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Israel Zeitlin -más conocido por su seudónimo, César Tiempo- nació en Ekaterinoslaw (actualmente Dniepropetrowsk), Ucrania, el 3 de marzo de 1906. En diciembre de ese mismo año, llegó junto a su familia a Buenos Aires. Su infancia transcurrió entre los barrios Villa Crespo y San Cristóbal, donde concurrió a la Escuela Hebrea I. Markman y a la Escuela Nacional de Artes. Desde muy temprana edad comenzó a interesarse por el ámbito artístico; con tan sólo 15 años enviaba cuentos y poemas de temas judaicos a varios periódicos argentinos, logrando su primera publicación en el diario La Nación a los 20 años.

En 1926 aparece su primer libro de poemas llamado Versos de una... cuya autoría esconde detrás de la personalidad literaria de Clara Beter, joven poeta y prostituta rusa. El libro fue publicado con gran repercusión por Claridad, editorial y revista del grupo literario Boedo, llevando al escritor a desenmascarar su autoría. El seudónimo César Tempo, que mantuvo luego durante toda su vida, tiene relación con los orígenes de su apellido (Zeit en alemán significa tiempo y lin es el verbo cesar).

Al año siguiente, junto a Pedro Juan Vignale, Tiempo organiza y publica la Exposición de la actual poesía argentina (1922-27), exquisita antología que incluye a los principales poetas de vanguardia de la década del 20 (como Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo, Raúl González Tuñón, González Lanuza, Norah Lange, Luis Franco, Jacobo Fijman, Leopoldo Marechal, Conrado Nalé Roxlo, entre otros).

César Tiempo recorrió todos los rincones del ambiente artístico, desde sus notas periodísticas publicadas en la prensa gráfica hasta adaptar guiones teatrales o cinematográficos para la televisión, pasando también por la radio, el cine y el teatro.

Mantuvo un mismo eje temático en casi todas sus obras, el judaísmo, pero mediante diferentes perspectivas, ya sea como un narrador fiel a las costumbres judías o denunciando la discriminación sufrida por los judíos en territorio argentino y en el resto del mundo, bajo un tinte humorístico muy particular. En 1935 escribió el folleto “La campaña antisemita y el Director de la Biblioteca Nacional”, en el cual denunciaba las novelas antisemitas de Hugo Wast, seudónimo de quien en ese momento se encontraba al frente de la Biblioteca, Gustavo Martínez Zuviría. Entre las obras literarias de Tiempo se encuentran libros de poemas como Libro para la pausa del sábado (1930), Sabatión argentino (1933), Sábado y poesía (1935), Sabadomingo (1937), Sábado pleno (1955), El becerro de oro (1973) y Poesías completas (1979).

También escribió libros en prosa los cuales, anteriormente, fueron publicados como artículos periodísticos en distintos medios gráficos. Por ejemplo, La vida romántica y pintoresca de Berta Singerman (1941), Yo hablé con Toscanini (1941), Máscaras y caras (1943), Cartas inéditas y evocación de Quiroga (1970), Florencio Parravicini (1971). Los libros Protagonistas (1954) y Capturas recomendadas (1978) son recopilaciones de entrevistas hechas por César Tiempo como periodista a distintas personalidades de la cultura y convertidas en biografías. Además tenía una columna en la revista Atlántida, donde se publicaban los reportajes hechos utilizando el seudónimo Full Time.


Mosaicos Porteños de Luis Alposta: "Autobiografía" de y por César Tiempo.

Tiempo escribió para los siguientes medios gráficos argentinos: La Nación, El Hogar, Argentina Libre, La Prensa y Mundo Argentino. También colaboró con periódicos de América Latina: Crítica, La Vanguardia, El Sol, El Radical, Amanecer y América Libre. A los diecisiete años dirigió la revista Sancho Panza (1923). En 1937 fundó la revista literaria Columna, desempeñándose como director durante los seis años en que se editó. La relevancia adquirida por esta publicación radica en el espacio brindado a la difusión del pensamiento de distintos hombres de la cultura allegados al escritor, como Alberto Gerchunoff, Stefan Zweig, Arturo Capdevila y Liborio Justo, entre otros. Tiempo fue cofundador de la editorial argentino-uruguaya Sociedad Amigos del Libro Rioplatense, que llegó a publicar ochenta títulos de los principales autores de los dos países. Además de dedicarse a su trabajo como escritor y a su labor como editor, Tiempo participaba activamente en distintas organizaciones culturales del país. Fue socio honorario de la Sociedad Hebraica Argentina y del Club Honor y Patria, fue Secretario de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), miembro del Círculo de la Prensa, de la Sociedad General de Autores de la Argentina (ARGENTORES) y de la Sociedad de Autores y Compositores de Música.

En la década del 30 comenzó a escribir sus primeros guiones teatrales: “El teatro soy yo” (1933) estrenada por Mario Sofici en el Teatro Smart, “Alfarda” (1935) en el Teatro Argentino y “Pan criollo” (1938) representada en el Nacional. Estas obras tuvieron el mismo éxito que sus primeros libros de poemas, logrando el interés de distintas productoras en asociarse con él para nuevos proyectos. Uno de estos casos es el de “Pan Criollo”, obra que se produjo en asociación con la Compañía Muiño-Alippi. Otros libretos teatrales fueron: “Quiero vivir” (1941) estrenado por Camila Quiroga en el Teatro Argentino, “Zazá porteña” (1945) en el Teatro Casino, “La dama de las comedias” (1951) por Iris Marga en el Teatro San Martín, “El lustrador de manzanas” (1957) por Luis Arata e “Irigoyen” (1973).

Luego de haberse consolidado como escritor, Tiempo decidió tomar nuevos horizontes, como la radio y la cinematografía. Durante la década del `50 escribió para las radios Belgrano, Prieto y Provincia de Buenos Aires audiciones y radionovelas, sólo o en coautoría con Arturo Cerretani. Sus actividades relacionadas a la cinematografía abarcaron desde la escritura de guiones propios hasta la adaptación y traducción de obras de diversos autores nacionales y extranjeros. Se desempeñó como guionista en 25 películas, de las cuales 11 fueron para el director de cine Carlos Hugo Christensen, como “Safo, historia de una pasión” (1943), “La pequeña Señora de Pérez” (1944), “Las seis suegras del Barba Azul” (1945), “La Señora de Pérez se divorcia” (1945), “El canto del cisne” (1945), “Adán y la serpiente” (1946), “El ángel desnudo” (1946), “Los verdes paraísos” (1947), “Con el diablo en el cuerpo” (1947), “La muerte camina en la lluvia” (1948) y “Los Pulpos” (1948).


César Tiempo - Canción para la novia judía

También realizó otros guiones como “Se rematan ilusiones” (1944), para el director Mario Lugones, “El hombre que amé” (1947) para Alberto de Zavalía, “Al marido hay que seguirlo” (1948) para Augusto César Vatteone, “Pasaporte a Río” (1948) para Daniel Tinayre, “Otra cosa es con guitarra” (1949) para Antonio Ber Ciani, “El muerto es un vivo” (1953) para Yago Blass, “Paraíso robado” (1952) para José Arturo Pimentel y “Donde comienzan los pantanos” (1952) para Antonio Ber Ciani.

César Tiempo tuvo un receso en sus escritos cinematográficos debido a la gran crisis en la que se encontraba el cine argentino en la década del 50, uno de cuyos motivos era la imposibilidad de conseguir celuloide para filmar. Retoma en 1961 con el guión “Amorina” –escrito junto a Hugo del Carril- para el director Eduardo Borrás.

Por los mismos años realizó una pequeña actuación en “Esta tierra es mía”, película de Hugo del Carril. En esa época se radica en Bruselas, Bélgica, donde vive hasta 1966. Una vez de regreso en la Argentina escribió el guión cinematográfico “Deliciosamente Amoral” (1969) para su primo y amigo Julio Porter. En 1975 junto con Ulises Petit de Murat realizó la adaptación del libro Las procesadas y también escribió el guión “No hay que aflojarle a la vida”, ambas películas dirigidas por Enrique Carreras. Tiempo falleció en Buenos Aires el 24 de octubre de 1980.
 


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La verdadera historia de Clara Beter

Revista Mercado, 7 de junio de 1979

Es tres nombres al mismo tiempo: César Tiempo, Israel Zeitlin, Clara Beter. En esa trilogía esconde, o guarda su identidad, un escritor cuya trayectoria se vincula estrechamente con la ciudad de Buenos Aires, aun cuando su nacimiento data de 1906 en el pueblo de Ekaterinolav, Ucrania. César Tiempo, su seudónimo más conocido, pertenece a esa raza de hombres que participaron, desde hondas raíces inmigratorias, de todo el proceso cultural argentino que abarca desde la década del veinte hasta nuestros días. Protagonista incesante e intenso, dueño de una ironía intelectual que le permite ver a la vida con pasión y compasión a la vez, Tiempo se ha dado un lujo casi inédito en nuestra literatura: dar vida a dos personajes a la vez. Sí, porque bajo el supuesto nombre de Clara Beter escribió aquél famoso libro de poemas "Versos de una..." cuyos conmovedores versos causaron conmoción en el Buenos Aires de 1927, donde se alcanzaron a vender doscientos mil ejemplares.

El teatro ("Pan criollo", "La dama de las comedias", "El teatro soy yo"); otros poemarios ("Sabatión argentino", "Sábado pleno"); guiones de cine ("Amorina", "Los verdes paraísos") y sus casi infinitas colaboraciones en periódicos y revistas de todo el mundo son fragmentos de su extensa y calificada obra. Amigo de los viajes y amigo de los amigos, cada vez que se lo requiere para el diálogo se confía sobre todo en su vasta visión de trotamundos lleno de recuerdos. "Creer, creer siempre... Simplemente para enloquecer pasado mañana", ha aconsejado a los más jóvenes. Asediado por continuos homenajes no deja de ensayar su causticidad contra sí mismo: "Asisto de cuerpo presente a cientos de homenajes póstumos. Y no deja de ser estimulante, porque de otro modo, en la posteridad, nunca sabré seguramente si alguna calle merecía llevar mi nombre..." Sonriente, aun ante una paulatina pérdida de la visión, se obstina por hábito en seguir escribiendo durante horas sus propias carillas... "Porque la máquina de escribir es como una prolongación de mis brazos..." Sobre la tibieza de un prólogo dedicado a las memorias de la actriz Milagros de la Vega, sobre las reverberaciones de un trabajo suyo sobre Alvaro Yunque - protagonista con él del grupo de Boedo- Israel Zeitlin se acomoda para el diálogo: "Tengo tan poco que contar que no sé si alcanzará a llenar media página...". Pero alcanzó.

MERCADO -Una impostura literaria -digamos- causó sensación hace cincuenta años. Cuando aparecieron los primeros versos de Clara Beter, críticos y lectores creyeron que estaban frente a la obra de una mujer "de vida airada", como dicen los diarios. ¿Cómo sucedió ese episodio? ¿Cómo lo fabuló usted?

"Clara Beter soy yo"

La literatura desde un punto de vista o desde todos es siempre un fraude. Un maquinaria retórica construida para engañar; que tiene, si se quiere, como única ancla segura al autor. Nos desvelamos por conocer siempre al hacedor o hacedora del cuento o del poema. A él o a ella recurrimos para que ate los cabos que unen la realidad con la obra. Desasosiego nos provoca una obra anónima o un autor desconocido u oculto.

Oculta, desconocida era Clara Beter, autora del mayor escándalo literario de los años veinte en Argentina. Gracias a los oficios de un amigo, Clara Beter, se las arregló para que su libro de poemas llegara a la editorial Claridad; centro difusor del grupo de Boedo que unía a una serie de nombres que buscaban una literatura social, comprometida con las clases populares.

En el prólogo que
Elías Castelnuovo compuso para la primera edición en 1926, destacaba: "Esta mujer se distingue completamente de las otras mujeres que hacen versos por su espantosa sinceridad"; señalaba además -y en esto hacía un tiro por elevación al grupo de Florida- que sus poemas eran "un paradigma digno de oponerse a los nuevos poetas fanáticos de la imagen por la imagen".

Inmediatamente el libro fue publicado, con gran éxito de crítica y público, con el título por demás sugerente de "Versos de una p..." En realidad lo que verdaderamente causó conmoción fue el oficio de la autora: prostituta. Una prostituta judeo-ucraniana que fue engañada y traída a Buenos Aires por una vasta red internacional de prostitución.

Como dicen ciertos amigos psicólogos, en todo hombre late un deseo secreto de redimir a la prostituta, las razones las desconozco aunque conjeturo alguna de ellas. Quizá ésta sea una explicación para analizar los "desbordes" y el pietismo de muchos varones escritores de la época; además de lectores que se enamoraron al contacto con una poesía de una sensibilidad y agudeza poco frecuentes.

Así hubo una verdadera pesquisa de la Clara Beter de carne y hueso que se había tornado literalmente un fantasma. Fiel a sus extravagancias,
Roberto Arlt, el autor de "El juguete rabioso", propuso que se le instalara un prostíbulo y que las ganancias se usaran para un premio literario. Había excursiones por diferentes barrios en busca de Clara; así una anécdota contada por un integrante de la bohemia literaria ilustra hasta qué punto habían llegado las cosas: "¡Vos sos Clara Beter! -saltó Abel Rodríguez tomando por los hombros a una mujer rubia que esperaba a sus clientes en una esquina e inmediatamente quiso besarla a los gritos de '¡Hermana! ¡Venimos a salvarte!'. Tuvo que intervenir la policía de Sunchales para calmarlo."

El tiempo pasaba y Clara Beter no aparecía. La presión y el hostigamiento hacia su albacea literario fueron enormes y finalmente se supo. "Clara Beter soy yo", confesó Israel Zeitlin (César Tiempo) ante la atónita mirada de sus compañeros bodeístas. El joven escritor se ganó el respeto por sus poemas y la enemistad de muchos, entre ellos de Castelnuovo que confesó que el autor del libro "no era una prostituta sino un prostituto".

C. TIEMPO -Un día recibí un regalo inesperado: los Diálogos de Platón. Quedé impresionado por la sentencia atribuida a Sócrates que reza así: "Un poeta, para ser un verdadero poeta, no debe componer discursos en verso, sino inventar ficciones. Sugestionado por la sabia recomendación y, sobre todo, ganoso de dar candonga a los camaradas mayores que se resistían a creer en el talento del mequetrefe, el tal escribe una poesía dedicada a Tatiana Pavlova, la gran actriz italorrusa que por aquel entonces arrebataba al público de Buenos Aires. Yo no había cumplido aún los dieciocho años. En el poema que se dirige a Tatiana, le pregunto si no se acuerda de su amiga de la infancia Kátinka. Firmo los versos como Clara Beter y los deslizo ante la redacción de la revista Claridad. A los pocos días de publicado el poema el crítico uruguayo Zum Felde consagró a la nueva poetisa Clara Beter su glosa de "El Día", de Montevideo, comentando la desgarradora tragedia de la desconocida. A partir de ahí tuve que seguir inventando. Por lo pronto le asigné a la autora un domicilio legal en una pensión de la calle Estanislao Zeballos, de Rosario, donde se hospedaba un íntimo amigo mío, Manuel Kirschbaum. El improvisado corresponsal era el encargado de enviar desde Rosario los nuevos poemas a Claridad, pero cometió el error de escribir a máquina algunos textos, lo que hizo entrar en dudas a Elías Castelnuovo. Como se sabe, la autora debía ser una pobre "calienta camas", según la jerga popular. Castelnuovo obstinado en averiguar más sobre el asunto envió a dos íntimos amigos suyos a visitar la pensión con resultado negativo: en la pensión no estaba Clara Beter ni se la conocía. Desanimados, los emisarios rumbearon para los barrios bajos donde encontraron increíblemente a una de las pupilas francesas escribiendo un epitafio rimado para su hijo, que acababa de perder. Aquí ya todo empieza a tornarse folletinesco. "Vos sos Clara Beter" le gritaron emocionados los emisarios. Pero también allí se dieron cuenta del fracaso, considerándose que la poetisa quería pasar inadvertida y en el anonimato. El libro "Versos de una..." tuvo un éxito resonante. Los críticos de varios países le dedicaron elogios; la fábula y la fantasía hacían aparecer a la autora en distintos sitios de Buenos Aires con nombres supuestos y todos querían encontrarla. A esta altura, la superchería adquiría proporciones peligrosas para el verdadero autor: o sea yo. El libro apareció traducido al alemán y Rómulo Meneses escribió un largo ensayo en su libro "Nuestra Unidad'' donde caracteriza a Clara Beter: "Una mujer que el duro pleito de la vida hiciera caer hasta las bajas sentinas del vicio, redimida por sí misma, por su talento, y la propia religión de sus sentimientos, nos dice ahora en sus versos y recuerdos el dolor quemante de los lupanares... etc.". Castelnuovo, en tanto, había prologado el libro de la Beter y todo seguía misterioso. Hasta que un día un amigo cometió la ligereza de enviar el libro al certamen Municipal, donde debían figurar mis verdaderos datos. Esos datos aparecieron poco después en La Prensa. ¿Es necesario que le diga que prácticamente tuve que exiliarme porque el grandote Castelnuovo me andaba buscando? Ahora ha pasado tanto tiempo y ya no sé si en realidad fue una broma...

MERCADO -Usted dice tanto tiempo... ¿Por qué no nos cuenta también sus comienzos periodísticos?

C. TIEMPO -Yo empecé trabajando en la compañía de seguros La Continental; allí conocí al poeta Aristóbulo Etchegaray, hoy presidente de la Sociedad Argentina de Escritores. Por esa época también conocí a Edmundo Guilbourg. Cierta vez fuimos hasta la casa de Alvaro Yunque que era mayor que nosotros y era una especie de divinidad caldea para nuestros ojos. Fue él quien me hizo publicar por primera vez en el periódico socialista La Vanguardia que dirigía por entonces Don Américo Ghioldi, actual embajador en Portugal. Yo sustituí después a Yunque como director de la página literaria del diario y a mi me reemplazó Enrique Anderson Imbert. Pero como periodista trabajé en La Calle, en Crítica, en La Época. Fíjese, el periodismo me facilitó el contacto con el hecho popular. Me facilitó el apearme, el despojarme del berretín literario, semántico, alambicado. Logré fraguar un estilo, digamos, conversacional; escribo como se habla y trato, cada tanto, de intercalar alguna palabra exótica, pero correcta, para evitar seguir saqueando nuestro lenguaje. Empezamos a hablar con siete mil palabras y ahora acabamos hablando con sólo trescientas por pura haraganería. Evidentemente tiene que haber una inclinación y los caminos se van bifurcando: yo he tratado de hacer siempre periodismo, llamémosle literario. Nunca mis reportajes caen en la cursilería porque no es mi manera, no es mi estilo. Pienso que el periodismo me ha ayudado a ver: países, gente, sucesos. Me hizo ser
testigo y actor, ejercitar lo que tenía de talento y lo que no tenía.

MERCADO -¿Entre tantos personajes y protagonistas que conoció, cuál le merece un recuerdo especial?

C. TIEMPO -Muchos. Por ejemplo Don Hipólito Yrigoyen. Para conocerlo un día que lo fui a visitar a su casa tuve que pedir audiencia a su secretario privado. ¿Sabe quién era?, el dueño de un salón de lustrar que estaba enfrente de la casa. Dejaba de atender a algún cliente, atendía el pedido del solicitante y se cruzaba a avisarle a Don Hipólito. De él se han dicho muchas cosas erróneas, entre tantas, se dice que fue inculto. Pero "el peludo" no sólo era profesor de la escuela normal y de la de comercio sino que era un gran lector. Cuando estuve frente a él, Yrigoyen me preguntó quién me parecía el hombre más importante del país y yo le contesté, impetuosamente, porque era joven para atarme: "Para mí, Juan B. Justo". A lo que Don Hipólito, medio molesto, me respondió: "Usted es muy joven, amiguito...". Otro hombre que me impresionó admirablemente es George Simenon, el autor francés de novelas policiales, nacido en Lieja. Simenon es un talento monstruoso, llegó a escribir más de 400 novelas, a razón de una por semana, dotadas de una imaginación increíble, inagotable.

MERCADO - Disculpe Tiempo... ¿Pero usted no considera como arte menor a la novela policial, como suelen ubicarla en algunas críticas?

El cajetilla

"... El cajetilla cree que el alma es inseparable del cuerpo... el tipo sabe que ostentar es vivir, y la pilcha la flor de su figura. A cuidar de la vestimenta, pues, pero a cuidarla para algo, aunque ese algo consista casi siempre en zambullirse en la propia contemplación como el tero en el espejito de un charco...
"Nuestro cajetilla tuvo la suerte de descubrir en la pantalla del cine al hermoso Brummel. Todo su edificio molecular fue sacudido por una conmoción ontológica. El podía ser aquél. Comprobó en el espejo de la peluquería que su nariz no era del más puro corte helénico pero él no había nacido en Atenas sino en Pepirí y Grito de Asencio y podía lucir, en compensación, una pelambre más negra que un río de petróleo, una cejas trazadas a compás, unos ojos hambrientos, una morfología de reloj de arena y unas maneras delicadas de acomodador de teatro... La única sociedad que conocía era la del Club Social de su barrio... Se dejó crecer la porra a lo beatle y frecuentar el café "La Paz" de Corrientes y Montevideo, con un libro de Harold Pinter en la mano y una sonrisa sobradora flotando sobre sus anchos hombros de estibador. Conoció el programa furtivo, el brillo trémulo de las miradas ansiosas, los telefonemas infinitos, el catchas-catch zaguanero...
"El tiene que brillar siempre. Luego, de la peluquería al vaivén sin cambiar de tren. El vaivén es el de calle Florida... Más tarde irá a bostezar a una conferencia porque de vez en cuando conviene hacerse ver hincándole el diente a la jalea real de la cultura. La vida también tiene sus exigencias... la vida y las viudas que pueden proporcionarle tales lugares de soñoliento esparcimiento...
"La gente hace lo que hace porque es lo que es. Señalamos un fenómeno. Unamuno decía que los ateos son unos individuos que están locamente enamorados de Dios. Los cajetillas son unos desamorados locamente enamorados de sí mismos. Todo debe ser un pretexto para que la gente repare en su presencia. Aspiran a la gloria de la frivolidad. Todos o casi todos dan la impresión de tener linfa en las venas, esa especie de agua muerta que no levanta espuma...

(De "El cajetilla y otros especímenes de la fauna porteña", 1974)

C. TIEMPO -No, de ninguna manera. Allí está el caso del norteamericano Raymond Chandler o del mismo Hammet. ¡Qué autores! Pero Simenon es el más grande novelista policial que existe desde los orígenes del género. Además de realizar una proeza de carácter físico, produce una proeza de índole espiritual. El es el creador del célebre inspector Maigret, lo recordará, sin duda. Una tarde estaba en Lieja y un amigo común nos presentó. Era un día de lluvia; después averigüé que Simenon era un adicto fervoroso a la melancolía de la lluvia y era capaz de tomarse un avión si se enteraba que estaba lloviendo en otra ciudad. Después mantuvimos varias charlas en su enorme residencia frente a la de Carlitos Chaplin. Recuerdo que una de sus facetas curiosas era su sentido de los celos. A su esposa, me contó, nunca le había permitido bailar porque decía que la danza era un acto sexual en público. Su rara personalidad me impresionó mucho y escribí una serie de notas para El Mundo y otros diarios de Caracas y México. También conocí a Somerset Maugham por esa época y a tantos otros...

MERCADO -Usted, amigo de los recuerdos, me ha ido nombrando autores que conoció físicamente. ¿Pero y los otros? ¿Los que marcan su emoción literaria?

C. TIEMPO -¿Actualmente? Está el premio Nobel Singer. No por el premio, sino porque es un creador de ambientes, produce una marea de acontecimientos vitales que caen sobre el lector como un incendio. El pinta, no sólo lo que muchos creen, el ambiente polaco de los ghetos, sino también el ambiente de cualquier otra comunidad; es universal, total. En otro aspecto, más personal, porque tiene que ver conmigo literariamente, Esta Cansino Assens. Ahí lo tiene, un escritor olvidado y qué interesante. El olvido es algo inexplicable: nadie tiene la culpa, pero existe. Esta es una época que fomenta la farolería y yo sigo sosteniendo que una verdadera obra se hace en soledad y silencio. Pero claro, el escritor actual tiene que ceder a todo: a los reportajes, a las presentaciones de libros, a las conferencias. Muchas veces para sobrevivir y muy pocas para vivir, realmente. Fíjese que es sorprendente cuántas presentaciones de libros hay diariamente en Buenos Aires. En Europa pasa mucho tiempo antes de que se produzca alguna. Mientras viví en Roma en todo un año hubo sólo tres actos. Además está la guía de conferencias increíbles. Se fomenta un poco el esnobismo literario, la cursilería. Gente que nunca visita una librería pero va a esos actos a comprar el libro porque está el autor para autografiarlo. Después, ese libro no se leerá nunca pero será mostrado invariablemente a las visitas, así como al descuido. Yo le recordé el olvido de Cansino Assens. ¿Y el de Cervantes, que vivió y murió en la miseria? Escribió El Quijote en la cárcel, lo desalojaron del conventillo donde vivía en Alcalá dos veces; murió y lo sepultaron en un cementerio de Madrid en una fosa común, sin identificar sus huesos. Ahora, sobre ese lugar donde se suponen están sus cenizas, hay un monumento.

MERCADO -Usted perteneció, alternativamente, a los dos famosos grupos, Boedo y Florida. Por qué no se recuerda ninguna mujer en el de Boedo, en cambio en Florida estaba Victoria Ocampo?

C. TIEMPO -A Victoria la conocí muy poco y tampoco, vaya a saberse por qué, nunca fui publicado en Sur. El grupo de Boedo estaba integrado por hombres, es cierto, como si el amor por la humanidad que proclamaban con sus plumas excluyese el amor por las mujeres, como si la única compañera posible fuera la Revolución. Sin embargo, un nombre de mujer, Clara Beter, entreveraría sus sueños con los soñadores de Boedo. Fíjese, el bíblico Jacob fue el primer hombre del mundo que legalizó su seudónimo. Pactó con Dios y le pidió que le proporcionara otro nombre. "Tu nombre será Israel" le dijeron. Irónicamente, Israel es mi nombre; después de Clara Beter, después de César Tiempo. Es lo mismo.

Fuente: www.magicasruinas.com.ar

 


Una reseña de Jorge Luis Borges

César Tiempo, Libro para la pausa del sábado
Gleizer, 1930
Argentina, periódico de arte y crítica, Buenos Aires, Año I, N° 3, agosto de 1931.

Por Jorges Luis Borges

No sé hasta donde podrá dictaminar en materia hebrea un mero, incircunciso argentino, pero sospecho que este judaizante y no judaico libro de Zeitlin, padece una discordia. ¿Qué pensaríamos de un discípulo de Dostoievski que se expresara solamente en acrósticos, o de un caníbal vegetariano, o de un ferviente adorador de Picasso que dilapidara todas sus rentas en la continua adquisición de croquis de Sirio? Una no menos milagrosa incongruencia me acecha y me incomoda en este perseverado volumen. El tema es Israel, la larga sangre de Israel, sus emigraciones, sus días; el estilo movilizado con ese eterno fin, es un dialecto literario de la lengua española, practicado por unos pocos muchachos del distrito central de la prescindible ciudad sudamericana de Buenos Aires, indescifrable en Tehuantepec o en Saavedra. ¿Necesitaré recordar a César —Israel Zeitlin— Tiempo, tan abundoso de eruditos epígrafes y de guturales cursivas, que hay un estilo hebreo, una como respiración natural de la poesía judaica? Esa respiración, ese modo, es el de los más incompatibles hombres de letras que proceden de Abrahán —el de David, el de Isaías, el de Jesús, el de Aben Gabirol, el de Yejudá Levi, el del rabí Sem Tob, el de Heine, el de James Oppenheim, el de Spire, el de Rafael Cansinos Assens, judío honoris causa, el de Werfel— y no es el de Leopoldo Lugones. Sin embargo, el intruso de Córdoba del Tucumán hace el gasto. Demuéstrelo la página 38:

Bien de mañana este ángel modernista
copia en la trepidante
máquina de escribir del restaurante
la pintoresca lista
de platos que al fervor del mediodía
vuelcan su aliento cálido sobre la judería.

O la 132:


César Tiempo, prologa aquí la "Rapsodia Judía" de José Rabinovich, que recita Berta Singerman. Consta la misma de: 1) Introducción de César Tiempo (en este video) 2) Dios mío 3) Larga distancia 4) Anúteba de paz 5) Pasos rimados 6) Pan navideño 7) Mi banquete.

También tuvieron que emigrar
los jóvenes adictos al alcohol
que llaman correligionario a Castelar
como a Maimónides y Gabirol;
unos: sionistas infractos
que entre cubano y san martín
ante los espejos estupefactos
peroran en términos exactos
y echan sus redes a la del violín,
y otros: adeptos a la Hebraica
con cierta prosopopeya de jumentos,
que desconocen la Ley Mosaica
e infringen todos los Mandamientos.

Lugonería honesta, cuidada (un poco más abajo de Franco, bastante más arriba de Nalé Roxlo) es la definición de la mejor mitad de este libro. El finado ultraísmo puede prohijar lo que falta. Así (página 89):

Empolvada de hastío
la tarde se consume blandamente
en el escaparate de mis ojos...
Mi corazón ansia treparse a ese tranvía
para pasear la calle
a la única amiga que ha sabido
empapelarlo de romanticismo.
Y en un rincón del cielo
está mochino el sol cual si le hubieran
sacado a puntapiés del horizonte.

Quedan por señalar algunas inocentes variantes: Fechorías del mismo autor por Libros del mismo autor; Iluminaciones de Manuel Eichelbaum por Ilustraciones; Intención de vocabulario.

Jorge Luis Borges, Textos Recobrados 1931-1955

César Tiempo y el antisemitismo en la Argentina

Las razones de publicación del texto de César Tiempo de 1935

“Corrían los primeros días del año 1919. Una gran huelga de metalúrgicos habíase generalizado en Buenos Aires, y las noticias más inverosímiles acerca de una revolución maximalista propagábanse de un extremo a otro de la ciudad. La tarde del viernes 10 de enero, el tío Petacóvsky estaba, como siempre, sentado junto a sus libros, tomando mate. Había despachado a los chicos más temprano, por ser víspera de sábado y porque en el barrio reinaba cierta intranquilidad.

La calle Corrientes, tan concurrida siempre, ofrecía un aspecto extraño, debido a la interrupción del tráfico y a la presencia de gendarmes armados a máuser.

A eso de las cinco y media, un grupo de jóvenes bien vestidos hizo irrupción en la acera del boliche, vitoreando a la patria. Atraído por los gritos, el tío Petacóvsky, que seguía tomando mate, asomó la cara detrás de la vidriera, todo temeroso, porque, hacia un momento, Daniel había salido a decir su kadish.

Uno del grupo, que divisó el rostro amedrentado del tío Petacóvsky, llamó la atención de todos sobre el boliche, y los mozos detuviéronse frente al escaparate.

-¡Libros maximalistas! –señaló a gritos el más próximo –¡Libros maximalistas!...

-Ahí está el ruso detrás –objetó otro.

-¡Qué hipócrita, con mate, para despistar!...

Y un tercero:

-Pero le vamos a dar libros de “chivos”...

Y, adelantándose, disparó su revólver contra las barbas de un Tolstoi que aparecía en la cubierta de un volumen rojo. Los acompañantes, espoleados por el ejemplo, lo imitaron. En un momento cayeron, entre risas, todos los libros de autores barbados que había en el escaparate. Y, en verdad, la puntería de los jóvenes habría sido cómica, de no fallar una vez y costarle con eso la vida al tío Petacóvsky”.


(Fragmento del cuento Mate Amargo, del libro La Levita Gris, cuentos judíos de ambiente porteño, de Samuel Glusberg, publicado por editorial Babel en 1924).
 



Exposición de la actual poesía argentina (1922-1927) que César Tiempo compilara junto a Juan Vignale. Clic en la imagen para la versión online

Este cuento marca un suceso poco recordado por la colectividad judía institucionalmente y, por supuesto, por los libros de nuestra historia nacional. Pero en la Argentina, en la ciudad cosmopolita de Buenos Aires, tan liberal ella, hubo un progrom. Y, al igual que la Semana Trágica o los sucesos de las huelgas de la Patagonia donde se fusilan obreros, sucedieron bajo el gobierno de Hipólito Yrigoyen.

El grupo de “jóvenes patriotas” que menciona Glusberg en su cuento pertenecía a la Liga Patriótica. Durante la Semana Trágica, para la represión del movimiento obrero, el gobierno, además de utilizar a la policía y al ejército, los autoriza a inscribirse en las comisarías como efectivos policiales.

Es bueno recordar que una de las excusas que se esgrimieron para reprimir sangrientamente a los obreros en la Semana Trágica, fue el supuesto descubrimiento de un “complot maximalista”. Según Hugo del Campo (Todo es Historia, Centro Editor de América Latina, 1971) “la versión resultaba evidentemente ideal: no sólo permitía desvincular al movimiento de sus raíces sociales, olvidar su carácter masivo y encontrar un “culpable”, sino también reforzar la unión de todos los sectores “patrióticos” contra la agresión de origen extranjero y presentar al gobierno como el salvador del orden social y de la soberanía nacional. Lástima que no podía durar: pronto se supo que Wald (Pedro Wald, futuro dictador y jefe del Primer Soviet de la República Federal de los Soviets Argentinos, según las versiones que se difundían) era un pacífico socialista que trabajaba en el diario Die Presse y dirigía el periódico judío Avangard, donde siempre había expuesto sus ideas moderadas”.

Por supuesto, el “descubrimiento” del complot sirvió para acrecentar el antisemitismo de los “patriotas”. Los grupos civiles que colaboraban con la represión recibían adiestramiento en el Centro Naval, además de armas y vehículos. Los marinos que brindaban estos servicios educativos eran dirigidos por el vicealmirante Domecq García. Los enemigos eran los “rusos” y había que encontrarlos en sus propios escondites. “Una obcecación popular o un sobresalto patriótico han sembrado en nuestros hogares el pánico y la desdicha desde hace cinco días, como si, redivivo el terror en las calles de Buenos Aires, se necesitara sacrificar a millares de inocentes”, sostenía el manifiesto de la colectividad israelita publicado en “La Época”, el 15 de enero de 1919. En su Guía del buen sentido social (folleto de 1920), la Liga Patriótica Argentina hablaba de “esa runfla humana sin Dios, Patria ni ley...”. El llamado “terror blanco” tuvo su bendición en una reunión realizada en el Centro Naval, bajo la presidencia de Domecqu García. Allí concurrieron representantes del Jockey Club, Círculo de Armas, Club del Progreso, Yacht Club, Círculo Militar, Damas Patricias, los obispos Piaggio y D’Andrea y otras personalidades.

César Tiempo (1906-1980) tenía conciencia de esta historia. Y también sabía quién era Gustavo Martínez Zubiría, cuyo seudónimo era Hugo Wast (1883-1962). El folleto que aquí reproducimos es una valiente denuncia del antisemitismo en la Argentina. Claramente dice que el pensamiento antisemita de Hitler tiene sus émulos en el Río de la Plata. Y que éstos ocupan lugares en el poder.

El folleto fue escrito en 1935, cuando Israel Zeitlin (César Tiempo) contaba con 29 años. Ya había publicado Versos de una... (1924) bajo el seudónimo de Clara Beter, el Libro para la pausa del sábado (1930), Sabatión argentino (1933), una obra de teatro y había obtenido el Primer Premio Municipal de Poesía (1930)

Para entonces Hugo Wast era uno de los escritores más leídos del país. Y en ese año publicaba Buenos Aires, futura Babilonia, El Kahal, Oro.

Y en 1935 en el país, Manuel Fresco era nombrado interventor en la Provincia de Buenos Aires, llegando así a su máxima expresión el “voto cantado”. Lisandro de la Torre debatía en el Senado de la Nación denunciando el monopolio de los frigoríficos, actitud por la cual se intentó asesinarlo en la propia cámara, siendo finalmente ultimado el senador Enzo Bordabehere. Como muestra de la magnificencia de la oligarquía, se inauguraba el edificio Kavanagh. Y Enrique Santos Discépolo estrenaba su tango más célebre: Cambalache.

El Jabalí publica este texto por dos motivos sencillos: poner nuevamente sobre el tapete una parte de nuestra historia no muy conocida (o convenientemente olvidada, elija el lector la actitud que prefiera) y por su palpitante actualidad, ya que Los protocolos de los sabios de Sión lamentablemente siguen estando en muchos kioscos y librerías de la Argentina.

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César Tiempo
La campaña antisemita y el director de la Biblioteca Nacional
Ediciones D.A.I.A

1935

PALABRAS DE LOS EDITORES

Acontecimientos de pública notoriedad han desplazado a los intelectuales hacia una actividad militante, digna de los días de transición que nos toca vivir. La literatura por la literatura corresponde, en realidad, a un ciclo ya abolido aunque no lo crean así los que viven sordos y ciegos a la realidad de los hechos. “El ´affaire Dreyfus’ –afirma Julien Benda– es el caso, casi único en la historia, en que un puñado de intelectuales supo dar razón de la furia de todo un pueblo y de la cobardía de sus gobernantes”. “De todos modos –añade– la verdadera resurrección del “affaire Dreyfus” no acontece en Francia. Ella tiene lugar más allá del Rhin. Y es allí donde nuevamente vemos a todo un pueblo abalanzarse sobre el judío, porque –y esta vez se lo confiesa–, él encarna el maldito racionalismo que molesta a la adoración de la fuerza y el reino exclusivo de los fanatismos nacionales. Desde este punto de vista, Alfred Dreyfus, pertenece al martirologio de Israel, él tiene su lugar en el libro de oro de esta raza, a la cual, desde hace más de dos mil años, el espíritu del Mal hace el honor –¿y cómo no habría de sentirse orgullosa?– de identificarla con la causa de la razón y de la humanidad”. Pero que es así, que la causa de los judíos perseguidos y escarnecidos es la causa de la razón y de la humanidad, parecen no comprenderlo los furiosos orates del tercer Reich y sus corresponsales criollos. Por antiargentinos y anticristianos había que señalar a los que desde aquí se empeñan en plantear conflictos de esa extemporaneidad, ya que su sola enunciación basta para comprender cómo viven de espaldas a la tradición de nuestro país y a la historia de la civilización quienes se hallan entregados de buena y de mala fe a servir los intereses bastardos del antisemitismo. Su dignidad de argentino y de escritor ha llevado al autor de este ensayo, por muchos conceptos ponderable, a plantear las cosas con toda valentía y en su verdadero terreno. Los intelectuales argentinos deben sentirse confortados con esa actitud que reivindica el decoro del pensamiento argentino. Obvia señalar los merecimientos del autor para justificar su representación. César Tiempo, que aún no ha llegado a los treinta años, tiene títulos bien ganados en la literatura argentina. Autor de libros señalados auspiciosamente por la crítica americana y europea, obtuvo a los 24 años el primer premio municipal de Poesía con su primer libro de versos, bajo la intendencia Guerrico. Es actualmente secretario general de la Sociedad Argentina de Escritores, que preside el Dr. Roberto F. Giusti, y ejerció el mismo cargo bajo la presidencia de intelectuales tan esclarecidos como Leopoldo Lugones y Arturo Capdevila. Es uno de los directores fundadores de la Sociedad Amigos del Libro Rioplatense, una de las editoriales más importantes de América. Ha ocupado la cátedra de conferencias de las instituciones culturales más calificadas del país, entre ellas la de la Universidad Nacional del Litoral, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Plata, Escuela Normal de Rosario, Ateneo Cultural de Salta, “La Brasa” de Santiago del Estero, etc., etc. Fue jurado en infinidad de concursos literarios. Esos antecedentes y su obra misma dejan documentada la autoridad de su palabra y señalan las reflexiones del presente estudio a la atención de los lectores.

César Tiempo en el cine

Guionista:
No hay que aflojarle a la vida (1975)
Las procesadas (1975)
Proceso a la infamia (1974)
Deliciosamente amoral (1969)
Amorina (1961)
La novia (inconclusa - 1955)
El muerto es un vivo (1953)
Misión en Buenos Aires (1952)
Donde comienzan los pantanos (1952)
Paraíso robado (1951)
Martín Pescador (1951)
Otra cosa es con guitarra (1949)
Al marido hay que seguirlo (1948)
Pasaporte a Río (1948)
La muerte camina en la lluvia (1948)
Los pulpos (1948)
El hombre que amé (1947)
Los verdes paraísos (1947)
Con el diablo en el cuerpo (1947)
El ángel desnudo (1946)
Adán y la serpiente (1946)
Las seis suegras de Barba Azul (1945)
La señora de Pérez se divorcia (1945)
El canto del cisne (1945)
La verdadera victoria (1944)
La pequeña señora de Pérez (1944)
Safo, historia de una pasión (1943)

Autor:
Safo (mediometraje - 2003)

Diálogos:
El canto del cisne (1945)

Diálogos adicionales:
La sombra de Safo (1957)

Intérprete:
Esta tierra es mía (1961)

Temas Musicales:
Se rematan ilusiones (1944)

Fuente: www.cinenacional.com

Una revista porteña publica en su primera página una declaración de protesta contra la condena de un poeta. La firman los escritores más representativos y calificados del país. ¿Qué ha hecho ese poeta?, podemos preguntarnos. ¿Ha circulado moneda falsa? ¿Es agente de la lotería del Perú, inventada en Avellaneda? ¿Ha puesto una bomba de dinamita en el zaguán de un sicofante? ¿Ha exterminado a un prójimo? ¿Es corredor de estupefacientes? ¿Ha intervenido en el debate sobre las carnes? ¿Se ha desacatado a las autoridades de la República? ¿Cultiva el floripondio? –Nada de eso. En la tierra donde la libertad de pensamiento y de expresión es flor de almáciga, el poeta ha publicado un poema. Tal vez asomen sobre su fastigio las gorgonas libertarias de ese arte social que blande, frente a la multitud, los estandartes de las reivindicaciones ideales. Pero su tónica es ajena a toda intención ulterior, fuera del gesto lírico –y hermoso, por el desplante juvenil que implica– de imprimir en una literatura mucilaginosa enérgicos matices de salud y de vida. Zola, con su alba de blusas azules, Hugo, con sus ardidos arrabales, y nuestro Almafuerte, para no ser prolijos, con sus chusmas encendidas y rebeldes, habrían debido desvanecer su recia anilina en un cangrejal de leche, proclive a todas las claudicaciones. “El artista no sólo tiene el derecho sino la obligación de inspirarse en los motivos que se avengan mejor con su temperamento y elegir los medios que lo expresen con más eficacia. Vedarle este tema, prohibirle tal forma de expresión, significa no sólo cometer los mismos errores que ilustran la historia de todos los juicios literarios y científicos, –desde Galileo a Baudelaire– sino hacer tabla rasa de la tolerancia que existe y ha existido siempre en los pueblos verdaderamente cultos, para atentar contra las manifestaciones más altas del espíritu”, –expresan los referidos escritores en su enérgica reclamación.

Por un poema, en la República Argentina –se comentará mañana en el extranjero– se ha condenado a un poeta a dos años de prisión [1] . Y se le ha condenado, podrá añadirse, al mismo tiempo que se ha permitido circular en la mayor impunidad una seudo novela dividida en dos tomos, tipo “schmutzliteratur”, en cuyas páginas se incita al crimen paladinamente. Por otra parte, el poema motivo de la grave sanción apareció en una revista casi inédita, cuyos escasos ejemplares circulaban entre solevantada gente joven, como es natural. El libro “pogromista”, en cambio, se exhibe en todas las vidrieras de Buenos Aires juntamente con una fotografía del estrecho ángulo facial de su autor y una página autógrafa donde se hallan escorzadas las monstruosas afirmaciones que luego él mismo no se ha animado a dejar documentadas en el libraco en toda su crudeza. Ese novelón, además, dice que el pueblo argentino vive en una extrema abyección (pág. 235) por obra del sufragio libre y la enseñanza laica. Y desliza imperdonables agravios contra la Constitución Nacional. Claro que luego afirma textualmente, como para justificarse, “que la libertad de imprenta es el intangible privilegio de los perillanes” (pág. 272). Ahora bien, se preguntan las almas ingenuas, ¿cómo es que el señor fiscal que formuló la acusación contra el poeta leyó la furtiva revista donde apareciera el cálido poema de marras y no vio los dos tomos detonantes que se exhiben en todos los escaparates de librería y cuyos capítulos fueron anticipados o reproducidos en buena cantidad de diarios del país? El señor fiscal es un hombre culto –por lo que se ve– que prefiere leer buenas revistas jóvenes y permanecer acorazado de indiferencia ante los engendros de un escritor descalificado desde su lejana iniciación. Nada tiene que ver en su actitud –y sería una infamia presumirlo– la circunstancia de llevar la esposa del autor de los dos tomos piafantes, el mismo apellido del señor secretario de Estado que tiene a su cargo dos departamentos, uno de los cuales es el encargado de la designación de jueces, fiscales y camaristas, y el otro de proveer el alto cargo público que en el país “del ignominioso sufragio libre y la abyecta enseñanza laica”, desempeña el susodicho fautor.

Ha ocurrido, pues, lo que dejamos expuesto, sin ironías. El señor fiscal es un lector exigente y ha preferido sincronizar su curiosidad al pulso caudaloso de la nueva literatura y denunciar criminalmente a un poeta joven, para que toda la atención del mundo civilizado se detenga sobre su nombre y adquiera así la resonancia condigna. Y, en cambio, ha sumido en el más afrentoso de los silencios el nombre del folletinista “evangélico”, hambriento de popularidad y de “oro”, contribuyendo a que la serpiente de las carátulas y la foto de la facies se marchiten dolorosamente castigadas por el sol que va borrando sus rasgos, implacable, ante la renovada indiferencia de los peatones.

Claro que resulta irreverente correlacionar al poeta Raúl González Tuñón, que ha logrado ya páginas fuertes y bellas, y al funcionario público que incita al crimen desde el cantil de unlibro intransitable.

Precisamente en estos días un fiscal argentino ha pedido las penas más severa -prisión y reclusión por tiempo indeterminado– para los integrantes de la banda del revolcadero chauvinista que intentaron incendiar el teatro Cómico durante la representación de “Las Razas” de Bruckner, colocaron explosivos en “Argentinische Tageblatt” y arrojaron bombas de alquitrán a las fachadas de los templos israelitas: una mínima parte, en suma, de lo que preconiza el libro del director de la Biblioteca Nacional, cuya propaganda comercial –y particular– circula con estampillas del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, según lo denunciara “El Orden” de Santa Fe.

El poema impugnado anda en todas las manos y ha quedado incorporado como un documento vivo al Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación. En tanto, los dos tomos perecerán inexorablemente entre las telarañas de los sombríos depósitos, frente a las ratas y los comejones intoxicados con el mortal nutrimiento. Por supuesto que el folletinista no ignoraba el destino que le estaba deparado a su pistraje. Consecuente con el desinterés que anima toda su producción, administrada por él mismo “para evitar filtraciones de editores poco escrupulosos”, sin proponérselo, centró su fusible novelón con un tema, actualizado por la barbarie hitlerista, que estimulase la venta entre los núcleos de gente afectada por el libelo y buscando que su ardua circulación fuese lubrificada por aquellos cuya política antijudía y anticristiana encuentra entre nosotros un fácil y estentóreo vocero. Y he aquí que a las pocas semanas de publicarse el brulote (barco cargado de materias inflamables que se dirige sobre otros buques para incendiarlos consumiéndose a sí mismo), según lo registraron las crónicas sociales de los grandes diarios, el ministro del país que tiene asqueado al orbe civilizado con su política sadista y sus odios cavernarios ofrecía una recepción en su casa al oportunísimo pendolista. Es obvio señalar que en ese “sky party” no se conversó para nada de pedestres asuntos terrenos. Fueron los licántropos genios celestes del Tercer Reich los que determinaron, sin duda alguna por vía metapsíquica, la nueva edición “popular” del engendro que, a precio de purgante, circulará entre la gente desprevenida, por el mismo canjilón de desagüe que llevó a los abonados de la Unión Telefónica, editado por la Cámara de Comercio Alemana, el “último” discurso de Hitler, el “metoikos”, o a los oficiales del ejército argentino los “Protocolos de los Sabios de Sión”, burda superchería que el Tribunal Superior de Berna acaba de condenar como literatura inmoral, prohibiendo su difusión.

De esa lucha entre las polillas y el novelón bipartito del funcionario público argentino, vamos a hablar más adelante. Ahora atravesemos millas y singladuras y veamos otro episodio.

* * *

En una pinacoteca de Berlín manos anónimas destrozaron últimamente varias telas de considerable valor. Una de ellas la firmaba Max Liebermann, el pintor más grande de Alemania, fallecido hace unos meses apenas. Las otras, el holandés Israels.

Las alondras rayan con sus cantos el cristal de los cielos al filo del amanecer. Una piedra en el agua rompe la superficie inquieta y revela, en los círculos concéntricos, tan perfectos como los que trazan las palomas en su vuelo, la armonía de la creación. Un grito en la noche triza sobre los tejados la calma de los albaicines y se hace lágrima en la estrella más alta. El mundo se recupera día a día y la naturaleza, creadora implacable, devuelve intacto su tesoro, en el milagro constante de sus mutaciones. Pero la obra del artista en cuyo espejo se identifica y alivia el alma opaca del ciudadano, número desconocido en la muchedumbre y el caos, y la muchedumbre y el caos encuentran su módulo armonioso, la melodía que el torbellino de la vida se empeña en desencadenar sobre nuestra pequeñez ambiciosa, la obra del artista, digo, dolorosamente perecedera por lo común, a veces, ni él mismo, que maceró con sus sueños y con su vida, esa otra realidad extrahumana, es capaz de reconstruirla. ¿Shakespeare habría escrito dos veces su “Hamlet”, Dante su “Divina Comedia”, Milton su “Paraíso Perdido”? ¿Rafael habría vuelto a pintar “La Bella Jardinera”, Miguel Ángel el “Juicio Final” y Leonardo da Vinci “La Cena”?

¿Los bárbaros que destrozaron las telas de Liebermann e Israels, dos maestros indiscutibles de la pintura moderna, se creerán capaces de superarlas con su genio oscuro y reptante? ¿O son ciegos instrumentos de algún artista envidioso, que en pleno delirio movilizó esas fuerzas serviles para lograr su tremendo designio de brillar como un astro único en la constelación de su tierra? Nada de eso ha ocurrido. Se viven días de larga cólera en Alemania. El Wotan hierve como la caldera de Macbeth. Las walkirias no escancian hidromiel sino que alcanzan cintas “dum dum” para las ametralladoras. Orfeo ya no encanta a las bestias y la única música que remonta los ámbitos en la tierra de la “Crítica de la razón pura” es la de los himnos canallas, bamboleándose entre las ráfagas de la fusilería.

¿Qué ha sucedido con los cuadros de esa pinacoteca berlinesa? Sus autores, judíos, tuvieron la osadía de firmarlos, reivindicando su paternidad ante la gloria. No tuvieron la desdichada fortuna del ingeniero David Schwartz, sepultado en un oscuro cementerio israelita, que habiendo inventado el dirigible, no pudo inscribir su nombre en la historia de las grandes conquistas científicas. Cuando hace cuarenta años hubo de lanzar su nave desde el campo de Tempelhof, un ataque al corazón, consecuencia de una vida largamente trabajada por hondas angustias y vicisitudes terminó con él. La viuda, en la miseria, tuvo que vender las patentes a Zeppelin y Berg, y así se construyó el primer “zeppelín” que, en realidad y con genuina justicia, debió llamarse “Schwartz”. Pero así como pudo evitarse que ese nombre saliera de las tinieblas de su apellido, no se pudo impedir que resplandeciera con luz viva y eterna la huella del genio judío en todas las manifestaciones del arte y las ciencias alemanas. ¿Qué hubiera sido de ellos sin Einstein, Ehrlich, Haber, Heine, Scheller, Liebermann, Reinhardt, Toler, Piscator, Boas, Jacob Wasserman, Feuchtwanger, Zweig, Ludwig, Pallemberg y mil otros? Pero las jaurías del meteco se creen irremplazables y plenipotentes y sus “numerus clausus” llaman a rebato. Las obras más puras y más desinteresadas del espíritu son sometidas a autos de fe. Los cuadros destrozados inicuamente, perdiéndose un tesoro inapreciable, que nadie podrá restablecer y que yacerán en los subsuelos de la cultura alemana, como esos galeones cargados de oro en el fondo de los ríos legendarios, perdidos para siempre.

¿Sabrán acaso que Rembrandt vivió treinta años en un barrio judío, y entre judíos buscó sus motivos? Y que, espíritu solitario, señero, tuvo solamente dos amigos, el calígrafo Copperal y un rabino, Menasseh ben Israel, en la escuela del cual se formó el genial filósofo Spinoza?

Ahora podría recordárseles la actitud de Federico Nietzsche, su filósofo genial, yendo a golpear a la puerta del insigne historiador Jacobo Burkhardt, en Basilea, el 28 de mayo de 1871, para echarse en sus brazos y llorar amargamente la inminencia de una enorme desgracia: los nuevos bárbaros amenazaban incendiar el Louvre.

Sesenta y cuatro años más tarde, ante sucesos de idéntica filiación que enlutan al mundo civilizado, el director de la Biblioteca Nacional publica un libro de más de seiscientas páginas para justificar ese ludibrio, océano de por medio. Toda la prédica de Goebbels, de Streicher, de Goering, de Ley de Rosenberg, orates cuya peligrosidad puede determinar el más somero examen psiquiátrico y que amparados en su impunidad todopoderosa lanzan a sus esbirros sobre una colectividad imbele, halla eco prolijo en el descendiente del liberalísimo Facundo Zuviría, que ha ido a plagiar, para fondo de su novela, un episodio del que se hizo eco la prensa reaccionaria europea en las circunstancias del proceso Dreyfus.

La génesis “fiduciaria” del libro queda consignada. Su intención gritona de atajar el advenimiento del presunto Anticristo es de una ingenuidad escalofriante. A ojos de corrompido la corrupción anda por todas partes. Pero los sueños no se pudrirán nunca, por mefítico que sea el clima que los sustente.

Los israelitas han guardado sus sueños en el tibor de los “ghettos”, pero no bien se desmoronaron sus muros, su espíritu le dio alas y la Diáspora los llevó cantando a todas las orillas del mundo. Vigilaron las tahonas para que no se les quemara el pan y vigilaron el cielo para que no se les quemara el alma. En su equilibrio radica su fortaleza. Los pobres en bienes espirituales pueden ser ricos en bienes materiales y los ricos en bienes espirituales pueden ser pobres en bienes materiales. Y si logran fundirse ambas riquezas, ¿por qué no va a asomar su hocico de vulpeja, el rencor, la envidia sinuosa y el odio purulento? Tienen los israelitas una sola ambición: esperar el milagro, y la sustentan con la tenacidad que otros ponen en la búsqueda de una veta de oro o en el remate de un buscacielo. Dice Unamuno, glosando a Saulo: “La fe es la substancia de las cosas que se esperan, y lo que se espera es sueño. Y la fe es la fuente de la realidad, porque es la vida. Creer es crear”. He aquí el blasón más perfecto de un pueblo creyente y creador por excelencia. “El crisol para la plata –dice un proverbio salomónico– y la hornaza para el oro, mas Jehová prueba los corazones”. En medio de sus vicisitudes, en medio de sus miserias, una llama inextinguible alienta en sus pechos: el Mesías. Es decir: la esperanza. Es decir: la verdadera poesía. La fe enciende sus candelabros en todos los rincones, y su luz es siempre una luz armoniosa. Es una orfandad penosa y dichosa al mismo tiempo, porque su redención está en su propia capacidad de futuro. Esperar equivale a amar. Y el amor ¿no supera acaso a las tres virtudes teologales? Los otros tienen un Dios en quien confiar y por quien padecer, mientras los israelitas tienen que confiar en una ilusión y padecer por un sueño.

Y por esos sueños han sido perseguidos, lapidados y escarnecidos. No quiere decir esto que la furia antisemita actual, desencadenada en la gehena del Tercer Reich, sea de carácter religioso. Hay razones políticas y económicas que explican claramente el origen de la reacción. Y en el caso concreto de Alemania, la intención de desviar la angustia de un pueblo humillado y famélico hacia un blanco infalible hizo que se enconara su resentimiento hacia esa minoría que ocupaba posiciones prominentes, en mérito a que la distribución de funciones se había hecho cualitativamente y no de otra manera. Y porque Israel se afirma siempre para saltar, no sabe ofender sino defenderse, no sabe rugir sino con la voz de sus profetas y no es capaz de realizar esta crueldad del Evangelio: “El árbol que no producirá buenos frutos será cortado y tirado al fuego”, ya que de cumplirlo debería haber concluido con todos sus perseguidores tarados, y prefiere, en cambio, ceñirse al precepto del Levítico que dice “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (19. 18). Tuvieron a Isaías, que tronaba como un Dios, y a Jeremías, que lloraba como un hombre; a Jehuda Ha Levy, dulce como un ángel, y a Biálik, que lanzaba sus admoniciones terribles como un rayo. Pero es una hermandad que huye y que construye, que aprieta los dientes y que espera, que hunde la reja en la gleba y la mirada en el porvenir. Y han sobrevivido a los Faraones, a Nabucodonosor, a Tito, a Epifanio Antíoco, a Constantino, a Mahoma, a Torquemada, a la asimilación, a la dispersión, a las conversiones, a los pogroms y sobrevivirán al frenesí de las jaurías de Hitler, a los ultrajes de los paranoicos “instructores filosóficos” del fascismo alemán, a las vejaciones de las tropas de asalto nazi, esas valientes pandillas desenfrenadas que profanan los cementerios israelitas, hacen autos de fe con las insignias de la cultura europea, arrancan las barbas a ancianos indefensos, y cuando son perseguidos por los comunistas en las calles de Dresde y de Munich, como antes en las de Berlín, se refugian en las sinagogas e imploran de rodillas al “schammes” que no los delate.


Estreno de "Pan Criollo", 20 de octubre de 1937. Clic para agrandar

Y bien: ese meteco sombrío que tiene la cara de Charles Chase y no su gracia; que tiene las ambiciones y la voluntad de dominio de Mussolini y no su astucia política; que hace decir a sus corresponsales maniatados que desciende de judíos y no ha heredado de éstos su capacidad de profecía, y que, entre las muchísimas cosas que no sabe, debe ignorar esta sentencia del Sanhedrin, que dice: “Cuando Dios creó el mundo no formó más que un solo hombre para que ninguno pudiera decirle a otro: yo soy de más noble raza que la tuya” y ha desencadenado una borrasca de odios y de escarnio, de matanzas y de horrores, precisamente contra quienes han cimentado la grandeza moral y espiritual de Alemania, de esa Alemania que no se perpetuará por los muñecos de Nüremberg, ni por los gansos de Hamburgo, ni por la mostaza de Düsseldorf, ni por las ferias de Leipzig, ni por los estípticos profesores de Bonn, ni por las próximas olimpíadas de Berlín, sino por el fuego inmortal de sus poetas como Heine, de sus economistas como Rathenau, de sus conductores como Marx, de sus luchadores románticos como Lassalle, de sus sabios como Einstein [2] , de sus grandes músicos como Mendelsohn, de sus poderosos artistas, cuya enumeración comportaría sincronizar el progreso cultural y espiritual de ese país, en cuyas calles los androides hitleristas cantan actualmente a voz en cuello un himno oficial que remata en esta frase cínica y ruin: “Cuando la sangre judía corra a nuestros flancos, todo irá bien”. Por lo visto les hace falta una transfusión total para subsistir.

Esta ceguera del pueblo alemán, exasperado por la miseria, roto su equilibrio moral por la última guerra, no nos puede llevar a generalizaciones siempre injustas. Voces alemanas genuinas han repudiado la intolerancia brutal del “heimatloss” nacionalista de Hitler, que aspira a trocar su brocha de antaño por los blasones de la comatosa nobleza alemana; y en nuestro país, un diario del prestigio y de la autoridad del “Argentinisches Tageblatt” ha estado con los israelitas perseguidos en todo momento. Sin embargo, no está de más incidir en una definición, tan imparcial por venir de quien viene, sustentada en un discurso memorable que pronunciara don Enrique Larreta, el famoso autor de “La Gloria de Don Ramiro”: “La intención del malhechor la dicen sus herramientas. ¿Qué ha hecho el militarismo de Prusia con el pueblo alemán? Todos sabemos, por relatos o lecturas, lo que era el hombre de ese pueblo a mediados del pasado siglo. Era, entonces, el alemán un hombre dado al ensueño, adorador de la naturaleza, con algo siempre de músico y botánico, compasivo con las bestias y aún con los hombres, cantor de las ninfas de su río legendario. En una palabra, el tedesco de aquellos tiempos era el más dulce y estimable de los hombres. Quedan todavía en nuestro país muchos hermosos ejemplares de aquella especie muy anterior al actual diluvio de sangre. El furor prusiano encontró, naturalmente, que no era posible con súbditos de tan dulce condición realizar una obra. Urgía convertir al blando soñador en hombre de presa. Federico II había redactado el cínico decálogo. Los profesores se ofrecieron, buenamente. La Universidad se puso al servicio del cuartel. Se trataba de sofocar en cada alemán, desde la infancia, todo ímpetu de rebeldía, todo sentimiento de compasión, inyectarle en cambio el virus del odio y del orgullo, disciplinar el mal, organizar el terror, endemoniar la ciencia. No sería justo culpar demasiado a un pueblo que ha sido sometido a semejante régimen. Prusia ha querido hacer del dulce pueblo germano un monstruo artificial, enseñándole los movimientos sinuosos del tigre, pintándole de rojo las garras y la pelleja de asustadoras manchas felinas. No Alemania, la Alemania idealista y profunda, no la tierra de Goethe y de Wagner –semidioses– pero sí el genio funesto de un militarismo tiene también su símbolo en esta lucha, y, cosa sorprendente, es otra doncella. Me refiero al famoso instrumento de suplicio, en forma de mujer, erizado en su interior de espantosas púas, que se conserva en la vieja torre del castillo de Nüremberg, y que el pueblo llama “Eiserne Jungfrau”, la doncella de hierro.

Hitler ha pretendido encarnar ese espíritu prusiano, con su maleable instinto de adaptación, y dispone vertiginosamente un numerus clausus general contra los israelitas. Habla de arios y no arios con su enciclopédica incultura y confunde etnografía y filología, raza y lengua, como lo demostró en un luminoso estudio el doctor Franz Boas [3] . Pero no estamos en la época de las Cruzadas, cuando las masacres de los judíos en Alemania quedaban impunes. Cuando el israelita Bela Khun, presidente de la República Socialista Húngara, pudo hacer florecer su simiente, la reacción fascista comenzó a lanzar sus hordas contra los correligionarios de aquél. Sus desmanes –refiere Mariátegui– cometidos en nombre de un sedicente cristianismo, tuvieron la virtud de provocar una airada protesta del Cardenal Czernoch, príncipe primado de Hungría. El cardenal negó indignadamente a los autores de esos actos abominables el derecho de invocar el cristianismo para justificar sus excesos. “De lo alto de este sillón milenario –dijo– yo les grito que son hombres sin fe ni ley”.

No hace mucho, el presidente Roosevelt y el alcalde La Guardia hicieron arrojar la esponja a Hitler, en un knock-out técnico que ya había tenido su paradigma físico en la victoria del joven campeón israelita Max Baer sobre el alemán Max Schmelling, a quien el ridículo gobierno prusiano amenazó entonces con cancelar su ciudadanía, como si fuese un crimen de lesa patria doblar las rodillas hasta caer al cuadrado, ante los golpes de dos briosos jóvenes puños judíos. Ya Zangwill refiere, en el proemio de sus famosos cuadros agrupados bajo el rótulo de “Los Hijos del Ghetto”, aquella sabrosa tradición londinense del joven gentilhombre que defendía, en las limosas calles de Wentworth o Petticoat Lane, a los viejos buhoneros israelitas de las befas de los truhanes, y que luego resultó ser Dutch Sam, el célebre Dutch Sam, campeón de boxeo de su tiempo y, en su vida privada, un elegante y un favorito de S. M. Jorge IV.

No es necesario, pues, esperar a una nueva Judith ultriz, porque están en estos momentos con el pueblo hebreo todas las fuerzas morales y espirituales del mundo, que son las únicas fuerzas que cuentan realmente. Los blancos de sus filas sirven para darles una mayor conciencia de su responsabilidad y de su abnegación. Cien mil judíos de Alemania –de los cuales doce mil perdieron la vida– cumplieron brillantemente su deber en la última guerra, sacrificándose por una causa en la que no creían mucho. Ludwig Frank, israelita y polemista notable, siendo diputado al Reichstag, brindó a sus enemigos una prueba decisiva de patriotismo, enrolándose el 4 de agosto de 1914, vale decir que fue el primer diputado alemán en hacerlo. El 3 de septiembre del mismo año era muerto en Baccarat.

Rosa Luxemburgo, justamente llamada la Antígona judía, que luchó vanamente por abrir los ojos a sus compatriotas, librando una batalla encarnizada contra el militarismo prusiano, murió el 15 de enero de 1919, salvajemente “lynchada” por algunos oficiales de la brigada Reinhardt. Kurt Eisner, víctima de su fidelidad a un ideal, murió asesinado en Munich, baleado por la espalda. Walter Rathenau también pagó con su vida la lealtad y la generosidad de sus convicciones altruistas. “Alemán, profundamente alemán, –afirma Paraf– era, sin duda, este industrial metódico que no seguía el ejemplo de Estados Unidos para racionalizar todas sus industrias y que, desde los primeros días de la guerra, puso al servicio de su país sus singulares facultades de técnico”. Pero fue sobre todo israelita

–afirma el autor de “Quand Israel aima”– este Rathenau, de tan aguzado sentido social, que se empeñó en una ardua tarea de reconciliación, echando las bases de una política de reparación que no tuvo para la Europa enceguecida otro defecto que la de ser prematura. Y fue judío hasta después de muerto, sin que esta afirmación enfática tenga ninguna pretensión efectista, porque está alimentada por la realidad más austera. Judío de esa dimensión, digo, porque, obedeciendo a su voluntad infraterrena, inspirada en su espíritu luminoso, es que su madre llegó, cubierto el rostro de lágrimas, ante el tribunal, para salvar la cabeza del asesino de su hijo, un joven racista exaltado que, como el asesino de Jaurés, no pudo resistir la presión de los consejeros siniestros, pero que tenía una madre también... Y ésta suplicó de tal modo, que la señora Rathenau, a quien la inconciencia, el fanatismo, la incomprensión, el odio sordo, la cobardía colectiva, las criminales manos mercenarias habían arrancado de su lado, para siempre, al hijo entrañable, que era su orgullo y su gloria, el sostén de su ancianidad y la razón de su vida, la señora Rathenau, una verdadera madre y una verdadera israelita, obtuvo la gracia del perdón para el asesino de su hijo.

Esta libre y fuerte alma de Israel es la que gravita sobre el mundo y hace que todas las conciencias diáfanas escolten su martirologio con una adhesión sin reatos. Castigados y heridos pueden decir, como el ruiseñor de Düsseldorf en su canción milagrosa: “La muerte puede curarme, pero ¡ay! yo soy inmortal”.

Hombres prominentes sin distinción de credos religiosos o políticos están al lado del pueblo vilipendiado en estos instantes de prueba. Conocen la magnitud de su aporte infinito y la significación de su levadura. Israel clava su bandera en Tel Aviv, y de un desierto, entre dunas, en una tierra caótica, levanta una ciudad europea por su arquitectura y su confort, donde, según Kessel, reina una alegría como no ha visto en ninguna otra parte. “Tardes de Primavera en Tel Aviv, de cielo tan puro que el claro de luna no apaga las estrellas, donde en largas filas blancas los jóvenes van hacia el mar cantando. Risas de los trabajadores a quienes la labor no ensombrece. Rondas que danzan en la encrucijada la “hora” rumana según ritmos árabes. Alegría muelle y fuerte, sin alcohol. ¿A qué atribuirlo si no al orgulloso asombro de estar por fin reunidos en la Tierra Prometida y de haber edificado la primera ciudad de Israel triunfante?”. O plantan su grímpola blanquiceleste en el East Side neoyorquino y mañana saldrán de allí los estadistas, los músicos, los poetas, los hombres de empresa que, desde los Estados Unidos, asombrarán al mundo. De los pueblos entrerrianos de Clara o Domínguez, de donde salen el gran novelista de “Tierra de Amor”, “El Equipaje”, “Makhno y su judía”, etc., que triunfa rotundamente en París, Joseph Kessel; el autor de los dramas de más calidad artística del teatro argentino, Samuel Eichelbaum, y uno de los primeros prosistas de nuestra lengua, Alberto Gerchunoff, a las neblinosas calles londinenses, de donde surge Charlie Spencer Cohan que luego subyugará a la tierra toda con el nombre de Carlitos Chaplin, los israelitas han sabido levantarse sobre sus padecimientos y sus tribulaciones, para dar hijos que honran a la raza que los engendra y al mundo que los acoge. El genio de un Acosta, de un Abenatar, de un Spinoza pudo desarrollarse libremente a pesar de la proscripción, y si en Suecia, Noruega y Dinamarca siempre tuvieron los israelitas de su parte a escritores cristianos de la representación de Hans Cristian Andersen, desde Inglaterra, Francia e Italia hasta la Turquía de Mustafá Kemal y la Etiopía de Rass Taffari gozan de las prerrogativas de cualquiera de sus ciudadanos [4] . Sólo en la Alemania de Kant y de Schiller, de Schumann y de Hegel, de los grandes filósofos y los grandes soñadores, en pleno siglo XX, debía ocurrir ese atropello que cubre de vergüenza a las nobles tradiciones de la nación, enlodadas por los cómitres sanguinarios. (Quiero dejar constancia de que ninguno de los adjetivos que aquí se emplean ocultan una intención peyorativa. Se ajustan a estricta verdad y son realmente insustituibles. Así, cuando se habla de cómitres sanguinarios, inmediatamente acude a la memoria cualquier signo evidente de la barbarie nazi: por ejemplo, el reglamento disciplinario y penitenciario del campo de concentración de Lichtenberg, próximo a Prettin, departamento de Torgan, promulgado el 1º de junio de 1934, cuyo “Primer objeto” reza textualmente: “El detenido puede reflexionar sobre el motivo de su detención en el campo. Tiene de este modo ocasión de modificar su actitud hostil a su pueblo y a su patria en favor de un partido popular basado sobre el sentimiento nacional o, si lo prefiere, morir por las inmundas II o III Internacionales judías de un Marx o de un Lenin”.

Otra advertencia suave: “En cuanto a los excitadores y agitadores intelectuales, sepan de una vez por todas que si se pone la mano sobre ellos les cuesta la vida”. Otra: “Cualquiera que intente entrar en relación con el mundo o instigue a sus compañeros a la evasión y les ayude con sus consejos o por otros medios, será ahorcado como sedicioso en virtud del derecho revolucionario”. Otra: “Los detenidos castigados serán tenidos en células aisladas y a pan seco. Serán privados de cama. Cada cuatro días tendrán una comida caliente. El trabajo impuesto a título de castigo comprenderá las tareas físicas más penosas, particularmente sucias, que los detenidos cumplirán bajo vigilancia especial. Ejercicios militares, castigos corporales, interdicción provisional o definitiva de recibir cartas, la exposición en la picota pueden ser infligidos a título de castigos complementarios. Además de observaciones y vituperios que deberá sufrir el prisionero”. Firma esa consigna angelical el Jefe de Brigada e Inspector de los Campos de Concentración. Y pensar que entre nosotros se quiere seguir paso a paso los procedimientos de la barbarie hitlerista y hay una cantidad de pasquines, perfectamente catalogados, que agitan el fantasma del peligro judío para atemorizar a desprevenidas ancianas, a quienes luego saquean despiadadamente. Y hasta se fundó un comité de acción antisemita a cuyo frente figuraban como testaferros dos empleadillos de un diario de la mañana, uno de los cuales ostenta un patricio apellido italiano y el otro se jacta de ser pariente de un senador nacional, y que han intentado varios asaltos a las arcas de una dama ultramontana y paleolítica, que regala colchas de diez mil pesos a los arzobispos y deja que mueran sin atención médica millares de cristianos desamparados. Ese antisemitismo paliatorio, cuya venalidad puede documentarse en cualquier momento, ha merecido el condigno desprecio de todas las conciencias honradas del país. Sólo una persona ha querido adherir con caliente algazara a la siniestra política que dejamos expuesta. Y, caso único, esa persona que goza de su sano juicio, además de dirigir la Biblioteca Pública de la Nación, es vicepresidente del Pen Club Argentino, organización de intelectuales que se fundara en Londres, después de la última guerra, para fomentar el espíritu de solidaridad entre los escritores del mundo entero y constituir un frente único contra los ultrajes a la civilización y a la cultura inferidos por los gobiernos de fuerza. Pero cerremos el paréntesis y hagamos girar un instante el mapamundi.)

* * *

Progrom

Mientras la noche marinera
lanza su gorra al cielo oscuro
danzan las sombras de la hoguera
sobre el espejo atroz del muro.
Danza la rubia espiga abierta,
danza la abuela del pan puro,
llama el horror de puerta en puerta
hasta el patíbulo del muro.
Danzan los tristes pies heridos
y el bei yidov conflagra el viento;
los candelabros encendidos
velan el sábado sangriento.
Bajo las nubes vagarosas
danzan los sables implacables
que siegan árboles y rosas
y escaramujos miserables.
Danza la turba desatada,
rueda el pavor –bola de nieve-
Dios tiene la boca cerrada
y el cielo, ahora, llueve, llueve.
También danza el silencio, como
el batallón, trágico y duro,
y hay una música de plomo
sobre el pentagrama del muro.
Danza la pobre madre pobre
sola y sin luz en el desierto,
mientras la lluvia cae sobre
su niño muerto, muerto, muerto.
En la ciudad la luz desciende,
sobre el asfalto de piel lucia,
marca al que compra y al que vende
y danza sobre su alma sucia.
Danzan las tres palabras de la
sentencia sobre el muro atroz,
detrás del tiempo el hombre vela
mientras Dios duerme como Dios.
 

Millares y millares de israelitas vivían y trabajaban en Europa, en el siglo pasado y en el que corre, con la tenacidad y el fervor de todos los tiempos. Organizaron industrias considerables, de fundamental importancia para la vida del viejo Continente, aportaron su inteligencia y sus vidas para cimentar las conquistas básicas de la civilización, revolucionaron sectores de vasto perímetro en la ciencia y en las artes, formaron –para resumirlo en una frase– núcleos protogenéticos de cultura y de progreso donde quiera estuvieran reunidos. Un judío sueña. Dos judíos realizan. Tres judíos crean. El arado de Triptolemo y el microscopio de los laboratorios. La ciencia del número y el número del salmo, la profecía y la poesía, el individuo y la sociedad, todo lo manipulan con vista a lo universal. He ahí la grandeza que nace de su generosidad y la importancia de su función de sal de la tierra, que deriva de su capacidad de amor y de labor. Son los más ricos de pasado y los más opulentos de porvenir. Y gran parte de esa vitalidad que le ha permitido sobrevivir a todas las vicisitudes de una de las historias más trágicas de la humanidad, radica –como se afirmó– en que constituyen el pueblo más disperso y más unido, el más occidental y el más oriental, el más religioso y el más racionalista, el más autoritario y el más libertario, el más capitalista y el más socialista, el más terreno y el más soñador, el más ambicioso y el más desinteresado, el más sangre mezclada y el más sangre pura.

Millares de israelitas, como dije, contribuían con su trabajo inquebrantable a la prosperidad de las naciones europeas donde vivían, y con su inteligencia a la grandeza del Continente en el terreno espiritual y científico. Hasta que en la Europa oriental hizo crisis la intolerancia religiosa. Hombres avisados pusieron los ojos en una tierra adolescente. Podía o no ser una leyenda que las naves de Colón fueran fletadas con oro israelita y tripuladas por navegantes hebreos. Pero lo que está perfectamente establecido es que los israelitas echaron los cimientos de Nueva York y construyeron los primeros puentes de Brasil. Que varios de los pueblos más importantes de Méjico destruidos por los indígenas fueron reconstruidos por el judío Luis de Carvajal. Que uno de los rectores de la Universidad de más ilustre tradición de América fue el judío Diego López de Lisboa y León, que hizo estudios, a principios del siglo XVII, en la entonces Córdoba de Tucumán, en nuestro país, y llegó a ocupar la rectoría de la Universidad de San Marcos de Lima y en 1656 fue designado Protector General de los Indios del Perú. Que contribuyeron a cimentar el progreso material de Lima durante la colonia y a introducir, mediante la sistematización de su cultivo, la aplicación a las fuentes de recursos más considerables del mundo, como son las del tabaco, el cacao y la industria azucarera. Que Bolívar, derrotado, se refugió en Curazao, donde lo socorrieron los judíos que apoyaron en todo momento la causa de la independencia. Que los que sostuvieron más intensas campañas por la abolición de la esclavitud en América fueron los israelitas. Y que Salomón Heidenfeldt, que llegó a juez de la Corte Suprema de California, a mediados del siglo pasado, fue una de las primeras voces que se alzó a favor de los negros.

Sabían, además, lo que habían significado, no ya los israelitas, sino los extranjeros, en la estructuración y crecimiento de la Argentina, porque a pesar de la venalísima campaña de los catorce diaruchos hampones a que me he referido, uno de los cuales ostenta como honrosa ejecutoria el haber sido denunciado semanas pasadas en el Senado de la Nación por un miembro de ese cuerpo a quien se le pretendía hacer víctima de un “chantage”, es imposible cerrar los ojos a la evidencia. Sólo pueden negarlo esos coléricos “periodistas” de furca y ganzúa, que compiten con la garrapata en voracidad y ceguera.

¿Cómo puede hablarse de una “Argentina exclusivamente para argentinos”, aquí donde los fundadores de la nacionalidad, los que nos dieron lengua, civilización y libertad, fueron en su enorme mayoría extranjeros e hijos de extranjeros y en donde, a poco que se escarbe al argentino 100 x 100, aparecerá en el 99% de los casos “la venganza del negro”, según la justa y cruel expresión de Sarmiento, el mismo que escribiera, con certera visión: “El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión: el problema esencial de nuestro medio y de nuestra hora es todavía la función colonizadora, es la impulsión de la población hacia las tierras baldías que cercan las ciudades con su inmensa cintura de soledad y silencio. Hay que salir a conquistar las tierras incultas con las armas de la ciencia y el trabajo”. ¿Y quién ha realizado esa tarea? ¿Los que cacarean su nacionalismo a ultranza desde las mesas del Richmond, escribas de androceo mantenidos por ancianas histéricas, latifundistas espeluznados y “patriotas” de lance, por ventura? ¿Cómo puede elogiarse a este país de promisión sin recordar a Belgrano, nieto de un chacarero italiano, a San Martín, descendiente de españoles neocristianos, vale decir de árabes o judíos conversos, a Mariano Moreno y Vicente López y Planes, hijos de españoles, a Larrea y Matheu, españoles ellos mismos; a Blas Parera, catalán, autor de la música de nuestro himno nacional; a Cornelio Saavedra, que si tomáramos en cuenta el lugar del nacimiento sería considerado hoy boliviano, así como Alvear, brasileño de origen; el almirante Brown, irlandés, y Liniers, oriundo de Francia; a Juan Bautista Alberdi, descendiente de italianos; a Carlos Pellegrini, descendiente de suizos –cito a saltos porque habría que nombrar a todos los prohombres de la argentinidad–; sin olvidar a James Thompson, a quien el luminoso espíritu de San Martín ayudó a organizar aquí su red de escuelas tipo Lancaster, ni a William Wheelwright, que vino de la lejana Massachusetts, y sin vivir a expensas de los edictos oficiales, ni tener un sueldo en la Biblioteca Nacional, ni mendigar el favor de una masa grosera de lectores, construyó las líneas ferroviarias más importantes de la República, habilitó el puerto de Buenos Aires, fundó ciudades, organizó industrias, y a cuyas obras, realmente prodigiosas, consagró un libro íntegro Juan Bautista Alberdi. “Si se considera, dice el autor de “La vida y los trabajos industriales de William Wheelwright en la América del Sur”, que la grande y capital necesidad de Sud América es poblarse por inmigraciones de la Europa, y que la llave de ese poblamiento es la buena condición de las costas para el desarrollo de las marinas transatlánticas, se convendrá que la presencia de Wheelwright en Sud América ha sido como un regalo del cielo hecho a su civilización en el hombre que la América necesitaba y a la hora en que esa necesidad debía ser satisfecha”.

Pueden consultar, además, los generosos teorizadores de “una Argentina para argentinos”, que exhiben la escarapela en las columnas de sus pasquines y se trenzan bajo cuerda a todos los peculados, a Wakefield, Merivale, Rosche, Jules Duval, Paul Leroy Beaulieu y los economistas y sociólogos que se han ocupado de estudiar especialmente el mejor medio de poblar por inmigraciones extranjeras un suelo nuevo y despoblado. Sería oportuno, además, que buscaran entre los blasones de sus antepasados, antes y después de su obnoxación, la impronta judía y para facilitarles la pesquisa aquí transcribo algunos de los apellidos que después de la toma de Granada esparcieron por América los hebreos españoles, los mismos que en la antigua Córdoba del siglo VIIIº, versados en todas las artes del saber, fueron gala de la corte fastuosa de los Abderrahamanes. Ellos son: Ventura, Coria, Pizarro, Orabuena, de León, Pinelo, Burgos, Arias, Talavera, Santamaría, Santamarina, San Martín, López de Lisboa, Lobos, Mendoza, Martín, Sánchez Rendón, Justo, Paz, Pérez de Acosta, Núñez de Silva, Muñoz Magro, Acuña, Avellaneda, etc. (Ahora, si prefieren descender de judíos sin mezcla la lista abarcaría millares de páginas, pues solamente desde Jesús de Nazaret a la última reina de España, corren veinte siglos de sangre semita). El diputado Enrique Dickmann, que honra al Parlamento Nacional como pocos, resumió en un discurso magistral el problema de la tierra en nuestro país. Y dijo entre otras cosas: “Hay que dar la tierra a los que la quieren trabajar; hay que distribuirla generosamente; hay que atraer a los hombres del mundo, como lo proclama el Preámbulo de la Constitución, para que la Argentina sea habitada por cien millones de habitantes. Entonces las industrias de las ciudades florecerán; las clases populares tendrán bienestar mensurable y el país podrá sortear todos los vendavales y todas las calamidades” [5] . “Rivadavia –escribe, por su parte, el senador de la Nación Dr. Carlos Serrey, en un documentado artículo– procuró en primera línea, a la vez que comenzar intensamente la explotación agrícolaganadera de los inmensurables baldíos, hacer que ellos sirvieran de base al crédito exterior del Estado. Avellaneda, como todos los hombres de su tiempo, sufrió la obsesión del desierto, que amenazaba ahogar la cultura y el progreso argentino, albergados en los escasos centros de población que aquél rodeaba con su extensión inmensa y se propuso, ante todo, atraer la inmigración y fijarla definitivamente en un nuevo Canaán, en que cada uno pudiera realizar el sueño del hogar propio, asentada en la tierra adquirida en dominio definitivo.

Todas esas sugestiones y la invitación expresa y paladina del Preámbulo de la Constitución Argentina y su artículo 25, y las garantías señaladas en el artículo 20 de la misma, decidieron a los israelitas hostilizados por las hordas zaristas a buscar su tranquilidad en este país, devolviendo con su esfuerzo, con su incesante afán de superación, con la dignidad y la capacidad que provienen de su milenaria cultura, en sápidos frutos, la maternal generosidad de nuestra Carta Magna. No era una turba hambrienta e ignorante que se lanzaba sobre la riqueza del país, dispuesta a hollarlo y devorarlo todo. No llegaba corrida por la miseria sino por la intolerancia. Habían abandonado, los más de ellos, posición, oficios, profesiones, familias, carreras y hasta riquezas. Venían a un país de lengua extraña, de costumbres distintas a las suyas, y la mayoría era lanzada al desierto. No encontraron abiertas como creen los nacionalistas de pega, aferrados a las ubres de las sinecuras, cebados en departamentos suntuosos y trabajados por las corrientes filosóficas de los dancings de moda, no encontraron, repito, abiertas las puertas del paraíso terrenal. Debieron luchar con una naturaleza hostil, con la soledad, con la falta de medios de comunicación, con la ausencia de las más elementales comodidades a que puede aspirar un ser humano. Fueron los verdaderos “pioneers” de nuestra agricultura. Entre Ríos, Santa Fe, el Chaco, la provincia de Buenos Aires, La Pampa de hace cincuenta años y aún de cuarenta y treinta años a esta parte, eran regiones aurragadas, semibárbaras que había que transformar palmo a palmo. El gobernador Laurencena señalaba como un timbre de orgullo el aporte heroico de los colonos judíos a la grandeza de la provincia. Y en un discurso pronunciado después de una excursión por las colonias israelitas, en compañía del referido gobernador, el Dr. Antonio Sagarna, actualmente ministro de la Suprema Corte de la Nación, expresó, entre otras cosas de indudable valía: “Una experiencia actual y positiva tiene, en sociología, más valor, siempre, que una doctrina y una tradición. El esfuerzo filantrópico, único en la historia, de Mauricio Hirsch, da óptimos frutos en la libre América. Los judíos han cimentado colonias prósperas, y día a día progresan en sus métodos y en su organización. Es un problema resuelto. El judío agricultor, ganadero y fabril, adaptable a sus medios, factor de cultura y de democracia, triunfa y desmiente a los detractores de su raza. Hemos visto a Lucienville alegre, limpia, afanosa, y los trigales y linares nos han saludado al pasar, agitados por una brisa saludable, como testimoniando la cordialidad de un hospedaje. No es mucho que un gobierno democrático –por ese entonces el Dr. Sagarna tenía a su cargo el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública de la Nación– exprese su reconocimiento y les augure muchos triunfos en la paz augusta del trabajo libre”.

Hace cuarenta y ocho años había 366 israelitas en Buenos Aires. Una colectividad diligente e industriosa no podía permanecer aletargada en un medio a cuya expansión contribuía con lo mejor de su esfuerzo. Las colonias florecieron. Suyos fueron los primeros elevadores de granos que se construyeron en el país. En los campos regados por el sudor de centenares de judíos reintegrados a la gleba se cosechaba el mejor trigo argentino. Se entregaron al comercio en las ciudades crecientes. Organizaron industrias. Ingresaron a las universidades. Al cabo de poco más de cuarenta años ocupan posiciones espectables en todas las actividades de la República. Llevan con dignidad el nombre de argentinos, porque saben llevar con dignidad el nombre de judíos. Es una colectividad fuerte y laboriosa, que se agrupa para que su esfuerzo sea más fecundo. El gran poeta colombiano Guillermo Valencia escribió recientemente: “Si la ruina de Israel fuese posible, quedaría para siempre quebrantada la vitalidad del mundo moderno y sin sentido el proceso de la cultura universal”.

Y bien: los israelitas que han trabajado como los que más por la grandeza del país y cumplen estrictamente sus leyes, aportan un tributo cuya magnitud sólo los quemados por la ignominia pueden empecinarse en no apreciar. La máquina social se mueve por la feliz armonía de todos sus elementos, y a esa sinergia contribuyen aquéllos ampliamente. Por otra parte, el universitario, el escritor, el industrial, el rentista, el bolichero, el artesano, el jornalero no sólo mueven la rueda de la República y contribuyen a su deslizamiento natural mediante las lubrificaciones de rigor, sino que pagan rigurosamente su derecho a la tranquilidad y el respeto, con su trabajo, con la ofrenda de sus hijos en la conscripción, con los impuestos, con su entrega sin límites a todo lo que signifique manifestación espiritual. Saben que tienen deberes que cumplir y que esos deberes les significarán la posesión de derechos que nadie les podrá negar.

Y he aquí que de esos impuestos que abona meticulosamente el especiero de Junín y Corrientes, el dentista de Villa Crespo, la partera de Pueyrredón, el industrial de Barracas, el colaborador de diarios y revistas, etc., etc., se drenan mil doscientos pesos mensuales para pagar a un funcionario que tiene a su cargo una misión importante: dirigir la Biblioteca Nacional. ¿Qué hace ese funcionario en la casa fundada por el genio de Mariano Moreno? ¿Sigue la ilustre tradición de sus predecesores? ¿Aumenta el acervo bibliográfico del organismo confiado a su tutela? ¿Sabe que deben pasar por esa sala vastísima generaciones y generaciones de estudiantes, y que más de uno de ellos dirigirá mañana los destinos del país? ¿Que en algún obrero que debe robar horas al sueño para concurrir a la casa de la calle Méjico, puede despertar al contacto de alguna página magistral su vocación de artista? ¿Que desfilan allí gentes de toda especie, ávidas de conocimiento? ¿Que su predecesor fue el ilustre Paul Groussac, francés de Toulouse? ¿Que el novelista, el historiador, el poeta, el hombre de ciencia de mañana, está contorneando sus sueños con la cabeza hundida en los catálogos buscando desesperadamente su libro, el libro que habrá de abrir una picada en su destino? Me parece que no.

Por de pronto la Biblioteca Nacional permanece cerrada de 16 a 18 horas. No se pueden revisar diarios o revistas que no estén encuadernados. Hay un solo libro de Andreiev. Cada vez que un lector pide la “Revista de Occidente” los ordenanzas le informan que está arriba. (Arriba vive el director). Hay dos o tres revistas literarias europeas, pero no se pueden consultar sino de cinco en cinco años. De las veintiocho obras de André Gide sólo hay una, y esa sola en una traducción deplorable. De los once tomos de “Juan Cristóbal” de Romain Rolland, sólo existen dos, uno de ellos en francés y el otro en castellano. De la rica y profunda literatura rusa hay representados menos de diez autores con otros tantos títulos. No tienen “La Madre” de Gorky, y de “Los Vagabundos” disponen únicamente de la edición en portugués. De Bjoernsterne Bjornson, el gran dramaturgo escandinavo, no poseen una sola obra en castellano. Del genial poeta persa Ferdusi no existen huellas. De Iván Bunin hay una sola novela. Claro que al dorso de las boletas se ha estampado esta reflexión maravillosa: “La Biblioteca Nacional no es una biblioteca de barrio donde se van a leer novelas”. Por lo visto, el director, novelista profesional, se resiste a que lo lean en su propia casa, por temor a las represalias. Prosigamos: no existen libros de crítica europea contemporánea. No hay un solo tomo de Lessing. No hay catálogos completos. Y los que existen, aún el que padece un extemporáneo prólogo del diligente director, están plagados de errores y confusiones, como lo destaca el hecho, ya señalado en un diario de la capital, de que los libros dedicados a la legislación militar, simple aspecto particular del derecho administrativo, se incluyan en la sección Derecho Penal.

¿Qué hace, entretanto, el ocupado y despreocupado director de la Biblioteca Nacional, a quien el Estado destina una gruesa parte de sus recaudaciones para que dirija un establecimiento que debe servir de blasón a la cultura del país? El director escribe implacablemente en las habitaciones que ocupa con su familia en el mismo recinto de la Biblioteca. El director nutre su infatigable ambición de cultura con los dos libros básicos del mundo moderno: “Los Protocolos de Sión” y “El Judío internacional”, atribuido a Henry Ford. Sobre el primero ha sido demasiado elocuente el veredicto del tribunal de Berna, considerándolo una burda superchería inmoral, para que insistamos en su examen. Además, hombres insospechables de parcialidad en este caso, como Leopoldo Lugones, Pío Baroja y Gustavo J. Franceschi, han repudiado explícitamente esa indigna mistificación. En cuanto a “El Judío Internacional”, el mismo Henry Ford rectificó todas sus afirmaciones antisemitas e hizo pública una declaración que registraron los diarios más calificados de los Estados Unidos y fue reproducida aquí por la prensa libre. El director, pues, lee y escribe. En un hermético texto alemán ha descubierto la existencia del Kahal. El pueblo judío ignora su existencia, por supuesto, porque sólo deben conocerla las castas privilegiadas. Es decir, la aristocracia judaica, que ha desterrado los sanhedrines para sustituirlos por las kehilas y le ha pasado el santo al curioso director. El agente oficioso bien pudo ser el mismo polaco que adulteró toda la papelería que ha servido de base para la legislación represiva del extremismo, papelería llena de groseras y flagrantes adulteraciones, que luego fue a ofrecer en venta a un alto dirigente socialista. Gracias a esa información fidedigna, a sus lecturas del Talmud en el original arameo, dialecto babilónico que el director domina tan perfectamente como el castellano que no se percibe en sus libros, y a sus valiosas exégesis de la Biblia y el Corán, el funcionario –que no funciona– se dispone a salvar el país del peligro judío.


Retrato de César Tiempo de Manuel Eichelbaum

Primero averigua si un libro que trate ese tema puede venderse en gran escala. Le informan que sí. Así lo confiesa el redactor de un “magazine” que lo entrevista, redactor que lo primero que observa, deslumbrado, al ponerse en contacto con el director desdoblado en novelista, es “no ver una gran cabeza que contenga un cerebro voluminoso”. Desde entonces la lámpara de su escritorio permanece encendida noche y día. Sus trece hijos –el director no es un malthusiano, que digamos– se deslizan sigilosa y medrosamente por los corredores de la casa sin atreverse a turbar el trabajo ciclópeo del escolimado progenitor. Los estudiosos se desesperan abajo reclamando los libros que no se encuentran ni por casualidad en la Biblioteca. Los empleados imponen silencio con el índice sobre la nariz. El señor director escribe. Los ordenanzas le echan aceite a los zapatones rechinantes y se desplazan con la imperceptible lentitud de un deslizamiento geológico. Al señor director le han dicho que un judío talmudista jamás consiente en dormir a oscuras. (Pág. 288 de “El Kahal”). Él tampoco lo hace; pero no es para ajustarse a la costumbre de un pueblo que no ama, sino porque ve poblado su sueño con los fantasmas que su imaginación va creando. Al revés del conde Ugolino, teme ser devorado por sus propios hijos. Entre las escasas cosas que ignora no sabe que el mayor índice de alienados se registra entre los hombres dedicados a las especulaciones positivas, los hombres de ciencia, los matemáticos y los jugadores de ajedrez. (Ver Chesterton y Novoa, entre otros). Es decir, que los que usan la razón se encuentran infinitamente más expuestos que los que se deleitan con los escarceos curvilíneos de la imaginación. No tiene por qué temer el chaleco de fuerza nuestro director.

Pero él ha sudado para acumular cargo sobre cargo, y es necesario que ese esfuerzo quede registrado en la historia. Ha llamado a un fotógrafo. Se ha hecho retratar la mano y la lapicera automática con la que él solo, sin más ayuda que su vastísima ilustración hebraica, filosófica, política y económica, realizó el engendro. Pasen a verlo. La mano que se exhibe en las vidrieras de algunas librerías, a primera vista, parece que sirvió de modelo al dibujante que pintó la cabeza de la serpiente que decora las carátulas de su libro. Es delgada, viscosa y serpeante. Es digna de un museo. (Inmediatamente acude a la memoria aquel episodio que narrara en una revista popular un difundido periodista. Cuando el director de la Biblioteca Nacional fue a visitar el Jardín Zoológico de Londres, el guardián no salía de su asombro al informarle que aquellas trece criaturas que lo acompañaban eran hijos suyos. Enseguida le manifestó el director que tenían enorme interés en ver a un célebre ejemplar de chimpancé y le rogaba lo acompañase hasta la jaula. “De ninguna manera”, le respondió el guardián. “Ustedes se quedarán aquí. El que va a tener un enorme interés en ver a ustedes va a ser el chimpancé. Y voy a buscarlo para que los admire.”)

Al lado de la mano puede verse una página autógrafa. En ella el director ha escrito, con esa misma mano y con esa lapicera jupiterina, los pensamientos cardinales de su novela. Pero el genio se rectifica constantemente. Claudio Bernard le ha enseñado a no mecerse al viento de lo desconocido en las sublimidades de la ignorancia. Y allí donde ha puesto: “lo que hace más odioso al pueblo judío” ha trazado una raya elegante, precisa, tenue, substituyendo el adjetivo “odioso” por uno menos herético. Ha escrito “antipático”.

Para el señor director de la Biblioteca Nacional, miembro de la Academia Argentina de Letras [6] , miembro del Pen Club, miembro de la Comisión Nacional de Cultura, ex diputado nacional [7] , ex Gran Bonete del Congreso Eucarístico del año 34!, el pueblo israelita es un pueblo antipático. En las 626 páginas de su novelón (un novelón muy curioso, en el que el Rosch del Gran Kahal es al mismo tiempo presidente de la Compañía Telefónica –imagino que el circunspecto director no habrá querido pintarnos al presidente de la Junta del Empréstito Patriótico– que maneja centenares de millones de pesos y que termina enamorándose de una pobre muchacha a quien conoce a través de sus colaboraciones literarias en un diario “con suplemento”, en esas páginas nos dice cómo debe reaccionar un espíritu culto ante la invencible antipatía del pueblo israelita. El señor director no se contenta con darle la espalda, con negarle el saludo, con no pagarle el boleto del ómnibus. Él sabe que ahora no hay genios sino entre los judíos (pág. 217). Sabe que el judío argentino no es el personaje antipático que han caricaturizado los escritores europeos. Por de pronto, no es mezquino, afirma. “Nosotros conocemos otros pueblos que son característicamente cicateros y miserables. El judío, no. Cuando es pobre es económico hasta el heroísmo. Pero cuando rico es generoso y gran señor como nadie”, dice en las páginas 31 y 32 de su libro.

Pero algo de malo han hecho para que a fjs. 235 haga decir a uno de los personajes, por supuesto judío: “Este pueblo –se refiere al argentino– ha vivido hasta hoy en una extrema abyección, porque hemos logrado infiltrar en sus leyes los tres principios de nuestra política: en lo económico, la doctrina del oro; en lo político, el sufragio universal; y en lo religioso, el ateísmo de Estado con sus sabrosos frutos: la enseñanza laica y el descanso del sábado, en vez del jueves. Claro que lo de la doctrina económica ofrece blancos a la discusión, pues los israelitas han inventado la letra de cambio y no el patrón oro como puede verse en Stanley Jevons, en John Loccke y en V. Fallón [8] . Y hasta en un reciente discurso radiotelefónico de don Leopoldo Lugones, cuya sabiduría nadie discute. Lo del sufragio universal importado por el judío Roque Sáenz Peña ya es más difícil rebatirlo, y lo del sábado hebraico, transmutado en sábado inglés, habría que hacer interponer una tercería de dominio al gobierno de la Gran Bretaña, cuyas consecuencias son difíciles de vaticinar. Son, pues, los israelitas antipáticos y no son antipáticos. Son unos genios y al mismo tiempo son unos sinvergüenzas, ya que han logrado imponer el descanso del sábado, impidiendo que el señor director tenga abierta la Biblioteca para que los incautos lectores vayan a estrellar su curiosidad contra los muros impenetrables de los catálogos. (Por transposición podría aplicarse a los argumentos del señor director una exquisita metáfora de la que es autor convicto y confeso y que ilumina la página 14 de “Oro”: “se desmoronan como un merengue bajo la pata de un elefante” [9] .

El señor director ha escrito un libro, se ha hecho fotografiar la mano y la lapicera automática, ha barajado estadísticas, libros fundamentales, teogonías, historias de las religiones, como un filósofo, como un investigador y como un demiurgo. Y ha encontrado una única solución. “Es una monstruosidad –dice, citando a Cadmi Cohen, olvidándose que en la pág. 256 afirma por su cuenta que “cuando se dice dos veces la misma cosa es porque ya no es tan cierto como cuando se decía una”– es una monstruosidad vivir durante dos mil años en rebelión permanente contra todas las poblaciones “donde se vive”, e insultar a sus costumbres y a su lengua y a su religión, por un separatismo intransigente”, y agrega de su cosecha: “Admiremos este patriotismo forjado como una coraza con dos metales indestructibles: la nacionalidad y la religión” [10] . Claro que San Pedro ha afirmado que todos somos extranjeros en este mundo. El señor director todavía no lo ha leído a San Pedro. Él lee los Evangelios en su texto original, y en la Biblioteca que dirige no ha podido encontrar un solo ejemplar de los mismos. Hace, además, a lo largo del engendro, cinco o seis citas del Antiguo Testamento para dejar mal parados a los israelitas y se olvida que el Libro de los Libros tiene sólo allí 33.214 versículos y 593.493 palabras que son una fuente inagotable de poesía y de sabiduría. Pero el señor director quiere salvar al mundo. Y entonces, desoyendo la subcutánea admiración que profesa al pueblo elegido, aconseja soluciones heroicamente generosas. El pueblo israelita es, para él, un pueblo sin remedio. El pueblo de la dura cerviz. Ni la dispersión, ni la asimilación, ni la conversión podrá doblegarlo. ¿Qué remedio propone entonces el evangélico director de la Biblioteca Nacional, que se hace retratar la mano y el estrecho ángulo facial? Uno, muy sencillo y muy práctico: el exterminio. Así, lisa y llanamente: el exterminio, la matanza, el degüello. “Y ésta es la razón, dice textualmente en la página 34, de que en todos los pueblos, el grito de MUERA EL JUDÍO haya sido casi siempre sinónimo de VIVA LA PATRIA”. Yo no sé si el cardenal de Munich, monseñor Faulhaber, pensó en el señor director cuando dijo, transido de coraje: “No debemos olvidar que en las venas de nuestro Salvador no corrió sangre germana. Y tampoco debemos olvidar que no hemos nacido como cristianos, sino que hemos renacido como cristianos”. Y añadió con toda la autoridad de su investidura y todo el valor de un hombre que exponía su vida por su verdad en medio de la borrasca: “La historia nos enseña que Dios castiga siempre a los que persiguen a su pueblo elegido, el pueblo judío. El 30 de junio de 1934 el Dios de Israel castigó a cierto número de sus perseguidores. ¿No veis, hermanos católicos, que ese suceso, aparentemente tan incomprensible, nos revela la mano de Dios? Tenemos que respetar a los judíos, que han dado al mundo el don más grande y más preciado, la Biblia. Jamás debemos tratar de exterminar, mediante persecuciones, a ese viejo pueblo, el más viejo de todos. Enseñad a vuestros hermanos que el odio racial es lo más abominable en nuestra vida. Contad a todos los que habitan en vuestras casas quiénes son, en realidad, los judíos. Destruid el terrible prejuicio contra el gran pueblo que inmerecidamente tanto ha sufrido ya. Arrepentíos, oh católicos, si habéis hecho algún mal al pueblo de Dios, el pueblo judío”.

Nadie puede

Tango

Letra: César Tiempo
Música: Enrique Delfino

I

Para vos no existe
nadie mas que vos.
A todas las cosas
le decis que no.
Vos queres a un Santo
y es Sanseacabo,
tu vida es una calle oscura sin salida.
Si ves a un amigo
no lo saludas,
si pasa una "naifa"
la menosprecias.
Ves con tus cristales de "toyufa"
todo el mundo envuelto en "mufa"
y de "mufa" te llenas.

II

Nadie puede
desbaratar la primavera,
parar la maquina del sol,
decir: "señor,
el mundo se acabo".
Nadie puede
llenar el cielo de basura,
manchar la vida y el amor.
Ni un Dios podria hacerlo
vuelto loco de repente.
Vos no sos Dios.

I Bis

Siempre andas "mufado"
todo lo ves mal,
el amor es "mufa";
"mufa" la amistad.
Un collar de brasas
a todo colgas,
tus perros ladran a las pobres lunas mansas.
Comprende que el mundo
se hizo para que
el hombre sea hombre,
la mujer mujer
y el amor se tienda como un puente
para que toda la gente
tenga un poco mas de fe.

El señor director de la Biblioteca Nacional hace caso omiso de esa voz ilustre y pide el retorno de Torquemada, la cachiporra y el tifus exantemático. (Esta no es una broma: en las profecías que cierran el volumen el autor anuncia una vasta epidemia que terminará con todos los réprobos). El señor director quiere atajar el advenimiento del “Anticristo” como si se tratara de detener una manga de langostas: golpeando latas y haciendo humo. No sabe que el Mesías se recorta en el porvenir infinito y que su espera ha revestido de poesía, como ya dije, a millares y millares de seres. “El hombre, ha afirmado Stefan Zweig elocuentemente, no puede, ni siquiera en el sentido físico, vivir sin ilusiones: su mísero cuerpo estallaría bajo la presión de los deseos y pasiones no satisfechos, no realizados. ¿Cómo iba el alma de la humanidad a soportar la existencia sin la esperanza de algo más elevado, sin las ilusiones de la fe? En vano la ciencia le demostrará incesantemente la puerilidad de sus creaciones divinas; siempre, para no hundirse en el nihilismo, su afán de crear querrá dar un sentido nuevo al universo, pues que ese afán constituye ya en sí mismo el sentido más profundo de toda vida espiritual”.

¿Pero cómo nos permitimos la herejía de hablar de vida espiritual cuando nos referimos a un libro del señor director? Los hombres prácticos desprecian a los filósofos, dice él mismo en la página 5 de “Oro”, novela que debería llevar como acápite la divisa del autor “Money’s make to Mary go”, o para decirlo en buen criollo: por la plata baila el mono [11] .

El señor director se propone exterminar a toda la colectividad porque sabe que su genio proteiforme puede bastar por sí solo a la civilización universal. ¿Cómo se las arreglaría para publicar sus novelones si el judío Otto Mergenthaler no hubiese inventado la linotipo? No lo sabemos. ¿Cómo hubiese hablado a la muchedumbre de feligreses el cardenal Pacelli, en Palermo, si el judío Hertz no hubiese descubierto las ondas de su nombre y el judío Berliner no hubiese inventado el micrófono? No lo sabemos. ¿Cómo se las arreglaría para subsistir el señor director si el judío Voronoff no hubiese inventado el famoso método del rejuvenecimiento, el judío Ehrlich el salvarsán, el atoxil y la diazoreacción, y el judío Wassermann la reacción que lleva su nombre? No lo sabemos. El único en saberlo debe ser el señor director, pero se reserva el secreto para después del pogrom. Él se anima a imitar a Rothschild, a quien le debe Francia la principal red de ferrocarriles, a Ballin, el propulsor de la flota comercial del Reich, a Rathenau, a quien le debe Alemania la industria de la electricidad, a Franck, el propulsor de la industria de la potasa, a Schreiner, el de la industria del petróleo, a Haber, el de la producción de nitrógeno del aire, a Bayer, el del índigo artificial. Él va a inventar también el automóvil de bencina, como el judío Marcus, el electromóvil, como el judío Davidson, el giróscopo, como el judío Popper Lynkeus, la galvanoplástica, como el judío Jacoby, la lámpara de mercurio y el indicador de colores, como el judío Arons, el globo aerostático como el judío Schwarz, y el esperanto como el judío Zamenhof. Él va a revolucionar las matemáticas, la física y la biología, como Einstein, Freud, Lombroso, Adler, Fliess, Semon y Weinninger. Él va a pintar los cuadros y levantar las esculturas de Liebermann, Pisarro, Pechstein, Israels, Kandinsky, Epstein, Pann, Minkowski, Marc Chagal, Jules Pascin, Kisling, Glicenstein, Antokolsky, Aronson y mil otros [12] . Él va a componer la música de Mendelssohn, de Meyerbeer, de Offenbach, de Saint Saens, de Korngold, de Daríus Milhaud, de Gustav Mahler, de Halevy, de Goldmarck, de Bizet, de Joachim, de Rossembloom, de Dresden, de Schillinger. Él va a escribir los 39 libros del Antiguo Testamento y las obras fundamentales de la literatura universal debidas al genio judío. ¿Cómo pueden, pues, leer los israelitas y los hombres sensatos de cualquier credo, sin una sonrisa piadosa, la última novela libelista del director de la Biblioteca Nacional? ¿Cómo puede lanzarse seriamente a la calle un novelón de seiscientas páginas, cuyo único mérito reside en las citas de Salomón e Isaías –que no fueron hitleristas, precisamente– y desde cuyas páginas el autor “como Saulo, da coces contra el aguijón”? Claro está que el señor director confía en la validez de las afirmaciones del locutor eucarístico que clama a fjs. 301 del libro: “No hay pecado que no se perdone. Por los crímenes más desenfrenados que la imaginación pueda concebir; por los delitos más nefandos que el corazón pueda desear”.

¿Para qué torturarse en tratar dramáticamente un libro y un autor a quienes el olvido y el desprecio tragarán en poco tiempo? Hace poco el telégrafo nos anunciaba la muerte del coronel Alfred Dreyfus, símbolo de un pueblo inconmovible. Su nombre ha ganado ya la inmortalidad, junto con el de Zola, France y Clemenceau, que supieron ponerse a su lado por puro afán de justicia. Cuando la verdad se pone en marcha no la detiene nadie, afirmó el autor de “J’Accuse”. ¿Quién se acuerda hoy del capitán Henri, del conde Estherhazy y de todos los miserables que complicaron a Dreyfus en el proceso, si no para desearles larga vida en el infierno?

La prodigiosa pepsina de esta tierra, como dice el mismo director, obrará el milagro. Mañana, una de sus diez hijas se casará con un israelita. Su nieta se llamará Blumen Martínez. Esta nieta se casará a su vez con un Kohen (uso los apellidos de los personajes del novelón y mis profecías tienen más visos de verosimilitud que las que acopla el director al final del libro) y de ese matrimonio nacerá una criatura que tendrá que llamarse Kohen Blumen. Y el apellido del director habrá desaparecido entonces de la faz de la tierra. ¿Quién se acordará de él, de su fama de Carolina Invernizzio con pantalones y de su ridícula prédica, que sólo tiene eco en núcleos descalificados y aventureros?

La madre de Rathenau implorando el perdón para el asesino de su hijo es un símbolo eterno de Israel. Cuando el director de la Biblioteca Nacional comprenda actitudes de esa generosidad de corazón podremos tomarlo en serio e imponerle un castigo ejemplar. Si bien el castigo más grande sería hacerle leer su propio engendro. Será muy difícil que logre sobreponerse a tanta nutrición de escarabajo.

Broma aparte, y para terminar, los escritores argentinos asistimos con sorpresa al silencio del Parlamento Nacional ante la conducta de un funcionario público que no trepida en convertirse en agente provocador al servicio virtual de la barbarie nazista. Creemos que tan importante como la fiscalización de las rifas es la vigilancia de la conducta de los que viven a expensas del Estado y conspiran contra él con sus actividades pseudointelectuales. Y la actitud del director de la Biblioteca Nacional es demasiado visible para que haya necesidad de señalarla. Einstein –revolucionario en el cielo, pero amable pacifista en la tierra, como dice Martín Gil– no hallaría el índice de la relatividad de esa indiferencia lamentable.

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[1] La Cámara Federal, en pronunciamiento que la honra, acaba de revocar la sentencia del juez, declarando absuelto de culpa y cargo al poeta González Tuñón. “En el periódico del acusado –señala la Cámara– no concurren los elementos que configuran el delito de instigación, toda vez que no está ella dirigida contra una persona o institución determinada, sino que constituye una crítica violenta contra el actual régimen social”. Cosa que no ocurre con los libros del director de la Biblioteca Nacional, a los que habremos de referirnos y cuyos paralogismos están enderezados, explícitamente, a fomentar las agresiones contra una parte de la población.

[2] Además de Albert Einstein cuyo genio es universalmente admirado, puede señalarse documentadamente que todos los grandes descubrimientos e investigaciones de la ciencia alemana contemporánea se deben a judíos. Citemos ahora, al azar de la memoria, a los profesores Fritz Haber, premio Nobel de Química; B. Zondek, padre de la endocrinología ginecológica moderna, descubridor junto con Aschehim del método de diagnóstico precoz del embarazo; Fischel, autoridad indiscutida en Historia del Arte; W. von Norden, en Seguros Sociales; Richter, internista, uno de los más eminentes enterólogos del mundo; Grossmann, sabio de la tecnicología; Freundlich, de la química coloidal; Blumenthal, cancerólogo, autor de la hipótesis parasitaria del cáncer; Birnbaum, jefe de la escuela psiquiátrica berlinesa, autor del famoso tratado de procedimientos psíquicos curativos; Mittwoch, autoridad en filología semita; Lippmann, en psicología; J. Goldschmidt, en Ciencias Penales; Klemperer, uno de los más grandes profesores de terapéutica, autor de numerosas obras, una de ellas –Diagnóstico elemental– traducida a 28 idiomas; Magnus Hirschfeld, fundador del Instituto de Sexología, incendiado por los nazis; Eckstein, profesor de Pediatría, autor de libros fundamentales en la materia; Lips, de sociología; H. Jacobson, profesor de Filología Indogermática: se suicidó después de su cesantía; Loewenstein, psiquiatra, discípulo de Kraepelin; J. Frank, física experimental, premio Nobel; Bernstein, autoridad en Estadística; Bucky, radiólogo, descubridor de los rayos margibales Bucky y de los procedimientos de aplicación terapéutica de los mismos –actualmente se halla en Constantinopla–; profesor doctor Braun, uno de los grandes maestros de Economía, detenido en un campo de concentración, desde su cesantía; Utitz, en Psicología, fundador de la escuela alemana de Fisiognomía y uno de los que elaboraron las bases científicas de la moderna caracterología; William Stern, autoridad universal en materia de psicología infantil.

Su genuina celebridad hace ociosa la cita de los directores Otto Klemperer, Bruno Walter, Erich Kleiber, Oskar Fried, Arnold Schoemberg, Fritz Kreisler, Bruno Eisner, Hans Eisler, Arthur Schnabel, entre los grandes músicos modernos y a Kaethe Kollwitz, el nombrado Max Liebermann, Karl Hofer, Paul Klee, Fritz Wiechert, entre los pintores.

[3] Por otra parte, el sabio profesor Flaipont ha afirmado recientemente en el Congreso de Antropología de Bruselas: “La seudo superioridad de los arios y la pretendida inferioridad de los semitas, que es una doctrina generadora de errores y de crímenes no puede ser invocada por las personas que poseen nociones elementales de antropología”.

[4] Las agencias telegráficas informaron con fecha 20 de septiembre último, que Holanda, la gloriosa Nederland de Guillermo de Orange, la que se plantó heroicamente frente al despotismo de Felipe II y las ambiciones de Luis XIV, acaba de señalarse al mundo con una nueva lección de dignidad: los principales establecimientos textiles de los Países Bajos decidieron el boicot total a las mercaderías alemanas. La decisión fue adoptada por unanimidad de opiniones y motivada por las leyes antisemitas promulgadas recientemente en Alemania. Los directores de la industria textil –agrega la información– decidieron nombrar una comisión que efectuará negociaciones con otras ramas de la industria holandesa para dar a ese boicot un carácter general.

[5] En un documentado y sabroso estudio de Alejandro E. Bunge, publicado el 30 de enero de 1930, en “La Nación”, bajo el título de “La raza argentina”, se subrayan estos datos de sumo interés: a principios del año citado albergaba nuestro país 8.250.000 argentinos de pura sangre europea; 2.650.000 extranjeros y, escasamente, 300.000 mestizos. Por demasiado difundida resulta obvio repetir nuevamente la famosa expresión de Alberdi: “Color, cráneo, cerebro, todo es de afuera”. Lo mismo que esta afirmación de Ingenieros: “No hay uno solo entre los pueblos civilizados que pueda ostentar títulos de pureza étnica”. De ese entrecruzamiento de razas –aquí donde se celebra el día de la raza “con olvido flagrante de la nacionalidad del descubridor” – ha surgido el tipo nacional fuerte y afirmativo. Del mismo modo que el ombú, que no es árbol de la pampa sino del litoral y no es argentino, pues procede de la India, si bien nadie le discute el derecho de ser, precisamente por ese profundo arraigo en nuestra tierra, un símbolo vigoroso de la misma.

[6] Conviene preguntarse hasta dónde un académico puede usar con ensañamiento y contumacia esta “académica” metáfora con variaciones: “Labios exangües como la carne “kocher” de un cordero sangrado por el rabino” (pág. 127) “Más blanco que un chivo sangrado por el rabino” (pág. 160). “Tez pálida con la palidez ritual de un cabrito sangrado” (39), y exhibir joyas de expresión de esta calidad: “cuando en las mejillas se le pintaban dos chapitas de carmín” (pág. 66) y “la risa en que su oreja descubría como una maravillosa aleación el timbre de varios metales” (48). Además el correspondiente de la Academia Española hace hablar a sus personajes con el realismo arrollador de que dan cuenta las siguientes transcripciones realizadas al azar y que efectuamos en la seguridad de que el masoquismo de los lectores no llegará al extremo de adquirir los plúmbeos novelones de marras.

Hablan los personajes:

Martha Blumen, hija de millonarios, espíritu ultraexquisito, poseedora de multitud de idiomas, etc., etc.: “Hoy me siento católica. Hágame leer un libro católico. Me tienen seca los judíos” (Pág. 198). Advertencia de H. W.: “Dios hizo el mundo para que criaturas como ella lo usen hasta el forro” (Pág. 151). Referencia de H. W.: “Y sus ojos como los de un gato, arrojaban por entre las sombras de sus pestañas negras, un rayo verde y felino” (Pág. 120).

El presidente de la República, viendo conversar a la hija del poderoso financista con Mauricio Kohen, el Presidente de la Compañía de Teléfonos: “La paz reina en Varsovia”.

Zytinsky –un traficante analfabeto– dice textualmente: “Ese artículo no es de Julio Ram… Conozco el estilo”.

Don Zacarías Blumen, a quien pertenecen casi todas las hipotecas que se ejecutan en el país (pág. 196), el mismo que a fjs. 200 “se pone rojo de vergüenza”, dice: “Soy tímido y tartamudo como Moisés” (pág. 78) y luego: “Lo que van a valer sus minas de estaño en Bolivia si estalla una guerra” y después: “Ti pago la tranvía” (pág. 63) y más allá: “¿Quí mi cointas?” (pág. 99). Y para terminar: “Ahí me las den todas” (Pág. 87). “Entonces se encerró en su casa como un lobo enfermo” (Pág. 286).

“Aarón Gutgold sólo atinó a exclamar en idisch, el idioma de su juventud: –¿Qué estás ticiendo, Zacaritas?” (Pág. 99).

Dice don Fernando Adalid, Presidente del Banco Sud Americano y candidato a Presidente de la República, a su sobrina Martha Blumen: “Tu padre fue un ranún” (pág. 24). Y luego, olvidándose de la austeridad de su investidura, se siente “anímula vágula” y declama estos versos de Tamayo y Baus: ¿Qué me podrás decir? Sin voz ni aliento/ Parecieras tal vez de mármol frío/ si no oyera el golpear violento con que tu corazón responde al mío (Pág. 220). Y remata: “Por viejo y por zorro que sea nunca tendrá el cerebro sutil de un judío” (241).

Literatura argentina de vanguardia

César Tiempo

Por Reina Roffé

Antes de cumplir su primer año, Israel Zeitlin, nacido en Ucrania en 1906, llegó con su familia a la Argentina, país que sería el escenario propicio para que pudiera desarrollar sus aptitudes creativas. Escritor teatral precoz, con el paso del tiempo se convirtió también en periodista destacado que practicó la crónica y el ensayo literario. Pronto adoptó el seudónimo de César Tiempo y con este nombre se lo conoce. Poeta y actor ocasional, fue uno de los protagonistas destacados de la época. Colaboró con los grupos de Boedo y Florida. Junto con P. J. Vignale, compiló la antología Exposición de la actual poesía argentina, editada en 1927 por Editorial Minerva, que reunía en sus páginas a los principales exponentes de la generación de 1922, testimonio inexcusable de un momento de producción poética intensa y renovadora.

Tuvo, por otra parte, el mérito de ser el primer poeta en la Argentina que elevó a categoría lírica poemas con temática judía. De hecho, en 1930 recibió el Premio Municipal de poesía por Libro para la pausa del sábado, al que le siguieron Sabation argentino (1933), Sábado domingo (1938) y Sábado pleno (1955), en los que el autor se asume como judío, nos habla de los rituales de sus mayores y le otorga significación poética a la pausa del sábado, que es día de descanso y recogimiento para la comunidad hebrea.

Toda su poesía está atravesada por algo que singularizó la pluma de César Tiempo, la ironía y el humor que utiliza para paliar las evocaciones dolorosas, el sentimiento de desarraigo de los suyos, la situación límite que representa ser un inmigrante en tiempos de prejuicios y persecuciones, un hombre de identidad fracturada que, no obstante, se sintió profundamente argentino. Como bien señalara Manuela Fingueret, en la obra de César Tiempo «los ambientes y personajes del judío porteño de los años treinta surgen desde la perspectiva de los abandonados, los soñadores, las muchachas de barrio en edad de merecer, los desposeídos». Por otra parte, Fingueret apostilla que el autor «no les escribe sólo a los judíos desde una memoria ancestral sino desde una realidad cotidiana para que ese espíritu sea comprendido por el habitante no judío de su querida Buenos Aires».

Una broma, de esas que solían hacer los muchachos martinfierristas para burlarse de los escritores de otros grupos y animar más la polémica entre Boedo y Florida puso en la mira de todos al joven Israel Zeitlin: En 1926, alcanzó considerable éxito un libro de poemas titulado Versos de una... escritos por una supuesta prostituta llamada Clara Beter. Los versos de la joven ramera judía resultaron llamativos y conmovedores, todo el mundo quería conocer a esa mujer. Mientras se realizaban infructuosas pesquisas para encontrarla, las ventas del poemario alcanzaron la inusitada cifra de 100 000 ejemplares. Proliferaron las reseñas y los textos críticos dedicados a enaltecer los valores de Clara Beter. Hasta de otros países llegaron artículos referidos al poemario que apareció en la colección «Los Nuevos» de Editorial Claridad, que había publicado a notables autores como Elías Castelnuovo, Álvaro Yunque, Roberto Mariani, Leonidas Barletta y Enrique Amorim, entre otros. En su distinguido catálogo, por supuesto, no figuraba ningún libro del joven Israel Zeitlin. Finalmente, se supo que la tal Clara Beter era un seudónimo de Zeitlin que, a partir de entonces, pasó a llamarse César Tiempo y a ser una firma reconocida

Fuente: www.cvc.cervantes.es

El híspido y torvo Juan Fugito, que tiene amigos “muñecas” que lo escondieron hasta que pasó la bronca (pág. 130) y que dejó a varios canas “panza arriba” (pág. 131) dice (íd.): “Yo conozco el paisaje de Tierra del Fuego y no quiero volver allá”. Y amenaza de muerte al doctor Mendieta “si éste quiere trabajarla de “ortiba” (133). Para el abogado, la Chacarita, según imagen restallante, es “la última boite” (137). Después el mismo que profetiza la “fundación de una congregación religiosa, cuyos miembros vestirán de saco” (pág. 322) dice: “El pobre diablo comenzó a pelechar” (pág.37).

Nombres buidos: Sr. Migdal, Sara Zyto y Bilka Myr. Ambos apellidos forman, unidos, el nombre de una ciudad polaca (68-69).

Dos afirmaciones categóricas irrebatibles: “Ningún judío se empobrece: en cambio los cristianos viven dando tumbos” (pág. 73) y “Desde la antigüedad el judío ha preferido la guerra a la paz” (Pág. 74).

[7] Aunque pocos lo crean el autor de la afirmación de que “el sufragio universal es una herramienta judía” y el mismo que sostiene que “en nuestro país votan conjuntamente con el Arzobispo de Buenos Aires, asesinos, ladrones, rufianes, analfabetos y atorrantes” (215) fue diputado al Congreso de la Nación, allá por el año 1916. Y lo curioso del caso es que su elección se debió exclusivamente al voto de los israelitas del departamento de San Cristóbal, desde el rabino Goldman hasta los chacareros de Moisés Ville, movilizados por don Manuel Wachs, actual director del Departamento de Trabajo de Rosario, que obedeció entonces a una consigna de las autoridades de su partido. Entonces el hombre expresó públicamente su gratitud a esa colectividad, la misma que lo agasajó en Varsovia cuando fuera como delegado del Pen Club Argentino, mientras los escritores polacos “pur sang” le manifestaban una absoluta indiferencia. De ahí que no resulte aventurado afirmar que el autor se ha pintado a sí mismo en Rogelio, personaje de la novela de quien afirma que “pertenece a esa especie, harto conocida, de botarates, que sueltan sin maldad y por ligereza, descomunales groserías. Su disculpa está en su inconsciencia; y entre matarlos o tomarlos a risa, la gente de verdadera educación opta por reírse” (Pág. 232).

[8] A ese respecto es interesante consignar la opinión del profesor Lázaro Schallman, inspector de escuelas de la Provincia de Mendoza y vigoroso ensayista, que también ha dedicado su atención a las “kahalamidades” –disparates, contradicciones y paralogismos– acumulados por el Malaquías criollo con veleidades de Amán. “En la página 23 de su libro, dice el autor de “Humanización de la Pedagogía”, H. Wast imputa a los judíos la adoración del oro y su acaparamiento. Según esto, la banca, los medios de producción y todas las grandes empresas industriales, cuya socialización propugna el comunismo, estarían en manos de judíos; de judíos millonarios, plutócratas, ultraburgueses, enemigos a muerte del comunismo. Pues no; en la pág. 24, es decir a la página siguiente, imputa H. W. a los judíos “tendencias comunistas innegables”. De modo que los judíos son al mismo tiempo, según él, los puntales del régimen capitalista y los líderes del comunismo anticapitalista”. Y más adelante: “H. W. atribuye a los judíos la invención del patrón oro. El sistema monometálico a base de oro es, según él, “una verdadera trampa judía” y la doctrina económica que respalda su fundamentación “fetichismo funesto”. Pareciera que sus veleidades de financista inclinaran su pensamiento en favor del bimetalismo, sostenido entre otros economistas ilustres por Luis Wolowsky. Por el contrario, no figura ningún nombre judío entre los sostenedores eminentes del monometalismo: Jevons, Leroy Beaulieu, Bonnet, Chevalier, Baudrillart. Este último, jefe de una de las familias tradicionales del catolicismo francés. Sólo un desequilibrado podría pensar que todos ellos se dejaron encerrar cándidamente en “la prisión israelita del prejuicio del oro” (pág. 26). Por lo demás es fácil probar que el monometalismo a base de oro está muy lejos de ser una invención judaica. El primero en propugnarlo ha sido Mirabeau, antes de que la Asamblea Nacional de Francia aboliera las leyes de excepción relativas a los judíos. Recuérdese, a propósito, que fue un cristiano de corazón –el abate Gregoire– quien produjo en esa época el mejor alegato en pro de la reivindicación judía. La prédica de Mirabeau en favor de la adopción del patrón oro no dio resultado. Pero los argumentos que la respaldaban tuvieron tan vasta repercusión en Inglaterra, que el reino británico resolvió adoptarlo decretando que sólo tendría fuerza liberatoria ilimitada el oro. La iniciativa tampoco fue de los judíos sino del britanicísimo lord Robert Liverpool, primer lord de la Tesorería, y respondió a las ventajas que ofrecía al país el tener una moneda legal única. No vale la pena de insistir, pues, en el análisis de los paralogismos de H. W. acerca de las mieses del “superreinado de Israel” agavilladas por “la doctrina del oro”... Adviértase, no obstante, la bastardía de su evocación de la leyenda bíblica del becerro de oro (págs. 22, 23 y 180). Echa en cara a los judíos de este siglo el pecado que cometieron sus antepasados en el desierto de Sinaí. Y promueve nefariamente la revisión de una sentencia divina que ha pasado, cuatro mil años ha, en autoridad de cosa juzgada. Juzgada por el mismo Señor Dios. Así consta en el Éxodo (32: 14-15) y en el libro de Nehemías, donde está escrito que Jehová perdonó el pecado de su pueblo. Por eso no lo abandonó en el desierto: “la columna de nube no se apartó de ellos de día, para guiarlos por el camino, ni la columna de fuego de noche, para alumbrarles el camino por el cual habían de ir” (Nehemías, 9:19).

[9] El melindroso director que maneja sus impugnaciones con “la fruición de un matarife que revuelve el puñal en el gaznate del pobre buey”, sostiene, después de haber ponderado la rumbosidad de los israelitas, que la ambición de oro en ellos es insaciable. Ya lo denuncian, afirma en el prólogo, con dramática ridiculez, esos cartelitos profusamente expuestos en los escaparates de las joyerías y que claman desesperadamente: COMPRO ORO, COMPRO ORO, COMPRO ORO. Sin embargo, dice el Midrasch, citado por H. W., “EL MUNDO REPOSA EN LA TORAH Y NO EN EL ORO” y, además, está escrito: “Más vale la palabra de la boca de Jehová que millones de oro y plata”. Y, entre otros mil, son bien conocidos estos proverbios salomónicos: “De más estima es la buena fama que las muchas riquezas; y la buena gracia más que la plata y el oro” (22.1). “No trabajes por ser rico; pon coto a tu prudencia” (23.4) y “Mejor es el pobre que camina en su integridad que el de perversos caminos, y rico” (28.6). Y en la legislación de Moisés existe el JUBILEO, solemnidad pública, celebrada cada cincuenta años, en que volvían a la comunidad las fincas vendidas y recobraban la libertad los esclavos. Por supuesto que no conviene insistir demasiado en esas “ligerezas” del autor, pues tendríamos que detenernos ante cada afirmación. Tan arbitrario y contradictorio es, que en el prólogo del engendro afirma que los israelitas no esperan el advenimiento del Mesías y páginas más adelante sostiene sus risueñas teorías económicas de dominación del mundo por los judíos con el solo objeto de preparar la llegada del Mesías. “El gran Kahal de Nueva York, verdadero Vaticano judío”, afirma, “maneja el mundo”. Y luego: “El poder de la Sinagoga puede comparar con treinta dineros la conciencia de un juez, los editoriales de un diario, etc.” (215). Sin embargo ese organismo plenipotente que, según el dengoso literato, pudo comprar a un gran diario de la mañana, cuyo enérgico editorial contra el antisemitismo provocó la caída de la camarilla fascista que se había apoderado de la Facultad de Medicina, es tan indigente, a lo que se ve, que no pudo comprar el silencio de un escritor tan poco cotizado como el autor de aquellas revelaciones...

[10] Luego olvida esa afirmación, ya que las únicas armas que maneja en apoyo de la difusa tesis de su libro son las contradicciones, y en trance de plantear la disyuntiva “conversión o muerte”, se pierde en un dédalo de incoherencias. “Extrajo de su bolsillo un texto y leyó esta prescripción talmúdica: Ben Ascher: se permite a un judío engañar a los idólatras haciéndoles creer que se ha hecho cristiano” (pág. 112 –ojo con los conversos criollos). ¿Qué valor tiene entonces la conversión de Mauricio Kohen “en el bosque de Palermo que había florecido como la vara de Aarón”, (282) que el autor blande como un triunfo de su doctrina, si la actitud no pasa de ser una superchería más, y qué necesidad tenía, por otra parte, de convertirse un personaje que es bautizado en las páginas iniciales del novelón? Además, cuando el autor habla de la conversión de los judíos y recuerda esta sentencia de Moisés: “Al fin de los tiempos volverás al Señor, tu Dios”, ¿cree por ventura que el creador del Jubileo pensó en los plagiarios del Decálogo? Si todo el mundo, afirma Lázaro Schallman, practicara el precepto del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, desaparecerían para siempre las diferencias de clase y los odios racistas y los conflictos internacionales. Tan cierto están de ello los verdaderos judíos como los verdaderos cristianos, pues unos y otros tienen la misma religión, la misma fe en Adonai, como lo ha subrayado Pascal, el más ilustre de los apologistas del cristianismo. Mal cristiano es, por consiguiente, todo aquel que, en vez de amar a Jesucristo en todos los seres –judíos como el Señor o no judíos–, que en esto radica, según el Evangelio, el amor al prójimo, escarnece las Escrituras, atizando odios y rencores”.

[11] Sólo así, en pleno desenfreno venático puede aceptarse que el autor de treinta novelas, que ocupó una banca en el Congreso de la Nación, afirme muy suelto de cuerpo, patrañas de este jaez: “¡Cuánta paja, leña y pólvora habían amontonado los palabreros estadistas de Versalles en todos los rincones del globo, sabiendo o ignorando que trabajan para el Kahal! Un estudiante, un obrero desconocido, obediente a cualquiera de los tres mil Kahales que estaban a sus órdenes, podía hacer el gesto fatal de Princeps en Sarajevo, asesinando un rey o un primer ministro” (297). En ese tono H. W. grita a cada instante su indignación contra la penetración judía, olvidándose que a fjs. 256, afirma rotundamente: “Se siente la necesidad de gritar lo que se ha dejado de sentir”.

Para cerrar el glosario podemos preguntarnos, ¿por qué, cuando nombra entre los alquimistas modernos a Berthelot, Ramsay, Rutherford, Crookes, Mendelejew, Lothar Meyer (252), el incauto autor cita a tantos judíos? Eso derrumba el andamiaje sobre el cual reposan sus paralogismos, ya que la fabricación artificial del oro, con su consiguiente desvalorización, va a privar al mundo de la presión de la banca judía. “El inmortal Mendelejew (dos veces judío), verdadero filósofo, a la vez que químico, lo descubrió con la luz de su genio” (pág. 256). Pero, en realidad ¿qué hombre de ideas claras puede tomar en serio al autor de estas peregrinas afirmaciones, espigadas al azar?:

Para la historia de las costumbres: “Y como la afición a las apuestas es el vicio nacional inglés (Dios les conserve el candor) en media semana se cruzaron apuestas por más millones de libras que las que se consumieron en balas durante la guerra mundial” (Pág. 267).

Para la teología: “El día que un judío se enamore de una cristiana, se juntarán el cielo con la tierra” (Pág. 193).

Para la etnografía: “El pueblo judío tiene la lengua suave, la sangre fría y la piel dura” (Pág. 192).

Para la psicología: “Las mujeres judías no conocen los celos” (Pág. 151).

Para la economía política: “La política de los judíos: no labrar la tierra, no criar ganados, no construir ferrocarriles” (Pág. 140).

Más Instrucción Cívica: “Peor para ellos, que no ven el porvenir de Israel en un país que, con virginal inexperiencia y desde la primera hoja de su Constitución, se ofrece a todas las razas del mundo como una granada que se parte” (Pág. 143).

“Los cristianos suponen que la Sinagoga no es más que el templo del culto israelita. Ignoran que es, además, su Casa de Gobierno, su Legislatura, su Foro, su Tribunal, su Escuela, su Bolsa y su Club” (Pág. 47).

Para los postulantes: “Ya Zacarías Blumen (que a pág. 37 se llamara Matías Zabulón) varias veces había llegado al despacho del Presidente de la República. ás difícil resultaba entrar en las aristocráticas mansiones porteñas” (Pág. 67).

Costumbres y ritos judíos anotados “fielmente” por H. W.: “Los hijos heredan el nombre de los padres” (Pág. 45). “Se tocan con pastelitos de felpa, visten levitas escrofulosas y llevan luidos los bordes de los pantalones”. Las “Mezuzes” son cañas colgadas a las puertas. El Talmud –que representa doce tomos compactos tipo Diccionario Enciclopédico– lo llevan en el bolsillo los sinuosos israelitas que exclaman a cada rato: “Dios del Talmud” (Pág. 71). Conoce las prescripciones acerca de los maniluvios en las que nada se dice de las uñas: un buen hijo del Talmud –según H. W., puede llevarlas de cualquier color”. Otra cita del Talmud, “made at home”: “Si partes a la guerra no vayas adelante, sino atrás, a fin de que puedas volver el primero”. Las mujeres no judías son todas “una goy”.

[12] A ese respecto es bien elocuente un telegrama publicado en “La Nación” del 1º de octubre último y fechado en Berlín el 30 de septiembre, que transcribimos textualmente:

“La pintura nacionalista es aún bastante pobre en talentos originales, según propia confesión del Fuehrer y del ministro Goebbels. El color, la técnica y la elección de los temas tratados acusan cualidades artísticas bastante mediocres. En Berlín, en el Wilhelmsdorf, hay una exposición de arte en que se presentan unas cine telas, que están muy lejos de ser obras maestras”.

Fuente: Revista El Jabalí Nº 18, www.poesiaeljabali.com.ar

Ernesto Palacio por César Tiempo

Formado como Jorge Luis Borges o Leopoldo Marechal en la incubadora literaria de la revista Martín Fierro de los años 20, Ernesto Palacio (1900-1979) abandonó el espíritu socarrón y malcriado de la publicación para volcarse a la búsqueda de la identidad nacional. Impulso éste que lo llevó desde el nacionalismo hispanista y católico hasta las filas del primer peronismo, del que llegó a ser diputado nacional entre 1949 y 1955.
Su sorprendente prosa produjo algunos textos muy recomendables, entre los que se cuentan La historia falsificada (1939), Catilina contra la oligarquía (1945), Teoría del Estado (1973) o Historia de la Argentina (1954).

En 1976, la revista Crisis le dedicó un informe y varios testimonios. De allí obtuvimos este retrato entrañable trazado por su amigo César Tiempo.

Ernesto Palacio

Cosa curiosa: son muy pocas las fotos que registran las reuniones del grupo Martín Fierro en las que aparece Ernesto Palacio. ¿Indiferencia a la notoriedad, a la promiscuidad del catálogo, a la poesía de lo inservible? Todavía no lo sé.

Palacio era el más chisporroteante, el más alegre y desaprensivo de todos, doctor en sornas y facecias, y además dueño de un pintón de latín lover o de paseante distinguido de la Ring Strasse de Viena, cuya presencia en los chitones literarios ayudaba a rasgar las horas forradas de tedio, mientras otros se empeñaban en fabricarse una soledad de consumo para afrontar la obra maestra que no llegaría nunca.

Creo haberlo visto de bastón y polainas tomarse a trompadas con Juan de Dios Filiberto en la puerta del Tortoni después de haberse reído de un actor de la compañía de Pirandello que había recitado macarrónicamente estrofas del Martín Fierro. ¿Lo estaré soñando? Su agudeza era deslumbrante, como lo recordó hace poco Petit de Murat, el más joven pero no el de menos agallas del plantel.

Ernesto Palacio, que nunca le dio importancia a su importancia, a la importancia de llamarse Ernesto, prefirió en sus primeras escaramuzas ser Héctor Castillo (un castillo es siempre un palacio más moderado) y con ese nombre escribió páginas agudas y divertidas sobre las que el tiempo quiere pasar su esponja y no puede. Por supuesto que el Ernesto Palacio de Catilina y de la Historia Argentina, se reveló sin disputa maestro mayor de obras maestras, demostrando que entendía como pocos el mundo en que se movía y en el que se movieron otros congéneres -ilustres o no- antes que el.

La madurez le enseñó que ya no había necesidad de tomarle el pelo a nadie, si bien en su Historia se mete con alguna gente empingorotada cuyos apellidos ilustran difundidas calles de nuestra ciudad, actitud que le valió algunos pleitos memorables Por otra parte, cuando publicó Catilina un humorista de reata dijo no sé dónde, glosando al tango -No te aflijas, Catilina- ya vendrán tiempos mejores, que nos hizo recordar la inclinación de Ernesto a la dicacidad y que en sus buenos tiempos de sagitario lanzó rehiletes punzantes a diestra y siniestra desde las columnas de Martín Fierro como éste dedicado al poeta Alfredo R. Bufano, nacido en la bella Nápoles:

Vengo de Mantecón y voy en casa
donde me espera mi adorada esposa,
rodeada de los nenes, sonrosada,
propio como una rosa.

O este comentario dedicado a Ricardo Rojas, después de asistir a una conferencia suya:

Teatralmente leíste tu grave Infundio,
y entre música y ripios de la comparsa,
acabóse la triste, solemne farsa
de tus bodas de plata con el gerundio.

También le dedicó un epitafio a Manuel Gálvez:

Bajo esta losa pesada
libre de malos momentos
tiene Gálvez su morada.
Sus versos no fueron nada,
sus novelas fueron cuentos.

Gálvez, que ya había tratado a Ernesto en Amigos del Arte y de quien anduvo distanciado precisamente por los chistes que le hacía desde las troneras de Martín Fierro, terminó haciéndose muy amigo suyo. Gálvez, a quien hacíamos bromas estúpidas sobre su sordera, sobre sus accesos de autosobrevaloración, perfectamente justificados, anduvo siempre sobre pistas seguras y quería a quien merecía su afecto.

Ernesto se reía de los escritores envarados y de los poetas moquillentos, pero llegó un momento en que supo amainar sus burletas y respetar a quien merecía ser respetado. Ya se dijo que el humorista verdadero llorará en silencio por las desgracias que no puede evitar pero será generoso llegado el momento de enjugar los déficit de justicia.

Cierta vez que Gálvez nos invitó a compartir un té en el Jockey Club a Blomberg y a mí, nos contó que Ernesto Palacio, siendo diputado nacional, presentó a Manuel Ugarte a Perón, que acababa de asumir la Presidencia. Ugarte, que estaba pasando serias dificultades, después de haber recorrido el Continente en tren de conferencias defendiendo el sagrado derecho de América a su autodeterminación, fue designado Embajador en Nicaragua, donde le cupo en suerte inaugurar la estatua de Rubén Darío, su fraternal amigo, donada por el gobierno argentino a iniciativa suya.

No fue ese el único gesto panadélfico de Palacio. Intervino, además, en el nombramiento de Pedro Juan Vignale, finísimo poeta y arqueólogo, como Embajador ante el gobierno de Venezuela y anduvo haciendo gestiones en favor de Arturo Cerretani, el gran novelista, que debía radicarse en Londres, gestiones que frustró la revolución del 55.

Ernesto Palacio es un auténtico filántropo, un gaucho, y no sé si esa bella cualidad deriva del hecho de haber nacido en San Martín, cerca de los pagos de José Hernández, que fue la bondad personificada. Abogado, profesor, traductor, ministro, diputado nacional, presidente de la Comisión Nacional de Cultura, Ernesto Palacio es esencialmente un poeta que escribe en prosa y actúa como Dios manda.

Anduvo en los grandes bailes y bailó bien todas las piezas con un talento que no se aguaba en las acedas madejas de las contradicciones. Siempre supo lo que quiso, siempre quiso lo que hizo.

Como testimonio de la seriedad de su labor no están sólo sus libros originales sino la excelente versión de los poemas insólitos de Alejandro Korn, publicada por el instituto de Estudios Germánicos de la Facultad de Filosofía y Letras, en 1942.

Lo veo poco a pesar de admirarlo tanto. Antes solía encontrarlo en la imprenta de los Porter en los tiempos de Martín Fierro, en algún bar de la Avenida de Mayo, en el subsuelo de "La Peña", en alguna conferencia, en el vaivén de la calle Florida, siempre cordial. Ultimamente nos dejamos de ver. La vida está conflagrada de problemas, de vicisitudes. El tuvo un accidente, un cruel accidente, yo tuve otro, otros.

Amigos comunes me traen noticias suyas. No hace mucho me encontré con un hijo suyo, con quien lo estuvimos recordando, lo mismo que con la señora viuda de Bermúdez Franco, el dibujante genial de quien Ernesto fue noble amigo. Me traen noticias del alto escritor, del originalísimo historiador, desterrado de las historias literarias, olvidado de las antologías al uso.

Claro está que detrás de su nombre queda su obra, dechado de elegancia y preciosa y deslumbrante escritura. Su sátira y sus jácaras descubrieron una juventud cuya poesía participaba de la Gracia, cuya gracia participaba de la poesía. Sabemos que ha construido realmente una obra. Una obra difícil de demoler.

Ernesto Palacio tiene ahora la edad que tenía Galileo cuando demostró la oscilación del globo. Sabe como aquel que el mundo se mueve constantemente y que ese mundo -el nuestro- embellecido y enriquecido por sus sueños seguirá viviendo gracias a los hombres frontales como él, preocupados por los demás, obreros de un quehacer singular, creadores sonrientes y empeñosos, enseñándonos siempre a ser persona, cultivando un arte que es la justa e intransferible afirmación del arte, ajeno a los majaderos de la bulla, al tarantín de los amoladores de lisonjas.

Fuente: http://contexthistorizar.blogspot.com

Clara Beter

Por César Tiempo

Para hablar de Clara Beter debemos remontarnos a los años aquellos en que Enrique Tiraboschi cruzaba a nado el Canal de la Mancha, un punch formidable de Luis Ángel Firpo arrojaba del ring del Polo Ground de Nueva York a Jack Dempsey, Stefan Zweig terminaba de escribir Amok y Thomas Mann La Montaña Mágica, Armando Discépolo ponía en escena Mateo, un requiem melancólico para los coches de plaza, Gershwin componía su Rapsodia in Blue, iba a publicarse Don Segundo Sombra, se disolvía el dúo Gardel-Razzano, don Florencio Parravicini era electo concejal, eran condenados a muerte Sacco y Vanzetti y en una quinta de Villa Ballester Pedro Juan Vignale y mi álter ego levantaban los andamios de la Exposición de la actual poesía argentina.

Ubicuos, más por necesidad de encontrarnos a nosotros mismos que a los demás, alternábamos simultáneamente con los bogavantes de Boedo y de Florida, peregrina clasificación que nucleaba a los poetas y prosistas agrupados alrededor del periódico Martín Fierro y de la revista Claridad.

¿Cuándo habría de imaginar Mariano Boedo, el salteño inflamado y almacigado, representante de su provincia en el Congreso de Tucumán, que su apellido serviría de bandera, a más de un siglo de distancia, a un movimiento literario? Boedo es hoy una calle y un barrio, una calle que nace en Almagro —”cuna de tauras y cantores, de broncas y entreveros”, como reza el tango— y termina en las inmediaciones del Parque de los Patricios, un barrio que avanza longitudinalmente como los alguaciles en el malón de las tormentas. Por esa calle y por ese barrio hubo un tiempo en que pasó a pesar de todos los pesares uno de los meridianos de nuestra literatura. De no haber ahuyentado a sus corifeos, Boedo habría sido a Buenos Aires lo que Saint-Germain-des-Prés a París. Es evidente que el barrio no puede estar colmado de los recuerdos del quartier parisiense donde tuvo su imprenta Balzac, terminó sus días Oscar Wilde y funcionaba el café de Deux Magots, cuartel general de la nueva literatura. Sin embargo Boedo también tuvo lo suyo. Por allí pasó Darwin rumbo a los mataderos de Nueva Pompeya, pontificó José González Castillo, el dramaturgo de La mujer de Ulises, debutó Francisco Charmiello, un cómico memorable, anduvieron prohombres de la política, ases del fútbol, artistas, cantores, periodistas, hombres de ciencia que, imitando al autor de El origen de las especies, partieron a su vez hacia los mataderos de la inmortalidad.

Cronológicamente el grupo literario de Boedo apareció antes que el de Florida. El primer número de Martín Fierro sale a la calle en febrero de 1924, el primero de Los Pensadores (así se llamó antes de convertirse en Claridad) en febrero de 1922. Conviene aclarar que el nombre de la revista de Boedo no implicaba una actitud ingenua y petulante de autosobrevaloración ya que llamarse a sí mismos los pensadores invitaba más que a otra cosa a la tomadura de pelo. La revista fue bautizada así por el fundador de la editorial, Antonio Zamora, porque al comienzo se limitó a publicar en cada salida una obra maestra de la literatura universal, poniéndola al alcance de los lectores más modestos. El ejemplar se vendía a veinte centavos moneda nacional. Los pensadores no eran pues los muchachos de Boedo sino los maestros popularizados por la revista. El primer número de la misma incluía el famoso Crainqueville de Anatole France, que acababa de ser teatralizado por Samuel Eichelbaum, a quien conocimos precisamente en la imprenta de Independencia y Boedo. Nos lo presentó Elías Castelnuovo.


Junto a la poeta Ruth Fernández

Nuestro álter ego, que allá por el año 1923 había lanzado a la calle, junto con otros camaradas del Colegio Nacional, una revista —Sancho Panza— en la que colaboraron Scalabrini Ortiz y Álvaro Yunque, que todavía no había publicado Versos de la calle, uno de los momentos más cargados de electricidad pitagórica de nuestra poesía —botella de Leyden arrojada a un mar de oscuras aguas combatidas—, recuerda que tuvo ocasión de presentar al poeta a Luis Emilio Soto, el mismo que hasta hace poco enseñaba a los jóvenes estudiantes de Ann Arbor, en Michigan, los valores de las letras iberoamericanas, y que entonces trabajaba en una barraca de cal mientras afilaba su escalpelo de exégeta. Yunque, Soto y yo estábamos ligados no sólo por comunes ideales, sino por la calle Entre Ríos común y nos veíamos con frecuencia.

Cuando se resolvió cambiar de fisonomía —luego de nombre— a Los Pensadores llevé a Yunque y a Soto a la acogeta de Elías Castelnuovo, en la calle Sadi Carnot, a unos pasos de Rivadavia (73 escalones, apenas algunos menos que los de la Torre de Pisa). Una habitación limpia como el ojo de un pez, de la que recuerdo una mesa de trabajo sobre la que descansaban una calavera y un ejemplar de la Imitación de Cristo. Se habló mucho y el dueño de casa terminó leyendo un poema que desconcertó a los visitantes. Castelnuovo no tardaría en ponerse a la cabeza del movimiento Boedo que se fue formando aluvionalmente como una provincia holandesa. ¿De dónde había salido el autor de Tinieblas, promovido de un modo fulminante a la notoriedad? Por de pronto se sabía que era uruguayo, como Lucio V. López, como Horacio Quiroga, como Florencio Sánchez, como Enrique Amorim. Hijo de padre danés y madre italiana corre por sus venas la sangre de Ajasverus, el judío errante. También él se sintió impelido desde muchacho a una existencia radía y difícil. A los 14 años tenía recorrido el Uruguay, a los 20 buena parte de la Argentina, a los 25 Brasil. Conoció los oficios más increíbles y más crueles, durmió en el tálamo de la miseria sin redención en la soledad y la promiscuidad más horribles, en la selva, en la pampa, en las ciudades desalmadas, allí donde la muerte es la única caridad. Y pudo levantar el acta de acusación de una sociedad obstinada en aniquilar a los mejores. Antes de ponerse a escribir se había tatuado el alma de hechos, de imágenes y de llagas. Su primer libro mereció el espaldarazo de Roberto Payró. Hoy es un clásico.

Otro de los vectores del grupo fue Álvaro Yunque. Contrariamente a Castelnuovo el autor de Versos de la calle no venía “de abajo”. Nació en La Plata, ciudad que su abuelo, Ángel Herrero y su padre, fundaron con Dardo Rocha. Los Herrero se encuentran afincados en el Río de la Plata desde antes de 1810. Yunque se llama en realidad Arístides Gandolfi Herrero. Su familia chorreaba catolicismo y en su casa, donde había altar, como en la de Enrique Larreta, se rezaban novenas a San Roque con asistencia de vecinas. Su abuelo paterno, milanés, vino a América, perseguido por motivos políticos. Estando aquí recibió una herencia y la dilapidó. Pertenecía a una familia de pintores y militares. También de locos. Su abuela materna recibió de su padre, allá por el año 1905 ó 1906 un millón de pesos en propiedades. El marido se encargó de liquidarlas. En fin, su padre, un héroe del trabajo, alcanzó a hacerse una fortuna como arquitecto. Murió de 48 años. Yunque recién había cumplido 17. Quedó la madre viuda a cargo de los siete hijos, y los bienes dejados por el extinto se fueron extinguiendo a su vez como consecuencia de una administración incontrolada. La casa de Yunque —calle Estados Unidos 1824— fue siempre la casa de todo el mundo y cada uno de los hermanos tenía derecho a brindar hospitalidad a sus respectivos amigos, fuesen quienes fuesen y viniesen de donde viniesen. Uno de sus hermanos, luego notable reumatólogo, ensayista y poeta, es el doctor Augusto Gandolfi Herrero. Se costeó los estudios trabajando como chofer de taxi. Integró la Exposición de la actual poesía argentina con el nombre de Juan Guijarro. Otro, Alcides Gandolfi Herrero, en su tiempo boxeador famoso y campeón en su categoría, le arrastró el ala a la musa mistonga, como diría Julián Centeya, escribiendo un imborrable libro de poemas lunfardos con el título de K.O. lírico. Otro es el actor que con el seudónimo artístico de Ángel Walk y en compañía de Olga Casares Pearson, fue precursor de los morosos folletines melodramáticos que constituyen los caballos de batalla de los programas de radio y televisión actuales. Álvaro Yunque publicó su primer libro, ese rumoroso y genesíaco Versos de la calle, al filo de los 34 años, libro cuyos originales había presentado antes a un concurso de la Editorial Babel, donde estuvo a punto de ser premiado (Leopoldo Lugones, Rafael Alberto Arrieta y Arturo Capdevila integraban el jurado) y que Yunque retiró a último momento para llevarlo a Claridad, a instancias de Gustavo Riccio, el poeta de “Gringo Puraghei”, ese gran muchacho, que fue uno de los primeros asesores de la editorial y a quien un mal que no perdona mató en la puerta de su casa el 6 de enero de 1927. Roberto Mariani fue por derecho propio otro de los capitanes de Boedo.

Lo conocí cuando acababa de publicar Cuentos de la oficina, el libro que le valió una notoriedad ancha y rápida, y la amistad de Payró, que le abrió las puertas de La Nación. Ya entonces parecía uno de esos personajes de Huysmans condenado al celibato y la pobreza, resignado a limpiar su vaso cuando se tiene sed y a combatir el frío caminando y blasfemando a través de una habitación nada acogedora. Llamaba la atención por ese modo tan suyo de expresarse vocalizando las palabras con una especie de voluptuosidad agresiva. Muy amigo de sus pocos amigos no toleraba bromas sobre ellos y cuando la maledicencia asomaba su pico de pájaro carpintero en las tertulias del Tortoni donde solíamos encontrarnos, Mariani que puso tantos puntos sobre las íes de su tiempo, se incorporaba, encendidas las facciones, y abandonaba la rueda. Su técnica de escritor era precisa y segura y aún lector encarnizado de Dostoiewsky, Chéjov y Proust siempre supo ser él mismo, desnudándose en la profunda piedad con que trataba a sus criaturas atormentadas y desamparadas. Ricardo Güiraldes y Roberto Mariani eran las dos únicas devociones vivas de Roberto Arlt. Siempre tan incisivo y desbocado, frente a Mariani Arlt no se permitía hacer chistes ni aludir peyorativamente a nadie. Otro escritor, Salvador Yrigoyen, cuyos primeros trabajos tuve el honor de difundir, y a quien ahora, gracias al fervor nunca desmentido de Bernardo Verbitsky, se le empieza a hacer justicia, no ocultaba su admiración por Mariani, admiración que Mariani devolvía con su nobleza y su honestidad habituales. Cierta noche, sentados en una terraza de la Avenida de Mayo, uno de los contertulios hizo una alusión ofensiva a Yrigoyen y se puso a imitar su tartajeo, Mariano se levantó, se acercó al camarada imprudente y le cruzó la cara de una bofetada, tan violenta que el chisgarabís cayó sobre Ernesto Montenegro, que estaba a su lado. El chileno Montenegro, que acababa de llegar de los Estados Unidos, nos contó entonces la violencia que se hacía Sommerset Maugham para entenderse con los productores de Hollywood, pues padecía de una tartamudez congénita. Pero esta es otra historia.

Hablábamos del autor de El amor agresivo que, retraído y áspero, después de su grumetaje fugaz en las peñas de Boedo y de la Avenida de Mayo, prefirió permanecer en la penumbra, trabajando calladamente, mientras otros más ávidos usurpaban su lugar, y distraían la atención de la crítica sobre una labor que, al lado de la suya, no tenía derecho a ninguna consideración. Si existe una justicia esa justicia revisará la ligereza de un veredicto que no concedió a Mariani el lugar que le corresponde.

El nombre de Leónidas Barletta figura junto al de mi álter ego —Israel Zeitlin—, como “secretarios de redacción” en las primeras salidas de Los Pensadores como revista polémica. Barletta confiesa ser un tímido. En todo caso no será un tímido de la raza de Hamlet, sino de la del Quijote. Un tímido que arremete. Y es que no hay que confundir timidez con pusilanimidad. Barletta da la sensación de muchas cosas, incluso la del fraile que ha colgado sus hábitos, menos la del timorato. Pero si él sostiene que es tímido debe ser así. Por aquellos años era implacable como una divinidad caldea. Cuando Nicolás Olivari y Lorenzo Stanchina, cordiales amigos suyos, tuvieron la remisible ocurrencia de publicar un libro ditirámbico sobre Manuel Gálvez, Barletta los estuvo buscando semanas enteras para romperles la jeta.

Escribiendo daba la impresión de una tormenta seca. Su intemperancia se fue calmando con los años. Tiene la edad de Eduardo Mallea y de José Rabinovich, dos narradores natos. Cuando lo conocí sonreía poco. A veces gritaba como si el lector fuera un mítin. Barbusse era así. Andaba por dentro. Barro de sueños en el horno de la vida cada día más cruel que impide tomar a broma los sueños y la vida, lo que se hace y lo que se dice. Siempre tuvo vocación de despertador. Un despertador estrídulo que suena de la mañana a la noche.

Con ellos, es decir con Castelnuovo, Yunque, Mariani, Barletta y Luis Emilio Soto y con José Sebastián Tallon, el poeta infantil y ciclópeo de Las Torres de Nüremberg, con Aristóbulo Echegaray, poeta genuino, compañero de remo en las galeras de “La Continental” y un talento vitalísimo, que recibió el espaldarazo de Miguel de Unamuno; con otros hieródulos cuyos nombres sorprenderá encontrar en las trincheras de Boedo, como Augusto Mario Delfino y Pedro Juan Vignale, se echaron las bases de Claridad, la revista que tradujo las inquietudes de una generación beligerante capaz de resistir en su momento el sirenismo de las consagraciones baratas.

Cierto día mi álter ego recibe un regalo inesperado, los Diálogos de Platón, editados por la Universidad Nacional de México. Y allí descubre la sentencia atribuida a Sócrates en Fedón o del Alma: “Un poeta, para ser un verdadero poeta no debe componer discursos en verso, sino inventar ficciones”. Sugestionado por la recomendación y, sobre todo, ganoso de dar candonga a los camaradas mayores que se resistían a creer en los talentos del mequetrefe, el tal escribe una poesía dedicada a Tatiana Pavlova, la gran actriz ítalorusa que por aquel entonces arrebataba al público de Buenos Aires desde el escenario de un teatro porteño. Como curiosidad señalemos que el galán de la compañía era Victorio De Sica, tan desconocido como inadvertido.

La poesía, tal cual bajó del colodrillo a las manos del embaidor, que aún no había cumplido los 18 años —circunstancia que atenúa la magnitud de la fechoría— empezaba con estos versos:

¿Te acordarás de Kátinka, tu amiga de la infancia,

esa rubia pecosa, nieta del molinero?

Kátinka no podía ser otra, claro está, que la protagonista de Resurrección —la entonces tan trajinada novela de Tolstoi— y la tónica de los versos engarzaba con puntualidad prefabricada en la estética redentorista de Boedo (o Boedowscaia, como decía Enrique Méndez Calzada, aludiendo a la devoción por Dostoievski, Gorki, Chéjov, Tolstoi y compañía, de los integrantes del grupo). Al adolescente entremetido le fue fácil deslizar entre los originales de Claridad los versos firmados por Clara Beter, seudónimo de transparente reminiscencia gorkiana. (Beter equivale a amargo). Semanas más tarde se corregían las pruebas de la revista y Castelnuovo descubre los alejandrinos nostálgicos. Estaban presentes Barletta, Vignale, Julio R. Barcos, Antonio Zamora, amén del autor de la superchería. Castelnuovo, el gran Castelnuovo, se desata en un elogio ardoroso y señala con la mejor buena fe el poema subrepticio como un paradigma digno de oponerse a los nuevos poetas fanáticos de la imagen por la imagen. Se resuelve entrar en contacto con la poetisa, estimular su vocación, invitarla a reunir en un volumen sus versos, bañados en la tristísima luz de su drama íntimo. Y sobre todo, conocer al fenómeno...

¿Clara Beter será realmente una Catalina Máslova, atrapada por el más antiguo —y deprimente— de los oficios?

—Rezuman demasiada verdad los versos, sostenía Castelnuovo, para atribuirlos a una imaginación desgobernada. Clara Beter existe.

—¡Existe!, apoyó Barcos.

—¡Existe!, corroboró el director de la revista, que veía multiplicarse la venta de la misma. Esa mujer escribe lo que escribe porque es lo que es.

El poema dedicado a Tatiana Pavlova se publicó acompañado de una notable ilustración de Manolo Marcarenha, un artista estupendo sepultado en las ajaquefas de una compañía de seguros. Y, a los pocos días, Alberto Zum Felde, el autor de Proceso Intelectual del Uruguay, maestro de críticos, consagró a Clara Beter su glosa de El Día, de Montevideo, diciendo entre otras cosas: “Por estos versos sea acaso redimida de su infamia que es la infamia de la sociedad entera, cuyo monstruoso egoísmo la ha condenado a remar en las galeras trágicas del vicio en el viraje largo a través de los ríos negros de la noche, fosforescentes de luces eléctricas. Desgarradora tragedia la de esa alma de mujer, hondamente sensible y fuertemente intelectiva, presa de la infamia del comercio sexual, envuelta en la túnica de Neso del vicio errante y mercenario, arrojada al margen oscuro de los detritus humanos”.

Lo notable del caso es que Zum Felde —alma pánica al fin— llegó a inventar a su vez una biografía de Clara Beter atribuyéndole, no sabemos porqué, desde el momento que los versos hablaban explícitamente de la Ukrania natal un peregrino origen polaco...

Piénsese en la preocupación del zascandil frente a las proyecciones que estaba tomando la superchería. Su criatura crecía por exigencias de los demás y no había manera de permanecer ajeno a sus andanzas y vicisitudes. Por esos días un íntimo amigo suyo, Manuel Kirshbaum, el actual presidente de la Sociedad Argentina de Grafología, escritor de fina sensibilidad y dueño de una caligrafía pasmosamente parecida a la de Alfonsina Storni, se radicaba en Rosario para cumplir con sus obligaciones de enrolador. La pensión de la calle Estanislao Zeballos donde se hospedaba el autor de Las Diversiones Exasperadas serviría de domicilio legal a Clara Beter.

Poema va, carta viene, poco a poco se fue configurando el libro de poemas y ampliando el círculo de admiradores de la Safo criolla. Ya en prensa el libro, al que los editores impusieron el nombre nada hermético de Versos de una..., la demora que ponía en transcribir las cartas de respuesta y los poemas el atareado corresponsal rosarino —que más de una vez cometió la imprudencia de escribir a máquina los textos de la presunta calientacamas— hicieron entrar en sospechas a Castelnuovo que se había comprometido a escribir el prólogo del libro. Empezó por delegar en dos amigos —el escultor Herminio Blotta y el escritor Abel Rodríguez— la verificación del domicilio y la consiguiente existencia de la invisible Clara Beter. En el domicilio rosarino les informaron que allí no se alojaba ninguna tal. Una excursión más prolongada y detenida por los barrios bajos, les permitió sorprender a una de las pupilas —francesa por más señas— escribiendo un epitafio rimado para un hijo que acababa de perder.

—¡Vos sos Clara Beter!, saltó Abel Rodríguez tomándola por los hombros e intentando besarla a los gritos de ¡Hermana! ¡Hermana! ¡Venimos a salvarte!

Tuvo que intervenir la policía de Sunchales para calmar al autor de Los bestias. Decepcionado, escribió a Buenos Aires dando cuenta de sus pesquisas. Todo inútil. Entonces se pensó que se trataba de una ex, acomodada o casada, que no quería, por razones obvias, dar a conocer su identidad. Pero Castelnuovo no cejaba en su empeño de develar el misterio. Sometió a todos los sospechosos de su relación a una serie de pericias caligráficas, careos y confrontaciones. El enigma aparecía impenetrable y nada tenía que envidiar a la leyenda de Osian, el famoso bardo escocés del siglo III, inventado por Macpherson quince siglos después...

Mujeres inventadas las hubo y llenas de vida como Georgina Hübner a quien los autores de la superchería tuvieron que matar cuando el gran poeta Juan Ramón Jiménez se proponía viajar a Lima para pedir su mano. “Iré hacia ti —anunciaba— por sobre todas las dificultades, a casarme contigo al borde del sepulcro si es preciso”. El originalísimo poeta salvadoreño Raúl Contreras también inventó a Lydia Nogales, una mujer de hacha y tiza y canto en su juventud. Y Aristóbulo Echegaray creó a Lidia Matilde Gay, que amenazaba eclipsar a Juana y a Alfonsina cuarenta y cinco años atrás. Pero una perendeca haciendo versos conmoviendo a tantos varones preclaros no se había visto nunca.

Lo cierto es que apareció la primera edición del libraco en la colección “Los Nuevos” de la Editorial Claridad, y luego en “Los Poetas” y luego en una edición popular. Castelnuovo con el torcedor de la duda desgarrándole el entusiasmo firmó el prólogo prometido con su seudónimo de batalla: Ronald Chaves. En el mismo hacía aquella famosa afirmación que corrió por todos los mentideros literarios —los mejores escritores argentinos nacieron en el Uruguay— y que pareció enderezada a rectificar otra alegre salida de tono del poeta Jacobo Fijman quien sostenía estentóreamente que los únicos escritores argentinos que sabían escribir en español eran de origen ruso... Por supuesto que simulaba aludir a Alberto Gerchunoff, pero pensaba en sí mismo.

La venta del engendro alcanzó cifras increíbles para la época. Zum Felde le dedicó un segundo artículo en El Día, de Montevideo. Georg H. Neuendorff, desde Dresde, tradujo los poemas al alemán con destino a una editorial suiza, la misma que publicó su versión de Las lanzas coloradas, de Uslar Pietri. El poeta Roberto Ibáñez le dedicó un estudio en La Pluma, de Montevideo. El perspícuo Rómulo Meneses escribió en Lima un ensayo que pudo leerse en su libro Nuestra unidad y otros panoramas, y en el cual caracterizaba a la autora de Versos de Una... con estas palabras: “Una mujer que el duro pleito de la vida hiciera caer hasta las bajas sentinas del vicio, redimida por sí misma, por su talento y la propia religión de sus sentimientos, nos dice ahora en sus versos y recuerdos, el dolor ahogado en la vergüenza del mal vivir y aplastado por la torpeza de todas las infamias sociales. La prostitución ha dado un hermoso brote espiritual con Clara Beter, contradictorio loto azul de la marisma”.

El autor de la patraña conoció en 1945 en Santiago de Chile a Andrés Sabella, el gran poeta y novelista de Norte grande y Vecindario de palomas, quien le confesó que siendo muchacho recitaba versos de la Beter —que aún recordaba de memoria— en su Antofagasta natal, para deleite de sus camaradas. De tal modo corporizó y adquirió existencia física la autora que cierta vez llegó de Rosario un periodista amigo. Se encontró en el Tortoni con el poeta José Sebastián Tallon y lo primero que le dijo fue esto: —Tenés que hacerme un favor. Presentame a Clara Beter. Me dijeron que está en Buenos Aires.

—Justamente ahí la tenés, le contestó rápidamente Tallon, tan amigo de divertirse. Y le señaló a una poetisa bastante poco favorecida y muy en boga por aquellos días.

Al observarla el periodista, que traía su imagen hecha de Clara Beter, reaccionó escéptico:

—¡Qué va a ser ese loro! Lo que pasa es que no me la querés presentar.

Alentado por el éxito del libro, el editor se empeñó en hacer escribir a la enigmática trotacalles una novela que debería llamarse sencilla y decididamente Una... En Claridad llegó a publicarse un capítulo. Pero ya la superchería asumía proporciones peligrosas para el autor. Zum Felde bajó a preguntar por ella a la redacción de Nosotros. Chas de Cruz, que por ese entonces regenteaba una empresa distribuidora de películas soviéticas y se había propuesto escribir un guión con la historia de Clara Beter y enviarlo a Moscú junto con la protagonista... “¡Se volverán locos!”, nos decía a Eichelbaum y a mí, comiendo en el desaparecido restaurante Corrientes, de la calle homónima, a dos pasos de Callao. Roberto Arlt, con su alegre cinismo de siempre, hablaba de traerla a Buenos Aires, establecerla en una casa de tolerancia con letrero luminoso al frente y destinar las recaudaciones a la institución de un premio Nobel para escritores argentinos. Castelnuovo y Julio R. Barcos se devanaban los sesos pensando cómo atrapar al fantasma. Algunos masoquistas se atribuyeron la paternidad de la criatura. Para complicar más las cosas, un amigo del autor de la trampa, el poeta de Liquidación, Carlos Serfaty, inscribió con su nombre Versos de una... entre los libros que optaban al premio municipal de año. El maestro Alberto Zum Felde, siempre ecuánime, escribió entonces: “Estamos dispuestos a perdonar al funambulesco autor la broma pirandelliana de que hemos sido objeto en gracia al talento puesto en la superchería. El joven poeta ha creado un personaje de novela y lo ha hecho vivir como protagonista de sus propios versos admirablemente”. Después, Alberto Guillén, el famoso poeta peruano, reproducía algunos “versos de una... (y de uno)” en el excelente “Repertorio Americano”, que publicaba Joaquín García Monge en San José de Costa Rica. Y decía entre otras cosas, refiriéndose a nosotros: “Publicó con el nombre de Clara Beter un librejo que dio susto a mucha gente e hizo morder el anzuelo a sesudos críticos. Cantos de suburra con la natural protesta proletaria. Una mujer decía allí su desespero. ¡Oh, estado de cosas! ¡Oh, sociedad injusta! ¡Lástima que la mujer de todos fuera hombre, y hombre de ala y de sonrisa!”.

Muchos años más tarde, Camila Quiroga, la inolvidable gran actriz que paseó nuestro teatro por los principales escenarios de las dos Américas y de Europa, incorporó a su repertorio una farsa dramática titulada “Clara Beter vive”, en la que el autor de la tramoya se permitió dar forma escénica a la historia y recrear al personaje. ¿Qué habría ocurrido si alguien, una mujer, claro está, se hubiese prestado a hacer el papel de Clara Beter, de Clara Beter autora de los versos, no de Clara Beter, mujer pública? Partíamos del episodio real e inventábamos sus derivaciones, lo que nos permitió postular una especie de metafísica de la irresponsabilidad. ¿El ser es lo que es porque hace lo que hace o hace lo que hace porque es lo que es? La vida de una ficción o la ficción de una vida asumían allí el perfil de un drama auténticamente vivido.

Nada como la mistificación para medir a las gentes. Por otra parte, engañar, según el Diccionario de la Lengua, significa también producir ilusión, como acontece con algunos fenómenos naturales seriamente probados. No tiene que arrepentirse el autor de haber fabricado un ser al socaire de la patraña sobre todo si Manolo Machado afirmó alguna vez que “hetairas y poetas somos hermanos”, y Napoleón, poeta de la voluntad, nos enseñó que la mejor defensa es el ataque. El poeta atacaba creando un mito. Y ya aseguró Oscar Wilde que es más fácil destruir un pueblo que un mito. La heroína de papel impreso se apoyaba en una heroína de carne y hueso, en Tatiana Pavlova, como para nutrirse de su sangre y de su cal hasta adquirir esencia y presencia, erguirse, caminar, existir. Y el milagro se produjo. Mientras todos creían en la existencia de Clara Beter, nadie creía en la existencia de Tatiana Pavlova. Y, sin embargo, no fue mero capricho que Clara Beter le dedicase su primer poema.

Tatiana Pavlova nació en Ekaterinoslaw. Mi álter ego también. En la misma calle y en la misma casa. Pero como estábamos tallados en el remo de Ulises, Tatiana abandonó los pagos de Helena Blavatsky por su propia voluntad y mi álter ego cuando contaba recién nueve meses y nueve días de existencia. Y no llegó a Buenos Aires andando, precisamente. Ekaterinoslaw fue fundada por Potemkin en 1786 y tiene comunidad judía desde 1787. Esa es la antigüedad de nuestras respectivas familias de Ucrania. Lo que nunca imaginé es que alguna vez pudiese hallarme cara a cara, y en Italia, con la protagonista de los primeros versos de Clara Beter, después de haber estado separados durante cuarenta años por veinte mil kilómetros de distancia. Cuando la actriz se enteró, de labios del director Alberto D’Aversa, que nos había acompañado hasta el camarín del teatro romano donde Tatiana estaba representando Lunga notte di Medea, de Corrado Alvaro, de la historia de Clara Beter y de los versos que yo le dedicara en aquel librejo escandaloso, se echó a reír más ruidosamente que nunca, repitió en ruso la fábula a unas sobrinas que le hacían compañía, y nos dijo con su voz abrasada y patética:

—¡Muy bien hecho, muy bien hecho! El mundo tiene las imposturas que se merece. Simón Mago fue un impostor, Homero fue un impostor, Dante fue un impostor. ¡Todos los novelistas, todos los poetas, todos los dramaturgos son impostores!

Antes que ella el cardenal Carlo Caraffa, había dicho: Mundus vult decipit ergo decipiatur! (El mundo quiere ser engañado: ¡engañémoslo, pues!). La vida misma es una fatamorgana, un gran engaño, un fraude.

Pero Elías Castelnuovo, el prologuista del libro, no pensaba lo mismo. Cuando se enteró del engaño, publicó un artículo señalando que todos habían sido defraudados. Pues la tal prostituta había resultado un prostituto. El prostituto era yo.


De Clara Beter y otras fatamorganas, Buenos Aires, Peña Lillo Editor, 1974.

Adán

Por César Tiempo

Como aún no se había creado el Registro Civil no podemos saber la fecha exacta de su nacimiento. Tampoco su apellido. Este pudo ser Godson —equivale a hijo de Dios en inglés— pero resulta que Adán nació antes que Inglaterra, de modo que tenemos que seguirlo llamando Adán a secas. Su nombre, leído a la usanza hebraica, es decir de atrás para adelante, es Nada, como la N de Leandro N. Alem. De ahí extrajo su teoría existencial Jean Paul Sartre al afirmar que todo es nada, pues si Adán es el hombre por antonomasia y el hombre es todo, la filosofía corrosiva y apocalíptica del autor de La Náusea aspira a demostrar que no somos nada, mucho antes de ser trasladados a la quinta del ñato para contemplar el mundo desde la raíz de la lechuga. De todos modos el nombrecito le está bien aplicado porque Dios fabricó a Adán de la nada, es decir de un trozo de barro mojado por la niebla.

Según todas las presunciones Adán fue el primer hombre. Charles Darwin, que no alcanzó a conocerlo, apenas se casó escribió un libro titulado The origin of the species by means of natural selection donde trató de convencernos de que el hombre descendía del mono, cosa que puso de mal humor a los lectores de la Biblia y de buen humor a los gorilas. Adán no se enojó porque no pudo enterarse. No leía los diarios. ¡Carencias y privilegios de la antigüedad despreocupada y feliz!

Adán vivió una infancia dichosa en el jardín del Edén, solo como un punto sobre una jota. No iba a la escuela, no hacía mandados, no se cortaba el pelo, no lo fotografiaban redondo y desnudo para los álbumes de las tías.

Para distraerlo, el Creador inventó los animales y Adán se encargó de darles los nombres correspondientes. Muchas veces nos hemos preocupado por conocer el origen de las denominaciones. Por qué el perro se llama perro, la vaca vaca, el gato gato, el león león. Ahora lo sabemos. Porque así se le antojó a Adán. De algún modo tenía que llamarlos. Y él los llamó de ese modo. Mejor dicho, primero los llamó a gritos. Después por sus nombres.

Adán crecía y aquellos juegos empezaron a cansarlo. Resolvió hablarle al señor Dios.

—Tata, ¿no le parece que pasarse la vida entre animales no es una cosa muy divertida?

—¿Te gustaría ir al cine? Te lo invento.

—Solo no. Tendría miedo.

—Bueno, mientras haces la siesta voy a pensarlo.

Adán se durmió, el Creador le extrajo una costilla, la rellenó y formó a la mujer. (¡Ahora no va a venir Darwin a decirnos que también desciende del mono...!) Así nació Eva, tan hermosa que, al verla, sólo atinó a decirle:

—¡Ave!

Con lo que inauguró el vesrre, antes que los profetas del lunfardo.

Adán y Eva jugaron a todo lo que pueden jugar dos muchachos sanos y fuertes. Pero los mismos juegos terminan por hartar. Y Eva, con más imaginación que Adán, se puso a maquinar algo distinto. Pero como a un micronovelista de teleteatro en tren de fabricar el capítulo XXI, después de haber fabricado otros veinte reiterativos, abusivos y baldíos, no se le ocurría nada. Una serpiente vino a sacarla del apuro. No olvidemos que las serpientes suelen ser verdes. Le aconsejó a Eva, todo inocencia, comer el fruto del árbol prohibido. Un manzano enraizado en los alrededores del Edén, así como se sale, a la derecha, cuyas manzanas se reservaban para las grandes ocasiones. Las manzanas eran de tipo carasucia, pero el Señor las había lustrado esperando que brillaran por su ausencia. Eva empezó con los arrumacos y carantoñas de práctica. Y Adán mordió. Comieron.

Al enterarse de lo que habían hecho, Dios montó el picazo. Envió a Eva a un internado de señoritas y obligó a Adán a realizar las más duras tareas del campo. De primer hombre Adán se convirtió en el primer terrateniente. Cercó su campo y dijo: “Esto es mío”. Fue el verdadero fundador de la sociedad civil. Juan Jacobo Rousseau en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, sugiere que Dios hubiera ahorrado al género humano crímenes, guerras, asesinatos, miserias y horrores si arrancando las estacas y cegando y borrando el foso, le hubiese dicho a Adán que era un impostor y que con su actitud estaba perdiendo para siempre a la humanidad al olvidar que los frutos son para todos y que la tierra no pertenece a nadie.

Adán, con tierras, desterrado, y entre animales solo, empezó a ser socavado por tremendas nostalgias. Logró filtrar su voz por la radio y acribillar de poemas alusivos a la mujer de sus sueños. Una de sus poesías empezaba así:

“Es otoño. Estoy triste. Pienso en ti. Caen las hojas...”

Eva se enteró mucho más tarde —cuando se le ocurrió viajar a Buenos Aires— que el alejandrino pertenecía a Pedro Miguel Obligado. Pero su amor por Adán se mantuvo invariable. Todavía tuvo tiempo de cantarle con música de Marina: “No es verdad que con la ausencia/del amor se extinga el culto/si en el alma vive oculto/con la ausencia crece más”. Cuando el Señor se enteró de esos trapicheos sentimentales se puso furioso. Resolvió que Adán moriría ese mismo día, pero como un día para la Divinidad son mil años, le permitió vivir 930, y los 70 restantes quedaron asignados como vida normal de sus descendientes.

Expulsados del paraíso, Adán y Eva tuvieron que ponerse a trabajar. Él se empleó en la Defensa Agrícola y ella se dedicó a los quehaceres propios de su sexo. Tuvieron tres hijos. Dos famosos: Abel y Caín. Y un tercero llamado Set que, llevado por su nombre, se dedicó al cine. Asistió a la imperdonable liquidación de Abel por Caín, liquidación cuyo saldo fue la creación del Código Penal, y filmó la escena fatídica, habiéndose perdido el rollo desgraciadamente en los incendios provocados durante la epidemia de fiebre amarilla. Pero que el episodio fratricida ocurrió tal como se cuenta, no podemos ponerlo en duda, pues Abel, efectivamente, dejó de existir. Caín se incorporó a la Legión Extranjera y se dejó la barba, cosa que parece contradictoria pero no lo es. Ya se sabe que en casa de herrero cuchillo de palo. Y él no era precisamente un herrero, sino un guerrero. Ahora cuesta reconocerlo. Eso sí, todavía tiene la captura recomendada.

Adán no tuvo abuela, ni suegra, ni tíos, ni sobrinos. Jamás se sacó una camisa porque jamás tuvo oportunidad de ponérsela. Jamás vio televisión. Jamás viajó en ómnibus. Jamás asistió a una mesa redonda. Fue un pan de Dios.

Además, fue el primer hombre que se atrevió a dar una vuelta a la manzana. Gracias a él, ustedes y yo estamos en el mundo. Gracias a él, a Adán —y naturalmente, a Eva. Y no, gracias al mono...


De Clara Beter y otras fatamorganas, Buenos Aires, Peña Lillo Editor, 1974.
 


 

Algunos poemas de Clara Better

QUICIO

Me entrego a todos, mas no soy de nadie;
para ganarme el pan vendo mi cuerpo.
¿Qué he de vender para guardar intactos
mi corazón, mis penas y mis sueños?


VERSOS A TATIANA PAVLOVA

¿Te acordarás de Katiuchka, tu amiga de la infancia,
esa rubia pecosa, nieta del molinero,
la del número 8 de Poltávaia Úlitcha
con quien ibas al Dnieper a correr sobre el hielo?

¿Te acordarás de aquellas temerarias huidas
para oír la charanga de la Plaza Voiena;
de los kopeks gastados en la Dom Bogdanovsky
en verano en sorbetes y en invierno en almendras?

¿Te acordarás de Pétinka, tu novio del Gimnasio,
de quien yo te traía las cartas y los versos;
de las fiestas aquellas cuando vino el Zarevitch
y sus fieros cosacos a visitar el pueblo?

¡Oh, los días felices de la infancia lejana
en el rincón humilde de la Ucrania natal:
la vida era un alegre sonajero de plata
y toda nuestra ciencia: cantar, reír y amar!

Mas, pasaron los años y nos llevó la vida
por distintos senderos: tú eres grande ¿y feliz?
y yo... Tatiana, buena Tatiana, si te digo
que soy una cualquiera, ¿no te reirás de mí?

¿Comprenderás el torpe fracaso de mis sueños,
verás el patio oscuro donde mi juventud
busca en vano la estrella que solícita enjugue
mi angustia con su claro pañuelito de luz?

¡Mas no quiero amargarte con mi vaso de acíbar,
tú también tus dolores y tus penas tendrás;
cerremos un instante los ojos y evoquemos
los días venturosos de la aldea natal!


AMORÍO CIUDADANO

Saloncito reservado
de lechería de barrio.
Este pobre muchacho
pálido
me cree una novia ingenua
que va a brindarle sus encantos
—un anticipo del estío
para la primavera de sus años—
y unta de miel sus palabras,
viste de seda sus manos,
me quema la boca impura
con el lacre de sus labios
(máscara de castidad:
mis labios no están pintados)
y perfumándome de promesas
—con salacidad de fauno—
ante mi leve abandono
y mi fingido recato
comienza a desabrocharme
la bata con torpes manos.

Acariciándome el pecho
refulgen sus ojos claros
y me prodiga adjetivos
dulzones de enamorado.

Fiesta de los sentidos
impúdicos y castos:
mutuamente
nos hemos engañado.


PRESENTIMIENTO

La luz de este prostíbulo apuñala
las sombras de la calle.

Paso delante suyo y se me enciende
un pensamiento cruel en la cabeza:
¿Terminaré mi vida en un prostíbulo?


VISIÓN

Cae sobre la ciudad
la ceniza minúscula y tenue de la lluvia.
¡Qué grato es en un día como éste acariciar
un inocente sueño de ventura!

Mientras cae la lluvia, yo acaricio mi sueño:
un día las mujeres serán todas hermanas;
la ramera, la púdica,
la aristócrata altiva y la humilde mucama.

Irían por las calles llevando como emblema
una sonrisa alegre y una mirada franca,
y así, sencillamente,
se ofrecerían a todos los hombres que pasaran.

Ellos se tornarían
tan buenos como el sol, como el pan, como el agua:
su dicha cantarían todos los oprimidos
suavizadas sus manos, su gesto y sus palabras.

Bajo los cielos límpidos, banderas de alegría,
desplegados sus paños como alas
cual si quisieran cobijar a todas
las mujeres que un día supieron ser humanas.

(Sigue cayendo sobre la ciudad
la ceniza minúscula y tenue de la lluvia.
¡Qué grato es en un día como éste acariciar
un inocente sueño de ventura!)


A UN OBRERO

Toda desnuda me ofrezco a tu instinto,
muerde mis pechos, estruja mi cuerpo,
quiero brindarte esta fiesta de carne
para que olvides tus días acerbos.

Sé que padeces, tu vida es amarga
vida de todos los tristes obreros,
sin una luz de esperanza en su noche,
sin la caricia cordial de un consuelo.

¡Cómo conforta sentirse piadosa,
dulce es la simple bondad de mi gesto;
tú que así sufres, mereces la efímera
fiesta que quiere brindarte mi cuerpo!


LO IRREMEDIABLE

En una misma pieza
un macho y una hembra
el “yo” mujer
que no sabe cómo desaparecer.


EN LA CALLE FLORIDA

Paso azorada por Florida, el vivo
escaparate de la farsa urbana:
viejas extravagantes, niñas cursis
y hombres-hembras desfilan en majadas.

Voy a cruzar la calle cuando escucho:
“Mamá, ¡qué desvergüenza, esa cocotte!”
Me vuelvo, miro y quiero preguntarle
quién será más ramera de las dos...


COMPASIÓN

En la calleja solitaria y triste
de este fosco arrabal,
como un ladrón acecho agazapada
la ocasión de saltar sobre mi presa.

Llega un hombre, se acerca, me descubre;
y cuando sin recelo se aproxima,
a la luz de la luna veo su rostro
de adolescente, contener no puedo
una sonrisa franca y, entreabriendo
el ocho extravagante de mi boca
doblo el cuello a la hiena de su instinto.


EPISODIO

Iba tan mal trajeado y fue tan honda
y dolorosa su mirada, que
detuve el paso y leve, dulcemente,
le dije: “¡Ven!”

Pero quizá sin comprenderme, irguióse
con altivez, borrando su tristeza,
y con tono zumbón me dijo: “¡Vete,
no me acuesto con perras!”

[De Clara Beter: versos de una..., Buenos Aires, Rescate, 1977]



 

Pequeña cronohistoria de la generación literaria de Boedo

Por César Tiempo

Hubo una época en que el meridiano de la literatura nacional pasó por Boedo. Boedo es una calle y un barrio. Una calle que nace en Almagro y termina en el Parque de los Patricios y un barrio que crece hacia arriba y no se detiene jamás. De pronto, mediante no sabemos qué misteriosos ardides, aparece en Avellaneda, en Lanús, en Lomas de Zamora, después de haber cruzado por el convés de hierro y cal hidráulica del Puente Valentín Alsina que permite a la provincia codearse con la ciudad. Pero además de ser una calle y un barrio, Boedo fue una divisa.

Toda capital – dijo alguna vez Balzac – tiene su poema, en que se expresa, en que se resume, en que es más particularmente ella misma. Boedo fue ese poema. Conflagrado de clamores e impaciencias, impetuoso, tumultuoso, ardido, rebelde, pero encendido de humana y celosa poesía. De haberse comprendido mejor a sí mismo, de haber prolongado y renovado las inquietudes y los deseos de superación de un cuarto de siglo atrás, de no haber ahuyentado a sus soñadores, Boedo habría sido a Buenos Aires lo que Saint – Germain des-Prés a París.

Como Saint-Germain-des-Prés

Es evidente que nuestro barrio no puede estar colmado de recuerdos revolucionarios y artísticos del quartier parisiense en el que vivió y murió asesinado Marat, en el que escribiera sus brulotes Camilio Desmoulins, en el que tuvieron sus ateliers los pintores Courbet y Delacroix, su refugio el comediante Mounnet-Sully, su imprenta Honorato de Balzac y en una de cuyas calles – la de Beaux-Arts, N° 13 – se extinguió la existencia latitudinaria de Oscar Wilde, y en el que podemos encontrar hoy la sede del Sindicato de Libreros, los despachos de los anticuarios más importantes de Francia y el café Deux-Magots, cuartel general de la nueva literatura. Boedo también tuvo lo suyo. Por allí pasó Darwin, el famoso naturalista, rumbo a los mataderos de Nueva Pompeya, por aquí anduvieron prohombres y ex hombres de la política local e internacional, ases del futbol, glorias del teatro, cancionistas y estrellas que conocieron en su hora el trueno de la notoriedad. Pero nosotros queremos hablar de los escritores llamados de Boedo.

Personajes de Boedo

¿Porqué precisamente de Boedo?. Ninguno de sus integrantes vivía en el barrio, el director de la revista que daría nacimiento a la empresa editorial llamada a difundir la labor de sus conmilitones, se domiciliaba en Wilde, un pueblito de línea del sur. Elías Castelnuovo era inquilino de un zaquizami enclavado a cinco pisos sobre el nivel de la calle Sadi Carnot. Álvaro Yunque compartía con su madre y sus hermanos una antigua casa porteña de la calle Estados Unidos 1824, en cuya cuadra tenía de vecinos a tres notabilidades a las que hay que referirse con la melancolía del aoristo: Juan B. Justo, Jaime Yankelevich y Ernesto Morales. Gustavo Riccio vivía en la calle Rivadavia 2014, Roberto Mariani en la Boca, cerca de la casa de Pedro Juan Vignale, que no tardaría en trasladarse de la calle Lamadrid a Villa Ballester y de Villa Ballester a Río de Janeiro, Luis Emilio Soto en las inmediaciones de 15 de Noviembre y Solís, Leónidas Barletta en Nazarre y Bolivia, Roberto Arlt en Flores, Lorenzo Stanchina en Villa Devoto, Nicolás Olivari en Villa Crespo, Enrique Amorín en su Salto natal, con recaladas en Montevideo y Buenos Aires. José Salas Subirat en el taller de afilación de Garay y Solís, Aristóbulo Echegaray en Monroe, un pueblo de la línea del ferrocarril Pacífico. Abel Rodriguez en Rosario, Juan I. Cendoya en La Plata. Antonio Alejandro Gil en la calle Santiago del Estero y Pedro Echague. José Sebastián Tallón en un caserón de la calle Brasil 1388, y Clara Beter en las nubes. Hablo de los boedistas de la primera época, de las etapas fundamentales. Y no solo no eran vecinos de Boedo, sino que ni siquiera se reunían en algunos de los innumerables cafés de la calle epónima.

"Claridad" y "Los Pensadores"

Por otra parte conviene recordar que la editorial que luego los prohijaría no nació en Boedo, sino en un tabuco de la calle Entre Ríos 126. Más tarde Lorenzo Rañó les concedió un espacio en su imprenta de la calle Independencia 3531, y cuando la revista cambió el nombre fachendoso de "Los Pensadores" por el de "Claridad", el grupo constituyó su sede definitiva en la calle San José 1641, a pocas cuadras de la plaza Constitución. En Boedo 837 tuvo asiento nominal la redacción de "Los Pensadores" en sus salidas iniciales cuando era una publicación destinada exclusivamente a difundir las grandes obras de la literatura clásica y moderna, mucho antes de convertirse en el órgano de combate de aquellos jóvenes de la generación del 22 a quienes el éxtasis y los sentimientos ciegos del arte por el arte fueron siempre extraños.

¿A qué venía, pues, la etiqueta de marras? La intención del bautista – en quien algunos creyeron reconocer a Enrique Gonzalez Tuñón , cuya dicacidad era inagotable como su talento – fue evidentemente burlona, despectiva. Al subrayar la procedencia de los integrantes del grupo quiso decir que venían de extramuros, de la suburra, que pertenecían al populacho. Lo notable del caso era que el único habitante auténtico de Boedo era Gonzalez Tuñón, que vivía en la calle Yapeyú, a dos cuadras de la popular arteria de cuyos cafés era además uno de los más empedernidos habitués. Por su parte los de Boedo trataban no menos peyorativamente a sus impugnadores, los escritores agrupados alrededor del periódico "Martín Fierro" llamándolos "los de Florida", transfiriendo al plano literario, quizá sin proponérselo, el duelo histórico de la antigua Roma entre patricios y plebeyos.

Feria y Torre de Marfil

Mientras Florida implicaba el centro con todas sus ventajas: comodidad, lujo, refinamiento, señoritismo, etcétera, etcétera, Boedo venía a representar – para los de Florida – la periferia, el arrabal con todas sus consecuencias: vulgaridad, sordidez, grosería, limitaciones, etcétera. Florida, la obra; Boedo, la mano de obra. Para sus detractores, por otra parte, la literatura de Boedo era ancillar, estercórea, verrionda, palurda, subalterna, inflicionada de compromisos políticos; y la de Florida: paramental, agenésica, decorativa, delicuescente, anfibológica e inútil. Excesos verbales estos que correspondían a las naturalezas ricas en fosfatos de los jóvenes beligerantes que se resistían a reconocer afinidades y simpatías, pero cuyo encono no hizo llegar nunca la sangre al río. (El enconamiento se debe siempre a la falta de asepsia). Con el andar del tiempo, Enrique González Tuñón y su hermano Raúl impregnarían su obra de un noble y solevantado acento social, exaltarían el suburbio, pondrían su obra bajo la advocación de Carriego, y ante la iniquidad desatada por el nazifascismo se alinearían valientemente en las filas de los escritores de Boedo, claramente definidos frente a las tiranías como fraguas de servidumbre y barbarie que era necesario apagar y aplastar. Y como dato curioso para los historiadores de mañana, conviene anotar que, Evar Méndez, el fundador de "Martín Fierro" pronunciaría una conferencia en nuestra Facultad de Filosofía y Letras celebrando, entre otras cosas, la jerarquización operada en las masas obreras y campesinas por obra de la estructura social vigente, en tanto Elías Castelnuovo, uno de los hermes de Boedo, hablaría en 1952 en un salón de la calle Florida, frente a un público de profesores eméritos y señoritas beneméritas, presentado por un ex redactor de revistas ultramontanas ad usum Delphini, con palabras en las que cabrilleaba la felicidad sibilina de poder exhibir al gran novelista que ayer nomás contrariaba a los concilios empeñado, a pesar suyo, en conciliar los contrarios...

Pero si hubo contusos, desertores e hijos pródigos en ambos bandos, es indiscutible que fue esa generación polarizada por Boedo y Florida la que anticipó el renacimiento argentino sacudiendo de su marasmo la vida intelectual del país. Pero vayamos por partes.

Se anticipan a Florida

Cronológicamente, el grupo literario de Boedo apareció antes que el de Florida. El primer número de "Martín Fierro" sale a la calle en febrero de 1924; el primero de "Los Pensadores", en febrero de 1922. Conviene aclarar antes de seguir adelante que el nombre de la revista no implicaba un rasgo de petulante autosobrevaloración de sus colaboradores. Se llamó así porque se limitaba, como ya los señalamos, a publicar en cada número una obra maestra de la literatura universal poniéndola al alcance de los lectores más modestos. El ejemplar se vendía a veinte centavos.

Los pensadores no eran, pues, los muchachos de Boedo sino los maestros del pensamiento nacional e internacional popularizados por la revista. El primer número incluía un relato de Anatole France, "Crainquebille", que ya había sido teatralizado por Samuel Eichelbaum y llevado a un escenario criollo por Elías Alippi.

Los fundadores de la publicación fueron Antonio Zamora, un joven español que cumplía su aprendizaje de andinista en la falda de "La Montaña", y llegó a ocupar más tarde una banca en el Senado de la provincia de Buenos Aires y a controlar un frigorífico en la provincia de Córdoba, y Daniel C. de Rosa, encargado a la sazón de la reventa de "Crítica". Un año después de Rosa se separaba de la empresa y Zamora se convertía en deus ex machina de la misma asesorado por el poeta Gustavo Riccio.

Riccio era un muchacho poseedor de una notable cultura general, un poeta inclinado a la caricatura sin deformaciones ni crueldad, dueño de una simpatía afectuosa que sabía dar a los transportes de la poesía y aún de la amistad una cadencia entre nostálgica y desilusionada. Melómano fervoroso, lector de varios idiomas vivos, se defendía económicamente ayudando a su padre en la relojería de la calle Rivadavia o llevando los libros de contabilidad de la Confitería del Molino. Fue Riccio quien recomendó la mayor parte de los títulos lanzados por "Claridad" hasta 1925 y fueron de su pluma los prólogos y las presentaciones de los autores. También se debió a él la iniciativa de la colección "Los Poetas" y la publicación del primer libro de Álvaro Yunque, ese generoso y genesíaco "Versos de la calle" que su autor había presentado con anterioridad a un concurso de la Editorial Babel y cuyo jurado, compuesto por Leopoldo Lugones, Rafael Alberto Arrieta y Arturo Capdevila, desestimó inclinando sus preferencias por "El Grillo" de Conrado Nalé Roxlo. Riccio, empero, no llegó a integrar prácticamente el grupo de Boedo y ni siquiera fue "Claridad" sino "Campana de Palo" quien publicó su primer libro. Minado por un mal incurable, el autor de "Un poeta en la ciudad" realizó en 1925 un viaje al Paraguay, de donde trajo los originales de otra colección de poemas "Gringo Puraghei", la salud más socavada y un deseo de soledad que se proponía dedicar a la ordenación de sus papeles y sus sueños, melancólicamente persuadido de que debía partir en plena juventud. Así fue. La vida de Riccio se extinguió en la puerta misma de su casa el 6 de enero de 1927. Tenía apenas 26 años. Una calle de Flores recuerda hoy su nombre. En ella vive el actor Roberto Escalada.

Premios literarios

A fines de 1924 "Claridad" incorporó a sus colecciones una más: la biblioteca "Los Nuevos". El primer título lo constituyó una re edición de "Tinieblas", el vigoroso libro de cuentos de Elías Castelnuovo, que había merecido el espaldarazo de Roberto J. Payró y un premio municipal, cuando los premios municipales de literatura significaban un galardón y no un escarnio. (El camarada Juan Unamuno debe recordar que fuimos él y yo, cuando integramos los jurados, quienes concedimos las codiciadas distinciones de entonces a poetas de la envergadura de José Portogalo y a los prosistas de la intensidad de Fernando Gilardi, amén de otras personalidades, a la sazón en barbecho, confiadas en la humana sinceridad de su mensaje, temeridad que no volvió a repetirse, pues últimamente el concurso se había convertido en una repartija de cheques entre compañeros de pic nic o de sacristía ...)

Castelnuovo no tardaría en ponerse a la cabeza del grupo que se fue formando aluvionalmente como una provincia holandesa. ¿De dónde había salido el autor de "Tinieblas" promovido de un modo fulminante a la notoriedad apenas publicado su primer libro? Por de pronto, se sabía que era uruguayo, como Lucio V. López, como Horacio Quiroga, como no pocos escritores argentinos representativos. Hijo de padre danés y madre italiana, corre por sus venas sangre de ahasvero, el judío errante. También él se sintió impelido desde muchacho a la existencia errante y difícil, a esos viajes a pie que recomendaba Fernando González, el gran colombiano, a los escritores que algún día utilizarían la pluma para contar lo que vieron con sus propios ojos y no a transcribir experiencias ajenas. A los catorce años tenía recorrido el Uruguay de extremo a extremo, a los veinte la Argentina, a los veinticinco el Brasil. Conoció los oficios más inverosímiles , durmió en el tálamo de la miseria sin redención en la selva, en la pampa, en la soledad más espantosa, allí donde la muerte es una cosa blanca y sin color. Y pudo, como pocos, levantar el acta de acusación a la sociedad, obstinada en aniquilar a los mejores. Antes de ponerse a escribir se había llenado el alma de hechos, de imágenes y de llagas. A los doce años vendía huevos por las calles de Montevideo. Luego fue linyera, peón de albañil, mozo de cuadra, peón de saladero, aprendiz de constructor, tipógrafo, linotipista. Este hermoso ejemplar humano, a quien la vida no logró doblegar ni envilecer, se convierte, por propia gravitación, en líder del movimiento de Boedo.

La influencia rusa

En las colecciones de "Los Pensadores" y "Claridad" pueden rastrearse las centenares de páginas que escribió para ubicar su verdad, que era la verdad de quien quería para sus semejantes, ante todo y sobre todo, un mundo mejor. "El pueblo, la carne viva del pueblo, solo figura en las estadísticas y en las crónicas policiales, escribirá en un suelto anónimo que serviría de declaración de propósitos de la Biblioteca "Los Nuevos". Salvo las excepciones que apuntamos – Mariani, Yunque, Barletta, Amorim, Abel Rodríguez - , nuestra literatura va de la calle Florida al Royal Keller, pasa por el rosedal de Palermo y se acuesta en el Plaza Hotel. Con ventilador en verano; en invierno con estufa. Es una elucubración de frigorífico, producto de la poltronería chorotega. Nuestra literatura no camina de a pie como la de Máximo Gorki; va en automóvil. Ella no va: la llevan como a un paralítico. Es una literatura sin sangre. Por ningún lado se le ven callos o deformidades propias del esfuerzo y la contracción. Jamás se metió en las minas del interior o se ensució de grasa en los ingenios o se desgarró la piel en las cosechas. Jamás entró en un sindicato o en una fábrica. Jamás estuvo encarcelada por revolucionaria. Tras de ser pomposa y vacía, fue siempre parcial y conservadora. Nuestra literatura no vio jamás la tierra donde pisa. Si hay quienes ignoran la vida nuestra, son, precisamente, aquellos que escriben la historia de nuestra vida".

A Castelnuovo y a su grupo se les acusó de estar influidos por la literatura rusa. Es curioso señalar que Raúl Scalabrini Ortiz, que estaba entonces en la vereda de enfrente y fue uno de los corifeos del nacionalismo " a rebrouse-poil", escribió en una autobiografía que reputó una de las páginas más lúcidas de su tiempo, estas afirmaciones que no pueden considerarse como ejercicios sobre el alambre, sino arraigadas convicciones de un hombre de pensamiento: " Yo creo que Buenos Aires tiene algo de ruso, en resultados, con causas distintas, muy distintas. "Yama", por ejemplo, es una novela argentina y lo son, asimismo, algunos pasajes de "Humillados y ofendidos". Esa similitud es en dirección de susceptibilidades, en recelo. Aunque no me gustan los cientificismos, diría que el alma argentina es un producto químico no físico de sus componentes. No ha conservado ninguna de las características de sus progenitores".

[Del mensuario Argentina de hoy, Buenos Aires, noviembre de 1953]

Arenga en la muerte de Jáim Najman Biálik

¿Qué otra preocupación que la del día presente
puede tener un pueblo que se arrastra
en sus tinieblas y en sus abismos?

Biálik

El 5 de Julio la Associated Press dio la noticia al mundo:
falleció en Viena Jáim Najman Biálik.

Pasaron veinte días y en la misma ciudad
ultimaron a Dollfuss, el “Millermetternich”.

¡Cuidado con los poetas
cuyos puños golpean sobre las mesas de los verdugos!

Los diarios de la colectividad
pudieron publicar la noticia en “Sociales”
junto a la crónica de la fiesta
con que la familia Barabánchik
celebra la circuncisión de su vástago.

Tengo un corazón violento
y una voz áspera.

Cruzo la calle de la judería
con mi rencor y mi dolor a cuestas.

Hermanos de Buenos Aires:
nuestro más alto poeta ha muerto.
Como en los Salmos
Dios le ciñó de fuerzas e hizo perfecto su camino.

Minkowsky fue la lágrima,
Biálik la imprecación.

Y ambos se pudrirán bajo la tierra
frente a los ojos ciegos de la noche tremenda.

Un cielo en mangas de camisa corre sobre los tejados.

Los buhoneros juegan en el “Pilsen” su diuturna partida de dominó.

Las muchachas que quieren casarse no pasan bajo los andamios.

Señores burgueses que infringís todos los Mandamientos
y estáis los sábados sobre vuestros libros de tapas negras
pasándoles las manos por el lomo a las cifras
para que se alarguen como gatos,
os he visto en los templos resplandecientes
-apartados como los pur sangs en los bretes suntuosos-
con los ojillos redondos y desvaídos
y las altas galeras y los thaléisem de seda pura,
queriendo sobornar a Dios
que os conoce mejor que vuestros empleados.

Jáim Najman Biálik ha muerto.

Hoy en el “Internacional” hay pescado relleno
y un buen stock de doctores para vuestras pobres hijas lánguidas.

¿Quién se acuerda de las masacres de Ukrania,
de la tempestad delirante de los pogroms,
cuando los juliganes violaban a vuestras madres
y estabais en los sótanos temblorosos e inútiles
como la luz que lame los espejos?

Biálik clamó, tronó sobre las negras aguas
y su risa iracunda corrió como un viento loco sobre las aldeas.
“El pueblo es una hierba marchita,
se ha puesto seco como una madera.”
Y hubo jóvenes que supieron sacudirse como lobeznos
y sus dientes agudos despedazaron nuestra humillación.

Jáim Najman Biálik ha muerto.

Los chamarileros sonríen en las puertas de su pandemonio.

Los Lacrozes están más verdes que nunca.

Echa tu pan sobre las aguas, dice el Eclesiastés.

Da gusto oír a Mischa Elman desde una muelle butaca del Colón.

Gorki dijo que con Biálik el pueblo judío había dado una nuevo Homero al mundo.

¿El Banco Israelita le daría un crédito a sola firma?

Voces:
-Esta noche cuando cierre el negocio, mientras mojo la tostada en el vaso de té, le voy a decir a mi señora que me lea El Pájaro y El Jardín, y después de comer vamos a ir al Teatro Ombú; para ser de la “Comisión” hay que estar “preparado”.

Jáim Najman Biálik ha muerto.

-Mamá ¿me lavo la cabeza con querosén y me pongo el vestido de raso celeste para ir a la Biblioteca? -Bueno, querida, a ver si consigues un novio como la gente, que ya es tiempo.

Jáim Najman Biálik ha muerto.

En la puerta de la Cocina Popular nuestros hermanos, los que no se atreven a morirse de hambre, esperan su ración.

Jáim Najman Biálik ha muerto.

Nuestras piernas se arrastran en las más profundas ciénagas de la noche y sobre nuestras cabezas brilla una luz pura.

En Tel Aviv hubo un poeta.

¿Y ahora?


 

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