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Entre
las personas a las que intentamos prestar ayuda por medio de los métodos
psicoanalíticos hallamos con bastante frecuencia un tipo que se distingue
por la coincidencia de ciertas cualidades de carácter y en el que atraen,
además, nuestra atención determinadas singularidades, una de cuyas funciones
somáticas y los órganos en ella participantes hubieron de presentar durante
la infancia. No puedo ya indicar con exactitud cuáles fueron las ocasiones
que me movieron a sospechar una relación orgánica entre aquellas cualidades
del carácter y estas singularidades de ciertos órganos, pero sí puedo asegurar
que en la emergencia de tal sospecha no participó prejuicio alguno teórico.
Posteriormente, la acumulación de impresiones análogas ha robustecido en
mí de tal modo la creencia en dicha relación, que hoy me aventuro ya a comunicarla.
Las personas que me propongo describir atraen nuestra atención por presentar
regularmente asociadas tres cualidades: son ordenados, económicos y tenaces.
Cada una de estas palabras sintetiza, en realidad, un pequeño grupo de rasgos
característicos afines. La cualidad de «ordenado» comprende tanto la pulcritud
individual como la escrupulosidad en el cumplimiento de deberes corrientes
y la garantía personal; lo contrario de «ordenado» sería, en este sentido,
descuidado o desordenado. La economía puede aparecer intensificada hasta
la avaricia, y la tenacidad convertirse en obstinación, enlazándose a ella
fácilmente una tendencia a la cólera e inclinaciones vengativas. Las dos
últimas condiciones mencionadas, la economía y la tenacidad, aparecen más
estrechamente enlazadas entre sí que con la primera. Son también la parte
más constante del complejo total. De todos modos me parece indudable que
las tres se enlazan de algún modo entre sí.
Investigando la temprana infancia de estas personas averiguamos fácilmente
que necesitaron un plazo relativamente amplio para llegar a dominar la incontinencia
alvi infantil, y que todavía en años posteriores de su infancia tuvieron
que lamentar algunos fracasos aislados de esta función. Parecen haber pertenecido
a aquellos niños de pecho que se niegan a defecar en el orinal porque el
acto de la defecación les produce, accesoriamente, un placer, pues confiesan
que en años algo posteriores les gustaba retener la deposición, y recuerdan,
aunque refiriéndose por lo general a sus hermanos y no a sí propios, toda
clase de manejos indecorosos con el producto de la deposición. De estos
signos deducimos una franca acentuación erógena de la zona anal en la constitución
sexual congénita de tales personas. Pero como una vez pasada la infancia
no se descubre ya en ellas resto alguno de tales debilidades y singularidades,
hemos de suponer que la zona anal ha perdido su significación erótica en
el curso de la evolución, y sospechamos que la constancia de aquella tríada
de cualidades observables en su carácter puede ser relacionada con la desaparición
del erotismo anal.
Sé muy bien que nadie se aventura a aceptar la existencia de un estado de
cosas mientras el mismo le resulte incomprensible y no ofrece acceso alguno
a una explicación. Pero algunas de las hipótesis desarrolladas por mí en
Tres ensayos sobre una teoría sexual pueden aproximarnos, por lo menos,
a la comprensión de la parte fundamental de nuestro tema. En el citado estudio
intento mostrar que el instinto sexual humano es algo muy complejo, que
nace de las aportaciones de numerosos componentes e instintos parciales.
Los estímulos periféricos de ciertas partes del cuerpo (los genitales, la
boca, el ano, el extremo del conducto uretral), a las que damos el nombre
de zonas erógenas, rinden aportaciones esenciales a la «excitación sexual».
Pero no todas las magnitudes de excitación procedentes de estas zonas reciben
el mismo destino, ni lo reciben tampoco igual en todos los períodos de la
vida del individuo. En general, sólo una parte de ellas es aportada a la
vida sexual. Otra parte es desviada de los fines sexuales y orientada hacia
otros fines distintos, proceso al que damos el nombre de «sublimación».
Hacia aquel período de la vida individual que designamos con el nombre de
período de «latencia», o sea desde los cinco años a las primeras manifestaciones
de la pubertad (hacia los once años), son creados en la vida anímica, a
costa, precisamente, de estas excitaciones aportadas por las zonas erógenas,
productos de reacción o, por decirlo así, anticuerpos, tales como el pudor,
la repugnancia y la moral, que se oponen en calidad de diques a la ulterior
actividad de los instintos sexuales. Dado que el erotismo anal pertenece
a aquellos componentes del instinto que en el curso de la evolución y en
el sentido de nuestra actual educación cultural resultan inutilizables para
fines sexuales no parece muy aventurado reconocer en las cualidades que
tan frecuentemente muestran reunidos los individuos cuya infancia presentó
una especial intensidad de este instinto parcial -el orden, la economía
y la tenacidad- los resultados más directos y constantes de la sublimación
del erotismo anal.
Tampoco a nosotros se nos ha hecho transparente la necesidad interior de
esta relación, pero sí podemos aducir algo que puede aproximarnos a su comprensión.
La pulcritud, el orden y la escrupulosidad hacen la impresión de ser productos
de la reacción contra el interés hacia lo sucio, perturbador y no perteneciente
a nuestro cuerpo (Dirt is matter in the wrong place). La labor de relacionar
la tenacidad con el interés por la defecación parece harto difícil; pero
podemos recordar que ya el niño de pecho puede conducirse según su voluntad
propia en lo que respecta a la defecación, y que la educación se sirve,
en general, de la aplicación de dolorosos estímulos sobre la región vecina
a la zona erógena anal para doblegar la obstinación del niño e inspirarle
docilidad. Como expresión del terco desafío se emplea aún entre nuestras
clases populares una frase en la que el sujeto invita a su interlocutor
a besarle el trasero, o sea, en realidad, a una caricia que ha sucumbido
a la represión. El gesto de volver la espalda al adversario y mostrarle
el trasero desnudo es también un acto de desafío y desprecio, correspondiendo
a aquella frase. En el Götz von Berlichingen goethiano aparecen exactamente
empleados como expresión de desafío el gesto y la frase descritos.
Entre los complejos del amor al dinero y la defecación, aparentemente tan
dispares, descubrimos, sin embargo, múltiples relaciones. Todo médico que
ha practicado el psicoanálisis sabe que por medio de esta correlación se
logra la desaparición del más rebelde estreñimiento, habitual de los enfermos
nerviosos. El asombro que esto puede provocar quedará mitigado al recordar
que dicha función se demostró también análogamente dócil al influjo de la
sugestión hipnótica. Pero en el psicoanálisis no alcanzamos este resultado
más que tocando el complejo crematístico de los pacientes y atrayéndolo,
con todas sus relaciones, a la conciencia de los mismos. Realmente en todos
aquellos casos en los que dominan o perduran las formas arcaicas del pensamiento,
en las civilizaciones antiguas, los mitos, las fábulas, la superstición,
el pensamiento inconsciente, el sueño y la neurosis, aparece el dinero estrechamente
relacionado con la inmundicia. El oro que el diablo regala a sus protegidos
se transforma luego en estiércol. Y el diablo no es, ciertamente, sino la
personificación de la vida instintiva reprimida e inconsciente. La superstición
que relaciona el descubrimiento de tesoros ocultos con la defecación, y
la figura folklórica del cagaducados, son generalmente conocidas. Ya en
las antiguas leyendas babilónicas es el oro el estiércol del infierno: «Mammon
= ilu mamman». Así, pues, cuando la neurosis sigue los usos del lenguaje,
lo hace tomando las palabras en su sentido primitivo, rico en significaciones,
y cuando parece representar plásticamente una palabra, restablece regularmente
sólo su antiguo sentido.
Es muy posible que la antítesis entre lo más valioso que el hombre ha conocido
y lo más despreciable, la escoria que arroja de sí, sea lo que haya conducido
a esta identificación del oro con la inmundicia.
En el pensamiento de la neurosis coadyuva aún quizá a tal identificación
otra circunstancia. Como ya sabemos, el interés primitivamente erótico,
dedicado a la defecación, se halla destinado a desaparecer en años ulteriores.
En estos años surge como nuevo interés, inexistente en la infancia, el inspirado
por el dinero, y esta circunstancia facilita el que la tendencia anterior,
a punto de perder su fin, se transfiera al nuevo fin emergente.
Si las relaciones aquí afirmadas entre el erotismo anal y la indicada tríada
de condiciones de carácter poseen alguna base real, no esperamos hallar
una especial acentuación del «carácter anal» en aquellos adultos en los
que perdura el carácter erógeno de la zona anal; por ejemplo, en determinados
homosexuales. Si no me equivoco mucho, las observaciones hasta ahora realizadas
no contradicen esta conclusión.
Ante los resultados expuestos habremos de reflexionar si también otros complejos
del carácter dejarán transparentar su derivación de las excitaciones de
determinadas zonas erógenas. Hasta el día, sólo he podido reconocer la «ardiente»
ambición de los individuos que en su infancia padecieron de enuresis. De
todos modos, podemos establecer para la constitución definitiva del carácter,
producto de los instintos parciales, la siguiente fórmula: los rasgos permanentes
del carácter son continuaciones invariadas de los instintos primitivos,
sublimaciones de los mismos o reacciones contra ellos.
[Traducción Luis López-Ballesteros y de Torres]