Compendio de psicoanálisis - 1938 [1940]

Sigmund Freud

SEGUNDA PARTE

APLICACIONES PRÁCTICAS

CAPÍTULO VI

LA TÉCNICA PSICOANALÍTICA

El sueño, es, por consiguiente, una psicosis, con todas las absurdidades, las formaciones delirantes y las ilusiones de una psicosis. Pero es una psicosis de breve duración, inofensiva, que aún cumple una función útil, que es iniciada con el consentimiento de su portador y concluida por un acto voluntario de éste. Sin embargo, no deja de ser una psicosis, y nos demuestra cómo hasta una alteración de la vida psíquica tan profunda como ésta puede anularse y ceder la plaza a la función normal. En vista de ello, ¿acaso es demasiada osadía esperar que también sería posible someter a nuestro influjo y llevar a la curación las temibles enfermedades espontáneas de la vida psíquica?

Poseemos ya algunos conocimientos necesarios para emprender esta tarea. Según dimos por establecido, el yo tiene la función de enfrentar sus tres relaciones de dependencia: de la realidad, del ello y del super-yo, sin afectar su organización ni menoscabar su autonomía. La condición básica de los estados patológicos que estamos considerando debe consistir, pues, en un debilitamiento relativo o absoluto del yo que le impida cumplir sus funciones. La exigencia más difícil que se le plantea al yo probablemente sea la dominación de las exigencias institucionales del ello, tarea para la cual debe mantener activas grandes magnitudes de anticatexis. Pero también las exigencias del super-yo pueden tornarse tan fuertes e inexorables que el yo se encuentre como paralizado en sus restantes funciones. Sospechamos que en los conflictos económicos así originados el ello y el super-yo suelen hacer causa común contra el hostigado yo, que trata de aferrarse a la realidad para mantener su estado normal. Si los dos primeros, empero, se tornan demasiado fuertes, pueden llegar a quebrantar y modificar la organización del yo, de modo que su relación adecuada con la realidad quede perturbada o aun abolida. Ya lo hemos visto en el sueño: si el yo se desprende de la realidad del mundo exterior, cae, por influjo del mundo interior, en la psicosis.

Sobre estas mismas nociones se funda nuestro plan terapéutico. El yo ha sido debilitado por el conflicto interno; debemos acudir en su ayuda. Sucede como en una guerra civil que sólo puede ser decidida mediante el socorro de un aliado extranjero. El médico analista y el yo debilitado del paciente, apoyados en el mundo real exterior, deben tomar partido contra los enemigos, es decir, contra las exigencias instintuales del ello y las demandas morales del super-yo. Concertamos un pacto con nuestro aliado. El yo enfermo nos promete la más completa sinceridad, es decir, promete poner a nuestra disposición todo el material que le suministra su autopercepción; por nuestra parte, le aseguramos la más estricta discreción y ponemos a su servicio nuestra experiencia en la interpretación del material influido por el inconsciente. Nuestro saber ha de compensar su ignorancia, ha de restituir a su yo la hegemonía sobre las provincias perdidas de la vida psíquica. En este pacto consiste la situación analítica.

Mas apenas hemos dado este paso, ya nos espera la primera defraudación, la primera llamada a la cautela. Para que el yo del enfermo sea un aliado útil en nuestra labor común será preciso que, a pesar de todo el hostigamiento por las potencias enemigas, haya conservado cierta medida de coherencia, cierto resto de reconocimiento de las exigencias que le plantea la realidad. Pero no esperemos tal cosa en el yo del psicótico, que nunca podrá cumplir semejante pacto y apenas si podrá concertarlo. Al poco tiempo habrá arrojado nuestra persona, junto con la ayuda que le ofrecemos, al montón de los elementos del mundo exterior que ya nada le importan. Con ello reconocemos la necesidad de renunciar a la aplicación de nuestro plan terapéutico en el psicótico, renuncia que quizá sea definitiva, o quizá sólo transitoria, hasta que hayamos encontrado otro plan más apropiado para ese propósito.

Pero aún existe otra clase de enfermos psíquicos, sin duda muy emparentados con los psicóticos: la inmensa masa de los neuróticos graves. Tanto las causas de su enfermedad como los mecanismos patogénicos de la misma tienen que ser idénticos, o por lo menos muy análogos; pero, en cambio, su yo ha demostrado ser más resistente, no ha llegado a desorganizarse tanto. Pese a todos sus trastornos y a la consiguiente inadecuación, muchos de ellos aún consiguen imponerse en la vida real. Quizá estos neuróticos se muestren dispuestos a aceptar nuestra ayuda, de modo que limitaremos a ellos nuestro interés y trataremos de ver cómo y hasta qué punto podemos «curarlos».

Nuestro pacto lo concertamos, pues, con los neuróticos: plena sinceridad contra estricta discreción. Este trato impresiona como si sólo quisiéramos oficiar de confesores laicos; pero la diferencia es muy grande, pues no deseamos averiguar solamente lo que el enfermo sabe y oculta ante los demás, sino que también ha de contarnos lo que él mismo no sabe. Con tal objeto le impartimos una definición más precisa de lo que comprendemos por sinceridad. Lo comprometemos a ajustarse a la regla fundamental del análisis, que en el futuro habrá de regir su conducta para con nosotros. No sólo deberá comunicarnos lo que sea capaz de decir intencionalmente y de buen grado, lo que le ofrece el mismo alivio que cualquier confesión, sino también todo lo demás que le sea presentado por su autoobservación, cuanto le venga a la mente, por más que le sea desagradable decirlo y aunque le parezca carente de importancia o aun insensato y absurdo. Si después de esta indicación consigue abolir su autocrítica, nos suministrará una cantidad de material: ideas, ocurrencias, recuerdos, que ya se encuentran bajo el influjo del inconsciente, que a menudo son derivados directos de éste y que nos colocan en situación de conjeturar sus contenidos inconscientes reprimidos, cuya comunicación al paciente ampliará el conocimiento que su propio yo tiene de su inconsciente.

Pero la intervención de su yo está lejos de limitarse a suministrarnos, en pasiva obediencia, el material solicitado y a aceptar crédulamente nuestra traducción del mismo. Lo que sucede en realidad es algo muy distinto: algo que en parte podríamos prever y que en parte ha de sorprendernos. Lo más extraño es que el paciente no se conforma con ver en el analista, a la luz de la realidad, un auxiliador y consejero, al que además remunera sus esfuerzos y que, a su vez, estaría muy dispuesto a conformarse con una función parecida a la del guía en una ardua excursión alpina; por el contrario, el enfermo ve en aquél una copia -una reencarnación- de alguna persona importante de su infancia, de su pasado, transfiriéndole, pues, los sentimientos y las reacciones que seguramente correspondieron a ese modelo pretérito. Este fenómeno de la transferencia no tarda en revelarse como un factor de insospechada importancia; por un lado, un instrumento de valor sin igual; por el otro, una fuente de graves peligros. Esta transferencia es ambivalente; comprende actitudes positivas (afectuosas), tanto como negativas (hostiles) frente al analista, que por lo general es colocado en lugar de un personaje parental, del padre o de la madre. Mientras la transferencia sea positiva, nos sirve admirablemente: altera toda la situación analítica, deja a un lado el propósito racional de llegar a curar y de librarse del sufrimiento. En su lugar aparece el propósito de agradar al analista, de conquistar su aplauso y su amor, que se convierte en el verdadero motor de la colaboración del paciente; el débil yo se fortalece, y bajo el influjo de dicho propósito el paciente logra lo que de otro modo le sería imposible: abandona sus síntomas y se cura aparentemente; todo esto, simplemente por amor al analista. Este deberá confesarse, avergonzado, que emprendió una difícil tarea sin sospechar siquiera cuán extraordinarios poderes le vendrían a las manos.

La relación de transferencia entraña además otras dos ventajas. El paciente, colocando al analista en lugar de su padre (o de su madre), también le confiere el poderío que su super-yo ejerce sobre el yo, pues estos padres fueron, como sabemos, el origen del super-yo. El nuevo super-yo tiene ahora la ocasión de llevar a cabo una especie de reeducación del neurótico y puede corregir los errores cometidos por los padres en su educación. Aquí debemos advertir, empero, contra el abuso de este nuevo influjo. Por más que al analista le tiente convertirse en maestro, modelo e ideal de otros; por más que le seduzca crear seres a su imagen y semejanza, deberá recordar que no es ésta su misión en el vínculo analítico y que traiciona su deber si se deja llevar por tal inclinación. Con ello no hará sino repetir un error de los padres, que aplastaron con su influjo la independencia del niño, y sólo sustituirá la antigua dependencia por una nueva. Muy al contrario, en todos sus esfuerzos por mejorar y educar al paciente, el analista siempre deberá respetar su individualidad. La medida del influjo que se permitirá legítimamente deberá ajustarse al grado de inhibición evolutiva que halle en su paciente. Algunos neuróticos han quedado tan infantiles, que aun en el análisis sólo es posible tratarlos como a niños.

La transferencia tiene también otra ventaja: el paciente nos representa en ella, con plástica nitidez, un trozo importante de su vida que de otro modo quizá sólo hubiese descrito insuficientemente. En cierto modo actúa ante nosotros, en lugar de referir.
Veamos ahora el reverso de esta relación. La transferencia, al reproducir los vínculos con los padres, también asume su ambivalencia. No se podrá evitar que la actitud positiva frente al analista se convierta algún día en negativa, hostil. Tampoco ésta suele ser más que una repetición del pasado. La docilidad frente al padre (si de éste se trata), la conquista de su favor, surgieron de un deseo erótico dirigido a su persona. En algún momento esta pretensión también surgirá en la transferencia, exigiendo satisfacción. Pero en la situación analítica no puede menos que tropezar con una frustración, pues las relaciones sexuales reales entre paciente y analista están excluidas, y tampoco las formas más sutiles de satisfacción, como la preferencia, la intimidad, etc., no serán concedidas por el analista sino en exigua medida. Semejante rechazo sirve de pretexto para el cambio de actitud, como probablemente ocurrió también en la primera infancia del paciente.

Los éxitos terapéuticos alcanzados bajo el dominio de la transferencia positiva justifican la sospecha de su índole sugestiva. Una vez que la transferencia negativa adquiere supremacía, son barridos como el polvo por el viento. Advertimos con horror que todos los esfuerzos realizados han sido vanos. Hasta lo que podíamos considerar como un progreso intelectual definitivo del paciente -su comprensión del psicoanálisis, su confianza en la eficacia de éste- ha desaparecido en un instante. Se conduce como un niño sin juicio propio, que cree ciegamente en quien haya conquistado su amor, pero en nadie más.

A todas luces, el peligro de estos estados transferenciales reside en que el paciente confunda su índole, tomando por vivencias reales y actuales lo que no es sino un reflejo del pasado. Si él (o ella) llega a sentir la fuerte pulsión erótica que se esconde tras la transferencia positiva, cree haberse enamorado apasionadamente; al virar la transferencia, se considera ofendido y despreciado, odia al analista como a un enemigo y está dispuesto a abandonar el análisis. En ambos casos extremos habrá echado al olvido el pacto aceptado al iniciar el tratamiento; en ambos casos se habrá tornado inepto para la prosecución de la labor en común. En cada una de estas situaciones el analista tiene el deber de arrancar al paciente de tal ilusión peligrosa, mostrándole sin cesar que lo que toma por una nueva vivencia real es sólo un espejismo del pasado. Y para evitar que caiga en un estado inaccesible a toda prueba, el analista procurará evitar que tanto el enamoramiento como la hostilidad alcancen grados extremos. Se consigue tal cosa advirtiendo precozmente al paciente contra esa eventualidad y no dejando pasar inadvertidos los primeros indicios de la misma. Esta prudencia en el manejo de la transferencia suele rendir copiosos frutos. Si, como sucede generalmente, se logra aclarar al paciente la verdadera naturaleza de los fenómenos transferenciales, se habrá restado un arma poderosa a la resistencia, cuyos peligros se convertirán ahora en beneficios, pues el paciente nunca olvidará lo que haya vivenciado en las formas de la transferencia; tendrá para él mayor fuerza de convicción que cuanto haya adquirido de cualquier otra manera.

Nos resulta muy inconveniente que el paciente actúe fuera de la transferencia, en lugar de limitarse a recordar; lo ideal para nuestros fines sería que fuera del tratamiento se condujera de la manera más normal posible, expresando sólo en la transferencia sus reacciones anormales.
Nuestros esfuerzos para fortalecer el yo debilitado parten de la ampliación de su autoconocimiento. Sabemos que esto no es todo; pero es el primer paso. La pérdida de tal conocimiento de sí mismo implica para el yo un déficit de poderío e influencia, es el primer indicio tangible de que se encuentra cohibido y coartado por las demandas del ello y del super-yo. Así, la primera parte del socorro que pretendemos prestarle es una labor intelectual de parte nuestra y una invitación a colaborar en ella para el paciente. Sabemos que esta primera actividad ha de allanarnos el camino hacia otra tarea más dificultosa, cuya parte dinámica no habremos perdido de vista durante aquella introducción. El material para nuestro trabajo lo tomamos de distintas fuentes: de lo que nos informa con sus comunicaciones y asociaciones libres, de lo que nos revela en sus transferencias, de lo que recogemos en la interpretación de sus sueños, de lo que traducen sus actos fallidos. Todo este material nos permite reconstruir tanto lo que le sucedió alguna vez, siendo luego olvidado, como lo que ahora sucede en él, sin que lo comprenda. Mas en todo esto nunca dejaremos de discernir estrictamente nuestro saber del suyo. Evitaremos comunicarle al punto cosas que a menudo adivinamos inmediatamente, y tampoco le diremos todo lo que creamos haber descubierto. Reflexionaremos detenidamente sobre la oportunidad en que convenga hacerle partícipe de alguna de nuestras inferencias; aguardaremos el momento que nos parezca más oportuno, decisión que no siempre resulta fácil. Por regla general, diferimos la comunicación de una inferencia, su explicación, hasta que el propio paciente se le haya aproximado tanto que sólo le quede por dar un paso, aunque éste sea precisamente el de la síntesis decisiva. Si procediéramos de otro modo, si lo abrumáramos con nuestras interpretaciones antes de estar preparado para ellas, nuestras explicaciones no tendrían resultado alguno, o bien provocarían una violenta erupción de la resistencia, que podría dificultar o aun tornar problemática la prosecución de nuestra labor común. Pero si lo hemos preparado suficientemente, a menudo logramos que el paciente confirme al punto nuestra construcción y recuerde, a su vez, el suceso interior o exterior que había sido olvidado. Cuanto más fielmente coincida la construcción con los detalles de lo olvidado tanto más fácil será lograr su asentimiento. Nuestro saber de este asunto se habrá convertido entonces también en su saber.

Al mencionar la resistencia hemos abordado la segunda parte, la más importante de nuestra tarea. Ya sabemos que el yo se protege contra la irrupción de elementos indeseables del ello inconsciente y reprimido mediante anticatexis cuya integridad es una condición ineludible de su funcionamiento normal. Ahora bien: cuanto más acosado se sienta el yo, tanto más tenazmente se aferrará, casi aterrorizado, a esas anticatexis con el fin de proteger su precaria existencia contra nuevas irrupciones. Pero esta tendencia defensiva no armoniza con los propósitos de nuestro tratamiento. Por el contrario, queremos que el yo, envalentonado por la seguridad que le promete nuestro apoyo, ose emprender la ofensiva para reconquistar lo perdido. En este trance la fuerza de las anticatexis se nos hace sentir como resistencias contra nuestra labor. El yo retrocede, asustado, ante empresas que le parecen peligrosas y que amenazan provocarle displacer; para que no se nos resista es preciso que lo animemos y aplaquemos sin cesar. A esta resistencia, que perdura durante todo el tratamiento, renovándose con cada nuevo avance del análisis, la llamamos, un tanto incorrectamente, resistencia de la represión. Ya veremos que no es la única clase de resistencia cuya aparición debemos esperar. Es interesante advertir que en esta situación se convierten, en cierta manera, los secuaces de cada bando, pues el yo se resiste a nuestra llamada, mientras que el inconsciente, por lo general enemigo nuestro, acude en nuestra ayuda, animado por su «empuje de afloramiento» natural, ya que ninguna tendencia suya es tan poderosa como la de irrumpir al yo y ascender a la consciencia a través de las barreras que se le ha impuesto. La lucha desencadenada cuando alcanzamos nuestro propósito y logramos inducir al yo a que supere sus resistencias se lleva a cabo bajo nuestra conducción y con nuestro auxilio. Es indiferente qué desenlace tenga: si llevará a que el yo acepte, previo nuevo examen, una exigencia instintiva que hasta el momento había repudiado, o a que vuelva a rechazarla, esta vez definitivamente. En ambos casos se habrá eliminado un peligro permanente, se habrán ampliado los límites del yo y se habrá tornado superfluo un costoso despliegue de energía.

La superación de las resistencias es aquella parte de nuestra labor que demanda mayor tiempo y máximo esfuerzo. Pero también rinde sus frutos, pues significa una modificación favorable del yo, que subsistirá y se impondrá durante la vida del paciente, cualquiera que sea el destino de la transferencia. Al mismo tiempo eliminamos paulatinamente aquella modificación del yo establecida bajo el influjo del inconsciente, pues cada vez que hallamos derivados del mismo en el yo nos apresuramos a señalar su origen ilegítimo e incitamos al yo a rechazarlos. Recordemos que una de las condiciones básicas de nuestro pactado auxilio consistía en que dicha modificación del yo por irrupción de elementos inconscientes no hubiese sobrepasado determinada medida.

A medida que progresa nuestra labor y que se ahondan nuestros conocimientos de la vida psíquica del neurótico, resaltan con creciente claridad dos nuevos factores que merecen la mayor consideración como fuentes de resistencias. Ambos son completamente ignorados por el enfermo y no pudieron ser tenidos en cuenta al concertar nuestro pacto; además, no se originan en el yo del paciente. Podemos englobarlos en el término común de «necesidad de estar enfermo» o «necesidad de sufrimiento»; pero responden a distintos orígenes, aunque por lo demás sean de índole similar. El primero de estos dos factores es el sentimiento de culpabilidad o la consciencia de culpabilidad, como también se lo llama, pasando por alto el hecho de que el enfermo no lo siente ni se percata de él. Trátase, evidentemente, de la contribución aportada a la resistencia por un super-yo que se ha tornado particularmente severo y cruel. El individuo no ha de curar, sino que seguirá enfermo, pues no merece nada mejor. Esta resistencia no perturba en realidad nuestra labor intelectual, pero le resta eficacia, y aunque nos permite a menudo superar una forma de sufrimiento neurótico, se dispone inmediatamente a sustituirla por otra y, en último caso, por una enfermedad somática. Este sentimiento de culpabilidad explica también la ocasional curación o mejoría de graves neurosis bajo el influjo de desgracias reales; en efecto, se trata tan sólo de que uno esté sufriendo, no importa de qué manera. La tranquila resignación con que tales personas suelen soportar su pesado destino es muy notable, pero también reveladora. Al combatir esta resistencia hemos de limitarnos a hacerla consciente y a tratar de demoler paulatinamente el super-yo hostil.

No es tan fácil revelar la existencia de otra resistencia, ante cuya eliminación nos encontramos particularmente inermes. Entre los neuróticos existen algunos en los cuales, a juzgar por todas sus reacciones, el instinto de autoconservación ha experimentado nada menos que una inversión diametral. Estas personas no parecen perseguir otra cosa sino dañarse a sí mismas y autodestruirse; quizá también pertenezcan a este grupo las que realmente concluyen por suicidarse. Suponemos que en ellas se han producido vastas tormentas de los instintos, que liberaron excesivas cantidades del instinto de destrucción dirigidos hacia dentro. Tales pacientes no pueden tolerar la posibilidad de ser curados por nuestro tratamiento y se le resisten con todos los medios a su alcance. Pero nos apresuramos a confesar que se trata de casos cuyo esclarecimiento aún no hemos logrado del todo.

Contemplemos una vez más la situación en que nos hemos colocado con nuestra tentativa de auxiliar al yo neurótico. Este ya no puede cumplir la tarea que le impone el mundo exterior, inclusive la sociedad humana. No dispone de todas sus experiencias; se le ha sustraído gran parte de su caudal mnemónico. Su actividad está inhibida por estrictas prohibiciones del super-yo; su energía se consume en inútiles tentativas de rechazar las exigencias del ello. Además, las incesantes irrupciones del ello han quebrantado su organización, lo han dividido, ya no le permiten establecer una síntesis ordenada y lo dejan a merced de tendencias opuestas entre sí, de conflictos no solucionados, de dudas no resueltas. En primer lugar, hacemos que este yo debilitado del paciente participe en la labor interpretativa puramente intelectual, que persigue el relleno provisorio de las lagunas de su patrimonio psíquico; dejamos que nos transfiera la autoridad de su super-yo; lo hostigamos para que asuma la lucha por cada una de las exigencias del ello y para que venza las resistencias así despertadas. Simultáneamente, restablecemos el orden en su yo, investigando los contenidos y los impulsos que han irrumpido del inconsciente y exponiéndolos a la crítica mediante la reducción a su verdadero origen. Aunque servimos al paciente en distintas funciones -como autoridad, como sustitutos de los padres, como maestros y educadores-, nuestro mayor auxilio se lo rendimos cuando, en calidad de analistas, elevamos al nivel normal los procesos psíquicos de su yo, cuando tornamos preconsciente lo que llegó a convertirse en inconsciente y reprimido, volviendo a restituirlo así al dominio del yo. Por parte del paciente contamos con la ayuda de algunos factores racionales, como la necesidad de curación motivada por su sufrimiento y el interés intelectual que en él podemos despertar por las teorías y revelaciones del psicoanálisis; pero la ayuda más poderosa es la transferencia positiva que el paciente nos ofrece. En cambio, tenemos por enemigos la transferencia negativa, la resistencia represiva del yo (es decir, el displacer que le inspira el pesado trabajo que se le encarga); además, el sentimiento de culpabilidad surgido de su relación con el super-yo y la necesidad de estar enfermo motivada por las profundas transformaciones de su economía instintual. La parte que corresponda a estos dos últimos factores decidirá el carácter leve o grave de un caso. Independientemente de estos factores, pueden reconocerse aún otros de carácter favorable o desfavorable. Así, de ningún modo puede convenirnos cierta inercia psíquica, cierta viscosidad de la libido, reacia a abandonar sus fijaciones; por otra parte, desempeña un gran papel favorable la capacidad de la persona para sublimar sus instintos, así como su facultad para elevarse sobre la cruda vida instintiva y, por fin, el poder relativo de sus funciones intelectuales.

No puede defraudarnos, sino que consideraremos muy comprensible, la conclusión de que el resultado final de la lucha emprendida depende de relaciones cuantitativas, del caudal de energía que podamos movilizar a nuestro favor en el paciente, comparado con la suma de las energías que desplieguen las instancias hostiles a nuestros esfuerzos. También aquí Dios está con los batallones más fuertes: por cierto que no logramos vencer siempre, pero al menos podemos reconocer casi siempre por qué no hemos vencido. Quien haya seguido nuestra exposición animado tan sólo por un interés terapéutico quizá se aparte con desprecio después de esta confesión. Pero la terapia sólo nos concierne aquí en la medida en que opera con recursos psicológicos, y por el momento no disponemos de otros. El futuro podrá enseñarnos a influir directamente, mediante sustancias químicas particulares, sobre las cantidades de energía y sobre su distribución en el aparato psíquico. Quizá surjan aún otras posibilidades terapéuticas todavía insospechadas; por ahora no disponemos de nada mejor que la técnica psicoanalítica, y por eso no se la debería desdeñar; pese a todas sus limitaciones.

[Traducción de Luis López-Ballesteros y de Torres]

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