la pausa del sábado (1930), Sabatión argentino (1933), una
obra de teatro y había obtenido el Primer Premio Municipal de Poesía (1930)
Para entonces Hugo Wast era uno de los escritores más leídos del país. Y en ese
año publicaba Buenos Aires, futura Babilonia, El Kahal, Oro.
Y en 1935 en el país, Manuel Fresco era nombrado interventor en la Provincia de
Buenos Aires, llegando así a su máxima expresión el “voto cantado”. Lisandro de
la Torre debatía en el Senado de la Nación denunciando el monopolio de los
frigoríficos, actitud por la cual se intentó asesinarlo en la propia cámara,
siendo finalmente ultimado el senador Enzo Bordabehere. Como muestra de la
magnificencia de la oligarquía, se inauguraba el edificio Kavanagh. Y Enrique
Santos Discépolo estrenaba su tango más célebre: Cambalache.
El Jabalí publica este texto por dos motivos sencillos: poner nuevamente sobre
el tapete una parte de nuestra historia no muy conocida (o convenientemente
olvidada, elija el lector la actitud que prefiera) y por su palpitante
actualidad, ya que Los protocolos de los sabios de Sión lamentablemente siguen
estando en muchos kioscos y librerías de la Argentina.
César Tiempo La campaña antisemita y el director de la Biblioteca Nacional Ediciones D.A.I.A
1935
PALABRAS DE LOS EDITORES
Acontecimientos de pública notoriedad han desplazado a los intelectuales hacia
una actividad militante, digna de los días de transición que nos toca vivir. La
literatura por la literatura corresponde, en realidad, a un ciclo ya abolido
aunque no lo crean así los que viven sordos y ciegos a la realidad de los
hechos. “El ´affaire Dreyfus’ –afirma Julien Benda– es el caso, casi único en la
historia, en que un puñado de intelectuales supo dar razón de la furia de todo
un pueblo y de la cobardía de sus gobernantes”. “De todos modos –añade– la
verdadera resurrección del “affaire Dreyfus” no acontece en Francia. Ella tiene
lugar más allá del Rhin. Y es allí donde nuevamente vemos a todo un pueblo
abalanzarse sobre el judío, porque –y esta vez se lo confiesa–, él encarna el
maldito racionalismo que molesta a la adoración de la fuerza y el reino
exclusivo de los fanatismos nacionales. Desde este punto de vista, Alfred
Dreyfus, pertenece al martirologio de Israel, él tiene su lugar en el libro de
oro de esta raza, a la cual, desde hace más de dos mil años, el espíritu del Mal
hace el honor –¿y cómo no habría de sentirse orgullosa?– de identificarla con la
causa de la razón y de la humanidad”. Pero que es así, que la causa de los
judíos perseguidos y escarnecidos es la causa de la razón y de la humanidad,
parecen no comprenderlo los furiosos orates del tercer Reich y sus
corresponsales criollos. Por antiargentinos y anticristianos había que señalar a
los que desde aquí se empeñan en plantear conflictos de esa extemporaneidad, ya
que su sola enunciación basta para comprender cómo viven de espaldas a la
tradición de nuestro país y a la historia de la civilización quienes se hallan
entregados de buena y de mala fe a servir los intereses bastardos del
antisemitismo. Su dignidad de argentino y de escritor ha llevado al autor de
este ensayo, por muchos conceptos ponderable, a plantear las cosas con toda
valentía y en su verdadero terreno. Los intelectuales argentinos deben sentirse
confortados con esa actitud que reivindica el decoro del pensamiento argentino.
Obvia señalar los merecimientos del autor para justificar su representación.
César Tiempo, que aún no ha llegado a los treinta años, tiene títulos bien
ganados en la literatura argentina. Autor de libros señalados auspiciosamente
por la crítica americana y europea, obtuvo a los 24 años el primer premio
municipal de Poesía con su primer libro de versos, bajo la intendencia Guerrico.
Es actualmente secretario general de la Sociedad Argentina de Escritores, que
preside el Dr. Roberto F. Giusti, y ejerció el mismo cargo bajo la presidencia
de intelectuales tan esclarecidos como Leopoldo Lugones y Arturo Capdevila. Es
uno de los directores fundadores de la Sociedad Amigos del Libro Rioplatense,
una de las editoriales más importantes de América. Ha ocupado la cátedra de
conferencias de las instituciones culturales más calificadas del país, entre
ellas la de la Universidad Nacional del Litoral, Facultad de Humanidades y
Ciencias de la Educación de la Plata, Escuela Normal de Rosario, Ateneo Cultural
de Salta, “La Brasa” de Santiago del Estero, etc., etc. Fue jurado en infinidad
de concursos literarios. Esos antecedentes y su obra misma dejan documentada la
autoridad de su palabra y señalan las reflexiones del presente estudio a la
atención de los lectores.
César Tiempo en el
cine
Guionista: No hay que aflojarle a la vida (1975)
Las procesadas (1975) Proceso a la infamia (1974) Deliciosamente amoral (1969)
Amorina (1961) La novia (inconclusa - 1955) El muerto es un vivo (1953)
Misión en Buenos Aires (1952) Donde comienzan los pantanos (1952)
Paraíso robado (1951) Martín Pescador (1951) Otra cosa es con guitarra (1949)
Al marido hay que seguirlo (1948) Pasaporte a Río (1948)
La muerte camina en la lluvia (1948) Los pulpos (1948)
El hombre que amé (1947) Los verdes paraísos (1947) Con el diablo en el cuerpo (1947)
El ángel desnudo (1946) Adán y la serpiente (1946) Las seis suegras de Barba Azul (1945)
La señora de Pérez se divorcia (1945) El canto del cisne (1945)
La verdadera victoria (1944) La pequeña señora de Pérez (1944)
Safo, historia de una pasión (1943)
Autor: Safo (mediometraje - 2003)
Diálogos: El canto del cisne (1945)
Diálogos adicionales: La sombra de Safo (1957)
Intérprete: Esta tierra es mía (1961)
Temas Musicales: Se rematan ilusiones (1944)
Fuente: www.cinenacional.com
Una revista porteña publica en su primera página una declaración de protesta
contra la condena de un poeta. La firman los escritores más representativos y
calificados del país. ¿Qué ha hecho ese poeta?, podemos preguntarnos. ¿Ha
circulado moneda falsa? ¿Es agente de la lotería del Perú, inventada en
Avellaneda? ¿Ha puesto una bomba de dinamita en el zaguán de un sicofante? ¿Ha
exterminado a un prójimo? ¿Es corredor de estupefacientes? ¿Ha intervenido en el
debate sobre las carnes? ¿Se ha desacatado a las autoridades de la República?
¿Cultiva el floripondio? –Nada de eso. En la tierra donde la libertad de
pensamiento y de expresión es flor de almáciga, el poeta ha publicado un poema.
Tal vez asomen sobre su fastigio las gorgonas libertarias de ese arte social que
blande, frente a la multitud, los estandartes de las reivindicaciones ideales.
Pero su tónica es ajena a toda intención ulterior, fuera del gesto lírico –y
hermoso, por el desplante juvenil que implica– de imprimir en una literatura
mucilaginosa enérgicos matices de salud y de vida. Zola, con su alba de blusas
azules, Hugo, con sus ardidos arrabales, y nuestro Almafuerte, para no ser
prolijos, con sus chusmas encendidas y rebeldes, habrían debido desvanecer su
recia anilina en un cangrejal de leche, proclive a todas las claudicaciones. “El
artista no sólo tiene el derecho sino la obligación de inspirarse en los motivos
que se avengan mejor con su temperamento y elegir los medios que lo expresen con
más eficacia. Vedarle este tema, prohibirle tal forma de expresión, significa no
sólo cometer los mismos errores que ilustran la historia de todos los juicios
literarios y científicos, –desde Galileo a Baudelaire– sino hacer tabla rasa de
la tolerancia que existe y ha existido siempre en los pueblos verdaderamente
cultos, para atentar contra las manifestaciones más altas del espíritu”,
–expresan los referidos escritores en su enérgica reclamación.
Por un poema, en la República Argentina –se comentará mañana en el extranjero–
se ha condenado a un poeta a dos años de prisión [1] . Y se le ha condenado,
podrá añadirse, al mismo tiempo que se ha permitido circular en la mayor
impunidad una seudo novela dividida en dos tomos, tipo “schmutzliteratur”, en
cuyas páginas se incita al crimen paladinamente. Por otra parte, el poema motivo
de la grave sanción apareció en una revista casi inédita, cuyos escasos
ejemplares circulaban entre solevantada gente joven, como es natural. El libro “pogromista”,
en cambio, se exhibe en todas las vidrieras de Buenos Aires juntamente con una
fotografía del estrecho ángulo facial de su autor y una página autógrafa donde
se hallan escorzadas las monstruosas afirmaciones que luego él mismo no se ha
animado a dejar documentadas en el libraco en toda su crudeza. Ese novelón,
además, dice que el pueblo argentino vive en una extrema abyección (pág. 235)
por obra del sufragio libre y la enseñanza laica. Y desliza imperdonables
agravios contra la Constitución Nacional. Claro que luego afirma textualmente,
como para justificarse, “que la libertad de imprenta es el intangible privilegio
de los perillanes” (pág. 272). Ahora bien, se preguntan las almas ingenuas,
¿cómo es que el señor fiscal que formuló la acusación contra el poeta leyó la
furtiva revista donde apareciera el cálido poema de marras y no vio los dos
tomos detonantes que se exhiben en todos los escaparates de librería y cuyos
capítulos fueron anticipados o reproducidos en buena cantidad de diarios del
país? El señor fiscal es un hombre culto –por lo que se ve– que prefiere leer
buenas revistas jóvenes y permanecer acorazado de indiferencia ante los
engendros de un escritor descalificado desde su lejana iniciación. Nada tiene
que ver en su actitud –y sería una infamia presumirlo– la circunstancia de
llevar la esposa del autor de los dos tomos piafantes, el mismo apellido del
señor secretario de Estado que tiene a su cargo dos departamentos, uno de los
cuales es el encargado de la designación de jueces, fiscales y camaristas, y el
otro de proveer el alto cargo público que en el país “del ignominioso sufragio
libre y la abyecta enseñanza laica”, desempeña el susodicho fautor.
Ha ocurrido, pues, lo que dejamos expuesto, sin ironías. El señor fiscal es un
lector exigente y ha preferido sincronizar su curiosidad al pulso caudaloso de
la nueva literatura y denunciar criminalmente a un poeta joven, para que toda la
atención del mundo civilizado se detenga sobre su nombre y adquiera así la
resonancia condigna. Y, en cambio, ha sumido en el más afrentoso de los
silencios el nombre del folletinista “evangélico”, hambriento de popularidad y
de “oro”, contribuyendo a que la serpiente de las carátulas y la foto de la
facies se marchiten dolorosamente castigadas por el sol que va borrando sus
rasgos, implacable, ante la renovada indiferencia de los peatones.
Claro que resulta irreverente correlacionar al poeta Raúl González Tuñón, que ha
logrado ya páginas fuertes y bellas, y al funcionario público que incita al
crimen desde el cantil de unlibro intransitable.
Precisamente en estos días un fiscal argentino ha pedido las penas más severa
-prisión y reclusión por tiempo indeterminado– para los integrantes de la banda
del revolcadero chauvinista que intentaron incendiar el teatro Cómico durante la
representación de “Las Razas” de Bruckner, colocaron explosivos en
“Argentinische Tageblatt” y arrojaron bombas de alquitrán a las fachadas de los
templos israelitas: una mínima parte, en suma, de lo que preconiza el libro del
director de la Biblioteca Nacional, cuya propaganda comercial –y particular–
circula con estampillas del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, según
lo denunciara “El Orden” de Santa Fe.
El poema impugnado anda en todas las manos y ha quedado incorporado como un
documento vivo al Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación. En
tanto, los dos tomos perecerán inexorablemente entre las telarañas de los
sombríos depósitos, frente a las ratas y los comejones intoxicados con el mortal
nutrimiento. Por supuesto que el folletinista no ignoraba el destino que le
estaba deparado a su pistraje. Consecuente con el desinterés que anima toda su
producción, administrada por él mismo “para evitar filtraciones de editores poco
escrupulosos”, sin proponérselo, centró su fusible novelón con un tema,
actualizado por la barbarie hitlerista, que estimulase la venta entre los
núcleos de gente afectada por el libelo y buscando que su ardua circulación
fuese lubrificada por aquellos cuya política antijudía y anticristiana encuentra
entre nosotros un fácil y estentóreo vocero. Y he aquí que a las pocas semanas
de publicarse el brulote (barco cargado de materias inflamables que se dirige
sobre otros buques para incendiarlos consumiéndose a sí mismo), según lo
registraron las crónicas sociales de los grandes diarios, el ministro del país
que tiene asqueado al orbe civilizado con su política sadista y sus odios
cavernarios ofrecía una recepción en su casa al oportunísimo pendolista. Es
obvio señalar que en ese “sky party” no se conversó para nada de pedestres
asuntos terrenos. Fueron los licántropos genios celestes del Tercer Reich los
que determinaron, sin duda alguna por vía metapsíquica, la nueva edición
“popular” del engendro que, a precio de purgante, circulará entre la gente
desprevenida, por el mismo canjilón de desagüe que llevó a los abonados de la
Unión Telefónica, editado por la Cámara de Comercio Alemana, el “último”
discurso de Hitler, el “metoikos”, o a los oficiales del ejército argentino los
“Protocolos de los Sabios de Sión”, burda superchería que el Tribunal Superior
de Berna acaba de condenar como literatura inmoral, prohibiendo su difusión.
De esa lucha entre las polillas y el novelón bipartito del funcionario público
argentino, vamos a hablar más adelante. Ahora atravesemos millas y singladuras y
veamos otro episodio.
* * *
En una pinacoteca de Berlín manos anónimas destrozaron últimamente varias telas
de considerable valor. Una de ellas la firmaba Max Liebermann, el pintor más
grande de Alemania, fallecido hace unos meses apenas. Las otras, el holandés
Israels.
Las alondras rayan con sus cantos el cristal de los cielos al filo del amanecer.
Una piedra en el agua rompe la superficie inquieta y revela, en los círculos
concéntricos, tan perfectos como los que trazan las palomas en su vuelo, la
armonía de la creación. Un grito en la noche triza sobre los tejados la calma de
los albaicines y se hace lágrima en la estrella más alta. El mundo se recupera
día a día y la naturaleza, creadora implacable, devuelve intacto su tesoro, en
el milagro constante de sus mutaciones. Pero la obra del artista en cuyo espejo
se identifica y alivia el alma opaca del ciudadano, número desconocido en la
muchedumbre y el caos, y la muchedumbre y el caos encuentran su módulo
armonioso, la melodía que el torbellino de la vida se empeña en desencadenar
sobre nuestra pequeñez ambiciosa, la obra del artista, digo, dolorosamente
perecedera por lo común, a veces, ni él mismo, que maceró con sus sueños y con
su vida, esa otra realidad extrahumana, es capaz de reconstruirla. ¿Shakespeare
habría escrito dos veces su “Hamlet”, Dante su “Divina Comedia”, Milton su
“Paraíso Perdido”? ¿Rafael habría vuelto a pintar “La Bella Jardinera”, Miguel
Ángel el “Juicio Final” y Leonardo da Vinci “La Cena”?
¿Los bárbaros que destrozaron las telas de Liebermann e Israels, dos maestros
indiscutibles de la pintura moderna, se creerán capaces de superarlas con su
genio oscuro y reptante? ¿O son ciegos instrumentos de algún artista envidioso,
que en pleno delirio movilizó esas fuerzas serviles para lograr su tremendo
designio de brillar como un astro único en la constelación de su tierra? Nada de
eso ha ocurrido. Se viven días de larga cólera en Alemania. El Wotan hierve como
la caldera de Macbeth. Las walkirias no escancian hidromiel sino que alcanzan
cintas “dum dum” para las ametralladoras. Orfeo ya no encanta a las bestias y la
única música que remonta los ámbitos en la tierra de la “Crítica de la razón
pura” es la de los himnos canallas, bamboleándose entre las ráfagas de la
fusilería.
¿Qué ha sucedido con los cuadros de esa pinacoteca berlinesa? Sus autores,
judíos, tuvieron la osadía de firmarlos, reivindicando su paternidad ante la
gloria. No tuvieron la desdichada fortuna del ingeniero David Schwartz,
sepultado en un oscuro cementerio israelita, que habiendo inventado el
dirigible, no pudo inscribir su nombre en la historia de las grandes conquistas
científicas. Cuando hace cuarenta años hubo de lanzar su nave desde el campo de
Tempelhof, un ataque al corazón, consecuencia de una vida largamente trabajada
por hondas angustias y vicisitudes terminó con él. La viuda, en la miseria, tuvo
que vender las patentes a Zeppelin y Berg, y así se construyó el primer
“zeppelín” que, en realidad y con genuina justicia, debió llamarse “Schwartz”.
Pero así como pudo evitarse que ese nombre saliera de las tinieblas de su
apellido, no se pudo impedir que resplandeciera con luz viva y eterna la huella
del genio judío en todas las manifestaciones del arte y las ciencias alemanas.
¿Qué hubiera sido de ellos sin Einstein, Ehrlich, Haber, Heine, Scheller,
Liebermann, Reinhardt, Toler, Piscator, Boas, Jacob Wasserman, Feuchtwanger,
Zweig, Ludwig, Pallemberg y mil otros? Pero las jaurías del meteco se creen
irremplazables y plenipotentes y sus “numerus clausus” llaman a rebato. Las
obras más puras y más desinteresadas del espíritu son sometidas a autos de fe.
Los cuadros destrozados inicuamente, perdiéndose un tesoro inapreciable, que
nadie podrá restablecer y que yacerán en los subsuelos de la cultura alemana,
como esos galeones cargados de oro en el fondo de los ríos legendarios, perdidos
para siempre.
¿Sabrán acaso que Rembrandt vivió treinta años en un barrio judío, y entre
judíos buscó sus motivos? Y que, espíritu solitario, señero, tuvo solamente dos
amigos, el calígrafo Copperal y un rabino, Menasseh ben Israel, en la escuela
del cual se formó el genial filósofo Spinoza?
Ahora podría recordárseles la actitud de Federico Nietzsche, su filósofo genial,
yendo a golpear a la puerta del insigne historiador Jacobo Burkhardt, en
Basilea, el 28 de mayo de 1871, para echarse en sus brazos y llorar amargamente
la inminencia de una enorme desgracia: los nuevos bárbaros amenazaban incendiar
el Louvre.
Sesenta y cuatro años más tarde, ante sucesos de idéntica filiación que enlutan
al mundo civilizado, el director de la Biblioteca Nacional publica un libro de
más de seiscientas páginas para justificar ese ludibrio, océano de por medio.
Toda la prédica de Goebbels, de Streicher, de Goering, de Ley de Rosenberg,
orates cuya peligrosidad puede determinar el más somero examen psiquiátrico y
que amparados en su impunidad todopoderosa lanzan a sus esbirros sobre una
colectividad imbele, halla eco prolijo en el descendiente del liberalísimo
Facundo Zuviría, que ha ido a plagiar, para fondo de su novela, un episodio del
que se hizo eco la prensa reaccionaria europea en las circunstancias del proceso
Dreyfus.
La génesis “fiduciaria” del libro queda consignada. Su intención gritona de
atajar el advenimiento del presunto Anticristo es de una ingenuidad
escalofriante. A ojos de corrompido la corrupción anda por todas partes. Pero
los sueños no se pudrirán nunca, por mefítico que sea el clima que los sustente.
Los israelitas han guardado sus sueños en el tibor de los “ghettos”, pero no
bien se desmoronaron sus muros, su espíritu le dio alas y la Diáspora los llevó
cantando a todas las orillas del mundo. Vigilaron las tahonas para que no se les
quemara el pan y vigilaron el cielo para que no se les quemara el alma. En su
equilibrio radica su fortaleza. Los pobres en bienes espirituales pueden ser
ricos en bienes materiales y los ricos en bienes espirituales pueden ser pobres
en bienes materiales. Y si logran fundirse ambas riquezas, ¿por qué no va a
asomar su hocico de vulpeja, el rencor, la envidia sinuosa y el odio purulento?
Tienen los israelitas una sola ambición: esperar el milagro, y la sustentan con
la tenacidad que otros ponen en la búsqueda de una veta de oro o en el remate de
un buscacielo. Dice Unamuno, glosando a Saulo: “La fe es la substancia de las
cosas que se esperan, y lo que se espera es sueño. Y la fe es la fuente de la
realidad, porque es la vida. Creer es crear”. He aquí el blasón más perfecto de
un pueblo creyente y creador por excelencia. “El crisol para la plata –dice un
proverbio salomónico– y la hornaza para el oro, mas Jehová prueba los
corazones”. En medio de sus vicisitudes, en medio de sus miserias, una llama
inextinguible alienta en sus pechos: el Mesías. Es decir: la esperanza. Es
decir: la verdadera poesía. La fe enciende sus candelabros en todos los
rincones, y su luz es siempre una luz armoniosa. Es una orfandad penosa y
dichosa al mismo tiempo, porque su redención está en su propia capacidad de
futuro. Esperar equivale a amar. Y el amor ¿no supera acaso a las tres virtudes
teologales? Los otros tienen un Dios en quien confiar y por quien padecer,
mientras los israelitas tienen que confiar en una ilusión y padecer por un
sueño.
Y por esos sueños han sido perseguidos, lapidados y escarnecidos. No quiere
decir esto que la furia antisemita actual, desencadenada en la gehena del Tercer
Reich, sea de carácter religioso. Hay razones políticas y económicas que
explican claramente el origen de la reacción. Y en el caso concreto de Alemania,
la intención de desviar la angustia de un pueblo humillado y famélico hacia un
blanco infalible hizo que se enconara su resentimiento hacia esa minoría que
ocupaba posiciones prominentes, en mérito a que la distribución de funciones se
había hecho cualitativamente y no de otra manera. Y porque Israel se afirma
siempre para saltar, no sabe ofender sino defenderse, no sabe rugir sino con la
voz de sus profetas y no es capaz de realizar esta crueldad del Evangelio: “El
árbol que no producirá buenos frutos será cortado y tirado al fuego”, ya que de
cumplirlo debería haber concluido con todos sus perseguidores tarados, y
prefiere, en cambio, ceñirse al precepto del Levítico que dice “Amarás a tu
prójimo como a ti mismo” (19. 18). Tuvieron a Isaías, que tronaba como un Dios,
y a Jeremías, que lloraba como un hombre; a Jehuda Ha Levy, dulce como un ángel,
y a Biálik, que lanzaba sus admoniciones terribles como un rayo. Pero es una
hermandad que huye y que construye, que aprieta los dientes y que espera, que
hunde la reja en la gleba y la mirada en el porvenir. Y han sobrevivido a los
Faraones, a Nabucodonosor, a Tito, a Epifanio Antíoco, a Constantino, a Mahoma,
a Torquemada, a la asimilación, a la dispersión, a las conversiones, a los
pogroms y sobrevivirán al frenesí de las jaurías de Hitler, a los ultrajes de
los paranoicos “instructores filosóficos” del fascismo alemán, a las vejaciones
de las tropas de asalto nazi, esas valientes pandillas desenfrenadas que
profanan los cementerios israelitas, hacen autos de fe con las insignias de la
cultura europea, arrancan las barbas a ancianos indefensos, y cuando son
perseguidos por los comunistas en las calles de Dresde y de Munich, como antes
en las de Berlín, se refugian en las sinagogas e imploran de rodillas al
“schammes” que no los delate.
Estreno de "Pan Criollo", 20 de octubre
de 1937. Clic para agrandar
Y bien: ese meteco sombrío que tiene la cara de Charles Chase y no su gracia;
que tiene las ambiciones y la voluntad de dominio de Mussolini y no su astucia
política; que hace decir a sus corresponsales maniatados que desciende de judíos
y no ha heredado de éstos su capacidad de profecía, y que, entre las muchísimas
cosas que no sabe, debe ignorar esta sentencia del Sanhedrin, que dice: “Cuando
Dios creó el mundo no formó más que un solo hombre para que ninguno pudiera
decirle a otro: yo soy de más noble raza que la tuya” y ha desencadenado una
borrasca de odios y de escarnio, de matanzas y de horrores, precisamente contra
quienes han cimentado la grandeza moral y espiritual de Alemania, de esa
Alemania que no se perpetuará por los muñecos de Nüremberg, ni por los gansos de
Hamburgo, ni por la mostaza de Düsseldorf, ni por las ferias de Leipzig, ni por
los estípticos profesores de Bonn, ni por las próximas olimpíadas de Berlín,
sino por el fuego inmortal de sus poetas como Heine, de sus economistas como
Rathenau, de sus conductores como Marx, de sus luchadores románticos como
Lassalle, de sus sabios como Einstein [2] , de sus grandes músicos como
Mendelsohn, de sus poderosos artistas, cuya enumeración comportaría sincronizar
el progreso cultural y espiritual de ese país, en cuyas calles los androides
hitleristas cantan actualmente a voz en cuello un himno oficial que remata en
esta frase cínica y ruin: “Cuando la sangre judía corra a nuestros flancos, todo
irá bien”. Por lo visto les hace falta una transfusión total para subsistir.
Esta ceguera del pueblo alemán, exasperado por la miseria, roto su equilibrio
moral por la última guerra, no nos puede llevar a generalizaciones siempre
injustas. Voces alemanas genuinas han repudiado la intolerancia brutal del
“heimatloss” nacionalista de Hitler, que aspira a trocar su brocha de antaño por
los blasones de la comatosa nobleza alemana; y en nuestro país, un diario del
prestigio y de la autoridad del “Argentinisches Tageblatt” ha estado con los
israelitas perseguidos en todo momento. Sin embargo, no está de más incidir en
una definición, tan imparcial por venir de quien viene, sustentada en un
discurso memorable que pronunciara don Enrique Larreta, el famoso autor de “La
Gloria de Don Ramiro”: “La intención del malhechor la dicen sus herramientas.
¿Qué ha hecho el militarismo de Prusia con el pueblo alemán? Todos sabemos, por
relatos o lecturas, lo que era el hombre de ese pueblo a mediados del pasado
siglo. Era, entonces, el alemán un hombre dado al ensueño, adorador de la
naturaleza, con algo siempre de músico y botánico, compasivo con las bestias y
aún con los hombres, cantor de las ninfas de su río legendario. En una palabra,
el tedesco de aquellos tiempos era el más dulce y estimable de los hombres.
Quedan todavía en nuestro país muchos hermosos ejemplares de aquella especie muy
anterior al actual diluvio de sangre. El furor prusiano encontró, naturalmente,
que no era posible con súbditos de tan dulce condición realizar una obra. Urgía
convertir al blando soñador en hombre de presa. Federico II había redactado el
cínico decálogo. Los profesores se ofrecieron, buenamente. La Universidad se
puso al servicio del cuartel. Se trataba de sofocar en cada alemán, desde la
infancia, todo ímpetu de rebeldía, todo sentimiento de compasión, inyectarle en
cambio el virus del odio y del orgullo, disciplinar el mal, organizar el terror,
endemoniar la ciencia. No sería justo culpar demasiado a un pueblo que ha sido
sometido a semejante régimen. Prusia ha querido hacer del dulce pueblo germano
un monstruo artificial, enseñándole los movimientos sinuosos del tigre,
pintándole de rojo las garras y la pelleja de asustadoras manchas felinas. No
Alemania, la Alemania idealista y profunda, no la tierra de Goethe y de Wagner
–semidioses– pero sí el genio funesto de un militarismo tiene también su símbolo
en esta lucha, y, cosa sorprendente, es otra doncella. Me refiero al famoso
instrumento de suplicio, en forma de mujer, erizado en su interior de espantosas
púas, que se conserva en la vieja torre del castillo de Nüremberg, y que el
pueblo llama “Eiserne Jungfrau”, la doncella de hierro.
Hitler ha pretendido encarnar ese espíritu prusiano, con su maleable instinto de
adaptación, y dispone vertiginosamente un numerus clausus general contra los
israelitas. Habla de arios y no arios con su enciclopédica incultura y confunde
etnografía y filología, raza y lengua, como lo demostró en un luminoso estudio
el doctor Franz Boas [3] . Pero no estamos en la época de las Cruzadas, cuando
las masacres de los judíos en Alemania quedaban impunes. Cuando el israelita
Bela Khun, presidente de la República Socialista Húngara, pudo hacer florecer su
simiente, la reacción fascista comenzó a lanzar sus hordas contra los
correligionarios de aquél. Sus desmanes –refiere Mariátegui– cometidos en nombre
de un sedicente cristianismo, tuvieron la virtud de provocar una airada protesta
del Cardenal Czernoch, príncipe primado de Hungría. El cardenal negó
indignadamente a los autores de esos actos abominables el derecho de invocar el
cristianismo para justificar sus excesos. “De lo alto de este sillón milenario
–dijo– yo les grito que son hombres sin fe ni ley”.
No hace mucho, el presidente Roosevelt y el alcalde La Guardia hicieron arrojar
la esponja a Hitler, en un knock-out técnico que ya había tenido su paradigma
físico en la victoria del joven campeón israelita Max Baer sobre el alemán Max
Schmelling, a quien el ridículo gobierno prusiano amenazó entonces con cancelar
su ciudadanía, como si fuese un crimen de lesa patria doblar las rodillas hasta
caer al cuadrado, ante los golpes de dos briosos jóvenes puños judíos. Ya
Zangwill refiere, en el proemio de sus famosos cuadros agrupados bajo el rótulo
de “Los Hijos del Ghetto”, aquella sabrosa tradición londinense del joven
gentilhombre que defendía, en las limosas calles de Wentworth o Petticoat Lane,
a los viejos buhoneros israelitas de las befas de los truhanes, y que luego
resultó ser Dutch Sam, el célebre Dutch Sam, campeón de boxeo de su tiempo y, en
su vida privada, un elegante y un favorito de S. M. Jorge IV.
No es necesario, pues, esperar a una nueva Judith ultriz, porque están en estos
momentos con el pueblo hebreo todas las fuerzas morales y espirituales del
mundo, que son las únicas fuerzas que cuentan realmente. Los blancos de sus
filas sirven para darles una mayor conciencia de su responsabilidad y de su
abnegación. Cien mil judíos de Alemania –de los cuales doce mil perdieron la
vida– cumplieron brillantemente su deber en la última guerra, sacrificándose por
una causa en la que no creían mucho. Ludwig Frank, israelita y polemista
notable, siendo diputado al Reichstag, brindó a sus enemigos una prueba decisiva
de patriotismo, enrolándose el 4 de agosto de 1914, vale decir que fue el primer
diputado alemán en hacerlo. El 3 de septiembre del mismo año era muerto en
Baccarat.
Rosa Luxemburgo, justamente llamada la Antígona judía, que luchó vanamente por
abrir los ojos a sus compatriotas, librando una batalla encarnizada contra el
militarismo prusiano, murió el 15 de enero de 1919, salvajemente “lynchada” por
algunos oficiales de la brigada Reinhardt. Kurt Eisner, víctima de su fidelidad
a un ideal, murió asesinado en Munich, baleado por la espalda. Walter Rathenau
también pagó con su vida la lealtad y la generosidad de sus convicciones
altruistas. “Alemán, profundamente alemán, –afirma Paraf– era, sin duda, este
industrial metódico que no seguía el ejemplo de Estados Unidos para racionalizar
todas sus industrias y que, desde los primeros días de la guerra, puso al
servicio de su país sus singulares facultades de técnico”. Pero fue sobre todo
israelita
–afirma el autor de “Quand Israel aima”– este Rathenau, de tan aguzado sentido
social, que se empeñó en una ardua tarea de reconciliación, echando las bases de
una política de reparación que no tuvo para la Europa enceguecida otro defecto
que la de ser prematura. Y fue judío hasta después de muerto, sin que esta
afirmación enfática tenga ninguna pretensión efectista, porque está alimentada
por la realidad más austera. Judío de esa dimensión, digo, porque, obedeciendo a
su voluntad infraterrena, inspirada en su espíritu luminoso, es que su madre
llegó, cubierto el rostro de lágrimas, ante el tribunal, para salvar la cabeza
del asesino de su hijo, un joven racista exaltado que, como el asesino de Jaurés,
no pudo resistir la presión de los consejeros siniestros, pero que tenía una
madre también... Y ésta suplicó de tal modo, que la señora Rathenau, a quien la
inconciencia, el fanatismo, la incomprensión, el odio sordo, la cobardía
colectiva, las criminales manos mercenarias habían arrancado de su lado, para
siempre, al hijo entrañable, que era su orgullo y su gloria, el sostén de su
ancianidad y la razón de su vida, la señora Rathenau, una verdadera madre y una
verdadera israelita, obtuvo la gracia del perdón para el asesino de su hijo.
Esta libre y fuerte alma de Israel es la que gravita sobre el mundo y hace que
todas las conciencias diáfanas escolten su martirologio con una adhesión sin
reatos. Castigados y heridos pueden decir, como el ruiseñor de Düsseldorf en su
canción milagrosa: “La muerte puede curarme, pero ¡ay! yo soy inmortal”.
Hombres prominentes sin distinción de credos religiosos o políticos están al
lado del pueblo vilipendiado en estos instantes de prueba. Conocen la magnitud
de su aporte infinito y la significación de su levadura. Israel clava su bandera
en Tel Aviv, y de un desierto, entre dunas, en una tierra caótica, levanta una
ciudad europea por su arquitectura y su confort, donde, según Kessel, reina una
alegría como no ha visto en ninguna otra parte. “Tardes de Primavera en Tel
Aviv, de cielo tan puro que el claro de luna no apaga las estrellas, donde en
largas filas blancas los jóvenes van hacia el mar cantando. Risas de los
trabajadores a quienes la labor no ensombrece. Rondas que danzan en la
encrucijada la “hora” rumana según ritmos árabes. Alegría muelle y fuerte, sin
alcohol. ¿A qué atribuirlo si no al orgulloso asombro de estar por fin reunidos
en la Tierra Prometida y de haber edificado la primera ciudad de Israel
triunfante?”. O plantan su grímpola blanquiceleste en el East Side neoyorquino y
mañana saldrán de allí los estadistas, los músicos, los poetas, los hombres de
empresa que, desde los Estados Unidos, asombrarán al mundo. De los pueblos
entrerrianos de Clara o Domínguez, de donde salen el gran novelista de “Tierra
de Amor”, “El Equipaje”, “Makhno y su judía”, etc., que triunfa rotundamente en
París, Joseph Kessel; el autor de los dramas de más calidad artística del teatro
argentino, Samuel Eichelbaum, y uno de los primeros prosistas de nuestra lengua,
Alberto Gerchunoff, a las neblinosas calles londinenses, de donde surge Charlie
Spencer Cohan que luego subyugará a la tierra toda con el nombre de Carlitos
Chaplin, los israelitas han sabido levantarse sobre sus padecimientos y sus
tribulaciones, para dar hijos que honran a la raza que los engendra y al mundo
que los acoge. El genio de un Acosta, de un Abenatar, de un Spinoza pudo
desarrollarse libremente a pesar de la proscripción, y si en Suecia, Noruega y
Dinamarca siempre tuvieron los israelitas de su parte a escritores cristianos de
la representación de Hans Cristian Andersen, desde Inglaterra, Francia e Italia
hasta la Turquía de Mustafá Kemal y la Etiopía de Rass Taffari gozan de las
prerrogativas de cualquiera de sus ciudadanos [4] . Sólo en la Alemania de Kant
y de Schiller, de Schumann y de Hegel, de los grandes filósofos y los grandes
soñadores, en pleno siglo XX, debía ocurrir ese atropello que cubre de vergüenza
a las nobles tradiciones de la nación, enlodadas por los cómitres sanguinarios.
(Quiero dejar constancia de que ninguno de los adjetivos que aquí se emplean
ocultan una intención peyorativa. Se ajustan a estricta verdad y son realmente
insustituibles. Así, cuando se habla de cómitres sanguinarios, inmediatamente
acude a la memoria cualquier signo evidente de la barbarie nazi: por ejemplo, el
reglamento disciplinario y penitenciario del campo de concentración de
Lichtenberg, próximo a Prettin, departamento de Torgan, promulgado el 1º de
junio de 1934, cuyo “Primer objeto” reza textualmente: “El detenido puede
reflexionar sobre el motivo de su detención en el campo. Tiene de este modo
ocasión de modificar su actitud hostil a su pueblo y a su patria en favor de un
partido popular basado sobre el sentimiento nacional o, si lo prefiere, morir
por las inmundas II o III Internacionales judías de un Marx o de un Lenin”.
Otra advertencia suave: “En cuanto a los excitadores y agitadores intelectuales,
sepan de una vez por todas que si se pone la mano sobre ellos les cuesta la
vida”. Otra: “Cualquiera que intente entrar en relación con el mundo o instigue
a sus compañeros a la evasión y les ayude con sus consejos o por otros medios,
será ahorcado como sedicioso en virtud del derecho revolucionario”. Otra: “Los
detenidos castigados serán tenidos en células aisladas y a pan seco. Serán
privados de cama. Cada cuatro días tendrán una comida caliente. El trabajo
impuesto a título de castigo comprenderá las tareas físicas más penosas,
particularmente sucias, que los detenidos cumplirán bajo vigilancia especial.
Ejercicios militares, castigos corporales, interdicción provisional o definitiva
de recibir cartas, la exposición en la picota pueden ser infligidos a título de
castigos complementarios. Además de observaciones y vituperios que deberá sufrir
el prisionero”. Firma esa consigna angelical el Jefe de Brigada e Inspector de
los Campos de Concentración. Y pensar que entre nosotros se quiere seguir paso a
paso los procedimientos de la barbarie hitlerista y hay una cantidad de
pasquines, perfectamente catalogados, que agitan el fantasma del peligro judío
para atemorizar a desprevenidas ancianas, a quienes luego saquean
despiadadamente. Y hasta se fundó un comité de acción antisemita a cuyo frente
figuraban como testaferros dos empleadillos de un diario de la mañana, uno de
los cuales ostenta un patricio apellido italiano y el otro se jacta de ser
pariente de un senador nacional, y que han intentado varios asaltos a las arcas
de una dama ultramontana y paleolítica, que regala colchas de diez mil pesos a
los arzobispos y deja que mueran sin atención médica millares de cristianos
desamparados. Ese antisemitismo paliatorio, cuya venalidad puede documentarse en
cualquier momento, ha merecido el condigno desprecio de todas las conciencias
honradas del país. Sólo una persona ha querido adherir con caliente algazara a
la siniestra política que dejamos expuesta. Y, caso único, esa persona que goza
de su sano juicio, además de dirigir la Biblioteca Pública de la Nación, es
vicepresidente del Pen Club Argentino, organización de intelectuales que se
fundara en Londres, después de la última guerra, para fomentar el espíritu de
solidaridad entre los escritores del mundo entero y constituir un frente único
contra los ultrajes a la civilización y a la cultura inferidos por los gobiernos
de fuerza. Pero cerremos el paréntesis y hagamos girar un instante el
mapamundi.)
* * *
Progrom
Mientras la noche marinera lanza su gorra al cielo oscuro danzan las sombras de la hoguera sobre el espejo atroz del muro. Danza la rubia espiga abierta, danza la abuela del pan puro, llama el horror de puerta en puerta hasta el patíbulo del muro. Danzan los tristes pies heridos y el bei yidov conflagra el viento; los candelabros encendidos velan el sábado sangriento. Bajo las nubes vagarosas danzan los sables implacables que siegan árboles y rosas y escaramujos miserables. Danza la turba desatada, rueda el pavor –bola de nieve- Dios tiene la boca cerrada y el cielo, ahora, llueve, llueve. También danza el silencio, como el batallón, trágico y duro, y hay una música de plomo sobre el pentagrama del muro. Danza la pobre madre pobre sola y sin luz en el desierto, mientras la lluvia cae sobre su niño muerto, muerto, muerto. En la ciudad la luz desciende, sobre el asfalto de piel lucia, marca al que compra y al que vende y danza sobre su alma sucia. Danzan las tres palabras de la
sentencia sobre el muro atroz, detrás del tiempo el hombre vela mientras Dios duerme como Dios.
Millares y millares de israelitas vivían y trabajaban en Europa, en el siglo
pasado y en el que corre, con la tenacidad y el fervor de todos los tiempos.
Organizaron industrias considerables, de fundamental importancia para la vida
del viejo Continente, aportaron su inteligencia y sus vidas para cimentar las
conquistas básicas de la civilización, revolucionaron sectores de vasto
perímetro en la ciencia y en las artes, formaron –para resumirlo en una frase–
núcleos protogenéticos de cultura y de progreso donde quiera estuvieran
reunidos. Un judío sueña. Dos judíos realizan. Tres judíos crean. El arado de
Triptolemo y el microscopio de los laboratorios. La ciencia del número y el
número del salmo, la profecía y la poesía, el individuo y la sociedad, todo lo
manipulan con vista a lo universal. He ahí la grandeza que nace de su
generosidad y la importancia de su función de sal de la tierra, que deriva de su
capacidad de amor y de labor. Son los más ricos de pasado y los más opulentos de
porvenir. Y gran parte de esa vitalidad que le ha permitido sobrevivir a todas
las vicisitudes de una de las historias más trágicas de la humanidad, radica
–como se afirmó– en que constituyen el pueblo más disperso y más unido, el más
occidental y el más oriental, el más religioso y el más racionalista, el más
autoritario y el más libertario, el más capitalista y el más socialista, el más
terreno y el más soñador, el más ambicioso y el más desinteresado, el más sangre
mezclada y el más sangre pura.
Millares de israelitas, como dije, contribuían con su trabajo inquebrantable a
la prosperidad de las naciones europeas donde vivían, y con su inteligencia a la
grandeza del Continente en el terreno espiritual y científico. Hasta que en la
Europa oriental hizo crisis la intolerancia religiosa. Hombres avisados pusieron
los ojos en una tierra adolescente. Podía o no ser una leyenda que las naves de
Colón fueran fletadas con oro israelita y tripuladas por navegantes hebreos.
Pero lo que está perfectamente establecido es que los israelitas echaron los
cimientos de Nueva York y construyeron los primeros puentes de Brasil. Que
varios de los pueblos más importantes de Méjico destruidos por los indígenas
fueron reconstruidos por el judío Luis de Carvajal. Que uno de los rectores de
la Universidad de más ilustre tradición de América fue el judío Diego López de
Lisboa y León, que hizo estudios, a principios del siglo XVII, en la entonces
Córdoba de Tucumán, en nuestro país, y llegó a ocupar la rectoría de la
Universidad de San Marcos de Lima y en 1656 fue designado Protector General de
los Indios del Perú. Que contribuyeron a cimentar el progreso material de Lima
durante la colonia y a introducir, mediante la sistematización de su cultivo, la
aplicación a las fuentes de recursos más considerables del mundo, como son las
del tabaco, el cacao y la industria azucarera. Que Bolívar, derrotado, se
refugió en Curazao, donde lo socorrieron los judíos que apoyaron en todo momento
la causa de la independencia. Que los que sostuvieron más intensas campañas por
la abolición de la esclavitud en América fueron los israelitas. Y que Salomón
Heidenfeldt, que llegó a juez de la Corte Suprema de California, a mediados del
siglo pasado, fue una de las primeras voces que se alzó a favor de los negros.
Sabían, además, lo que habían significado, no ya los israelitas, sino los
extranjeros, en la estructuración y crecimiento de la Argentina, porque a pesar
de la venalísima campaña de los catorce diaruchos hampones a que me he referido,
uno de los cuales ostenta como honrosa ejecutoria el haber sido denunciado
semanas pasadas en el Senado de la Nación por un miembro de ese cuerpo a quien
se le pretendía hacer víctima de un “chantage”, es imposible cerrar los ojos a
la evidencia. Sólo pueden negarlo esos coléricos “periodistas” de furca y
ganzúa, que compiten con la garrapata en voracidad y ceguera.
¿Cómo puede hablarse de una “Argentina exclusivamente para argentinos”, aquí
donde los fundadores de la nacionalidad, los que nos dieron lengua, civilización
y libertad, fueron en su enorme mayoría extranjeros e hijos de extranjeros y en
donde, a poco que se escarbe al argentino 100 x 100, aparecerá en el 99% de los
casos “la venganza del negro”, según la justa y cruel expresión de Sarmiento, el
mismo que escribiera, con certera visión: “El mal que aqueja a la República
Argentina es la extensión: el problema esencial de nuestro medio y de nuestra
hora es todavía la función colonizadora, es la impulsión de la población hacia
las tierras baldías que cercan las ciudades con su inmensa cintura de soledad y
silencio. Hay que salir a conquistar las tierras incultas con las armas de la
ciencia y el trabajo”. ¿Y quién ha realizado esa tarea? ¿Los que cacarean su
nacionalismo a ultranza desde las mesas del Richmond, escribas de androceo
mantenidos por ancianas histéricas, latifundistas espeluznados y “patriotas” de
lance, por ventura? ¿Cómo puede elogiarse a este país de promisión sin recordar
a Belgrano, nieto de un chacarero italiano, a San Martín, descendiente de
españoles neocristianos, vale decir de árabes o judíos conversos, a Mariano
Moreno y Vicente López y Planes, hijos de españoles, a Larrea y Matheu,
españoles ellos mismos; a Blas Parera, catalán, autor de la música de nuestro
himno nacional; a Cornelio Saavedra, que si tomáramos en cuenta el lugar del
nacimiento sería considerado hoy boliviano, así como Alvear, brasileño de
origen; el almirante Brown, irlandés, y Liniers, oriundo de Francia; a Juan
Bautista Alberdi, descendiente de italianos; a Carlos Pellegrini, descendiente
de suizos –cito a saltos porque habría que nombrar a todos los prohombres de la
argentinidad–; sin olvidar a James Thompson, a quien el luminoso espíritu de San
Martín ayudó a organizar aquí su red de escuelas tipo Lancaster, ni a William
Wheelwright, que vino de la lejana Massachusetts, y sin vivir a expensas de los
edictos oficiales, ni tener un sueldo en la Biblioteca Nacional, ni mendigar el
favor de una masa grosera de lectores, construyó las líneas ferroviarias más
importantes de la República, habilitó el puerto de Buenos Aires, fundó ciudades,
organizó industrias, y a cuyas obras, realmente prodigiosas, consagró un libro
íntegro Juan Bautista Alberdi. “Si se considera, dice el autor de “La vida y los
trabajos industriales de William Wheelwright en la América del Sur”, que la
grande y capital necesidad de Sud América es poblarse por inmigraciones de la
Europa, y que la llave de ese poblamiento es la buena condición de las costas
para el desarrollo de las marinas transatlánticas, se convendrá que la presencia
de Wheelwright en Sud América ha sido como un regalo del cielo hecho a su
civilización en el hombre que la América necesitaba y a la hora en que esa
necesidad debía ser satisfecha”.
Pueden consultar, además, los generosos teorizadores de “una Argentina para
argentinos”, que exhiben la escarapela en las columnas de sus pasquines y se
trenzan bajo cuerda a todos los peculados, a Wakefield, Merivale, Rosche, Jules
Duval, Paul Leroy Beaulieu y los economistas y sociólogos que se han ocupado de
estudiar especialmente el mejor medio de poblar por inmigraciones extranjeras un
suelo nuevo y despoblado. Sería oportuno, además, que buscaran entre los
blasones de sus antepasados, antes y después de su obnoxación, la impronta judía
y para facilitarles la pesquisa aquí transcribo algunos de los apellidos que
después de la toma de Granada esparcieron por América los hebreos españoles, los
mismos que en la antigua Córdoba del siglo VIIIº, versados en todas las artes
del saber, fueron gala de la corte fastuosa de los Abderrahamanes. Ellos son:
Ventura, Coria, Pizarro, Orabuena, de León, Pinelo, Burgos, Arias, Talavera,
Santamaría, Santamarina, San Martín, López de Lisboa, Lobos, Mendoza, Martín,
Sánchez Rendón, Justo, Paz, Pérez de Acosta, Núñez de Silva, Muñoz Magro, Acuña,
Avellaneda, etc. (Ahora, si prefieren descender de judíos sin mezcla la lista
abarcaría millares de páginas, pues solamente desde Jesús de Nazaret a la última
reina de España, corren veinte siglos de sangre semita). El diputado Enrique
Dickmann, que honra al Parlamento Nacional como pocos, resumió en un discurso
magistral el problema de la tierra en nuestro país. Y dijo entre otras cosas:
“Hay que dar la tierra a los que la quieren trabajar; hay que distribuirla
generosamente; hay que atraer a los hombres del mundo, como lo proclama el
Preámbulo de la Constitución, para que la Argentina sea habitada por cien
millones de habitantes. Entonces las industrias de las ciudades florecerán; las
clases populares tendrán bienestar mensurable y el país podrá sortear todos los
vendavales y todas las calamidades” [5] . “Rivadavia –escribe, por su parte, el
senador de la Nación Dr. Carlos Serrey, en un documentado artículo– procuró en
primera línea, a la vez que comenzar intensamente la explotación
agrícolaganadera de los inmensurables baldíos, hacer que ellos sirvieran de base
al crédito exterior del Estado. Avellaneda, como todos los hombres de su tiempo,
sufrió la obsesión del desierto, que amenazaba ahogar la cultura y el progreso
argentino, albergados en los escasos centros de población que aquél rodeaba con
su extensión inmensa y se propuso, ante todo, atraer la inmigración y fijarla
definitivamente en un nuevo Canaán, en que cada uno pudiera realizar el sueño
del hogar propio, asentada en la tierra adquirida en dominio definitivo.
Todas esas sugestiones y la invitación expresa y paladina del Preámbulo de la
Constitución Argentina y su artículo 25, y las garantías señaladas en el
artículo 20 de la misma, decidieron a los israelitas hostilizados por las hordas
zaristas a buscar su tranquilidad en este país, devolviendo con su esfuerzo, con
su incesante afán de superación, con la dignidad y la capacidad que provienen de
su milenaria cultura, en sápidos frutos, la maternal generosidad de nuestra
Carta Magna. No era una turba hambrienta e ignorante que se lanzaba sobre la
riqueza del país, dispuesta a hollarlo y devorarlo todo. No llegaba corrida por
la miseria sino por la intolerancia. Habían abandonado, los más de ellos,
posición, oficios, profesiones, familias, carreras y hasta riquezas. Venían a un
país de lengua extraña, de costumbres distintas a las suyas, y la mayoría era
lanzada al desierto. No encontraron abiertas como creen los nacionalistas de
pega, aferrados a las ubres de las sinecuras, cebados en departamentos suntuosos
y trabajados por las corrientes filosóficas de los dancings de moda, no
encontraron, repito, abiertas las puertas del paraíso terrenal. Debieron luchar
con una naturaleza hostil, con la soledad, con la falta de medios de
comunicación, con la ausencia de las más elementales comodidades a que puede
aspirar un ser humano. Fueron los verdaderos “pioneers” de nuestra agricultura.
Entre Ríos, Santa Fe, el Chaco, la provincia de Buenos Aires, La Pampa de hace
cincuenta años y aún de cuarenta y treinta años a esta parte, eran regiones
aurragadas, semibárbaras que había que transformar palmo a palmo. El gobernador
Laurencena señalaba como un timbre de orgullo el aporte heroico de los colonos
judíos a la grandeza de la provincia. Y en un discurso pronunciado después de
una excursión por las colonias israelitas, en compañía del referido gobernador,
el Dr. Antonio Sagarna, actualmente ministro de la Suprema Corte de la Nación,
expresó, entre otras cosas de indudable valía: “Una experiencia actual y
positiva tiene, en sociología, más valor, siempre, que una doctrina y una
tradición. El esfuerzo filantrópico, único en la historia, de Mauricio Hirsch,
da óptimos frutos en la libre América. Los judíos han cimentado colonias
prósperas, y día a día progresan en sus métodos y en su organización. Es un
problema resuelto. El judío agricultor, ganadero y fabril, adaptable a sus
medios, factor de cultura y de democracia, triunfa y desmiente a los detractores
de su raza. Hemos visto a Lucienville alegre, limpia, afanosa, y los trigales y
linares nos han saludado al pasar, agitados por una brisa saludable, como
testimoniando la cordialidad de un hospedaje. No es mucho que un gobierno
democrático –por ese entonces el Dr. Sagarna tenía a su cargo el Ministerio de
Justicia e Instrucción Pública de la Nación– exprese su reconocimiento y les
augure muchos triunfos en la paz augusta del trabajo libre”.
Hace cuarenta y ocho años había 366 israelitas en Buenos Aires. Una colectividad
diligente e industriosa no podía permanecer aletargada en un medio a cuya
expansión contribuía con lo mejor de su esfuerzo. Las colonias florecieron.
Suyos fueron los primeros elevadores de granos que se construyeron en el país.
En los campos regados por el sudor de centenares de judíos reintegrados a la
gleba se cosechaba el mejor trigo argentino. Se entregaron al comercio en las
ciudades crecientes. Organizaron industrias. Ingresaron a las universidades. Al
cabo de poco más de cuarenta años ocupan posiciones espectables en todas las
actividades de la República. Llevan con dignidad el nombre de argentinos, porque
saben llevar con dignidad el nombre de judíos. Es una colectividad fuerte y
laboriosa, que se agrupa para que su esfuerzo sea más fecundo. El gran poeta
colombiano Guillermo Valencia escribió recientemente: “Si la ruina de Israel
fuese posible, quedaría para siempre quebrantada la vitalidad del mundo moderno
y sin sentido el proceso de la cultura universal”.
Y bien: los israelitas que han trabajado como los que más por la grandeza del
país y cumplen estrictamente sus leyes, aportan un tributo cuya magnitud sólo
los quemados por la ignominia pueden empecinarse en no apreciar. La máquina
social se mueve por la feliz armonía de todos sus elementos, y a esa sinergia
contribuyen aquéllos ampliamente. Por otra parte, el universitario, el escritor,
el industrial, el rentista, el bolichero, el artesano, el jornalero no sólo
mueven la rueda de la República y contribuyen a su deslizamiento natural
mediante las lubrificaciones de rigor, sino que pagan rigurosamente su derecho a
la tranquilidad y el respeto, con su trabajo, con la ofrenda de sus hijos en la
conscripción, con los impuestos, con su entrega sin límites a todo lo que
signifique manifestación espiritual. Saben que tienen deberes que cumplir y que
esos deberes les significarán la posesión de derechos que nadie les podrá negar.
Y he aquí que de esos impuestos que abona meticulosamente el especiero de Junín
y Corrientes, el dentista de Villa Crespo, la partera de Pueyrredón, el
industrial de Barracas, el colaborador de diarios y revistas, etc., etc., se
drenan mil doscientos pesos mensuales para pagar a un funcionario que tiene a su
cargo una misión importante: dirigir la Biblioteca Nacional. ¿Qué hace ese
funcionario en la casa fundada por el genio de Mariano Moreno? ¿Sigue la ilustre
tradición de sus predecesores? ¿Aumenta el acervo bibliográfico del organismo
confiado a su tutela? ¿Sabe que deben pasar por esa sala vastísima generaciones
y generaciones de estudiantes, y que más de uno de ellos dirigirá mañana los
destinos del país? ¿Que en algún obrero que debe robar horas al sueño para
concurrir a la casa de la calle Méjico, puede despertar al contacto de alguna
página magistral su vocación de artista? ¿Que desfilan allí gentes de toda
especie, ávidas de conocimiento? ¿Que su predecesor fue el ilustre Paul Groussac,
francés de Toulouse? ¿Que el novelista, el historiador, el poeta, el hombre de
ciencia de mañana, está contorneando sus sueños con la cabeza hundida en los
catálogos buscando desesperadamente su libro, el libro que habrá de abrir una
picada en su destino? Me parece que no.
Por de pronto la Biblioteca Nacional permanece cerrada de 16 a 18 horas. No se
pueden revisar diarios o revistas que no estén encuadernados. Hay un solo libro
de Andreiev. Cada vez que un lector pide la “Revista de Occidente” los
ordenanzas le informan que está arriba. (Arriba vive el director). Hay dos o
tres revistas literarias europeas, pero no se pueden consultar sino de cinco en
cinco años. De las veintiocho obras de André Gide sólo hay una, y esa sola en
una traducción deplorable. De los once tomos de “Juan Cristóbal” de Romain
Rolland, sólo existen dos, uno de ellos en francés y el otro en castellano. De
la rica y profunda literatura rusa hay representados menos de diez autores con
otros tantos títulos. No tienen “La Madre” de Gorky, y de “Los Vagabundos”
disponen únicamente de la edición en portugués. De Bjoernsterne Bjornson, el
gran dramaturgo escandinavo, no poseen una sola obra en castellano. Del genial
poeta persa Ferdusi no existen huellas. De Iván Bunin hay una sola novela. Claro
que al dorso de las boletas se ha estampado esta reflexión maravillosa: “La
Biblioteca Nacional no es una biblioteca de barrio donde se van a leer novelas”.
Por lo visto, el director, novelista profesional, se resiste a que lo lean en su
propia casa, por temor a las represalias. Prosigamos: no existen libros de
crítica europea contemporánea. No hay un solo tomo de Lessing. No hay catálogos
completos. Y los que existen, aún el que padece un extemporáneo prólogo del
diligente director, están plagados de errores y confusiones, como lo destaca el
hecho, ya señalado en un diario de la capital, de que los libros dedicados a la
legislación militar, simple aspecto particular del derecho administrativo, se
incluyan en la sección Derecho Penal.
¿Qué hace, entretanto, el ocupado y despreocupado director de la Biblioteca
Nacional, a quien el Estado destina una gruesa parte de sus recaudaciones para
que dirija un establecimiento que debe servir de blasón a la cultura del país?
El director escribe implacablemente en las habitaciones que ocupa con su familia
en el mismo recinto de la Biblioteca. El director nutre su infatigable ambición
de cultura con los dos libros básicos del mundo moderno: “Los Protocolos de
Sión” y “El Judío internacional”, atribuido a Henry Ford. Sobre el primero ha
sido demasiado elocuente el veredicto del tribunal de Berna, considerándolo una
burda superchería inmoral, para que insistamos en su examen. Además, hombres
insospechables de parcialidad en este caso, como Leopoldo Lugones, Pío Baroja y
Gustavo J. Franceschi, han repudiado explícitamente esa indigna mistificación.
En cuanto a “El Judío Internacional”, el mismo Henry Ford rectificó todas sus
afirmaciones antisemitas e hizo pública una declaración que registraron los
diarios más calificados de los Estados Unidos y fue reproducida aquí por la
prensa libre. El director, pues, lee y escribe. En un hermético texto alemán ha
descubierto la existencia del Kahal. El pueblo judío ignora su existencia, por
supuesto, porque sólo deben conocerla las castas privilegiadas. Es decir, la
aristocracia judaica, que ha desterrado los sanhedrines para sustituirlos por
las kehilas y le ha pasado el santo al curioso director. El agente oficioso bien
pudo ser el mismo polaco que adulteró toda la papelería que ha servido de base
para la legislación represiva del extremismo, papelería llena de groseras y
flagrantes adulteraciones, que luego fue a ofrecer en venta a un alto dirigente
socialista. Gracias a esa información fidedigna, a sus lecturas del Talmud en el
original arameo, dialecto babilónico que el director domina tan perfectamente
como el castellano que no se percibe en sus libros, y a sus valiosas exégesis de
la Biblia y el Corán, el funcionario –que no funciona– se dispone a salvar el
país del peligro judío.
Retrato de César Tiempo
de Manuel Eichelbaum
Primero averigua si un libro que trate ese tema puede venderse en gran escala.
Le informan que sí. Así lo confiesa el redactor de un “magazine” que lo
entrevista, redactor que lo primero que observa, deslumbrado, al ponerse en
contacto con el director desdoblado en novelista, es “no ver una gran cabeza que
contenga un cerebro voluminoso”. Desde entonces la lámpara de su escritorio
permanece encendida noche y día. Sus trece hijos –el director no es un
malthusiano, que digamos– se deslizan sigilosa y medrosamente por los corredores
de la casa sin atreverse a turbar el trabajo ciclópeo del escolimado progenitor.
Los estudiosos se desesperan abajo reclamando los libros que no se encuentran ni
por casualidad en la Biblioteca. Los empleados imponen silencio con el índice
sobre la nariz. El señor director escribe. Los ordenanzas le echan aceite a los
zapatones rechinantes y se desplazan con la imperceptible lentitud de un
deslizamiento geológico. Al señor director le han dicho que un judío talmudista
jamás consiente en dormir a oscuras. (Pág. 288 de “El Kahal”). Él tampoco lo
hace; pero no es para ajustarse a la costumbre de un pueblo que no ama, sino
porque ve poblado su sueño con los fantasmas que su imaginación va creando. Al
revés del conde Ugolino, teme ser devorado por sus propios hijos. Entre las
escasas cosas que ignora no sabe que el mayor índice de alienados se registra
entre los hombres dedicados a las especulaciones positivas, los hombres de
ciencia, los matemáticos y los jugadores de ajedrez. (Ver Chesterton y Novoa,
entre otros). Es decir, que los que usan la razón se encuentran infinitamente
más expuestos que los que se deleitan con los escarceos curvilíneos de la
imaginación. No tiene por qué temer el chaleco de fuerza nuestro director.
Pero él ha sudado para acumular cargo sobre cargo, y es necesario que ese
esfuerzo quede registrado en la historia. Ha llamado a un fotógrafo. Se ha hecho
retratar la mano y la lapicera automática con la que él solo, sin más ayuda que
su vastísima ilustración hebraica, filosófica, política y económica, realizó el
engendro. Pasen a verlo. La mano que se exhibe en las vidrieras de algunas
librerías, a primera vista, parece que sirvió de modelo al dibujante que pintó
la cabeza de la serpiente que decora las carátulas de su libro. Es delgada,
viscosa y serpeante. Es digna de un museo. (Inmediatamente acude a la memoria
aquel episodio que narrara en una revista popular un difundido periodista.
Cuando el director de la Biblioteca Nacional fue a visitar el Jardín Zoológico
de Londres, el guardián no salía de su asombro al informarle que aquellas trece
criaturas que lo acompañaban eran hijos suyos. Enseguida le manifestó el
director que tenían enorme interés en ver a un célebre ejemplar de chimpancé y
le rogaba lo acompañase hasta la jaula. “De ninguna manera”, le respondió el
guardián. “Ustedes se quedarán aquí. El que va a tener un enorme interés en ver
a ustedes va a ser el chimpancé. Y voy a buscarlo para que los admire.”)
Al lado de la mano puede verse una página autógrafa. En ella el director ha
escrito, con esa misma mano y con esa lapicera jupiterina, los pensamientos
cardinales de su novela. Pero el genio se rectifica constantemente. Claudio
Bernard le ha enseñado a no mecerse al viento de lo desconocido en las
sublimidades de la ignorancia. Y allí donde ha puesto: “lo que hace más odioso
al pueblo judío” ha trazado una raya elegante, precisa, tenue, substituyendo el
adjetivo “odioso” por uno menos herético. Ha escrito “antipático”.
Para el señor director de la Biblioteca Nacional, miembro de la Academia
Argentina de Letras [6] , miembro del Pen Club, miembro de la Comisión Nacional
de Cultura, ex diputado nacional [7] , ex Gran Bonete del Congreso Eucarístico
del año 34!, el pueblo israelita es un pueblo antipático. En las 626 páginas de
su novelón (un novelón muy curioso, en el que el Rosch del Gran Kahal es al
mismo tiempo presidente de la Compañía Telefónica –imagino que el circunspecto
director no habrá querido pintarnos al presidente de la Junta del Empréstito
Patriótico– que maneja centenares de millones de pesos y que termina
enamorándose de una pobre muchacha a quien conoce a través de sus colaboraciones
literarias en un diario “con suplemento”, en esas páginas nos dice cómo debe
reaccionar un espíritu culto ante la invencible antipatía del pueblo israelita.
El señor director no se contenta con darle la espalda, con negarle el saludo,
con no pagarle el boleto del ómnibus. Él sabe que ahora no hay genios sino entre
los judíos (pág. 217). Sabe que el judío argentino no es el personaje antipático
que han caricaturizado los escritores europeos. Por de pronto, no es mezquino,
afirma. “Nosotros conocemos otros pueblos que son característicamente cicateros
y miserables. El judío, no. Cuando es pobre es económico hasta el heroísmo. Pero
cuando rico es generoso y gran señor como nadie”, dice en las páginas 31 y 32 de
su libro.
Pero algo de malo han hecho para que a fjs. 235 haga decir a uno de los
personajes, por supuesto judío: “Este pueblo –se refiere al argentino– ha vivido
hasta hoy en una extrema abyección, porque hemos logrado infiltrar en sus leyes
los tres principios de nuestra política: en lo económico, la doctrina del oro;
en lo político, el sufragio universal; y en lo religioso, el ateísmo de Estado
con sus sabrosos frutos: la enseñanza laica y el descanso del sábado, en vez del
jueves. Claro que lo de la doctrina económica ofrece blancos a la discusión,
pues los israelitas han inventado la letra de cambio y no el patrón oro como
puede verse en Stanley Jevons, en John Loccke y en V. Fallón [8] . Y hasta en un
reciente discurso radiotelefónico de don Leopoldo Lugones, cuya sabiduría nadie
discute. Lo del sufragio universal importado por el judío Roque Sáenz Peña ya es
más difícil rebatirlo, y lo del sábado hebraico, transmutado en sábado inglés,
habría que hacer interponer una tercería de dominio al gobierno de la Gran
Bretaña, cuyas consecuencias son difíciles de vaticinar. Son, pues, los
israelitas antipáticos y no son antipáticos. Son unos genios y al mismo tiempo
son unos sinvergüenzas, ya que han logrado imponer el descanso del sábado,
impidiendo que el señor director tenga abierta la Biblioteca para que los
incautos lectores vayan a estrellar su curiosidad contra los muros impenetrables
de los catálogos. (Por transposición podría aplicarse a los argumentos del señor
director una exquisita metáfora de la que es autor convicto y confeso y que
ilumina la página 14 de “Oro”: “se desmoronan como un merengue bajo la pata de
un elefante” [9] .
El señor director ha escrito un libro, se ha hecho fotografiar la mano y la
lapicera automática, ha barajado estadísticas, libros fundamentales, teogonías,
historias de las religiones, como un filósofo, como un investigador y como un
demiurgo. Y ha encontrado una única solución. “Es una monstruosidad –dice,
citando a Cadmi Cohen, olvidándose que en la pág. 256 afirma por su cuenta que
“cuando se dice dos veces la misma cosa es porque ya no es tan cierto como
cuando se decía una”– es una monstruosidad vivir durante dos mil años en
rebelión permanente contra todas las poblaciones “donde se vive”, e insultar a
sus costumbres y a su lengua y a su religión, por un separatismo intransigente”,
y agrega de su cosecha: “Admiremos este patriotismo forjado como una coraza con
dos metales indestructibles: la nacionalidad y la religión” [10] . Claro que San
Pedro ha afirmado que todos somos extranjeros en este mundo. El señor director
todavía no lo ha leído a San Pedro. Él lee los Evangelios en su texto original,
y en la Biblioteca que dirige no ha podido encontrar un solo ejemplar de los
mismos. Hace, además, a lo largo del engendro, cinco o seis citas del Antiguo
Testamento para dejar mal parados a los israelitas y se olvida que el Libro de
los Libros tiene sólo allí 33.214 versículos y 593.493 palabras que son una
fuente inagotable de poesía y de sabiduría. Pero el señor director quiere salvar
al mundo. Y entonces, desoyendo la subcutánea admiración que profesa al pueblo
elegido, aconseja soluciones heroicamente generosas. El pueblo israelita es,
para él, un pueblo sin remedio. El pueblo de la dura cerviz. Ni la dispersión,
ni la asimilación, ni la conversión podrá doblegarlo. ¿Qué remedio propone
entonces el evangélico director de la Biblioteca Nacional, que se hace retratar
la mano y el estrecho ángulo facial? Uno, muy sencillo y muy práctico: el
exterminio. Así, lisa y llanamente: el exterminio, la matanza, el degüello. “Y
ésta es la razón, dice textualmente en la página 34, de que en todos los
pueblos, el grito de MUERA EL JUDÍO haya sido casi siempre sinónimo de VIVA LA
PATRIA”. Yo no sé si el cardenal de Munich, monseñor Faulhaber, pensó en el
señor director cuando dijo, transido de coraje: “No debemos olvidar que en las
venas de nuestro Salvador no corrió sangre germana. Y tampoco debemos olvidar
que no hemos nacido como cristianos, sino que hemos renacido como cristianos”. Y
añadió con toda la autoridad de su investidura y todo el valor de un hombre que
exponía su vida por su verdad en medio de la borrasca: “La historia nos enseña
que Dios castiga siempre a los que persiguen a su pueblo elegido, el pueblo
judío. El 30 de junio de 1934 el Dios de Israel castigó a cierto número de sus
perseguidores. ¿No veis, hermanos católicos, que ese suceso, aparentemente tan
incomprensible, nos revela la mano de Dios? Tenemos que respetar a los judíos,
que han dado al mundo el don más grande y más preciado, la Biblia. Jamás debemos
tratar de exterminar, mediante persecuciones, a ese viejo pueblo, el más viejo
de todos. Enseñad a vuestros hermanos que el odio racial es lo más abominable en
nuestra vida. Contad a todos los que habitan en vuestras casas quiénes son, en
realidad, los judíos. Destruid el terrible prejuicio contra el gran pueblo que
inmerecidamente tanto ha sufrido ya. Arrepentíos, oh católicos, si habéis hecho
algún mal al pueblo de Dios, el pueblo judío”.
Nadie
puede
Tango
Letra: César Tiempo Música: Enrique Delfino
I
Para vos no existe nadie mas que vos. A todas las cosas
le decis que no. Vos queres a un Santo y es Sanseacabo,
tu vida es una calle oscura sin salida. Si ves a un amigo
no lo saludas, si pasa una "naifa" la menosprecias.
Ves con tus cristales de "toyufa" todo el mundo envuelto en "mufa"
y de "mufa" te llenas.
II
Nadie puede
desbaratar la primavera, parar la maquina del sol, decir: "señor,
el mundo se acabo". Nadie puede llenar el cielo de basura,
manchar la vida y el amor. Ni un Dios podria hacerlo vuelto loco de repente.
Vos no sos Dios.
I Bis
Siempre andas "mufado"
todo lo ves mal, el amor es "mufa"; "mufa" la amistad.
Un collar de brasas a todo colgas, tus perros ladran a las pobres lunas mansas.
Comprende que el mundo se hizo para que el hombre sea hombre,
la mujer mujer y el amor se tienda como un puente para que toda la gente
tenga un poco mas de fe.
El señor director de la Biblioteca Nacional hace caso omiso de esa voz ilustre y
pide el retorno de Torquemada, la cachiporra y el tifus exantemático. (Esta no
es una broma: en las profecías que cierran el volumen el autor anuncia una vasta
epidemia que terminará con todos los réprobos). El señor director quiere atajar
el advenimiento del “Anticristo” como si se tratara de detener una manga de
langostas: golpeando latas y haciendo humo. No sabe que el Mesías se recorta en
el porvenir infinito y que su espera ha revestido de poesía, como ya dije, a
millares y millares de seres. “El hombre, ha afirmado Stefan Zweig
elocuentemente, no puede, ni siquiera en el sentido físico, vivir sin ilusiones:
su mísero cuerpo estallaría bajo la presión de los deseos y pasiones no
satisfechos, no realizados. ¿Cómo iba el alma de la humanidad a soportar la
existencia sin la esperanza de algo más elevado, sin las ilusiones de la fe? En
vano la ciencia le demostrará incesantemente la puerilidad de sus creaciones
divinas; siempre, para no hundirse en el nihilismo, su afán de crear querrá dar
un sentido nuevo al universo, pues que ese afán constituye ya en sí mismo el
sentido más profundo de toda vida espiritual”.
¿Pero cómo nos permitimos la herejía de hablar de vida espiritual cuando nos
referimos a un libro del señor director? Los hombres prácticos desprecian a los
filósofos, dice él mismo en la página 5 de “Oro”, novela que debería llevar como
acápite la divisa del autor “Money’s make to Mary go”, o para decirlo en buen
criollo: por la plata baila el mono [11] .
El señor director se propone exterminar a toda la colectividad porque sabe que
su genio proteiforme puede bastar por sí solo a la civilización universal. ¿Cómo
se las arreglaría para publicar sus novelones si el judío Otto Mergenthaler no
hubiese inventado la linotipo? No lo sabemos. ¿Cómo hubiese hablado a la
muchedumbre de feligreses el cardenal Pacelli, en Palermo, si el judío Hertz no
hubiese descubierto las ondas de su nombre y el judío Berliner no hubiese
inventado el micrófono? No lo sabemos. ¿Cómo se las arreglaría para subsistir el
señor director si el judío Voronoff no hubiese inventado el famoso método del
rejuvenecimiento, el judío Ehrlich el salvarsán, el atoxil y la diazoreacción, y
el judío Wassermann la reacción que lleva su nombre? No lo sabemos. El único en
saberlo debe ser el señor director, pero se reserva el secreto para después del
pogrom. Él se anima a imitar a Rothschild, a quien le debe Francia la principal
red de ferrocarriles, a Ballin, el propulsor de la flota comercial del Reich, a
Rathenau, a quien le debe Alemania la industria de la electricidad, a Franck, el
propulsor de la industria de la potasa, a Schreiner, el de la industria del
petróleo, a Haber, el de la producción de nitrógeno del aire, a Bayer, el del
índigo artificial. Él va a inventar también el automóvil de bencina, como el
judío Marcus, el electromóvil, como el judío Davidson, el giróscopo, como el
judío Popper Lynkeus, la galvanoplástica, como el judío Jacoby, la lámpara de
mercurio y el indicador de colores, como el judío Arons, el globo aerostático
como el judío Schwarz, y el esperanto como el judío Zamenhof. Él va a
revolucionar las matemáticas, la física y la biología, como Einstein, Freud,
Lombroso, Adler, Fliess, Semon y Weinninger. Él va a pintar los cuadros y
levantar las esculturas de Liebermann, Pisarro, Pechstein, Israels, Kandinsky,
Epstein, Pann, Minkowski, Marc Chagal, Jules Pascin, Kisling, Glicenstein,
Antokolsky, Aronson y mil otros [12] . Él va a componer la música de Mendelssohn,
de Meyerbeer, de Offenbach, de Saint Saens, de Korngold, de Daríus Milhaud, de
Gustav Mahler, de Halevy, de Goldmarck, de Bizet, de Joachim, de Rossembloom, de
Dresden, de Schillinger. Él va a escribir los 39 libros del Antiguo Testamento y
las obras fundamentales de la literatura universal debidas al genio judío. ¿Cómo
pueden, pues, leer los israelitas y los hombres sensatos de cualquier credo, sin
una sonrisa piadosa, la última novela libelista del director de la Biblioteca
Nacional? ¿Cómo puede lanzarse seriamente a la calle un novelón de seiscientas
páginas, cuyo único mérito reside en las citas de Salomón e Isaías –que no
fueron hitleristas, precisamente– y desde cuyas páginas el autor “como Saulo, da
coces contra el aguijón”? Claro está que el señor director confía en la validez
de las afirmaciones del locutor eucarístico que clama a fjs. 301 del libro: “No
hay pecado que no se perdone. Por los crímenes más desenfrenados que la
imaginación pueda concebir; por los delitos más nefandos que el corazón pueda
desear”.
¿Para qué torturarse en tratar dramáticamente un libro y un autor a quienes el
olvido y el desprecio tragarán en poco tiempo? Hace poco el telégrafo nos
anunciaba la muerte del coronel Alfred Dreyfus, símbolo de un pueblo
inconmovible. Su nombre ha ganado ya la inmortalidad, junto con el de Zola,
France y Clemenceau, que supieron ponerse a su lado por puro afán de justicia.
Cuando la verdad se pone en marcha no la detiene nadie, afirmó el autor de “J’Accuse”.
¿Quién se acuerda hoy del capitán Henri, del conde Estherhazy y de todos los
miserables que complicaron a Dreyfus en el proceso, si no para desearles larga
vida en el infierno?
La prodigiosa pepsina de esta tierra, como dice el mismo director, obrará el
milagro. Mañana, una de sus diez hijas se casará con un israelita. Su nieta se
llamará Blumen Martínez. Esta nieta se casará a su vez con un Kohen (uso los
apellidos de los personajes del novelón y mis profecías tienen más visos de
verosimilitud que las que acopla el director al final del libro) y de ese
matrimonio nacerá una criatura que tendrá que llamarse Kohen Blumen. Y el
apellido del director habrá desaparecido entonces de la faz de la tierra. ¿Quién
se acordará de él, de su fama de Carolina Invernizzio con pantalones y de su
ridícula prédica, que sólo tiene eco en núcleos descalificados y aventureros?
La madre de Rathenau implorando el perdón para el asesino de su hijo es un
símbolo eterno de Israel. Cuando el director de la Biblioteca Nacional comprenda
actitudes de esa generosidad de corazón podremos tomarlo en serio e imponerle un
castigo ejemplar. Si bien el castigo más grande sería hacerle leer su propio
engendro. Será muy difícil que logre sobreponerse a tanta nutrición de
escarabajo.
Broma aparte, y para terminar, los escritores argentinos asistimos con sorpresa
al silencio del Parlamento Nacional ante la conducta de un funcionario público
que no trepida en convertirse en agente provocador al servicio virtual de la
barbarie nazista. Creemos que tan importante como la fiscalización de las rifas
es la vigilancia de la conducta de los que viven a expensas del Estado y
conspiran contra él con sus actividades pseudointelectuales. Y la actitud del
director de la Biblioteca Nacional es demasiado visible para que haya necesidad
de señalarla. Einstein –revolucionario en el cielo, pero amable pacifista en la
tierra, como dice Martín Gil– no hallaría el índice de la relatividad de esa
indiferencia lamentable.
[1] La Cámara Federal, en pronunciamiento que la honra, acaba de revocar la
sentencia del juez, declarando absuelto de culpa y cargo al poeta González Tuñón.
“En el periódico del acusado –señala la Cámara– no concurren los elementos que
configuran el delito de instigación, toda vez que no está ella dirigida contra
una persona o institución determinada, sino que constituye una crítica violenta
contra el actual régimen social”. Cosa que no ocurre con los libros del director
de la Biblioteca Nacional, a los que habremos de referirnos y cuyos paralogismos
están enderezados, explícitamente, a fomentar las agresiones contra una parte de
la población.
[2] Además de Albert Einstein cuyo genio es universalmente admirado, puede
señalarse documentadamente que todos los grandes descubrimientos e
investigaciones de la ciencia alemana contemporánea se deben a judíos. Citemos
ahora, al azar de la memoria, a los profesores Fritz Haber, premio Nobel de
Química; B. Zondek, padre de la endocrinología ginecológica moderna, descubridor
junto con Aschehim del método de diagnóstico precoz del embarazo; Fischel,
autoridad indiscutida en Historia del Arte; W. von Norden, en Seguros Sociales;
Richter, internista, uno de los más eminentes enterólogos del mundo; Grossmann,
sabio de la tecnicología; Freundlich, de la química coloidal; Blumenthal,
cancerólogo, autor de la hipótesis parasitaria del cáncer; Birnbaum, jefe de la
escuela psiquiátrica berlinesa, autor del famoso tratado de procedimientos
psíquicos curativos; Mittwoch, autoridad en filología semita; Lippmann, en
psicología; J. Goldschmidt, en Ciencias Penales; Klemperer, uno de los más
grandes profesores de terapéutica, autor de numerosas obras, una de ellas
–Diagnóstico elemental– traducida a 28 idiomas; Magnus Hirschfeld, fundador del
Instituto de Sexología, incendiado por los nazis; Eckstein, profesor de
Pediatría, autor de libros fundamentales en la materia; Lips, de sociología; H.
Jacobson, profesor de Filología Indogermática: se suicidó después de su
cesantía; Loewenstein, psiquiatra, discípulo de Kraepelin; J. Frank, física
experimental, premio Nobel; Bernstein, autoridad en Estadística; Bucky,
radiólogo, descubridor de los rayos margibales Bucky y de los procedimientos de
aplicación terapéutica de los mismos –actualmente se halla en Constantinopla–;
profesor doctor Braun, uno de los grandes maestros de Economía, detenido en un
campo de concentración, desde su cesantía; Utitz, en Psicología, fundador de la
escuela alemana de Fisiognomía y uno de los que elaboraron las bases científicas
de la moderna caracterología; William Stern, autoridad universal en materia de
psicología infantil.
Su genuina celebridad hace ociosa la cita de los directores Otto Klemperer,
Bruno Walter, Erich Kleiber, Oskar Fried, Arnold Schoemberg, Fritz Kreisler,
Bruno Eisner, Hans Eisler, Arthur Schnabel, entre los grandes músicos modernos y
a Kaethe Kollwitz, el nombrado Max Liebermann, Karl Hofer, Paul Klee, Fritz
Wiechert, entre los pintores.
[3] Por otra parte, el sabio profesor Flaipont ha afirmado recientemente en el
Congreso de Antropología de Bruselas: “La seudo superioridad de los arios y la
pretendida inferioridad de los semitas, que es una doctrina generadora de
errores y de crímenes no puede ser invocada por las personas que poseen nociones
elementales de antropología”.
[4] Las agencias telegráficas informaron con fecha 20 de septiembre último, que
Holanda, la gloriosa Nederland de Guillermo de Orange, la que se plantó
heroicamente frente al despotismo de Felipe II y las ambiciones de Luis XIV,
acaba de señalarse al mundo con una nueva lección de dignidad: los principales
establecimientos textiles de los Países Bajos decidieron el boicot total a las
mercaderías alemanas. La decisión fue adoptada por unanimidad de opiniones y
motivada por las leyes antisemitas promulgadas recientemente en Alemania. Los
directores de la industria textil –agrega la información– decidieron nombrar una
comisión que efectuará negociaciones con otras ramas de la industria holandesa
para dar a ese boicot un carácter general.
[5] En un documentado y sabroso estudio de Alejandro E. Bunge, publicado el 30
de enero de 1930, en “La Nación”, bajo el título de “La raza argentina”, se
subrayan estos datos de sumo interés: a principios del año citado albergaba
nuestro país 8.250.000 argentinos de pura sangre europea; 2.650.000 extranjeros
y, escasamente, 300.000 mestizos. Por demasiado difundida resulta obvio repetir
nuevamente la famosa expresión de Alberdi: “Color, cráneo, cerebro, todo es de
afuera”. Lo mismo que esta afirmación de Ingenieros: “No hay uno solo entre los
pueblos civilizados que pueda ostentar títulos de pureza étnica”. De ese
entrecruzamiento de razas –aquí donde se celebra el día de la raza “con olvido
flagrante de la nacionalidad del descubridor” – ha surgido el tipo nacional
fuerte y afirmativo. Del mismo modo que el ombú, que no es árbol de la pampa
sino del litoral y no es argentino, pues procede de la India, si bien nadie le
discute el derecho de ser, precisamente por ese profundo arraigo en nuestra
tierra, un símbolo vigoroso de la misma.
[6] Conviene preguntarse hasta dónde un académico puede usar con ensañamiento y
contumacia esta “académica” metáfora con variaciones: “Labios exangües como la
carne “kocher” de un cordero sangrado por el rabino” (pág. 127) “Más blanco que
un chivo sangrado por el rabino” (pág. 160). “Tez pálida con la palidez ritual
de un cabrito sangrado” (39), y exhibir joyas de expresión de esta calidad:
“cuando en las mejillas se le pintaban dos chapitas de carmín” (pág. 66) y “la
risa en que su oreja descubría como una maravillosa aleación el timbre de varios
metales” (48). Además el correspondiente de la Academia Española hace hablar a
sus personajes con el realismo arrollador de que dan cuenta las siguientes
transcripciones realizadas al azar y que efectuamos en la seguridad de que el
masoquismo de los lectores no llegará al extremo de adquirir los plúmbeos
novelones de marras.
Hablan los personajes:
Martha Blumen, hija de millonarios, espíritu ultraexquisito, poseedora de
multitud de idiomas, etc., etc.: “Hoy me siento católica. Hágame leer un libro
católico. Me tienen seca los judíos” (Pág. 198). Advertencia de H. W.: “Dios
hizo el mundo para que criaturas como ella lo usen hasta el forro” (Pág. 151).
Referencia de H. W.: “Y sus ojos como los de un gato, arrojaban por entre las
sombras de sus pestañas negras, un rayo verde y felino” (Pág. 120).
El presidente de la República, viendo conversar a la hija del poderoso
financista con Mauricio Kohen, el Presidente de la Compañía de Teléfonos: “La
paz reina en Varsovia”.
Zytinsky –un traficante analfabeto– dice textualmente: “Ese artículo no es de
Julio Ram… Conozco el estilo”.
Don Zacarías Blumen, a quien pertenecen casi todas las hipotecas que se ejecutan
en el país (pág. 196), el mismo que a fjs. 200 “se pone rojo de vergüenza”,
dice: “Soy tímido y tartamudo como Moisés” (pág. 78) y luego: “Lo que van a
valer sus minas de estaño en Bolivia si estalla una guerra” y después: “Ti pago
la tranvía” (pág. 63) y más allá: “¿Quí mi cointas?” (pág. 99). Y para terminar:
“Ahí me las den todas” (Pág. 87). “Entonces se encerró en su casa como un lobo
enfermo” (Pág. 286).
“Aarón Gutgold sólo atinó a exclamar en idisch, el idioma de su juventud: –¿Qué
estás ticiendo, Zacaritas?” (Pág. 99).
Dice don Fernando Adalid, Presidente del Banco Sud Americano y candidato a
Presidente de la República, a su sobrina Martha Blumen: “Tu padre fue un ranún”
(pág. 24). Y luego, olvidándose de la austeridad de su investidura, se siente
“anímula vágula” y declama estos versos de Tamayo y Baus: ¿Qué me podrás decir?
Sin voz ni aliento/ Parecieras tal vez de mármol frío/ si no oyera el golpear
violento con que tu corazón responde al mío (Pág. 220). Y remata: “Por viejo y
por zorro que sea nunca tendrá el cerebro sutil de un judío” (241).
Literatura
argentina de vanguardia
César Tiempo
Por Reina Roffé
Antes de cumplir su primer año, Israel Zeitlin, nacido en
Ucrania en 1906, llegó con su familia a la Argentina, país
que sería el escenario propicio para que pudiera desarrollar
sus aptitudes creativas. Escritor teatral precoz, con el
paso del tiempo se convirtió también en periodista destacado
que practicó la crónica y el ensayo literario. Pronto adoptó
el seudónimo de César Tiempo y con este nombre se lo conoce.
Poeta y actor ocasional, fue uno de los protagonistas
destacados de la época. Colaboró con los grupos de Boedo y
Florida. Junto con P. J. Vignale, compiló la antología
Exposición de la actual poesía argentina, editada en 1927
por Editorial Minerva, que reunía en sus páginas a los
principales exponentes de la generación de 1922, testimonio
inexcusable de un momento de producción poética intensa y
renovadora.
Tuvo, por otra parte, el mérito de ser el primer poeta en la
Argentina que elevó a categoría lírica poemas con temática
judía. De hecho, en 1930 recibió el Premio Municipal de
poesía por Libro para la pausa del sábado, al que le
siguieron Sabation argentino (1933), Sábado domingo (1938) y
Sábado pleno (1955), en los que el autor se asume como
judío, nos habla de los rituales de sus mayores y le otorga
significación poética a la pausa del sábado, que es día de
descanso y recogimiento para la comunidad hebrea.
Toda su poesía está atravesada por algo que singularizó la
pluma de César Tiempo, la ironía y el humor que utiliza para
paliar las evocaciones dolorosas, el sentimiento de
desarraigo de los suyos, la situación límite que representa
ser un inmigrante en tiempos de prejuicios y persecuciones,
un hombre de identidad fracturada que, no obstante, se
sintió profundamente argentino. Como bien señalara Manuela
Fingueret, en la obra de César Tiempo «los ambientes y
personajes del judío porteño de los años treinta surgen
desde la perspectiva de los abandonados, los soñadores, las
muchachas de barrio en edad de merecer, los desposeídos».
Por otra parte, Fingueret apostilla que el autor «no les
escribe sólo a los judíos desde una memoria ancestral sino
desde una realidad cotidiana para que ese espíritu sea
comprendido por el habitante no judío de su querida Buenos
Aires».
Una broma, de esas que solían hacer los muchachos
martinfierristas para burlarse de los escritores de otros
grupos y animar más la polémica entre Boedo y Florida puso
en la mira de todos al joven Israel Zeitlin: En 1926,
alcanzó considerable éxito un libro de poemas titulado
Versos de una... escritos por una supuesta prostituta
llamada Clara Beter. Los versos de la joven ramera judía
resultaron llamativos y conmovedores, todo el mundo quería
conocer a esa mujer. Mientras se realizaban infructuosas
pesquisas para encontrarla, las ventas del poemario
alcanzaron la inusitada cifra de 100 000 ejemplares.
Proliferaron las reseñas y los textos críticos dedicados a
enaltecer los valores de Clara Beter. Hasta de otros países
llegaron artículos referidos al poemario que apareció en la
colección «Los Nuevos» de Editorial Claridad, que había
publicado a notables autores como Elías Castelnuovo, Álvaro
Yunque, Roberto Mariani, Leonidas Barletta y Enrique Amorim,
entre otros. En su distinguido catálogo, por supuesto, no
figuraba ningún libro del joven Israel Zeitlin. Finalmente,
se supo que la tal Clara Beter era un seudónimo de Zeitlin
que, a partir de entonces, pasó a llamarse César Tiempo y a
ser una firma reconocida
Fuente: www.cvc.cervantes.es
El híspido y torvo Juan Fugito, que tiene amigos “muñecas” que lo escondieron
hasta que pasó la bronca (pág. 130) y que dejó a varios canas “panza arriba” (pág.
131) dice (íd.): “Yo conozco el paisaje de Tierra del Fuego y no quiero volver
allá”. Y amenaza de muerte al doctor Mendieta “si éste quiere trabajarla de
“ortiba” (133). Para el abogado, la Chacarita, según imagen restallante, es “la
última boite” (137). Después el mismo que profetiza la “fundación de una
congregación religiosa, cuyos miembros vestirán de saco” (pág. 322) dice: “El
pobre diablo comenzó a pelechar” (pág.37).
Nombres buidos: Sr. Migdal, Sara Zyto y Bilka Myr. Ambos apellidos forman,
unidos, el nombre de una ciudad polaca (68-69).
Dos afirmaciones categóricas irrebatibles: “Ningún judío se empobrece: en cambio
los cristianos viven dando tumbos” (pág. 73) y “Desde la antigüedad el judío ha
preferido la guerra a la paz” (Pág. 74).
[7] Aunque pocos lo crean el autor de la afirmación de que “el sufragio
universal es una herramienta judía” y el mismo que sostiene que “en nuestro país
votan conjuntamente con el Arzobispo de Buenos Aires, asesinos, ladrones,
rufianes, analfabetos y atorrantes” (215) fue diputado al Congreso de la Nación,
allá por el año 1916. Y lo curioso del caso es que su elección se debió
exclusivamente al voto de los israelitas del departamento de San Cristóbal,
desde el rabino Goldman hasta los chacareros de Moisés Ville, movilizados por
don Manuel Wachs, actual director del Departamento de Trabajo de Rosario, que
obedeció entonces a una consigna de las autoridades de su partido. Entonces el
hombre expresó públicamente su gratitud a esa colectividad, la misma que lo
agasajó en Varsovia cuando fuera como delegado del Pen Club Argentino, mientras
los escritores polacos “pur sang” le manifestaban una absoluta indiferencia. De
ahí que no resulte aventurado afirmar que el autor se ha pintado a sí mismo en
Rogelio, personaje de la novela de quien afirma que “pertenece a esa especie,
harto conocida, de botarates, que sueltan sin maldad y por ligereza,
descomunales groserías. Su disculpa está en su inconsciencia; y entre matarlos o
tomarlos a risa, la gente de verdadera educación opta por reírse” (Pág. 232).
[8] A ese respecto es interesante consignar la opinión del profesor Lázaro
Schallman, inspector de escuelas de la Provincia de Mendoza y vigoroso
ensayista, que también ha dedicado su atención a las “kahalamidades”
–disparates, contradicciones y paralogismos– acumulados por el Malaquías criollo
con veleidades de Amán. “En la página 23 de su libro, dice el autor de
“Humanización de la Pedagogía”, H. Wast imputa a los judíos la adoración del oro
y su acaparamiento. Según esto, la banca, los medios de producción y todas las
grandes empresas industriales, cuya socialización propugna el comunismo,
estarían en manos de judíos; de judíos millonarios, plutócratas, ultraburgueses,
enemigos a muerte del comunismo. Pues no; en la pág. 24, es decir a la página
siguiente, imputa H. W. a los judíos “tendencias comunistas innegables”. De modo
que los judíos son al mismo tiempo, según él, los puntales del régimen
capitalista y los líderes del comunismo anticapitalista”. Y más adelante: “H. W.
atribuye a los judíos la invención del patrón oro. El sistema monometálico a
base de oro es, según él, “una verdadera trampa judía” y la doctrina económica
que respalda su fundamentación “fetichismo funesto”. Pareciera que sus
veleidades de financista inclinaran su pensamiento en favor del bimetalismo,
sostenido entre otros economistas ilustres por Luis Wolowsky. Por el contrario,
no figura ningún nombre judío entre los sostenedores eminentes del
monometalismo: Jevons, Leroy Beaulieu, Bonnet, Chevalier, Baudrillart. Este
último, jefe de una de las familias tradicionales del catolicismo francés. Sólo
un desequilibrado podría pensar que todos ellos se dejaron encerrar cándidamente
en “la prisión israelita del prejuicio del oro” (pág. 26). Por lo demás es fácil
probar que el monometalismo a base de oro está muy lejos de ser una invención
judaica. El primero en propugnarlo ha sido Mirabeau, antes de que la Asamblea
Nacional de Francia aboliera las leyes de excepción relativas a los judíos.
Recuérdese, a propósito, que fue un cristiano de corazón –el abate Gregoire–
quien produjo en esa época el mejor alegato en pro de la reivindicación judía.
La prédica de Mirabeau en favor de la adopción del patrón oro no dio resultado.
Pero los argumentos que la respaldaban tuvieron tan vasta repercusión en
Inglaterra, que el reino británico resolvió adoptarlo decretando que sólo
tendría fuerza liberatoria ilimitada el oro. La iniciativa tampoco fue de los
judíos sino del britanicísimo lord Robert Liverpool, primer lord de la
Tesorería, y respondió a las ventajas que ofrecía al país el tener una moneda
legal única. No vale la pena de insistir, pues, en el análisis de los
paralogismos de H. W. acerca de las mieses del “superreinado de Israel”
agavilladas por “la doctrina del oro”... Adviértase, no obstante, la bastardía
de su evocación de la leyenda bíblica del becerro de oro (págs. 22, 23 y 180).
Echa en cara a los judíos de este siglo el pecado que cometieron sus antepasados
en el desierto de Sinaí. Y promueve nefariamente la revisión de una sentencia
divina que ha pasado, cuatro mil años ha, en autoridad de cosa juzgada. Juzgada
por el mismo Señor Dios. Así consta en el Éxodo (32: 14-15) y en el libro de
Nehemías, donde está escrito que Jehová perdonó el pecado de su pueblo. Por eso
no lo abandonó en el desierto: “la columna de nube no se apartó de ellos de día,
para guiarlos por el camino, ni la columna de fuego de noche, para alumbrarles
el camino por el cual habían de ir” (Nehemías, 9:19).
[9] El melindroso director que maneja sus impugnaciones con “la fruición de un
matarife que revuelve el puñal en el gaznate del pobre buey”, sostiene, después
de haber ponderado la rumbosidad de los israelitas, que la ambición de oro en
ellos es insaciable. Ya lo denuncian, afirma en el prólogo, con dramática
ridiculez, esos cartelitos profusamente expuestos en los escaparates de las
joyerías y que claman desesperadamente: COMPRO ORO, COMPRO ORO, COMPRO ORO. Sin
embargo, dice el Midrasch, citado por H. W., “EL MUNDO REPOSA EN LA TORAH Y NO
EN EL ORO” y, además, está escrito: “Más vale la palabra de la boca de Jehová
que millones de oro y plata”. Y, entre otros mil, son bien conocidos estos
proverbios salomónicos: “De más estima es la buena fama que las muchas riquezas;
y la buena gracia más que la plata y el oro” (22.1). “No trabajes por ser rico;
pon coto a tu prudencia” (23.4) y “Mejor es el pobre que camina en su integridad
que el de perversos caminos, y rico” (28.6). Y en la legislación de Moisés
existe el JUBILEO, solemnidad pública, celebrada cada cincuenta años, en que
volvían a la comunidad las fincas vendidas y recobraban la libertad los
esclavos. Por supuesto que no conviene insistir demasiado en esas “ligerezas”
del autor, pues tendríamos que detenernos ante cada afirmación. Tan arbitrario y
contradictorio es, que en el prólogo del engendro afirma que los israelitas no
esperan el advenimiento del Mesías y páginas más adelante sostiene sus risueñas
teorías económicas de dominación del mundo por los judíos con el solo objeto de
preparar la llegada del Mesías. “El gran Kahal de Nueva York, verdadero Vaticano
judío”, afirma, “maneja el mundo”. Y luego: “El poder de la Sinagoga puede
comparar con treinta dineros la conciencia de un juez, los editoriales de un
diario, etc.” (215). Sin embargo ese organismo plenipotente que, según el
dengoso literato, pudo comprar a un gran diario de la mañana, cuyo enérgico
editorial contra el antisemitismo provocó la caída de la camarilla fascista que
se había apoderado de la Facultad de Medicina, es tan indigente, a lo que se ve,
que no pudo comprar el silencio de un escritor tan poco cotizado como el autor
de aquellas revelaciones...
[10] Luego olvida esa afirmación, ya que las únicas armas que maneja en apoyo de
la difusa tesis de su libro son las contradicciones, y en trance de plantear la
disyuntiva “conversión o muerte”, se pierde en un dédalo de incoherencias.
“Extrajo de su bolsillo un texto y leyó esta prescripción talmúdica: Ben Ascher:
se permite a un judío engañar a los idólatras haciéndoles creer que se ha hecho
cristiano” (pág. 112 –ojo con los conversos criollos). ¿Qué valor tiene entonces
la conversión de Mauricio Kohen “en el bosque de Palermo que había florecido
como la vara de Aarón”, (282) que el autor blande como un triunfo de su
doctrina, si la actitud no pasa de ser una superchería más, y qué necesidad
tenía, por otra parte, de convertirse un personaje que es bautizado en las
páginas iniciales del novelón? Además, cuando el autor habla de la conversión de
los judíos y recuerda esta sentencia de Moisés: “Al fin de los tiempos volverás
al Señor, tu Dios”, ¿cree por ventura que el creador del Jubileo pensó en los
plagiarios del Decálogo? Si todo el mundo, afirma Lázaro Schallman, practicara
el precepto del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, desaparecerían
para siempre las diferencias de clase y los odios racistas y los conflictos
internacionales. Tan cierto están de ello los verdaderos judíos como los
verdaderos cristianos, pues unos y otros tienen la misma religión, la misma fe
en Adonai, como lo ha subrayado Pascal, el más ilustre de los apologistas del
cristianismo. Mal cristiano es, por consiguiente, todo aquel que, en vez de amar
a Jesucristo en todos los seres –judíos como el Señor o no judíos–, que en esto
radica, según el Evangelio, el amor al prójimo, escarnece las Escrituras,
atizando odios y rencores”.
[11] Sólo así, en pleno desenfreno venático puede aceptarse que el autor de
treinta novelas, que ocupó una banca en el Congreso de la Nación, afirme muy
suelto de cuerpo, patrañas de este jaez: “¡Cuánta paja, leña y pólvora habían
amontonado los palabreros estadistas de Versalles en todos los rincones del
globo, sabiendo o ignorando que trabajan para el Kahal! Un estudiante, un obrero
desconocido, obediente a cualquiera de los tres mil Kahales que estaban a sus
órdenes, podía hacer el gesto fatal de Princeps en Sarajevo, asesinando un rey o
un primer ministro” (297). En ese tono H. W. grita a cada instante su
indignación contra la penetración judía, olvidándose que a fjs. 256, afirma
rotundamente: “Se siente la necesidad de gritar lo que se ha dejado de sentir”.
Para cerrar el glosario podemos preguntarnos, ¿por qué, cuando nombra entre los
alquimistas modernos a Berthelot, Ramsay, Rutherford, Crookes, Mendelejew,
Lothar Meyer (252), el incauto autor cita a tantos judíos? Eso derrumba el
andamiaje sobre el cual reposan sus paralogismos, ya que la fabricación
artificial del oro, con su consiguiente desvalorización, va a privar al mundo de
la presión de la banca judía. “El inmortal Mendelejew (dos veces judío),
verdadero filósofo, a la vez que químico, lo descubrió con la luz de su genio” (pág.
256). Pero, en realidad ¿qué hombre de ideas claras puede tomar en serio al
autor de estas peregrinas afirmaciones, espigadas al azar?:
Para la historia de las costumbres: “Y como la afición a las apuestas es el
vicio nacional inglés (Dios les conserve el candor) en media semana se cruzaron
apuestas por más millones de libras que las que se consumieron en balas durante
la guerra mundial” (Pág. 267).
Para la teología: “El día que un judío se enamore de una cristiana, se juntarán
el cielo con la tierra” (Pág. 193).
Para la etnografía: “El pueblo judío tiene la lengua suave, la sangre fría y la
piel dura” (Pág. 192).
Para la psicología: “Las mujeres judías no conocen los celos” (Pág. 151).
Para la economía política: “La política de los judíos: no labrar la tierra, no
criar ganados, no construir ferrocarriles” (Pág. 140).
Más Instrucción Cívica: “Peor para ellos, que no ven el porvenir de Israel en un
país que, con virginal inexperiencia y desde la primera hoja de su Constitución,
se ofrece a todas las razas del mundo como una granada que se parte” (Pág. 143).
“Los cristianos suponen que la Sinagoga no es más que el templo del culto
israelita. Ignoran que es, además, su Casa de Gobierno, su Legislatura, su Foro,
su Tribunal, su Escuela, su Bolsa y su Club” (Pág. 47).
Para los postulantes: “Ya Zacarías Blumen (que a pág. 37 se llamara Matías
Zabulón) varias veces había llegado al despacho del Presidente de la República.
ás difícil resultaba entrar en las aristocráticas mansiones porteñas” (Pág. 67).
Costumbres y ritos judíos anotados “fielmente” por H. W.: “Los hijos heredan el
nombre de los padres” (Pág. 45). “Se tocan con pastelitos de felpa, visten
levitas escrofulosas y llevan luidos los bordes de los pantalones”. Las
“Mezuzes” son cañas colgadas a las puertas. El Talmud –que representa doce tomos
compactos tipo Diccionario Enciclopédico– lo llevan en el bolsillo los sinuosos
israelitas que exclaman a cada rato: “Dios del Talmud” (Pág. 71). Conoce las
prescripciones acerca de los maniluvios en las que nada se dice de las uñas: un
buen hijo del Talmud –según H. W., puede llevarlas de cualquier color”. Otra
cita del Talmud, “made at home”: “Si partes a la guerra no vayas adelante, sino
atrás, a fin de que puedas volver el primero”. Las mujeres no judías son todas
“una goy”.
[12] A ese respecto es bien elocuente un telegrama publicado en “La Nación” del
1º de octubre último y fechado en Berlín el 30 de septiembre, que transcribimos
textualmente:
“La pintura nacionalista es aún bastante pobre en talentos originales, según
propia confesión del Fuehrer y del ministro Goebbels. El color, la técnica y la
elección de los temas tratados acusan cualidades artísticas bastante mediocres.
En Berlín, en el Wilhelmsdorf, hay una exposición de arte en que se presentan
unas cine telas, que están muy lejos de ser obras maestras”.
Fuente: Revista El Jabalí Nº 18, www.poesiaeljabali.com.ar
Formado como
Jorge Luis Borges o
Leopoldo Marechal en la incubadora literaria de la
revista Martín Fierro de los años 20, Ernesto Palacio (1900-1979) abandonó el
espíritu socarrón y malcriado de la publicación para volcarse a la búsqueda de
la identidad nacional. Impulso éste que lo llevó desde el nacionalismo
hispanista y católico hasta las filas del primer peronismo, del que llegó a ser
diputado nacional entre 1949 y 1955. Su sorprendente prosa produjo algunos textos muy recomendables, entre los que se
cuentan La historia falsificada (1939), Catilina contra la oligarquía (1945),
Teoría del Estado (1973) o Historia de la Argentina (1954).
En 1976, la revista Crisis le dedicó un informe y varios testimonios. De allí
obtuvimos este retrato entrañable trazado por su amigo César Tiempo.
Ernesto Palacio
Cosa curiosa: son muy pocas las fotos que registran las reuniones del grupo
Martín Fierro en las que aparece Ernesto Palacio. ¿Indiferencia a la notoriedad,
a la promiscuidad del catálogo, a la poesía de lo inservible? Todavía no lo sé.
Palacio era el más chisporroteante, el más alegre y desaprensivo de todos,
doctor en sornas y facecias, y además dueño de un pintón de latín lover o de
paseante distinguido de la Ring Strasse de Viena, cuya presencia en los chitones
literarios ayudaba a rasgar las horas forradas de tedio, mientras otros se
empeñaban en fabricarse una soledad de consumo para afrontar la obra maestra que
no llegaría nunca.
Creo haberlo visto de bastón y polainas tomarse a trompadas con Juan de Dios
Filiberto en la puerta del Tortoni después de haberse reído de un actor de la
compañía de Pirandello que había recitado macarrónicamente estrofas del Martín
Fierro. ¿Lo estaré soñando? Su agudeza era deslumbrante, como lo recordó hace
poco Petit de Murat, el más joven pero no el de menos agallas del plantel.
Ernesto Palacio, que nunca le dio importancia a su importancia, a la importancia
de llamarse Ernesto, prefirió en sus primeras escaramuzas ser Héctor Castillo
(un castillo es siempre un palacio más moderado) y con ese nombre escribió
páginas agudas y divertidas sobre las que el tiempo quiere pasar su esponja y no
puede. Por supuesto que el Ernesto Palacio de Catilina y de la Historia
Argentina, se reveló sin disputa maestro mayor de obras maestras, demostrando
que entendía como pocos el mundo en que se movía y en el que se movieron otros
congéneres -ilustres o no- antes que el.
La madurez le enseñó que ya no había necesidad de tomarle el pelo a nadie, si
bien en su Historia se mete con alguna gente empingorotada cuyos apellidos
ilustran difundidas calles de nuestra ciudad, actitud que le valió algunos
pleitos memorables Por otra parte, cuando publicó Catilina un humorista de reata
dijo no sé dónde, glosando al tango -No te aflijas, Catilina- ya vendrán tiempos
mejores, que nos hizo recordar la inclinación de Ernesto a la dicacidad y que en
sus buenos tiempos de sagitario lanzó rehiletes punzantes a diestra y siniestra
desde las columnas de Martín Fierro como éste dedicado al poeta Alfredo R.
Bufano, nacido en la bella Nápoles:
Vengo de Mantecón y voy en casa donde me espera mi adorada esposa, rodeada de los nenes, sonrosada, propio como una rosa.
O este comentario dedicado a Ricardo Rojas, después de asistir a una conferencia
suya:
Teatralmente leíste tu grave Infundio, y entre música y ripios de la comparsa, acabóse la triste, solemne farsa de tus bodas de plata con el gerundio.
También le dedicó un epitafio a Manuel Gálvez:
Bajo esta losa pesada libre de malos momentos tiene Gálvez su morada. Sus versos no fueron nada, sus novelas fueron cuentos.
Gálvez, que ya había tratado a Ernesto en Amigos del Arte y de quien anduvo
distanciado precisamente por los chistes que le hacía desde las troneras de
Martín Fierro, terminó haciéndose muy amigo suyo. Gálvez, a quien hacíamos
bromas estúpidas sobre su sordera, sobre sus accesos de autosobrevaloración,
perfectamente justificados, anduvo siempre sobre pistas seguras y quería a quien
merecía su afecto.
Ernesto se reía de los escritores envarados y de los poetas moquillentos, pero
llegó un momento en que supo amainar sus burletas y respetar a quien merecía ser
respetado. Ya se dijo que el humorista verdadero llorará en silencio por las
desgracias que no puede evitar pero será generoso llegado el momento de enjugar
los déficit de justicia.
Cierta vez que Gálvez nos invitó a compartir un té en el Jockey Club a Blomberg
y a mí, nos contó que Ernesto Palacio, siendo diputado nacional, presentó a
Manuel Ugarte a Perón, que acababa de asumir la Presidencia. Ugarte, que estaba
pasando serias dificultades, después de haber recorrido el Continente en tren de
conferencias defendiendo el sagrado derecho de América a su autodeterminación,
fue designado Embajador en Nicaragua, donde le cupo en suerte inaugurar la
estatua de Rubén Darío, su fraternal amigo, donada por el gobierno argentino a
iniciativa suya.
No fue ese el único gesto panadélfico de Palacio. Intervino, además, en el
nombramiento de Pedro Juan Vignale, finísimo poeta y arqueólogo, como Embajador
ante el gobierno de Venezuela y anduvo haciendo gestiones en favor de Arturo
Cerretani, el gran novelista, que debía radicarse en Londres, gestiones que
frustró la revolución del 55.
Ernesto Palacio es un auténtico filántropo, un gaucho, y no sé si esa bella
cualidad deriva del hecho de haber nacido en San Martín, cerca de los pagos de
José Hernández, que fue la bondad personificada. Abogado, profesor, traductor,
ministro, diputado nacional, presidente de la Comisión Nacional de Cultura,
Ernesto Palacio es esencialmente un poeta que escribe en prosa y actúa como Dios
manda.
Anduvo en los grandes bailes y bailó bien todas las piezas con un talento que no
se aguaba en las acedas madejas de las contradicciones. Siempre supo lo que
quiso, siempre quiso lo que hizo.
Como testimonio de la seriedad de su labor no están sólo sus libros originales
sino la excelente versión de los poemas insólitos de Alejandro Korn, publicada
por el instituto de Estudios Germánicos de la Facultad de Filosofía y Letras, en
1942.
Lo veo poco a pesar de admirarlo tanto. Antes solía encontrarlo en la imprenta
de los Porter en los tiempos de Martín Fierro, en algún bar de la Avenida de
Mayo, en el subsuelo de "La Peña", en alguna conferencia, en el vaivén de la
calle Florida, siempre cordial. Ultimamente nos dejamos de ver. La vida está
conflagrada de problemas, de vicisitudes. El tuvo un accidente, un cruel
accidente, yo tuve otro, otros.
Amigos comunes me traen noticias suyas. No hace mucho me encontré con un hijo
suyo, con quien lo estuvimos recordando, lo mismo que con la señora viuda de
Bermúdez Franco, el dibujante genial de quien Ernesto fue noble amigo. Me traen
noticias del alto escritor, del originalísimo historiador, desterrado de las
historias literarias, olvidado de las antologías al uso.
Claro está que detrás de su nombre queda su obra, dechado de elegancia y
preciosa y deslumbrante escritura. Su sátira y sus jácaras descubrieron una
juventud cuya poesía participaba de la Gracia, cuya gracia participaba de la
poesía. Sabemos que ha construido realmente una obra. Una obra difícil de
demoler.
Ernesto Palacio tiene ahora la edad que tenía Galileo cuando demostró la
oscilación del globo. Sabe como aquel que el mundo se mueve constantemente y que
ese mundo -el nuestro- embellecido y enriquecido por sus sueños seguirá viviendo
gracias a los hombres frontales como él, preocupados por los demás, obreros de
un quehacer singular, creadores sonrientes y empeñosos, enseñándonos siempre a
ser persona, cultivando un arte que es la justa e intransferible afirmación del
arte, ajeno a los majaderos de la bulla, al tarantín de los amoladores de
lisonjas.
Para hablar de Clara Beter debemos remontarnos a los años aquellos en que
Enrique Tiraboschi cruzaba a nado el Canal de la Mancha, un punch formidable de
Luis Ángel Firpo arrojaba del ring del Polo Ground de Nueva York a Jack Dempsey,
Stefan Zweig terminaba de escribir Amok y Thomas Mann La Montaña Mágica, Armando
Discépolo ponía en escena Mateo, un requiem melancólico para los coches de
plaza, Gershwin componía su Rapsodia in Blue, iba a publicarse Don Segundo
Sombra, se disolvía el dúo Gardel-Razzano, don Florencio Parravicini era electo
concejal, eran condenados a muerte Sacco y Vanzetti y en una quinta de Villa
Ballester Pedro Juan Vignale y mi álter ego levantaban los andamios de la
Exposición de la actual poesía argentina.
Ubicuos, más por necesidad de encontrarnos a nosotros mismos que a los demás,
alternábamos simultáneamente con los bogavantes de Boedo y de Florida, peregrina
clasificación que nucleaba a los poetas y prosistas agrupados alrededor del
periódico Martín Fierro y de la revista Claridad.
¿Cuándo habría de imaginar Mariano Boedo, el salteño inflamado y almacigado,
representante de su provincia en el Congreso de Tucumán, que su apellido
serviría de bandera, a más de un siglo de distancia, a un movimiento literario?
Boedo es hoy una calle y un barrio, una calle que nace en Almagro —”cuna de
tauras y cantores, de broncas y entreveros”, como reza el tango— y termina en
las inmediaciones del Parque de los Patricios, un barrio que avanza
longitudinalmente como los alguaciles en el malón de las tormentas. Por esa
calle y por ese barrio hubo un tiempo en que pasó a pesar de todos los pesares
uno de los meridianos de nuestra literatura. De no haber ahuyentado a sus
corifeos, Boedo habría sido a Buenos Aires lo que Saint-Germain-des-Prés a
París. Es evidente que el barrio no puede estar colmado de los recuerdos del
quartier parisiense donde tuvo su imprenta Balzac, terminó sus días Oscar Wilde
y funcionaba el café de Deux Magots, cuartel general de la nueva literatura. Sin
embargo Boedo también tuvo lo suyo. Por allí pasó Darwin rumbo a los mataderos
de Nueva Pompeya, pontificó José González Castillo, el dramaturgo de La mujer de
Ulises, debutó Francisco Charmiello, un cómico memorable, anduvieron prohombres
de la política, ases del fútbol, artistas, cantores, periodistas, hombres de
ciencia que, imitando al autor de El origen de las especies, partieron a su vez
hacia los mataderos de la inmortalidad.
Cronológicamente el grupo literario de Boedo apareció antes que el de Florida.
El primer número de Martín Fierro sale a la calle en febrero de 1924, el primero
de Los Pensadores (así se llamó antes de convertirse en Claridad) en febrero de
1922. Conviene aclarar que el nombre de la revista de Boedo no implicaba una
actitud ingenua y petulante de autosobrevaloración ya que llamarse a sí mismos
los pensadores invitaba más que a otra cosa a la tomadura de pelo. La revista
fue bautizada así por el fundador de la editorial, Antonio Zamora, porque al
comienzo se limitó a publicar en cada salida una obra maestra de la literatura
universal, poniéndola al alcance de los lectores más modestos. El ejemplar se
vendía a veinte centavos moneda nacional. Los pensadores no eran pues los
muchachos de Boedo sino los maestros popularizados por la revista. El primer
número de la misma incluía el famoso Crainqueville de Anatole France, que
acababa de ser teatralizado por Samuel Eichelbaum, a quien conocimos
precisamente en la imprenta de Independencia y Boedo. Nos lo presentó Elías
Castelnuovo.
Junto a la poeta Ruth Fernández
Nuestro álter ego, que allá por el año 1923 había lanzado a la calle, junto con
otros camaradas del Colegio Nacional, una revista —Sancho Panza— en la que
colaboraron Scalabrini Ortiz y Álvaro Yunque, que todavía no había publicado
Versos de la calle, uno de los momentos más cargados de electricidad pitagórica
de nuestra poesía —botella de Leyden arrojada a un mar de oscuras aguas
combatidas—, recuerda que tuvo ocasión de presentar al poeta a Luis Emilio Soto,
el mismo que hasta hace poco enseñaba a los jóvenes estudiantes de Ann Arbor, en
Michigan, los valores de las letras iberoamericanas, y que entonces trabajaba en
una barraca de cal mientras afilaba su escalpelo de exégeta. Yunque, Soto y yo
estábamos ligados no sólo por comunes ideales, sino por la calle Entre Ríos
común y nos veíamos con frecuencia.
Cuando se resolvió cambiar de fisonomía —luego de nombre— a Los Pensadores llevé
a Yunque y a Soto a la acogeta de Elías Castelnuovo, en la calle Sadi Carnot, a
unos pasos de Rivadavia (73 escalones, apenas algunos menos que los de la Torre
de Pisa). Una habitación limpia como el ojo de un pez, de la que recuerdo una
mesa de trabajo sobre la que descansaban una calavera y un ejemplar de la
Imitación de Cristo. Se habló mucho y el dueño de casa terminó leyendo un poema
que desconcertó a los visitantes. Castelnuovo no tardaría en ponerse a la cabeza
del movimiento Boedo que se fue formando aluvionalmente como una provincia
holandesa. ¿De dónde había salido el autor de Tinieblas, promovido de un modo
fulminante a la notoriedad? Por de pronto se sabía que era uruguayo, como Lucio
V. López, como Horacio Quiroga, como Florencio Sánchez, como Enrique Amorim.
Hijo de padre danés y madre italiana corre por sus venas la sangre de Ajasverus,
el judío errante. También él se sintió impelido desde muchacho a una existencia
radía y difícil. A los 14 años tenía recorrido el Uruguay, a los 20 buena parte
de la Argentina, a los 25 Brasil. Conoció los oficios más increíbles y más
crueles, durmió en el tálamo de la miseria sin redención en la soledad y la
promiscuidad más horribles, en la selva, en la pampa, en las ciudades
desalmadas, allí donde la muerte es la única caridad. Y pudo levantar el acta de
acusación de una sociedad obstinada en aniquilar a los mejores. Antes de ponerse
a escribir se había tatuado el alma de hechos, de imágenes y de llagas. Su
primer libro mereció el espaldarazo de Roberto Payró. Hoy es un clásico.
Otro de los vectores del grupo fue Álvaro Yunque. Contrariamente a Castelnuovo
el autor de Versos de la calle no venía “de abajo”. Nació en La Plata, ciudad
que su abuelo, Ángel Herrero y su padre, fundaron con Dardo Rocha. Los Herrero
se encuentran afincados en el Río de la Plata desde antes de 1810. Yunque se
llama en realidad Arístides Gandolfi Herrero. Su familia chorreaba catolicismo y
en su casa, donde había altar, como en la de Enrique Larreta, se rezaban novenas
a San Roque con asistencia de vecinas. Su abuelo paterno, milanés, vino a
América, perseguido por motivos políticos. Estando aquí recibió una herencia y
la dilapidó. Pertenecía a una familia de pintores y militares. También de locos.
Su abuela materna recibió de su padre, allá por el año 1905 ó 1906 un millón de
pesos en propiedades. El marido se encargó de liquidarlas. En fin, su padre, un
héroe del trabajo, alcanzó a hacerse una fortuna como arquitecto. Murió de 48
años. Yunque recién había cumplido 17. Quedó la madre viuda a cargo de los siete
hijos, y los bienes dejados por el extinto se fueron extinguiendo a su vez como
consecuencia de una administración incontrolada. La casa de Yunque —calle
Estados Unidos 1824— fue siempre la casa de todo el mundo y cada uno de los
hermanos tenía derecho a brindar hospitalidad a sus respectivos amigos, fuesen
quienes fuesen y viniesen de donde viniesen. Uno de sus hermanos, luego notable
reumatólogo, ensayista y poeta, es el doctor Augusto Gandolfi Herrero. Se costeó
los estudios trabajando como chofer de taxi. Integró la Exposición de la actual
poesía argentina con el nombre de Juan Guijarro. Otro, Alcides Gandolfi Herrero,
en su tiempo boxeador famoso y campeón en su categoría, le arrastró el ala a la
musa mistonga, como diría Julián Centeya, escribiendo un imborrable libro de
poemas lunfardos con el título de K.O. lírico. Otro es el actor que con el
seudónimo artístico de Ángel Walk y en compañía de Olga Casares Pearson, fue
precursor de los morosos folletines melodramáticos que constituyen los caballos
de batalla de los programas de radio y televisión actuales. Álvaro Yunque
publicó su primer libro, ese rumoroso y genesíaco Versos de la calle, al filo de
los 34 años, libro cuyos originales había presentado antes a un concurso de la
Editorial Babel, donde estuvo a punto de ser premiado (Leopoldo Lugones, Rafael
Alberto Arrieta y Arturo Capdevila integraban el jurado) y que Yunque retiró a
último momento para llevarlo a Claridad, a instancias de Gustavo Riccio, el
poeta de “Gringo Puraghei”, ese gran muchacho, que fue uno de los primeros
asesores de la editorial y a quien un mal que no perdona mató en la puerta de su
casa el 6 de enero de 1927. Roberto Mariani fue por derecho propio otro de los
capitanes de Boedo.
Lo conocí cuando acababa de publicar Cuentos de la oficina, el libro que le
valió una notoriedad ancha y rápida, y la amistad de Payró, que le abrió las
puertas de La Nación. Ya entonces parecía uno de esos personajes de Huysmans
condenado al celibato y la pobreza, resignado a limpiar su vaso cuando se tiene
sed y a combatir el frío caminando y blasfemando a través de una habitación nada
acogedora. Llamaba la atención por ese modo tan suyo de expresarse vocalizando
las palabras con una especie de voluptuosidad agresiva. Muy amigo de sus pocos
amigos no toleraba bromas sobre ellos y cuando la maledicencia asomaba su pico
de pájaro carpintero en las tertulias del Tortoni donde solíamos encontrarnos,
Mariani que puso tantos puntos sobre las íes de su tiempo, se incorporaba,
encendidas las facciones, y abandonaba la rueda. Su técnica de escritor era
precisa y segura y aún lector encarnizado de Dostoiewsky, Chéjov y Proust
siempre supo ser él mismo, desnudándose en la profunda piedad con que trataba a
sus criaturas atormentadas y desamparadas. Ricardo Güiraldes y Roberto Mariani
eran las dos únicas devociones vivas de Roberto Arlt. Siempre tan incisivo y
desbocado, frente a Mariani Arlt no se permitía hacer chistes ni aludir
peyorativamente a nadie. Otro escritor, Salvador Yrigoyen, cuyos primeros
trabajos tuve el honor de difundir, y a quien ahora, gracias al fervor nunca
desmentido de Bernardo Verbitsky, se le empieza a hacer justicia, no ocultaba su
admiración por Mariani, admiración que Mariani devolvía con su nobleza y su
honestidad habituales. Cierta noche, sentados en una terraza de la Avenida de
Mayo, uno de los contertulios hizo una alusión ofensiva a Yrigoyen y se puso a
imitar su tartajeo, Mariano se levantó, se acercó al camarada imprudente y le
cruzó la cara de una bofetada, tan violenta que el chisgarabís cayó sobre
Ernesto Montenegro, que estaba a su lado. El chileno Montenegro, que acababa de
llegar de los Estados Unidos, nos contó entonces la violencia que se hacía
Sommerset Maugham para entenderse con los productores de Hollywood, pues padecía
de una tartamudez congénita. Pero esta es otra historia.
Hablábamos del autor de El amor agresivo que, retraído y áspero, después de su
grumetaje fugaz en las peñas de Boedo y de la Avenida de Mayo, prefirió
permanecer en la penumbra, trabajando calladamente, mientras otros más ávidos
usurpaban su lugar, y distraían la atención de la crítica sobre una labor que,
al lado de la suya, no tenía derecho a ninguna consideración. Si existe una
justicia esa justicia revisará la ligereza de un veredicto que no concedió a
Mariani el lugar que le corresponde.
El nombre de Leónidas Barletta figura junto al de mi álter ego —Israel Zeitlin—,
como “secretarios de redacción” en las primeras salidas de Los Pensadores como
revista polémica. Barletta confiesa ser un tímido. En todo caso no será un
tímido de la raza de Hamlet, sino de la del Quijote. Un tímido que arremete. Y
es que no hay que confundir timidez con pusilanimidad. Barletta da la sensación
de muchas cosas, incluso la del fraile que ha colgado sus hábitos, menos la del
timorato. Pero si él sostiene que es tímido debe ser así. Por aquellos años era
implacable como una divinidad caldea. Cuando Nicolás Olivari y Lorenzo Stanchina,
cordiales amigos suyos, tuvieron la remisible ocurrencia de publicar un libro
ditirámbico sobre Manuel Gálvez, Barletta los estuvo buscando semanas enteras
para romperles la jeta.
Escribiendo daba la impresión de una tormenta seca. Su intemperancia se fue
calmando con los años. Tiene la edad de Eduardo Mallea y de José Rabinovich, dos
narradores natos. Cuando lo conocí sonreía poco. A veces gritaba como si el
lector fuera un mítin. Barbusse era así. Andaba por dentro. Barro de sueños en
el horno de la vida cada día más cruel que impide tomar a broma los sueños y la
vida, lo que se hace y lo que se dice. Siempre tuvo vocación de despertador. Un
despertador estrídulo que suena de la mañana a la noche.
Con ellos, es decir con Castelnuovo, Yunque, Mariani, Barletta y Luis Emilio
Soto y con José Sebastián Tallon, el poeta infantil y ciclópeo de Las Torres de
Nüremberg, con Aristóbulo Echegaray, poeta genuino, compañero de remo en las
galeras de “La Continental” y un talento vitalísimo, que recibió el espaldarazo
de Miguel de Unamuno; con otros hieródulos cuyos nombres sorprenderá encontrar
en las trincheras de Boedo, como Augusto Mario Delfino y Pedro Juan Vignale, se
echaron las bases de Claridad, la revista que tradujo las inquietudes de una
generación beligerante capaz de resistir en su momento el sirenismo de las
consagraciones baratas.
Cierto día mi álter ego recibe un regalo inesperado, los Diálogos de Platón,
editados por la Universidad Nacional de México. Y allí descubre la sentencia
atribuida a Sócrates en Fedón o del Alma: “Un poeta, para ser un verdadero poeta
no debe componer discursos en verso, sino inventar ficciones”. Sugestionado por
la recomendación y, sobre todo, ganoso de dar candonga a los camaradas mayores
que se resistían a creer en los talentos del mequetrefe, el tal escribe una
poesía dedicada a Tatiana Pavlova, la gran actriz ítalorusa que por aquel
entonces arrebataba al público de Buenos Aires desde el escenario de un teatro
porteño. Como curiosidad señalemos que el galán de la compañía era Victorio De
Sica, tan desconocido como inadvertido.
La poesía, tal cual bajó del colodrillo a las manos del embaidor, que aún no
había cumplido los 18 años —circunstancia que atenúa la magnitud de la fechoría—
empezaba con estos versos:
¿Te acordarás de Kátinka, tu amiga de la infancia,
esa rubia pecosa, nieta del molinero?
Kátinka no podía ser otra, claro está, que la protagonista de Resurrección —la
entonces tan trajinada novela de Tolstoi— y la tónica de los versos engarzaba
con puntualidad prefabricada en la estética redentorista de Boedo (o Boedowscaia,
como decía Enrique Méndez Calzada, aludiendo a la devoción por Dostoievski,
Gorki, Chéjov, Tolstoi y compañía, de los integrantes del grupo). Al adolescente
entremetido le fue fácil deslizar entre los originales de Claridad los versos
firmados por Clara Beter, seudónimo de transparente reminiscencia gorkiana. (Beter
equivale a amargo). Semanas más tarde se corregían las pruebas de la revista y
Castelnuovo descubre los alejandrinos nostálgicos. Estaban presentes Barletta,
Vignale, Julio R. Barcos, Antonio Zamora, amén del autor de la superchería.
Castelnuovo, el gran Castelnuovo, se desata en un elogio ardoroso y señala con
la mejor buena fe el poema subrepticio como un paradigma digno de oponerse a los
nuevos poetas fanáticos de la imagen por la imagen. Se resuelve entrar en
contacto con la poetisa, estimular su vocación, invitarla a reunir en un volumen
sus versos, bañados en la tristísima luz de su drama íntimo. Y sobre todo,
conocer al fenómeno...
¿Clara Beter será realmente una Catalina Máslova, atrapada por el más antiguo —y
deprimente— de los oficios?
—Rezuman demasiada verdad los versos, sostenía Castelnuovo, para atribuirlos a
una imaginación desgobernada. Clara Beter existe.
—¡Existe!, apoyó Barcos.
—¡Existe!, corroboró el director de la revista, que veía multiplicarse la venta
de la misma. Esa mujer escribe lo que escribe porque es lo que es.
El poema dedicado a Tatiana Pavlova se publicó acompañado de una notable
ilustración de Manolo Marcarenha, un artista estupendo sepultado en las
ajaquefas de una compañía de seguros. Y, a los pocos días, Alberto Zum Felde, el
autor de Proceso Intelectual del Uruguay, maestro de críticos, consagró a Clara
Beter su glosa de El Día, de Montevideo, diciendo entre otras cosas: “Por estos
versos sea acaso redimida de su infamia que es la infamia de la sociedad entera,
cuyo monstruoso egoísmo la ha condenado a remar en las galeras trágicas del
vicio en el viraje largo a través de los ríos negros de la noche, fosforescentes
de luces eléctricas. Desgarradora tragedia la de esa alma de mujer, hondamente
sensible y fuertemente intelectiva, presa de la infamia del comercio sexual,
envuelta en la túnica de Neso del vicio errante y mercenario, arrojada al margen
oscuro de los detritus humanos”.
Lo notable del caso es que Zum Felde —alma pánica al fin— llegó a inventar a su
vez una biografía de Clara Beter atribuyéndole, no sabemos porqué, desde el
momento que los versos hablaban explícitamente de la Ukrania natal un peregrino
origen polaco...
Piénsese en la preocupación del zascandil frente a las proyecciones que estaba
tomando la superchería. Su criatura crecía por exigencias de los demás y no
había manera de permanecer ajeno a sus andanzas y vicisitudes. Por esos días un
íntimo amigo suyo, Manuel Kirshbaum, el actual presidente de la Sociedad
Argentina de Grafología, escritor de fina sensibilidad y dueño de una caligrafía
pasmosamente parecida a la de Alfonsina Storni, se radicaba en Rosario para
cumplir con sus obligaciones de enrolador. La pensión de la calle Estanislao
Zeballos donde se hospedaba el autor de Las Diversiones Exasperadas serviría de
domicilio legal a Clara Beter.
Poema va, carta viene, poco a poco se fue configurando el libro de poemas y
ampliando el círculo de admiradores de la Safo criolla. Ya en prensa el libro,
al que los editores impusieron el nombre nada hermético de Versos de una..., la
demora que ponía en transcribir las cartas de respuesta y los poemas el atareado
corresponsal rosarino —que más de una vez cometió la imprudencia de escribir a
máquina los textos de la presunta calientacamas— hicieron entrar en sospechas a
Castelnuovo que se había comprometido a escribir el prólogo del libro. Empezó
por delegar en dos amigos —el escultor Herminio Blotta y el escritor Abel
Rodríguez— la verificación del domicilio y la consiguiente existencia de la
invisible Clara Beter. En el domicilio rosarino les informaron que allí no se
alojaba ninguna tal. Una excursión más prolongada y detenida por los barrios
bajos, les permitió sorprender a una de las pupilas —francesa por más señas—
escribiendo un epitafio rimado para un hijo que acababa de perder.
—¡Vos sos Clara Beter!, saltó Abel Rodríguez tomándola por los hombros e
intentando besarla a los gritos de ¡Hermana! ¡Hermana! ¡Venimos a salvarte!
Tuvo que intervenir la policía de Sunchales para calmar al autor de Los bestias.
Decepcionado, escribió a Buenos Aires dando cuenta de sus pesquisas. Todo
inútil. Entonces se pensó que se trataba de una ex, acomodada o casada, que no
quería, por razones obvias, dar a conocer su identidad. Pero Castelnuovo no
cejaba en su empeño de develar el misterio. Sometió a todos los sospechosos de
su relación a una serie de pericias caligráficas, careos y confrontaciones. El
enigma aparecía impenetrable y nada tenía que envidiar a la leyenda de Osian, el
famoso bardo escocés del siglo III, inventado por Macpherson quince siglos
después...
Mujeres inventadas las hubo y llenas de vida como Georgina Hübner a quien los
autores de la superchería tuvieron que matar cuando el gran poeta Juan Ramón
Jiménez se proponía viajar a Lima para pedir su mano. “Iré hacia ti —anunciaba—
por sobre todas las dificultades, a casarme contigo al borde del sepulcro si es
preciso”. El originalísimo poeta salvadoreño Raúl Contreras también inventó a
Lydia Nogales, una mujer de hacha y tiza y canto en su juventud. Y Aristóbulo
Echegaray creó a Lidia Matilde Gay, que amenazaba eclipsar a Juana y a Alfonsina
cuarenta y cinco años atrás. Pero una perendeca haciendo versos conmoviendo a
tantos varones preclaros no se había visto nunca.
Lo cierto es que apareció la primera edición del libraco en la colección “Los
Nuevos” de la Editorial Claridad, y luego en “Los Poetas” y luego en una edición
popular. Castelnuovo con el torcedor de la duda desgarrándole el entusiasmo
firmó el prólogo prometido con su seudónimo de batalla: Ronald Chaves. En el
mismo hacía aquella famosa afirmación que corrió por todos los mentideros
literarios —los mejores escritores argentinos nacieron en el Uruguay— y que
pareció enderezada a rectificar otra alegre salida de tono del poeta Jacobo
Fijman quien sostenía estentóreamente que los únicos escritores argentinos que
sabían escribir en español eran de origen ruso... Por supuesto que simulaba
aludir a Alberto Gerchunoff, pero pensaba en sí mismo.
La venta del engendro alcanzó cifras increíbles para la época. Zum Felde le
dedicó un segundo artículo en El Día, de Montevideo. Georg H. Neuendorff, desde
Dresde, tradujo los poemas al alemán con destino a una editorial suiza, la misma
que publicó su versión de Las lanzas coloradas, de Uslar Pietri. El poeta
Roberto Ibáñez le dedicó un estudio en La Pluma, de Montevideo. El perspícuo
Rómulo Meneses escribió en Lima un ensayo que pudo leerse en su libro Nuestra
unidad y otros panoramas, y en el cual caracterizaba a la autora de Versos de
Una... con estas palabras: “Una mujer que el duro pleito de la vida hiciera caer
hasta las bajas sentinas del vicio, redimida por sí misma, por su talento y la
propia religión de sus sentimientos, nos dice ahora en sus versos y recuerdos,
el dolor ahogado en la vergüenza del mal vivir y aplastado por la torpeza de
todas las infamias sociales. La prostitución ha dado un hermoso brote espiritual
con Clara Beter, contradictorio loto azul de la marisma”.
El autor de la patraña conoció en 1945 en Santiago de Chile a Andrés Sabella, el
gran poeta y novelista de Norte grande y Vecindario de palomas, quien le confesó
que siendo muchacho recitaba versos de la Beter —que aún recordaba de memoria—
en su Antofagasta natal, para deleite de sus camaradas. De tal modo corporizó y
adquirió existencia física la autora que cierta vez llegó de Rosario un
periodista amigo. Se encontró en el Tortoni con el poeta José Sebastián Tallon y
lo primero que le dijo fue esto: —Tenés que hacerme un favor. Presentame a Clara
Beter. Me dijeron que está en Buenos Aires.
—Justamente ahí la tenés, le contestó rápidamente Tallon, tan amigo de
divertirse. Y le señaló a una poetisa bastante poco favorecida y muy en boga por
aquellos días.
Al observarla el periodista, que traía su imagen hecha de Clara Beter, reaccionó
escéptico:
—¡Qué va a ser ese loro! Lo que pasa es que no me la querés presentar.
Alentado por el éxito del libro, el editor se empeñó en hacer escribir a la
enigmática trotacalles una novela que debería llamarse sencilla y decididamente
Una... En Claridad llegó a publicarse un capítulo. Pero ya la superchería asumía
proporciones peligrosas para el autor. Zum Felde bajó a preguntar por ella a la
redacción de Nosotros. Chas de Cruz, que por ese entonces regenteaba una empresa
distribuidora de películas soviéticas y se había propuesto escribir un guión con
la historia de Clara Beter y enviarlo a Moscú junto con la protagonista... “¡Se
volverán locos!”, nos decía a Eichelbaum y a mí, comiendo en el desaparecido
restaurante Corrientes, de la calle homónima, a dos pasos de Callao. Roberto
Arlt, con su alegre cinismo de siempre, hablaba de traerla a Buenos Aires,
establecerla en una casa de tolerancia con letrero luminoso al frente y destinar
las recaudaciones a la institución de un premio Nobel para escritores
argentinos. Castelnuovo y Julio R. Barcos se devanaban los sesos pensando cómo
atrapar al fantasma. Algunos masoquistas se atribuyeron la paternidad de la
criatura. Para complicar más las cosas, un amigo del autor de la trampa, el
poeta de Liquidación, Carlos Serfaty, inscribió con su nombre Versos de una...
entre los libros que optaban al premio municipal de año. El maestro Alberto Zum
Felde, siempre ecuánime, escribió entonces: “Estamos dispuestos a perdonar al
funambulesco autor la broma pirandelliana de que hemos sido objeto en gracia al
talento puesto en la superchería. El joven poeta ha creado un personaje de
novela y lo ha hecho vivir como protagonista de sus propios versos
admirablemente”. Después, Alberto Guillén, el famoso poeta peruano, reproducía
algunos “versos de una... (y de uno)” en el excelente “Repertorio Americano”,
que publicaba Joaquín García Monge en San José de Costa Rica. Y decía entre
otras cosas, refiriéndose a nosotros: “Publicó con el nombre de Clara Beter un
librejo que dio susto a mucha gente e hizo morder el anzuelo a sesudos críticos.
Cantos de suburra con la natural protesta proletaria. Una mujer decía allí su
desespero. ¡Oh, estado de cosas! ¡Oh, sociedad injusta! ¡Lástima que la mujer de
todos fuera hombre, y hombre de ala y de sonrisa!”.
Muchos años más tarde, Camila Quiroga, la inolvidable gran actriz que paseó
nuestro teatro por los principales escenarios de las dos Américas y de Europa,
incorporó a su repertorio una farsa dramática titulada “Clara Beter vive”, en la
que el autor de la tramoya se permitió dar forma escénica a la historia y
recrear al personaje. ¿Qué habría ocurrido si alguien, una mujer, claro está, se
hubiese prestado a hacer el papel de Clara Beter, de Clara Beter autora de los
versos, no de Clara Beter, mujer pública? Partíamos del episodio real e
inventábamos sus derivaciones, lo que nos permitió postular una especie de
metafísica de la irresponsabilidad. ¿El ser es lo que es porque hace lo que hace
o hace lo que hace porque es lo que es? La vida de una ficción o la ficción de
una vida asumían allí el perfil de un drama auténticamente vivido.
Nada como la mistificación para medir a las gentes. Por otra parte, engañar,
según el Diccionario de la Lengua, significa también producir ilusión, como
acontece con algunos fenómenos naturales seriamente probados. No tiene que
arrepentirse el autor de haber fabricado un ser al socaire de la patraña sobre
todo si Manolo Machado afirmó alguna vez que “hetairas y poetas somos hermanos”,
y Napoleón, poeta de la voluntad, nos enseñó que la mejor defensa es el ataque.
El poeta atacaba creando un mito. Y ya aseguró Oscar Wilde que es más fácil
destruir un pueblo que un mito. La heroína de papel impreso se apoyaba en una
heroína de carne y hueso, en Tatiana Pavlova, como para nutrirse de su sangre y
de su cal hasta adquirir esencia y presencia, erguirse, caminar, existir. Y el
milagro se produjo. Mientras todos creían en la existencia de Clara Beter, nadie
creía en la existencia de Tatiana Pavlova. Y, sin embargo, no fue mero capricho
que Clara Beter le dedicase su primer poema.
Tatiana Pavlova nació en Ekaterinoslaw. Mi álter ego también. En la misma calle
y en la misma casa. Pero como estábamos tallados en el remo de Ulises, Tatiana
abandonó los pagos de Helena Blavatsky por su propia voluntad y mi álter ego
cuando contaba recién nueve meses y nueve días de existencia. Y no llegó a
Buenos Aires andando, precisamente. Ekaterinoslaw fue fundada por Potemkin en
1786 y tiene comunidad judía desde 1787. Esa es la antigüedad de nuestras
respectivas familias de Ucrania. Lo que nunca imaginé es que alguna vez pudiese
hallarme cara a cara, y en Italia, con la protagonista de los primeros versos de
Clara Beter, después de haber estado separados durante cuarenta años por veinte
mil kilómetros de distancia. Cuando la actriz se enteró, de labios del director
Alberto D’Aversa, que nos había acompañado hasta el camarín del teatro romano
donde Tatiana estaba representando Lunga notte di Medea, de Corrado Alvaro, de
la historia de Clara Beter y de los versos que yo le dedicara en aquel librejo
escandaloso, se echó a reír más ruidosamente que nunca, repitió en ruso la
fábula a unas sobrinas que le hacían compañía, y nos dijo con su voz abrasada y
patética:
—¡Muy bien hecho, muy bien hecho! El mundo tiene las imposturas que se merece.
Simón Mago fue un impostor, Homero fue un impostor, Dante fue un impostor.
¡Todos los novelistas, todos los poetas, todos los dramaturgos son impostores!
Antes que ella el cardenal Carlo Caraffa, había dicho: Mundus vult decipit ergo
decipiatur! (El mundo quiere ser engañado: ¡engañémoslo, pues!). La vida misma
es una fatamorgana, un gran engaño, un fraude.
Pero Elías Castelnuovo, el prologuista del libro, no pensaba lo mismo. Cuando se
enteró del engaño, publicó un artículo señalando que todos habían sido
defraudados. Pues la tal prostituta había resultado un prostituto. El prostituto
era yo.
De Clara Beter y otras fatamorganas, Buenos Aires, Peña Lillo Editor, 1974.
Como aún no se había creado el Registro Civil no podemos saber la fecha exacta
de su nacimiento. Tampoco su apellido. Este pudo ser Godson —equivale a hijo de
Dios en inglés— pero resulta que Adán nació antes que Inglaterra, de modo que
tenemos que seguirlo llamando Adán a secas. Su nombre, leído a la usanza
hebraica, es decir de atrás para adelante, es Nada, como la N de Leandro N. Alem.
De ahí extrajo su teoría existencial Jean Paul Sartre al afirmar que todo es
nada, pues si Adán es el hombre por antonomasia y el hombre es todo, la
filosofía corrosiva y apocalíptica del autor de La Náusea aspira a demostrar que
no somos nada, mucho antes de ser trasladados a la quinta del ñato para
contemplar el mundo desde la raíz de la lechuga. De todos modos el nombrecito le
está bien aplicado porque Dios fabricó a Adán de la nada, es decir de un trozo
de barro mojado por la niebla.
Según todas las presunciones Adán fue el primer hombre. Charles Darwin, que no
alcanzó a conocerlo, apenas se casó escribió un libro titulado The origin of the
species by means of natural selection donde trató de convencernos de que el
hombre descendía del mono, cosa que puso de mal humor a los lectores de la
Biblia y de buen humor a los gorilas. Adán no se enojó porque no pudo enterarse.
No leía los diarios. ¡Carencias y privilegios de la antigüedad despreocupada y
feliz!
Adán vivió una infancia dichosa en el jardín del Edén, solo como un punto sobre
una jota. No iba a la escuela, no hacía mandados, no se cortaba el pelo, no lo
fotografiaban redondo y desnudo para los álbumes de las tías.
Para distraerlo, el Creador inventó los animales y Adán se encargó de darles los
nombres correspondientes. Muchas veces nos hemos preocupado por conocer el
origen de las denominaciones. Por qué el perro se llama perro, la vaca vaca, el
gato gato, el león león. Ahora lo sabemos. Porque así se le antojó a Adán. De
algún modo tenía que llamarlos. Y él los llamó de ese modo. Mejor dicho, primero
los llamó a gritos. Después por sus nombres.
Adán crecía y aquellos juegos empezaron a cansarlo. Resolvió hablarle al señor
Dios.
—Tata, ¿no le parece que pasarse la vida entre animales no es una cosa muy
divertida?
—¿Te gustaría ir al cine? Te lo invento.
—Solo no. Tendría miedo.
—Bueno, mientras haces la siesta voy a pensarlo.
Adán se durmió, el Creador le extrajo una costilla, la rellenó y formó a la
mujer. (¡Ahora no va a venir Darwin a decirnos que también desciende del
mono...!) Así nació Eva, tan hermosa que, al verla, sólo atinó a decirle:
—¡Ave!
Con lo que inauguró el vesrre, antes que los profetas del lunfardo.
Adán y Eva jugaron a todo lo que pueden jugar dos muchachos sanos y fuertes.
Pero los mismos juegos terminan por hartar. Y Eva, con más imaginación que Adán,
se puso a maquinar algo distinto. Pero como a un micronovelista de teleteatro en
tren de fabricar el capítulo XXI, después de haber fabricado otros veinte
reiterativos, abusivos y baldíos, no se le ocurría nada. Una serpiente vino a
sacarla del apuro. No olvidemos que las serpientes suelen ser verdes. Le
aconsejó a Eva, todo inocencia, comer el fruto del árbol prohibido. Un manzano
enraizado en los alrededores del Edén, así como se sale, a la derecha, cuyas
manzanas se reservaban para las grandes ocasiones. Las manzanas eran de tipo
carasucia, pero el Señor las había lustrado esperando que brillaran por su
ausencia. Eva empezó con los arrumacos y carantoñas de práctica. Y Adán mordió.
Comieron.
Al enterarse de lo que habían hecho, Dios montó el picazo. Envió a Eva a un
internado de señoritas y obligó a Adán a realizar las más duras tareas del
campo. De primer hombre Adán se convirtió en el primer terrateniente. Cercó su
campo y dijo: “Esto es mío”. Fue el verdadero fundador de la sociedad civil.
Juan Jacobo Rousseau en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la
desigualdad entre los hombres, sugiere que Dios hubiera ahorrado al género
humano crímenes, guerras, asesinatos, miserias y horrores si arrancando las
estacas y cegando y borrando el foso, le hubiese dicho a Adán que era un
impostor y que con su actitud estaba perdiendo para siempre a la humanidad al
olvidar que los frutos son para todos y que la tierra no pertenece a nadie.
Adán, con tierras, desterrado, y entre animales solo, empezó a ser socavado por
tremendas nostalgias. Logró filtrar su voz por la radio y acribillar de poemas
alusivos a la mujer de sus sueños. Una de sus poesías empezaba así:
“Es otoño. Estoy triste. Pienso en ti. Caen las hojas...”
Eva se enteró mucho más tarde —cuando se le ocurrió viajar a Buenos Aires— que
el alejandrino pertenecía a Pedro Miguel Obligado. Pero su amor por Adán se
mantuvo invariable. Todavía tuvo tiempo de cantarle con música de Marina: “No es
verdad que con la ausencia/del amor se extinga el culto/si en el alma vive
oculto/con la ausencia crece más”. Cuando el Señor se enteró de esos trapicheos
sentimentales se puso furioso. Resolvió que Adán moriría ese mismo día, pero
como un día para la Divinidad son mil años, le permitió vivir 930, y los 70
restantes quedaron asignados como vida normal de sus descendientes.
Expulsados del paraíso, Adán y Eva tuvieron que ponerse a trabajar. Él se empleó
en la Defensa Agrícola y ella se dedicó a los quehaceres propios de su sexo.
Tuvieron tres hijos. Dos famosos: Abel y Caín. Y un tercero llamado Set que,
llevado por su nombre, se dedicó al cine. Asistió a la imperdonable liquidación
de Abel por Caín, liquidación cuyo saldo fue la creación del Código Penal, y
filmó la escena fatídica, habiéndose perdido el rollo desgraciadamente en los
incendios provocados durante la epidemia de fiebre amarilla. Pero que el
episodio fratricida ocurrió tal como se cuenta, no podemos ponerlo en duda, pues
Abel, efectivamente, dejó de existir. Caín se incorporó a la Legión Extranjera y
se dejó la barba, cosa que parece contradictoria pero no lo es. Ya se sabe que
en casa de herrero cuchillo de palo. Y él no era precisamente un herrero, sino
un guerrero. Ahora cuesta reconocerlo. Eso sí, todavía tiene la captura
recomendada.
Adán no tuvo abuela, ni suegra, ni tíos, ni sobrinos. Jamás se sacó una camisa
porque jamás tuvo oportunidad de ponérsela. Jamás vio televisión. Jamás viajó en
ómnibus. Jamás asistió a una mesa redonda. Fue un pan de Dios.
Además, fue el primer hombre que se atrevió a dar una vuelta a la manzana.
Gracias a él, ustedes y yo estamos en el mundo. Gracias a él, a Adán —y
naturalmente, a Eva. Y no, gracias al mono...
De Clara Beter y otras fatamorganas, Buenos Aires, Peña Lillo Editor, 1974.
Me entrego a todos, mas no soy de nadie; para ganarme el pan vendo mi cuerpo. ¿Qué he de vender para guardar intactos mi corazón, mis penas y mis sueños?
VERSOS A TATIANA PAVLOVA
¿Te acordarás de Katiuchka, tu amiga de la infancia, esa rubia pecosa, nieta del molinero, la del número 8 de Poltávaia Úlitcha con quien ibas al Dnieper a correr sobre el hielo?
¿Te acordarás de aquellas temerarias huidas para oír la charanga de la Plaza Voiena; de los kopeks gastados en la Dom Bogdanovsky en verano en sorbetes y en invierno en almendras?
¿Te acordarás de Pétinka, tu novio del Gimnasio, de quien yo te traía las cartas y los versos; de las fiestas aquellas cuando vino el Zarevitch y sus fieros cosacos a visitar el pueblo?
¡Oh, los días felices de la infancia lejana en el rincón humilde de la Ucrania natal: la vida era un alegre sonajero de plata y toda nuestra ciencia: cantar, reír y amar!
Mas, pasaron los años y nos llevó la vida por distintos senderos: tú eres grande ¿y feliz? y yo... Tatiana, buena Tatiana, si te digo que soy una cualquiera, ¿no te reirás de mí?
¿Comprenderás el torpe fracaso de mis sueños, verás el patio oscuro donde mi juventud busca en vano la estrella que solícita enjugue mi angustia con su claro pañuelito de luz?
¡Mas no quiero amargarte con mi vaso de acíbar, tú también tus dolores y tus penas tendrás; cerremos un instante los ojos y evoquemos los días venturosos de la aldea natal!
AMORÍO CIUDADANO
Saloncito reservado de lechería de barrio. Este pobre muchacho pálido me cree una novia ingenua que va a brindarle sus encantos —un anticipo del estío para la primavera de sus años— y unta de miel sus palabras, viste de seda sus manos, me quema la boca impura con el lacre de sus labios (máscara de castidad: mis labios no están pintados) y perfumándome de promesas —con salacidad de fauno— ante mi leve abandono y mi fingido recato comienza a desabrocharme la bata con torpes manos.
Acariciándome el pecho refulgen sus ojos claros y me prodiga adjetivos dulzones de enamorado.
Fiesta de los sentidos impúdicos y castos: mutuamente nos hemos engañado.
PRESENTIMIENTO
La luz de este prostíbulo apuñala las sombras de la calle.
Paso delante suyo y se me enciende un pensamiento cruel en la cabeza: ¿Terminaré mi vida en un prostíbulo?
VISIÓN
Cae sobre la ciudad la ceniza minúscula y tenue de la lluvia. ¡Qué grato es en un día como éste acariciar un inocente sueño de ventura!
Mientras cae la lluvia, yo acaricio mi sueño: un día las mujeres serán todas hermanas; la ramera, la púdica, la aristócrata altiva y la humilde mucama.
Irían por las calles llevando como emblema una sonrisa alegre y una mirada franca, y así, sencillamente, se ofrecerían a todos los hombres que pasaran.
Ellos se tornarían tan buenos como el sol, como el pan, como el agua: su dicha cantarían todos los oprimidos suavizadas sus manos, su gesto y sus palabras.
Bajo los cielos límpidos, banderas de alegría, desplegados sus paños como alas cual si quisieran cobijar a todas las mujeres que un día supieron ser humanas.
(Sigue cayendo sobre la ciudad la ceniza minúscula y tenue de la lluvia. ¡Qué grato es en un día como éste acariciar un inocente sueño de ventura!)
A UN OBRERO
Toda desnuda me ofrezco a tu instinto, muerde mis pechos, estruja mi cuerpo, quiero brindarte esta fiesta de carne para que olvides tus días acerbos.
Sé que padeces, tu vida es amarga vida de todos los tristes obreros, sin una luz de esperanza en su noche, sin la caricia cordial de un consuelo.
¡Cómo conforta sentirse piadosa, dulce es la simple bondad de mi gesto; tú que así sufres, mereces la efímera fiesta que quiere brindarte mi cuerpo!
LO IRREMEDIABLE
En una misma pieza un macho y una hembra el “yo” mujer que no sabe cómo desaparecer.
EN LA CALLE FLORIDA
Paso azorada por Florida, el vivo escaparate de la farsa urbana: viejas extravagantes, niñas cursis y hombres-hembras desfilan en majadas.
Voy a cruzar la calle cuando escucho: “Mamá, ¡qué desvergüenza, esa cocotte!” Me vuelvo, miro y quiero preguntarle quién será más ramera de las dos...
COMPASIÓN
En la calleja solitaria y triste de este fosco arrabal, como un ladrón acecho agazapada la ocasión de saltar sobre mi presa.
Llega un hombre, se acerca, me descubre; y cuando sin recelo se aproxima, a la luz de la luna veo su rostro de adolescente, contener no puedo una sonrisa franca y, entreabriendo el ocho extravagante de mi boca doblo el cuello a la hiena de su instinto.
EPISODIO
Iba tan mal trajeado y fue tan honda y dolorosa su mirada, que detuve el paso y leve, dulcemente, le dije: “¡Ven!”
Pero quizá sin comprenderme, irguióse con altivez, borrando su tristeza, y con tono zumbón me dijo: “¡Vete, no me acuesto con perras!”
[De Clara Beter: versos de una..., Buenos Aires, Rescate, 1977]
Hubo una época en que el meridiano de la literatura nacional pasó por Boedo.
Boedo es una calle y un barrio. Una calle que nace en Almagro y termina en el
Parque de los Patricios y un barrio que crece hacia arriba y no se detiene
jamás. De pronto, mediante no sabemos qué misteriosos ardides, aparece en
Avellaneda, en Lanús, en Lomas de Zamora, después de haber cruzado por el convés
de hierro y cal hidráulica del Puente Valentín Alsina que permite a la provincia
codearse con la ciudad. Pero además de ser una calle y un barrio, Boedo fue una
divisa.
Toda capital – dijo alguna vez Balzac – tiene su poema, en que se expresa, en
que se resume, en que es más particularmente ella misma. Boedo fue ese poema.
Conflagrado de clamores e impaciencias, impetuoso, tumultuoso, ardido, rebelde,
pero encendido de humana y celosa poesía. De haberse comprendido mejor a sí
mismo, de haber prolongado y renovado las inquietudes y los deseos de superación
de un cuarto de siglo atrás, de no haber ahuyentado a sus soñadores, Boedo
habría sido a Buenos Aires lo que Saint – Germain des-Prés a París.
Como Saint-Germain-des-Prés
Es evidente que nuestro barrio no puede estar colmado de recuerdos
revolucionarios y artísticos del quartier parisiense en el que vivió y murió
asesinado Marat, en el que escribiera sus brulotes Camilio Desmoulins, en el que
tuvieron sus ateliers los pintores Courbet y Delacroix, su refugio el comediante
Mounnet-Sully, su imprenta Honorato de Balzac y en una de cuyas calles – la de
Beaux-Arts, N° 13 – se extinguió la existencia latitudinaria de Oscar Wilde, y
en el que podemos encontrar hoy la sede del Sindicato de Libreros, los despachos
de los anticuarios más importantes de Francia y el café Deux-Magots, cuartel
general de la nueva literatura. Boedo también tuvo lo suyo. Por allí pasó
Darwin, el famoso naturalista, rumbo a los mataderos de Nueva Pompeya, por aquí
anduvieron prohombres y ex hombres de la política local e internacional, ases
del futbol, glorias del teatro, cancionistas y estrellas que conocieron en su
hora el trueno de la notoriedad. Pero nosotros queremos hablar de los escritores
llamados de Boedo.
Personajes de Boedo
¿Porqué precisamente de Boedo?. Ninguno de sus integrantes vivía en el barrio,
el director de la revista que daría nacimiento a la empresa editorial llamada a
difundir la labor de sus conmilitones, se domiciliaba en Wilde, un pueblito de
línea del sur. Elías Castelnuovo era inquilino de un zaquizami enclavado a cinco
pisos sobre el nivel de la calle Sadi Carnot. Álvaro Yunque compartía con su
madre y sus hermanos una antigua casa porteña de la calle Estados Unidos 1824,
en cuya cuadra tenía de vecinos a tres notabilidades a las que hay que referirse
con la melancolía del aoristo: Juan B. Justo, Jaime Yankelevich y Ernesto
Morales. Gustavo Riccio vivía en la calle Rivadavia 2014, Roberto Mariani en la
Boca, cerca de la casa de Pedro Juan Vignale, que no tardaría en trasladarse de
la calle Lamadrid a Villa Ballester y de Villa Ballester a Río de Janeiro, Luis
Emilio Soto en las inmediaciones de 15 de Noviembre y Solís, Leónidas Barletta
en Nazarre y Bolivia, Roberto Arlt en Flores, Lorenzo Stanchina en Villa Devoto,
Nicolás Olivari en Villa Crespo, Enrique Amorín en su Salto natal, con recaladas
en Montevideo y Buenos Aires. José Salas Subirat en el taller de afilación de
Garay y Solís, Aristóbulo Echegaray en Monroe, un pueblo de la línea del
ferrocarril Pacífico. Abel Rodriguez en Rosario, Juan I. Cendoya en La Plata.
Antonio Alejandro Gil en la calle Santiago del Estero y Pedro Echague. José
Sebastián Tallón en un caserón de la calle Brasil 1388, y Clara Beter en las
nubes. Hablo de los boedistas de la primera época, de las etapas fundamentales.
Y no solo no eran vecinos de Boedo, sino que ni siquiera se reunían en algunos
de los innumerables cafés de la calle epónima.
"Claridad" y "Los Pensadores"
Por otra parte conviene recordar que la editorial que luego los prohijaría no
nació en Boedo, sino en un tabuco de la calle Entre Ríos 126. Más tarde Lorenzo
Rañó les concedió un espacio en su imprenta de la calle Independencia 3531, y
cuando la revista cambió el nombre fachendoso de "Los Pensadores" por el de
"Claridad", el grupo constituyó su sede definitiva en la calle San José 1641, a
pocas cuadras de la plaza Constitución. En Boedo 837 tuvo asiento nominal la
redacción de "Los Pensadores" en sus salidas iniciales cuando era una
publicación destinada exclusivamente a difundir las grandes obras de la
literatura clásica y moderna, mucho antes de convertirse en el órgano de combate
de aquellos jóvenes de la generación del 22 a quienes el éxtasis y los
sentimientos ciegos del arte por el arte fueron siempre extraños.
¿A qué venía, pues, la etiqueta de marras? La intención del bautista – en quien
algunos creyeron reconocer a Enrique Gonzalez Tuñón , cuya dicacidad era
inagotable como su talento – fue evidentemente burlona, despectiva. Al subrayar
la procedencia de los integrantes del grupo quiso decir que venían de
extramuros, de la suburra, que pertenecían al populacho. Lo notable del caso era
que el único habitante auténtico de Boedo era Gonzalez Tuñón, que vivía en la
calle Yapeyú, a dos cuadras de la popular arteria de cuyos cafés era además uno
de los más empedernidos habitués. Por su parte los de Boedo trataban no menos
peyorativamente a sus impugnadores, los escritores agrupados alrededor del
periódico "Martín Fierro" llamándolos "los de Florida", transfiriendo al plano
literario, quizá sin proponérselo, el duelo histórico de la antigua Roma entre
patricios y plebeyos.
Feria y Torre de Marfil
Mientras Florida implicaba el centro con todas sus ventajas: comodidad, lujo,
refinamiento, señoritismo, etcétera, etcétera, Boedo venía a representar – para
los de Florida – la periferia, el arrabal con todas sus consecuencias:
vulgaridad, sordidez, grosería, limitaciones, etcétera. Florida, la obra; Boedo,
la mano de obra. Para sus detractores, por otra parte, la literatura de Boedo
era ancillar, estercórea, verrionda, palurda, subalterna, inflicionada de
compromisos políticos; y la de Florida: paramental, agenésica, decorativa,
delicuescente, anfibológica e inútil. Excesos verbales estos que correspondían a
las naturalezas ricas en fosfatos de los jóvenes beligerantes que se resistían a
reconocer afinidades y simpatías, pero cuyo encono no hizo llegar nunca la
sangre al río. (El enconamiento se debe siempre a la falta de asepsia). Con el
andar del tiempo, Enrique González Tuñón y su hermano Raúl impregnarían su obra
de un noble y solevantado acento social, exaltarían el suburbio, pondrían su
obra bajo la advocación de Carriego, y ante la iniquidad desatada por el
nazifascismo se alinearían valientemente en las filas de los escritores de
Boedo, claramente definidos frente a las tiranías como fraguas de servidumbre y
barbarie que era necesario apagar y aplastar. Y como dato curioso para los
historiadores de mañana, conviene anotar que, Evar Méndez, el fundador de
"Martín Fierro" pronunciaría una conferencia en nuestra Facultad de Filosofía y
Letras celebrando, entre otras cosas, la jerarquización operada en las masas
obreras y campesinas por obra de la estructura social vigente, en tanto Elías
Castelnuovo, uno de los hermes de Boedo, hablaría en 1952 en un salón de la
calle Florida, frente a un público de profesores eméritos y señoritas
beneméritas, presentado por un ex redactor de revistas ultramontanas ad usum
Delphini, con palabras en las que cabrilleaba la felicidad sibilina de poder
exhibir al gran novelista que ayer nomás contrariaba a los concilios empeñado, a
pesar suyo, en conciliar los contrarios...
Pero si hubo contusos, desertores e hijos pródigos en ambos bandos, es
indiscutible que fue esa generación polarizada por Boedo y Florida la que
anticipó el renacimiento argentino sacudiendo de su marasmo la vida intelectual
del país. Pero vayamos por partes.
Se anticipan a Florida
Cronológicamente, el grupo literario de Boedo apareció antes que el de Florida.
El primer número de "Martín Fierro" sale a la calle en febrero de 1924; el
primero de "Los Pensadores", en febrero de 1922. Conviene aclarar antes de
seguir adelante que el nombre de la revista no implicaba un rasgo de petulante
autosobrevaloración de sus colaboradores. Se llamó así porque se limitaba, como
ya los señalamos, a publicar en cada número una obra maestra de la literatura
universal poniéndola al alcance de los lectores más modestos. El ejemplar se
vendía a veinte centavos.
Los pensadores no eran, pues, los muchachos de Boedo sino los maestros del
pensamiento nacional e internacional popularizados por la revista. El primer
número incluía un relato de Anatole France, "Crainquebille", que ya había sido
teatralizado por Samuel Eichelbaum y llevado a un escenario criollo por Elías
Alippi.
Los fundadores de la publicación fueron Antonio Zamora, un joven español que
cumplía su aprendizaje de andinista en la falda de "La Montaña", y llegó a
ocupar más tarde una banca en el Senado de la provincia de Buenos Aires y a
controlar un frigorífico en la provincia de Córdoba, y Daniel C. de Rosa,
encargado a la sazón de la reventa de "Crítica". Un año después de Rosa se
separaba de la empresa y Zamora se convertía en deus ex machina de la misma
asesorado por el poeta Gustavo Riccio.
Riccio era un muchacho poseedor de una notable cultura general, un poeta
inclinado a la caricatura sin deformaciones ni crueldad, dueño de una simpatía
afectuosa que sabía dar a los transportes de la poesía y aún de la amistad una
cadencia entre nostálgica y desilusionada. Melómano fervoroso, lector de varios
idiomas vivos, se defendía económicamente ayudando a su padre en la relojería de
la calle Rivadavia o llevando los libros de contabilidad de la Confitería del
Molino. Fue Riccio quien recomendó la mayor parte de los títulos lanzados por
"Claridad" hasta 1925 y fueron de su pluma los prólogos y las presentaciones de
los autores. También se debió a él la iniciativa de la colección "Los Poetas" y
la publicación del primer libro de Álvaro Yunque, ese generoso y genesíaco
"Versos de la calle" que su autor había presentado con anterioridad a un
concurso de la Editorial Babel y cuyo jurado, compuesto por Leopoldo Lugones,
Rafael Alberto Arrieta y Arturo Capdevila, desestimó inclinando sus preferencias
por "El Grillo" de Conrado Nalé Roxlo. Riccio, empero, no llegó a integrar
prácticamente el grupo de Boedo y ni siquiera fue "Claridad" sino "Campana de
Palo" quien publicó su primer libro. Minado por un mal incurable, el autor de
"Un poeta en la ciudad" realizó en 1925 un viaje al Paraguay, de donde trajo los
originales de otra colección de poemas "Gringo Puraghei", la salud más socavada
y un deseo de soledad que se proponía dedicar a la ordenación de sus papeles y
sus sueños, melancólicamente persuadido de que debía partir en plena juventud.
Así fue. La vida de Riccio se extinguió en la puerta misma de su casa el 6 de
enero de 1927. Tenía apenas 26 años. Una calle de Flores recuerda hoy su nombre.
En ella vive el actor Roberto Escalada.
Premios literarios
A fines de 1924 "Claridad" incorporó a sus colecciones una más: la biblioteca
"Los Nuevos". El primer título lo constituyó una re edición de "Tinieblas", el
vigoroso libro de cuentos de Elías Castelnuovo, que había merecido el
espaldarazo de Roberto J. Payró y un premio municipal, cuando los premios
municipales de literatura significaban un galardón y no un escarnio. (El
camarada Juan Unamuno debe recordar que fuimos él y yo, cuando integramos los
jurados, quienes concedimos las codiciadas distinciones de entonces a poetas de
la envergadura de José Portogalo y a los prosistas de la intensidad de Fernando
Gilardi, amén de otras personalidades, a la sazón en barbecho, confiadas en la
humana sinceridad de su mensaje, temeridad que no volvió a repetirse, pues
últimamente el concurso se había convertido en una repartija de cheques entre
compañeros de pic nic o de sacristía ...)
Castelnuovo no tardaría en ponerse a la cabeza del grupo que se fue formando
aluvionalmente como una provincia holandesa. ¿De dónde había salido el autor de
"Tinieblas" promovido de un modo fulminante a la notoriedad apenas publicado su
primer libro? Por de pronto, se sabía que era uruguayo, como Lucio V. López,
como Horacio Quiroga, como no pocos escritores argentinos representativos. Hijo
de padre danés y madre italiana, corre por sus venas sangre de ahasvero, el
judío errante. También él se sintió impelido desde muchacho a la existencia
errante y difícil, a esos viajes a pie que recomendaba Fernando González, el
gran colombiano, a los escritores que algún día utilizarían la pluma para contar
lo que vieron con sus propios ojos y no a transcribir experiencias ajenas. A los
catorce años tenía recorrido el Uruguay de extremo a extremo, a los veinte la
Argentina, a los veinticinco el Brasil. Conoció los oficios más inverosímiles ,
durmió en el tálamo de la miseria sin redención en la selva, en la pampa, en la
soledad más espantosa, allí donde la muerte es una cosa blanca y sin color. Y
pudo, como pocos, levantar el acta de acusación a la sociedad, obstinada en
aniquilar a los mejores. Antes de ponerse a escribir se había llenado el alma de
hechos, de imágenes y de llagas. A los doce años vendía huevos por las calles de
Montevideo. Luego fue linyera, peón de albañil, mozo de cuadra, peón de
saladero, aprendiz de constructor, tipógrafo, linotipista. Este hermoso ejemplar
humano, a quien la vida no logró doblegar ni envilecer, se convierte, por propia
gravitación, en líder del movimiento de Boedo.
La influencia rusa
En las colecciones de "Los Pensadores" y "Claridad" pueden rastrearse las
centenares de páginas que escribió para ubicar su verdad, que era la verdad de
quien quería para sus semejantes, ante todo y sobre todo, un mundo mejor. "El
pueblo, la carne viva del pueblo, solo figura en las estadísticas y en las
crónicas policiales, escribirá en un suelto anónimo que serviría de declaración
de propósitos de la Biblioteca "Los Nuevos". Salvo las excepciones que apuntamos
– Mariani, Yunque, Barletta, Amorim, Abel Rodríguez - , nuestra literatura va de
la calle Florida al Royal Keller, pasa por el rosedal de Palermo y se acuesta en
el Plaza Hotel. Con ventilador en verano; en invierno con estufa. Es una
elucubración de frigorífico, producto de la poltronería chorotega. Nuestra
literatura no camina de a pie como la de Máximo Gorki; va en automóvil. Ella no
va: la llevan como a un paralítico. Es una literatura sin sangre. Por ningún
lado se le ven callos o deformidades propias del esfuerzo y la contracción.
Jamás se metió en las minas del interior o se ensució de grasa en los ingenios o
se desgarró la piel en las cosechas. Jamás entró en un sindicato o en una
fábrica. Jamás estuvo encarcelada por revolucionaria. Tras de ser pomposa y
vacía, fue siempre parcial y conservadora. Nuestra literatura no vio jamás la
tierra donde pisa. Si hay quienes ignoran la vida nuestra, son, precisamente,
aquellos que escriben la historia de nuestra vida".
A Castelnuovo y a su grupo se les acusó de estar influidos por la literatura
rusa. Es curioso señalar que Raúl Scalabrini Ortiz, que estaba entonces en la
vereda de enfrente y fue uno de los corifeos del nacionalismo " a rebrouse-poil",
escribió en una autobiografía que reputó una de las páginas más lúcidas de su
tiempo, estas afirmaciones que no pueden considerarse como ejercicios sobre el
alambre, sino arraigadas convicciones de un hombre de pensamiento: " Yo creo que
Buenos Aires tiene algo de ruso, en resultados, con causas distintas, muy
distintas. "Yama", por ejemplo, es una novela argentina y lo son, asimismo,
algunos pasajes de "Humillados y ofendidos". Esa similitud es en dirección de
susceptibilidades, en recelo. Aunque no me gustan los cientificismos, diría que
el alma argentina es un producto químico no físico de sus componentes. No ha
conservado ninguna de las características de sus progenitores".
[Del mensuario Argentina de hoy, Buenos Aires, noviembre de 1953]
¿Qué otra preocupación que la del día presente puede tener un pueblo que se arrastra en sus tinieblas y en sus abismos?
Biálik
El 5 de Julio la Associated Press dio la noticia al mundo: falleció en Viena Jáim Najman Biálik.
Pasaron veinte días y en la misma ciudad ultimaron a Dollfuss, el “Millermetternich”.
¡Cuidado con los poetas cuyos puños golpean sobre las mesas de los verdugos!
Los diarios de la colectividad pudieron publicar la noticia en “Sociales” junto a la crónica de la fiesta con que la familia Barabánchik celebra la circuncisión de su vástago.
Tengo un corazón violento y una voz áspera.
Cruzo la calle de la judería con mi rencor y mi dolor a cuestas.
Hermanos de Buenos Aires: nuestro más alto poeta ha muerto. Como en los Salmos Dios le ciñó de fuerzas e hizo perfecto su camino.
Minkowsky fue la lágrima, Biálik la imprecación.
Y ambos se pudrirán bajo la tierra frente a los ojos ciegos de la noche tremenda.
Un cielo en mangas de camisa corre sobre los tejados.
Los buhoneros juegan en el “Pilsen” su diuturna partida de dominó.
Las muchachas que quieren casarse no pasan bajo los andamios.
Señores burgueses que infringís todos los Mandamientos y estáis los sábados sobre vuestros libros de tapas negras pasándoles las manos por el lomo a las cifras para que se alarguen como gatos, os he visto en los templos resplandecientes -apartados como los pur sangs en los bretes suntuosos- con los ojillos redondos y desvaídos y las altas galeras y los thaléisem de seda pura, queriendo sobornar a Dios que os conoce mejor que vuestros empleados.
Jáim Najman Biálik ha muerto.
Hoy en el “Internacional” hay pescado relleno y un buen stock de doctores para vuestras pobres hijas lánguidas.
¿Quién se acuerda de las masacres de Ukrania, de la tempestad delirante de los pogroms, cuando los juliganes violaban a vuestras madres y estabais en los sótanos temblorosos e inútiles como la luz que lame los espejos?
Biálik clamó, tronó sobre las negras aguas y su risa iracunda corrió como un viento loco sobre las aldeas. “El pueblo es una hierba marchita, se ha puesto seco como una madera.” Y hubo jóvenes que supieron sacudirse como lobeznos y sus dientes agudos despedazaron nuestra humillación.
Jáim Najman Biálik ha muerto.
Los chamarileros sonríen en las puertas de su pandemonio.
Los Lacrozes están más verdes que nunca.
Echa tu pan sobre las aguas, dice el Eclesiastés.
Da gusto oír a Mischa Elman desde una muelle butaca del Colón.
Gorki dijo que con Biálik el pueblo judío había dado una nuevo Homero al mundo.
¿El Banco Israelita le daría un crédito a sola firma?
Voces: -Esta noche cuando cierre el negocio, mientras mojo la tostada en el vaso de té,
le voy a decir a mi señora que me lea El Pájaro y El Jardín, y después de comer
vamos a ir al Teatro Ombú; para ser de la “Comisión” hay que estar “preparado”.
Jáim Najman Biálik ha muerto.
-Mamá ¿me lavo la cabeza con querosén y me pongo el vestido de raso celeste para
ir a la Biblioteca? -Bueno, querida, a ver si consigues un novio como la gente,
que ya es tiempo.
Jáim Najman Biálik ha muerto.
En la puerta de la Cocina Popular nuestros hermanos, los que no se atreven a
morirse de hambre, esperan su ración.
Jáim Najman Biálik ha muerto.
Nuestras piernas se arrastran en las más profundas ciénagas de la noche y sobre
nuestras cabezas brilla una luz pura.