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Sigmund Freud
PRIMERA PARTE
[LA NATURALEZA DE LO PSÍQUICO]
CAPÍTULO I
EL APARATO PSÍQUICO
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El
psicoanálisis parte de un supuesto básico cuya discusión concierne al pensamiento
filosófico, pero cuya justificación radica en sus propios resultados. De lo
que hemos dado en llamar nuestro psiquismo (o vida mental) son dos las cosas
que conocemos: por un lado, su órgano somático y teatro de acción, el encéfalo
(o sistema nervioso); por el otro, nuestros actos de consciencia, que se nos
dan en forma inmediata y cuya intuición no podría tornarse más directa mediante
ninguna descripción. Ignoramos cuanto existe entre estos dos términos finales
de nuestro conocimiento; no se da entre ellos ninguna relación directa. Si la
hubiera, nos proporcionaría a lo sumo una localización exacta de los procesos
de consciencia, sin contribuir en lo mínimo a su mejor comprensión.
Nuestras dos hipótesis arrancan de estos términos o principios de nuestro conocimiento.
La primera de ellas concierne a la localización: presumimos que la vida psíquica
es la función de un aparato al cual suponemos especialmente extenso y compuesto
de varias partes, o sea, que lo imaginamos a semejanza de un telescopio, de
un microscopio o algo parecido. La consecuente elaboración de semejante concepción
representa una novedad científica, aunque ya se hayan efectuado determinados
intentos en este sentido.
Las nociones que tenemos de este aparato psíquico las hemos adquirido estudiando
el desarrollo individual del ser humano. A la más antigua de esas provincias
o instancias psíquicas la llamamos ello; tiene por contenido todo lo heredado,
lo innato, lo constitucionalmente establecido; es decir, sobre todo, los instintos
originados en la organización somática, que alcanzan en el ello una primera
expresión psíquica, cuyas formas aún desconocemos.
Bajo la influencia del mundo exterior real que nos rodea, una parte del ello
ha experimentado una transformación particular. De lo que era originalmente
una capa cortical dotada de órganos receptores de estímulos y de dispositivos
para la protección contra las estimulaciones excesivas, desarrollóse paulatinamente
una organización especial que desde entonces oficia de mediadora entre el ello
y el mundo exterior. A este sector de nuestra vida psíquica le damos el nombre
de yo.
Características principales del «yo»
En virtud de la relación preestablecida entre la percepción sensorial y la actividad
muscular, el yo gobierna la motilidad voluntaria. Su tarea consiste en la autoconservación,
y la realiza en doble sentido. Frente al mundo exterior se percata de los estímulos,
acumula (en la memoria) experiencias sobre los mismos, elude (por la fuga) los
que son demasiado intensos, enfrenta (por adaptación) los estímulos moderados
y, por fin, aprende a modificar el mundo exterior, adecuándolo a su propia conveniencia
(a través de la actividad). Hacia el interior, frente al ello, conquista el
dominio sobre las exigencias de los instintos, decide si han de tener acceso
a la satisfacción aplazándola hasta las oportunidades y circunstancias más favorables
del mundo exterior, o bien suprimiendo totalmente las excitaciones instintivas.
En esta actividad el yo es gobernado por la consideración de las tensiones excitativas
que ya se encuentran en él o que va recibiendo. Su aumento se hace sentir por
lo general como displacer, y su disminución como placer. Es probable, sin embargo,
que lo sentido como placer y como displacer no sean las magnitudes absolutas
de esas tensiones excitativas, sino alguna particularidad en el ritmo de sus
modificaciones. El yo persigue el placer y trata de evitar el displacer. Responde
con una señal de angustia a todo aumento esperado y previsto del displacer,
calificándose de peligro el motivo de dicho aumento, ya amenace desde el exterior
o desde el interior. Periódicamente el yo abandona su conexión con el mundo
exterior y se retrae al estado del dormir, modificando profundamente su organización.
De este estado de reposo se desprende que dicha organización consiste en una
distribución particular de la energía psíquica.
Como sedimento del largo período infantil durante el cual el ser humano en formación
vive en dependencia de sus padres, fórmase en el yo una instancia especial que
perpetúa esa influencia parental y a la que se ha dado el nombre de super-yo.
En la medida en que se diferencia el yo o se le opone, este super-yo constituye
una tercera potencia que el yo ha de tomar en cuenta.
Una acción del yo es correcta si satisface al mismo tiempo las exigencias del
yo, del super-yo y de la realidad; es decir, si logra conciliar mutuamente sus
demandas respectivas. Los detalles de la relación entre el yo y el super-yo
se tornan perfectamente inteligibles, reduciéndolos a la actitud del niño frente
a sus padres. Naturalmente, en la influencia parental no sólo actúa la índole
personal de aquéllos, sino también el efecto de las tradiciones familiares,
raciales y populares que ellos perpetúan, así como las demandas del respectivo
medio social que representan. De idéntica manera, en el curso de la evolución
individual el super-yo incorpora aportes de sustitutos y sucesores ulteriores
de los padres, como los educadores, los personajes ejemplares, los ideales venerados
en la sociedad. Se advierte que, a pesar de todas sus diferencias fundamentales,
el ello y el super-yo tienen una cosa en común: ambos representan las influencias
del pasado: el ello, las heredadas; el super-yo, esencialmente las recibidas
de los demás, mientras que el yo es determinado principalmente por las vivencias
propias del individuo; es decir, por lo actual y accidental.
Este esquema general de un aparato psíquico puede asimismo admitirse como válido
para los animales superiores, psíquicamente similares al hombre. Debemos suponer
que existe un super-yo en todo ser que, como el hombre, haya tenido un período
más bien prolongado de dependencia infantil. Cabe también aceptar inevitablemente
la distinción entre un yo y un ello.
La psicología animal no ha abordado todavía el interesante problema que aquí
se plantea.
[Traducción de Luis López-Ballesteros y de Torres]