INTRODUCCIÓN AL NARCISISMO [1914]

Sigmund Freud

Capítulo I

El término narcisismo procede de la descripción clínica, y fue elegido en 1899 por Paul Näcke para designar aquellos casos en los que individuo toma como objeto sexual su propio cuerpo y lo contempla con agrado, lo acaricia y lo besa, hasta llegar a una completa satisfacción. Llevado a este punto, el narcisismo constituye una perversión que ha acaparado toda la vida sexual del sujeto, cumpliéndose en ella todas las condiciones que nos ha revelado el estudio general de las perversiones.

La investigación psicoanalítica nos ha descubierto luego rasgos de esta conducta narcisista en personas aquejadas de otras perturbaciones; por ejemplo según Sadger, en los homosexuales, haciéndonos, por tanto, sospechar que también en la evolución sexual regular individuo se dan ciertas localizaciones narcisistas de la libido. Determinadas dificultades del análisis de sujeto neuróticos nos habían impuesto ya esta sospecha, pues una de las condicione que parecían limitar eventualmente la acción psicoanalítica era precisamente tal conducta narcisista del enfermo. En este sentido, el narcisismo no sería ya una perversión sino el complemento libidinoso del egoísmo del instinto de conservación; egoísmo que atribuimos justificadamente, en cierta medida a todo ser vivo.

La idea de un narcisismo primario normal acabó de imponérsenos en la tentativa de aplicar las hipótesis de la teoría de la libido a la explicación de los demencia precoz (Kraepelin) o esquizofrenia (Bleuler). Estos enfermos, a los que yo he propuesto calificar de parafrénicos, muestran dos característica principales: el delirio de grandeza y la falta de todo interés por el mundo exterior (personas y cosas). Esta última circunstancia los sustrae totalmente a influjo del psicoanálisis, que nada puede hacer así en su auxilio. Pero el apartamiento del parafrénico ante el mundo exterior presenta caracteres peculiarísimos que será necesario determinar. También el histérico o el neurótico obsesivo pierden su relación con la realidad, y, sin embargo, el análisis nos demuestra que no han roto su relación erótica con las personas y las cosas. La conservan en su fantasía; esto es, han sustituido los objetos reales por otros imaginarios, o los han mezclado con ellos, y, por otro lado, han renunciado a realizar los actos motores necesarios para la consecución de sus fines en tales objetos. Sólo a este estado podemos denominar con propiedad 'introversión' de la libido, concepto usado indiscriminadament por Jung. El parafrénico se conduce muy diferentemente. Parece haber retirado realmente su libido de las personas y las cosas del mundo exterior, sin haberlas sustituido por otras en su fantasía. Cuando en algún caso hallamos tal sustitución, es siempre de carácter secundario y corresponde a una tentativa de curación, que quiere volver a llevar la libido al objeto.

Surge aquí la interrogación siguiente: ¿Cuál es en la esquizofrenia el destino de la libido retraída de los objetos? La megalomanía, característica de estos estados, nos indica la respuesta, pues se ha constituido seguramente a costa de la libido objetal. La libido sustraída al mundo exterior ha sido aportada al yo, surgiendo así un estado al que podemos dar el nombre de narcisismo. Pero la misma megalomanía no es algo nuevo, sino como ya sabemos, es la intensificación y concreción de un estado que ya venía existiendo, circunstancia que nos lleva a considerar el narcisismo engendrado por el arrastrar a sí catexis objetales, como un narcisismo secundario, superimpuestas a un narcisismo primario encubierto por diversas influencias.

Hago constar de nuevo que no pretendo dar aquí una explicación del problema de la esquizofrenia, ni siquiera profundizar en él, limitándome a reproducir lo ya expuesto en otros lugares, para justificar una introducción del narcisismo.
Nuestras observaciones y nuestras teorías sobre la vida anímica de los niños y de los pueblos primitivos nos han suministrado también una importante aportación a este nuevo desarrollo de la teoría de la libido. La vida anímica infantil y primitiva muestra, en efecto, ciertos rasgos que si se presentaran aislados habrían de ser atribuidos a la megalomanía: una hiperestimación del poder de sus deseos y sus actos mentales la «omnipotencia de las ideas» una fe en la fuerza mágica de las palabras y una técnica contra el mundo exterior: la «magia», que se nos muestra como una aplicación consecuente de tales premisas megalómanas. En el niño de nuestros días, cuya evolución nos es mucho menos transparente, suponemos una actitud análoga ante el mundo exterior. Nos formamos así la idea de una carga libidinosa primitiva del yo, de la cual parte de ella se destina a cargar los objetos; pero que en el fondo continúa subsistente como tal viniendo a ser con respecto a las cargas de los objetos lo que el cuerpo de un protozoo con relación a los seudópodos de él destacados. Esta parte de la localización de la libido tenía que permanecer oculta a nuestra investigación inicial, al tomar ésta su punto de partida en los síntomas neuróticos. Las emanaciones de esta libido, las cargas de objeto, susceptibles de ser destacadas sobre el objeto o retraídas de él, fueron lo único que advertimos, dándonos también cuenta, en conjunto, de la existencia de una oposición entre la libido del yo y la libido objetal. Cuando mayor es la primera, tanto más pobre es la segunda. La libido objetal nos parece alcanzar su máximo desarrollo en el amor, el cual se nos presenta como una disolución de la propia personalidad en favor de la carga de objeto, y tiene su antítesis en la fantasía paranoica (o auto percepción) del «fin del mundo». Por último, y con respecto a la diferenciación de las energías psíquicas, concluimos que en un principio se encuentran estrechamente unidas, sin que nuestro análisis pueda aún diferenciarla, y que sólo la carga de objetos hace posible distinguir una energía sexual, la libido, de una energía de los instintos del yo.


Antes de seguir adelante he de resolver dos interrogaciones que nos conducen al nódulo del mismo tema. Primera: ¿Qué relación puede existir entre el narcisismo, del que ahora tratamos, y el autoerotismo, que hemos descrito como un estado primario de la libido? [*]. Segunda: si atribuimos al yo una carga primaria de libido, ¿para qué precisamos diferenciar una libido sexual de una energía no sexual de los instintos del yo? ¿La hipótesis básica de una energía psíquica unitaria no nos ahorraría acaso todas las dificultades que presenta la diferenciación entre energía de los instintos del yo y libido del yo, libido del yo y libido objetal? Con respecto a la primera pregunta, haremos ya observar que la hipótesis de que en el individuo no existe, desde un principio, una unidad comparable al yo, es absolutamente necesaria. El yo tiene que ser desarrollado. En cambio, los instintos autoeróticos son primordiales. Para constituir el narcisismo ha de venir a agregarse al autoerotismo algún otro elemento, un nuevo acto psíquico.

La invitación a responder de un modo decisivo a la segunda interrogación ha de despertar cierto disgusto en todo analista. Repugnamos, en efecto, abandonar la observación por discusiones teóricas estériles; pero, de todos modos, no debemos sustraernos a una tentativa de explicación. Desde luego, representaciones tales como la de una libido del yo, una energía de los instintos del yo, etc., no son ni muy claras ni muy ricas en contenido, y una teoría especulativa de estas cuestiones tendería, ante todo, a sentar como base un concepto claramente delimitado. Pero, a mi juicio, es precisamente ésta la diferencia que separa una teoría especulativa de una ciencia basada en la interpretación de la empiria. Esta última no envidiará a la especulación el privilegio de un fundamento lógicamente inatacable, sino que se contentará con ideas iniciales nebulosas, apenas aprehensibles, que esperará aclarar o podrá cambiar por otras en el curso de su desarrollo. Tales ideas no constituyen, en efecto, el fundamento sobre el cual reposa tal ciencia, pues la verdadera base de la misma es únicamente la observación. No forman la base del edificio, sino su coronamiento, y pueden ser sustituidas o suprimidas sin daño alguno.

El valor de los conceptos de libido del yo y libido objetal reside principalmente en que proceden de la elaboración de los caracteres íntimos de los procesos neuróticos y psicóticos. La división de la libido es una libido propia del yo y otra que inviste los objetos es la prolongación inevitable de una primera hipótesis que dividió los instintos en instintos del yo e instintos sexuales. Esta primera división me fue impuesta por el análisis de las neurosis puras de transferencia (histeria y neurosis obsesiva), y sólo sé que todas las demás tentativas de explicar por otros medios estos fenómenos han fracasado rotundamente.

Ante la falta de toda teoría de los instintos, cualquiera que fuese su orientación, es lícito, e incluso obligado, llevar consecuentemente adelante cualquier hipótesis, hasta comprobar su acierto o su error. En favor de la hipótesis de una diferenciación primitiva de instintos sexuales e instintos del yo testimonian diversas circunstancias, además de su utilidad en el análisis de las neurosis de transferencia. Concedemos, desde luego, que este testimonio no podría considerarse definitivo por sí sólo, pues pudiera tratarse de una energía psíquica indiferente, que sólo se convirtiera en libido en el momento de investir el objeto. Pero nuestra diferenciación corresponde, en primer lugar, a la división corriente de los instintos en dos categorías fundamentales: hambre y amor. En segundo lugar, se apoya en determinadas circunstancias biológicas. El individuo vive realmente una doble existencia, como fin en sí mismo y como eslabón de un encadenamiento al cual sirve independientemente de su voluntad, si no contra ella. Considera la sexualidad como uno de sus fines propios, mientras que, desde otro punto de vista, se advierte claramente que él mismo no es sino un agregado a su plasma germinativo, a cuyo servicio pone sus fuerzas, a cambio de una prima de placer, que no es sino el substrato mortal de una sustancia inmortal quizá. La separación establecida entre los instintos sexuales y los instintos del yo no haría más que reflejar esta doble función del individuo. En tercer lugar, habremos de recordar que todas nuestras ideas provisorias psicológicas habrán de ser adscritas alguna vez a substratos orgánicos, y encontraremos entonces verosímil que sean materias y procesos químicos especiales los que ejerzan la acción de la sexualidad y faciliten la continuación de la vida individual en la de la especie. Por nuestra parte, atendemos también a esta probabilidad, aunque sustituyendo las materias químicas especiales por energías psíquicas especiales.

Precisamente porque siempre procuro mantener apartado de la Psicología todo pensamiento de otro orden, incluso el biológico, he de confesar ahora que la hipótesis de separar los instintos del yo de los instintos sexuales, o sea la teoría de la libido, no tiene sino una mínima base psicológica y se apoya más bien en fundamento biológico. Así, pues, para no pecar de inconsciente, habré de estar dispuesto a abandonar esta hipótesis en cuanto nuestra labor psicoanalítica nos suministre otra más aceptable sobre los instintos. Pero hasta ahora no lo ha hecho. Puede ser también que la energía sexual, la libido, no sea, allá en el fondo, más que un producto diferencial de la energía general de la psique. Pero tal afirmación no tiene tampoco gran alcance. Se refiere a cosas tan lejanas de los problemas de nuestra observación y tan desconocidas, que se hace tan ocioso discutirla como utilizarla. Seguramente esta identidad primordial es de tan poca utilidad para nuestros fines analíticos como el parentesco primordial de todas las razas humanas para la prueba de parentesco exigida por la autoridad judicial para adjudicar una herencia. Estas especulaciones no nos conducen a nada positivo; pero como no podemos esperar a que otra ciencia nos procure una teoría decisiva de los instintos, siempre será conveniente comprobar si una síntesis de los fenómenos psicológicos puede arrojar alguna luz sobre aquellos enigmas biológicos fundamentales. Sin olvidar la posibilidad de errar, habremos, pues, de llevar adelante la hipótesis, primeramente elegida, de una antítesis de instintos del yo e instintos sexuales, tal y como nos la impuso el análisis de las neurosis de transferencia, y ver si se desarrollan sin obstáculos y puede ser aplicada también a otras afecciones; por ejemplo, a la esquizofrenia.

Otra cosa sería, naturalmente, si se demostrara que la teoría de la libido ha fracasado ya en la explicación de aquella última enfermedad. C. G. Jung lo ha afirmado así [*], obligándome con ello a exponer prematuramente observaciones que me hubiese gustado reservar aún algún tiempo. Hubiera preferido seguir hasta su fin el camino iniciado en el análisis del caso Schreber sin haber tenido que exponer antes sus premisas. Pero la afirmación de Jung es por lo menos prematura y muy escasas las pruebas en que la apoya. En primer lugar, aduce equivocadamente mi propio testimonio, afirmando que yo mismo he declarado haberme visto obligado a ampliar el concepto de la libido ante las dificultades del análisis del caso Schreber (esto es, a abandonar su contenido sexual), haciendo coincidir la libido con el interés psíquico en general. En una acertada crítica del trabajo de Jung ha demostrado ya Ferenczi lo erróneo de esta interpretación. Por mi parte sólo he de confirmar lo dicho por Ferenczi y repetir que jamás he expresado tal renuncia a la teoría de la libido. Otro. de los argumentos de Jung, el de que la pérdida de la función normal de la realidad sólo puede ser causa de la retracción de la libido no es un argumento, sino una afirmación gratuita; its begs the question (escamotea el problema) y ahorra su discusión, pues lo que precisamente habría que investigar es si tal retracción es posible y en qué forma sucede. En su inmediato trabajo importante se aproxima mucho Jung a la solución indicada por mí largo tiempo antes: «De todos modos, hay que tener en cuenta -como ya lo hace Freud en el caso Schreber- que la introversión de la libido sexual conduce a una carga libidinosa del yo, la cual produce probablemente la pérdida del contacto con la realidad. La posibilidad de explicar en esta forma el apartamiento de la realidad resulta harto tentadora.» Pero contra lo que era de esperar después de esta declaración, Jung no vuelve a ocuparse grandemente de tal posibilidad, y pocas páginas después la excluye, observando que de tal condición «surgirá quizá la psicología de un anacoreta ascético, pero no una demencia precoz». La inconsistencia de este argumento queda demostrada con indicar que tal anacoreta, «empeñado en extinguir toda huella de interés sexual» (pero «sexual» sólo en el sentido vulgar de la palabra), no tendría por qué presentar siquiera una localización anormal de la libido. Puede mantener totalmente apartado de los humanos su interés sexual y haberlo sublimado, convirtiéndolo en un intenso interés hacia lo divino, lo natural o lo animal, sin haber sucumbido a una introversión de la libido sobre sus fantasías o a una vuelta de la misma al propio yo. A nuestro juicio, Jung olvida por completo en esta comparación la posibilidad de distinguir un interés emanado de fuentes eróticas y otro de distinta procedencia. Por último, habremos de recordar que las investigaciones de la escuela Suiza, no obstante sus merecimientos, sólo han logrado arrojar alguna luz sobre dos puntos del cuadro de la demencia precoz: sobre la existencia de los complejos comunes a los hombres sanos y a los neuróticos y sobre la analogía de sus fantasías con los mitos de los pueblos, sin que hayan podido conseguir una explicación del mecanismo de la enfermedad. Así, pues, podremos rechazar la afirmación de Jung de que la teoría de la libido ha fracasado en su tentativa de explicar la demencia precoz, quedando, por tanto, excluida su aplicación a las neurosis.

[Traducción de Luis López-Ballesteros y de Torres]
 

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