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INTRODUCCIÓN AL NARCISISMO [1914]
Sigmund Freud
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Capítulo
II
El estudio directo del narcisismo tropieza
aún con dificultades insuperables. El mejor acceso indirecto continúa siendo el
análisis de las parafrenias. Del mismo modo que las neurosis de transferencia nos
han facilitado la observación las tendencias instintivas libidinosas, la demencia
precoz y la paranoia habrán de procurarnos una retrospección de la psicología del
yo. Habremos, pues, de deducir nuevamente de las deformaciones e intensificaciones
de lo patológico lo normal, aparentemente simple. De todos modos, aún se nos abren
algunos otros caminos de aproximación al conocimiento del narcisismo. Tales caminos
son la observación de la enfermedad orgánica, de la hipocondría y de la vida erótica
de los sexos.
Al dedicar mi atención a la influencia de la enfermedad orgánica sobre la distribución
de la libido sigo un estímulo de mi colega el doctor S. Ferenczi. Todos sabemos,
y lo consideramos natural, que el individuo aquejado de un dolor o un malestar orgánico
cesa de interesarse por el mundo exterior, en cuanto no tiene relación con su dolencia.
Una observación más detenida nos muestra que también retira de sus objetos eróticos
el interés libidinoso, cesando así de amar mientras sufre. La vulgaridad de este
hecho no debe impedirnos darle una expresión en los términos de la teoría de la
libido. Diremos, pues, que el enfermo retrae a su yo sus cargas de libido para destacarlas
de nuevo hacia la curación. `Concentrándose está su alma', dice Wilhelm Busch del
poeta con dolor de muelas, `en el estrecho hoyo de su molar'. La libido y el interés
del yo tienen aquí un destino común y vuelven a hacerse indiferenciables. Semejante
conducta del enfermo nos parece naturalísima, porque estamos seguros de que también
ha de ser la nuestra en igual caso. Esta desaparición de toda disposición amorosa,
por intensa que sea, ante un dolor físico, y su repentina sustitución por la más
completa indiferencia, han sido también muy explotadas como fuentes de comicidad.
Análogamente a la enfermedad, el sueño significa también una retracción narcisista
de las posiciones de la libido a la propia persona o, más exactamente, sobre el
deseo único y exclusivo de dormir. El egoísmo de los sueños tiene quizá en esto
su explicación. En ambos casos vemos ejemplos de modificaciones de la distribución
de la libido consecutivas a una modificación del yo.
La hipocondría se manifiesta, como la enfermedad orgánica, en sensaciones somáticas
penosas o dolorosas, y coincide también con ella en cuanto a la distribución de
la libido. El hipocondriaco retrae su interés y su libido con especial claridad
esta última -de los objetos del mundo exterior y los concentra ambos sobre el órgano
que le preocupa. Entre la hipocondría y la enfermedad orgánica observamos, sin embargo,
una diferencia: en la enfermedad, las sensaciones dolorosas tienen su fundamento
en alteraciones comprobables, y en la hipocondría, no. Pero, de acuerdo con nuestra
apreciación general de los procesos neuróticos, podemos decidirnos a afirmar que
tampoco en la hipocondría deben faltar tales alteraciones orgánicas. ¿En qué consistirán,
pues?
Nos dejaremos orientar aquí por la experiencia de que tampoco en las demás neurosis
faltan sensaciones somáticas displacientes comparables a las hipocondriacas. Ya
en otro lugar hube de manifestarme inclinado a asignar a la hipocondría un tercer
lugar entre las neurosis actuales. al lado de la neurastenia y la neurosis de angustia.
No nos parecía exagerado afirmar que a todas las demás neurosis se mezcla también
algo de hipocondría. Donde mejor se ve esta inmixtión es en la neurosis de angustia
con su superestructura de histeria. Ahora bien: en el aparato genital externo en
estado de excitación tenemos el prototipo de un órgano que se manifiesta dolorosamente
sensible y presenta cierta alteración, sin que se halle enfermo, en el sentido corriente
de la palabra. No está enfermo y, sin embargo, aparece hinchado, congestionado,
húmedo, y constituye la sede de múltiples sensaciones. Si ahora damos el nombre
de «erogeneidad» a la facultad de una parte del cuerpo de enviar a la vida anímica
estímulos sexualmente excitantes, y recordamos que la teoría sexual nos ha acostumbrado
hace ya mucho tiempo a la idea de que ciertas otras partes del cuerpo -las zonas
erógenas- pueden representar a los genitales y comportarse como ellos, podremos
ya aventurarnos a dar un paso más y decidirnos a considerar la erogeneidad como
una cualidad general de todos los órganos, pudiendo hablar entonces de la intensificación
o la disminución de la misma en una determinada parte del cuerpo. Paralelamente
a cada una de estas alteraciones de la erogeneidad en los órganos, podría tener
efecto una alteración de la carga de libido en el yo. Tales serían, pues, los factores
básicos de la hipocondría, susceptibles de ejercer sobre la distribución de la libido
la misma influencia que la enfermedad material de los órganos.
Esta línea del pensamiento nos llevaría a adentrarnos en el problema general de
las neurosis actuales, la neurastenia y la neurosis de angustia, y no sólo en el
de la hipocondría. Por tanto, haremos aquí alto, pues una investigación puramente
psicológica no debe adentrarse tanto en los dominios de la investigación fisiológica.
Nos limitaremos a hacer constar la sospecha de que la hipocondría se halla, con
respecto a la parafrenia, en la misma relación que las otras neurosis actuales con
la histeria y la neurosis obsesiva, dependiendo, por tanto, de la libido del yo,
como las otras de la libido objetal. La angustia hipocondriaca seria la contrapartida,
en la libido del yo, de la angustia neurótica. Además, una vez familiarizados con
la idea de enlazar el mecanismo de la adquisición de la enfermedad y de la producción
de síntomas en las neurosis de transferencia -el paso de la introversión a la regresión-,
a un estancamiento de la libido objetal, podemos aproximarnos también a la de un
estancamiento de la libido del yo y relacionarlo con los fenómenos de la hipocondría
y la parafrenia.
Naturalmente nuestro deseo de saber nos planteará la interrogación de por qué tal
estancamiento de la libido en el yo ha de ser sentido como displacentero. De momento
quisiera limitarme a indicar que el displacer es la expresión de un incremento de
la tensión, siendo, por tanto, una cantidad del suceder material la que aquí, como
en otros lados, se transforma en la cualidad psíquica del displacer. El desarrollo
de displacer no dependerá, sin embargo, de la magnitud absoluta de aquel proceso
material, sino más bien de cierta función específica de esa magnitud absoluta. Desde
este punto, podemos ya aproximarnos a la cuestión de por qué la vida anímica se
ve forzada a traspasar las fronteras del narcisismo e investir de libido objetos
exteriores. La respuesta deducida de la ruta mental que venimos siguiendo sería
la de que dicha necesidad surge cuando la carga libidinosa del yo sobrepasa cierta
medida. Un intenso egoísmo protege contra la enfermedad; pero, al fin y al cabo,
hemos de comenzar a amar para no enfermar y enfermamos en cuanto una frustración
nos impide amar. Esto sigue en algo a los versos de Heine acerca una descripción
que hace de la psicogénesis de la Creación: (dice Dios) `La enfermedad fue sin lugar
a dudas la causa final de toda la urgencia por crear. Al crear yo me puedo mejorar,
creando me pongo sano'.
A nuestro aparato psíquico lo hemos reconocido como una instancia a la que le está
encomendado el vencimiento de aquellas excitaciones que habrían de engendrar displacer
o actuar de un modo patógeno. La elaboración psíquica desarrolla extraordinarios
rendimientos en cuanto a la derivación interna de excitaciones no susceptibles de
una inmediata descarga exterior o cuya descarga exterior inmediata no resulta deseable.
Mas para esta elaboración interna es indiferente, en un principio, actuar sobre
objetos reales o imaginarios. La diferencia surge después, cuando la orientación
de la libido hacia los objetos irreales (introversión) llega a provocar un estancamiento
de la libido. La megalomanía permite en las parafrenias una análoga elaboración
interna de la libido retraída al yo, y quizá sólo cuando esta elaboración fracasa
es cuando se hace patógeno el estancamiento de la libido en el yo y provoca el proceso
de curación que se nos impone como enfermedad.
Intentaré penetrar ahora algunos pasos en el mecanismo de la parafrenia, reuniendo
aquellas observaciones que me parecen alcanzar ya alguna importancia. La diferencia
entre estas afecciones y las neurosis de transferencia reside, para mí, en la circunstancia
de que la libido, libertada por la frustración, no permanece ligada a objetos en
la fantasía, sino que se retrae al yo. La megalomanía corresponde entonces al dominio
psíquico de esta libido aumentada y es la contraparte a la introversión sobre las
fantasías en las neurosis de transferencia. Correlativamente, al fracaso de esta
función psíquica correspondería la hipocondría te la parafrenia, homóloga a la angustia
de las neurosis de transferencia. Sabemos ya que esta angustia puede ser vencida
por una prosecución de la elaboración psíquica, o sea: por conversión, por formaciones
reactivas o por la constitución de un dispositivo protector (fobias). Esta es la
posición que toma en las parafrenias la tentativa de restitución, proceso al que
debemos los fenómenos patológicos manifiestos. Como la parafrenia trae consigo muchas
veces -tal vez la mayoría- un desligamiento sólo parcial de la libido de sus objetos,
podrían distinguirse al -su cuadro tres grupos de fenómenos: 1º. Los que quedan
en un estado de normalidad o de neurosis (fenómenos residuales); 2º. Los del proceso
patológico (el desligamiento de la libido de sus objetos, la megalomanía, la perturbación
afectiva, la hipocondría y todo tipo de regresión), y 3º. Los de la restitución,
que ligan nuevamente la libido a los objetos, bien a la manera de una histeria (demencia
precoz o parafrenia propiamente dicha), bien a la de una neurosis obsesiva (paranoia).
Esta nueva carga de libido sucede desde un nivel diferente y bajo distintas condiciones
que la primaria. La diferencia entre las neurosis de transferencia en ella creadas
y los productos correspondientes del yo normal habrían de facilitarnos una profunda
visión de la estructura de nuestro aparato anímico.
La vida erótica humana, con sus diversas variantes en el hombre y en la mujer, constituye
el tercer acceso al estudio del narcisismo. Del mismo modo que la libido del objeto
encubrió al principio a nuestra observación la libido del yo, tampoco hasta llegar
a la elección del objeto del lactante (y del niño mayor), hemos advertido que el
mismo toma sus objetos sexuales de sus experiencias de satisfacción. Las primeras
satisfacciones sexuales autoeróticas son vividas en relación con funciones vitales
destinadas a la conservación. Los instintos sexuales se apoyan al principio en la
satisfacción de los instintos del yo, y sólo ulteriormente se hacen independientes
de estos últimos. Pero esta relación se muestra también en el hecho de que las personas
a las que ha estado encomendada la alimentación, el cuidado y la protección del
niño son sus primeros objetos sexuales, o sea, en primer lugar, la madre o sus subrogados.
Junto a este tipo de la elección de objeto, al que podemos dar el nombre de tipo
de apoyo (o anaclítico) (Anlehnungstypus), la investigación psicoanalítica nos ha
descubierto un segundo tipo que ni siquiera sospechábamos. Hemos comprobado que
muchas personas, y especialmente aquellas en las cuales el desarrollo de la libido
ha sufrido alguna perturbación (por ejemplo, los perversos y los homosexuales),
no eligen su ulterior objeto erótico conforme a la imagen de la madre, sino conforme
a la de su propia persona. Demuestran buscarse a sí mismos como objeto erótico,
realizando así su elección de objeto conforme a un tipo que podemos llamar `narcisista'.
En esta observación ha de verse el motivo principal que nos ha movido a adoptar
la hipótesis del narcisismo.
Pero de este descubrimiento no hemos concluido que los hombres se dividan en dos
grupos, según realicen su elección de objeto conforme al tipo de apoyo o al tipo
narcisista, sino que hemos preferido suponer que el individuo encuentra abiertos
ante sí dos caminos distintos para la elección de objeto, pudiendo preferir uno
de los dos. Decimos, por tanto, que el individuo tiene dos objetos sexuales primitivos:
él mismo y la mujer nutriz, y presuponemos así el narcisismo primario de todo ser
humano, que eventualmente se manifestará luego, de manera destacada en su elección
de objeto.
El estudio de la elección de objeto en el hombre y en la mujer nos descubre diferencias
fundamentales, aunque, naturalmente, no regulares. El amor completo al objeto, conforme
al tipo de apoyo, es característico del hombre. Muestra aquella singular hiperestimación
sexual, cuyo origen está, quizá, en el narcisismo primitivo del niño, y que corresponde,
por tanto, a una transferencia del mismo sobre el objeto sexual. Esta hiperestimación
sexual permite la génesis del estado de enamoramiento, tan peculiar y que tanto
recuerda la compulsión neurótica; estado que podremos referir, en consecuencia,
a un empobrecimiento de la libido del yo en favor del objeto. La evolución muestra
muy distinto curso en el tipo de mujer más corriente y probablemente más puro y
auténtico. En este tipo de mujer parece surgir, con la pubertad y por el desarrollo
de los órganos sexuales femeninos, latentes hasta entonces, una intensificación
del narcisismo primitivo, que resulta desfavorable a la estructuración de un amor
objetal regular y acompañado de hiperestimación sexual. Sobre todo en las mujeres
bellas nace una complacencia de la sujeto por sí misma que la compensa de las restricciones
impuestas por la sociedad a su elección de objeto. Tales mujeres sólo se aman, en
realidad, a sí mismas y con la misma intensidad con que el hombre las ama. No necesitan
amar, sino ser amadas, y aceptan al hombre que llena esta condición. La importancia
de este tipo de mujeres para la vida erótica de los hombres es muy elevada, pues
ejercen máximo atractivo sobre ellos, y no sólo por motivos estéticos, pues por
lo general son las más bellas, sino también a consecuencia de interesantísimas constelaciones
psicológicas. Resulta, en efecto, fácilmente visible que el narcisismo de una persona
ejerce gran atractivo sobre aquellas otras que han renunciado plenamente al suyo
y se encuentran pretendiendo el amor del objeto. El atractivo de los niños reposa
en gran parte en su narcisismo, en su actitud de satisfacerse a sí mismos y de su
inaccesibilidad, lo mismo que el de ciertos animales que parecen no ocuparse de
nosotros en absoluto, por ejemplo, los gatos y las grandes fieras. Análogamente,
en la literatura, el tipo de criminal célebre y el del humorista acaparan nuestro
interés por la persistencia narcisista con la que saben mantener apartado de su
yo todo lo que pudiera empequeñecerlo. Es como si los envidiásemos por saber conservar
un dichoso estado psíquico, una inatacable posesión de la libido, a la cual hubiésemos
tenido que renunciar por nuestra parte. Pero el extraordinario atractivo de la mujer
narcisista tiene también su reverso; gran parte de la insatisfacción del hombre
enamorado, sus dudas sobre el amor de la mujer y sus lamentaciones sobre los enigmas
de su carácter tienen sus raíces en esa incongruencia de los tipos de elección de
objeto.
Quizá no sea inútil asegurar que esta descripción de la vida erótica femenina no
implica tendencia ninguna a disminuir a la mujer. Aparte de que acostumbro mantenerme
rigurosamente alejado de toda opinión tendenciosa, sé muy bien que estas variantes
corresponden a la diferenciación de funciones en un todo biológico extraordinariamente
complicado. Pero, además, estoy dispuesto a reconocer que existen muchas mujeres
que aman conforme al tipo masculino y desarrollan también la hiperestimación sexual
correspondiente.
También para las mujeres narcisistas y que han permanecido frías para con el hombre
existe un camino que las lleva al amor objetal con toda su plenitud. En el hijo
al que dan la vida se les presenta una parte de su propio cuerpo como un objeto
exterior, al que pueden consagrar un pleno amor objetal, sin abandonar por ello
su narcisismo. Por último, hay todavía otras mujeres que no necesitan esperar a
tener un hijo para pasar del narcisismo (secundario) al amor objetal. Se han sentido
masculinas antes de la pubertad y han seguido, en su desarrollo, una parte de la
trayectoria masculina, y cuando esta aspiración a la masculinidad queda rota por
la madurez femenina, conservan la facultad de aspirar a un ideal masculino, que
en realidad, no es más que la continuación de la criatura masculina que ellas mismas
fueron.
Cerraremos estas observaciones con una breve revisión de los caminos de la elección
de objeto. Se ama:
1º. Conforme al tipo narcisista:
a) Lo que uno es (a sí mismo).
b) Lo que uno fue.
c) Lo que uno quisiera ser.
d) A la persona que fue una parte de uno mismo.
2º. Conforme al tipo de apoyo (o anaclítico):
a) A la mujer nutriz.
b) Al hombre protector.
Y a las personas sustitutivas que de cada una de estas dos parten en largas series.
El caso c) del primer tipo habrá de ser aún justificado con observaciones ulteriores.
En otro lugar y en una relación diferente habremos de estudiar también la significación
de la elección de objeto narcisista para la homosexualidad masculina.
El narcisismo primario del niño por nosotros supuesto, que contiene una de las premisas
de nuestras teorías de la libido, es más difícil de aprehender por medio de la observación
directa que de comprobar por deducción desde otros puntos. Considerando la actitud
de los padres cariñosos con respecto a sus hijos, hemos de ver en ella una reviviscencia
y una reproducción del propio narcisismo, abandonado mucho tiempo ha. La hiperestimación,
que ya hemos estudiado como estigma narcisista en la elección de objeto, domina,
como es sabido, esta relación afectiva. Se atribuyen al niño todas las perfecciones,
cosa para la cual no hallaría quizá motivo alguno una observación más serena, y
se niegan o se olvidan todos sus defectos. (Incidentemente se relaciona con esto
la repulsa de la sexualidad infantil.) Pero existe también la tendencia a suspender
para el niño todas las conquistas culturales, cuyo reconocimiento hemos tenido que
imponer a nuestro narcisismo, y a renovar para él privilegios renunciados hace mucho
tiempo. La vida ha de ser más fácil para el niño que para sus padres. No debe estar
sujeto a las necesidades reconocidas por ellos como supremas de la vida.
La enfermedad, la muerte, la renuncia al placer y la limitación de la propia voluntad
han de desaparecer para él, y las leyes de la naturaleza, así como las de la sociedad,
deberán detenerse ante su persona. Habrá de ser de nuevo el centro y el nódulo de
la creación: His Majesty the Baby, como un día lo estimamos ser nosotros. Deberá
realizar los deseos incumplidos de sus progenitores y llegar a ser un grande hombre
o un héroe en lugar de su padre, o, si es hembra, a casarse con un príncipe, para
tardía compensación de su madre. El punto más espinoso del sistema narcisista, la
inmortalidad del yo, tan duramente negada por la realidad conquista su afirmación
refugiándose en el niño. El amor parental, tan conmovedor y tan infantil en el fondo,
no es más que una resurrección del narcisismo de los padres, que revela evidentemente
su antigua naturaleza en esta su transformación en amor objetal.
[Traducción de Luis López-Ballesteros
y de Torres]