Nació en Quilmes el 15 de julio de 1941. Poeta, novelista,
ensayista y profesor universitario, empresario de publicidad y
marketing, autor de "Las horas de citas", "Mis muertos punk",
"Los pichiciegos", "Pájaros de la cabeza", "Una pálida historia
de amor", "Muchacha punk" y "Vivir afuera", entre otras obras.
Murió en Buenos Aires el 21 de agosto de 2010
Rodolfo
Enrique Fogwill nació en Buenos Aires en 1941, sociólogo, profesor titular
de la Universidad de Buenos Aires, editor de una legendaria colección de
libros de poesía, ensayista y columnista especializado en temas de
comunicación, literatura y política cultural.
El cuento “Muchacha
punk”, que recibiera el primer premio en un importante certamen literario en
1980, lo hizo abandonar su carrera empresaria y comenzar, según sus
palabras, "una trama de malentendidos y desgracias" que lo llevaron a su
actual "oficio" de escritor.
Textos suyos integran diversas
antologías publicadas en Cuba, México, España y Estados Unidos.
Entre sus obras
están: El efecto de realidad (1979), poemas; Las horas de citas (1980), poemas;
Mis muertos punk (1980), cuentos; Música japonesa (1982), cuentos; Los
Pichiciegos (1983), novela ; Ejércitos imaginarios (1983), cuentos; Pájaros de
la cabeza (1985), cuentos; Partes del todo (1990), poemas; La buena nueva
(1990), novela; Una pálida historia de amor (1991), novela; Muchacha punk
(1992), cuentos; Restos diurnos (1993), novela; Cantos de marineros en las
pampas (1998); Vivir Afuera (1998), novela; La experiencia sensible (2001),
novela; En otro orden de cosas (2002), novela. Murió en Buenos Aires el 22 de
agosto de 2010.
La irreverencia, la pluma mordaz y una intuición al margen de modas
efímeras, son las marcas de identidad que deja como legado el escritor Rodolfo
Fogwill, que falleció ayer a los 69 años como consecuencia de un problema
pulmonar.
El autor de "Restos diurnos" murió en la madrugada del sábado
en el Hospital Italiano, donde se encontraba internado a raíz de un enfisema
pulmonar derivado de su conocida compulsión al cigarrillo.
A tono con su
fama diletante, a lo largo de su vida Fogwill ejerció múltiples oficios, entre
ellos sociólogo, empresario, publicista, profesor titular de la Universidad de
Buenos Aires, ensayista y editor de una legendaria colección de libros de
poesía.
También trabajó como agente de la Bolsa y fue columnista de temas
políticos y culturales. Fuera de su agitada actividad pública, estuvo preso, fue
adicto a la cocaína y confesó alguna vez que tuvo un revólver Smith & Wesson a
los 10 años, un barco a los 15 y su primera novia a los 17.
"Por veinte
años fui consultor de una tabacalera y pude librarme -en orden- primero del
cine, después del dinero, del alcohol, de la marihuana y finalmente de la
cocaína, pero aún sigo dependiendo de la estúpida nicotina", aseguró el autor de
eslóganes y campañas publicitarias como "Suaves pero con sabor, el equilibro
justo", para los cigarrillos Jockey.
Fue el cuento "Muchacha punk" -con
el que obtuvo el primer premio en un importante certamen literario en 1980- el
disparador que lo impulsó a abandonar su carrera empresaria para comenzar, según
sus palabras, "una trama de malentendidos y desgracias" que lo llevaron a su
"oficio" de escritor.
Con el dinero de ese
galardón fundó una editorial con la que publicó "Poemas", de Osvaldo
Lamborghini, y "Austria-Hungría" de Néstor Perlongher, entre otros.
Fogwill a secas -le gustaba firmar prescindiendo de su nombre de pila- se
caracterizó por su personalidad explosiva y su pluma irreverente: de hecho, su
permanente uso de la provocación le facilitó contadas enemistadas que incluso
minaron la continuidad editorial de su obra.
Fragmento entrevista, julio 2006
El escritor, nacido
en Buenos Aires en 1941, deja como legado una veintena de títulos que atraviesan
todos los géneros pero que mantienen como marca distintiva el sentido del humor
y una prosa vertiginosa cargada de referentes que funcionan para enriquecer lo
que se narra y al mismo tiempo reflejar la época en que fueron escritas.
Entre sus obras más
conocidas se encuentran "Los pichiciegos" -considerada la mejor novela sobre la
Guerra de las Malvinas-, "Urbana", "La experiencia sensible", "Urbana2", "Runa"
y "Vivir afuera", con la que consiguió el Premio Nacional de Literatura en 2004.
Hace dos años publicó "Los libros de la guerra", recopilación de su trabajo en
prensa.
También escribió "El efecto de realidad", "Las horas de citas",
"Mis muertos punk", "Música japonesa", "Ejércitos imaginarios", "Pájaros de la
cabeza", "Partes del todo", "La buena nueva", "Una pálida historia de amor ",
"Cantos de marineros en las pampas" y "En otro orden de cosas".
Uno de
los temas recurrentes en su narrativa fue el amor: "No sé qué es el amor, pero
sé que si hay algo que te puede salvar es el amor. Creo que tiene que ver con el
amor propio, una cuestión neurofisiológica que te produce una sensación de
totalidad; nada lo puede remplazar", definió en una entrevista.
"Inmediatamente después de salir por la televisión y tener éxito los cinco
minutos de gloria de todos en la sociedad democrática, te das cuenta de que no
existió, que fue sólo una puesta en escena y que está terriblemente
desarticulado... El amor, en cambio, produce un bienestar casi neurológico",
aseguró en esa ocasión.
Ganador de la prestigiosa beca internacional
Guggenheim en 2003, Fogwill deja a sus lectores un puñado de textos urgentes que
dan cuenta de un pensamiento ajeno a las modas y un olfato para intuir "lo
distinto", que lo llevó a descubrir la obra de colegas como Alberto Laiseca,
César Aira o Perlongher cuando nadie antes había apostado por ellos.
No va a ser fácil acostumbrarse a la ausencia de Fogwill, porque
estaba en todos los puntos de tensión que pudieran imaginarse en torno de
cualquier falla en la imaginación pública. El mismo era una falla y la
representaba con un gasto doloroso y una risa de fauno corrosivo. Hasta que
largaba algo inesperado, que venía masticando entre acres agresiones, y era una
relación inesperada entre las cosas y el pensamiento. Siempre a la caza,
esencialmente atrapaba relaciones de fuerza, oscuras pulsiones sueltas en la
vida de todos, molestas revelaciones de las potencias sombrías que están en el
lenguaje.
Suplemento Radar
de Página|12 dedicado a Fogwill, 29/08/10
No va a ser fácil
acostumbrarse, porque queda su obra, como siempre se dice, pero su obra es como
él, es como él era, una frágil membrana de la realidad que se recreaba en cada
una de sus actuaciones públicas, de su teatro y comedia del existir. Cuando uno
muere, cuando se muere, nos dan el nombre verdadero, nos lo devuelven como
regalo póstumo en un acto funerario. Se vuelve entonces a llamar Rodolfo Enrique
Fogwill, vuelve a nacer en Quilmes hace 69 años, vuelve a ser estudiante de
sociología y vuelve a escribir su obra, con su genealogía correcta y adecuada a
una biografía, en la que durante muchos años le dijimos “Quique” hasta que le
respetamos el sacramento de su “Fogwill”.
Pero más que una biografía,
manejó publicitariamente su nombre y lo convirtió en un ícono sonoro, emblema
visual de mercado y epistemología errante. Usó la expresión “experiencia
sensible” para decir algo que nunca dijo literalmente: que sólo rescatando la
experiencia sensible, que es la más radicalizada flema lírica y musical debajo
de las palabras, podemos seguir existiendo. Y la experiencia sensible es un
humanismo que Fogwill no declaró nunca como tal, o que incluso lo hizo, pero
negándolo. “Publicitaba” aquello en lo que no creía, como todo gran
publicitario. Al hechizo del mundo técnico, tema contra el cual compuso sus
novelas, lo mostró proviniendo de una ceguera formidable, y la designó como el
fin de esa experiencia sensible. Pero lo que hacía parecía lo contrario, un
salmo a la teoría de la emancipación con que las grandes tecnologías gustan de
verse a sí mismas.
Fue poeta lírico que buscó rehacer el lenguaje vivo en
medio de un cultivo fetichista de los infinitos rezagos de las tecnologías, del
marketing, del habla prefabricada de las profesiones y del pragmatismo
positivista con el que solemos practicar nuestros lenguajes diarios. De ahí saca
sus novelas y poesías. En los Pychicyegos la guerra es el lenguaje, las
posiciones en las trincheras están en el habla. La guerra primero nos exige que
conversemos como ella, en estado fisicoquímico de necesidad, aunque luego nos
dejaría redimirnos como poetas liberados. Cito en la vaguedad de la memoria
otros de sus escritos: en otro orden de cosas muestra hombres aprisionados en
los tejidos metálicos del poder, pero el poder decide entretener a los
intelectuales dejándoles la organización de vanas utopías humanísticas. También
allí la red tecnológica –alerta Fogwill– nos captura. Pero su novela ofrece la
cifra de una implícita redención, sin que nos demos cuenta. Nadie debía darse
cuenta, ni él, porque la existencia no puede declarar sus fines (pienso que
pensaba Fogwill).
En La experiencia sensible, justamente, se propone
aferrar el secreto nominalista de la materia, rebosante de amenazadoras
energías, de longitudes oníricas, de átomos de excitación física, de impulsos
sexuales que se trazan según automatizaciones desoladoras. Pero siempre está la
sensación de la catástrofe inminente, pues el factor técnico y la administración
de la materia no pueden gobernar la vida. Salvo con el terror. Fogwill logra
traducir esas sensaciones salvadoras, las escribe como un cyber-alquimista en
medio de cableados y probetas.
Sus poesías son el intento de encontrar,
como en su héroe, Leónidas Lamborghini, el punto en donde el lenguaje se recobra
en las tinieblas luego de sufrir el divino acoso de los poderes técnicos. Tituló
Runa a uno sus poemarios porque solamente evocando una supuesta lengua
originaria y distraída (debió pensar), se podría volver al mundo humano. Su
propio nombre lo convirtió en una “runa”, en un signo burlón y profético, tomado
a la chacota, pero escribiendo una de las literaturas más asombrosas del país
contemporáneo. Los nombres verdaderos de las cosas debían surgir del trabajo
burlón de un viejo filósofo cínico que condenaba la simulación y la practicaba a
diario. Fue un filósofo del lenguaje, pero actuó como un entretenido semiólogo
sesentista, mostrando que hablar era mover placas tectónicas, aunque se trataba
del zumbido a veces insoportable que producía en las charlas de bar o en las
conferencias que daba, con la estricta misión de anular el modo falaz con que en
todo el mundo se producen esas convocatorias.
No va a ser fácil
acostumbrarse a su ausencia, porque su presencia mantenía los hilos ocultos de
lo que significaba una picaresca y un desértico balance del existir. Su
personaje inquisidor, su socratismo doloroso, poseía un indicio de redención que
sin embargo debía ser percibido –como en toda su poética-, en términos de una
distracción y una humorada. Solo así podía surgir una “runa”, un signo que
descifrara el presente y no generara ningún poder si eso pasara. Actuó simulando
que si eso ocurriera, no debía importar, porque basta que se confesase un
interés, cualquier interés, para que surgiera un problema de dominio, de
hegemonías, de poderes. No solemos acostumbrarnos fácilmente a la desaparición
de un gran comediante, porque pareciera que pone de inmediato en peligro su obra
y la de los demás.
Desde los años sesenta,
con una determinación animal, Fogwill anotó las cosas que soñaba. El
resultado de esa larga manía es el libro póstumo "La gran ventana de los
sueños" (Alfaguara, Buenos Aires, 2013, 144 páginas).
Por Leila
Guerrero Foto: Claudio Alvarez, Madrid, 2010.
Era una tarde de
mayo de 2009. Sobre la mesada de la cocina de un departamento del barrio
de Palermo de la ciudad de Buenos Aires había una canasta repleta de
inhaladores que contenían tres o cuatro medicamentos diferentes.
—Si no tuviera las drogas estas, cagamos. Tengo broncoespasmos. Se te
cierran los bronquios y cuesta un huevo respirar.
Vestido con
bermudas y camiseta gris, el escritor argentino Rodolfo Fogwill
explicaba, sin el menor atisbo de lamento, todas las catástrofes a las
que lo habían arrojado años de fumar tabaco —broncoespasmos, compromiso
de la arteria ilíaca izquierda, un críptico diagnóstico de “claudicación
intermitente”— y preparaba té entre capas tectónicas de restos de
comida, yerba mate, fideos secos, tazas sin lavar, tostadas viejas.
—Estoy en el final, loca —decía, sentándose en medio de la sala
repleta de botellas de agua mineral, libros, trajes que, dentro de las
fundas de la tintorería, colgaban de un sistema de nudos que oficiaba de
perchero—. Una gripe manda a una persona a la cama, y a mí me manda al
foso.
Después, hablando de su paso por la cárcel (seis meses en
los años setenta, acusado de estafa), dijo que, durante ese período, no
había escrito nada.
—Te voy a mostrar por qué no.
Rezongando —cómicamente molesto, como si su naturaleza olímpica no
estuviera hecha a la medida de las curiosidades humanas— buscó algo en
los estantes de una biblioteca y regresó con un cuaderno grande,
espiralado.
—Son todos sueños míos, que anoté en 1971. ¿Acá qué
dice? No sé. “¿Por qué se produce el degradé?”. Eso. Lo leo y de golpe
hay una palabra clave que me permite reconstruir el sueño. Pero ya ves
por qué no escribía en la cárcel.
Cerró rápidamente el cuaderno,
en el que no había palabras sino algo ilegible, un rastro de tinta
electrificado, violento, riscos y desfiladeros de rayas sin forma, y lo
volvió a guardar.
—¿Te das cuenta por qué no escribí? Porque no
sé qué dice.
Pero sabía. En agosto de 2010, después de pasar unos
días internado en el hospital Italiano de Buenos Aires, Fogwill murió.
Ahora, tres años más tarde, editorial Alfaguara publica un libro que es,
a la vez, un diario de sueños y un ¿último? acto de demostración de
potencia: desde los años setenta, día por día, con una determinación
animal, Fogwill anotó —en cuadernos grandes, espiralados— las cosas que
soñaba: tres o cuatro frases que le servían de ayudamemorias para,
después, reconstruir. El resultado de la larga manía de todos esos años
es La gran ventana de los sueños: citas de mi diario de sueños, un libro
póstumo —el primero de dos más: una novela escrita en 1980, llamada
Nuestro modo de vida; y otra, llamada La introducción— pero, sobre todo,
un registro implacable de esa otra vida en la que se hundía noche a
noche y de la que le costaba tanto —tanto— emerger: despertar.
—Tenía el sueño muy pesado. Levantarlo a mi papá era un gran tema. A la
mañana lo llamabas para despertarlo y era “Ya voy, ya voy”.
En la
oficina de Andrés Fogwill, dueño y fundador de Landia, una de
productoras de publicidad más importantes de Iberoamérica, hay estantes
de madera y, sobre los estantes, pipas, una máscara de Darth Vader,
libros, todo dispuesto con prolijidad serena. Tiene poco más de cuarenta
años y es el mayor de los hijos de Fogwill, hermano de Vera, Francisco,
José y Pilar. Es, también, el dueño del departamento donde su padre
vivió los últimos años.
—Un día, cuando ya estaba en el hospital,
me dijo “Traeme una lapicera Bic, caramelos ácidos de Lippo, Secotex
cinco miligramos, galletitas Cerealitas”. Fue lo último que escuché de
él. Que le llevara una lapicera que tenía muchas cosas que escribir. Me
fui a buscar eso al departamento y cuando volví ya estaba en terapia
intensiva. Yo sabía que estaba trabajando el libro de los sueños, pero
no sabía si lo tenía terminado. Cuando lo leí, dije “Qué mundo tenía,
qué individualidad, cómo vivió atado solamente a sus principios”. Y me
dio envidia. Dije “Mirá, tenía vida también en los sueños”.
El
velatorio —el 21 de agosto de 2010— se hizo en la Biblioteca Nacional.
En la sala había un retrato suyo, el labio inferior corrido hacia un
lado en ese gesto que era, quizás, su forma de doblegar el aire para
metérselo en el cuerpo. El retrato, realizado en hilos de colores,
estaba firmado por Mondongo, un colectivo de artistas a quienes Fogwill
les confió, en 2004, el manuscrito de lo que entonces llamaba “el libro
de los sueños” y que fue el engranaje que puso en marcha todo lo demás.
A los 11 años manejaba un arma, a los 12 tuvo su primera moto, a los
15 su primer barco, a los 16 empezó a estudiar medicina, a los 23 era
sociólogo, a los 38 multimillonario, dueño de dos empresas de
investigación de mercado y publicidad, y a los 40 ya no tenía nada. En
1982 escribió en siete días —dizque sostenido por veintiún gramos de
cocaína— Los pichiciegos, considerada una de las grandes novelas
argentinas y dotada de algo que merodea toda su obra: el carácter
anticipatorio (el libro, sobre la guerra de Malvinas, fue escrito en los
inicios del conflicto pero anticipa no sólo la derrota sino el estado de
las tropas argentinas). Escribió, entre otras cosas, los relatos de
Pájaros de la cabeza (1985) y Restos diurnos (1997); las novelas La
buena nueva (1990) y En otro orden de cosas (2002); los poemas de Partes
del todo (1990) y Últimos movimientos (2004); la recopilación de
artículos Los diarios de la guerra (2008). En 2009, Alfaguara publicó
sus Cuentos completos, que lo confirmaron como una de las voces más
impresionantes de la literatura argentina. En medio de todo eso, Fogwill
—que ganaba su sustento como asesor de marketing en su país y en Chile—
se diseñó como una máquina de generar incomodidades: un escritor que
recibía periodistas y escupía huesitos, una voz en estado de guerra.
Mucho más discretamente, se preocupaba por la salud de los amigos, daba
consejos de crianza, leía con generosidad a los más jóvenes, adoraba a
los niños y a los barcos. Ese hombre escribió este libro que empieza,
antes de empezar, con una dedicatoria (a sus cuatro psicoanalistas) y un
epígrafe: “Ser viejo es haber empezado a respetar los sueños”.
La
primera vez que el manuscrito de La gran ventana de los sueños salió del
departamento de Fogwill vino a dar aquí, a este taller de Palermo donde
trabaja el grupo Mondongo. Manuel Mendanha y Juliana Laffitte, dos de
sus integrantes, conversan bajo el enorme retrato de Fogwill hecho con
hilos.
—Cuando él lo vio se shockeó, porque decía que se le veía
el enfisema —dice Juliana Laffitte—. Decía “Ustedes son unos soretes,
unos hijos de puta, me hicieron para que se me viera el enfisema”.
—Pero le encantaba —dice Manuel Mendanha.
El grupo Mondongo
es, ahora, conocido y prestigioso (entre otras cosas, hicieron retratos
por encargo de la Familia Real Española), pero Fogwill los conoció en
sus inicios.
—Agustina Picasso, otra integrante del grupo, y yo,
habíamos ido al Centro Cultural Recoleta, y ahí estaba él —dice
Juliana—. Y se nos acercó, de mujeriego. Después vino al taller y se
convirtió en una especie de crítico fundamental de la obra y de la vida.
—Era como un sparring —dice Manuel—. No se callaba nada. Una vez
hicimos una serie inspirada en la historia real de la violación de una
chica de quince años, y no nos habló durante seis meses. Le pareció una
falta de respeto.
—La primera vez que vino acá sonaba, desde una
computadora, un rock muy trash. Empezó a decir “Sacá eso”. Y nosotros
“No la saco”. Y él: “Sacame esta música de mierda porque si no te rompo
todo”. Le pegó una patada a la computadora que voló por el aire. Después
le dio culpa, y estuvo tres horas tratando de arreglarla.
—Se
quedó a comer, se pidió unos fideos chinos y de repente empezó a recitar
a Pessoa —dice Manuel—. Decíamos “¿Qué es esto?”. Estábamos en otra
galaxia.
—Un día llegó con una bolsa repleta de hojas. Nos dijo
que era un libro de sueños, y nos lo dio para que hiciéramos algo. Pero
no nos salió nada. El manuscrito era ilegible. Pasó un año, pasaron dos.
Y al final se lo llevó.
—Se enojó —dice Manuel—. Porque no surgía
nada. Y en 2008 vino con el libro de nuevo, pasado en computadora.
Cuando murió, me acordé que teníamos eso y hablamos con el marido de
Vera, la hija, porque yo lo conocía, y le dijimos “Mirá, el papá de Vera
nos dejó este libro”. Y se lo dimos.
El primer sueño, llamado
“Testigos de Jehová”, sucede en Santiago de Chile mientras la ciudad
está tomada por un congreso de Testigos de Jehová. Fogwill sueña con el
colorado Craviotto, un compañero de colegio. Al despertar, escribe, “La
primera imagen que a duras penas se configura en mi pantalla es un mail
de Emilio Alfaraz invitándome a un encuentro de ex compañeros de
colegio. Le respondo que iré, recuerdo el sueño, y le prometo que se lo
relataré en detalle cuando nos veamos en Buenos Aires, en compañía del
mismo Craviotto de la promoción 1957 y porque a mí me parecía que algo
estaba anunciando sobre este encuentro, y en general, sobre todos los
posibles encuentros de la gente”. El texto termina allí, sin comentarios
sarcásticos, sin ironías feroces, e instala el espíritu del libro.
Porque si toda la obra de Fogwill obedece a otros impulsos (“la
hostilidad, el rencor, la rabia, el odio, la envidia, y la indignación”,
escribió en una nota autobiográfica de 1998), La gran ventana de los
sueños parece escrito no en estado de mansedumbre pero sí de serenidad.
Cuando el manuscrito que Fogwill había dejado al grupo Mondongo
llegó a manos de Vera Fogwill, el razonamiento fue más o menos evidente:
si La gran ventana de los sueños había pasado de manuscrito ilegible a
documento impreso, debía haber algún rastro en la computadora. Y había:
varias versiones que Vera Fogwill comparó con la ayuda de una amiga, la
archivista e historiadora Verónica Rossi, que ahora trabaja —en una
oficina prestada por el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires—
en la clasificación del archivo Fogwill: manuscritos y cartas
distribuidos en cajas preparadas para preservar de la humedad y el
fuego. Ahora, cuatro de esas cajas están sobre el escritorio en el que
Rossi trabaja.
—Mientras ordenábamos la casa, aparecieron los
cuadernos de los sueños. Y a su vez en la computadora encontramos varios
borradores del libro, con varias versiones de los textos, pero con
diferencias mínimas entre sí.
Vera Fogwill envió la versión que
creyó definitiva a dos personas en las que Fogwill confiaba: el escritor
argentino Damián Ríos y el crítico español Ignacio Echevarría. Ellos
coincidieron en que era un libro listo para publicar.
—Y eso fue
lo que se envió a Alfaguara.
Verónica Rossi saca, de las cajas,
carpetas en las que, a su vez, hay hojas de cuadernos con el rastro
licuado, indescifrable, de la caligrafía de Fogwill. En un cuaderno de
1988, con esfuerzo, se lee: “17 del 2. Sueño: hay una feria del libro.
Es un lugar abierto. Yo ocupo un territorio de un rincón. Lejos. Haroldo
Conti leyendo el libro. En la clandestinidad”; “Sueño: estoy en Chile
viviendo y me entero que en una fábrica hay tres modelos de Ford K. Uno
de ellos es de mimbre para pasear por la playa”. Las notas de los
últimos años no fueron tomadas en cuadernos sino en libretas.
—Esta es la última libreta, que se llevó al hospital.
En la
libreta no hay sueños, sino anotaciones: la frase Clases en literatura
argentina, remarcada; una lista (caramelos, Bagovit, chocolate,
galletas, agua); dos recordatorios: Rodolfo por auto; Nota perfil;
teléfonos.
—La editorial me pidió una coincidencia entre los
textos del libro y los textos del manuscrito. Yo lo preparé y lo envié,
pero finalmente eso no se usó.
En La gran ventana de los sueños
pueden verse dos páginas de esos cuadernos: una al comienzo, otra al
final. Allí, con esfuerzo, se leen palabras sueltas —azteca, sueño,
viento— y algunas frases completas: “Pero lo peor no es el obstáculo
sino el diagnóstico”.
Fogwill sueña un paseo junto a la
Presidenta Cristina Fernández de Kirchner después de la muerte de su
marido, el ex presidente Néstor Kirchner (una muerte de la que Fogwill
no llegó a enterarse, porque murió antes). Sueña con Gabriel García
Márquez, con una pareja de hombrecitos de treinta centímetros de altura,
con una bailarina de catorce años, con el mar, con pipas, con
cementerios. En “El cementerio Fuentes”, escribe: “Pasé la vida soñando
con cementerios. Encuentro uno que anoté en 1973. El cementerio se
llamaba Fontana y estaba anexo a una colonia psiquiátrica en las afueras
de la ciudad de La Plata”. Más adelante, en “Instituciones”, escribe
“Para el habitante del capitalismo tardío el cementerio privado, como la
medicina privada, es un componente del paraíso de libertad y autonomía
que sólo puede alcanzar quien se haya situado satisfactoriamente en la
red de distribución del poder y la riqueza”. Como un sistema de muñecas
rusas, La gran ventana de los sueños contiene sueños que contienen
significados que contienen reflexiones acerca del arte, la tecnología,
el capitalismo, el dinero, la masturbación.
—Yo ya había
trabajado con Fogwill, y eso me ayudó para poder armar este libro.
Julia Saltzmann, editora de Alfaguara (que publicará las dos novelas
inéditas y reeditará cinco títulos) está en las oficinas del grupo
Prisa, en Buenos Aires, un piso alto en un edificio del centro.
Saltzmann fue editora de Fogwill en Mondadori y, después, en Alfaguara.
—Haber trabajado con él me ayudó para poder tomar decisiones. Había
cuestiones sintácticas a las que él no les daba la menor importancia, y
sabiendo eso, aunque hay cosas que no están del todo bien, yo las dejé.
Había unos sueños al final a los que les faltaba elaboración, y un
listado de títulos de otros sueños que seguramente Fogwill pensaba
desarrollar. Pero el sentido del libro, el tono, estaba ahí. Se publicó
lo que él había dejado.
—¿Te acordás de la última vez que lo
viste?
—Una hora antes de que muriera. Y me alegré de poder
despedirme. Era una persona de una nobleza muy grande.
—Hoy se
contactó conmigo una novia de mi papá —dice Andrés Fogwill—. Nos trajo
las cartas de amor que mi papá le escribió. Mi viejo en los últimos
tiempos estaba más manso, pero era un salvaje. Cuando yo era chico no
podía decirles a mis amigos “vengan a casa a jugar”, porque era un
kilombo. Había rifles de aire comprimido, abrías un cajón y había
cincuenta vibradores. Era un tipo sin filtros, muy pendiente de la
sexualidad. Le gustaba el caos. El otro día una novia me mandó este
libro y me escribió esto: “Hola, Andy, lamenté mucho la noticia de la
muerte de tu papá. En la época en que yo estuve con él, quizás te
acuerdes, 1993, 1994, solía desprenderse de todos sus libros y objetos.
Quizás por eso llegó a mí este libro que encontré revisando los libros
de mi antiguo departamento. Como no tengo otros datos tuyos te lo dejo
en la productora”.
El libro, en inglés, tiene una dedicatoria
escrita en el año 1956, cuando Fogwill tenía 15 años, por su tía Delia.
—Mi viejo no tenía miedo. De nada. Al final le dije “Papá, ¿tenés
miedo?” Y me dijo “¿Vos me viste a mí con miedo alguna vez?”. Y le dije
“No”. Y me dijo “No, no tengo miedo”.
“Algunos sueños de
cementerios y hospitales son tristes, a veces de una tristeza vecina a
la emoción del llanto. Pero entre ellos, no pocos son sueños de plenitud
y felicidad. Al pensarlo los comparo con la experiencia de la felicidad
de las ceremonias fúnebres con su tristeza ante la pérdida y la muerte
unida a la alegría —o felicidad— de compartir una misma emoción con
otros pares vivos. Son experiencias que en la rutina de los días se nos
escapan y que sólo en la gravedad de las grandes ocasiones se pueden
recuperar”, escribe Fogwill en “Tonos del sueño”.
“Ser la hija de
Fogwill (…) es intentar ser actor siendo hijo de Vittorio Gassman,
intentar hacer cine siendo hijo de Ozu (…), intentar ser persona siendo
el hijo de un animal”, escribió Vera Fogwill en un texto publicado en el
suplemento Radar del diario argentino Página/12 una semana después del
fallecimiento de su padre. Ese texto, y otro publicado un año después,
en el que narra la tarea de desocupar la casa, es todo lo que ha dicho
en público acerca de esa muerte. En ese segundo texto cuenta cómo sacó
siete bolsas de residuos repletas de botellas de agua mineral, cómo
tardó semanas en desanudar el complejo sistema de sogas del que colgaban
los trajes en la sala. Una noche de lluvia, en esa casa, subió a la
terraza para destapar los desagües. Cuando bajó, encontró a su padre
sentado en la sala. “No tuve miedo —escribió—. Más bien me confirmó lo
que intuía. Era mi guía. Él y yo habíamos tenido experiencia mediúmnica
juntos”. Ahora, en el teléfono, declinando amable la invitación a
conversar, dice:
—Pero fijate en el último sueño del libro. Dice
algo de Quilmes y de Italia. Te lo digo y ya me empiezo a descomponer.
—¿Por qué?
—Porque mi papá se murió en el hospital Italiano y
está enterrado en Quilmes.
El último sueño del libro son tres
líneas: “Quilmes, París, Italiano con el coya karateca con manos de goma
y uñas de acero inoxidable”. Su título es “Sueño de hospitales”.
Se está por reeditar su novela sobre la Guerra
de Malvinas, "Los pichiciegos". Dice que en ese relato arroja datos en clave
para dar cuenta de "yo me avivé y que todos los demás son unos pelotudos".
Pese a que trabaja su autoimagen se considera un escritor "sin estrategia".
Sus habituales andanadas se reparten esta vez para Beatriz Sarlo, Ricardo
Piglia, y es más duro aún con Alan Pauls, el autor de la novela "El pasado".
En pocos días estará en la calle una nueva reedición de Los
pichiciegos y con la reedición se despierta su autor, Fogwill,
escritor-personaje, famoso por cierta gestualidad calculadamente excéntrica
y por sus latigazos provocativos. También por la tensión que mantiene entre
deseo y rechazo hacia un parnaso literario argentino, si tal cosa existiera,
y por los severos juicios que suele arrojar sobre sus pares narradores.
Cualquier novela que se reedita permite pensar en las diferencias que
puede haber entre el momento en que se publicó y su relanzamiento. Pero Los
Pichiciegos es un libro tan pegado a Malvinas y a la situación en 1982, en
la escritura y en lo que quería ser su publicación, que es posible
imaginarlo más afectado por los diferencias de las condiciones de una
reedición. El, Fogwill, sin embargo, no lo ve así.
-Yo lo veo al
revés. Creo que hay libros buenos -bah, buenos; del nivel de Los
Pichiciegos- de aquella época, que hoy ya no se pueden leer. No voy a decir
que Flores robadas en los jardines de Quilmes, de Jorge Asís, o cosas por el
estilo, pero hay muchos libros que hoy resultan usados. Ningún libro de esa
literatura de la desapariciología, que se puso de moda... ninguno de esos
libros hoy se puede leer.
-Lo que pasa es que "Los Pichiciegos" es
un libro concebido desde cierta inmediatez que también quería ser una
intervención. No solamente lo escribís pegado a los hechos, sino que también
estás queriendo que el libro salga lo más pronto posible. -En esa época
yo vivía en un piso décimo, mi mamá vivía en el quinto. Yo bajaba, al
mediodía, y a la tardecita, a morfar algo, y estaba el televisor prendido
todo el tiempo. Esa fue mi única relación con Malvinas. Y en mi laburo... Yo
había salido de la cana, y me tomaron como director creativo de la agencia
de publicidad que era de la familia del presidente (Roberto) Viola, que
ostentaba todas las cuentas publicitarias de las empresas intervenidas por
el gobierno. El presidente de la agencia era un amigo de Viola, y el
vicepresidente era además el vicepresidente del Banco Central en ese
momento, el brigadier Cabrera. Entonces, la agencia era también un lugar
donde se reunían los generales a charlar boludeces, a tomar whisky, y a
hablar sobre cómo iban a ganar la guerra. Una vez, incluso iba en remís con
el brigadier Cabrera, pasamos por la estación Constitución, para tomar lo
que después fue la autopista. Y le digo: "Qué buena arquitectura". Me dice:
"Sí, es maravillosa". "¿Sabe quién tiene los planos de esto? ¿Sabe dónde
están?" "No", me contesta. "Ah, le aviso que están en el Banco Lloyds de
Inglaterra; porque esto está asegurado en Inglaterra. Y ellos lo pueden
hacer mierda en un minuto. Y ustedes no saben dónde están los caños". Se
quedó así duro el tipo, ¿no? Estaba el general Saá -un general en
actividad-, porque el hijo de él laburaba en la agencia; era un abogado,
Teófilo Saá. Y entonces, dice: "General, si usted odia tanto a los ingleses,
¿por qué toma tanto whisky?" Y el general dijo: "Pa''mearlo". Eran mamertos,
eran curdas de cuarta.
-¿Cómo conseguís armar el registro de la
novela en torno de la situación de los combatientes? -Fue un experimento
mental. Me dije: "Sé de..." Yo sabía mucho del Mar del Sur y del frío,
porque yo sufrí mucho del frío navegando. Sabía de pibes, porque veía a los
pibes. Sabía del Ejército Argentino, porque eso lo sabe todo tipo que vivió
la colimba. Cruzando esa información, construí un experimento ficcional que
está mucho más cerca de la realidad que si me hubiera mandado a las islas
con un grabador y una cámara de fotos en medio de la guerra. Con la
inmediatez de los hechos te perdés.
- Vos hablabas de cómo envejecen
ciertas novelas. Pero también está el envejecimiento de los testimonios de
los excombatientes. "Los chicos de la guerra" sale ese mismo año. -Bueno,
para mí fue un golpe lo de Los chicos de la guerra. Primero, porque me lo
robaron -me lo robó la Editorial Galerna, que conste-, y segundo, porque
creó una mitología, muy parecida a la de Pichis, que podía impedir la venta
de mi libro. No la impidió; el libro anduvo en la escala en que puedo andar
yo.
-Pero en "Los
Pichiciegos" hay un principio de descreimiento en la guerra y en toda la
mitología nacional. Eso en los testimonios no está, todo lo contrario.
-No está, pero... acá sumaron cuatrocientos suicidas. ¿Vos creés que el
suicidio es cualquier cosa? Beatriz Sarlo escribe un artículo sobre Los
Pichiciegos, que a mí no me gusta -digamos, no defiendo su interpretación-,
pero dice una cosa muy inteligente. Dice que en la situación límite, todo
argentino es un muerto, porque carecen de Nación. Creo que Sarlo lo escribió
doce años después de su primera lectura. Escribió una segunda lectura cuando
ya no estaba Alfonsín. Lo escribió bajo Menem. Cambiaron sus condiciones. Y
entendió que lo que yo estaba escribiendo era contra el alfonsinismo, que yo
veía, porque yo también trabajaba en Socma y sabía cómo se estaba fabricando
el tránsito a la democracia. En realidad, ellos apostaban a (Italo
Argentino) Luder, el candidato del peronismo, pero el plan cultural de la
democracia lo escribí yo, en Socma, para Luder. Era uno de los tantos miles
de papers que salían para proyectos de gobierno.
-Es lógico que una
lectura pueda cambiar diez años más tarde. ¿Qué pasó entonces cuando "Los
pichiciegos" se reeditó en el año 1994, y qué idea tenés sobre cómo puede
ser leído el libro en la actualidad? -La novela tuvo al principio unos
catorce ejemplares, y después fotocopias, que se editaron en Brasil. Ponele
que esos catorce ejemplares los hayan leído tres personas cada uno. Hay
setenta y dos lectores del libro antes de que termine la guerra, antes de
que llegue el Papa a la Argentina. Muchos de ellos eran periodistas de
diarios, y todo lo demás. Ese es mi crédito. Cualquier tipo que lo leyó en
enero del ''84, cuando el libro llegó a las librerías, en plenas vacaciones,
cuando dice que los radicales volverán al gobierno, cuando los pibes hablan
de que tienen que votar, creen que está escrito después del llamado a
elecciones. Y yo, el día que empezó la guerra, dije: "Esto termina con una
elección". Más aún, un año antes, yo había publicado un cuento -malo, ponele
que malo-, que es Música japonesa; era un costumbrismo argentino, la
historia de un jubilado viejo que va al hospital, que odia a los radicales
mientras se dice que van a volver al gobierno. Bueno, ahí yo ya estaba
viendo las reuniones que Viola tenía con (Raúl) Alfonsín. Usé la literatura
como buzón. Como en otro libro, también usé el buzón en la guerra sucia. Yo
deposito en clave un montón de datitos, para que vean que yo me avivé y que
todos los demás son unos pelotudos. Es la venganza del tipo que entiende. Y
esos datitos tienen un valor literario, obviamente, ¿no?
-Vos tuviste
también un posicionamiento en la literatura, bastante fuerte, sobre la
década menemista. Vos decías: "Quiero escribir la novela del menemismo, así
como otros escribieron la de la dictadura". En tu caso, además, eso estuvo
muy pegado a una decisión estética, que era la de hacerlo en clave de
realismo, cuando "Los Pichiciegos" no es una novela realista en lo más
mínimo. -No, no es realista, pero sin embargo hay un realismo muy fuerte,
que es el peso de la esencia sobre la realidad, de alguna manera. La esencia
argentina sobre la realidad. Yo no escribí la novela del menemismo; muchos
dicen que - Vivir afuera- es eso, pero no, porque no logré captar eso. El
menemismo está en - Los Pichiciegos- , en la imagen del turco. Aguante y
merca, merca, merca. No tiene enemigos. Ese personaje es el que prefigura el
menemismo. Eso lo ve, en pleno menemismo, Sarlo.
-Dejame volver a la
cuestión del realismo. -Yo creo que lo real real... para mí es mucho más
real lo inaccesible e invisible, como es el genoma humano, que la condición
de la corrupción política. Yo digo: nosotros tenemos un genoma histórico,
por decirlo de alguna manera, y yo trabajé sobre ese genoma histórico, con
el microscopio de la imaginación ficcional. Es muy así.
-En la
comparación con "Vivir afuera", o con "La experiencia sensible", se puede
entender mejor hasta qué punto "Los Pichiciegos" es una novela fuertemente
referencial, pero que no por eso asume una representación realista. -No,
para nada. Está escrita con doce gramos de cocaína en dos días y medio. La
realidad no existía para mí. Digamos, yo resistía cuando dormía catorce
horas, iba a laburar, después de tres días sin dormir, y ahí me topaba con
la realidad. Entonces me decían: "No vino a la reunión de ayer", y yo no
sabía dónde estuve. ¿Entendés? Digamos, no tenía realidad. En realidad Los
Pichiciegos uno podría leerlo como una alegoría del sistema cultural
argentino. Las acomodaciones, los intercambios, los cambios de camiseta, la
sumisión a un poder autogenerado. Porque los Reyes Magos se autogeneran, por
el azar de la amistad. Hoy en día tenemos un gobierno que está generado -el
núcleo de poder- por el azar de la amistad. Vos mirá el gabinete, cómo se
compone, y de golpe puede haber una figura -Taiana, equis-, que puede ser
una figura de una carrera política o de una carrera social significativa,
pero en general, son figuras de un departamentito, que se reunían hace
quince años en un pueblito de provincia. Lo mismo pasa con el poema Gran
Menem, que yo publiqué un año antes de que saliera la campaña publicitaria
de Menem, "Menem lo hizo", y es un "Menem lo hizo". Cuando lo leía, en ese
momento, antes de que saliera -porque yo lo leía en público-, se cagaban de
risa, creyendo que era un delirio de un loco.
Fogwill lee a Fogwill -
Audiovideoteca de Buenos Aires
-¿Y por qué
decís que no funcionó esa idea que tenías de hacer la gran novela del
menemismo? -Porque Vivir afuera es una novela casi te diría intimista.
Porque es eso. Ahora la leo y no veo ninguna doctrina, está escrita por un
tipo que llevaba ya -y sí, bueno, ahora llevo más- quince años ausente de la
realidad mediática; yo no miré televisión en quince años, no sé ni quiénes
son los tipos estos que todo el mundo nombra. Entonces, si no tenés ese
elemento, estás muy lejos de lo real público.
-Más en aquellos años
con el peso aplastante que tenía lo mediático. -Claro, en el 80, yo, por
ejemplo, era un mediático internacional; leía la prensa inglesa, la prensa
brasileña y leía Times... y cerraba con eso. Eso me llevó mucho a entender
lo de Malvinas cuando apenas empezaba. En esa época, vos, con ese
background, entendías todo. Entendías todo. Así empezó Los Pichiciegos. Yo
estaba escribiendo una novela que se llamaba Amor a Roma, que era sobre la
Logia propaganda Dos, la P2, de Lucio Gelli Y venía muy embalado, era para
terminar en tres días, y llego a lo de mi vieja, a las seis de la tarde
-venía de mi oficina-, y mi vieja estaba enferma, tenía cáncer, y me dice:
"¡Hundimos un barco!". Y entonces, yo escribí, en esa novela "Mamá hundió un
barco". Y ahí arrancó Los Pichiciegos.
-¿En un punto no te da cierta
inquietud que "Los Pichiciegos" pueda quedar en el centro de tu obra?
-No, me chupa un huevo. Bueno, si fuera, sería así. Pero no, no me preocupa.
Y además, porque yo creo que lo taparé con otras cosas, ¿viste? Suponte
ahora, con una ópera y una obra de cámara. Estoy armando... no una ópera de
cámara, no sé, una escena de cámara, con La siesta del fauno, de Mallarmé,
ambientada en el Paraná. Vos viste que Juan L Ortiz es Mallarmé. Volví a las
fuentes e hice una historia de una violación, que es la historia del Fauno y
las Ninfas, de Mallarmé. Todo con clichés de Mallarmé. Esas minas, las
quiero eternizar, dice el chamamecero. Yo tengo esos tapones, ¿viste? No sé,
un día escribiré una cueca, no sé, una zamba.
-Lo pensaba en
términos de tu escritura. -No me crea inquietud. Mi inquietud es que
realmente -y estom es una confesión- la fuerza, mía y ajena, que había en
Los Pichiciegos, no la voy a volver a tener nunca, porque no voy a volver a
tener nunca cuarenta años, soy un viejito de sesenta y cuatro. En serio, no
es chiste eso. Igual que las minas, ¿viste? Los tres polvos aquellos al
hilo, se acabó. Ahora es al hilo mensual. Y sí. Y qué vas a hacer, si la
realidad es así. Esa fuerza no vuelve.
-Igual es interesante porque
lo seguís pensando en términos de tus condiciones de escritura. Yo había
pensado más que nada en los lugares de los libros leídos, no en tu
escritura. -Yo vengo sin estrategia y seguiré sin estrategia. No te
olvides que publiqué Una pálida historia de amor y La buena nueva de los
libros del Caminante, con requechos de papel abrochados. Nunca tuve una
estrategia. Y si al comienzo no la tuve, no la voy a tener ahora.
-Podés no tenerla en la escritura, pero sabés que en eso que se llama imagen
de escritor, o figura de escritor, sos uno de los tipos a los que se
considera más estrategistas. -Sí, sí. Pero digamos que es una estrategia
inconsciente, como esos boxeadores que son estrellas sin haber tenido una
formación técnica. Fijate en Francia. En Francia, yo entro de la mano de
Alejandro Agresti. Porque a mí me conocen por la película de Agresti -Buenos
Aires viceversa-, y ahora me invitan a un congreso en Toulouse, para hablar
de la memoria... En realidad, debe ser financiado por el lobby del
Holocausto, porque en realidad quieren seguir mostrando judíos muertos en
Polonia, asesinados por los alemanes. Y bueno, dale, total, yo ahí voy a
decir mi discurso, obviamente; no voy a decir el discurso del gobierno
francés.
- ¿Vas a hablar del lobby del Holocausto? -Por supuesto.
Obviamente.
-Con respecto a la cuestión de figura de escritor, me
llama la atención que se tiende a estar más atentos a lo que históricamente
pasa con los libros; cómo funcionan en un momento, en otro, si se desgastan,
si no se desgastan, si ganan vigencia, si pierden vigencia. Y parece quedar
afuera esa construcción de figura de escritor, que en tu caso es tan fuerte.
¿Hay un desgaste también ahí, o no pensás que puede haber un desgaste? -
Si no se gastó en veinticinco años, no se va a gastar.
- Una definición
muy fuerte que siempre se genera a propósito de tu lugar gira en torno de la
figura del francotirador. La palabra aparece muy seguido asociada a vos
¿Seguís pensándote exactamente igual? -Sigo tirando franco sin saberlo.
El otro día publiqué una nota en La voz del Interior sobre un festival de
música en el concheto balneario uruguayo de José Ignacio. Y las fuerzas
vivas del pueblito José Ignacio, la Junta Vecinal, se armó de una copia, y
ahora me llega el mensaje, que estaban contentísimos, que eran felices y
todo lo demás, porque intervine en una interna de propiedades que yo no
tengo la menor idea que existe.
-Y vos tocaste eso. -Toqué el
tema, digamos, de los paraísos artificiales de la burguesía, que celebran
una vida sana, ecológica, sin velocidad, sin ruidos, sin toxinas, sin
pobres, siendo que la pobreza, la toxicidad, la polución y todo eso, son
producto de su propio afán de lucro. Y lo tuvieron que leer, se lo tuvieron
que bancar. Pero estaban contentos.
-Hay una anécdota tuya que me
pareció significativa: cuando le leen a Borges un cuento tuyo, pero lo hacen
salteando en la lectura las partes demasiado fuertes... -Ese era Enrique
Pezzoni. Lo hace Pezzoni, la primera vez, y lo hace Josefina Delgado la
segunda.
-Borges elogia el cuento, diciendo que sos un maestro de la
elipsis. -Ahora, vos fijate que pasado tanto tiempo, hace dos años vuelvo
a leer El Aleph- , y veo cuánto más logrado está - El Aleph- que mi versión.
-Help a él. -El que puede leer bien El Aleph, con menos palabras y una
experiencia más breve, le quedan grabadas más cosas que el que lee Help a
él. Porque al final, con tanta caca, y polvo, y sangre, y explosión y droga,
con todo eso, se pierde la esencia de los celos, la muerte de la mujer.
Digamos, las variables antropológicas fundamentales de lo narrativo. Se
pierden. Porque al final, la coprofagia, la coprolalia, la drogología que
hay en Help a él, eso sí es de época; es mucho más de época que la Guerra de
Malvinas. Porque en las policiales ya no queremos saber nada del impermeable
blanco, ni del Colt 38. Nos aburre. Cuando vos ves, por ejemplo, en La
ciudad ausente, de Piglia, que empieza con ese Junior, con un impermeable
blanco, cruzado, que busca un papel, con una clave de algo, bueno...
- De todas maneras, con ese cuento hacés el clásico gesto parricida. Sobre
parricidio, en la literatura, se habla muchísimo. Sobre fratricidio, menos;
sobre filicidio, menos, o no se habla. ¿Por qué no pensar que hay
fratricidio y filicidios también en la literatura? -No, fratricidio no
hay porque no es necesario. Por ejemplo, a Sergio Bizzio puedo yo
considerarlo alternativamente como un hermano, en cuanto a que si no somos
de la misma generación, somos tipos que empezamos al mismo tiempo. Cuando
Sergio publica Rabia, que es una novela mejor que la novela que yo pude
haber escrito en esos años, está cometiendo, sin saberlo, un fratricidio; me
está matando, me está robando el lugar. El fratricidio es parte del proceso
natural de la literatura; cagar a los pares. El parricidio es una operación
retórica de la estrategia. Es la vieja escena táctica del tipo que llega a
un pueblo, va al bar y espera que aparezca el más malo para faltarle el
respeto. Es un truco politiquero y muy usado. Si sale bien, ganaste; si sale
mal, vas a otro pueblo a desafiar a otro, con lo que quede del cuerpo.
-Vos decís que el fratricidio funciona solo. -Claro. Por ejemplo, mis
hermanos, ¿cuáles serían mis hermanos? Por generación: Héctor Viel
Temperley, Leónidas Lamborghini, César Aira, Sergio Bizzio, no sé... algunos
más. Si yo pudiera escribir un gran libro de poemas que borre del mapa la
memoria de Viel Temperley, estaría cometiendo un hermoso fratricidio.
-¿Y filicidio? -Bueno, filicidio, si yo escribiera lo que pienso de
El pasado de Alan Pauls, cometería un filicidio. Porque Alan sí, no es un
par para mí, es casi un hijo, porque lo conocí a los dieciocho años, cuando
él era alumno de Piglia, laburaba conmigo en mi oficina... El le dijo una
vez a mi hijo que yo era como un padre para él. Si yo escribiera -que lo
tengo escrito, mentalmente- El pasado leído desde adentro...
-¿Qué
quiere decir "leído desde adentro"? -Yo soy el personaje. El primer
hombre que usó calzado náutico, lapicera Mont Blanc, Dupont. Además, soy el
eje, porque soy el tipo que hace aparecer después el cuadro de Ritse. Digo,
él hace un parricidio malo, porque a lo largo de todo eso, hace la misma
operación de Borges: que los mocasines, que la modernidad, que la droga, que
esto, que lo otro, que el yate, que la regata Río de Janeiro-Ciudad del
Cabo. Todo eso. Y en ningún momento dice que yo escribo mejor que él. Y eso
es lo primero que tendría que decir. Yo digo, por ejemplo, él sabe mucho más
francés que yo. Punto. El tiene una mejor formación académica que la mía,
que es nula. Eso lo reconozco. Pero yo sigo diciendo que yo escribo mucho
mejor que él. Que si vamos a un taller literario, con alguien, el alumno
estrella voy a ser siempre yo, porque me van a dar un ejercicio y yo una
página se la hago en tres minutos, cuando él empieza a pensar con qué
estrategia abordar -abordar subrayado- el texto. ¿Entendés?
-Ahora,
vos decís "si yo dijera", pero lo estás diciendo. Vos confiás en que no lo
voy a poner. - No, no, vos podés poner lo que quieras. Sobre el
filicidio, yo me quedé pensando en otra cosa, que es la filifilia. Yo digo,
padezco más de filifilia, porque a mí lo que más me emociona es encontrar
tipos muy nuevos, muy jóvenes, que son muy buenos. Y especialmente eso me
pasa en poesía, no me pasa en narrativa. Me pasa en poesía.
-Ahí vos
tenés intervenciones sobre Martín Rodríguez o sobre Alejandro López.
-Alejandro López me parece un fenómeno. Me parece un fenómeno, nada más. De
Martín Rodríguez, Maternidad Sardá es una obra maestra. Y te digo, me tuvo
en vilo una semana; un librito chiquitito. Que no me pasa con un narrador
bueno.
-¿Y el lugar que te dan a vos? Por momentos tengo la
impresión de que te empiezan a copiar los gestos del escándalo. -Está
bien. Dejalos, les va a salir como el culo.
-Pero entendés a qué voy.
Que en un punto, es más fácil retomar tu gestualidad de figura de escritor,
que rastrear dónde está la recuperación de tu literatura, de tu escritura.
-A mí me parece que sería muy original, para un pibe que tiene una beca en
Harvard, o en Columbia, escribir sobre tres textos, ya que estamos.
Pichiciegos -porque ya que estamos hablando de Los Pichiciegos-, Plop de
Rafael Pinedo, y La ilusión monarca, de Marcelo Cohen. En Pinedo hay dos
sexos, pero La ilusión monarca también es una novela homosexual. Los
Pichiciegos es homosexual, la única mujer que aparece es la Virgen María, y
aparece como una... como una aparición. Y hay que bancarse una novela de
intensa sexualidad, ¿no?, sin presencia de mujeres, sin testigos femeninos.
¿Notaste que María aparece como las desaparecidas?
-Sí, y con cuentos
de aparecidos. Es el momento de los cuentos de aparecidos. En ese momento
hacés aparecer a Manuel Puig. -Sí. Y a Borges; Acevedo era Borges. Para
mí era mi paradigma. Mirá si pudiera sacar el diez por ciento de Borges y el
diez por ciento de Puig. Yo con ese veinte por ciento hago una industria.
- ¿Seguirías pensando tu literatura o estás pensando lo que escribís
en esa relación ideológica con el presente de la política argentina?
-Mirá lo que es la vejez. Estoy terminando una novela hace tiempo, y la paro
siempre por razones de poesía, ¿no?, y no me acuerdo nada. Es una novela
posmoderna. Está anclada en una realidad rara, está más anclada en la
realidad de los desarrollos inmobiliarios. Es una historia en las Termas de
Flores. Como el barrio de Flores adquiere mucho significado en el mundo,
como La Boca y San Telmo, un señor que tiene tierras en Ezeiza, encuentra
agua caliente, salada, que existe ahí abajo, a cuatrocientos metros de
profundidad, dice que metió una bomba de cuatro mil metros de profundidad, y
hace unas termas. Hace La Salada, pero de súper elite. Hace un spa, y le
pone el nombre de Flores, como el barrio de Flores, donde nació Aira.
-Lo mencionaste vos, pero uno en seguida empieza a pensar en Aira.
-No, no, pero la novela empieza en la calle Bonorino, cuando el tipo va en
un taxi por la calle Bonorino. Pero es una cosa completamente posmoderna.
Pero está el tema de la desorganización social, del terror, del aislamiento
de los ricos. Pero no hay ejes políticos que tengan referente mediático. Y
no sé, creo que el ciclo ese del aparente realismo anclado en la política
argentina murió.
- ¿Porque estéticamente cómo sería esto que estás
escribiendo ahora? - Y, sería tributario de La luz argentina, de Aira.
- Vos nombraste "La luz argentina", cuando decías que querías
escribir la novela del menemismo. Dijiste "Yo querría escribir sobre el
menemismo lo que La luz argentina fue a principios de los 80". - Ah ¿sí?
-Sí, sí. -Mirá vos, tengo el trauma ése. ¿Qué querés que te diga?
Una cosa con relación a tu pregunta inicial. Volví a leer, después de
treinta y tres años de diferencia, Hombres de a caballo. Ojalá le pase a
cualquiera con Los Pichiciegos lo que me pasó a mí con "Hombres de a
caballo". Es vigente... Digamos, si uno acepta ese modelo, es vigente. Y es
un trabajo titánico. Es un Vargas Llosa. Es un titán, Viñas.
Se ha revelado como uno de los escritores más interesantes de Argentina.
En España se le conoce como narrador, pero Fogwill ha escrito una gran obra
poética. Ahora se publica En otro orden de cosas, la historia de la
construcción de una carretera de circunvalación en la capital de Argentina.
En quien primero pensé al leer la novela fue en Kafka.
Cuando
yo trabajaba en esa empresa también me acordaba de Kafka, de El castillo;
sólo faltaba que llegaran mellizos. Se producían simetrías. Un día conocí a
un contable de la empresa, Benvenuto Giani, y meses más tarde conocí a otro
contable, Giani Benevenuti; eran distintas personas, pero uno era la
inversión del otro, y pensé: «Éstos son los mellizos de Kafka». Siempre me
gustó provocar el extrañamiento con mi literatura, que es una forma de negar
la estúpida literatura chismosa ésa: «Él ingresó y giró sobre sus talones,
encendió un cigarrillo, dijo: "¡Qué calor hace!..."» Trato ilusoriamente de
que cada frase de un cuento o de una novela no se pueda suprimir sin
suprimir algo del significado general de la historia. Agregar páginas por
delirio, porque le agrego delirio mío, sí, pero no agregarle una página para
que sea más largo el libro.
Luego me pareció un contraBartleby. Si
Melville inventaba un personaje que «preferiría no hacerlo», usted inventa a
un hombre fascinado por el «preferiría hacerlo».
Creo que es mucho
más humano que cualquier otra mitología sobre el destino o sobre la vocación
personal. Donde haya un espacio posible para el desarrollo de la voluntad de
poder y alguna mítica gratificación que el sujeto pueda creer (la
acumulación de poder, de riqueza, de número...), ya es suficiente para
generar un consenso de ilusión y para insertar un hombre en el mundo.
En su novela, el sueño de la Revolución es sustituido por el sueño
del...
Por el sueño del trabajo. El ideal sería, en otra novela,
conseguir un trabajador y convertirlo en un revolucionario. En cualquier
caso, se trata de un revolucionario de pacotilla, a la argentina.
¿El personaje revolucionario tiene mucho que ver con usted?
No, lo
mío fue al revés. Fui militante universitario: capaz de matar o de poner una
bomba, pero incapaz de armar una revolución; ni quería. Luego fui
empresario, después fui un desclasado, quebró mi empresa, fui preso... y
luego conocí La Torre, una empresa italiana, y llegó toda la historia de la
construcción, la que se narra en esta novela.
La sensación es que la
empresa de la novela fuera antigua, como si estuvieran construyendo la Torre
de Babel.
Las corporaciones son así. Fue realmente una obra
faraónica. Ustedes lo han hecho todo faraónico en la riqueza europea, pero
plantearse un proyecto urbano como éste era absurdo en la Argentina. El
trazado de la autopista movilizó a miles de personas, cambió la geografía de
la ciudad, las relaciones sociales... Pero es verdad que hay una sensación
de «esto ha sucedido y terminó». Sergio Chejfeck, un escritor venezolano,
publicó una larga crítica de En otro orden de cosas donde dice que el libro
le produce una sensación de estar leyendo un relato de sociedades
extinguidas, como si fuera un libro histórico sobre Babilonia. Curiosamente,
suele pasar al contrario con las novelas históricas, que todo parece muy
reciente.
Buena parte de la novela gira en torno al amor.
En
todas mis novelas aparece la pregunta ¿qué es el amor? En Urbana, que se lee
en dos horas y se desarrolla en cinco, también. Me da la impresión de que el
amor es sólo el amor propio. Para mí, la única experiencia del amor que tuve
fue la paternidad; tengo cinco hijos. Recién puedo acceder al amor de una
mujer después de haber tenido un hijo con ella cuando ya es insoportable;
ése es el tema. No sé qué es el amor, pero sé que si hay algo que te puede
salvar es el amor. Creo que tiene que ver con el amor propio, una cuestión
neurofisiológica que te produce una sensación de totalidad; nada lo puede
remplazar. Inmediatamente después de salir por la televisión y tener éxito
los cinco minutos de gloria de todos en la sociedad democrática, te das
cuenta de que no existió, que fue sólo una puesta en escena y que está
terriblemente desarticulado... Es una sensación pessoana, de ataque
metafísico, que señala en su poema «Tabaquería»: para volver a ser él mismo
tiene que prender un cigarrillo, y descubre que la metafísica es
consecuencia de estar mal del estómago. El amor produce un bienestar
estomacal, neurológico, y esa armonía del hombre con el todo, que sabés que
es inalcanzable. La narrativa no puede hablar del momento del amor (sí de la
angustia, del sexo, del trabajo); es el papel de la literatura erótica,
sustituir el amor con una metonimia vulgar y ridícula.
Otro de los
temas centrales es la «crítica de la cultura».
En la etapa de la
transición democrática en Argentina escribí durante dos años más de 250
columnas sobre política cultural. Me sentí muy frustrado porque era el
centro de la Prensa, me copiaban fatal y sin entenderme, y dejé de pensar en
ese tema. Pasados veinte años vuelvo a pensar en ello y no tengo ninguna
idea nueva, porque nada cambió: aquellas ideas siguen vigentes.
Los
personajes se presentan casi como arquetipos: el japonés, la bella
paisajista, el protagonista sin nombre...
Es un truco para eludir
una cosa que no soporto en las novelas: que todos tengan nombre. ¿Por qué
tienen que tener nombre todos los protagonistas? ¿No es mejor un rasgo
físico o nada?
Avanzando en la lectura, me pareció que se trataba de
una ópera o de un musical.
Mi fantasía, cuando empecé a escribir
esta novela, cuando no sabía dónde iba a ir y había sólo un hombre y una
mujer en una habitación con luz, era que diera un aspecto no de ópera sino
de ballet, y eso que soy muy malo bailando. Un ballet escrito no para
representar en el teatro, sino para ser filmado en blanco y negro, con
altísima calidad de celuloide: sombras, luz, un cuerpo, el otro cuerpo... y
filmado por Bresson.
¿Qué tienen en común sus ficciones con su
poesía?
En una época inventé un eslogan, que entonces era falso y ha
acabado siendo realidad, que decía: «Si no se me ocurre un poema, me
consuelo narrando, pero en realidad narro para ver si llega el poema».
Prefiero sentarme a escribir un poema. La música alucinada del poema, aunque
luego no funcione, me ayuda a escribir. Tengo esa música. Sin embargo, la
música de la novela es muy difícil y acaba convirtiéndose en una obediencia
a una trama, y yo detesto esa obediencia. Prefiero la música matemática de
una octava real a la obediencia absurda de una trama. Voy a recomendar dos
poetas argentinos: uno muy joven, Silvio Mattoni, y otro que es conocido
como novelista, Juan José Saer, que tiene un único libro, El arte de narrar,
con una fuerza similar a la de Pavese en Lavorare stanca. Abordar algo
relacionando la poesía y la ficción, como el Pálido fuego de Nabokov, es muy
difícil, y hay otra dificultad añadida, que es mi «trabajo de argentino».
Resulta inevitable preguntarle algo relacionado con su «trabajo de
argentino». ¿Cómo ve la situación de su país?
Veo muy mal las cosas.
No sé cómo va a ser el desenlace. No creo que haya un desenlace armado, que
termine en una situación como la colombiana. La gente vive en una utopía
loca. Todos se han vuelto anarquistas, como los de las vísperas de la Guerra
Civil española.
En diciembre de
1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir "hice el amor" es un decir,
porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que
ella y yo hicimos, ese montón de cosas que "hicimos" ella y yo, no eran el
amor y ni siquiera –me atrevería hoy a demostrarlo–, eran un amor: eran eso
y sólo eso eran. Lo que interesa en esta historia es que la muchacha punk y
yo nos "acostamos juntos". Otro decir, porque todo habría sido igual si
no hubiésemos renunciado a nuestra posición bípeda, –integrando eso (¿el
amor?) al hábitat de los sueños: la horizontal, la oscuridad del cuarto, la
oscuridad del interior de nuestros cuerpos; eso. Primera decepción del
lector: en este relato soy varón. Conocí a la muchacha frente a una vidriera
de Marble Arch. Eran las diez y treinta, el frío calaba los huesos, había
terminado el cine, ni un alma por las calles. La muchacha era rubia: no vi
su cara entonces. Estaba ella con otras dos muchachas punk. La mía, la
rubia, era flacucha y se movía con gracia, a pesar de su atuendo punk y de
cierto despliegue punk de gestos nítidamente punk. El frío calaba los
huesos, creo haberlo contado. Marcaban dos o tres grados bajo cero y el
helado viento del norte arañaba la cara en Oxford Street y en Regent Street.
Les cuatro –yo y aquellas tres muchachas punk– mirábamos esa misma vidriera
de . En el ambiente cálido que prometía el interior de la tienda, una
computadora jugaba sola al ajedrez. Un cartel anunciaba las características
y el precio de la máquina: 1.856 libras. Ganaban blancas, el costado derecho
de la máquina. Las negras habían perdido iniciativa, su defensa estaba
liquidada y acusaban la desventaja de un peón central. Blancas venían
atacando con una cuña de peones que protegía su dama, repatingada en cuatro
torre rey. Cuando las tres muchachas se acercaron era turno de negras.
Negras dudaron quince según dos o tal vez más; era la movida l16 ó l18, y
los mirones –nadie a esas horas, por el frío–, habrían podido recomponer la
partida porque una pequeña impresora venía reproduciendo el juego en código
de ajedrez, y un gráfico, que la máquina componía en su pantalla en un par
de segundos, mostraba la imagen del tablero en cada fase previa del
desenvolvimiento estratégico del juego. Las muchachas hablaron un slang que
no entendí, se rieron, y sin prestarme la menor atención siguieron su camino
hacia el oeste, hacia Regent Street. A esas horas, uno podía mirar todo a lo
largo de la ciudad arrasada por el frío sin notar casi presencia humana,
salvo las tres muchachas yéndose. Cerca de Selfridges alguien debía
esperar un ómnibus, porque una sombra se coló en la garita colorada de
esperar ómnibus y algún aliento había nublado los cristales. Quizás el
humano se hallase contra el vidrio, frotándose las manos, escribiendo su
nombre, –garabateando un corazón o el emblema de su equipo de fútbol; quizá
no. Confirmé su existencia poco después, cuando un ómnibus rumbo a Kings
Road se detuvo y alguien subió. Al pasar frente a nuestra vidriera,
semivacío, pude ver que la sombra de la garita se había convertido en una
mujer viejísima, harapienta, que negociaba su boleto. Pocos autos
pasaban. La mayoría taxis, a la caza de un pasajero, calefaccionados,
lentos, diesel, libres. Pocos autos particulares pasaban; Daimlers, Jaguars,
Bentleys. En sus asientos delanteros conducían hombres graves, maduros,
sensibles a las intermitentes señales de tránsito. A sus izquierdas,
mujeres ancestrales, maquilladas de party o de ópera, parecían
supervisarlos. Un Rolls paró frente a mi vidriero de Selfridges y el
conductor hechó un vistazo a la computadora, (ensayaba la jugada 127, turno
de blancas), y dijo algo a su mujer, una canosa de perfil agrio y aros de
brillantes. No pude oírlo: las ventanillas de cristal antibalas de estos
autos componen un espacio hermético, casi masónico: insondable. Poco
después el Rolls se alejó tal como había llegado y en la esquina de
Glowcester Street vaciló ante el semáforo, como si coqueteara con la luz
verde que recién se prendía. Primera decepción del narrador: la computadora
decretó tablas en la movida 147. Si yo fuese blancas, cambiando caballo por
torre y amenazando jaque en descubierto, reclamaría a negras una permuta de
damas favorable, dada mi ventaja de peones y mi óptima situación posicional.
Me fui con rabia: había dormido toda la tarde de aquel viernes y era
temprano para meterme en el hotel. El frío calaba los huesos. Traía bajo
los jeans un polar–suit inglés que había comprado para un amigo que navega a
vela en Puerto Belgrano y decidí estrenarlo aquella noche para ponerlo a
prueba contra el frío atroz que anunciaba la BBC. Sentía el cuerpo
abrigado, pero la boca y la nariz me dolían de frío. Las manos, en los
hondos bolsillos de la campera de duvet, temían tanto un encuentro con el
aire helado que me obligaron a resistir a la feroz jauría de ganas de fumar,
que aullaba y se agitaba detrás de la garganta, en mi interior. En mi
exterior, las orejas estaban desapareciendo: tarde o temprano serían
muñones, o sabañones, si no las defendía; intenté guarecerlas con las
solapas de mi campera. Sin manos, llevaba las puntitas de las solapas entre
los dientes y así, mordiente y frío, entré a un taxi que olía a combustible
diesel y a sudor de chofer, y una vez instalado en el goce de aquel tufo
tibión, nombré una esquina del Soho y prendí un cigarrillo. Afuera,
nadie. El frío calaba los huesos. El inglés, adelante, manejando, era una
estatua llena de olor y sueño. Antes de bajar, verifiqué que hubiesen taxis
por la zona; vi varios. Pagué con un papel y sólo después de recibir el
cambio abrí mi puerta. El aire frío me ametralló la cara y la papada se me
heló, pues las solapas, chorreadas de saliva, habían depositado sobre mi
piel una leve película de baba, que ahora me hería con sus globitos
quebradizos de escarcha. vi poca gente en el barrio chino de Londres:
como siempre, algunos árabes y africanos salían rebotando de los tugurios
pomo. En una esquina, un grupo de hombres –obreros, pinches de vigilancia,
tal vez algunos desgraciados sin hogar se ilusionaban alrededor de un
fueguito de leñas y papeles improvisado por un negro del kiosco de diarios.
Caminé las tres o cuatro cuadras del barrio que sé reconocer y como no
encontré dónde meterme, en la esquina de Charing Cross abrí la puerta
trasera izquierda de un taxi verde, subí, di el nombre de mi hotel, y decidí
que esa noche comería en mi cuarto una hamburguesa muy condimentada y una
ensalada bien salada para fortalecer la sed que tanto se merece la cerveza
de Irlanda. ¡Lástima que la televisión termine tan temprano en Londres! Miré
el reloj: eran las once; quedaba apenas media hora de excelente programación
británica. Conté del frío, conté del polar–suit. Ahora voy á contar de
mí: el frío, que calaba los huesos, desalentaba a cualquier habitante y a
cualquier visitante de la antigua ciudad, pues era un frío de lontananza
inglesa, un frío hecho de tiempo y de distancia y –¿por qué no?– hecho
también de más frío y de miedo, y era un frío ártico y masivo, resultante de
la ola polar que venía siendo anunciada y promovida durante días en
infinitos cortes informativos de la radio y la televisión. En efecto, la
radio y la televisión, los diarios y las revistas y la gente, los empleados
y los vendedores, los chicos del hotel y las señoras que uno conoce
comprando discos –todos no hablaban sino de la ola de frío y de la asombrosa
intensidad que había alcanzado la promoción de la ola de frío que calaba los
huesos. Yo soy friolento, normalmente friolento, pero jamás he sido tan
friolento como para ignorar que la campaña sobre el frío nos venía helando
tanto, o más aún, que la propia ola de frío que estaba derramándose sobre la
semiobsoleta capital. Pero yo estaba ya en la calle, no tenía ganas de
volver a mi hotel y necesitaba estar en un lugar que no fuese mi cuarto,
protegido del frío y protegido cuidadosamente de cualquier referencia al
frío. Entonces vi, dos cuadras antes del hotel, un local que días atrás me
había llamado la atención. Era una pizzería llamada The Lulu, que no existía
en oportunidad de mi último viaje. Yo recordaba bien aquel lugar porque
había sido la oficina de turismo de Rumania en la que alguna vez hice unos
trámites para mis clientes italianos. Desde el taxi leí el cartel que
probaba que el boliche permanecía abierto, vi clientes comiendo, noté que la
decoración era mediocre pero honesta, y de las mesas y las sillas de mimbre
blanco induje una noción de limpieza prometedora. Golpeé los vidrios del
chofer, pagué 60 pence, bajé del auto y me metí en la pizzería. Era una
pizzería de españoles, con mozos españoles, patrones españoles y clientes
españoles que se conocían entre sí, pues se gritaban –en español–, de mesa a
mesa, opiniones españolas, y frases españolas. Me prometí no entrar en ese
juego y en mi mejor inglés pedí una pizza de espinaca y una botella chica de
vino Chianti. El mozo, si ya había padecido un plazo razonable de exilio en
Londres, me habrá supuesto un viajero del continente, o un nativo de una
colonia marginal del Commonwealth, tal vez un malvinero. Yo traía en el
bolsillo de la campera la edición aérea del diario La Nación, pero evité
mostrarla para no delatar mi carácter hispano–parlante. El Chianti
–embotellado en Argelera delicioso: entre él y el aire tibio del local se
estableció una afinidad que en tres minutos me redimió del frío. Pero la
pizza era mediocre, dura y desabrida. La mastiqué feliz, igual, leyendo mis
recortes del Financial Times y la revista de turismo que dan en el hotel.
Tuve más hambre y pedí otra pizza, reclamando que le echasen más sal. Esta
segunda pizza fue mejor, pero el mozo me había mirado mal, tal vez porque me
descubrió estudiando sus movimientos, perplejo a causa de la semejanza que
puede postularse en un relato entre un mozo español de pizzería inglesa, y
cualquier otro mozo español de pizzería de París, o de Rosario. He elegido
Rosario para no citar tanto a Buenos Aires. Querido. Masqué la pizza
número dos analizando la evolución de los mercados de metales en la última
quincena; un disparate. Los precios que la URSS y los nuevos ricos
petroleros seguían inflando con su descabellada política de compras no
auguraban nada bueno para Europa Occidental. Entonces aparecieron las tres
muchachas punk. Eran las mismas tres que había visto en Selfridges. La mía
eligió la peor mesa junto a la ventana; sus amigotas la siguieron. La gorda,
con sus pelos teñidos color zanahoria, se ubicó mirando hacia mi mesa. La
otra, de estatura muy baja y con cara de sapo, tenía pelos teñidos de verde
y en la solapa del gabán traía un pájaro embalsamado que pensé que debía ser
un ruiseñor. Me repugnó. Por fortuna, la fea con pájaro y cara de sapo se
colocó mirando hacia la calle, mostrándome tan solo la superficie opaca de
la espalda del grasiento gabán. La mía, la rubia, se posó en su sillita de
mimbre mirando un poco hacia la gorda, un poco hacia la calle: yo sólo podía
ver su perfil mientras comía mi pizza y procuraba imaginar cómo sería un
ruiseñor. Un ruiseñor: recordé aquel soneto de Banchs. El otro tipo
también decía llamarse Banchs y era teniente de corbeta o fragata. Era
diciembre; lo había cruzado muchas veces durante el año que estaba
terminando. Esa misma mañana, mientras tomaba mi café, se había acercado a
hablarme de no sé qué inauguración de pintores, y yo le mencioné al poeta, y
él, que se llamaba Banchs juró que oía nombrar al tal Enrique Banchs por
primera vez en su vida. Entonces comprendí por qué el teniente desconocía la
existencia de los polar–suit (al ver mi paquetito con el Helly Hansen, se
había asombrado) y también entendí por qué recorría Europa derrochando sus
dólares, tratando de caerle simpático a todos los residentes argentinos y
buscando colarse en toda fiesta en la que hubiese latinoamericanos. Fumaba
Gitanes también en esto se parecía al Nono. Jamás vi un ruiseñor. Estaba
por terminar la pizza y desde atrás me vino un vaho de musk. Miré. La más
fea de las gallegas de la mesa del fondo estaba sentándose. Vendría del
baño; habría rociado todo su horrible cuerpo con un vaporizador de Chanel,
de Patou, o de –alguna marquita de esas que ahora le agregan musk a todos
sus perfumes. ¿Cómo sería el olor de mi muchacha punk? Yo mismo, como el tal
Banchs, me había condenado a averiguar y averiguar; faltaba bien poco para
finiquitar la pizza y el asuntito de las cotizaciones de metales. Pero algo
sucedía fuera de mi cabeza. Los dueños, los mozos y los otros
parroquianos, en su totalidad o en su mayoría españoles, me miraban. Yo era
el único testigo de lo que estaban viendo y eso debió aumentar mi valor para
ellos. Tres punks habían entrado al local, yo era el único no español
capaz de atestiguar que eso ocurría, que no las habían llamado, que ellos no
eran punk y que no había allí otro punk salvo las tres muchachas punk y que
ningún punk había pisado ese local desde hacía por lo menos un cuarto de
hora. Sólo yo estaba para testimoniar que la mala pizza y el excelente vino
del local no eran desde ningún punto de vista algo que pudiera considerarse
punk. Por eso me miraban, para eso parecían necesitarme aquella vez.
Trabado para mirar a mi muchacha –pues la forma de la de pájaro embalsamado
y cara de sapo la tapaba cada vez más– me concentré sobre mi pizza y mi
lectura desatendiendo las miradas cómplices de tantos españoles. Al
termianar la pizza y la lectura, pedí la cuenta, me fui al baño a pishar y a
lavarme las inanes y allí me hice una larga friega con agua calentísima de
la canilla. Desde el espejo, nitré contento cómo subían los tonos rosados de
los cachetes y la frente reales. Habían vuelto a nacer mis orejas; fui
feliz. Al volver, un rodeo injustificable me permitió rozar la mesa de
las muchachas y contemplar mejor a la mía: tenía hermosos ojos celestes casi
transparentes y el ensamble de rasgos que más irte gusta, esos que se suelen
llamar "aristocráticos", porque los aristócratas buscan incorporarlos a su
progenie, tomándolos de miembros de la plebe con la secreta finalidad de
mejorar o refinar su capital genético hereditario. ¡Florecillas silvestres!
¡Cenicientas de las masas que engullirán los insaciables cromosomas del
señor! ¡Se inicia en vuestros óvulos un viaje ala porvenir soñado en lo más
íntimo del programa genético del amo). Es sabido, en épocas de cambio, lo
mejor del patrimonio fisiognómico heredable (esas pieles delicadas, esos
ojos transparentes, esas narices de rasgos exactos "cinceladas" bajo sedosos
párpados y justo encima de labios y de encías y puntitas de lengua cuyo
carmín perfecto titila por el inundo proclamando la belleza interior del
cuerpo aristocrático) se suele resignar a cambio de un campo en Marruecos,
la mayoría accionaria del Nuevo Banco tal, una Acción heroica en la guerra
pasada o un Premio Nacional de Medicina, y así brotan narices chatas, ojos
chicos, bocas chirlonas y pieles chagrinadas en los cuerpitos de las
recientes crías de la mejor aristocracia, obligando a las familias
aristocráticas o recurrir a las malas familias de la plebe en busca de buena
sangre piara corregir los rasgos y restablecer el equilibrio estético de las
generaciones que catapultarán sus apellidos y un poco de ellas mismas, a
vaya a saber uno dónde en algún improbable siglo del porvenir. La chica
me gustó. Vestía un traje de hombre holgado, tres o más números mayor que su
talle. De altura normal, no pesaría más de 44 kilos. su piel tan suave
(algo de ella me recordó a Grace Kelly, algo de ella me recordó a Catherine
Deneuve) era más que atractiva para mí. Calzaba botitas de astrakán
perfectas, en contraste con la rasposa confección de su traje de lana. Una
camisa de cuello Oxford se le abría a la altura del busto mostrando algo que
creí su piel y comprobé después que era tina campera de gimnasta. Ella, a
mí, ni me miró. Pero en cambio, su amiga, la más gorda, la del pelo
teñido color naranja, venía emitiendo una onda asaz provocativa. No quise
sugerir sexual: provocativo, como buscando riña, como buscando o
planificando un ataque verbal, como buscando tina humillación, como ella
misma habría mirado a un oficial de la policía inglesa. Así mirábame la
gorda de pelo zanahoria. La mía, en cambio no me mira ha. Pero. . .
Tampoco miraba a sus acompañantes. Miraba hacia la calle vacía de
transeúntes, con las pupilas extraviadas en el paso del viento. Así me dije:
"se pierde su mirada pincelando el frío viento de Oxford Street". Era
etérea. Esa nota, lo etéreo, es la que mejor habría definido a mi muchacha
para mí, de no mediar aquellas actitudes punk y los detalles punk, que
lucía, punk, como al descuido, negligentemente punk, ella. Por ejemplo:
fumaba cigarrillos de hoja; los tomaba con el gesto exhultante de un europeo
meridional, pitaba fuerte el humo y lo tiraba insidiosamente contra el
cristal de la vidriera. Al pasar por su mesa había visto en sus manos una
mancha amarilla, azafranada, de alquitrán de tabaco. ¡Y jamás vi manitas
sucias de alquitrán de tabaco como las de mi muchachita punk! El índice, el
mayor y el anular de su derecha, desde las uñas hasta los nudillos, estaban
embebidos de ese amarillo intenso que sólo puede conseguir algún gran
fumador para la primer falange del dedo índice, tras años de fumar y fumar
evitando lavados. Me impresionó. Pero era hermosa, tenía algo de Catherine
Deneuve y algo de Isabelle Adjani que en aquel momento no pude definir: me
estaba confundiendo. Pagué la cuenta, eché las rémoras de mi botella de
Chianti en la copa verde del restaurante, y copa en mano –so british–, como
si fuese un parroquiano de algún pub confianzudo, me apersoné a la mesa de
las muchachas punk asumiendo los riesgos. Antes de partir había calculado mi
chance: una en cinco, una en diez en el peor de los casos; se justificaba.
voy a contarlo en español: –¿Puedo yo sentarme? Las tres punk se miraron. La
gorda punk acariciaba su victoria: debió creer que yo bajaba a reclamar
explicaciones por sus miradas punk provocativas. Para evitar un rápido
rechazo me senté sin esperar respuestas. Para evitar desanimarme eché un
trago de vino a mi garguero. Para evitar impresionarme miré hacia arriba,
expulsando de mi campo visual al pajarito embalsalmado. La gorda reía. La
punk mía miró a la del pelo verde, miró a la gorda, sopló el humo de su
cigarro contra la nada, no me miró, y sin mirarme tomó un sorbito de aquella
mezcla de Coca Cola y Chianti que estuvo preparando en la página anterior,
pero que yo, con esta prisa por escribirla, había olvidado registrar. Habló
la punk con pájaro –¿Qué usted quiere? –Nada, sentarme... Estar aquí como
una sustancia de hecho... –dije en cachuzo inglés. Sin duda mi acento
raro acicateó los deseos de saber de la gorda: –¿Dónde viene usted de...?
–ladró. La pregunta era fuerte, agresiva, despectiva. –De
Sudamérica... Brasil y Argentina –dije, para ahorrarles una agobiante
explicación que llenaría el relato de lugares comunes. Me preguntaba si era
inglés: se asombraba "¿Cómo puede venir uno de Brasil y Argentina sin ser
británico?", imaginé que habría imaginado ella. ¿Sería un inglés? –No.
Soy sudamericano, lamentado –dije. –Gran campo Sudamérica –se ensañaba la
gorda. –Sí: lejos. Así, lejos. Regresaré mes próximo –le respondí. –Oh
sí... Yo veo dijo la gorda mirando fijo a la cara de sapo que hamacó su
cabeza como si confirmase la más elaborada teoría del universo. Entonces
habló por vez primera y sólo para mí mi Muchacha Punk. Tenía voz deliciosa y
tímbrica en este párrafo: –¿Qué usted hace aquí? –quiso saber su melodía
verbal. –Nada, paseo –dije, y recordé un modelo que siempre marchó bien
con beatniks y con hippys y que pensé que podía funcionar con punks. Lo puse
a prueba: –Yo disfruto conocer gente y entonces viajo... Conocer gente, ¿Me
entiende?... Viajar... Conocer... ¡Gente!.. ¿Eh.? ¡Ah..! ¡Así..! ¡Gente..!
Funcionó: la carita de mi Muchacha Punk se iluminaba. –Yo también amo viajar
–fue desgranando sin mirarme–. Conozco África, India y los Estados (se
refería a USA). Yo creo que yo conozco casi todo. ¡Yo no nunca he ido yo a
Portugal! ¿Cómo es Portugal? –me preguntó. Compuse un Portugal a su
medida: –Portugal es lleno de maravilla... Hay allí gente preciosamente
interesante y bien buena. Se vive una ola en completo distinta a la
nuestra... " seguí así, y ella se fue envolviendo en mi relato. Lo
percibí por la incomodidad que comenzaban a mostrar sus punks amigas. Lo
confirmé por esa luz que vi crecer en su carita aristocráticamente punk.
Susurraba ella: –Una vez mi avión tomó suelo en Lisboa y quise yo bajar,
pero no permitieron –dijo–: Encuentro que la gente del aeropuerto de Lisboa
son unos cerdos sucios hijos de perra. ¿Es no, eso ...Lisboa, Portugal?–. La
duda tintineaba en su voz. –Sí –adoctriné, pero en todos los aeropuertos
son iguales: son todos piojosos malolientes sucios hijos de perra. –Como
los choferes de taxi, así son –me interrumpió la gorda, sacudiendo el humo
de su Players. –Como los porteros del hotel, sucios hijos de perra
–concedió la pajarófora gorda cara de sapo, quieta. –Como los vendedores
de libros –dijo la mía –¡Hijos de una perra!–. Y flotaba en el aire, etérea.
–Sí, de curso –dije yo, festejando el acuerdo que reinaba entre los cuatro.
Entonces ocurrió algo imprevisto; la de pelo verde habló a la gorda: –Deja
nosotros ir, dejemos a estos trabajar en lo suyo, eh... –y desenrolló un
billete de cinco libras, lo apoyó en el platillo de la cuenta, se paró y se
marchó arrastrando en su estela a la cara de sapo. Bien había visto yo que
ellas habían con sumido diez o quince libras, pero dejé que se borraran, eso
simplificaba la narración. –Bay, Borges –me gritó la cara de sapo desde
la vereda, amagando sacar de su cintura una inexistente espadita o un puñal;
entonces yo me alegré de ver tanta fealdad hundiéndose en el frío, y me
alegré aún más, pensando que asistía a otra prueba de que el prestigio
deportivo de mi patria ya había franqueado las peores fronteras sociales de
Londres. Pregunté a mi muchacha por qué no las había saludado: –Porque son
unas ceras sucias hijas de perra. ¿Ve? –dijo mostrándome los billetitos
de cinco libras que iba sacando de su bolsillo para completar el pago de la
cuenta. Asentí. Como un cernícalo, que a través de las nubes más densas
de un cielo tormentoso descubre los movimientos de su pequeña presa entre
las hierbas, atraído por el fluir de las libras , un mozo muy gallego brotó
a su lado, frente a mí. Guiñó un ojo, cobró, recibió los pocos penns de
propina que mi muchacha dejó caer en su platillo, y yo pedí otra botella de
Chianti y dos de Coke y ella me devolvió un hermoso gesto: abrió la boca,
frunció un poquito la nariz, alzó la ceja del mismo lado y movió la cabeza
como queriendo devolver la pelota a alguien que se la habría lanzado desde
atrás. Conjeturé que sería un gesto de acuerdo. Poco después, su manera
golosa de beber la mezcla de vino y Coca Cola, acabó de confirmándome
aquella presunción de momento: todo había sido un gesto de acuerdo. Me
contó que se llamaba Coreen. Era etérea: al promediar el diálogo sus ojos se
extraviaban siguiendo tras la ventana de la pizzería española de Graham
Avenue al viento de la calle. Tomamos dos botellas de Chianti, tres de Coke.
Ella mezclaba esos colores en mi copa. Yo bebía el vino por placer y la Coke
por la sed que habían provocado la pizza, el calor del local y este mismo
deseo de averiguar el desenlace de mi relato de la Muchacha Punk. La convidé
a mi hotel. No quiso. Habló: –Si yo voy a tu hotel, tendrás que a ellos
pagar mi permanencia. Es no sentido –afirmó y me invitó a su casa. Antes de
salir pagamos en alícuotas todo lo bebido; pero yo necesito hablar más de
ella. Ya escribí que tenía rasgos aristocráticos. A esa altura de nuestra
relación (eran las 12.30, no había un alma en la calle, el frío inglés del
relato, calaba, los huesos, argentinos, del narrador), mi deseo de hacerla
mía se había despojado de cualquier snobismo inicial. Mi Muchacha
–aristocrática o punk, eso ya no importaba–, me enardecía: yo me extraviaba
ya por ese ardor creciente, ya era un ciego, yo. Yo era ya el cuerpo sin
huellas digitales de un ahogado que la corriente, delatora, entra boyando al
fiord donde todo se vuelve nada. Pero antes, cuando la vi frente a mi
vidriera de Selfridges había notado detalles raros, nítidamente punk, en su
tenue carita: su mejilla izquierda estaba muy marcada, no supe entonces cómo
ni por qué, y el lado derecho de su cara tenía una peculiaridad, pues sobre
el ala derecha de su nariz, se apoyaba –creí– una pieza de metal dorado
(creí) que trazando una comba sobre la mejilla derecha ascendía hasta
insertarse en la espiga de trigo, que creí dorada, afeando el lóbulo de su
oreja a la manera de un arete de fantasía. Del tallo de esa espiga, de unos
dos centímetros, colgaba otra cadena, más gruesa, que caía sobre su cuello
libremente y acababa en la miniatura de la lata de Coke, de metal dorado y
esmalte rojo que siempre iba y venía rozándole los rubios pelos, el hombro,
y el pecho, o golpeaba la copa verde provocando una música parecida a su
voz, y algunas veces se instalaba, quieta, sobre su hermosa clavícula
blanca, curvada como el alma de una ballesta, armónica como un golpe de tai
chi. Durante nuestra charla aprendí que lo que había creído antes metal
dorado era oro dieciocho kilates, y descubrí que lo que había creído un
grano de maíz de tamaño casi natural aplicado sobre el ala de su nariz era
una pieza de oro con forma de grano de maíz y tamaño casi natural, sostenido
por un mecanismo de cierre delicadísimo, que atravesaba sin pudor y
enteramente la alita izquierda de su bella nariz. Ella misma me mostró el
orificio, haciendo un poco de palanca con la uña azafranada de su índice,
entre el maíz y la piel, para lucir mejor su agujerito en forma de estrella,
de unos cuatro milímetros de diámetro. ¡Estaba chocha de su orificio... !
Del lado izquierdo, lo que temprano en Oxford Street me había parecido una
marca en su mejilla, era una cicatriz profunda, de unos tres centímetros de
largo, que parecía provocada por algo muy cortante. Surcaban ese tajo tres
costuras bien desprolijas, trabajo de un aficionado, o de algún practicante
de primer año de medicina más chapucero que el común de los practicantes de
medicina ingleses y en ausencia de los jefes de guardia. Segunda decepción
del narrador: la cicatriz de la izquierda, a diferencia de las cositas de
oro de su lado derecho, era falsa. La había fraguado un maquillador y mi
muchachita se apenaba, pues había comenzado a deshacerse por la humedad y
por el frío y ahora necesitaba un service para recuperar su color y su
consistencia original. Poco antes de irnos, ella fue al baño y al volver
me sorprendió cavilando en la mesa: . –¿Cuál es el problema con tú? –me
preguntó en inglés–. ¿Qué eres tú pensando? –Nada –respondí–. Pensaba en
este frío maldito que estropea cicatrices... Pero mentí: yo había pensado
en aquel frío sólo por un instante. Después había mirado la calle que se
orientaba hacia la nada, y había tratado de imaginar qué andaría haciendo la
poca gente que, de cuando en cuando, producía breves interrupciones en la
constancia de aquel paisaje urbano vacío. Toqué el cristal helado; olí los
bordes de la copa verde de ella para reconocer su olor, y volví a pensar en
las figuras que iban pasando tras los cristales, esfumadas por el vapor
humano de la pizzería. Entonces quise saber por qué cualquier humano
desplazándose por esas calles, siempre me parecía encubrir a un terrorista
irlandés, llevando mensajes, instrucciones, cargas de plástico, equipos
médicos en miniatura y todo eso que ellos atesoran y mudan, noche por medio,
de casa en casa, de local en local, de taller en taller, y hasta de
cualquier sitio en cualquier otro sitio. "¿Por qué?" –me preguntaba" ¿Por
qué será?" Trataba de entender, mientras mi bella Muchachita estaría
cerquísima pishando, o lavándose con agua tibia, y cuando apenas tironeé del
hilito de la tibieza de su imagen, estalló en mil fragmentos una granada de
visiones y asociaciones íntimas, intensas, pero por rúas, por argentinas y
por inconfesables, poco leales hacia ella. ¿Hay Dios? No creo que haya Dios,
pero algo o alguien me castigó, porque cuando advertí que estaba siendo
desleal e innoble con mi Muchachita Punk y sentí que empezaba a crecer en mi
cuerpo –o en mi alma–, la deliciosa idea del pecado, cruzó por la vidriera
la forma de un ciclista, y lo vi pedalear suspendido en el frío y supe que
ése era el hombre cuyo falso pasaporte francés ocultaba la identidad del ex
jesuita del IRA que alguna vez haría estallar con su bomba de plástico el
pub donde yo, esperando algún burócrata de BAT, encontraría mi fin y
entonces cerré los ojos, apreté los puños contra mis sienes y la vi pasar a
ella apurada por la vereda del pub, zafé de allí, corrí tras ella respirando
el aire libre y perfumado de abril en Londres, y en el instante de
alcanzarla sentimos juntos la explosión, y ella me abrazaba, y yo veía en
sus ojos –dos espejos azules que ese hombre que rodeaban los brazos de mi
Muchacha Punk no era más yo, sino el jesuita de piel escarbada por la
viruela, y adiviné que pronto, entre pedazos de mampostería y flippers
retorcidos, Scotland Yard identificaría los fragmentos de un autor' que
jamás pudo componer bien la historia de su Muchacha Punk. Pero ella ahora
estaba allí, salía del texto y comenzaba a oír mi frase: ' –Nada... pensaba
en este frío maldito que arruina cicatrices... –oía ella. Y después
inclinaba la cabeza (¡chau irlandeses!), me clavaba sus espejos azules y
decía "gracias", que en inglés ("agradecer tú", había dicho en su lengua con
su lengua), y en el medio de la noche inglesa, me hizo sentir que agradecía
mi solidaridad; yo, contra el frío, luchando en pro de la consevación de su
preciosa cicatriz, y que también agradecía que yo fuera yo, tal como soy, y
que la fuera construyendo a ella tal como es, como la hice, como la quise
yo. Debió advertir mis lágrimas. Justifiqué: –Tuve gripe. . . además. . .
¡El frío me entristece, es un bajón...! "¡lt downs me!" traduje–. ¡Eso
abájame! –¡Vayamos al hotel! –dije yo, ya sin lágrimas. –¡Hotel no! –dijo
ella, la historia se repite. No insistí. Entonces no sabía –sigo sin
saber–, cómo puede alguien imponer su voluntad a una muchacha punk. Salimos
al frío; calaba. Los huesos. Ni un alma. Por las calles. Llamé a un taxi. El
no paró. Pronto se acercó otro. Se detuvo y subimos. Olía a transpiración de
chofer y a gas oil. Mi Muchacha nombró una calle y varios números. imaginé
que viviría en un barrio bajo, en una pocilga de subsuelo, o en un helado
altillo y calculé que compartiría el cuarto con media docena de punks
malolientes y drogados, que a esa altura de la noche se arrastrarían por el
suelo disputando los restos de la comida, o, peor, los restos de una
hipodérmica sin esterilizar que circularía entre ellos con la misma
arrogante naturalidad con que nuestros gauchos se dejan chupar sus
piorreicas bombillas de mate frío y lavado. Me equivoqué: ella vivía en un
piso paquetísimo, frente a Hyde Park. En la puerta del edificio decía
"Shadley House". En la puerta de su apartamento –doble batiente, de bronce y
de lujuria –decía "R. H. Shadley". –Es la casa de mi familia –dijo
humilde mi Punk y pasamos a una gran recepción. A la derecha, la sala de
armas conservaba trofeos de caza y numerosas armas largas y cortas se
exhibían junto a otras, más medianas, en mesas de cristal y en vitrinas. A
la izquierda, había un salón tapizado con capitoné de raso bordeaux que
brillaba a la luz de tres arañas de cristal grandes como Volkswagens. El
pasillo de entrada desembocaba en un salón de música, donde sonaban voces.
Al pasar por la puerta ella gritó "hello" y una voz le devolvió en francés
una ristra de guarangadas. Detrás pasaba yo, las escuché, memoricé nuestra
oración "queterrecontra" y con una mirada relámpago, busqué la boca sucia y
gala en el salón. No la identifiqué. En cambio vi dos pianos, una pequeña
tarima de concierto, varios sillones y dos viejos sofás enfrentados.
Entre ellos, sobre almohadones, media docena de punks malolientes fumaban
haschich disputando en francés por algo que no alcancé a entender. Un
negro desnudo y esquelético yacía tirado sobre la alfombra purpúrea. Por su
flacura y el color verdoso de su piel me pareció un cadáver, pero después vi
sus costillas que se movían espasmódicamente y me tranquilicé: epilepsia.
Imaginé que el negro punk entre sus sueños estaría muriéndose de frío, pero
no sería yo quien abrigase a un punk esa noche de perros, estando él, punk,
reventado de droga punk entre tantos estúpidos amigos punk. Copamos la
cocina. Mi Muchacha me dijo que los batracios del salón de música eran "su
gente" y mientras trababa la puerta me explicó que estaban enculados
("angry", dijo) con ella, porque les había prohibido la entrada a la cocina.
Ellos argumentaban que era una "zorra mezquina", creyendo que la veda
obedecía a su deseo de impedir depredaciones en heladeras y alacenas, pero
el motivo eran las quejas y los temores de los sirvientes de la casa, que en
varias oportunidades habían topado contra semidesnudos punks que comían con
las manos en un área de la casa que el personal consideraba suya desde hacía
tres generaciones y en la que siempre debían reinar las leyes de El Imperio.
Ese día había recibido nuevas quejas del ama de llaves, pues uno de los
punks, el marroquí, había estado toqueteando las armas automáticas de la
colección y cuando el viejo mayordomo lo reprendió, el punk le había hecho
oler una daga beduina, que siempre llevaba pegada con cinta adhesiva en su
entrepierna. Coreen estaba entre dos fuegos y muy pronto tendría que elegir
entre sus amigos y la servidumbre de la casa. Vacilaba: –Son unos cerdos
malolientes hijos de perra –me dijo refiriéndose a los dos franceses, cl
marroquí, el sudanés y el americano, quien además –contenía "costumbres
repugnantes". No pude saber cuáles, pero me senté en un banquito a imaginar
media docena de posibilidades punk, mientras ella filtraba un delicioso café
con canela. Cuando la cafetera ya borboteaba, me contó que aquel
departamento había sido de los abuelos de su madre, que era una crítica de
museos que trabajaba en New York. El padre, veinte años mayor, se había
casado por prestigio, tomando el apellido de la mujer cuando lo hicieron
caballero de la reina vieja en recompensa de sus 'sevicios de espía, o
policía, en la India. Vinculado a la compañía de petróleo del gobierno,
el viejo había hecho una apreciable fortuna y ahora pasaba sus últimos años
en África, administrando propiedades. Mi Muchacha Punk lo admiraba. También
admiraba a su madre. No obstante, al referirse a las relaciones de los dos
viejos con ella y con su hermana mayor, puntualizó varias veces que eran
unos "hijos de perra malolientes". Creí entender que había un banco
encargado de los gastos de la casa, los sueldos de los sirvientes y choferes
y las cuentas de alimentos, limpieza e impuestos, y que las dos muchachas
–la mía y su hermana recibían cincuenta libras. "Cerdos malolientes", había
vuelto a decir tocándose la cicatriz y explicando que el service –que en
tiempos de humedad debía realizarse semanalmente le costaba veinticinco
libras, y que así no se podía vivir. Pedía mi opinión. Yo preferí no tomar
el partido de sus padres, pero tampoco quise comprometerme dando a su
posición un apoyo del que, a mí, moralmente, no me parecía merecedora.
Entonces la besé. Mientras bebía el café la muchacha salió a arreglar
algunos asuntos con sus amigos. Yo aproveché para mirar un poco la cocina:
estábamos en un cuarto piso, pero uno de los anaqueles se abría a un sótano
de cien o más metros cuadrados que oficiaba de bodega y depósito de
alimentos. Había jamones, embutidos y ciento cuarenta y cuatro cajas con
latas de bebidas sin alcohol y conservas. vi cajones de whisky, de vinos y
champañas de varias marcas. Contra la pared que enfrentaba a mi escalera,
dormían millares de botellas de vino, acostadas sobre pupitres de madera
blanca muy suave. Había olor a especias en el lugar. Calculé un stock de
alimentos suficiente para que toda una familia y sus amigos argentinos
sitiados pudiesen resistir el asedio del invasor normando por seis lunas,
hasta la llegada de los ejércitos libertadores del Rey Charles, y al avanzar
los atacantes, obligándonos a lanzar nuestras últimas reservas de bolas de
granito con la gran catapulta de la almena oeste, apareció otra vez mi
princesita punk, que repuesta del fragor del combate, volvía a trabar la
puerta con dos vueltas de llave y me miraba, carita de disculpa. Yo dije,
por decir, que me parecía justificado el temor de sus sirvientes. "Nunca se
sabe", dije en español, y le aclaré en inglés "es no fácil saber". Ella se
encogió de hombros y dijo que sus amigos eran capaces de cualquier cosa,
"como pobre Charlie". Quise saber quién era "pobre Charlie" y me contó que
era un pariente, que se había hecho famoso cuando arrancó las orejas de una
bebita en Gilderdale Gardens pero que ahora envejecía olvidado en un asilo
cercano a Dundall, fingiéndose loco, para evitar una condena. Entonces
volvió a preguntar mi nombre y el de mis padres y se rió. También volvió a
hablarme de su cicatriz que había costado cincuenta libras: el precio de su
pensión semanal, "como una substancia de hecho". El banco le liquidaba
cincuenta libras por semana a mi Muchacha y otras tantas a su hermana mayor,
pero el maquillaje requería service. (Estoy seguro de haberlo escrito, pero
ella volvía a contármelo y yo soy respetuoso de mis protagonistas. El arte
–pienso debe testimoniar la realidad, para no convertirse en una torpe forma
de onanismo, ya que las hay mejores.) Necesitaba service la cicatriz y le
impedía, entre otras cosas, la práctica de natación y de esquí acuático.
Coreen adoraba el esquí y las largas estadías al aire libre en tiempo de
humedad y me invitó con un cigarrillo de marihuana: un joint. Lo rechacé
porque había bebido mucho, me sentía ebrio de planes, y no quería que una
caída súbita de mi presión los echara a perder. Mi Muchacha empapaba el
papel de su pequeño joint con un líquido untuoso que guardaba en la
miniatura de Coke de su colgante de oro. "Aceite de heroína", explicó. Ella
había sido adicta y friendo ese juguito que impregnaba el papel y la yerba,
tranquilizaba sus deseos. Hacía un año que venía abandonando el hábito,
temía recaer en los pinchazos que habían matado a sus mejores amigos una
noche en París –septicemia y ahora quería curarse y salir de aquello porque
su pensión no le alcanzaba para solventar el hábito: ya bastantes problemas
le traía el service de su maquilladora. Después volvió a dejarme solo en la
cocina, fue al baño y yo robé del sótano una lata de queso cammembert, y a
medida que me lo iba comiendo con mi cuchara de madera, hice una recorrida
por las dependencias de la cocina: arte testimonial. Amén de varios
hornos verticales, y un gran hogar revestido de barro para hacer pan en la
sala contigua tenían una máquina de asar eléctrica, con un spiedo que
mediría tres metros de ancho por uno de circunferencia. Calculé que un
pueblo en marcha hacia la liberación podía asar allí media docena de
misioneros mormones ante un millar de fervientes watussi desesperados por su
alícuota de dulzona carne de misionero mormón rotí. Más allá de la sala
estaba el depósito de tubos de gas, leñas, carbón y especias. Olía a ajo el
lugar, pero no vi ajo sino ramas de laurel y bolsas de yute con hierbas
aromáticas que no supe calificar. ¿Romero? ¿Peter Nollys? ¿Kelpsias? ¡vaya
uno a distinguir las sofisticadas preferencias de esos maniáticos magnates
británicos...! Cuando Coreen –mi Muchacha Punk, dueña y señora de la casa
volvía del –baño, trabó la puerta que separaba la cocina del office –al que
ella llamaba "hogar" en inglés de los salones donde seguían gritándose
barbaridades sus amigos. Ignoro lo que habrán dicho ellos, pero como resumen
dijo que eran unos piojos hijos de perra; grave. Prendió otro joint con la
brasa de mis 555, y –¡Achalay!– nos fuimos con él a apestar el dormitorio de
su hermana, donde, dormiríamos, pues el suyo venía desordenado de la tarde
anterior. El pasillo que llevaba a los cuartos, estaba custodiado por
grandes cuadros que parecían de buena calidad. Reparé en el piso: listones
de roble enteros se extendían a lo largo de quince o veinte metros. Sin
alfombra ni lustre alguno, la madera blanca repulida me evocó la cubierta de
aquellos clippers que se hacía construir la pandilla de nobles que rondaba a
Disraeli para gastar sus vacaciones en Gibraltar. ¡Un derroche! El cuarto de
la hermana era amplio, sobriamente alfombrado, y en un rincón había una piel
de tigre, en otro, una de cebra viel y otras pieles gruesas que supuse
serían de algún lanar exótico, pues eran más grandes que las pieles de las
ovejas más grandes que mis ojos han visto y que las que cualquier humano
podría imaginar con o sin joints embebidos en substancias equis. Nos
acostamos. Tercera decepción del narrador: mi Muchacha Punk era tan limpia
como cualquier chitrula de Flores o de Belgrano R. Nada previsible en una
inglesa y en todo discordante con mis expectativas hacia lo punk. ¡Las
sábanas...! ¡Las sábanas eran más suaves que las del mejor hotel que conocí
en mi vida! Yo, que por mi antigua profesión solía camouflarme en todos los
hoteles de primera clase y hasta he dormido –en casos de errores en las
reservas que de ese modo trataron los gerentes de repararen suites
especiales para noches de bodas o para huéspedes VIP, nunca sentí en mi piel
fibras tan suaves como las de esas sábanas de seda suave, que olían a lima o
a capullitos de bergamota en vísperas de la apertura de sus cálices. Tercera
decepción del lector: Yo jamás me acosté con una muchacha punk. Peor: yo
jamás vi muchachas punk, ni estuve en Londres, ni me fueron franqueadas las
puertas de residencias tan distinguidas. Puedo probarlo: desde marzo de 1976
no he vuelto a hacer el amor con otras personas. (Ella se fue, se fue a la
quinta, nunca volvió, jamás volvió a llamarme. La franquean otros hombres,
otros. Nos ha olvidado; creo que me ha olvidado). Cuarta decepción del
narrador: no diré que era virgen, pero era más torpe que la peor muchacha
virgen del barrio de Belgrano o de Parque Centenario. Al promediar eso (¿el
amor?) le largó a declamar la letanía bien conocida por cualquier visitante
de Londres: "ai camin ai camin ai camin ai camin ai camin", gritaba,
gritaba, gritaba, sustituyendo los conocidos "ai voi ai voi ai voi ai voi"
de las pebetas de mi pago, que sumen al varón en el más turbado pajar de
dudas sobre la naturaleza de ese sitio sagrado hacia el que dicen ir las
muchachas del hemisferio sur y del que creen venir sus contrapartidas
británicas. Pero uno hace todo esto para vivir y se amolda. ¡vaya si se
amolda! Por ejemplo: Y después se durmió. Habrá sido el vino o las drogas,
pero durmió sonriendo, y su cuerpo fue presa de una prodigiosa blandura.
Miré el reloj: eran las 5.30 y no podía pegar un ojo, tal vez a causa del
café, o de lo que agregamos al café. Revisé los libros que se apilaban en
la mesa de luz del cuarto de la hermana (le mi Muchacha Punk. ¡Buenos
libros! Blake, Woolf, Sollers: buena literatura. ¡Cortázar en inglés! (¡Hay
que ver en una de esas camas señoriales lo que parece el finado Cortázar
puesto en inglés!) Había manuales de física y muchos números de revistas de
ciencias naturales y de Teoría de los Sistemas. Separé algunas para
informarme qué era esa teoría que yo desconocía pero que justificaba tina
publicación mensual que ya iba por el número ciento treinta y cuatro. Las
miré. interesante: enriquecería mi conversación por un tiempo. Andaba en
eso citando llegó la hermana de mi Muchacha Punk con su novio. La chica dijo
llamarse Dianne y era naturista, marxista, estudiaba biología, odiaba las
drogas, despreciaba a los punks y no tomó nada bien que estuviésemos
acostados en su cuarto, pero disimuló. Cuando le hablé, su expresión se hizo
aún más severa como reprochando que un desnudo, desde su propia cama, se
dirigiese a ella en un inglés tan choto. No le gusté y ella no pudo
disimularlo más. En cambio el novio me mostró simpatía. Era estudiante de
biología, naturista, marxista, odiaba profundamente a las punks y manifestó
un intenso desprecio hacia las drogas y sus clientes. Creo que de no
haber mediado el episodio del encuentro y la irritación de su novia,
habríamos podido entablar tina provechosa amistad. Me convidaron con sus
frutas, algo muy delicioso, parecido al níspero y muy refrescante, que
erradicó de mis encías el gustito a Coreen. Ella, a pesar de nuestra
conversación en voz muy alta, mis gritos angloargentinos, mis carcajadas y
1()s mendrugos de risa que alguno de mis chistes lograron de la bióloga, no
despertaba. Dije a los chicos que me vestiría y que debía partir pues me
–esperaban en mi hotel. Ellos dijeron que no era necesario, que siempre
dormían en el suelo por motivos higiénicos y que yo podía seguir leyendo,
pues "'la luz de la luz no nos molesta". Así dijeron. Se desnudaron, se
echaron sobre una piel de oso y se cubrieron hasta los ojos con una manta
hindú. De inmediato entraron en un profundo sueño y los vi dormir y respirar
a un mismo ritmo, boca arriba y agarraditos de las manos. Pero yo no podía
dormir; apagué la luz de la luz y estuve un rato velando y escuchando el
contraste entre las respiraciones simétricas de la pareja, y la de Coreen,
más fuerte y de ritmo más que sinuoso. Prendí la luz y revisé el reloj:
serían las siete, pronto amanecería. Acaricié los pelos de mi Muchacha, su
carita, sus lindísimos hombros y sus brazos, y casi estuve a punto de hacer
el amor una vez más, pero temí que un movimiento involuntario pudiese
despertarla. Aproveché para mirar su piel delicada y suave. Nada punk, muy
aristocrática la piel de mi Muchacha. Le estudié bien el agujerito de la
nariz: medía seis milímetros de ancho y formaba una estrella de cinco
puntas. ¿O eran cinco milímetros y la estrella tenía seis puntas? Nunca lo
volveré a mirar. Para esta historia basta consignar que estaba dibujado con
precisión y que debió ser obra de algún cirujano plástico que habrá cargado
no menos de quinientos pounds de honorarios. ¡Un derroche! Miré la cicatriz
de la mitad izquierda de mi chica: había perdido más color y estaba
apelmazada por el roce de mi mentón que la barba crecida de dos días tornó
abrasivo. Me apenó imaginar que en la tarde siguiente, al despertar, mi
Muchachita Punk me guardaría rencor por eso. Escribí un papelito diciendo
que el service quedaba a mi cargo y lo dejé abrochado con un clip junto a un
billete de cincuenta libras que había comprado tan barato en Buenos Aires,
en la garganta de su botita de astrakán. Así asumía mi responsabilidad, y
ella no necesitaría esperar otra semana para poner su cicatriz a cero
kilómetro. Actué como hombre y como argentino y aunque nadie atine nunca a
determinar qué espera un punk de la gente, yo no podía permitir que al otro
día mi Muchachita se amargase y anduviera por todas las discotheques de
Londres insinuando que nosotros somos unos hijos de perra que perturbamos
sus cicatrices y no pagamos el service, desmereciendo aún más la horrible
imagen de mi patria que desde hace un tiempo inculcan a los jóvenes
europeos. Me vestí. Al dejar el cuarto apagué las luces. Para salir destrabé
la cerradura de la cocina pero volví a cerrarla y deslicé la llave bajo la
puerta. Los punks seguían peleando: el africano reprochaba a los otros no
haberlo despertado para la cena. Otro lloraba, creo que era el francés.
Después oí una sílabas rarísimas: era alguien que hablaba en holandés.
Gracias a Dios no me vieron y encontré un taxi no bien salí a la calle, fría
como una daga rusa olvidada por un geólogo ruso recién graduado en la
heladera de un hotel próximo a las obras suspendidas de Paraná Medio. La
tarde siguiente, leí en The Guardian que durante la noche catorce
vagabundos, a causa del frío, habían muerto, o crepado, estirando sin rencor
sus veintitantas vagabundas patas inglesas, en pleno corazón de la ciudad de
Londres. Hicieron no sé cuántos grados Farenheit; calculo que serían unos
diez grados bajo cero, penique más, penique menos. En el hotel me pegué un
baño de inmersión y calentito y con el agua hasta la nariz leí en la edición
internacional de Clarín las hermosas noticias de mi patria. Quise volver.
Al día siguiente 'volé a Bonn y de allí fui a Copenhague. Al cuarto día
estaba lo más campante en Londres y no bien me instalé en el hotel quise
encontrar a mi Muchacha Punk. No tenía su teléfono; su nombre no figura en
el directorio de la vieja ciudad. Corrí a su casa. Me recibió amistosamente
Ferdinand, el novio de la hermana: mi Muchacha estaba en New York visitando
a la madre y de allí saltaría a Zambia, para reunirse con el padre. volvería
recién a fines de abril, y él no me invitaba a pasar porque en ese momento
salía para la universidad, donde daba sus clases de citología. Tipo
agradable Ferdinand: tenía un Morris blanco y negro y manejaba con prudencia
en medio de la rougb hour de aquel atardecer de invierno. Se mostró
preocupado porque hacía un año le venían fallando las luces indicadoras de
giro del autito. Le sugerí que debía ser un fusible, que seguramente eso era
lo más probable que le sucedería al Morris. Rumió un rato mi hipótesis y
finalmente concedió: –No lo sé, tal vez tengas razón... Me dejó en
victoria Station, donde yo debía comprar unos catálogos de armas y unos
artículos de caza mayor para mi gente de Buenos Aires. Nos despedimos
afectuosamente. El armero de Aldwick era un judío inglés de barbita con
rulos y trenzas negras, lubricadas con reflejos azules. Entre él y el
librero de victoria Embankment –un paquistaní– acabaron de estropearme la
tarde con su poca colaboración y su velada censura a mi acento. El judío me
preguntó cuál era mi procedencia; el pakistano me preguntó de dónde yo
venía. Contesté en ambos casos la verdad. ¿Qué iba a decir? ¿Iba a andar con
remilgos y tapujos cuando más precisaba de ellos? ¿Qué habría hecho otro en
mi lugar...? ¡A muchos querría ver en una situación como la de aquel
atardecer tristísimo de invierno inglés...! Oscurecía. Inapelable, se nos
estaba derrumbando la noche encima. Cuando escuchó la palabra "Argentina",
el armero judío hizo un gesto con sus manos: las extendió hacia mí, cerró
los puños, separó los pulgares y giró sus codos describiendo un círculo con
los extremos de los dedos. No entendí bien, pero supuse que sería un ademán
ritual vinculado a la manera de bautizar de ellos. El paqui, cuando oyó
que decía "Buenos Aires, Argentina, Sur" arregló su turbante violeta y
adoptó una pose de danzarín griego, tipo Zorba (¿O sería una pose de danza
del folklore de su tierra...?). Giró en el aire, chistó rítmicamente, palmeó
sus manos y (cantó muy desafinado la frase "cidade maravilhosa dincantos
mil", pero apoyándola contra la melodía de la opereta Evita. Después
volvió a girar, se tocó el culo con las dos manos, se aplaudió, y se quedó
muy contento mostrándome sus dientes perfectos de marfil. Sentí envidia y
pedí a Dios que se muriera, pero no se murió. Entonces le sonreí
argentinamente y él sonrió a su manera y yo miré el pedazo visible de
Londres tras el cristal de su vidriera: pura noche era el cielo, debía
partir y señalé varias veces mi reloj para apurarlo. No era antipático aquel
mulato hijo de mala perra, pero, como todo propietario de comercio inglés,
era petulante y achanchado: tardó casi una hora para encontrar un simple
catálogo de Webley & Scott. ¡Así les va...!
Habló el que siempre repetía la cantilena de la flota de mar: –¡Por
el sol..! –Le sintieron decir. Y si alguien mas lo oyó también debió
pensar que era la prImer cosa atinada de lo mucho que dijo durante todas
esas semanas de marcha.
Días malgastados y leguas descaminadas en
esa pampa interminable, tolerando las serenatas de los payucas y dichos
hasta peores y mas desquiciados que los del marino, cuidando parecer que
seguían creídos de que tarde o temprano llegarían al oeste y que alcanzarían
la sierra chica y mas atrás el nacimiento del río que, corriente abajo, los
llevaría justo hasta El Lugar. Llamaban El Lugar al sitio de encuentro
de todos los que seguían firmes en la idea de juntarse y volver a empezar.
Se platicaba eso pero de los derroches de tiempo y del descaminar leguas y
jornadas nadie en la tropa cometió la imprudencia de hablar. Tropa: solo
tanta arma y munición encajonada demorándose en las carretas justificaba
llamar tropa a ese montón indisciplinado y desparejo que traía semanas y
semanas de marchar, montar, apearse, ensillar y volver a montar, solo para
volver a juntarse y tratar de empezar otra vez.
¿Cuántas semanas ?
Si alguno tuvo voluntad de ir llevando la cuenta supo guardarse el
número y ni cuando las conversaciones daban lugar para lucirse con la cifra
y amargarle la noche a todos dejó entrever que la sabía y que no la decía
por respeto. Se conversaba siempre en la comida de la noche. Se
aprovechaba la poca luz de los fogones para platicar sin que alguien, por
escudriñador que fuese, pudiera descubrir de la cara del que iba hablando, o
del que oía, los pensamientos verdaderos que no se dicen en la conversación.
Y la hora del sueño ayudaba: se podía platicar confiado en que al
momento de no querer oír mas, o decir mas, estaba a mano el pretexto de
caerse dormido y Dios Guarde que mañana será otro día.
Volteaba el
sueño y todos se dejaban voltear y mas cuando se andaba cerca de la cuestión
de cuántos eran y del tema de de con cuántos mas sería menester contar y el
de cuánto sería que faltaba en meses o años, en tropa o armas, en caballos y
en plata, o en voluntad y en muertos, para la hora de ganar, o para lo que
cada uno pretendiera. Ganar era lo que querían los mas, que eran los mas
ilusos. Los menos, ya desde antes de arrancar querían ganar pero se
contentaban con perder siempre que les dieran ocasión de perder al modo
propio y no al que elijan los favorecido por la fortuna de ganar. Los
cuándo, cuánto, y el ganar y perder eran los temas "que ni nombrar". Todavía
se dice de ese modo en muchas partes. Y lo que "ni escuchar" era lo que
agobiaba: hablar de las criaturas, las mujeres y las haciendas quedaron
atrás y de cosas parecidas que no conducen a nada. Tal esa cantilena del que
venían llamando El Marinero desde los primeros días de marcha.
Porque siempre repetía lo mismo: que años y años revistó en la flota de mar
y que en la flota ésto o que en la flota aquello o que ellos en la flota de
mar solían hacer tal o cual otra cosa de tal o cual manera y nunca pudieron
pasar dos noches sin que alguien tuviera que mandarle que pare de una vez de
contar y de estorbar y que deje dormir la tropa. De día, uno que por
dormirse oyéndola la voz del marinero se le había convertido en un mal
sueño, le rogaba por el Sacrosanto que la termine con la historia de que en
el mar los que mas cantan son los mejores marineros y que se guarde para él
solo el cuento de que en la flota no es como en el campo y en los pueblos,
que en la flota de mar se toma menos, y que entre los marinos el que mas
canta nunca es el borracho, porque al revés: mejor y mas dispuesto a bordo
se muestra un personal mas canta y menos chupa y porque, igual que en todos
lados, en el mar el tomador le esquiva el bulto a la pelea y en el peligro
se ve bien que los que toman se achican primero que nadie. Y de noche, a
la hora de contar, le copiaban los dichos y hasta la manera medio goda de
hablar con zetas para anoticiarlo de que ya todos se sabían la cantilena de
memoria.
En cuanto amenazaba empezar algún imitador le ganaba el
turno y, poniendo voz de bastonero de circo, anticipaba: –Para esta
velada anunciamos a la digna concurrencia de damas, clero, nobiliario, gente
de armas y chinas de culear que habremos el honor de oír a quien ha visto
faluchos corsarios llenos de hindús y chinos iguales a los que la Britannia
dio de escolta a San Martín, que mas semejan lazareto de leprosos o quilombo
de remate de esclavos que a cosa de utilidad para la guerra y ha tripulado
naves insignia con gavieros a proa que calzan botín de caucho y ostentan
uniforme de -lana inglés bordado en hilos de oro y dará fe de que por igual
en ambas barcas como en toda nave de mar cualquiera sea su enseña, mas canta
el marinero, mejor marino es y mas se lo respeta a la hora en que a bordo se
reclama personal que sirva...
Copiándolo, los imitadores agrandaban
la boca cuando les tocaba decir la aés y la és, y tanto ceceaban que se
sentía "abodo ze nejzezita pesoall que zirja..." Y a fuerza de copiar la
forma goda de hablar de los marinos mezturaban una que otra voz lusitana en
las frases mas largas y hacían sonar las zetas mas fuerte que cualquier
español que, por descuido, hayan dejado vivo los ejércitos de la Patria.
Pocos han de quedar, si queda alguno, de los que supieron recibir al
Capitán de San Martín cuando bajó por primera vez de la fragata inglesa y lo
escucharon hablar como un godo. Y no ha de haber muchos vivos que
pudieron oírlo cuando fue General de estas Provincias y Gran Libertador de
América y ni zetas ni eshes se le escapaban. Si hasta los mandos de batalla
los profería estirando el labio para que ni oés ni ás sonaran como en la voz
de un monárquico hidemilputas. Valiente y puro sacrificio fue el puñado
de criollos que se alistó en las naves de Brown y de Bouchard sin
conocimiento de en dónde se metían. Las que pasaron en esas goletas de
tablones podridos, calafateadas a lo bestia por gauchos y peones de herrero
y mandadas por corsarios sin Dios, ni patria, ni respeto por la gente,
obliga a tolerarles mañas y salvajadas a los pocos que pudieron volver.
Pero hasta en esos patriotas disgusta ésa ínfulas de hablar como asesinos
virreinales: ni para burlar a un loco habría que permitir que un criollo
hable así y revuelva a sus paisanos los tiempos en que el que el monárquico
se creía mas y se jactaba de que siempre esta patria iba a seguir dejándose
pisotear. Pero la pampa que endurece al hombre en tantas cosas en otras
lo hace mas blando y lo distrae. Por eso que hablara igual que uno de la
flota era lo último que le amonestarían al marinero. Lo primero era lo peor
de aquellas noches: su repetir y el agobiar repitiendo tanto y cansando.
A él que lo copiaran y burlaran no parecía bochornarlo. Mismo cuando la
tropa, meta risa y palmada, estaba festejando a algún imitador, podía
apersonarse ante cualquiera a pedir un chala, o el yesquero de llama pronta
para prender un chala o un tabaco enrollado que algún otro le convidó: ni
bochorno ni nada parecía producirle la burla al hombre. Y menos enojo:
igual que todos por esos días era capaz de perdonarle lo peor al otro con
tal de que no fuese un flojo, un federal con tirador de plata, o un salvaje
unitario de librea de tarciopelo y cachete entalcado. Si cuando se
empezó a oír que había unos que andaban por ahí comprando caballos y
encargando reservas y encurtidos con el plan de empezar otra vez el marino
se compareció en la capilla de Flores entre los primeros y ahí mismo donó
unas libras de plata –que debía ser todo lo que tuvo en la vida– y reclamó
que le tomasen juramento y lo contasen como enrolado porque, sin eso, –le
dijo al escribiente–, y sin arrancar en la primer partida que saliera a
juntarse para empezar de nuevo, nunca mas iría a dormir tranquilo. Y
ahora justo venía a ser él lo que no dejaba dormir en paz a la tropa. Mejor
dicho: sería él o causa de él porque si no empezaba él con la cantilena
desde lo oscuro saltaban las voces que se le anticipaban para burlarlo o
incitarlo.
No bien hablaba uno poniendo voz de godo marinero quien
siguiera despierto lo festejaba y se reía. Casi todos reían cuando
escuchaban a un imitador diciendo o cantando. En cambio si se lo oían a él
al revés: agobiaba, daba como una tristeza y rabia y al mismo tiempo y ganas
de que se calle de una vez. Él no festejaba burlas ni imitaciones. Pero
escuchaba atento y al reflejo de algún fogón o al relumbrar de la brasa de
un chala que pitaba ávido daba la impresión de medio sonreír. Y si
hablaba era para corregir algo que le estaban copiando mal. Mas que
enfadarlo parecía que se daba por satisfecho con que se escuche lo que quiso
decir aunque diera a reír a todos y aunque el que lo repetía se estuviera
burlando y no creyese nada de lo que le copió.
Había uno con jeta de
mazorquero y que por eso mismo lo llamaban Mazorquero aunque se conocía que
fue procurador con diploma en Chuquisaca y hasta la víspera del día que
pidió juntarse con los que iban a volver a empezar figuró como letrado de la
Legación del Litoral. Poco que ver con mazorqueros, pero, en el fondo, las
ideas son casi las mismas: vivir de los gobiernos. Fue el que mas le
discutió la primeras veces, cuando todavía pensaban que valía la pena
discutirle, y en esas últimas noches era el que lo imitaba mejor.
Poniendo voz de ceremonia para destacarse y que lo oyeran, recitaba el
Mazorquero: –Y que ningún criollo vaya a sentir que no haberlo sabido
era ignorancia, porque nuestro invitado, antes de servir en la flota de mar
era también de los que se creían que cantos de marineros como el "Boga Boga"
o el "Mi Bonito Se Fue Por Los Mares" que las gentes entonan sin entender
eran güevada que cuanto mas se las escucha mas güevada parecen. El sabe bien
–decía y, alumbrado amarillo por la linterna de parafina, señalaba a la
oscuridad– cuánto cuesta meterle en la cabeza a un milico pueblero o a un
pajuerano de fortín que los viejos marinos no exageran cuando hablan de que
al canto de los marineros nadie lo va a entender del todo hasta que padezca
algún naufragio o una desgracia grande de mar... A esa altura empezaban
los gritos desde el oscuro: –¡Naufragio ! ¡Transnluchada impestuosa !
–Podía oírse una voz. –¡Vías de agua en el codaste que no hay quien
pueda, no hay quien pueda, no hay quien pueda... Reparar.. ! –Canturreaba
otro. –¡Veráis cuando la nave encalle y tengáis que abandonalle..!
–Decía alguien mas y parecía la amenaza de un fraile loco. –Hasta la
rocas, hasta las rocas os lleva el mar... –Era lo único que sabía decir el
domador chileno de voz finita. Y siempre lo repetía. –¡Que hasta las
rocas arrastre la corriente al marinante y hasta las bolas se entierre entre
las olas el que le cante..! –Ese era otro chileno, medio borracho pero buen
payador. Y pocos acertaban con la gramática arrevesada del marino. Si
hasta se podía oír: –O hacerois encallar en la costa o dejarseis
llevaros por las corrientes hasta que las rompientes de las rocas del mar le
naufragareis.. Y así seguían hasta que el mazorquero, o alguien con mas
idea y condiciones de imitador, copiaba una de las frases que mas le gustaba
lucir al marino: –¡Hasta que una tormenta desarbole ñamave y la escoree
tanto que las olas se desmadren direictiño a la bodega y el hombre sepa que
todo se termina, no se hará carne en nadie la veracidad del canto del
marinero en estos tiempos de urbe toda alumbrada a gas y puro ferrocarril y
güinchisters de repetición..!
El marino nunca había nombrado
güinchisters ni reilgüeis. Al fusil él lo llamaba "rifle" como los
godos. Y a lo que ahora empezaba a nombrarse "trenes" le desconfiaba tanto
que si una vez los mentó, les habrá dicho "convoys" a la manera de sureños y
brasileiros. Pero el mazorquero, como la media docena de doctores y
bardos que siempre andaban revolotéandolo, estaba envenenado contra las
máquinas y no desperdiciaba la ocasión para decir lo suyo antes de cerrar
con un alarido que parecía en verdad grito de mazorquero y despertaba al mas
cansado: –¡Oid carajos..! ¡Escuchad ahora al hombre y no vayáis a creer
que lo que habréis de oír es bolazo venido de dichos que cuentan los
sabaleros de la boca del Río Reconquista..!
Sabaleros son los que
viven en ranchos horcajados en postes de sauce en las orillas del zanjón del
puerto. Zarpan de noche en sus falúas para tirar la red y levantar su
pesca: sábalos rechonchos cebados con las sobras que la correntada arrastra
desde los mataderos. Al sábalo lo venden para hacer jabón de gelatina y
velas finas a las perfumerías y parece mentira que los franceses pidan para
hacer sus velitas sin olor algo tan hediondo como la pescadera que cargan
esas carretas de sábalo, que, de mañana, cuando suben la barranca de El
Retiro, hasta el mercado de la Victoria llega el olor a sábalo podrido, no
importa el lado para el que vaya el viento.
Pero mas que de la
pesca, el sabalero hace su plata por los chelines que junta en el fondeadero
cuando llega una temporada de carga. Basta que entre un barco británico
para que salga el sabalero a darle servicio y así se pasa días rema que te
tema parado en la falúa y cantando shangós de negros para darse ánimos y no
quedarse dormido mientras carga, descarga o le hace alcahueterías a la
oficialidad. Boga parado mirando adelante como postillón de carroza y en
épocas de carga se lo ve ir y venir día y noche con las falúa atosigada de
ferretería británica y cajas con ajuares de contrabando para las tiendas.
Si lo arrastra a una leva, el sabalero entra al cuartel contando como
propia cualquier historia que le sintió decir a un marinero o a un peón de
muelles que como él mismo nunca tripuló nada mas allá de los playones de
Quilmes, o de la Banda Oriental del Uruguay en el mejor de los casos.
Bastaba que mentasen los sabaleros para que el marino saltara a corregir
y arrancara de nuevo con su cantilena de la flota. Y entonces sí mas de
uno, deseoso de dormir y encarpado hasta la coronilla bajo su poncho, habrá
pedido al cielo que se muriera de una vez, o que se murieran todos de una
vez para no escuchar mas y hundirse por fin en el fondo de algún pozo sin
ruido.
Muerto, por milagro, hasta el momento, nadie había muerto.
Y que se muera, mas que a ninguno se le debió desear al cordobés que
perdió un tobiano, el potro que el fraile de Mercedes donó para que le
entregase como prenda al cacique si se daba la necesidad de apaciguarlo.
–No maten pampas, no se dejen matar por un malón, esténse siempre bien
lejecitos de la indiada... Y si les cruzan sean mas amistosos que ellos y
van a ver que se los ganan... –Dijo el de sotana y se entendió que quería
decir que cuidasen la pólvora que el Señor la creó para apurar al infierno a
los herejes de Cristo y al Sanguinario Hispánico y no para asesinar salvajes
que, según él, eran los inocentes mas preferidos de Dios.
Buen
domador, el cordobés venía encargado de cuidar los pingos de remonta, pero
chuzándolo para mostrarle a una china el corcoveo del potro, en una
distracción le permitió escapar. La caballada estuvo arisca toda la jornada
y pasaron muchos días y al desmontar y reunir los pingos antes de hacer
noche seguía sintiéndose la falta de ese brillo nervioso del tobiano del
cura. Y quien por recordar al potro y su pelo lujoso y quien otro por
acordarse del fraile, todos habrán rezado alguna vez pidiendo que el
cordobés se desnuque en una rodada o que le caiga encima del cielo una de
esas piedras que pasan de noche ardiendo y van a dar al valle de los cometas
entre las sierras de Tandil. Hasta dormido se le deseó la muerte. Y a
nadie le pareció que la espantada fue una tontera de momento, ni un
accidente que a quienquera le puede llegar a ocurrir. Pura maldad, pensaban
todos. En cambio bastaba que el marinero cerrara la boca o que se
apartara a la vanguardia cuando las bestias olisqueaban salvajes cerca, para
que nadie le deseara daño y todos lo respetaran, igual que cuando estaba
dormido, manso. Era uno de esos que, haciendo, convence mas que con
cualquier cosa que se le oiga decir, pero como nadie puede cerrarse las
orejas basta que abra la boca para que la gente sople y busque verle la cara
a otros para mirarse compadeciendo lo que van a tener que aguantar.
Pero la vez que se le oyó gritar: –¡Por el sol..! Y mas cuando para
explicarlo refirió que hasta el pirata menos disciplinado sabía que viendo
de dónde salió el sol bastaba orzar o derivar conforme al viento para
rumbear al lado contrario del horizonte y así ganar el oeste, que en el Mar
Sur siempre va a dar a tierra firme, los que entendieron dijeron sí. Y los
mas cavilosos se dieron a pensar que, de tarde, mirando el punto por donde
baje el sol, tendrían noticia justa de cuanto se fueron desviando por no
tener en esa pampa nada hacia lo que enfilar y por las propias distracciones
que comete el hombre cuando anda medio desorientado. No sé si se
comprende, pero esa noche a todos les resultó tan atinado que les nació como
una gratitud con el marino, mas no por eso iban a dejar de escaparle cuando
amenazaba empezar la cantilena, ni dejarían de festejar a los que se
burlaban, que cada día eran mas y que el hombre escuchaba como si se rieran
de otro. Aunque pensándolo mejor, si por las risotadas entendió que lo
estaban burlando, no es de descartar que se diera por contento con que sus
dichos se repitan y que cada quien lo tome como quiera tomarlo, puesto que
para eso debió haberlos repetido tanto.
Mirar de dónde sale el sol:
quien mas, quien menos, todos se habrán dormido reprochándose por qué esa
idea no se les cruzó por la cabeza a ellos. Pero por cuerdo que sea el
hombre, él propone las cosas y es siempre la desgracia lo que termina
disponiéndolas. Así en los pueblos como en la pampa, o al menos en esos
lados de la pampa y en el tiempo contado desde la noche en que el marinero
gritó la idea del sol, y hasta cuando ya nadie mas la quiso recordar, el sol
nunca nació desde ninguna parte. Amanecer en esa pampa quería decir ver
de repente que el cielo negro se iluminaba y que bien alto arriba se le
formaba como una cúpula de fuego anaranjado. Por ahí debía andar ubicado
el sol, pero tan lejos, y a tal distancia del piso del horizonte, que para
averiguar por donde había empezado a levantarse, un hombre iba a tener que
aguantarse quieto todo el tiempo, mirándose la sombra y clavando una cañita
cada media hora para después seguir con un solo ojo la línea de cañas o de
estacas, que, si había una lógica en todo eso, tendría que acabar apuntando
justo al sitio donde debió haber iniciado su recorrida el sol. Venía a
ser una cuestión de paciencia: justo a esa altura de la marcha cuando a
cualquiera se le podía pedir de todo menos paciencia.
Al principio
se habló de tener hormiga y la tropa se dió a decir que tenía hormigas, pero
después uno habló de que tenía lagartijas, vino otro que por gracioso lo
agrandó mas y dijo que él tenía una culebra, otro figuró que el tenía
serpientes yarará y al final varios terminaron diciendo que sentían potros
cimarrones galopándoles. Cada quien lo agrandaba como podía buscando la
forma mas graciosa para decir que sentían un movimiento incontrolable de
algo animal, justo en ese lugar, en el culo.
Venia la luz y ni
matear buscaban. Pensaban nada mas que en arrancar y avanzar y ni tiempo se
daban para discutir desde cual rumbo habían venido a dar al sitio donde les
tocó hacer noche: saltaba uno y señalaba un lugar con su rebenque, y en
cuanto terminaba de ensillar y alzar las cosas, todos apuntaban para ese
lado sin que nadie se lo discutiera. Por instinto, los caballos
caracoleaban, resoplaban y sacudían las crines tascando el freno y dándose
ímpetus para salir galopando en esa misma dirección. El plan de sol,
para los que pudieron entenderlo, decía que cuando el sol se pusiera el
lugar mismo donde lo viesen desaparecer, iría a enseñar la corrección, o
sea, lo cuánto se habían venido desviando del rumbo a lo largo del día.
Pero tal como salía el sol también la noche bajaba de repente, como si
además del sol, a todo lo que había sido luz y camino se lo hubiera tragado
aquel vacío de la pampa. Ese vacío que mas de uno pensó que iba a
terminar chupándoselos a todos. Y no de a uno en uno: a todos de una
vez, tal como venía haciendo con el sol y como el día menos pensado estaba
por hacer con el verano, con las chatas cargadas de cajas de fusiles y
munición que siempre se demoraban y con todas las cosas, menos con esa
tierra de pasto tan igual legua a legua y semana tras semana, que era
imposible calcular como podrían hacerla desaparecer.
El sol arriba,
la tierra abajo, y adelante mas tierra igual. De noche y todo alrededor, la
pura oscuridad y el picoteo lustroso de las estrellas techando. Atrás,
uno que otro quejido de hombre en sueños y el griterío salteado de las
chinas, que ahora que nadie se arrimaba a pedirles servicio, hacían ruido
entre ellas para que se creyera que algún hombre había vuelto a
solicitarlas. Ya tendían miedo de que por no necesitarlas, una mañana
los hombres les quitasen la carreta y los pingos y las dejen ahí para que se
las lleven los salvajes si antes no las prendía fuego el sol o las helaba la
primer noche del invierno que debía estar pronto a venir. Pobres chinas:
de tan montadas por milicos puebleros, debió habérseles hecho una doctrina
el miedo al indio, y ni se les cruzaba el pensamiento de que en la toldería
no la iban a pasar peor que carreteando siempre media legua o media hora
atrás de la tropa. Porque seguro los salvajes las solicitarían menos
salteado y las obsequiarían mejor que estos que mas ganas tenían de llegar y
juntarse con los que iban a volver a empezar, cuanto mas seguros estaban de
no estar yendo hacia ninguna parte.
Huellas, jamás ni una pudieron
encontrar. ¿Quién no tiene oídas historias de baquianos que encuentran
huellas donde nadie las supo ver, y van marcándolas cortando yuyos
mordisqueados por la hacienda de un rodeo, mostrando raíces pisoteadas por
un potrillo de dos meses, y confirmándole al descreído que andan siempre en
lo cierto anticipando cuando tendrían a la vista una res carneada por la
tropa, o un rescoldo de leña de una fogatas y señalando lejos el sitio donde
tendrían que aparecer esos montones de bosta en seguidilla que marcan el
lugar donde pampas o cristianos estuvieron haciendo noche..?
No
tenían baquiano. Habían pagado un baqueano que comprometió esperarlos en un
puesto de la estancia de Duarte, atrás del bañado de Tortugas. Pero
cuando pasaron por el puesto encontraron a una india feísima con que tenía
un solo diente arriba. Era la mujer del baqueano. Parecía vieja.
Temblaba toda por el miedo. Pero si había parido esos dos chicos, que decian
ser los hijos hijos del baquiano, tan vieja no debía ser. Cuando pudo
hablar, dijo medio en castilla medio en pampa, que los que le pagaron al
marido habían pasado muchos días antes, que el jefe era un coronel y que la
comitiva de mas de cuatro manos –serian cuarenta– con carretas y mucho
gauchaje a la rastra había rumbeado de prisa al sur porque hacían posta esa
noche misma en los corrales de Buenos Aires. Empezaron a creerle cuando
les mostró un tirador con las monedas que había dejado el coronel: libras
británicas y pesos fuerte con cuño de oro, mezcladas con muchos cobres del
Paraguay y contos dorados del Imperio del Brasil. Muerta de miedo,
quería devolver el tirador y dejarles el mayor de los críos que les juró que
ya era muy baqueano y hasta mejor peleador que el padre. Contenta ella y
triste el chico quedaron cuando nadie aceptó sacarle las monedas y todos se
jactaron de que se las iban a arreglar sin baqueano. Después, cuando se
vio que ni uno era capaz de descubrir huellas ni de adivinar cosas conforme
el estado del pasto, unos se lamentaron no haber traído al chico, y otros
los consolaron hablando de que estaban mejor así, porque con tan mal ánimo
ningún baqueano les iba a durar y a la primer desesperanza le iban a cargar
la culpa de todo y ya estaría degollado, o tan enemistado que los iría
arreando directo a donde olfateara que podía estar el malón.
De las
mentadas marcas en el horizonte –el palo, el árbol, la lomada, el pastizal
de un color diferente: todo lo que se enseña en la milicia– ni una vez
alcanzaron a ver ejemplos en tantos días de marchar ilusionados con el punto
de encuentro. Casi seguro muchos habrán pensado en el viento. Y mas por
el rencor que les quedó después del entusiasmo con el método del sol.
Sin exagerar ni un poco mas: aunque pensar, lo que se dice pensar, es algo
que se le podía atribuir a pocos de los que tuvieron idea de volver a
empezar, y casi a nadie entre los que se les fueron agregando, no es difícil
que alguien también haya pensado en el viento. Porque esta pampa te hace
cavilador: será la forma de marchar, que a los pocos trancos acompasa a
hombres, montas y animales de carga. O por el silencio de las paradas.
¿O por la tanta luz que palma y no bien se hace el oscuro, comés algo y te
caés dormido hundiéndote ahí como cascote en la laguna..?
Cascotes
no. Y mucho menos piedra: ni una se alcanzó a ver en tantos días de marcha.
El suelo siempre igual: pasto y mas pasto. Y hurgando bajo el pasto,
terrones negros y tan secos que no se entiende como se las compone el yuyal
para guardar un verde tan fresco que se nota por el engorde de la monta y de
la carne de reserva mas que con los ojos, que se acostumbran rápido a ver
verde y todo puro verde hasta que el sol se esconde y no se ve mas nada.
Ya en una de las primeras noches, ya punto de dormirse, alguien hablaba de
dar gracias al pasto porque si no ya habrían clavado guampa en la tierra, y
cuando desde lo oscuro sonó una voz diciendo que a ese pasto lo regaba el
rocío, y, aunque nadie había visto rocío y nunca un poncho amaneció mojado
ni con ese olor a bicho que le vuelve al pelo de la vicuña con la humedad,
se dijo que el hombre debía tener razón. Varios se habían dormido. Se
oía roncar de un lado y de otro, y después la cantilena del de la flota que
había cantado por primera vez:
"los boniiiiiitos barcos del asia...
los boniiiiiitos barcos de aquí... alguno me llevará lejos,
lejos, muy lejos de ti.... bon bon,bon bin bonita no llores por
mi..."
Cantaba para el solo: nadie lo quería oír. Pero en aquellos
primeros dias de marcha después de resignarse a tantas cosas con tal de ir a
juntarse con los que querían empezar otra vez, era mas fácil tolerarlo que
encontrar voluntad de pedir que se calle, hasta cuando se ponía mas pesado,
cambiaba de tonada y poniendo voz gruesa de africano repetía: "que
mal... que mal.... que mal que mal armé mi barco... la proa parece
un balcón... a popa parece zapallo... las velas parecen cartón...
y el mástil, el mástil... que mal armé mi mástil... parece
rezarle al tifón que venga que venga que venga el temporal y el
barco malarmado se vaya al carajo en el mar..."
Alguno ha de
andar todavía vivo capaz de recordárselo mejor. Tanto repitió el canto
en esos primeros días de marcha que antes de que le quedara El Marino, los
que no le sabían el verdadero nombre –Esteban– le decían "malarmado", y los
mas puercos "el malarmeado".
Ahí en la peor la oscuridad cada cual
sabía bien donde tenía su poncho porque lo que empezó como una fila tipo
milicia, con cuerpos estirados a la par todo a lo largo de un potrero, los
pies para el lado de los carros y la cabeza apuntando del lado del fogón,
había terminado formando ese redondel, que era cada vez mas respetado y cada
vez mas se parecía a un círculo dibujado, copia del horizonte igual que los
tenía siempre en el medio, dando vueltas y vueltas, camino de borrachos.
Borrachos sin tomar. Por cansancio, por pampa y por desánimo: tres venenos
peores que el peor aguardiente y que a cada quien le producía el peor efecto
que su vida y los daños que debió haber hecho en su vida lo hicieron
merecer.
En un lado, los mas juiciosos se resistían al sueño y no
era fácil hacerseló reconocer pero igual que a éste que cuenta, algo del
canto del marinero se les clavaba en la memoria, y anticipaban con la mente
las repeticiones de palabras y estribillos de versos pensando que alguna
vez, bajo un alero en un rancho, o haciendo noche en una tierra mas
amistosa, tratarían de cantarlo. Eso, a condición de que no hubiese
presente alguno de los que ahí estaban cayéndose dormidos, para no llevarles
un mal recuerdo. Se sentía alguna puteada contra el marinero, y la voz
zeceosa volviendo a empezar:
"no me gusta la carne no me gusta
los libros me voy al mar, me voy al mar no me gusta la gente no
me gustan las casas me voy al mar, me voy al mar ni esa hembra ni
ese crío ni el jardín ni la estufa son para mi...¡ me voy al mar !
prefiero las tormentas prefiero naufragar porque ahogado en el
fondo sabré cantar sabré cantar"
–¡Putas que los parió al
marino.. ! ¡Se me pegó el cantito.. !–Protestó un teniente chiquilín, como
que hablaba para si, pero a la par de unos criollos que le habían hecho
custodia en una avanzada. Se contó que lo había dicho sin rabia y que
con medias palabras les dio a entender que cada vez que montaba y aflojaba
las riendas empezaba a sonarle dentro de la cabeza "mi boni, mi boni, mi
boni". Que el pingo, –el suyo o cualquier otro de remonta que ensillara
para darle un respiro a su zaino– también parecía conocerlo y moverse
marcando el paso del cantito. Y que ni trotando ni galopando –dicen que se
quejaba– conseguía parara de sonarle dentro de la cabeza y en las patas del
pingo. Por maldad o por vergüenza, nadie lo quiso consolar y se murió
mucho después, lanceado por la caballería del Imperio y sin saber que a
muchos les estaba pasando igual, pero que no tenían las bolas colocadas como
tendrían que estar para reconocer que a ellos también se les había metido.
Por ahí alguno, rezagado o medio alejado de la formación, se lo habrá
dicho a su caballo en secreto. Pero reconocerlo era tan difícail como hablar
de que no estaban haciendo mas que dar vueltas y vueltas al eje de la noria
invisible del medio de la pampa. Estirando un cascarón de yuyos. Un pedazo
apenas de la Ceación que dejó Dios nada mas que para que ellos y uno que
otro araucano siguieran vivos, ignorantes de que ya había pasado el fin del
mundo.
Guardarse para uno mismo la tonada o los versos que se le
habían pegado para siempre, y hablar de formas de estar seguros de ir en
línea recta aunque sea por una jornada, era la única manera de dar a
entender que uno también estaba sintiendo algo parecido. El que dos
noches seguidas soñó que había un viento que quebraba mástiles altos y
anchos como la torre de la catedral, y nunca en su vida había visto un
mástil, habló del viento. Se dijo que amaneciendo el viento era fresco
y, tan fuerte, que era capaz de mantener un poncho medio acostado en el
aire. Que después iba bajando hasta que apenas daba para que flote el
gallardete de la escolta y que, cuando todos querían parar por el hambre y
ya la luz que del mediodía que encandilaba no permitia ver mas, el viento ni
se sentía, la bandera caía pegada a la tacuara y bajo las sombrillas de
ponchos que se armaban para matear y masticar el charqui de mediodía se
notaba que el humo del fogón del mate y de los cigarros de chala se iba
derecho para arriba.
Hacia arriba: no al cielo, porque esos medio
días el lugar del cielo lo ocupaba una plancha de luz con un centro redondo
amarillo quemante, que debía ser el sol. Cuando después del mate se
siesteaba, y después, cuando a empezaba la segunda posta de la jornada, el
viento volvía a empezar y seguía creciendo hasta que se hacía noche y como
dormían tanto, nadie sabría hasta que hora seguía aumentando, ni a que hora
empezaba a aflojar. El último en dormirse nunca debió llegar a mas de
tres o cuatro mates de los primeros ronquidos, o a la tercer pitada, en esos
días en que quedaban tabaco y chalas para armar. Los que oyeron esa
conversación del viento, no bien se hizo la luz lo hablaron con todos, y
hasta el momento de palmar como muertos sobre los cueros no se habló ni se
pensó en otra cosa. –El viento es lo menos de fiar que hay...
–Cabildeaban y en eso estuvo de acuerdo hasta el marino.
El viento
no es de fiar, es puro aire y puede ir para cualquier parte. Allí seguro
que le pasaría como a ellos: arrancaría yendo para a cualquier parte y de a
poco iría cambiando la dirección, según las horas y según vaya a saberse por
cuál otra razón si hubiera alguna razón en las cosas. El marino
aprovechó para volver a la cantilena de la flota y dijo que en el mar el
viento cambia y arranca del norte y termina viniendo del sur en días
normales. Cuando hay tormentas, da vueltas desde el este al oeste y al norte
y para ver de donde viene da a lo mismo mirar la brújula que mirar como
llueve porque si está dejando de llover y refresca, seguro ya esta viniendo
desde el sur, y si sigue caliente el aire seguro viene de un sitio entre el
norte y el este.
Allí tampoco se comprendió la explicación, pero oír
la palabra brújula y empezar todos a putear contra todos por no habérsele
ocurrido a nadie traer una brújula fue casi lo mismo. El marino apaciguó
a los recriminadores cuando dijo que nunca a nadie de la flota se le ocurrió
llevar bolas –las boleadoras– ni rebenque a los barcos, y por eso a ellos le
sucedió lo mismo. Eso sí se entendió pero por el calor de la siesta o
por la rabia de no tener brújula y llevar en cambio tanto rebenque al pedo,
ninguno lo festejó como un chiste, y si pudo haber habido uno que lo escuchó
como chiste supo aguantarse las ganas de reír.
Ni hablar de las
estrellas. Todos sabían reconocer las Tres Marías, el Lucero y la Cruz del
Sur. Pero ahí caía la noche y al mismo tiempo que el Lucero tan verde,
aparecía blanquísima y bien alta la Cruz del Sur con los brazos apuntando a
los lados, el pie hacia abajo, hacia la propia pampa, y la cabecera
apuntando hacia la parte del cielo donde no había ni una estrellas y debía
ser sur del firmamento. ¿Pero de que iría a servirles conocer ese sur,
que aunque de día se lo pudiera ver y se mantuviera todo el tiempo a la
izquierda de la formación, si giraba, y tal como parecía girar, los haría
hacer girar también a la par a ellos. Y si como la cordura invitaba a
pensar se quedaba quieto allí en su lugar: ¿No iba a tenerlos para siempre,
igual que ahora, girando alrededor de algo que, por mas alto o lejano que
fuera no podía impedir que giraran y no parasen de girar y girar..?
No pensar, mejor. Buena señal fue que cada vez mas seguido aparecieran
osamentas. Y en cabezas de vacas y caballos blanqueadas por tanto tiempo al
sol casi siempre se encontraba un nido de hornero recién terminado. Eso
algo debía anunciar, aunque el yuyo seguía siendo el mismo, siempre igual, y
ni señales de arroyos, lagunas, montes, taperas, ni cosa que se pareciese a
restos de fortines Los pájaros, pobres bichos aquerenciados donde ni
árbol, ni poste, ni piedra elevada hallan para anidar, se conforman con lo
único que sobresale un poco de los pastos y empollan huevos y pichones al
alcance de culebras, cuises y sabandijas de la tierra que ya han de haberse
hecho un vicio el gustito del ave pichona y sus huevos. El pasto seguía
igual, pero nunca faltaba uno a quien le daba por decir que estaban pasando
por un brocalón de tierra blanda, y pretendiendo que todos vieran pasto mas
verde y fresco, detenía a la tropa para cavar y rabdomar y probar que ahí
nomás había agua. Eso pasa por tanto oír historias sobre travesías con
sed y de campañas donde la sed hizo mas muertos que la indiada, la peste, y
el salvajismo hispánico. Pero sobrando tinas de barro y toneles de pino con
agua buena de Córdoba no había mas razón para atrasarse leguas que darle el
gusto a uno que se sintió en el deber hacer noticia.
–Acá sí...
Siempre había uno que le daba la razón al que se encaprichaba en demostrar
que era tierra mas blanda, pasto mas fresco, yuyo mas verde. Y siempre se
formaba un pelotón que los rodeaba y les decía que no vieran visiones y que
miraran siempre adelante, para no terminar de volver loca a la tropa.
Otros veían un humito, lejos, siempre en el horizonte. Al principio, se
apretaba el paso, algunos arrancaban a galopar, las chinas y los reseros que
venían a cargo de los animales de carnear empezaban con alaridos y reclamos
porque no querían que los de buena monta los dejasen atrás, y cada humo que
se creyó haber visto se producía una reyerta y a la noche, calmados los
ánimos, todos, menos el que dio la voz de alarma terminaban reconociendo que
no habían visto nada.
Volvieron a encontrar una calavera de
caballo con su nido de horneros. –¡Pobres bichos ! – Habló alguien.
–Al menos vuelan... –Le contestaron. –En el fuerte de Montevideo, cuando
el sitio, los franceses subían en un globo de colores, a vapor de carbón...
–¿Alguien lo vio a eso? –No... Yo lo sentí decir a las tropas de
López y Lamadrid cuando vinieron a hacer diana en el funeral del
gobernador... –¿Y lo creistes vos..? –Y si.. Les creí. ¿Que mi
costaba creír? –Hablaba así el del funeral para que no se le notara la
tonadita paraguaya. –Yo globos vi subir, fueron tan alto arriba que ni
se vieron mas, pero eran nomás así de grandes... –señalaba con la vaina del
sable patrio– como una carpa de carreta a lo mas... –Con globos de esos
podés subir y ver de lejos todo lo que haya... –En esos que yo vi, que
eran así –volvía a señalar–no cabía un francés ni nadies... –Si hicieran
globos grandes se podría ver... –Mierda verías aquí... –Pasto y mas
nada, verías aquí...
Cansados, sabiendo que de un momento a otro iba
a oscurecer, a uno que le había dado la locura de apartarse encontró una
cagada y se apareció al galope gritando: –¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
Y despues dijo señalando a un lado: –¡Vi mierda! ¡Yo hallé mierda allí !
¡Menos de media legua de donde estamos ahora..! Todos, hasta uno que no
entendió, se le arrimaron y desmontaron para abrazarlo, y a los que se
fueron arrimando al llegar apelotonamiento de caballos apeaban y los
abrazaban y les repetían "mierda mierda", locos de contentos.
Esa
noche salían del oscuro voces que hablaban, sin saber bien con quien, porque
tendido culo arriba y encarpado en el poncho es difícil que se te reconozca
por la voz. –Fresca al parecer era, uno que andaba bien cerquita debió
ser el que la cagó... –Lástima nos haya desertado el baquiano... –Lo
engañaron... Seguro que los que dejaron el tirador con tantas libras eran
los Nacionales... –De ser así quiere decir que alguno fue y contó...
–¿Que lo contó a qué ? –Que íbamos...Que veníamos.. ¡Que vamos a empezar
otra vez! ¿Que mas iban a necesitar saber ? –¡Lástima no tener
baquiano..! –Por ahí mejor que no haya...¿Cuántos éramos ?
–Trescientos, creo... –¿Quien los contó ?... –Nadie contó, trae
desgracia contar. –Contar sí, trae desgracia... –Era una voz de mas
lejos, que acababa de meterse en la conversación. –Ponéle que seamos
cientos, raro con tanto cristiano criado en puro campo, no habemos ni uno
que se dea maña para baquiano... –Culastrones sí que debe de haber...
–Seguro que eso usté lo conoce en carne propia, paisano... –Será
cuestión de que se arrime y pruebe, aparcero... –Habló una voz cercana, que
como parecía venir de arriba, a alguno mas debió darle impresión de que era
uno se cabrió. Por eso salió a calmar los ánimos: –En Mercedes, por
mentar algo parecido, mataron a dos... –Un baquiano sabría decir,
mirando la suciedad, para donde iba el hombre, y si era un pampa o un
cristiano... –Otro que quiso cambiar de tema. –Baquiano es el que se da
ánimos para inventar siempre, y tiene la fortuna de embocar todas las
veces... –Pasó el tema de la carne propia, por suerte. –Dice que la
mierda del indio es seca, porque no come verde, nada mas carne y grasa come…
–Seca y dulzona, como la bosta de caballo es la mierda del pampa, porque
el salvaje no usa sal... –No sé... Yo no probé... –Era un chiste pero
nadie lo festejó. –Eso de no usar sal fue antes... Ahora el pampa copia
todo al cristiano... ¿No es verdad? –Sí que es verdad... Yo en la
frontera vi uno que no mas le quitó el facón, la bota y las espuelas a un
oficial muerto y hay mismo se los calzó... –Yo vi indios con reloses y
cadena de plata... –No sabía andar calzado... Andaba como pisando abrojo
y agarrame que me caigo... Grandote, el pampa, se pegaba en la panza como si
en vez de esquilmarle, se lo hubiera comido al oficial... –Al indio le
gusta mas el aguardiente en botella que el de ellos mismos, ese de los
jarritos de barro horneado... ¡Son capaces de cambiarte dos mujeres nuevas
por una libra de chocolate del Brasil..! –¿Se atreverá de veras un
baquiano a sentirle el gusto a una mierda de indios.. ? –Se atreve, o
hace como que se atreve: toca con este dedo, y lo lengüetea con este otro...
–Seguro que sacaba una mano de abajo del poncho, pero nadie lo iría a mirar.
–El baquiano bolacea y acierta siempre... –Adivinan... Hay gente que
tiene el don... –Pero ahora los indios saben ponerle sal a todo a
todo... ¡Seguro que también se roban sal en los malones ! –Hacen de todo
menos sembrar... Si nos vieran comer patata y chaucha, ya andarían ellos
alzándose con toda la verdura en los malones... –Podridos de lo verde
tendrían que estar los pampas si se criaron aquí... –¿Pescado comen che
en la flota..? –Casi jamás... Fácil se reconoció la manera de hablar
del Marinero y ahora se me hace que se sintió el ruido de varios
acomodándose los cueros y los ponchos para taparse y aguantar mejor la
cantilena que se vieron venir. SI fue así, acertaron porque el hombre fue
arrancando de a poco: – Pez casi jamás se come... El la flota de mar no
hay quien quiera pescar, en la flota de mar se caza el pulpo y el pez vaca,
que es como un perro que acompaña a las naves y se lo arrebata con lanza y
cabo engarfiado... Sabe como a la carne de ternera... Pero el marino...
–Ahí arrancó... –Confirmó uno... –No.. No... Oye tú... Aprende esto...
¡Que los marinos no gustan de comer al pez vaca pues cuando lo alzan con
garfio y cabrestantes, gime como personas..! ¡Llora y quien lo haya oído
gemir no puede hincarle el diente! –Suerte que no canta el pez vaca...
–Te he dicho que llora y es como un perro... La carne se la dan a los
prisioneros... Y el oficial de mar.... –Era la voz hispana. –¡Canta..!
–No... El oficial pide para sí los sesos y la partes de bajo vientre, si
es macho... Oid esto...¡El macho tiene sus partes como las de un burro y los
oficiales las cuecen en aceite y las devoran..! –Como los correntinos
que se comen la criadilla del toro antes que nada... –Los marinos
prefieren el pulpo y la langosta canastera que se le dice la calamara... El
canto dice así... –Iba a cantar. –¡A babor en la jarcia, que la carne
esta triste..!–Se le adelantó una voz áspera, como de tomador, aunque
aquella noche nadie había dispuesto de ración de caña ni de vino. – ¡Y a
los libros del mar tu también los leíste! –Era alguien que habló desde
lejos, y que imitaba bastante bien. –No es así... El canto dice:
Calamar Calamar a la mesa que te quiero comer la cabeza a mi
pies a mis pies hubo un pez que boqueaba diciendo tal vez cuando
bajes al fondo del mar serás tu quien esté en mi lugar
Aquel
día el Marino había andado por la vanguardia y con una monta de reposta. El
caballo era un mañero de esos que mas vale dejar que engorde y venderlo para
que lo cocinen vivo en el autoclave de una fábrica de velas. Medio ignorante
de animales, le creyó al pingo que se había resentido una pata y, –cosa de
viejos– se negó a venir de vuelta en el anca de alguno de los chiquilines
que habían salido a otear con él. Ya estaba por caer noche, y se hizo sus
leguas de a pata, trayendo al mañero del cabestro y con la carabina terciada
en la espalda. Debió ser por eso que se durmió de los primeros:
gallegueó dos o tres veces la Calamara y no se lo escuchó mas ni entro en
las ultimas conversaciones.
Eran unos que hablaban bajito pero, por
eso de empujar cada palabra con el aliento, se los oye mejor que si hablaran
sin miedo a despertar o a decir algo que alguien no tiene que enterarse.
Contaban que de un tiempo a esta parte la mujeres estaban diciendo "ponete
en mi lugar" cada vez que protestaban por algo. Que era una manera de hablar
que empezó en el teatro de los corrales, y enseguida copiaron las damas de
la catedral. –Las mas putas de todas... –Unas mas, otras menos...
Todas igual son. –Dice mi mama que mas ricas son, mas fácil se le hace
hacerse putas, porque tienen criadas que les preparan baños todos los
días... –¿De veras? –Dijo mi mama... Cosas que dicen las mujeres...
–A mi me daba por culiar lavanderas si había morenas o mulatas..
–Nunca yo..¿De veras son mas limpias? –Vaya a saber... Yo nunca me fijé.
–¡Pero yo te vide unas nochecitas ir con las chinas de las carretas...!
–Y a quién no lo videron... –Al cura... Al loco Clueco. –El loco
Clueco se culia ovejas y yeguas... Nada mas. –El animal tiene de bueno
el no pedir plata... –Y es mas limpio... Ellos mismo se lamen entre
ellos... –Las chinas mismo se lamen entre ellas... –Pero al ratito
se vuelven a empuercar... –Se lavan nomás cuando tienen la sangría...
–¡Que chinas puercas..! ¿Sintieron el jedor que largan cuando les viene
la sangría? –Hay quien llega a tirarle ese jedor...¡Les calienta el
jedor! –Hay loco para todo... –A mi me gustaba culiarme lavanderas y
ni pensé que eran mas limpias o menos sucias... –Ponete en su lugar...
–¡Ponete un dedo en el bujero donde no te dio el sol y deja de hablar
guevada..! –De nuevo se escuchó al que quería dormir. –Disculpemé
paisano... ¡Ni se me había cruzado la idea de que mañana tiene que madrugar
para alzar la cosecha del máis..! –Le contestú uno y cantó:
A
dormir... A dormir dijo uno sin saber que se iba a morir...
Ahora empezaban dichos de pulpería pueblera. Recitó otro:
Negrito
Negrito, dijo el abuelo, quedate dormidito aqui en el suelo
antes que el perro ladre y antes que empiece a culiar tu madre...
Era un dicho de los payucas, que todavía hoy siguen creyendo que las
negras son mejores o peores, pero distintas, tal como les mintieron en
tiempos del esclavismo Español. Cantaba ahora un payuca:
por que las
lavanderas se harán tan putas...?
taran tan tan tuta tarán
tan tera
porque entran en el río se lavan solas me lo dijo
mi tió ¡suerte que haiga olas!
–Y lavate las bolas... Y una mas
y dejar dormir o cargo los trabucos y les aujereo el ponchoa todos de
macramé... –Gritaba ahora la del que pretendía dormir. –¡Cantá la del
doctor...! –No hoy canto otra mejor... La canta el Lopecito de Lamadrid
que la aprendió en los viajes... –Ya se... ¡La del portugués que se hace
encima de gusto..! –No... Esa no me la pude todavía aprender todavía..
La de los sacristanes, sentila y aprendetelá:
la señoras pudientes
son todas putas por que tienen sirvientes y los disfrutan
las negras le hacen baños de agua caliente los negros les dan
duchas de lecheirviente
–¿Que es lechirvente? –Algo de la
parte de la ducha, con regadora en flor...¿No es eso? –A mi me da otra
idea... ¿No Viste que los negros le dicen "laleche" a la salida del varón..?
–¿Al guascazo? ¡Que asco la leche..! –¡Que porquería la leche!
–El masónico propugna leche para los grandes... Que de grande el hombre siga
tomando leche en vez de vino. –Los masónicos pidieron una Ley de
Obligación para todas las iglesias que manda a las Iglesias dice que si
quieren enseñar chicos, les tienen que convidar una copa de leche todos los
días... –¡Pobres criaturitas de Dios...! –Mi tata quiere que el
hijito que tuvieron ahora vaya a la iglesia para el catecismo y la
cartilla.. –Leche le van a dar... –Se va poner gordito y de los
masones... –Dicen que el señor Mi Coronel es de los masones...
–Decir, dicen todo de todos...¿Usté acredita que el señor Mi Coronel es de
los masones? –Ni creo ni dejo de creer.. Pero a Mi Coronel, no me lo
hago de los masones...¿Y usted? –"Dificulto dijo Orduna que a un chancho
le salga pluma..." –Era otro dicho– Los masones mandan matar: el gringo
Mitre, y el Cornelio Domingo Faustino que son los llevan la voz cantante de
los masones y mandan matar ¡Y de que modo...! –No me lo veo a Mi Coronel
siendo de los masones y mandado a matar de gusto... –No me lo veo al
pelado Domingo Sarmiento tomando leche en copita... –Yo me lo veo justo
para eso... ¡Chupando leche..! Un tiempo que iban a nombrarlo de
Plenipotenciario se lo veía todas las tardecitas en la peluquería de la
avenido Real... –Igual que el Mitre...¡Meta barbero! –Pero el Mitre
tiene pelo...El Domingo anda con toda la ropa arrugada y no tiene pelo...
–Se hacen hacer fomentos de ocalitos para salir sin arruga en los
retratos... A eso van al barbero... –Lo masones se la pasan haciéndose
retratar... –El obispo tiene toda la estancia de la catedral cubierta de
daguerrotipos con la cara suya... –El obispo dicen que culea y culea con
las mujeres del club de la libertad... –Las pintadas...¡Todas putas!
–No se me hace que un obispo se dea tiempo a culiar... Pero si culea, alla
él... –Y allá él, allá justito a la chucha de la madre puta que lo
parió... –Mas respeto... Será un obispo o lo que quiera.. Pero ese no
manda nunca a matar a nadie... El obispo... –Lo interrupio el que quería
dormir: –Los voy a hacer cagar con una pedigonada de sal gruesa...Dejen
de hablar güevada y dejen dormir a la gente... –Todos se callaron y
escucharon que decía en voz baja: – ¡Payucas negros de mierda..! Nadie
se le retobó y nadie mas dijo ni una palabra. Se habrían creído que cargó el
trabuco con perdigones de sal y se mandaron a dormir.
Eso es ser
mierda: aguantarse cuando te dicen cosas así. Primero de todos se había
dormido el marino: cosa muy rara. Es lo peor que hay, quedarse a pata. Mejor
preso, que a pata. Mejor enfermo o apestado que a pata. Muerto podrá ser
peor que a pata, pero es casi lo mismo. Aquí si vas de a pata, te comen los
perros cimarrones en menos de dos días. Y si no hay perros, peor: quiere
decir que va a haber zorros, jaguares y pajarracos de rapiña que te empiezan
a cueriar antes de que termines de morirte. El tuerto Airas es tuerto de
eso: lo lancearon los Asesinos Monárquicos y lo dejaron por muerto, y por
hacerse el muerto estirado en el charco de sangre que le salía de un tajito
chiquito así, los zorros le comieron una pata y una mano a su pingo y de
noche, sintió un chillido era un carancho que le vino encima y le quito el
ojo completo.
Historias que se cuentan y pueden ser así o de otra
manera. Pero lo que seguro no fue de otra manera es la cara susto que le
quedó al pobre Airas para siempre: un solo ojo. Habría que apurarlo cuando
toma y conseguir que diga la verdad: no sería raro que al ojo se lo hayan
arrancado los húsares Hispánicos, que eran muy de hacer esa clase de daños.
Lo bueno de la guerra ya te lo explico que siemopre los
que mueren son los los milicos...
Siempre que los yucas cantaban
esas cosas, algún oficial se ofendía y les decía que desde ahora ellos
también eran milicos y ordenaba que no canten mariconadas de negros y que se
reacordaran que si no fuera por los milicos del Ejército Libertador, ellos
andarían yerrados en los lomos con el sello del nombre del propietario.
Los que mejor peliaron eran los negros por que antes de la
guerra ya estaban muertos...
Sin darse cuenta, cada vez mas,
esas coplas del barrio del Arrime, se cantaban con la tonada de la música
rara del marino, como si por tanto y tanto oírla se hubieran olvidado de sus
candombes.
Al silencio sin viento de la siguiente siesta no había
que ser baquiano ni apretar demasiado la otra oreja contra el yuyo para
saber que mucho caballo galopaba cerca de ahí. Nadie temía al malón. Los
que habían hecho campaña contra el indio sabían que un malón dura poco y que
nunca termina de matar a todos. Sean pocos o bastantes, los que salen vivos
de un malón salen mejor, no tienen miedo a nada y por mucho tiempo no
sienten la desgracia. Si te salvaste de un malón: ¿Qué te puede importar
si vas en dirección a un lado o a otro o si estás tardando mas menos a una
parte, o si no vas a llegar nunca...? –Una guasca de burro. Una cagadita
de indio. Algo menos que nada te importa cualquier cosa si te salvaste de un
malón. Cierto que el salvaje disfruta como un chico degollando, pero el
instinto le manda escapar en cuanto puede alzarse con vituallas y chucherías
de la tropa. Eso lo entretiene mas que degollar. Quien conoció lo
peor de los cuarteles y de las poblaciones grandes, mucho no puede padecer
si los pampas lo hacen cautivo. Sabiendo pelear y siendo macho, es mas fácil
amistarse con una tribu que con los comisarios y los librepensadores de la
capital. Mal que bien de esa manera se pensaba, y hasta hubo capaces de
decirlo frente a toda la tropa.
Mas dados a decir las cosas se
pusieron en esos días últimos cuando aparecieron montones de ceniza,
seguidillas de bosta casi fresca y telas grasientas de envolver que todavía
soltaban olor a jamón con pimientos. Por una cruz de madera, –no de
palo: de madera de tablas pulidas pintadaa a con con barniz como de cajas de
fusiles– marcando unos palmos de tierra removida, se notaba que habían
pasado cristianos enterrando sus muertos como es debido, y de allí en mas,
–pobre la caballada–, se apretó el paso y se acortaron los siesteos.
La desesperación es cosa tan complicada que no sería propio decir que
alguien hubiera desesperado. La pampa tiene algo que no permite
desesperar. Desesperanza si: lo mismo que lo pone cavilador y que no
permite desesperar al hombre, causa desesperanza: la idea de volver a
empezar y el plan de juntarse seguían ahí pero como algo mas certero que una
ilusión: igual que el horizonte en círculo, el cielo plano, el sol que nunca
se termina de ver y el subir y bajar del viento, era como si ya se hubieran
juntado, o si ya hubieran empezado otra vez. Una noche de frío, justo
antes de que se iluminara el cielo, muchos se despertaron por unos alaridos
o por la agitación que los alaridos produjeron en la caballada y en la
hacienda. Era una vaca que había parido: algo normal, pero resultó
extraño que entre tanto peón de campo, estanciero y entendido en animales
nadie se hubiera dado cuenta de que venían arreando una preñada. El
ternero apenas se mantenía parado, y si alguien pensó carnearlo ahí mismo se
lo guardó cuando una china dio la idea de que lo dejaran con la vaca y pasto
para alimentarse no le iba a faltar. Un oriental pidió que también
dejaran a un novillo que ya habían visto tratando de montarse a otras
bestias para que se hagan compañía entre los tres y por ahí a la vuelta
encuentren un manada de cimarrones y selo puede arrear de vuelta a las
poblaciones. Sin esperar que los principales cabildearan y diesen
aprobación, el oriental espantó al novillo, y el animal, como si lo hubiera
oído, se apartó del arreo y, obediente, se arrimó a la vaca que los miraba
mientras la cría le cabeceaba la tetas.
La pampa siempre paga,
dicen. Será un decir, pero esa misma tarde encontraron, una carreta
abandonada con su carga completa de leña. Pintura verde, y el eje
partido, mostraban que alguna caravana de los nacionales la había dejado ahí
por no darse tiempo o maña para arreglarla. No fue difícil hacer lugar para
esos palos de quebracho en las chatas de carga, aliviadas de tanto que se
comió y chupó en las primeras semanas de marcha. Y al rato nomás, cuando
empezaba a oscurecer, un barullo que oarecia subir desde abajo del pasto,
asustó mucho hasta que los que habían campañas a reconocieron el tembleteo
de una estampida de jabalíes. Lo estaban explicando cuando apareció una
hilera de ñandús escapando de la nube de polvo que avanzaba hacia ellos.
Apenas tiempo tuvieron para contener a los artilleros que querían disparar
su culebrina al bulto, como si desviándolos con el ruido se pudiera evitar
que la chanchería le pase por encima a todo lo que no sea pasto. Que cebaran
el gollete de los cañones con pólvora húmeda y trapos engrasados y embebidos
de parafina fue la orden los fogueados en casos casi iguales. –Había que
ser una manga de cagatintas para no haber traído perros dogos… –Se dijo
mientras la mayoría seguía montada, y nadie acertaba a elegir entre apearse
y escapar al galope y rogar que no fallara el fulminante ni se apagaran las
estopas que tanto demoró el yesquero en ponerlas a arder.
Contar
dicen que llama a la desgracia, pero doscientos, o trescientos, sus montas,
su caballada de reposta y otras tantas bestias de carga y de servicio
quedaron envueltas en una humareda acre, con los ojos chorreando, la boca
hinchada, y la cara negra del pegoteo de lágrimas y hollín. Y el tironeo
de estómago que produce el trueno del cañón cuando se ha perdido la
costumbre. Por la humareda, pocos llegaron a ver la retaguardia de los
chanchos huyendo, muchos de ellos con el lomo pegoteado de grasa ardiendo
antes de perderse de vista se convertían en bolas de llamas aullantes que
dejaban una estela de humo blanco con olor a pelo quemado. La monta
respondió con mas prudencia que la tropa y las chinas de atrás que lloraban
a los gritos y pedían socorro y auxilio no se sabe pensando en quién las
iría a escuchar. Algunos vomitaron y quien pudo, cargó la carabina para
hacerse de algún cancho paralizado que se atrasó en dar su media vuelta y
emprender la disparada en sentido contrario. –Así también nosotros…
–Dijo alguien, el primero que habló desde el montón que había buscado reparo
o detrás de las carretas. Todos tosiendo o vomitando, nadie trató de
averiguar a qué venia esa frase que sonaba a sermón de cura iluminado.
Pero la pampa paga, o al menos te hace sentir que asusta de repente para
que cualquier cosa que después consigas sacarle te parezca un premio.
Con semanas y mas semanas de marcha carneando vaca y asando y comiendo carne
de vaca las mas de las veces, y cuando no, charqui y carne de cordero o de
vaca en conserva de grasa con pimiento, ver asarse a los chanchos y saborear
una carne que no fuera de oveja o vaca fue para la gente una fiesta como
cuando al cabo de meses de comer nada mas que ázimo y pescado hervido, un
tripulante de la flota de mar llega con plata dulce a la primer posada del
puerto y ve la mesa grande llena de pollo asado, cuadriles frescos y hojas
verdes, manzanas y naranjas jugosas. Horas costó cuerear y asar una
docena de chanchos o jabalís de carne dura y tan fuerte que justificó meter
espiches en uno de los toneles de carlón que venían reservados para el
encuentro que cada vez parecía mas lejano, menos posible.
Muchos
cayeron dormidos antes de que los asadores empezaran a trozar costillares
crudones para alcanzarle a la cola de los mas hambrientos. Y cuando los
que tuvieron paciencia de esperar que las carnes estuviesen a punto
empezaban a disfrutarla en medio de esa oscuridad, ya el vino se había
terminado y los apresurados medio borrachos, se habían dormido sin tiempo de
cubrirse bajo sus ponchos. Algunos quedaron tirados lejos de sus
monturas y sus cueros. Mullaban y eructaban dormidos. Hablaban en sueños. Se
quejaban. Uno soltaban un grito como de terror, de mucho miedo, otro una
risa larga, y entre tanto cuerpo tirado, como una aparición, se veía un
fanal de parafina flotando en el aire, hamacándosé a un metro de altura,
apareciendo y despareciendo por distintos lados del campamento. A veces
la luz dejaba ver la sombra del que la sostenía. Era uno que rondaba por el
campamento, buscando jarros abandonados para recuperar el restito de vino
que alguno se habría dormido sin tomar. Todo se oscurecía en los
momentos cuando esa figura se inclinaba y apoyaba el fanal en el pasto para
alzar un jarrro. Después, alumbrado desde abajo, se veía con cuánta
paciencia trasvasaba, unas gotitas a algo que sería una bota cuero, o un
cuenco de barro. No parecía apurado: terminaba de vaciar el jarrito, lo
apoyaba en el pasto sin hacer ruido, como cuidando no despertar, y recién
entonces levantaba el farol y volvía a convertirse en una forma amarillenta
que flotaba sobre los cuerpos. Pasó dos y hasta tres o cuatro veces por
los mismos lugares, buscando y buscando. Siguió juntando vino hasta que la
luz amarilla empezó arder, chisporroteando como señal de que la parafina se
acababa. Ya oscuro, se lo dejó de ver. Estaría tumbado en sus cueros
tomándose el poco vino que pudo conseguir. Se habrá dormido medio mamado,
creyéndose hasta el final que era el único despierto en toda la tropa. El
viento soplaba bastante fresco, como siempre a medianoche.
El olor
de la grasa de chancho quemada y el de la tierra y el pasto verde que algún
prudente paleó para sofocar la lumbre del asado, no bastaron para limpiar el
olor a pólvora de aquellos pocos cañonazos de la tarde. Es un olor que
impregna el cuero de las monturas, la piel de oveja de los aperos y las
lanas de ponchos casacas. Dicen que por el azufre que le ponen al explosivo
el olor de la pólvora se parece al hedor que despide el Diablo: difícil que
sea verdad. Pero si es cierto que ese te entra en la cabeza y no se va. Por
eso debe ser que artillero tiene fama de loco: se jacta de la potencia del
ruido de sus explosiones, mas bien truenos que hasta al mas curtido le
revuelven las tripas y lo hacen vomitar. Los ves apenas en medio de la
cerrazón de su humareda y está saltando por los ruidos, pero él, bailándolos
de contento: salta igual que vos con la música de sus explosiones.
Como el lancero, el domador, el baquiano, y como los que nunca erran un tiro
con carabina o con fusil, el artillero no más por ser como es se piensa el
mejor de todos. En guerra es bueno que cada cual se crea mejor que todos
los demás. Entre los artilleros abundan los que les faltan un dedos que en
algún zafarrancho se quedó atravesado en un un cerrojo o se hizo de carbón
en una escapada de gas de la fogonadura de un serpentín de treinta onzas. No
pocos son mancos, tuertos o quedaron desfigurados por quemaduras en la cara.
Pero cada vez que vuelve la hora de juntarse a pelear, eligen de nuevo
el polvorín y los cañones, aunque por méritos o acomodo les ofrezcan cargos
de intendencia, que son los que codician todos porque habilitan a ser
primero en todos los repartos y, a veces, quedarse con la paga de muertos y
desertores.
Chasquis, domadores, lanceros y jinetes de tiro rápido:
todos tienen una ilusión de revistar una temporada en intendencia. En cambio
el artillero e se empecina en no quedarse estar nunca lejos de sus fierros y
polvorines. Los artilleros cantan sus zambas:
somos los
artilleros los que al pie de un cañon clavan rodilla en tierra
porque a la guerra van por amor...
Como todos, hasta el mismo
corneta de la banda, los de artillería saben que les puede tocar morir, pero
igual que el fusilero y los de caballería rápida, viven convencidos de que
ellos son los que mas mueren, o los primeros en morir. Cantan pidiendo a la
mujer:
cuando recés por mí quiero que le pidas a Dios que si
la muerte gana me lleve a un cielo donde estés vos
Y como
todos los demás, en la guerra se la pasan pensando en la mujer, pero seguro
que cuando están un tiempo con la mujer y arreglan el rancho, empiezan a
pensar otra vez en la guerra y en esos truenos de la pólvora que solo ellos
se pueden aguantar. Y además, les gustan. Los artilleros hacen
cantos contra la lluvia, para ellos mas enemiga que el Odiado Enspañol,
porque bastan dos días de lluvia para que la pólvora se les vuelva pelmaza y
tengan que seguir cargando balas, metrallas y cañones de puro adorno, y
deslomarse empujándolos en el piso barroso. Pero en esos últimos días ni
ellos han de haber pensado en la lluvia. La pampa tiene también eso: te
malacostumbra a lo que lleva a creer que es: ni el marinero, que nunca paró
de hablar de tormentas y de cantar canciones y contar dichos sobre
temporales y huracanes debió haber pensado en serio en la lluvia. Pero a
final llovió.
Todo llovió. El día siguiente de la corrida de los
chanchos amaneció nublado y sin viento, y no bien se apearon a mediodía para
matear, empezaron las gotas anchas. Fue una lluvia cansina, de esas que
con el calor y el poco viento, ni ruido hacen. Pero de a poco oscureció,
tronó, empezaron los refucilos, y nadie hablaba porque no se escuchaba ni lo
que te decía el del costado. Ya antes de hacerse noche los animales
andaban asustados y rebeldes y, al apearse, la tropa se encontraba con el
agua hasta la rodilla y el cuerpo hecho un temblor, de frío. Cuando
oscureció, fue peor: los pingos se entendían entre ellos mismos mejor que
los cristianos. Como si hubieran resuelto no parar, se rebelaban al freno y
elegían su camino. Y eso fue lo único acertado que hizo la tropa: resignarse
a obedecerle a la caballada. Otra vez mas resultó cierto que lo mejor
que hacés resulta que lo haces cuando no podés hacer otra cosa. Después
se habló que había que agradecerle a la caballada que tan pocos se perdieran
en esa noche de frío y desinteligencia. Si no se podía ver nada: todo
era oscuridad y lluvia, y no bien refucilaba o se cruzaba un rayo por el
cielo, el resplandor encandilaba tanto que apenas se podían ver el borde de
las sombras que venían un paso adelante. Y escuchar, se escuchaban solo
la lluvia y truenos, y de momentos, el chapoteo a los gritos de alguno que
rodó y pedía auxilio o gritaba por Dios hasta que, sin querer, algún caballo
que venía atrás lo pechaba y lo mandaba empujaba de vuelta a la grupa de su
monta. De cuando en cuando, una puteada se alcanzaba a oír.
Al
volver la luz se supo que faltaban las carretas de las chinas, mas de la
mitad de la hacienda, y dos de las chatas de munición, que por el peso se
habrán clavado en el barro, y, sin nadie que las suelte, se habrán ahogado
las pobres yeguas de tiro. Caían gotas mas finas y mucho mas frías que
las de la noche. El agua llegaba hasta la cinchas del caballo y la
correntada se llevaba a todo lo que no supiera flotar. El agua se estaba
llevando todo un parque de leña que parecía un camalote y se perdió de vista
sin darle a nadie ganas hubo de recuperar algo de tanto que se veía perder.
Si alguien queda por ahí y cuenta que temblaba del frío y no por miedo,
macanea o es de los tantos que ahora se hacen pasar por haber entrado en
esta marcha, pero que a su debido tiempo no se animaron a venir. Vos
está solo y desarmado, se te viene un malón, y al menos te mueren los
salvajes con el consuelo de haber hecho como que le ibas a pelear. Pero al
agua puta y a la corriente que te arrastra no le podés pelar ni hacerle cara
de nada para engañarla. No podés nada. Cuando se empezó a poder oír y a
hablar, algunos temerosos de que siguiera subiendo mas el agua y empezaran a
ahogarse o a desbocarse del todo los caballos, pidieron subir corriente
arriba, buscando tierras altas. Como si con un solo día de lluvia se
hubieran olvidado de todo lo plana que era esa pampa. Como si no se dieran
cuenta que cuando los animales mandan, ya no nadie va a poderles mandar.
O por facilidad o por instinto –no se puede saber– pero la caballada solo
aceptaba ir a favor de la corriente. Al paso por momentos, y casi braceando,
como nadando, la mayor parte de la jornada, fueron los pingos los que
decidieron el camino. No hubo posta. Ni hubo donde parar ni motivo para
parar: con las carretas medio flotando y las otras a los tumbos, tapadas de
agua hasta lo mas alto de la carga, no había donde hacer fuego ni ilusión de
matear. Charqui y galleta hubo para el hambre. Y nada para el frío. Mas
finas se hacían las gotas, mas clara era la visión de la pampa cubierta de
agua marrón y correntada, mas frío pasaban la ropas y mas hombres se
desmontaban. Esos, atados a las riendas, se hacían arrastrar como bolsa de
pesca: así aliviaban a sus pingos y aguantaban mejor el frío, porque todo lo
que cubriera el agua marrón, no padecía las gotitas heladas y el viento frío
que venía de frente. Porque venía del lado hacia que tiraba la
corriente, que después se supo que era el sur.
–Oscurece
temprano…–Dijo alguien y lo fueron repitiendo a los lados y hacia adelante
como si la noticia fuese la orden de un comandante. Pero no era que
oscureciese antes de lo debido: era por el miedo de ahogarse o de perderse,
que era casi lo mismo, y por no tener nada que hacer mas que dejarse llevar
adelante por el agua y por el tiempo que que el susto hacía pasar mas
rápido. Mago debió ser el sargento que consiguió dar lumbre a una
linterna de aceite, y, aprovechando la mecha uno que no habrá querido irse
de este mundo sin una buena acción hizo aparecer una gruesa de chalas
finitos que traía escondidos en un buche de ciervo y fue prendiéndolos y
haciéndolos pasar, de modo que casi toda la tropa pudo fumar al menos su
medio pucho húmedo y hubo momento en el que toda la tropa estuvo montada
bien derecha y fumando. ¡Lástima que no hubiera un salvaje ni un criminal
hispánico que, viéndonos desde lejos, se quedara con esa impresión de cosa
digna y milicia que debimos dar en el agua !
Había parado de llover
cuando se pintaron unas unas estrellas bien adelante y nadie quería mirar la
oscuridad de atrás, seguros de que chatas y carretas se habían perdido.
Unos mas y otros menos, casi todos se durmieron montados, o enganchados a
las riendas y quien pudo, medio se durmió tendido en el lomo de su pingo.
Si otros vieron la luz, se la callaron. Primero apareció como una
llamita amarilla que se podía confundir con una estrella, pero era al sur,
en el lado del cielo donde nunca hay estrellas. Ya antes de amanecer era
una luz blanca y alta y los despiertos y los que aprovechaban una
atropellada de su pingo para saludar y dar noticias de que no se habían
ahogado, si la vieron no dijeron una palabra. Y si alguien despierto
llega a decir que no la vio, o era ciego o se pasó a la noche con los ojos
apretados de miedo.
Ahora se entiende que, no más por verla,
esperanzaba. Mas que los ruidos de galope y esos humitos de espejismo
que tanto encarajinamiento provocaron antes de la lluvia, esperanzaba. Y
así como sin necesidad de hablarse y sin mirarse, los caballos supieron para
donde tenían que tirar, la tropa obedeció la orden de callarse, que nadie
dio, para no ilusionar demasiado y para no llamar de nuevo a la desgracia de
no saber a dónde se iba yendo. Lo que nunca se va a terminar de
comprender es por qué aquella tarde, pisando de nuevo seco y colgando
ponchos, chaquetas y chiripás en los tientos que les tendieron entre los
postes del fortín para que, a falta de sol, el viento los secara, nadie se
jactó de haber notado la señal desde el comienzo, cuando todavía goteba
grueso. –¡Estabamos seguros de que la correntada los tenía que
arrimarlos..! –Dijo, mejor dicho, dijeron los varios oficiales cuando
todavía contentos de agregar tanta tropa y de recibir tanto güinchister y
munición de lujo como los que por milagro les salvamos del agua, andaban
confianzudos entre los nuestros y todavía no habían empezado a mandonear.
–¡Por eso quemamos todo el aceite para hacer farola en el mangruyo..!
–Decían, como si quisieran cobrar esa miseria de aceite que gastó el fuego.
Milicos hijos de mil putas.
Cierto que pusieron sus peones a
preparar ollas de locro y asadores, y dispusieon tientos entre las
tablaestacas del fuerte para secarnos todo al viento y nos hicieron sitio
para dormir en la barraca que llamaban la plaza de armas. Pero carnearon
los mejores terneros de que a puro lazo habíamos salvado del aguacero y la
corriente,y escatimaron el tabaco y guardaron en el polvorín los toneles de
vino y las tinas de aguardiente que trajimos. No se niega que brindaron
guitarreadas, pero tristes, porque escuchar música de verdad por primera vez
en tanto tiempo, puso a los nuestros a pensar en todo lo que se había
perdido, las tres carretas, unas chatas de munición, las pobres chinas y las
bajas de personal que nadie quiso tomar lista porque, a no dudarlo: contar
es llamar la desgracia, y para contar, en el fortín sobraban escribientes y
pícaros de intendencia entre quienes, desde los oficiales hasta el último
chiquilín recién incorporado de conscripto, todos andaban como si fueran los
dueños de la plaza, de la sierra petisa donde a los apurones habían
edificado el fuerte y de toda la pampa, que, no aquel atardecer en el que se
la veía tapada por el agua, sino hasta en en el mejor momento del año, nunca
serán capaces de cruzar ni de entenderla. –Son un mal necesario, como la
inundación, como la correntada... –Se dijo y muchos siguieron repitiéndolo
como una novedad, aunque fue el tema de las conversaciones de esa primera
noche bajo techo, pero sin chala, con poquísimo vino y con todo ese sueño
que se estuvo juntando abajo del agua. De a uno iban cayendo dormidos,
mientras los mas fogueados seguían hablando de esto y de los tiempos de
privación que se veían venir, disponiendo los ánimos de la gente para que
fuera haciéndose a la idea de que la guerra también tiene su parte mierda de
dianas, escribientes y contabilidades y de que es menester que el hombre se
tome el trabajo de aprender a aguantar si de verdad pretendía juntarse con
los que quieren empezar, otra vez, todo de nuevo.
No quedan vírgenes; mujeres vírgenes. Tengo sesenta y
cuatro años y puedo atestiguarlo. Hace cuarenta años, y hasta hace apenas
tres décadas, abundaban las vírgenes; ahora no. Antes no podía terminar un
mes sin que una virgen se le cruzara a alguno de nosotros por la vida. Vida
distinta la de entonces en Buenos Aires: hace cuarenta años, en esta ciudad,
casi no había hoteles de esos que ahora florecen como hongos y que las
chicas llaman “telos”. A los pocos de entonces los llamaban “amuebladas” o
“muebles” y casi no se conocían. Para meterse en ellos había que ir con el
auto, y quien no tuviera auto debía contratar un remise y dejar al chofer
transpirando en verano, tiritando en las noches de invierno y envenenándose
de soledad por las cuatro estaciones para hacer guardia durante las cuatro
horas que duraban los larguísimos turnos de aquellos tiempos. No sé por qué.
Si sé que eran tiempos distintos, y que no era tan fácil encontrar sitio
donde una mujer y un hombre pudieran encerrarse solos. Eso sí: los autos de
antes eran enormes y también teníamos los paseos del campo y los botes que
se alquilaban en el Tigre y los departamentos que iban heredando los amigos.
Pero lo que más abundaba por entonces eran las vírgenes, infinidad de ellas
había, y tantas, que buena parte de las personas -jóvenes y mayores- creía
tenazmente en la existencia del virgo. ¿Qué sería el virgo? Para mí, el
virgo era algo que existía como un animalito de lengua bífida y cuerpo de
molusco surcado por gruesas arterias cuya rotura producía un ruido idéntico
al de una petaca al cerrarse y desencadenaba una hemorragia más que difícil
de parar. Para mí, y para cualquier muchacho de mi clase, o de mis
condiciones, habría bastado con detenerse a reflexionar por un instante para
concluir que en un ser humano, por más mujer que fuese, no podían habitar
impunemente animalitos de lengua bífida y que si ninguna jamás moría en la
noche de bodas ni al perder su “honestidad”, las famosas arterias no debían
ser tan gruesas. Pero esos tiempos eran así y nadie, por mejores condiciones
sociales o culturales que tuviese, iba a poner en tela de juicio la
consistencia lógica de un saber que, por necesario o por justificable, había
que “dar por descontado”, como solía decirse entonces. Siempre lo supe, y
siempre supe que el virgo tarde o temprano debía romperse, y aprendí que
romperlo era una de las misiones del varón.
Los virgos, al
quebrarse, producían un ruido idéntico al de una petaca de metal cuando se
cierra. Esto lo conocíamos todos. Rodney Plunkett, que era de familia
agnóstica y que por tener una educación liberal nos merecía mucha confianza
en estas cuestiones, después de una reunión de mi grupo de oficios de la
FORA, nos explicó que a las mujeres vírgenes se las podía reconocer por el
olfato, porque mientras las que habían perdido la virginidad soltaban un
olor a pescado podrido que se volvía olor a carne de chancho podrida durante
la menstruación -algo doloroso-, entre las piernas de las vírgenes
predominaba un olor parecido al del queso roquefort y no cambiaba mayormente
con la menstruación, que en ellas se manifestaba con apenas una gotita de
sangre que les manchaba las bombachas y se llamaba “choni”. Años después me
presentaron a una tal Choni, y aunque la vida me probó que Rodney nos había
engatusado a todos, igual pensé que las ropas de esa señora tendrían, en
algún pliegue, una mancha de sangre del tamaño de una monedita roja. Imagino
a un lector de estos tiempos:
-¡No me venga ahora con historia de
chiquilines...! -podrá decir.
Pero ésta no es una historia de
chiquilines: la FORA (Federación Obrera Regional Argentina) era una
organización que hacia 1952 operaba en la clandestinidad, los que íbamos
allí, Plunket, yo y no sé cuántos más, teníamos la edad de la política
-diecisiete, diecinueve, veinte y hasta veintiún años- y la FORA nos atraía
por el prestigio de haber generado, por así decir, la Semana Trágica y el de
albergar a los sobrevivientes de los grupos Antorcha y de las gloriosas
bandas de Di Giovanni y Scarfó, y hasta a sobrevivientes de la guerra de
España, entre ellos, a comandos destacados de la brigada Durruty, que se
batió en Guadarrama. Éramos grandes; cualquiera de esas noches, a la salida
de las reuniones, algunos armados con revólveres .32, los más fuertes con
Star 9 mm españolas, o con pistolas Mauser .765 que tiraban aquellas balas
“botella”, inconseguibles, todos salíamos convencidos de que éramos hombres.
Y éramos hombres: ninguno de nosotros era virgen. Para estudiar, para
trabajar y estudiar y además militar y conspirar contra el gobierno, la
libertad sexual era algo tan necesario como el aire que respirábamos. Y
aunque vivíamos rodeados de mujeres vírgenes, ninguno de nosotros era
virgen, porque cada mes, generalmente los primeros viernes de cada mes,
íbamos al departamento de Raúl, que conseguía mujeres.
Hacíamos dos o
tres turnos. Raúl citaba a las dos mujeres a las ocho, y los cuatro, o los
seis de ese viernes, recién volvíamos a reunirnos en la confitería de la
esquina a las doce de la noche. Esas noches, después de haber tenido nuestro
desahogo sexual, íbamos a comer a Chiquín. Era una norma: comer ensalada, un
bife ancho, huevos fritos, papas, un gran helado de postre, y tomar medio
litro de vino, y al día siguiente dormir hasta las dos de la tarde para
recuperar la energía. Al departamento de Raúl estuve yendo desde los
dieciséis hasta los veinte años. En esa etapa, algunas veces, conseguí
citas, pero me las llevé a la amueblada de Viamonte.
Como me parecía
peligroso ir en el auto de la familia, iba en remise y todo el trámite salía
costando el equivalente de diez horas de vuelo en el club universitario, más
o menos el precio de una guitarra de buena calidad. De vuelta del hotel,
llegaba al bar, y viéndome bajar de un auto con chofer todos sabían que
venía de un desahogo. Pero en esos años habré ido al hotel no más de cuatro
veces. Lo más común era que las reuniones con los socialistas de Agronomía
se hicieran en un café de Chacarita, y cuando llegaba al bar todos
imaginaban que venía de una cita y algunos, los más viejos, me decían que me
iba a volver tísico.
De mi tío Pablo se decía que había
muerto tísico, pero murió loco por negarse a comer. Vivía doblado de dolor,
y tenía el color de la tiza, así que vengan ahora, pasados los sesenta y
siete años de edad, a librarme de la asociación entre la tisis y el color
blanco. Todavía hoy, queda gente que cree que algunas prácticas sexuales -la
masturbación, por ejemplo- predisponen a las enfermedades infecciosas. Yo
estaría muerto, en ese caso. Hacia 1952 no éramos tan ingenuos como para
creer que la masturbación produjese tisis, pero estábamos convencidos de que
afectaba el pulso, y de que por masturbarse se perdía la puntería.
Colombo decía que los católicos se masturbaban, porque eran masoquistas,
para sentir pecado a solas con Dios. Después se hizo psicoanalista y dejó la
política. Por entonces era anarquista, y sostenía que masturbarse era
aceptar el juego de la burguesía, que privaba a los pueblos del placer
sexual. Los anarquistas viejos no conocían nuestras idas al departamento de
Raúl, pero como algo debían sospechar siempre repetían que pagarse una mujer
era falsificar el amor y ser como cualquier capitalista, cómplice de los
explotadores. Colombo decía que el fin del acto sexual justificaba cualquier
medio, y que había que practicarlo porque los revolucionarios necesitaban
tener todo el tiempo la cabeza fresca. Papá una vez me reprochó que no sabía
en qué cosas andaba yo y pidió que me cuidase. Yo di vuelta la cara, sentí
que me atragantaba, creyendo que el viejo se refería a la revolución de
Rawson y Menéndez, que después no se hizo, pero más tarde me di cuenta de
que pedía que me cuidara de las enfermedades. Porque en aquellos tiempos los
que tenían actividad sexual podían enfermarse.
Enfermos, tísicos, con
el pulso alterado y las ideas confusas, y días y noches enteros rodeados por
un ejército de mujeres que había que desvirgar: así vivíamos. La revolución
necesitaba mentes claras y pulsos serenos y los hombres debían desvirgar. Y
yo quería hacer la revolución y soñaba con un confuso olor y con el ruido de
la petaca que se cerraba hermética sobre mí.
Fue durante el
verano de 1953, poco después de Navidad, cuando encontré la petaca.
Era una cajita de bronce, bañada en oro. Estaba en un baúl del altillo de la
casa Tudor del campo. Tenía un espejito de cristal, un cisne de tela
algodonosa casi impalpable, y todavía guardaba restos de un talco de color
lila y con perfume de magnolias. Recuerdo que me llevé la polvera al cuarto
y que unas cuantas veces usé su espejo para mirarme entre las piernas
mientras olía el polvillo lila y usaba el tacto suavísimo del cisne para
invocar la sensación de algo muy suave, de algo muy tenue y delicado como
capullo o nube rozándome la pija y las pelotas.
Escondí la petaca en
el cajón donde guardaba mis espejos de aumento, los condones y una caja de
balas Mauser que habíamos rellenado con mercurio y corcho molido para
volverlas explosivas y venenosas. Mi hermana las había visto un día y las
llamábamos “las balas de Perón”.
Por esos días, cerca del bebedero de
los potreros del fondo, encontré una culebra. Cuando la vi en el pasto creí
que era una pulserita de Victoria. Tenía una serie de cuentas verdes, como
bolitas unidas por bandas color magenta, amarillo y blanco. Desmonté y,
cuando iba a agacharme, la pulserita se movió. Me dio miedo. Quise pisarla,
pero se protegía bajo los tallos secos de pasto, duros como cañas. Se erguía
toda haciendo equilibrio sobre la cola y sacaba su lengüita doble, de un
color que parecía una llamarada de fuego.
Uno podría preguntarse qué
otra clase de llamarada hay, pero en aquel momento, con el corazón
encabritado, medio ciego por una mezcla de rabia y miedo que ni sentí en las
peores manifestaciones de la FUBA, pensé así -que la lengua tenía el color
de una llamarada de fuego- y me convencí de que yo no sería un hombre si no
era capaz de cazar viva una culebra. “Si la cazo, desvirgo; si la cazo,
volteamos a Perón; si la cazo, hacemos la revolución social”, me comprometí
con el corazón galopándome en la garganta, agachado, cerca del bebedero del
que una manada de chivitos, que habrían olfateado el miedo, empezaban a
alejarse despacio. Traté de taparla con el pañuelo del cuello; se me
escapaba. La perseguí, todo agachado. Los chivos apuraron el paso. Yo sudaba
y me ahogaba, agachado, hasta que ella llegó a una parte de tierra -barro
seco- apisonada por las vacas y allí jugué entero y la aplasté con el taco
de mi bota contra aquel piso polvoriento de bosta.
No murió. Para que
dejase de retorcerse y para matarla definitivamente, la ahogué en un frasco
de remedio contra las garrapatas, pero aun sumergida en ese líquido aceitoso
tardó un buen rato en dejar de sacudirse y recién cuando me aseguré de que
estaba muerta, la saqué y la enjuagué bajo el chorro de la bomba del jardín.
No fue fácil quitarle todo ese olor a DDT.
Medía doce centímetros de
largo. Tenía el calibre de una balita 22 y cuando estuvo seca se acortó y se
afinó más o menos a la mitad, pero seguía pareciendo una pulsera. Los ojitos
se le habían hinchado por causa del veneno, y la lengua, que le había
quedado afuera, pronto perdió su color de llama y fue poniéndose marrón. En
los labios, mirándola con atención, podían descubrírsele dos puntitos
blancos, que serían los colmillos. Revisándola con lupa y hurgando con la
aguja, no se podía hallar nada parecido a una glándula de veneno. Desde la
primera noche la guardé en la petaca.
Al día siguiente la culebra se
había impregnado del olor a flores podridas del cisne lila. Apreté con rabia
la petaca, porque empecé a sentir que pronto esa culebra que tanto susto me
había dado se reduciría a la forma de un gusano podrido y quedaría
pudriéndose como testimonio de la irracionalidad de los miedos y de las
rabias (Perón, Desfloración, Revolución) y el ruido de los resortes de la
trabita de la petaca al cerrarse me pareció la burla de las cosas contra
algo que nunca podría llegar a ser un hombre.
Yo acababa de cumplir
dieciocho, estaba en segundo de Derecho, quinto de violín, séptimo curso de
la Alliance. Esa mañana, me la pasé tirando tiros con la carabina halcón de
Funes, el administrador de papá. Apuntando a monedas de cincuenta centavos,
a veinticinco metros, con un pulso pésimo, dilapidé mas de cien balas
inútiles que después hubo que reponerle a Funes.
A la siesta se me
ocurrió que el virgo podía ser una culebra así, no un molusco. Busqué la
polvera. La olí: magnolia triste. Guardé el cisne lila entre los libros,
lavé la polvera muchas veces con coñac hasta que se le fue el olor a
magnolia y le quedó tan sólo tufo a borracho y bajé a buscar roquefort en la
heladera. No había. En casa siempre teníamos roquefort en alguna heladera,
pero en la Tudor del campo sólo había queso mantecoso y queso de rallar. A
la tarde vi que no había nadie en la casita del capataz, y busqué en su
heladera a querosén. No tenían roquefort, pero había quesillo de cabra. Robé
un pedazo. El queso de cabra no olía a roquefort, pero era lo más parecido a
roquefort a mi alcance. Yo sabía algo de quesos: mezclé miga de pan con
quesillo de cabra, le agregué una pizca de levadura y un chorrito de cuajo
para hacer yogur de nuestra cocina, amasé el queso y lo guardé en vuelto con
papel dentro de la petaca.
Durante varios días estuve guardando la
petaca con el quesillo fermentando bajo la tierra. Mientras, la culebra
seguía secándose en mi cajón escondida en un sobre de fotografías. Se había
afinado; estaba dura y quebradiza. El magenta y el amarillo de las bandas se
había opacado; en cambio, el verde estaba más brillosos y viéndolo con la
lupa se le notaban las vetas de un tono más claro, que señalaban el
nacimiento de las escamitas. La lengua ya se había convertido en una tirita
marrón que iba deshilachándose por donde antes aparecían las dos vertientes
de la llamarada de fuego.
Ayer, sábado 2 de julio, en el
nuevo diario de los Bulgheroni, el escritor argentino de más éxito se
jactaba de que su personaje Samantha era “muy creíble”, como si la verdad
tuviera alguna importancia en los libros, ahora que la ha perdido en las
cosas del mundo. Imagino al crítico que lea esto, pensando que es imposible
que alguien que escribe como yo a los sesenta y nueve años, a los dieciocho
anduviera todavía haciendo conjuros con petacas, fermentos y culebras. Y sin
embargo fue posible. Yo, a los dieciocho, escribía bien, redactaba arengas y
manifiestos que siguen siendo piezas de valor en su género, componía los
poemas de amor que publiqué en 1957 y ya había escrito partes que después
salieron en mis novelas de los años sesenta, y sin embargo, fermentaba queso
en mi petaca y estudiaba mi culebra como el salvaje que tranquilo interroga
las vísceras de un enemigo muerto. La vida es un raro aprendizaje que se
produce a saltos desiguales y combinados, como repetía Hermes Radio cuando
trataba de influir sobre Colombo y sobre mí con sus ideas marxistas.
Se fueron unos parientes, llegaron otros. Osorio cazó un puma justo
la noche que no quisimos acompañarlo y a la madrugada lo ayudé a cuerearlo y
a salar la cabeza para mandarla al embalsamador del pueblo. Al día siguiente
desenterré por última vez la petaca. Se había impregnado del olor del
quesillo. En algo se estaba pareciendo al roquefort, pero, como no había
roquefort en el campo, y las pocas veces que fui al pueblo lo hice de noche
y el almacén estaba cerrado, ya no tenía más que la memoria para comparar.
Tiré el papel con el queso antes de que acabara de pudrirse, guardé la
culebra en la petaca y volví a esconderla en el cajón. La llevaba en un
bolsillo cuando salíamos al campo de noche, y de tanto menear y sacudir la
caja, a la culebra se le soltó la lengua, que ya suelta parecía un
alambrecito de cobre retorcido contra el espejo.
Durante alguna de
mis inspecciones debió caerse al abrir o al cerrar la petaca, porque no sé
bien cuando desapareció. A la culebra, en lugar de ojos, le quedaron dos
agujeritos oscuros. Los labios ni se le notaban. El olor era fuerte y podía
impregnar el pañuelo y el forro del bolsillo en un ratito.
Tendría
que volver a dedicarme a la música: “ratito” me parece una palabra pésima.
Mi violín en el campo sonaba mejor. Por el aire seco, llegaba al
campo y las cuerdas se estiraban y se desafinaba rápido. Pero después, cada
día sonaba mejor y empezaba a exhalar el olor de esa resina que los ópticos
llaman “bálsamo de Canadá”. Cada vez que me encuentro con ese olor recuerdo
el violín y el estuche del violín, pero sólo me los represento sobre mi
cómoda en el cuarto piso alto de la Tudor del campo. No en otra parte. Aquel
olor emanaba solamente en Córdoba.
De vuelta a Buenos Aires, no se
sentía más el olor, solía desafinarse menos pero sonaba muy mal. Dice Kröpfl
que mi violín no sólo se modificaba con el cambio del tenor de humedad, sino
que los mensajes químicos de la zona -sería el polen de los quebrachos y
jacarandáes, la resina volátil del bosquecito de cedros o las sales que el
viento traía desde las cuestas- alteraban los solventes naturales que hacía
más de noventa años habían impregnado mi viejo Schmidt & Hapte en Stuttgart.
Le digo: ¿Te imaginás si el campo le hace esto a un violín de noventa años,
lo que puede llegar a producirle a una persona de dieciocho? y la mujer de
él dice que no, que nada, que a las personas sólo les hacen efecto las cosas
que ellas quieren, y que los efectos que hacen las cosas son sólo cosas que
inventan los otros, y alguien opina lo contrario y todos se ponen a opinar
sobre el poder y terminan hablando de Alfonsín y de Pony Rodríguez Larreta y
me recuerdan a la FUBA de 1952. Por eso subí al cuarto a escribir, aunque
ahora interrumpo porque alguien se ha puesto a improvisar en el piano
eléctrico de Andrés y desde el living me llega el olor de los cigarrillitos
de porro que estuvo armando Paula, y aunque rían con estrépito y estén
gritando como imbéciles, me vienen ganas de bajar.
En los tiempos de
mi petaca y de los fermentos de la libertad, una tarde que no pude usar mi
canasto, porque Funes había entrado a ducharse en mi baño, fui a dejar mi
camisa en el canasto del baño de mamá. Había una blusa de Magdalena -la
amiga de Victoria-, varios pares de medias de mujer y una bombacha. ¿A qué
olería? Sentí curiosidad, la toqué y ya estaba a punto de olerla cuando se
me ocurrió que podía ser de mamá y la hice desaparecer envolviéndola entre
los pliegues de una sábana arrugada. Era negra, de una de esas telas
elásticas gruesas como las que se usan para confeccionar trajes de baño.
Podía ser de Vicky, de Magdalena o de mamá, pero pensar en esta última
posibilidad me impidió avanzar con la prueba. Me prometí esperar otra
oportunidad y revisar aquel canasto todos los días hasta que apareciesen los
pantalones de brin que usaban las chicas.
Mamá sólo usaba
breeches; al atardecer, después del baño, volvía a sus polleras y a sus
zapatos de taco alto y por eso jamás bajaba al campo de noche.
Nosotros sí: después de la comida, tomábamos el café en la galería,
tocábamos música y más tarde bajábamos al campo. Yo iba con Vicky y con su
amiga Magdalena a los potreros de alfalfa y nos sentábamos a mirar las
estrellas y buscar luz mala.
Era toda una historia: como la gente de
la zona temía a la luz mala, papá nos había llevado una noche con unos
chicos del pueblo, amigos de los hijos de Leoni -el capataz-, y con un tal
León, compadre de Leoni, que al viejo le caía simpático porque era
conservador. Nos había hecho buscar luz mala, para convencernos de que eran
fosforescencias naturales que salían de los huesos de animales en ciertas
condiciones, y aunque eso había ocurrido mucho antes -por el cuarenta y
seis-, la costumbre de ir a buscar luz mala nos duró muchos años, durante
los cuales los peones, Leoni y hasta los hijos de Leoni, que ya eran
grandes, seguían recelándole a luz mala y siempre estaban encontrando
excusas para evitar andar solos de noche por el campo.
La mayoría de
las noches encontrábamos luz mala: eran huesos desparramados de vacas
muertas en la sequía del cincuenta, o esqueletos todavía enteros de
vizcachas que mataron los perros, o que los cazadores habrían herido en la
cuesta y que vinieron a morir al llano. A la vizcacha recién muerta la
devoran los perros hasta dejar sólo huesos pelados, pegados entre sí por los
cartílagos y sostenidos como en un envase por el cuero duro y áspero del
lomo. Cuando hubo mucho sol, y al anochecer refrescó de golpe, los restos de
vizcacha fosforecen y son la fuente más común de luz mala que se puede
descubrir por esas zonas. La hija de Leoni, que era feísima, cuando nos veía
pasar pos su casita yendo al alfalfar se escondía en la cocina, y la vez que
la invitamos no se atrevió a venir. Como toda la gente de la región, temía
no sólo a la luz mala, sino a La Viuda, que se aparece a medianoche, al
hombre tigre, que dicen que baja desde Catamarca a robar chicos y mata a
todo el que se le cruza por el camino, y especialmente tenía terror a la
niña Juana.
-¿Pero no es milagrosa? ¡Si se le reza!
-Sí -decía
ella-, le rezan pero igual se puede aparecer y matarte del susto
Nos
reíamos. Yo llevaba la linterna y una pistola del .12 que me había regalado
papá. Cargada con cartuchos comunes, podía arrancarle la cabeza a un cordero
a veinte metros de distancia; tenía dos caños.
Raro, papá: nos quería
tanto y sin embargo, si yo tuviera un hijo -y a veces imagino que un hijo
idéntico a mí cuando tenía doce años me acompaña mientras duermo solo- jamás
le dejaría usar un arma tan tentadora. No entiendo cómo yo mismo no me...
Pero en aquella época a mí no se me hubiera ocurrido. Además, era muy
prudente, llevaba los cartuchos en el bolsillo de la campera y, en la
oscuridad, siempre volvía a hurgar con un dedo en las recámaras para
confirmar cada tanto que la Webley seguía descargada.
Tomábamos:
algunas noches traíamos vino blanco cordobés, otras guindado. Tomábamos
guindado, que les gustaba más a ellas que a mí, o vino -que ellas aceptaban
sólo las noches de calor-, y nos sentábamos a fumar.
Primero prendía
yo. Fumábamos American Club, la mejor marca de la época. Cada nuevo
cigarrillo lo iba prendiendo con la brasa del otro. Un fósforo, o la llamita
corta del Monopol, bastaba para encandilar a cualquiera dejándolo fuera de
combate por varios minutos hasta que los ojos se volvían a acostumbrar a la
negrura.
Jugábamos a quién descubría antes una luz mala y acertaba a
marcar justo su posición. Después jugábamos a encontrar la osamenta o el
cuero con huesos pegados que la había producido.
Cada uno elegía un
sector. Yo prefería el de la cuesta, que aunque tenía menos luz mala
permitía ver la región norte del cielo, la más poblada de estrellas. Vicky
prefería mirar hacia la casa, para ver cómo iban apagando las luces a medida
que la gente se iba a dormir, hasta que sólo quedaba prendido el farolito de
querosén amarillo de la galería. A Magdalena le dejábamos la parte más
fácil, donde era más común ver la luz mala, la del llano.
Cuando nos
sentábamos, yo sacaba los American Club y los ponía cerca de Magdalena;
dejaba la pistola delante de mis pies, y volvía a abrirla para volver a
revisar si estaba descargada. Después ponía la linterna entre Vicky y yo. No
nos veíamos: cada uno miraba su sector. Nos pasábamos los puchos para
prender. Nos pasábamos la botellita de guindado o el termo de vino blanco
para tomar, y hablábamos de cualquier cosa. A veces discutíamos. Me gustaba
sentir la espalda flaca de Vicky, en contraste con los músculos de
Magdalena. Magdalena practicaba atletismo en el colegio; las paletillas
-esas placas de huesos subcutáneos que se llaman omóplatos y que jamás
alguien nombraría en un relato literario sin una justificación- eran fuertes
y redondas. Las mías y las de Vicky tenían ese corte típico de huesos de la
familia Wolf. Los hombros de Magdalena eran redondeados y fuertes.
Practicaba disco y jabalina; para arrojar piedras tenía más fuerza y más
puntería que yo.
En esa época hablábamos en voz baja, aunque
discutiéramos por cosas importantes. No como ahora. Me sube desde el living
un diálogo entre Diana y Carlos: hablan de un general Merlo, de un almirante
Massera y de otras cosas que ni a ella ni a él tendrían que importarles, y
gritan. Interviene por momentos Marcelo y también él alza la voz: nosotros
hablábamos en voz bastante baja... A menudo veíamos caer estrellas y, cuando
descubría una, yo pedía tres gracias. Generalmente, pedía primero la muerte
de Perón, después desvirgar y por último dirigir la revolución. Si caía otra
estrella les avisaba a las chicas:
-¡Miren! -decía, tocando a
Magdalena para orientarle la cabeza hacia el lugar del cielo donde había
aparecido la estrella.
-¡No tenés que avisar...! ¡Pedí tres gracias!
-me reprochaba ella, o Vicky, y yo les contestaba que era una estupidez, que
no creía en esas supersticiones y que si estuviera dispuesto a creer en
pavadas me habría hecho cura para dedicarme al violín en un monasterio
alpino.
Otras veces, al caer la estrella me olvidaba de Perón y de la
revolución y pedía amor, dinero y pareja libre. Yo quería tener una pareja
libre. Hablábamos de eso.
-¿Qué es una pareja libre? -me preguntaba
Magdalena.
Les explicaba que mi amigo Gellon tenía una pareja libre:
se amaban, vivían juntos, eran fieles, pero no se casaban ni se casarían
nunca y siempre imaginaban que al día siguiente podrían separarse y ser
felices con otro hombre o con otra mujer. Trataba de que Vicky comprendiera
que el amor era algo demasiado noble para permitir que el Estado lo
regulase. Magdalena compartía conmigo la opinión de que la Iglesia no debía
intervenir: le bastaba saber que los curas eran peronistas y que su jefe -el
cardenal Copello- estaba siempre cerca de Perón, para odiar a los curas,
pero pensaba que había que casarse por civil, porque si no los hijos
“pagaban el pato”.
-¿Qué pato...? -preguntaba yo, y Vicky, mi
hermana, decía que yo siempre seguiría siendo un idiota.
Pero
una noche apareció un pato. Estaba nublado, no se veían estrellas, sentimos
un aleteo sobre nuestras cabezas y yo busqué la pistola y estuve a punto de
cargarla. Pensé que sería un carancho o un buitre que se acercaba
entusiasmado, creyendo que nosotros éramos tres animales muertos. El aleteo
volvió a pasar dos veces cerca de nuestras cabezas y fue como si unas
enormes alas blancas nos echaran encima un viento helado: el terror.
Vicky gritó. La espalda de Magdalena se endureció y su garganta soltó un
chillido. Yo rastreé el cielo con la linterna y nos pareció ver una forma
descomunal, huyendo hacia la cuesta. Pero pronto las alas bajaron a la
alfalfa y vimos que era un pato, casi pichón.
Cuando nos acercamos,
hinchó las alas y tiraba picotazos amenazantes, pero no se animó a volar.
Tendría el tamaño de un pollo de tres meses. Era blanco. Temblaba.
Aquella tarde habíamos oído tiros cerca del dique. Tal vez los cazadores lo
habían herido, pero resultaba muy raro que anduviese volando en la
oscuridad, y fue una pena que no apareciese la noche de nuestra discusión
sobre los hijos y las parejas libres.
Como le sucedía al
violín, la oscuridad, el olor de la alfalfa temprana crecida a fuerza de
riego y tozudez, el silencio de las noches sin viento, el humo de los
rubios, el guindado o el vino, según las noches, todo eso actuaba sobre
nosotros. Por ejemplo, Vicky, que en Buenos Aires siempre quería discutir y
acababa llorando cuando mis opiniones se imponían, durante esas noches de
campo abierto escuchaba callada y hasta a veces me daba la razón. Tal vez
porque quería lucir a su hermano ante su amiga, que era hija única, tal vez
por el “mensaje químico”, como diría Kröpfl.
Fumábamos, tomábamos, a
Magdalena se le erizaba la piel de los brazos y yo sentía su hombro contra
mi espalda, y fingiendo mirar el cielo buscaba que sus huesos rozasen contra
mi espalda y contra mi brazo, y a veces me volvía hacia su lado buscando que
su pelo suelto me hiciera cosquillas y se enredase en las puntas de mi barba
de dos días.
Dejaba la pistola a unos centímetros de los pies y la
linterna bien cerca de mi mano derecha. Tomaba la linterna y la alejaba, la
ponía junto a la pistola. Tocaba los cartuchos en mi bolsillo. Ponía la
cantimplora entre mis piernas y me soltaba los botones del pantalón, y
después de tomar un trago de vino o de guindado, me pasaba el pico de vidrio
de la cantimplora por la cabeza inflamada de la pija. El vidrio frío me
estimulaba más y cuando Magdalena me reclamaba la cantimplora, volvía a
frotarle el pico contra la pija.
-¿Cómo está...? -preguntaba,
imaginando que ella, como hacía con todas las cosas, olería primero el pico
antes de llevárselo a la boca-. ¡Delicioso! -decía ella si era guindado.
Cuando era vino tomaba apenas un sorbito y decía con repugnancia-: ¡Ej vino
cordobé...!
Que imitara la tonada de la zona me excitaba más, porque
oyéndola podía imaginar que era una chica de la región -una criada de la
casa- dispuesta a obedecer mis órdenes, y yo siempre le hablaba en cordobés
para que ella me respondiera como una cordobesa y me ayudara a pensar que si
le exigía que me tocara o que me la besara, de puro sumisa, sería capaz de
hacerlo. Así se me hacía más fácil acabar.
Porque en aquella
posición, tocando apenas con la mano para que el movimiento no se reflejase
más allá de la muñeca y no fuese percibido por ellas, sentado mirando el
cielo negro y fingiendo buscar una luz mala en la cuesta invisible, se hacía
difícil terminar. Algunas noches se volvía imposible.
Necesitaba
sacudir, hacer fuerza y estirar las piernas, porque pasaba el tiempo, venía
llegando la hora de volver a casa y quería terminar.
A veces aullaba.
Imitaba el bramido de un puma, haciéndoles creer que quería asustar a las
vacas y a las ovejas, y aprovechaba el ruido y los sacudones de mi cuerpo
imitando a un puma para acabar dentro de mi pañuelo.
Y otras veces me
paraba, diciendo que necesitaba estirar las piernas, y cerca de ellas,
mirando por encima del hombro la brasa del cigarrillo de Magdalena que por
momentos alumbraba su cara, acababa sobre la alfalfa y recién después
buscaba mi pañuelo para secarme los dedos antes de enjuagarlos con guindado,
o con vino.
Una vez Magdalena me tocó la mano para alertarme de una
luz mala y preguntó qué tenía:
-Guindado -dije yo, y le acerqué la
mano a la boca, para que la oliese, y le dejé una gota de guindado en la
punta de la nariz. Pensando en eso tuve que volver a empezar, pero como era
la segunda vez me fui a terminar cerca del bosque de cedros. Ellas habrán
pensado que había ido a mear.
Otra noche llevé la petaca. La abrí
sobre la alfalfa y volví a abrirla y cerrarla varias veces. Ellas escucharon
el ruido, pero no preguntaron nada. Después, antes de volver a casa -no
habíamos visto estrellas ni luz mala esa vez-, volví a abrir la petaca y la
alumbré con la linterna. El espejo reflejó un chorro de luz directamente
hacia el cielo: los tres quedamos encandilados por un rato. Después las hice
mirar.
Se arrodillaron sobre la alfalfa seca para mirar la culebra,
Magdalena se acercó y dijo que despedía un olor horrible. A mí, que estaba
arrodillado, pensando que el olor que salía del espejo era una nube que le
entraba a ella por la nariz y por la boca, se me paró.
-¿Qué es?
-preguntaba Victoria.
-No sé... me la dio Menditeguy... dicen que se
llama Tirgo.
-¿Tirgo? ¡Es una viborita! -dijo Magdalena.
-Un
lagarto -dijo Vicky y se puso a porfiar que la petaca era una vieja polvera
suya.
Dije que no, que era mía, que hacía años que la venía guardando
en un baúl y que ahora la usaba para guardar el Tirgo.
Seguíamos
arrodillados, sentía el olor a petaca resaltando sobre el fondo de la
alfalfa y sentía desde atrás un enorme toro invisible que me estaba
montando, y entraba un tubo de carne caliente para inundarme con su sangre,
que bajaba a la bolsa de mis bolas haciéndome crecer y crecer tanto la pija
que se me hizo muy fácil acabar arrodillado, mientras ellas avanzaban por el
camino de los alambrados hacia casa.
-Me la arruinaste con
ese bicho podrido... ¡Qué olor! -se quejaba Vicky cuando las alcancé. Se
olía la mano-: Ahora devolvémela -pedía.
Yo le decía que no.
-¡Devolvésela! -reclamaba Magdalena.
-¡Es mía...! -insistí yo. Y
Vicky, enojada, apuró el paso y se alejó adelante, seguida por el halo de mi
linterna. Mag volvió a insistir y en un momento debió estirar una mano
tratando de quitármela del bolsillo trasero del pantalón. Oí un grito: el
brazo atlético se encogió, chupado por su hombro.
-¿Qué pasa?
-pregunté.
-¡Asco! ¡Te sentaste arriba de algo! Tenés pegado algo
atrás...
Palpé. Eran los bordes de mi pañuelo empapados de semen.
Alumbré mis dedos pegajosos.
-¿Qué algo? -pregunté.
-Algo
pegajoso... Asqueroso... ¡Mierda de un pájaro...! -aseguró.
Me olí
los dedos. Dije que no con la cabeza.
-Un huevito... ¡Ya sé...!
¡Aplastaste un huevo...!
Vicky, curiosa, se quedó esperándonos en la
barranca del cerro, y cuando la alcanzamos, olió mis dedos, alumbró mi
pantalón con la linterna y también opinó que al sentarme había reventado un
huevo o un animalito.
Bromeando, me puse una gota en la punta de la
nariz, y le puse otra en la punta de la nariz a Mag, que se limpió con la
manga de su blusa, enojada. Siguieron caminando adelante y cuando entramos
en la casa se fueron a dormir sin saludarme.
Yo estaba cansado. Subí
a bañarme, me puse el pijama, tiré la ropa sucia en el canasto de la
lavandera y me encerré en el cuarto, lleno de planes de leer algo y dormir.
Prendí mi lámpara de querosén, porque a las once y media dejaba de llegar la
luz de la Cooperativa, y me acosté a leer. Había escondido la polvera en mi
cajón, previendo que en algún momento Vicky trataría de recuperarla. No se
la pensaba dar: en Buenos Aires le compraría una nueva.
Estaba
leyendo un libro inglés y acababan de cortar la luz eléctrica cuando me
golpearon la puerta. Adiviné que vendría Vicky a buscar su polvera. Las dejé
entrar. Ya estaban vestidas para dormir, con esos camisones largos que por
entonces usaban las chicas.
-¡La polvera! -reclamó Vicky al entrar.
Había acertado. Mag me miraba.
-¡Es mía! Está guardada. ¡No molesten!
-les ordené.
Magdalena se acercó y levantó la lámpara sobre mi
cabeza. Su brazo había formado una línea, como un solo músculo, que
arrancando de su largo pulgar se sumergía en la bocamanga alta del camisón y
bajaba hasta el pecho.
Pensé que no tendría corpiño. Ella, desde
arriba, me miraba con rabia:
-No seas turro y devolvésela, o te
chorreo el querosén encima -amenazó destornillando la tapa del tanquecito de
bronce.
Justo en ese momento la llama titiló y creció de golpe. Me
cubrí con la manta y aproveché para tocarme. Fue instantáneo: mi pija,
limpia, recibió por tercera vez en la noche -sería tal vez la cuarta del
día- un envión de sangre y se hinchó. Asomé la cara cuando ella inclinaba
más la lámpara. Exigía que le dijera a Vicky dónde estaba su petaca, o me
quemaría vivo. Gritó a Vicky pidiéndole los fósforos. Vicky revisaba como
loca los cajones de la cómoda y sacudía la cabeza.
-¡Traé fósforos
-gritaba Mag- y lo quemamos con querosén...!
Cayó una gota de
querosén sobre mi almohada. Vicky, que había tomado la pistola, nos dio la
espalda y sentí el ruido del cerrojo al trabarse y los dos ruidos de los
martillos al levantarse. Era una Webley, no tenía seguro de gatillo. Mucha
gente debe de haber muerto destrozada al cabo de una escena así.
Magdalena corrió hacia la ventana y dejó la lámpara sobre el piso. La luz de
querosén transparentó el camisón y las tetas se le movieron al saltar, pero
ya mi erección había desaparecido: sólo sentía miedo y la certidumbre de que
muchos, antes de mí, debieron de haber muerto en el desenlace de alguna
escena parecida.
-¡No apuntés, esa pistola no tiene seguro! -grité.
-¡Callate o tiro! -me gritaba sosteniendo la Webley con las dos manos.
Se había sentado sobre la cómoda y apuntaba directo hacia mi cara. Nada
puede quedar de lo que fue una cara al cabo del impacto de una andanada de
perdigones de un cartucho de 12.
Mag, desde la ventana, se mordía un
dedo mientras la boca se le estiraba en una mezcla de sonrisa y de miedo.
Aquella noche habían tomado mucho. Detrás del vaho de querosén y de mecha
quemada creí percibir el aliento a guindado de las dos, y ahí sentí como
nunca que mi iban a matar. Vicky insistía:
-Ya mismo: la polvera o
tiro...
No me iba a ser posible llegar hasta la cómoda sin peligro.
Salí de la cama lentamente, para no provocarla. Las piernas me temblaban;
quise hablar pero no me salió la voz. El aire frío entró por la bragueta
floja de mi pijama, pero encontró sólo vacío. Mag miró hacia el campo.
-Y no se te ocurra hacernos trampa... -dijo Vicky. Nunca le había oído
esa voz tan gruesa de borracha o de loca. Me acuerdo que a la luz del farol
me pareció verle la comisura de los labios empapada de espuma blanca, como
la de un perro rabioso. No podía hablar, pero dentro de mí sonó mi voz
gritando “perra rabiosa” mientras mis piernas se disolvían abajo y me sentía
derrumbar. Cuando pude llegar al ropero, busqué la llave y abrí el cajón,
evitando que mirasen; pedí despacio que no apuntara más y le pasé la polvera
a Mag.
Vicky me seguía apuntando. Pensé que recibir el tiro desde
atrás sería lo menos peligroso, y que verme con la cabeza cubierta por la
almohada, la cara contra la sábana y el cuerpo extendido la impulsaría a
dejar la pistola. Me acosté. Mordí la almohada.
Seguía mordiéndola y
temblando cuando se acercó Mag. Reía. Traía los dos cartuchos bailoteando
entre sus dedos. Desde la cómoda, Vicky se reía y me miraba, y sacudiendo la
cabeza y sin dejar de apuntarme, disparó los dos gatillos y entre sus
carcajadas pude entender que decía maricón:
-Maricón... cagón...
-volvió a decir después, cuando depositó la Webley sobre la cómoda,
mostrando las dos recámaras vacías.
Entonces empecé a gritar -no me
importó que mamá oyera los gritos- que eran unas hijas de puta, que les iba
a cortar las tetas y que las iba a matar. Vicky se acercó y me tapó la boca
con la mano tratando de callarme, de tranquilizarme. El corazón, ahora, me
latía, loco. La mano de ella también temblaba, pero olía a petaca, a culebra
y a queso podrido, y seguía riéndose. Magdalena salió y cuando cerraba la
puerta me gritó “boludo”, de modo que toda la casa debió de haberla oído.
Nunca antes una mujer me había dicho boludo: se me volvió a parar. La
rabia continuaba: pensé que si apretaba más el bracito de Vicky podría
llegar a arrancarle uno de sus delgados músculos. Debía dolerle, pero no se
quejaba. Se me pasaba el miedo. Le clavé las uñas cuando sentí que se me
estaba volviendo a parar. Ella me miraba el pijama con los ojos enormes y
seguía riéndose cuando a los gritos llamó a la otra:
-Vení... ¡Vení
pronto... Magda...!
Yo pensé que desde la otra ala del piso mamá
estaría oyéndolas, que la despertaría el ruido que hizo Mag con la puerta
cuando entró atropellando todo, porque venía a defender a mi hermana. Pero
la expresión le cambió cuando Vicky le dijo, señalándome casi hasta tocarme
con la uña:
-¡Mirá, Maggy! ¡Es enorme...!
Y la otra miró,
después subió e farol para mirar de nuevo, se le transparentó el camisón, y
me calentó más cuando dijo, sin dejar de alumbrarme:
-¡Es
horrible...!
Quería decirles que si me tocaban era capaz de seguir
creciendo, pero no tenía voz, no pude hablar. Maggy apoyó el farol en el
piso y salió al balcón. Yo seguía apretando el brazo de Victoria, en una
mezcla de odio, rabia y confusión. Al fin pude hablar:
-¡No hay que
apuntar...! ¡Nunca hay que apuntar, puta...! -le dije, y ella dejó de reír,
seguía mirándome, pero por la sombra que proyectaban la mesa de noche y el
borde de la cama, mucho no podría ver.
Con la llamita del farol
temblequeando en el piso, había oscurecido en ese momento, yo podía mirarle
el pelo y el brazo que le seguía torciendo y apretando, y pensar que era
Magdalena, no Victoria, la que estaba sobre mi cama. Tomé su mano libre y la
acerqué a mi pija.
-¡Tocá! -pedí, guiándole la mano y procurando
aflojar sus dedos para que me acariciasen.
Tocó mal. Yo puse mi mano
entre sus piernas, jugué a que mis dedos le subían caminando y empecé a
tocar a través de la bombacha como me había enseñado Anita, una de las
chicas de Raúl. Fue todo simultáneo: empezó a aparecer una materia untuosa,
que en ella me pareció más limpia, su voz empezó a quejarse y a jadear y sus
dedos se crisparon torpes, alrededor de la base de mi pija. La mano se había
muerto: ella seguía jadeando y yo pensaba que sus dedos, que imaginaba que
eran los dedos de Mag, se iban a endurecer, que después se iban a encoger y
a retorcer como culebras muertas anudadas a mí. Le hablé contra la oreja:
-¡No hay que apuntar... puta! ¿Ves, puta, lo que pasa por apuntar...?
Y apretaba la boca contra su oreja, porque tenía miedo de besarle la
boca, o porque no quería verle la cara. Empecé a moverme. Mi mano se había
librado de la bombacha y seguía acariciándola. Mi dedo índice se había
internado en un tubito de carne húmeda. Me ubiqué entre sus piernas. Tardé
en liberarme de la torpe presión de sus dedos y con la mano izquierda libre
empecé a frotar mi pija contra la sábana, justo debajo de sus nalgas. Ella
jadeaba más. La posición no era muy cómoda, ya sólo podía acariciarla con el
pulgar y sentía que en cualquier momento mi cuerpo perdería el equilibrio
sobre esa cama demasiado elástica. Ella sacudía la cabeza a los lados de la
almohada, el largo pelo se le volaba a los costados y yo, para detenerla,
hacía fuerza con la boca contra su oreja, sintiendo cómo el tornillo de su
arito se le clavaba en la piel del cuello.
-¡No apuntar! ¿Ves que no
hay que apuntar? ¿Ves? -repetía yo, frotando, ya sin tocarla, porque sus
piernas se cruzaron tras mis piernas, obligándome a caer sobre ella cuando
ya ni el pulgar cabía entre nosotros. Con mi mano inmovilizada levanté la
pija y la froté en su zona húmeda. Ella se sacudía más, jadeaba más, y la
cabeza de mi pija estaba entrándole -sin ruido- justo cuando yo empezaba a
terminar y corría leche en su tubito de carne, y desde la zona de sus pelos
de rulos apretados y ásperos desbordaba sobre la colcha. Debió de haber sido
la cuarta vez que acabé aquel día.
Y ahora pueden pasar día y semanas
enteras sin que acabe ni una sola vez.
¿Habría oído algo mamá? Tuve
miedo. Sentía ganas de mear. Vicky seguía sentada a los pies de mi cama,
quejándose, jadeando. Estaba empapada del sudor suyo y el mío, mezclados. Mi
pija se había vuelto un animalito muerto, infinitesimal, sin ojos. Toda su
zona y el pantalón alrededor eran una sola humedad de los dos. En el cuadro
de la ventana del balcón, se veía la cabeza de Mag, amarilla por el reflejo
del farol: el pelo seco se hinchaba por el viento. Había muy poca luz. Ella,
mucho no debió de habernos visto desde el balcón, si es que había mirado.
Al rato, una ráfaga de viento entró en la pieza. Atrás llegaba Mag.
Levantó el faro, y mientras nos miraba, atornillaba con indiferencia la tapa
del tanquecito de querosén. Sentí frío y vacío en la bragueta cuando ella
inclinó la lámpara para mirarme. Debí justificar:
-¡Se murió! -le
expliqué.
-¿A ver cómo es...? -miraba ella, pero como no podía ver,
le saqué el cigarrillo de los dedos y puse su mano en mi pelambre. ¿Tendría
asco?, temí, pero ella dejó su mano quieta mientras la sangre comenzó a
hincharme, y le quité el farol, lo apoyé sobre la mesa de noche, y después
le abracé la cintura para hacerla sentar entre Vicky y yo.
Ya la
tenía bien dura cuando Vicky fue a la cómoda a buscar cigarrillos. Yo me
abracé con Mag y apoyé la cara contra su pelo amarillito y sentí un pecho
elástico apretándose contra mi cuello. No tenía corpiño y sus dedos
acariciaban mejor que Vicky. Pero yo ya sentía unas ganas insoportables de
mear.
Vicky nos dio cigarrillos y guindado, y cada sorbo parecía caer
dentro de mi vejiga como la última gota que desborda un lago de dolor.
Fumábamos. Los movimientos de la mano de Mag me repercutían dentro y las
ganas de mear ya eran sólo un dolor terminal. Pero, ¿podría salir? Si dejaba
la pieza ya no podría volver a empezar con la mano de Mag. Recordé la llave,
que estaba sobre la cómoda, y salté de la cama.
Las chicas debieron
de asustarse al verme correr hacia la puerta y salir dejándolas encerradas
con dos vueltas de llave. Cuento esto porque cuando, como un fantasma loco y
apurado volvía del baño trayendo la llave del cuarto en la mano, una parte
del pantalón, enchastrado por la humedad de Vicky, y la rodilla y las
bocamangas chorreadas por el pis a causa del apuro, en el instante en que
cruzaba frente al cuarto de ellas, iluminado a pleno por uno de esos faroles
a gas de querosén que se llamaban “sol de noche”, vi que se abría una puerta
del cuarto de mamá, y mi corazón, que venía agitado, tuvo un cambio de
compás que me detuvo en el aire. Mamá estaba parada frente a su espejo.
Tenía puesta una peluca rubia, un vestido muy corto de tela negra, los
labios pintarrajeados sostenían un cigarrillo humeante mientras sus manos
hacían el gesto teatral de llamar a alguien desesperadamente. Vi que emergía
una sombra del cuarto y el capataz Leoni, arreglándose la ropa, pasó a mi
lado sin notarme y se perdió en la oscuridad de la escalera. Bajaba
teniéndose de los dos pasamanos, para pesar menos sobre las tablas y no
hacer ruido. Estoy seguro de que no me vio. Tampoco mamá me había visto,
pero yo seguí viendo por mucho tiempo aquella escena, el vestidito negro
birllante, con una puntilla de color colgando de la pollera corta, la cara
tan pintada y los pelos ajenos y largos. Puedo seguir viendo esta escena
inolvidable porque fue la única vez que vi fumar a mamá.
La vieja
odiaba el tabaco. Mandaba lavar los ceniceros cada vez que alguien apagaba
un pucho y amargó los últimos años de papá obligándolo a abrir las ventanas
del living en invierno para hacerlo cagar de frío mientras fumaba su cigarro
de sobremesa.
En mi cuarto, las otras dos habían abierto mi caja de
alfajores y los comían desparramando las miguitas sobre la sábana. Les quité
la botella de guindado, después trabé la puerta, guardé mi caja de alfajores
y volví a sentarme entre las dos. Cuando abracé a Mag, Vicky se puso a hacer
sombras en la pared imitando con los brazos los movimientos de baile de Mag,
una especie de ejercicio de atletismo desarrollado en tiempos asombrosamente
lentos. Mag reía. La abracé más y volví a llevar su mano a mi entrepierna.
La explosión de sangre fue más fuerte esta vez, porque cuando mis dedos
descubrieron que se había quitado la bombacha, pensar que ella había estado
esperándome todo ese tiempo me hizo sentir que se me hinchaban también el
pecho y la garganta. Me tendí sobre ella, le dije “amor”. No sé por qué,
pero le dije “amor” y busqué su boca y encontré su lengüita ágil. Tenía
gusto a guindado y estaba cubierta de cascaritas de azúcar de mis alfajores:
a ella sí pude besarla en la boca.
Mag era virgen, pero resultaba más
fácil entrar en ella que en Vicky. No jadeaba. Apenas le temblaba la
mandíbula cuando los brazos fuertes me apretaban, clavando las uñas con una
fuerza que solamente ella podía tener. También con Mag acabé en el momento
en que estaba entrando, mientras sus ojitos despistados recorrían el cuarto
buscando las sombras de mi hermana, que seguía moviéndose a la luz de la
llamita amarilla. Y era la quinta o quizá la sexta vez que terminaba aquella
noche: pensarlo ahora me parece un sueño, algo que nunca ha sucedido, pero
que pronto puede volver a producirse.
Después quedamos abrazados.
Había más viento afuera, vibraba la ventana y entraban corrientes de aire
helado al cuarto. Vicky llegó a cubrirse con mi manta. Los tres teníamos
frío. Prendimos American Clubs y fumamos tirando las cenizas al suelo,
alrededor del farol, entre papelitos y migas de alfajores. ¿Qué me importaba
la limpieza del cuarto en una noche como aquélla?
Varias veces Vicky
me dijo al oído:
-¡Qué bien me tocaste...! -parecía muy borracha y se
abrazaba a mí.
Y cuando Mag quiso saber qué me decía, y ella le dijo
que nunca lo sabría, porque eso era un secreto de familia y volvió a tocarme
la pija, yo sentí que se me estaba volviendo a parar aunque tocaba con
torpeza.
Cuando noté que no iba a poder terminar le pedí a Mag que
ella también tocase. Las dos tocaban, riéndose.
Pero tampoco ella
servía. Las mismas manos, que en otra ocasión podían haber sido un estímulo,
en ese momento no eran más que un obstáculo para mí. Entonces, copiando algo
que había leído alguna vez, empecé a frotarme con el ruedo del camisón de
Mag. Era suave, de tela livianísima. Ella se quejó:
-¡Asqueroso! -me
dijo y trató de correrse, pero Vicky le exigió que me dejara en paz y dijo
que ella me iba a defender porque yo era su hermanito, y las dos se rieron
de mí, mientras jugaban a tocarme como si yo tuviese un botón comandando los
mecanismos. Al acabar me salieron apenas unas gotitas transparentes,
absurdas: era la quinta, o sexta vez que terminaba. En cambio ahora no puedo
terminar ni una sola vez, aunque evoque todos los recuerdos de aquella
noche.
Cuando emponchándonos los tres en mi manta de viaje salimos al
balcón, el aire frío nos quitó toda la borrachera del guindado. Apretados,
temblando, fuimos por el balcón a espiar el cuarto de mamá: nos arrodillamos
en el piso de mosaicos. Yo les abrazaba las cinturas y las dos me hablaban
al oído echándome el vapor caliente de sus bocas.
Adentro, en el
calor de nuestra casa, con sus tetas chatas y desinfladas, mamá le estaba
bailando al pobre Leoni, que vestido sólo con su camisita empinaba el porrón
de ginebra y se chorreaba el cuello. Ella lo llamaba; él hacía que no con la
cabeza -¿no se atrevería a acercarse a la señora del patrón?- y ella le
bailaba y le gritaba algo que después coincidimos los tres en que era la
frase “Dale, puto” y él seguía negándose -creo que no fingía- hasta que ella
fue a la cama y se le montó encima y se le reía, mientras yo bajaba la mano
derecha y acariciaba la conchita de Mag que volvía a empaparse, y los tres
tratábamos de contener la risa que nos daba ver la cara seria de papá, que
desde la sillita enana del rincón, vestido solo con su saco pijama de rayas
azules y coloradas, trataba de tener enfocada la linterna sobre la peluca
rubia que mamá le sacudía encima al pobre Leoni.
Mag me abrazaba, me
acariciaba la espalda, el cuello y las pelotas y a cada instante me buscaba
la cara para meter su lengua entre mis labios y los dientes, pero como no
pude convencerla de que me chupase la pija -tendría asco, o no querría dejar
de espiar lo que ocurría en el cuarto- empecé yo mismo a pajearme de nuevo
con la derecha, mientras metía un dedo de la izquierda en el tubito tibio de
Vicky y seguía acariciando con el pulgar esa conchita cálida, que se
empezaba a mover acompasadamente aunque el resto del cuerpo le temblaba de
frío. Acabé pronto, contra la manta impregnada por el olor de la conchita de
Vicky, donde mi piel sentía esa humedad nueva y tibiona que me pareció más
limpia que cualquiera de las que hasta entonces, con mis otros hermanos,
habíamos besado y acariciado tantas veces en el departamento de Raúl.