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Sigmund Freud
SEGUNDA PARTE
APLICACIONES PRÁCTICAS
CAPÍTULO VI
LA TÉCNICA PSICOANALÍTICA
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El sueño, es, por consiguiente,
una psicosis, con todas las absurdidades, las formaciones delirantes
y las ilusiones de una psicosis. Pero es una psicosis de breve duración,
inofensiva, que aún cumple una función útil, que es iniciada con
el consentimiento de su portador y concluida por un acto voluntario
de éste. Sin embargo, no deja de ser una psicosis, y nos demuestra
cómo hasta una alteración de la vida psíquica tan profunda como
ésta puede anularse y ceder la plaza a la función normal. En vista
de ello, ¿acaso es demasiada osadía esperar que también sería posible
someter a nuestro influjo y llevar a la curación las temibles enfermedades
espontáneas de la vida psíquica?
Poseemos ya algunos conocimientos necesarios para emprender esta
tarea. Según dimos por establecido, el yo tiene la función de enfrentar
sus tres relaciones de dependencia: de la realidad, del ello y del
super-yo, sin afectar su organización ni menoscabar su autonomía.
La condición básica de los estados patológicos que estamos considerando
debe consistir, pues, en un debilitamiento relativo o absoluto del
yo que le impida cumplir sus funciones. La exigencia más difícil
que se le plantea al yo probablemente sea la dominación de las exigencias
institucionales del ello, tarea para la cual debe mantener activas
grandes magnitudes de anticatexis. Pero también las exigencias del
super-yo pueden tornarse tan fuertes e inexorables que el yo se
encuentre como paralizado en sus restantes funciones. Sospechamos
que en los conflictos económicos así originados el ello y el super-yo
suelen hacer causa común contra el hostigado yo, que trata de aferrarse
a la realidad para mantener su estado normal. Si los dos primeros,
empero, se tornan demasiado fuertes, pueden llegar a quebrantar
y modificar la organización del yo, de modo que su relación adecuada
con la realidad quede perturbada o aun abolida. Ya lo hemos visto
en el sueño: si el yo se desprende de la realidad del mundo exterior,
cae, por influjo del mundo interior, en la psicosis.
Sobre estas mismas nociones se funda nuestro plan terapéutico. El
yo ha sido debilitado por el conflicto interno; debemos acudir en
su ayuda. Sucede como en una guerra civil que sólo puede ser decidida
mediante el socorro de un aliado extranjero. El médico analista
y el yo debilitado del paciente, apoyados en el mundo real exterior,
deben tomar partido contra los enemigos, es decir, contra las exigencias
instintuales del ello y las demandas morales del super-yo. Concertamos
un pacto con nuestro aliado. El yo enfermo nos promete la más completa
sinceridad, es decir, promete poner a nuestra disposición todo el
material que le suministra su autopercepción; por nuestra parte,
le aseguramos la más estricta discreción y ponemos a su servicio
nuestra experiencia en la interpretación del material influido por
el inconsciente. Nuestro saber ha de compensar su ignorancia, ha
de restituir a su yo la hegemonía sobre las provincias perdidas
de la vida psíquica. En este pacto consiste la situación analítica.
Mas apenas hemos dado este paso, ya nos espera la primera defraudación,
la primera llamada a la cautela. Para que el yo del enfermo sea
un aliado útil en nuestra labor común será preciso que, a pesar
de todo el hostigamiento por las potencias enemigas, haya conservado
cierta medida de coherencia, cierto resto de reconocimiento de las
exigencias que le plantea la realidad. Pero no esperemos tal cosa
en el yo del psicótico, que nunca podrá cumplir semejante pacto
y apenas si podrá concertarlo. Al poco tiempo habrá arrojado nuestra
persona, junto con la ayuda que le ofrecemos, al montón de los elementos
del mundo exterior que ya nada le importan. Con ello reconocemos
la necesidad de renunciar a la aplicación de nuestro plan terapéutico
en el psicótico, renuncia que quizá sea definitiva, o quizá sólo
transitoria, hasta que hayamos encontrado otro plan más apropiado
para ese propósito.
Pero aún existe otra clase de enfermos psíquicos, sin duda muy emparentados
con los psicóticos: la inmensa masa de los neuróticos graves. Tanto
las causas de su enfermedad como los mecanismos patogénicos de la
misma tienen que ser idénticos, o por lo menos muy análogos; pero,
en cambio, su yo ha demostrado ser más resistente, no ha llegado
a desorganizarse tanto. Pese a todos sus trastornos y a la consiguiente
inadecuación, muchos de ellos aún consiguen imponerse en la vida
real. Quizá estos neuróticos se muestren dispuestos a aceptar nuestra
ayuda, de modo que limitaremos a ellos nuestro interés y trataremos
de ver cómo y hasta qué punto podemos «curarlos».
Nuestro pacto lo concertamos, pues, con los neuróticos: plena sinceridad
contra estricta discreción. Este trato impresiona como si sólo quisiéramos
oficiar de confesores laicos; pero la diferencia es muy grande,
pues no deseamos averiguar solamente lo que el enfermo sabe y oculta
ante los demás, sino que también ha de contarnos lo que él mismo
no sabe. Con tal objeto le impartimos una definición más precisa
de lo que comprendemos por sinceridad. Lo comprometemos a ajustarse
a la regla fundamental del análisis, que en el futuro habrá de regir
su conducta para con nosotros. No sólo deberá comunicarnos lo que
sea capaz de decir intencionalmente y de buen grado, lo que le ofrece
el mismo alivio que cualquier confesión, sino también todo lo demás
que le sea presentado por su autoobservación, cuanto le venga a
la mente, por más que le sea desagradable decirlo y aunque le parezca
carente de importancia o aun insensato y absurdo. Si después de
esta indicación consigue abolir su autocrítica, nos suministrará
una cantidad de material: ideas, ocurrencias, recuerdos, que ya
se encuentran bajo el influjo del inconsciente, que a menudo son
derivados directos de éste y que nos colocan en situación de conjeturar
sus contenidos inconscientes reprimidos, cuya comunicación al paciente
ampliará el conocimiento que su propio yo tiene de su inconsciente.
Pero la intervención de su yo está lejos de limitarse a suministrarnos,
en pasiva obediencia, el material solicitado y a aceptar crédulamente
nuestra traducción del mismo. Lo que sucede en realidad es algo
muy distinto: algo que en parte podríamos prever y que en parte
ha de sorprendernos. Lo más extraño es que el paciente no se conforma
con ver en el analista, a la luz de la realidad, un auxiliador y
consejero, al que además remunera sus esfuerzos y que, a su vez,
estaría muy dispuesto a conformarse con una función parecida a la
del guía en una ardua excursión alpina; por el contrario, el enfermo
ve en aquél una copia -una reencarnación- de alguna persona importante
de su infancia, de su pasado, transfiriéndole, pues, los sentimientos
y las reacciones que seguramente correspondieron a ese modelo pretérito.
Este fenómeno de la transferencia no tarda en revelarse como un
factor de insospechada importancia; por un lado, un instrumento
de valor sin igual; por el otro, una fuente de graves peligros.
Esta transferencia es ambivalente; comprende actitudes positivas
(afectuosas), tanto como negativas (hostiles) frente al analista,
que por lo general es colocado en lugar de un personaje parental,
del padre o de la madre. Mientras la transferencia sea positiva,
nos sirve admirablemente: altera toda la situación analítica, deja
a un lado el propósito racional de llegar a curar y de librarse
del sufrimiento. En su lugar aparece el propósito de agradar al
analista, de conquistar su aplauso y su amor, que se convierte en
el verdadero motor de la colaboración del paciente; el débil yo
se fortalece, y bajo el influjo de dicho propósito el paciente logra
lo que de otro modo le sería imposible: abandona sus síntomas y
se cura aparentemente; todo esto, simplemente por amor al analista.
Este deberá confesarse, avergonzado, que emprendió una difícil tarea
sin sospechar siquiera cuán extraordinarios poderes le vendrían
a las manos.
La relación de transferencia entraña además otras dos ventajas.
El paciente, colocando al analista en lugar de su padre (o de su
madre), también le confiere el poderío que su super-yo ejerce sobre
el yo, pues estos padres fueron, como sabemos, el origen del super-yo.
El nuevo super-yo tiene ahora la ocasión de llevar a cabo una especie
de reeducación del neurótico y puede corregir los errores cometidos
por los padres en su educación. Aquí debemos advertir, empero, contra
el abuso de este nuevo influjo. Por más que al analista le tiente
convertirse en maestro, modelo e ideal de otros; por más que le
seduzca crear seres a su imagen y semejanza, deberá recordar que
no es ésta su misión en el vínculo analítico y que traiciona su
deber si se deja llevar por tal inclinación. Con ello no hará sino
repetir un error de los padres, que aplastaron con su influjo la
independencia del niño, y sólo sustituirá la antigua dependencia
por una nueva. Muy al contrario, en todos sus esfuerzos por mejorar
y educar al paciente, el analista siempre deberá respetar su individualidad.
La medida del influjo que se permitirá legítimamente deberá ajustarse
al grado de inhibición evolutiva que halle en su paciente. Algunos
neuróticos han quedado tan infantiles, que aun en el análisis sólo
es posible tratarlos como a niños.
La transferencia tiene también otra ventaja: el paciente nos representa
en ella, con plástica nitidez, un trozo importante de su vida que
de otro modo quizá sólo hubiese descrito insuficientemente. En cierto
modo actúa ante nosotros, en lugar de referir.
Veamos ahora el reverso de esta relación. La transferencia, al reproducir
los vínculos con los padres, también asume su ambivalencia. No se
podrá evitar que la actitud positiva frente al analista se convierta
algún día en negativa, hostil. Tampoco ésta suele ser más que una
repetición del pasado. La docilidad frente al padre (si de éste
se trata), la conquista de su favor, surgieron de un deseo erótico
dirigido a su persona. En algún momento esta pretensión también
surgirá en la transferencia, exigiendo satisfacción. Pero en la
situación analítica no puede menos que tropezar con una frustración,
pues las relaciones sexuales reales entre paciente y analista están
excluidas, y tampoco las formas más sutiles de satisfacción, como
la preferencia, la intimidad, etc., no serán concedidas por el analista
sino en exigua medida. Semejante rechazo sirve de pretexto para
el cambio de actitud, como probablemente ocurrió también en la primera
infancia del paciente.
Los éxitos terapéuticos alcanzados bajo el dominio de la transferencia
positiva justifican la sospecha de su índole sugestiva. Una vez
que la transferencia negativa adquiere supremacía, son barridos
como el polvo por el viento. Advertimos con horror que todos los
esfuerzos realizados han sido vanos. Hasta lo que podíamos considerar
como un progreso intelectual definitivo del paciente -su comprensión
del psicoanálisis, su confianza en la eficacia de éste- ha desaparecido
en un instante. Se conduce como un niño sin juicio propio, que cree
ciegamente en quien haya conquistado su amor, pero en nadie más.
A todas luces, el peligro de estos estados transferenciales reside
en que el paciente confunda su índole, tomando por vivencias reales
y actuales lo que no es sino un reflejo del pasado. Si él (o ella)
llega a sentir la fuerte pulsión erótica que se esconde tras la
transferencia positiva, cree haberse enamorado apasionadamente;
al virar la transferencia, se considera ofendido y despreciado,
odia al analista como a un enemigo y está dispuesto a abandonar
el análisis. En ambos casos extremos habrá echado al olvido el pacto
aceptado al iniciar el tratamiento; en ambos casos se habrá tornado
inepto para la prosecución de la labor en común. En cada una de
estas situaciones el analista tiene el deber de arrancar al paciente
de tal ilusión peligrosa, mostrándole sin cesar que lo que toma
por una nueva vivencia real es sólo un espejismo del pasado. Y para
evitar que caiga en un estado inaccesible a toda prueba, el analista
procurará evitar que tanto el enamoramiento como la hostilidad alcancen
grados extremos. Se consigue tal cosa advirtiendo precozmente al
paciente contra esa eventualidad y no dejando pasar inadvertidos
los primeros indicios de la misma. Esta prudencia en el manejo de
la transferencia suele rendir copiosos frutos. Si, como sucede generalmente,
se logra aclarar al paciente la verdadera naturaleza de los fenómenos
transferenciales, se habrá restado un arma poderosa a la resistencia,
cuyos peligros se convertirán ahora en beneficios, pues el paciente
nunca olvidará lo que haya vivenciado en las formas de la transferencia;
tendrá para él mayor fuerza de convicción que cuanto haya adquirido
de cualquier otra manera.
Nos resulta muy inconveniente que el paciente actúe fuera de la
transferencia, en lugar de limitarse a recordar; lo ideal para nuestros
fines sería que fuera del tratamiento se condujera de la manera
más normal posible, expresando sólo en la transferencia sus reacciones
anormales.
Nuestros esfuerzos para fortalecer el yo debilitado parten de la
ampliación de su autoconocimiento. Sabemos que esto no es todo;
pero es el primer paso. La pérdida de tal conocimiento de sí mismo
implica para el yo un déficit de poderío e influencia, es el primer
indicio tangible de que se encuentra cohibido y coartado por las
demandas del ello y del super-yo. Así, la primera parte del socorro
que pretendemos prestarle es una labor intelectual de parte nuestra
y una invitación a colaborar en ella para el paciente. Sabemos que
esta primera actividad ha de allanarnos el camino hacia otra tarea
más dificultosa, cuya parte dinámica no habremos perdido de vista
durante aquella introducción. El material para nuestro trabajo lo
tomamos de distintas fuentes: de lo que nos informa con sus comunicaciones
y asociaciones libres, de lo que nos revela en sus transferencias,
de lo que recogemos en la interpretación de sus sueños, de lo que
traducen sus actos fallidos. Todo este material nos permite reconstruir
tanto lo que le sucedió alguna vez, siendo luego olvidado, como
lo que ahora sucede en él, sin que lo comprenda. Mas en todo esto
nunca dejaremos de discernir estrictamente nuestro saber del suyo.
Evitaremos comunicarle al punto cosas que a menudo adivinamos inmediatamente,
y tampoco le diremos todo lo que creamos haber descubierto. Reflexionaremos
detenidamente sobre la oportunidad en que convenga hacerle partícipe
de alguna de nuestras inferencias; aguardaremos el momento que nos
parezca más oportuno, decisión que no siempre resulta fácil. Por
regla general, diferimos la comunicación de una inferencia, su explicación,
hasta que el propio paciente se le haya aproximado tanto que sólo
le quede por dar un paso, aunque éste sea precisamente el de la
síntesis decisiva. Si procediéramos de otro modo, si lo abrumáramos
con nuestras interpretaciones antes de estar preparado para ellas,
nuestras explicaciones no tendrían resultado alguno, o bien provocarían
una violenta erupción de la resistencia, que podría dificultar o
aun tornar problemática la prosecución de nuestra labor común. Pero
si lo hemos preparado suficientemente, a menudo logramos que el
paciente confirme al punto nuestra construcción y recuerde, a su
vez, el suceso interior o exterior que había sido olvidado. Cuanto
más fielmente coincida la construcción con los detalles de lo olvidado
tanto más fácil será lograr su asentimiento. Nuestro saber de este
asunto se habrá convertido entonces también en su saber.
Al mencionar la resistencia hemos abordado la segunda parte, la
más importante de nuestra tarea. Ya sabemos que el yo se protege
contra la irrupción de elementos indeseables del ello inconsciente
y reprimido mediante anticatexis cuya integridad es una condición
ineludible de su funcionamiento normal. Ahora bien: cuanto más acosado
se sienta el yo, tanto más tenazmente se aferrará, casi aterrorizado,
a esas anticatexis con el fin de proteger su precaria existencia
contra nuevas irrupciones. Pero esta tendencia defensiva no armoniza
con los propósitos de nuestro tratamiento. Por el contrario, queremos
que el yo, envalentonado por la seguridad que le promete nuestro
apoyo, ose emprender la ofensiva para reconquistar lo perdido. En
este trance la fuerza de las anticatexis se nos hace sentir como
resistencias contra nuestra labor. El yo retrocede, asustado, ante
empresas que le parecen peligrosas y que amenazan provocarle displacer;
para que no se nos resista es preciso que lo animemos y aplaquemos
sin cesar. A esta resistencia, que perdura durante todo el tratamiento,
renovándose con cada nuevo avance del análisis, la llamamos, un
tanto incorrectamente, resistencia de la represión. Ya veremos que
no es la única clase de resistencia cuya aparición debemos esperar.
Es interesante advertir que en esta situación se convierten, en
cierta manera, los secuaces de cada bando, pues el yo se resiste
a nuestra llamada, mientras que el inconsciente, por lo general
enemigo nuestro, acude en nuestra ayuda, animado por su «empuje
de afloramiento» natural, ya que ninguna tendencia suya es tan poderosa
como la de irrumpir al yo y ascender a la consciencia a través de
las barreras que se le ha impuesto. La lucha desencadenada cuando
alcanzamos nuestro propósito y logramos inducir al yo a que supere
sus resistencias se lleva a cabo bajo nuestra conducción y con nuestro
auxilio. Es indiferente qué desenlace tenga: si llevará a que el
yo acepte, previo nuevo examen, una exigencia instintiva que hasta
el momento había repudiado, o a que vuelva a rechazarla, esta vez
definitivamente. En ambos casos se habrá eliminado un peligro permanente,
se habrán ampliado los límites del yo y se habrá tornado superfluo
un costoso despliegue de energía.
La superación de las resistencias es aquella parte de nuestra labor
que demanda mayor tiempo y máximo esfuerzo. Pero también rinde sus
frutos, pues significa una modificación favorable del yo, que subsistirá
y se impondrá durante la vida del paciente, cualquiera que sea el
destino de la transferencia. Al mismo tiempo eliminamos paulatinamente
aquella modificación del yo establecida bajo el influjo del inconsciente,
pues cada vez que hallamos derivados del mismo en el yo nos apresuramos
a señalar su origen ilegítimo e incitamos al yo a rechazarlos. Recordemos
que una de las condiciones básicas de nuestro pactado auxilio consistía
en que dicha modificación del yo por irrupción de elementos inconscientes
no hubiese sobrepasado determinada medida.
A medida que progresa nuestra labor y que se ahondan nuestros conocimientos
de la vida psíquica del neurótico, resaltan con creciente claridad
dos nuevos factores que merecen la mayor consideración como fuentes
de resistencias. Ambos son completamente ignorados por el enfermo
y no pudieron ser tenidos en cuenta al concertar nuestro pacto;
además, no se originan en el yo del paciente. Podemos englobarlos
en el término común de «necesidad de estar enfermo» o «necesidad
de sufrimiento»; pero responden a distintos orígenes, aunque por
lo demás sean de índole similar. El primero de estos dos factores
es el sentimiento de culpabilidad o la consciencia de culpabilidad,
como también se lo llama, pasando por alto el hecho de que el enfermo
no lo siente ni se percata de él. Trátase, evidentemente, de la
contribución aportada a la resistencia por un super-yo que se ha
tornado particularmente severo y cruel. El individuo no ha de curar,
sino que seguirá enfermo, pues no merece nada mejor. Esta resistencia
no perturba en realidad nuestra labor intelectual, pero le resta
eficacia, y aunque nos permite a menudo superar una forma de sufrimiento
neurótico, se dispone inmediatamente a sustituirla por otra y, en
último caso, por una enfermedad somática. Este sentimiento de culpabilidad
explica también la ocasional curación o mejoría de graves neurosis
bajo el influjo de desgracias reales; en efecto, se trata tan sólo
de que uno esté sufriendo, no importa de qué manera. La tranquila
resignación con que tales personas suelen soportar su pesado destino
es muy notable, pero también reveladora. Al combatir esta resistencia
hemos de limitarnos a hacerla consciente y a tratar de demoler paulatinamente
el super-yo hostil.
No es tan fácil revelar la existencia de otra resistencia, ante
cuya eliminación nos encontramos particularmente inermes. Entre
los neuróticos existen algunos en los cuales, a juzgar por todas
sus reacciones, el instinto de autoconservación ha experimentado
nada menos que una inversión diametral. Estas personas no parecen
perseguir otra cosa sino dañarse a sí mismas y autodestruirse; quizá
también pertenezcan a este grupo las que realmente concluyen por
suicidarse. Suponemos que en ellas se han producido vastas tormentas
de los instintos, que liberaron excesivas cantidades del instinto
de destrucción dirigidos hacia dentro. Tales pacientes no pueden
tolerar la posibilidad de ser curados por nuestro tratamiento y
se le resisten con todos los medios a su alcance. Pero nos apresuramos
a confesar que se trata de casos cuyo esclarecimiento aún no hemos
logrado del todo.
Contemplemos una vez más la situación en que nos hemos colocado
con nuestra tentativa de auxiliar al yo neurótico. Este ya no puede
cumplir la tarea que le impone el mundo exterior, inclusive la sociedad
humana. No dispone de todas sus experiencias; se le ha sustraído
gran parte de su caudal mnemónico. Su actividad está inhibida por
estrictas prohibiciones del super-yo; su energía se consume en inútiles
tentativas de rechazar las exigencias del ello. Además, las incesantes
irrupciones del ello han quebrantado su organización, lo han dividido,
ya no le permiten establecer una síntesis ordenada y lo dejan a
merced de tendencias opuestas entre sí, de conflictos no solucionados,
de dudas no resueltas. En primer lugar, hacemos que este yo debilitado
del paciente participe en la labor interpretativa puramente intelectual,
que persigue el relleno provisorio de las lagunas de su patrimonio
psíquico; dejamos que nos transfiera la autoridad de su super-yo;
lo hostigamos para que asuma la lucha por cada una de las exigencias
del ello y para que venza las resistencias así despertadas. Simultáneamente,
restablecemos el orden en su yo, investigando los contenidos y los
impulsos que han irrumpido del inconsciente y exponiéndolos a la
crítica mediante la reducción a su verdadero origen. Aunque servimos
al paciente en distintas funciones -como autoridad, como sustitutos
de los padres, como maestros y educadores-, nuestro mayor auxilio
se lo rendimos cuando, en calidad de analistas, elevamos al nivel
normal los procesos psíquicos de su yo, cuando tornamos preconsciente
lo que llegó a convertirse en inconsciente y reprimido, volviendo
a restituirlo así al dominio del yo. Por parte del paciente contamos
con la ayuda de algunos factores racionales, como la necesidad de
curación motivada por su sufrimiento y el interés intelectual que
en él podemos despertar por las teorías y revelaciones del psicoanálisis;
pero la ayuda más poderosa es la transferencia positiva que el paciente
nos ofrece. En cambio, tenemos por enemigos la transferencia negativa,
la resistencia represiva del yo (es decir, el displacer que le inspira
el pesado trabajo que se le encarga); además, el sentimiento de
culpabilidad surgido de su relación con el super-yo y la necesidad
de estar enfermo motivada por las profundas transformaciones de
su economía instintual. La parte que corresponda a estos dos últimos
factores decidirá el carácter leve o grave de un caso. Independientemente
de estos factores, pueden reconocerse aún otros de carácter favorable
o desfavorable. Así, de ningún modo puede convenirnos cierta inercia
psíquica, cierta viscosidad de la libido, reacia a abandonar sus
fijaciones; por otra parte, desempeña un gran papel favorable la
capacidad de la persona para sublimar sus instintos, así como su
facultad para elevarse sobre la cruda vida instintiva y, por fin,
el poder relativo de sus funciones intelectuales.
No puede defraudarnos, sino que consideraremos muy comprensible,
la conclusión de que el resultado final de la lucha emprendida depende
de relaciones cuantitativas, del caudal de energía que podamos movilizar
a nuestro favor en el paciente, comparado con la suma de las energías
que desplieguen las instancias hostiles a nuestros esfuerzos. También
aquí Dios está con los batallones más fuertes: por cierto que no
logramos vencer siempre, pero al menos podemos reconocer casi siempre
por qué no hemos vencido. Quien haya seguido nuestra exposición
animado tan sólo por un interés terapéutico quizá se aparte con
desprecio después de esta confesión. Pero la terapia sólo nos concierne
aquí en la medida en que opera con recursos psicológicos, y por
el momento no disponemos de otros. El futuro podrá enseñarnos a
influir directamente, mediante sustancias químicas particulares,
sobre las cantidades de energía y sobre su distribución en el aparato
psíquico. Quizá surjan aún otras posibilidades terapéuticas todavía
insospechadas; por ahora no disponemos de nada mejor que la técnica
psicoanalítica, y por eso no se la debería desdeñar; pese a todas
sus limitaciones.
[Traducción de Luis López-Ballesteros y de Torres]