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Sigmund Freud
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO VII
UN EJEMPLO DE LA LABOR PSICOANALÍTICA
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Hemos logrado una noción general
del aparato psíquico, de las partes, órganos e instancias que lo componen,
de las fuerzas que en él actúan, de las funciones que desempeñan sus distintas
partes. Las neurosis y las psicosis son los estados en los cuales se manifiestan
los trastornos funcionales del aparato. Hemos elegido las neurosis como
objeto de nuestro estudio porque sólo ellas parecen accesibles a los métodos
de que disponemos. Mientras nos esforzamos por incluirlas, recogemos observaciones
que nos ofrecen una noción de su origen y de su modo de formación.
Anticiparemos uno de nuestros resultados principales a la descripción que
nos disponemos a emprender. Las neurosis no tienen causas específicas (como,
por ejemplo, las enfermedades infecciosas). Sería vana tarea tratar de buscar
en ellas un factor patógeno. Transiciones graduales llevan de ellas a la
así llamada normalidad, y, por otra parte, quizá no exista ningún estado
reconocidamente normal en el que no se pudieran comprobar asomos de rasgos
neuróticos. Los neuróticos traen consigo disposiciones innatas más o menos
idénticas a las de otros seres; sus vivencias son las mismas y tienen los
mismos problemas que resolver. ¿Por qué entonces su vida es tanto peor y
tan difícil? ¿Por qué sufren en ella mayor displacer, angustia y dolor?
La respuesta a esta cuestión no puede ser difícil. Son disarmonías cuantitativas
las responsables de las inadecuaciones y los sufrimientos de los neuróticos.
Como sabemos, las causas determinantes de todas las configuraciones que
puede adoptar la vida psíquica humana deben buscarse en el interjuego de
las disposiciones congénitas y las experiencias accidentales. Ahora bien:
determinado instinto puede estar dotado de una disposición innata demasiado
fuerte o demasiado débil; cierta capacidad puede quedar rudimentaria o no
desarrollarse suficientemente en la vida; por otra parte, las impresiones
y las vivencias exteriores pueden plantear demandas dispares en los distintos
individuos, y las que aún son accesibles a la continuación de uno ya podrán
representar una empresa insuperable para la de otro. Estas diferencias cuantitativas
decidirán la diversidad de los desenlaces.
No tardaremos en advertir, empero, la insuficiencia de esta explicación,
que es demasiado general, que explica demasiado. La etiología planteada
rige para todos los casos de sufrimiento, miseria e incapacidad psíquica;
pero no se puede llamar neuróticos a todos los estados así causados. Las
neurosis tienen características específicas, son padecimientos de especie
peculiar. Por consiguiente, a pesar de todo, tendremos que hallar causas
específicas para ellas, o bien imaginarnos que entre las tareas impuestas
a la vida psíquica hay algunas en las que fracasa con particular facilidad,
de modo que la peculiaridad de los fenómenos neuróticos, tan notables a
menudo, sería reducible a esa circunstancia, sin que necesitemos contradecir
nuestras anteriores afirmaciones. De ser cierto que las neurosis no discrepan
esencialmente de lo normal, su estudio promete suministrarnos preciosas
contribuciones al conocimiento de esa normalidad. Al emprenderlo, quizá
descubriremos los «puntos débiles» de toda organización normal.
Esta presunción nuestra se confirma, pues la experiencia analítica enseña
que existe, en efecto, una demanda instintual cuya superación es particularmente
propensa a fracasar o a resultar sólo parcialmente; además, que hay una
época de la vida a la cual cabe referir exclusiva o predominantemente la
formación de la neurosis. Ambos factores -naturaleza del instinto y período
de la vida- exigen consideración separada, por más que tengan bastantes
vínculos entre sí.
Podemos pronunciarnos con cierta seguridad sobre el papel que desempeña
el período de la vida. Parece que las neurosis sólo pueden originarse en
la primera infancia (hasta los seis años), aunque sus síntomas no lleguen
a manifestarse sino mucho más tarde. La neurosis infantil puede exteriorizarse
durante breve tiempo o aun pasar completamente inadvertida. En todos los
casos, la neurosis ulterior arranca de ese prólogo infantil. Quizá sea una
excepción la denominada neurosis traumática (motivada por un susto desmesurado,
por profundas conmociones somáticas, como choques de ferrocarril, sepultamientos
por derrumbamientos, etc.), por lo menos, hasta ahora no conocemos sus vinculaciones
con la condición infantil. Es fácil explicar la predilección etiológica
por el primer período de la infancia. Como sabemos, las neurosis son afecciones
del yo, y no es de extrañar que éste, mientras es débil, inmaduro e incapaz
de resistencia, fracase ante tareas que más tarde podría resolver con la
mayor facilidad. En tal caso, tanto las demandas instintuales interiores
como las excitaciones del mundo exterior actúan en calidad de «traumas»,
particularmente si son favorecidas por ciertas disposiciones. El inerme
yo se defiende contra ellas mediante tentativas de fuga (represiones), que
más tarde demostrarán ser ineficaces e implicarán restricciones definitivas
del desarrollo ulterior. El daño que sufre el yo bajo el efecto de sus primeras
vivencias puede parecernos desmesurado; pero bastará recordar, como analogía,
los distintos efectos que se obtienen en las experiencias de Roux al pinchar
con la aguja una masa de células germinativas en plena división y al dirigir
el pinchazo contra el animal adulto, desarrollado de aquel germen. Ningún
ser humano queda a salvo de tales vivencias traumáticas; ninguno se verá
libre de las represiones que ellas suscitan, y quizá semejantes reacciones
azarosas del yo hasta sean imprescindibles para alcanzar otro objetivo puesto
a ese período de la vida. En efecto, el pequeño ser primitivo ha de convertirse,
al cabo de unos pocos años, en un ser humano civilizado; deberá cubrir,
en abreviación casi inaudita, un trecho inmenso de la evolución cultural
humana. La posibilidad de hacerlo está dada en sus disposiciones hereditarias;
pero casi siempre será imprescindible la ayuda de la educación y del influjo
parental que, como predecesores del super-yo, restringen la actividad del
yo con prohibiciones y castigos, estimulando o imponiendo las represiones.
Por tanto, no olvidemos incluir también la influencia cultural entre las
condiciones determinantes de la neurosis. Nos damos cuenta de que al bárbaro
le resulta fácil ser sano; para el hombre civilizado es una pesada tarea.
Comprenderemos el anhelo de tener un yo fuerte y libre de trabas; pero,
como lo muestra la época actual, esa aspiración es profundamente adversa
a la cultura. Así, pues, ya que las demandas culturales son representadas
por la educación en el seno de la familia, también deberemos considerar
en la etiología de las neurosis ese carácter biológico de la especie humana
que es su prolongado período de dependencia infantil.
En cuanto al otro elemento, el factor instintual específico, descubrimos
aquí una interesante disonancia entre la teoría y la experiencia. Teóricamente
no hay objeción alguna contra la suposición de que cualquier demanda instintual
podría dar lugar a esas mismas represiones, con todas sus consecuencias;
pero nuestra observación nos demuestra invariablemente, en la medida en
que podemos apreciarlo, que las excitaciones patogénicas proceden de los
instintos parciales de la vida sexual. Podría decirse que los síntomas de
las neurosis siempre son, o bien satisfacciones sustitutivas de algún impulso
sexual, o medidas dirigidas a impedir su satisfacción, aunque por lo general
representan transacciones entre ambas tendencias, tal como de acuerdo con
las leyes que rigen al inconsciente pueden llegar a ser concertadas entre
pares antagónicos. Por ahora no podemos colmar esta laguna de nuestra teoría;
toda decisión al respecto es dificultada aún más por la circunstancia de
que la mayoría de los impulsos de la vida sexual no son de naturaleza puramente
erótica, sino productos de fusiones de elementos eróticos con componentes
del instinto de destrucción. Mas no puede caber la menor duda de que aquellos
instintos que se manifiestan fisiológicamente como sexualidad desempeñan
un papel predominante y de insospechada magnitud en la causación de las
neurosis -y aun queda por establecer si su intervención no es quizá exclusiva-.
Además, debe tenerse en cuenta que ninguna otra función ha sido repudiada
tan enérgica y consecuentemente como la sexual en el curso de la evolución
recogida por la cultura. Nuestra teoría deberá conformarse con las siguientes
alusiones, que revelan un nexo más profundo: que el primer período de la
infancia, durante el cual comienza a diferenciarse el yo del ello, es también
la época del primer florecimiento de la sexualidad, que finaliza con el
período de latencia; que no puede considerarse casual el hecho de que esta
importante época previa sea objeto, más tarde, de la amnesia infantil; por
fin, que en la evolución del animal hacia el hombre deben haber tenido suma
importancia ciertas modificaciones biológicas de la vida sexual (como precisamente
aquel arranque bifásico de la función, la pérdida del carácter periódico
de la excitabilidad sexual y el cambio en la relación entre la menstruación
femenina y la excitación masculina). La ciencia futura tendrá la misión
de integrar en conceptos nuevos estas nociones todavía inconexas. No es
la psicología, sino la biología, la que al respecto presenta una laguna.
Quizá no estemos errados al decir que el punto débil de la organización
del yo reside en su actitud frente a la función sexual, como si la antinomia
biológica entre la conservación de sí mismo y la conservación de la especie
hubiese hallado aquí expresión psicológica.
Dado que la experiencia analítica nos ha convencido de la plena veracidad
que reviste la tan común afirmación de que el niño sería psicológicamente
el padre del adulto y de que las vivencias de sus años primeros tendrían
inigualada importancia para toda su vida futura, será particularmente interesante
para nosotros comprobar si existe algo así como una experiencia central
de ese período infantil. Ante todo, nos llaman la atención las consecuencias
de ciertos influjos que no afectan a todos los niños, por más que ocurran
con no poca frecuencia, como, por ejemplo, los abusos sexuales cometidos
por adultos en niños, la seducción de éstos por otros niños algo mayores
(hermanos y hermanas) y -cosa ésta que nos resulta inesperada- la conmoción
que las relaciones sexuales entre adultos (padres) producen en los niños
cuando llegan a presenciarlas como testigos auditivos o visuales, por lo
general en una época en que no se les atribuiría interés ni comprensión
por tales vivencias, ni tampoco la capacidad de recordarlas ulteriormente.
Es fácil comprobar la medida en que la susceptibilidad sexual del niño es
despertada por semejantes vivencias y cómo sus propias tendencias sexuales
son dirigidas por aquéllas hacia determinadas vías que ya no lograrán abandonar
más. Dado que dichas impresiones sufren la represión, ya sea inmediatamente
o en cuanto traten de retornar como recuerdos, constituyen la condición
básica para la compulsión neurótica que más tarde impedirá al yo dominar
su función sexual y que, probablemente, lo inducirá a apartarse de ésta
en forma definitiva. Esta última reacción tendrá por consecuencia una neurosis;
pero, en caso de que no se produzca, aparecerán múltiples perversiones o
una insubordinación completa de esa función, tan importante no sólo para
la procreación, sino también para toda la conformación de la existencia.
Por instructivos que sean tales casos, nuestro interés es atraído aún más
por la influencia de una situación que todos los niños están condenados
a experimentar y que resulta irremediablemente de la prolongada dependencia
infantil y de la vida en común con los padres. Me refiero al complejo de
Edipo, así denominado porque su tema esencial se encuentra también en la
leyenda griega del rey Edipo, cuya representación por un gran dramaturgo
ha llegado felizmente a nuestros días. El héroe griego mata a su padre y
toma por mujer a su madre. La circunstancia de que lo haga sin saberlo,
al no reconocer como padres suyos a ambos personajes, constituye una discrepancia
frente a la situación analítica, que comprendemos con facilidad y que aun
consideramos irremediable.
Tendremos que describir aquí, por separado, el desarrollo del varón y de
la niña (del hombre y de la mujer), pues la diferencia sexual adquiere ahora
su primera expresión psicológica. El hecho biológico de la dualidad de los
sexos se alza ante nosotros cual un profundo enigma, como un término final
de nuestros conocimientos, resistiendo toda reducción a nociones más fundamentales.
El psicoanálisis no contribuyó con nada a la aclaración de este problema,
que evidentemente es pleno patrimonio de la biología. En la vida psíquica
sólo hallamos reflejos de esa gran polaridad, cuya interpretación es dificultada
por el hecho, hace mucho tiempo sospechado, de que ningún individuo se limita
a las modalidades reactivas de un solo sexo, sino que siempre concede cierto
margen a las del sexo opuesto, igual que su cuerpo lleva, junto a los órganos
desarrollados de un sexo, también los rudimentos atrofiados y a menudo inútiles
del otro. Para diferenciar en la vida psíquica lo masculino de lo femenino
recurrimos a una equivalencia empírica y convencional, precaria a todas
luces. Llamamos masculino a todo lo fuerte y activo; femenino, a cuanto
es débil y pasivo. Este hecho de que la bisexualidad sea también psicológica
pesa sobre todas nuestras indagaciones y dificulta su descripción.
El primer objeto erótico del niño es el pecho materno que lo nutre; el amor
aparece en anaclisis con la satisfacción de las necesidades nutricias. Al
principio, el pecho seguramente no es discernido del propio cuerpo, y cuando
debe ser separado de éste, desplazado hacia «afuera» por sustraerse tan
frecuentemente al anhelo del niño, se lleva consigo, en calidad de «objeto»,
una parte de la catexis libidinal originalmente narcisista. Este primer
objeto se completa más tarde hasta formar la persona total de la madre,
que no sólo alimenta, sino también cuida al niño y le despierta muchas otras
sensaciones corporales; tanto placenteras como displacientes. En el curso
de las puericultura la madre se convierte en primera seductora del niño.
En estas dos relaciones arraiga la singular, incomparable y definitivamente
establecida importancia de la madre como primero y más poderoso objeto sexual,
como prototipo de todas las vinculaciones amorosas ulteriores, tanto en
uno como en el otro sexo. Al respecto, las disposiciones filogenéticas tienen
tal supremacía sobre las vivencias accidentales del individuo que no importa
en lo mínimo si el niño realmente succionó el pecho de la madre o si fue
alimentado con biberón y no pudo gozar jamás el cariño del cuidado materno.
En ambos casos su desarrollo sigue idéntico camino, y en el segundo, la
añoranza ulterior quizá sea aún más poderosa. Por más tiempo que el niño
haya sido alimentado por el pecho materno, el destete siempre dejará en
él la convicción de que fue demasiado breve, demasiado escaso.
Esta introducción no es superflua, pues aguzará nuestra comprensión de la
intensidad que alcanza el complejo de Edipo. El varón (de dos a tres años)
que llega a la fase fálica de su evolución libidinal, que percibe sensaciones
placenteras emanadas de su miembro viril y que aprende a procurárselas a
su gusto mediante la estimulación manual, conviértese al punto en amante
de la madre. Desea poseerla físicamente, de las maneras que le hayan permitido
adivinar sus observaciones y sus presunciones acerca de la vida sexual;
busca seducirla mostrándole su miembro viril, cuya posesión le produce gran
orgullo; en una palabra, su masculinidad precozmente despierta lo induce
a sustituir ante ella al padre, que ya fue antes su modelo envidiado a causa
de la fuerza corporal que en él percibe y de la autoridad con que lo encuentra
investido. Ahora el padre se convierte en un rival que se opone en su camino
y a quien quisiera eliminar. Si durante la ausencia del padre pudo compartir
el lecho de la madre, siendo desterrado de éste una vez retornado aquél,
le impresionarán profundamente las vivencias de la satisfacción experimentada
al desaparecer el padre y de la defraudación sufrida al regresar éste. He
aquí el tema del complejo de Edipo, que la leyenda griega trasladó del mundo
fantástico infantil a una pretendida realidad. En nuestras condiciones culturales,
este complejo sufre invariablemente un terrorífico final.
La madre ha comprendido perfectamente que la excitación sexual del niño
está dirigida a su propia persona, y en algún momento se le ocurrirá que
no sería correcto dejarla en libertad. Cree actuar acertadamente al prohibirle
la masturbación, pero esta prohibición tiene escaso efecto, y a lo sumo
lleva a que se modifique la forma de la autosatisfacción. Por fin, la madre
recurre al expediente violento, amenazándolo con quitarle esa cosa con la
cual el niño la desafía. Generalmente delega en el padre la realización
de la amenaza, para tornarla más terrible y digna de crédito: le contará
todo al padre, y éste le cortará el miembro. Aunque parezca extraño, tal
amenaza sólo surte su efecto siempre que antes y después de ella haya sido
cumplida otra condición, pues, en sí misma, al niño le parece demasiado
inconcebible que tal cosa pueda suceder. Pero si al proferirse dicha amenaza
puede recordar el aspecto de un órgano genital femenino, o si poco después
llega a ver tal órgano, al cual le falta, en efecto, esa parte apreciada
por sobre todo lo demás, entonces toma en serio lo que le han dicho y, cayendo
bajo la influencia del complejo de castración, sufre el trauma más poderoso
de su joven existencia.
Los resultados de la amenaza de castración son diversos e incalculables:
afectan a todas las relaciones de un niño con su padre y con su madre y
posteriormente con los hombres y las mujeres en general. Por lo común la
masculinidad del niño no es capaz de resistir este choque. Para preservar
su órgano sexual renuncia más o menos por completo a la posesión de la madre;
con frecuencia su vida sexual resulta permanentemente trastornada por la
prohibición. Si en él existe un poderoso componente femenino -como lo expresamos
en nuestra terminología-, éste adquirirá mayor fuerza al coartarse la masculinidad.
El niño cae en una actitud pasiva frente al padre, en la misma actitud que
atribuye a la madre. Las amenazas le habrán hecho abandonar la masturbación,
pero no las fantasías acompañantes que, siendo ahora la única forma de satisfacción
sexual que ha conservado, son producidas en grado mayor que antes; en esas
fantasías seguirá identificándose con el padre, pero al mismo tiempo, y
quizá predominantemente, también con la madre. Los derivados y los productos
de transformación de tales fantasías masturbatorias precoces suelen integrar
su yo ulterior y participar aun en la formación de su carácter. Independientemente
de esta estimulación de su femineidad, se acrecentará en grado sumo el temor
y el odio al padre. La masculinidad del niño se retrotrae en cierta manera
hacia una actitud de terquedad frente al padre, actitud que dominará compulsivamente
su futura conducta en la sociedad humana. Como residuo de la fijación erótica
a la madre, suele establecerse una excesiva dependencia de ella, que más
tarde continuará con la sujeción a la mujer. Ya no se atreve a amar a la
madre, pero no puede arriesgarse a dejar de ser amado por ella, pues en
tal caso correría peligro de que ésta lo traicionara con el padre y lo expusiera
a la castración. Estas vivencias, con todas sus condiciones previas y sus
consecuencias de las que sólo hemos descrito algunas, sufren una represión
muy enérgica, y de acuerdo con las leyes del ello inconsciente, todas las
pulsiones afectivas y las reacciones mutuamente antagonistas que otrora
fueron activadas se conservan en el inconsciente dispuestas a perturbar
después de la pubertad la evolución ulterior del yo. Cuando el proceso somático
de la maduración sexual reanime las antiguas fijaciones libidinales aparentemente
superadas, la vida sexual quedará inhibida, careciendo de unidad y desintegrándose
en impulsos mutuamente antagónicos.
Evidentemente, el impacto de la amenaza de castración sobre la vida sexual
germinante del niño no siempre tiene estas temibles consecuencias. Una vez
más, la medida en que se produzca o se evite el daño dependerá de las relaciones
cuantitativas. Todo ese suceso, que podemos considerar como la experiencia
central de los años infantiles, como máximo problema de la temprana existencia
y como fuente más poderosa de ulteriores inadecuaciones, es olvidado tan
completamente que su reconstrucción en la labor analítica tropieza con la
más decidida incredulidad por parte del adulto. Más aún, el rechazo de esos
hechos llega a tal extremo que se pretende condenar al silencio toda mención
del espinoso tema y que, con curiosa ceguera intelectual, se pasan por alto
las expresiones más claras del mismo. Así, por ejemplo, pudo oírse la objeción
de que la leyenda del rey Edipo nada tendría que ver, en el fondo, con esta
construcción del análisis, pues se trataría de un caso totalmente distinto,
ya que Edipo no sabía que era a su padre a quien había matado ni su madre
con quien se había casado. Al decir tal cosa se olvida que semejante deformación
es imprescindible para dar expresión poética al tema y que no introduce
en éste nada extraño, sino que sólo aprovecha hábilmente los elementos que
el asunto contiene. La ignorancia de Edipo es una representación cabal del
carácter inconsciente que la experiencia entera adquiere en el adulto, y
la inexorabilidad del oráculo que absuelve o que debería absolver al héroe
representa el reconocimiento de la inexorabilidad del destino, que ha condenado
a todos los hijos a sufrir el complejo de Edipo. En cierta ocasión, un psicoanalista
señaló la facilidad con que el enigma de otro héroe literario, del moroso
Hamlet de Shakespeare, puede resolverse reduciéndolo al complejo de Edipo,
ya que el príncipe sucumbe ante la tentativa de castigar en otra persona
algo que coincide con la sustancia de sus propios deseos edípicos. La incomprensión
general del mundo literario, empero, mostró entonces cuán grande es la disposición
de la mayoría de los hombres a aferrarse a sus represiones infantiles.
No obstante, más de un siglo antes de surgir el psicoanálisis, el filósofo
francés Diderot confirmó la importancia del complejo de Edipo al expresar
en los siguientes términos la diferencia entre prehistoria y cultura: Si
le petit sauvage était abandonné à lui-même, qu'il conservâ toute son imbécillité,
et qu'il réunit au peu de raison de l'enfant au berceau la violence des
passions de l'homme de trente ans, il tordrait le cou à son père et coucherait
avec sa mère. Me atrevo a declarar que si el psicoanálisis no tuviese otro
mérito que la revelación del complejo de Edipo reprimido, esto sólo bastaría
para hacerlo acreedor a contarse entre las conquistas más valiosas de la
Humanidad.
En la niña pequeña los efectos del complejo de castración son más uniformes,
pero no menos decisivos. Naturalmente, la niña no tiene motivo para temer
que perderá el pene, pero debe reaccionar frente al hecho de que no lo tiene.
Desde el principio envidia al varón por el órgano que posee, y podemos afirmar
que toda su evolución se desarrolla bajo el signo de la envidia fálica.
Comienza por hacer infructuosas tentativas de imitar al varón y más tarde
trata de compensar su defecto con esfuerzos de mayor éxito, que por fin
pueden conducirla a la actitud femenina normal. Si en la fase fálica trata
de procurarse placer como el varón, mediante la estimulación manual de los
genitales, no logra a menudo una satisfacción suficiente y extiende su juicio
de inferioridad de su pene rudimentario a toda su persona. Por lo común,
abandona pronto la masturbación porque no quiere que ésta le recuerde la
superioridad del hermano o del compañero de juegos, y se aparta de toda
forma de sexualidad.
Si la niña persiste en su primer deseo de convertirse en un varón, terminará
en caso extremo como homosexual manifiesta, y en todo caso expresará en
su conducta ulterior rasgos claramente masculinos, eligiendo una profesión
varonil o algo por el estilo. El otro camino lleva al abandono de la madre
amada, a quien la hija, bajo el influjo de la envidia fálica, no puede perdonar
el que la haya traído al mundo tan insuficientemente dotada. En medio de
este resentimiento abandona a la madre y la sustituye, en calidad de objeto
amoroso, por otra persona: por el padre. Cuando se ha perdido un objeto
amoroso, la reacción más obvia consiste en identificarse con él, como si
se quisiera recuperarlo desde dentro por medio de la identificación. La
niña pequeña aprovecha este mecanismo y la vinculación con la madre cede
la plaza a la identificación con la madre. La hijita se coloca en lugar
de la madre, como por otra parte siempre lo hizo en sus juegos; quiere suplantarla
ante el padre, y odia ahora a la madre que antes amara, aprovechando una
doble motivación: la odia tanto por celos como por el rencor que le guarda
debido a su falta de pene. Al principio, su nueva relación con el padre
puede tener por contenido el deseo de disponer de su pene, pero pronto culmina
en el otro deseo de que el padre le regale un hijo. De tal manera, el deseo
del hijo ocupa el lugar del deseo fálico, o al menos se desdobla de éste.
Es interesante que la relación entre los complejos de Edipo y de castración
se presente en la mujer de manera tan distinta y aun antagónica a la que
adopta en el hombre. Como sabemos, en éste la amenaza de castración pone
fin al complejo de Edipo; en la mujer nos enteramos de que, por el contrario,
el efecto de la falta de pene la impulsa hacia su complejo de Edipo. La
mujer no sufre gran perjuicio si permanece en su actitud edípica femenina
(para la cual se ha propuesto el nombre de «complejo de Electra»). En tal
caso elegirá a su marido de acuerdo con las características paternas y estará
dispuesta a reconocer su autoridad. Su anhelo de poseer un pene, anhelo
en realidad inextinguible, puede llegar a satisfacerse si logra completar
el amor al órgano convirtiéndolo en amor al portador del mismo, tal como
lo hizo antes, al progresar del pecho materno a la persona de la madre.
Si preguntamos a un analista cuáles son, en su experiencia, las estructuras
psíquicas de sus pacientes más inaccesibles a su influjo, veremos que en
la mujer es la envidia fálica y en el hombre la actitud femenina frente
al propio sexo, actitud que, necesariamente, tendría por condición previa
la pérdida del pene.
[Traducción de Luis López-Ballesteros
y de Torres]