¿Por qué la guerra?«Warum Krieg?» [1932]
Intercambio epistolar entre Albert Einstein y Sigmund Freud
Carta de Einstein a Freud
Caputh, cerca de Potsdam, 30 de julio de 1932
Estimado profesor Freud:
La propuesta de la Liga de las Naciones y de su Instituto Internacional
de Cooperación Intelectual en París para que invite a alguien, elegido
por mí mismo, a un franco intercambio de ideas sobre cualquier problema
que yo desee escoger me brinda una muy grata oportunidad de debatir
con usted una cuestión que, tal como están ahora las cosas, parece el
más imperioso de todos los problemas que la civilización debe enfrentar.
El problema es este: ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los
estragos de la guerra? Es bien sabido que, con el avance de la ciencia
moderna, este ha pasado a ser un asunto de vida o muerte para la civilización
tal cual la conocemos; sin embargo, pese al empeño que se ha puesto,
todo intento de darle solución ha terminado en un lamentable fracaso.
Creo, además, que aquellos que tienen por deber abordar profesional
y prácticamente el problema no hacen sino percatarse cada vez más de
su impotencia para ello, y albergan ahora un intenso anhelo de conocer
las opiniones de quienes, absorbidos en el quehacer científico, pueden
ver los problemas del mundo con la perspectiva que la distancia ofrece.
En lo que a mí atañe, el objetivo normal de mi pensamiento no me hace
penetrar las oscuridades de la voluntad y el sentimiento humanos. Así
pues, en la indagación que ahora se nos ha propuesto, poco puedo hacer
más allá de tratar de aclarar la cuestión y, despejando las soluciones
más obvias, permitir que usted ilumine el problema con la luz de su
vasto saber acerca de la vida pulsional del hombre. Hay ciertos obstáculos
psicológicos cuya presencia puede borrosamente vislumbrar un lego en
las ciencias del alma, pero cuyas interrelaciones y vicisitudes es incapaz
de imaginar; estoy seguro de que usted podrá sugerir métodos educativos,
más o menos ajenos al ámbito de la política, para eliminar esos obstáculos.
Siendo inmune a las inclinaciones nacionalistas, veo personalmente una
manera simple de tratar el aspecto superficial (o sea, administrativo)
del problema: la creación, con el consenso internacional, de un cuerpo
legislativo y judicial para dirimir cualquier conflicto que surgiere
entre las naciones. Cada nación debería avenirse a respetar las órdenes
emanadas de este cuerpo legislativo, someter toda disputa a su decisión,
aceptar sin reserva sus dictámenes y llevar a cabo cualquier medida
que el tribunal estimare necesaria para la ejecución de sus decretos.
Pero aquí, de entrada, me enfrento con una dificultad; un tribunal es
una institución humana que, en la medida en que el poder que posee resulta
insuficiente para hacer cumplir sus veredictos, es tanto más propenso
a que estos últimos sean desvirtuados por presión extrajudicial. Este
es un hecho que debemos tener en cuenta; el derecho y el poder van inevitablemente
de la mano, y las decisiones jurídicas se aproximan más a la justicia
ideal que demanda la comunidad (en cuyo nombre e interés se pronuncian
dichos veredictos) en tanto y en cuanto esta tenga un poder efectivo
para exigir respeto a su ideal jurídico. Pero en la actualidad estamos
lejos de poseer una organización supranacional competente para emitir
veredictos de autoridad incontestable e imponer el acatamiento absoluto
a la ejecución de estos. Me veo llevado, de tal modo, a mi primer axioma:
el logro de seguridad internacional implica la renuncia incondicional,
en una cierta medida, de todas las naciones a su libertad de acción,
vale decir, a su soberanía, y está claro fuera de toda duda que ningún
otro camino puede conducir a esa seguridad.
El escaso éxito que tuvieron, pese a su evidente honestidad, todos los
esfuerzos realizados en la última década para alcanzar esta meta no
deja lugar a dudas de que hay en juego fuertes factores psicológicos,
que paralizan tales esfuerzos. No hay que andar mucho para descubrir
algunos de esos factores. El afán de poder que caracteriza a la clase
gobernante de todas las naciones es hostil a cualquier limitación de
la soberanía nacional. Este hambre de poder político suele medrar gracias
a las actividades de otro grupo guiado por aspiraciones puramente mercenarias,
económicas. Pienso especialmente en ese pequeño pero resuelto grupo,
activo en toda nación, compuesto de individuos que, indiferentes a las
consideraciones y moderaciones sociales, ven en la guerra, en la fabricación
y venta de armamentos, nada más que una ocasión para favorecer sus intereses
particulares y extender su autoridad personal.
Ahora bien, reconocer este hecho obvio no es sino el primer paso hacia
una apreciación del actual estado de cosas. Otra cuestión se impone
de inmediato: ¿Cómo es posible que esta pequeña camarilla someta al
servicio de sus ambiciones la voluntad de la mayoría, para la cual el
estado de guerra representa pérdidas y sufrimientos? (Al referirme a
la mayoría, no excluyo a los soldados de todo rango que han elegido
la guerra como profesión en la creencia de que con su servicio defienden
los más altos intereses de la raza, y de que el ataque es a menudo el
mejor método de defensa.) Una respuesta evidente a esta pregunta parecería
ser que la minoría, la clase dominante hoy, tiene bajo su influencia
las escuelas y la prensa, y por lo general también la Iglesia. Esto
les permite organizar y gobernar las emociones de las masas, y convertirlas
en su instrumento.
Sin embargo, ni aun esta respuesta proporciona una solución completa.
De ella surge esta otra pregunta: ¿Cómo es que estos procedimientos
logran despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo, hasta llevarlos
a sacrificar su vida? Sólo hay una contestación posible: porque el hombre
tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción. En épocas normales
esta pasión existe en estado latente, y únicamente emerge en circunstancias
inusuales; pero es relativamente sencillo ponerla en juego y exaltarla
hasta el poder de una psicosis colectiva. Aquí radica, tal vez, el quid
de todo el complejo de factores que estamos considerando, un enigma
que el experto en el conocimiento de las pulsiones humanas puede resolver.
Y así llegamos a nuestro último interrogante: ¿Es posible controlar
la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de las psicosis
del odio y la destructividad? En modo alguno pienso aquí solamente en
las llamadas «masas iletradas». La experiencia prueba que es más bien
la llamada «intelectualidad» la más proclive a estas desastrosas sugestiones
colectivas, ya que el intelectual no tiene contacto directo con la vida
al desnudo, sino que se topa con esta en su forma sintética más sencilla:
sobre la página impresa.
Para terminar: hasta ahora sólo me he referido a las guerras entre naciones,
a lo que se conoce como conflictos internacionales. Pero sé muy bien
que la pulsión agresiva opera bajo otras formas y en otras circunstancias.
(Pienso en las guerras civiles, por ejemplo, que antaño se debían al
fervor religioso, pero en nuestros días a factores sociales; o, también,
en la persecución de las minorías raciales.) No obstante, mi insistencia
en la forma más típica, cruel y extravagante de conflicto entre los
hombres ha sido deliberada, pues en este caso tenemos la mejor oportunidad
de descubrir la manera y los medios de tornar imposibles todos los conflictos
armados.
Sé que en sus escritos podemos hallar respuestas, explícitas o tácitas,
a todos los aspectos de este urgente y absorbente problema. Pero sería
para todos nosotros un gran servicio que usted expusiese el problema
de la paz mundial a la luz de sus descubrimientos más recientes, porque
esa exposición podría muy bien marcar el camino para nuevos y fructíferos
modos de acción.
Muy atentamente,
Albert Einstein
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Carta de Freud a Einstein
Viena, setiembre de 1932
Estimado profesor Einstein:
Cuando
me enteré de que usted se proponía invitarme a un intercambio de ideas
sobre un tema que le interesaba y que le parecía digno del interés de
los demás, lo acepté de buen grado. Esperaba que escogería un problema
situado en la frontera de lo cognoscible hoy, y hacia el cual cada uno
de nosotros, el físico y el psicólogo, pudieran abrirse una particular
vía de acceso, de suerte que se encontraran en el mismo suelo viniendo
de distintos lados. Luego me sorprendió usted con el problema planteado:
qué puede hacerse para defender a los hombres de los estragos de la
guerra. Primero me aterré bajo la impresión de mí -a punto estuve de
decir «nuestra»- incompetencia, pues me pareció una tarea práctica que
es resorte de los estadistas. Pero después comprendí que usted no me
planteaba ese problema como investigador de la naturaleza y físico,
sino como un filántropo que respondía a las sugerencias de la Liga de
las Naciones en una acción semejante a la de Fridtjof Nansen, el explorador
del Polo, cuando asumió la tarea de prestar auxilio a los hambrientos
y a las víctimas sin techo de la Guerra Mundial. Recapacité entonces,
advirtiendo que no se me invitaba a ofrecer propuestas prácticas, sino
sólo a indicar el aspecto que cobra el problema de la prevención de
las guerras para un abordaje psicológico.
Pero también sobre esto lo ha dicho usted casi todo en su carta. Me
ha ganado el rumbo de barlovento, por así decir, pero de buena gana
navegaré siguiendo su estela y me limitaré a corroborar todo cuanto
usted expresa, procurando exponerlo más ampliamente según mi mejor saber
-o conjeturar-.
Comienza usted con el nexo entre derecho y poder. Es ciertamente el
punto de partida correcto para nuestra indagación. ¿Estoy autorizado
a sustituir la palabra «poder» por «violencia» («Gewalt»), más dura
y estridente? Derecho y violencia son hoy opuestos para nosotros. Es
fácil mostrar que uno se desarrolló desde la otra, y si nos remontamos
a los orígenes y pesquisamos cómo ocurrió eso la primera vez, la solución
nos cae sin trabajo en las manos. Pero discúlpeme sí en lo que sigue
cuento, como si fueran algo nuevo, cosas que todos saben y admiten;
es la trabazón argumental la que me fuerza a ello.
Pues bien; los conflictos de intereses entre los hombres se zanjan en
principio mediante la violencia. Así es en todo el reino animal, del
que el hombre no debiera excluirse; en su caso se suman todavía conflictos
de opiniones, que alcanzan hasta el máximo grado de la abstracción y
parecen requerir de otra técnica para resolverse. Pero esa es una complicación
tardía. Al comienzo, en una pequeña horda de seres humanos, era la fuerza
muscular la que decidía a quién pertenecía algo o de quién debía hacerse
la voluntad. La fuerza muscular se vio pronto aumentada y sustituida
por el uso de instrumentos: vence quien tiene las mejores armas o las
emplea con más destreza. Al introducirse las armas, ya la superioridad
mental empieza a ocupar el lugar de la fuerza muscular bruta; el propósito
último de la lucha sigue siendo el mismo: una de las partes, por el
daño que reciba o por la paralización de sus fuerzas, será constreñida
a deponer su reclamo o su antagonismo. Ello se conseguirá de la manera
más radical cuando la violencia elimine duraderamente al contrincante,
o sea, cuando lo mate. Esto tiene la doble ventaja de impedir que reinicie
otra vez su oposición y de que su destino hará que otros se arredren
de seguir su ejemplo. Además, la muerte del enemigo satisface una inclinación
pulsional que habremos de mencionar más adelante. Es posible que este
propósito de matar se vea contrariado por la consideración de que puede
utilizarse al enemigo en servicios provechosos si, amedrentado, se lo
deja con vida. Entonces la violencia se contentará con someterlo en
vez de matarlo. Es el comienzo del respeto por la vida del enemigo,
pero el triunfador tiene que contar en lo sucesivo con el acechante
afán de venganza del vencido y así resignar una parte de su propia seguridad.
He ahí, pues, el estado originario, el imperio del poder más grande,
de la violencia bruta o apoyada en el intelecto. Sabemos que este régimen
se modificó en el curso del desarrollo, cierto camino llevó de la violencia
al derecho. ¿Pero cuál camino? Uno solo, yo creo. Pasó a través del
hecho de que la mayor fortaleza de uno podía ser compensada por la unión
de varios débiles. «L'union fait la force». La violencia es quebrantada
por la unión, y ahora el poder de estos unidos constituye el derecho
en oposición a la violencia del único. Vemos que el derecho es el poder
de una comunidad. Sigue siendo una violencia pronta a dirigirse contra
cualquier individuo que le haga frente; trabaja con los mismos medios,
persigue los mismos fines; la diferencia sólo reside, real y efectivamente,
en que ya no es la violencia de un individuo la que se impone, sino
la de la comunidad. Ahora bien, para que se consume ese paso de la violencia
al nuevo derecho es preciso que se cumpla una condición psicológica.
La unión de los muchos tiene que ser permanente, duradera. Nada se habría
conseguido si se formara sólo a fin de combatir a un hiperpoderoso y
se dispersara tras su doblegamiento. El próximo que se creyera más potente
aspiraría de nuevo a un imperio violento y el juego se repetiría sin
término. La comunidad debe ser conservada de manera permanente, debe
organizarse, promulgar ordenanzas, prevenir las sublevaciones temidas,
estatuir órganos que velen por la observancia de aquellas -de las leyes-
y tengan a su cargo la ejecución de los actos de violencia acordes al
derecho. En la admisión de tal comunidad de intereses se establecen
entre los miembros de un grupo de hombres unidos ciertas ligazones de
sentimiento, ciertos sentimientos comunitarios en que estriba su genuina
fortaleza.
Opino que con ello ya está dado todo lo esencial: el doblegamiento de
la violencia mediante el recurso de trasferir el poder a una unidad
mayor que se mantiene cohesionada por ligazones de sentimiento entre
sus miembros. Todo lo demás son aplicaciones de detalle y repeticiones.
Las circunstancias son simples mientras la comunidad se compone sólo
de un número de individuos de igual potencia. Las leyes de esa asociación
determinan entonces la medida en que el individuo debe renunciar a la
libertad personal de aplicar su fuerza como violencia, a fin de que
sea posible una convivencia segura. Pero semejante estado de reposo
{Ruhezustand} es concebible sólo en la teoría; en la realidad, la situación
se complica por el hecho de que la comunidad incluye desde el comienzo
elementos de poder desigual, varones y mujeres, padres e hijos, y pronto,
a consecuencia de la guerra y el sometimiento, vencedores y vencidos,
que se trasforman en amos y esclavos. Entonces el derecho de la comunidad
se convierte en la expresión de las desiguales relaciones de poder que
imperan en su seno; las leyes son hechas por los dominadores y para
ellos, y son escasos los derechos concedidos a los sometidos. A partir
de allí hay en la comunidad dos fuentes de movimiento en el derecho
{Rechtsunruhe}, pero también de su desarrollo. En primer lugar, los
intentos de ciertos individuos entre los dominadores para elevarse por
encima de todas las limitaciones vigentes, vale decir, para retrogradar
del imperio del derecho al de la violencia; y en segundo lugar, los
continuos empeños de los oprimidos para procurarse más poder y ver reconocidos
esos cambios en la ley, vale decir, para avanzar, al contrario, de un
derecho desparejo a la igualdad de derecho. Esta última corriente se
vuelve particularmente sustantiva cuando en el interior de la comunidad
sobrevienen en efecto desplazamientos en las relaciones de poder, como
puede suceder a consecuencia de variados factores históricos. El derecho
puede entonces adecuarse poco a poco a las nuevas relaciones de poder,
o, lo que es más frecuente, si la clase dominante no está dispuesta
a dar razón de ese cambio, se llega a la sublevación, la guerra civil,
esto es, a una cancelación temporaria del derecho y a nuevas confrontaciones
de violencia tras cuyo desenlace se instituye un nuevo orden de derecho.
Además, hay otra fuente de cambio del derecho, que sólo se exterioriza
de manera pacífica: es la modificación cultural de los miembros de la
comunidad; pero pertenece a un contexto que sólo más tarde podrá tomarse
en cuenta.
Vemos, pues, que aun dentro de una unidad de derecho no fue posible
evitar la tramitación violenta de los conflictos de intereses. Pero
las relaciones de dependencia necesaria y de recíproca comunidad que
derivan de la convivencia en un mismo territorio propician una terminación
rápida de tales luchas, y bajo esas condiciones aumenta de continuo
la probabilidad de soluciones pacíficas. Sin embargo, un vistazo a la
historia humana nos muestra una serie incesante de conflictos entre
un grupo social y otro o varios, entre unidades mayores y menores, municipios,
comarcas, linajes, pueblos, reinos, que casi siempre se deciden mediante
la confrontación de fuerzas en la guerra. Tales guerras desembocan en
el pillaje o en el sometimiento total, la conquista de una de las partes.
No es posible formular un juicio unitario sobre esas guerras de conquista.
Muchas, como las de los mongoles y turcos, no aportaron sino infortunio;
otras, por el contrarío, contribuyeron a la trasmudación de violencia
en derecho, pues produjeron unidades mayores dentro de las cuales cesaba
la posibilidad de emplear la violencia y un nuevo orden de derecho zanjaba
los conflictos. Así, las conquistas romanas trajeron la preciosa pax
romana para los pueblos del Mediterráneo. El gusto de los reyes franceses
por el engrandecimiento creó una Francia floreciente, pacíficamente
unida. Por paradójico que suene, habría que confesar que la guerra no
sería un medio inapropiado para establecer la anhelada paz «eterna»,
ya que es capaz de crear aquellas unidades mayores dentro de las cuales
una poderosa violencia central vuelve imposible ulteriores guerras.
Empero, no es idónea para ello, pues los resultados de la conquista
no suelen ser duraderos; las unidades recién creadas vuelven a disolverse
las más de las veces debido a la deficiente cohesión de la parte unida
mediante la violencia. Además, la conquista sólo ha podido crear hasta
hoy uniones parciales, si bien de mayor extensión, cuyos conflictos
suscitaron más que nunca la resolución violenta. Así, la consecuencia
de todos esos empeños guerreros sólo ha sido que la humanidad permutara
numerosas guerras pequeñas e incesantes por grandes guerras, infrecuentes,
pero tanto más devastadoras.
Aplicado esto a nuestro presente, se llega al mismo resultado que usted
obtuvo por un camino más corto. Una prevención segura de las guerras
sólo es posible si los hombres acuerdan la institución de una violencia
central encargada de entender en todos los conflictos de intereses.
Evidentemente, se reúnen aquí dos exigencias: que se cree una instancia
superior de esa índole y que se le otorgue el poder requerido. De nada
valdría una cosa sin la otra. Ahora bien, la Liga de las Naciones se
concibe como esa instancia, mas la otra condición no ha sido cumplida;
ella no tiene un poder propio y sólo puede recibirlo sí los miembros
de la nueva unión, los diferentes Estados, se lo traspasan. Por el momento
parece haber pocas perspectivas de que ello ocurra. Pero se miraría
incomprensivamente la institución de la Liga de las Naciones si no se
supiera que estamos ante un ensayo pocas veces aventurado en la historia
de la humanidad -o nunca hecho antes en esa escala-. Es el intento de
conquistar la autoridad -es decir, el influjo obligatorio-, que de ordinario
descansa en la posesión del poder, mediante la invocación de determinadas
actitudes ideales. Hemos averiguado que son dos cosas las que mantienen
cohesionada a una comunidad: la compulsión de la violencia y las ligazones
de sentimiento -técnicamente se las llama identificaciones- entre sus
miembros. Ausente uno de esos factores, es posible que el otro mantenga
en pie a la comunidad. Desde luego, aquellas ideas sólo alcanzan predicamento
cuando expresan importantes relaciones de comunidad entre los miembros.
Cabe preguntar entonces por su fuerza. La historia enseña que de hecho
han ejercido su efecto. Por ejemplo, la idea panhelénica, la conciencia
de ser mejores que los bárbaros vecinos, que halló expresión tan vigorosa
en las anfictionías, los oráculos y las olimpíadas, tuvo fuerza bastante
para morigerar las costumbres guerreras entre los griegos, pero evidentemente
no fue capaz de prevenir disputas bélicas entre las partículas del pueblo
griego y ni siquiera para impedir que una ciudad o una liga de ciudades
se aliara con el enemigo persa en detrimento de otra ciudad rival. Tampoco
el sentimiento de comunidad en el cristianismo, a pesar de que era bastante
poderoso, logró evitar que pequeñas y grandes ciudades cristianas del
Renacimiento se procuraran la ayuda del Sultán en sus guerras recíprocas.
Y por lo demás, en nuestra época no existe una idea a la que pudiera
conferirse semejante autoridad unificadora. Es harto evidente que los
ideales nacionales que hoy imperan en los pueblos los esfuerzan a una
acción contraria. Ciertas personas predicen que sólo el triunfo universal
de la mentalidad bolchevique podrá poner fin a las guerras, pero en
todo caso estamos hoy muy lejos de esa meta y quizá se lo conseguiría
sólo tras unas espantosas guerras civiles. Parece, pues, que el intento
de sustituir un poder objetivo por el poder de las ideas está hoy condenado
al fracaso. Se yerra en la cuenta si no se considera que el derecho
fue en su origen violencia bruta y todavía no puede prescindir de apoyarse
en la violencia.
Ahora puedo pasar a comentar otra de sus tesis. Usted se asombra de
que resulte tan fácil entusiasmar a los hombres con la guerra y, conjetura,
algo debe de moverlos, una pulsión a odiar y aniquilar, que transija
con ese azuzamiento. También en esto debo manifestarle mi total acuerdo.
Creemos en la existencia de una pulsión de esa índole y justamente en
los últimos años nos hemos empeñado en estudiar sus exteriorizaciones.
¿Me autoriza a exponerle, con este motivo, una parte de la doctrina
de las pulsiones a que hemos arribado en el psicoanálisis tras muchos
tanteos y vacilaciones?
Suponemos que las pulsiones del ser humano son sólo de dos clases: aquellas
que quieren conservar y reunir -las llamamos eróticas, exactamente en
el sentido de Eros en El banquete de Platón, o sexuales, con una conciente
ampliación del concepto popular de sexualidad-, y otras que quieren
destruir y matar; a estas últimas las reunimos bajo el título de pulsión
de agresión o de destrucción. Como usted ve, no es sino la trasfiguración
teórica de la universalmente conocida oposición entre amor y odio; esta
quizá mantenga un nexo primordial con la polaridad entre atracción y
repulsión, que desempeña un papel en la disciplina de usted. Ahora permítame
que no introduzca demasiado rápido las valoraciones del bien y el mal.
Cada una de estas pulsiones es tan indispensable como la otra; de las
acciones conjugadas y contrarias de ambas surgen los fenómenos de la
vida. Parece que nunca una pulsión perteneciente a una de esas clases
puede actuar aislada; siempre está conectada -decimos: aleada- con cierto
monto de la otra parte, que modifica su meta o en ciertas circunstancias
es condición indispensable para alcanzarla. Así, la pulsión de autoconservación
es sin duda de naturaleza erótica, pero justamente ella necesita disponer
de la agresión si es que ha de conseguir su propósito. De igual modo,
la pulsión de amor dirigida a objetos requiere un complemento de pulsión
de apoderamiento si es que ha de tomar su objeto. La dificultad de aislar
ambas variedades de pulsión en sus exteriorizaciones es lo que por tanto
tiempo nos estorbó el discernirlas.
Si usted quiere dar conmigo otro paso le diré que las acciones humanas
permiten entrever aún una complicación de otra índole. Rarísima vez
la acción es obra de una única moción pulsional, que ya en sí y por
sí debe estar compuesta de Eros y destrucción. En general confluyen
para posibilitar la acción varios motivos edificados de esa misma manera.
Ya lo sabía uno de sus colegas, un profesor Lichtenberg, quien en tiempos
de nuestros clásicos enseñaba física en Gotinga; pero acaso fue más
importante como psicólogo que como físico. Inventó la Rosa de los Motivos
al decir: «Los móviles {Bewegungsgründe} por los que uno hace algo podrían
ordenarse, pues, como los 32 rumbos de la Rosa de los Vientos, y sus
nombres, formarse de modo semejante; por ejemplo, "pan-panfama" o "fama-famapan"».
Entonces, cuando los hombres son exhortados a la guerra, puede que en
ellos responda afirmativamente a ese llamado toda una serie ¿le motivos,
nobles y vulgares, unos de los que se habla en voz alta y otros que
se callan. No tenemos ocasión de desnudarlos todos. Por cierto que entre
ellos se cuenta el placer de agredir y destruir; innumerables crueldades
de la historia y de la vida cotidiana confirman su existencia y su intensidad.
El entrelazamiento de esas aspiraciones destructivas con otras, eróticas
e ideales, facilita desde luego su satisfacción. Muchas veces, cuando
nos enteramos de los hechos crueles de la historia, tenemos la impresión
de que los motivos ideales sólo sirvieron de pretexto a las apetencias
destructivas; y otras veces, por ejemplo ante las crueldades de la Santa
Inquisición, nos parece como si los motivos ideales se hubieran esforzado
hacía adelante, hasta la conciencia, aportándoles los destructivos un
refuerzo inconciente. Ambas cosas son posibles.
Tengo reparos en abusar de su interés, que se dirige a la prevención
de las guerras, no a nuestras teorías. Pero querría demorarme todavía
un instante en nuestra pulsión de destrucción, en modo alguno apreciada
en toda su significatividad. Pues bien; con algún gasto de especulación
hemos arribado a la concepción de que ella trabaja dentro de todo ser
vivo y se afana en producir su descomposición, en reconducir la vida
al estado de la materia inanimada. Merecería con toda seriedad el nombre
de una pulsión de muerte, mientras que las pulsiones eróticas representan
{repräsentieren} los afanes de la vida. La pulsión de muerte deviene
pulsión de destrucción cuando es dirigida hacia afuera, hacia los objetos,
con ayuda de órganos particulares. El ser vivo preserva su propia vida
destruyendo la ajena, por así decir. Empero, una porción de la pulsión
de muerte permanece activa en el interior del ser vivo, y hemos intentado
deducir toda una serie de fenómenos normales y patológicos de esta interiorización
de la pulsión destructiva. Y hasta hemos cometido la herejía de explicar
la génesis de nuestra conciencia moral por esa vuelta de la agresión
hacia adentro. Como usted habrá de advertir, en modo alguno será inocuo
que ese proceso se consume en escala demasiado grande; ello es directamente
nocivo, en tanto que la vuelta de esas fuerzas pulsionales hacia la
destrucción en el mundo exterior aligera al ser vivo y no puede menos
que ejercer un efecto benéfico sobre él. Sirva esto como disculpa biológica
de todas las aspiraciones odiosas y peligrosas contra las que combatimos.
Es preciso admitir que están más próximas a la naturaleza que nuestra
resistencia a ellas, para la cual debemos hallar todavía una explicación.
Acaso tenga usted la impresión de que nuestras teorías constituyen una
suerte de mitología, y en tal caso ni siquiera una mitología alegre.
Pero, ¿no desemboca toda ciencia natural en una mitología de esta índole?
¿Les va a ustedes de otro modo en la física hoy?
De lo anterior extraemos esta conclusión para nuestros fines inmediatos:
no ofrece perspectiva ninguna pretender el desarraigo de las inclinaciones
agresivas de los hombres. Dicen que en comarcas dichosas de la Tierra,
donde la naturaleza brinda con prodigalidad al hombre todo cuanto le
hace falta, existen estirpes cuya vida trascurre en la mansedumbre y
desconocen la compulsión y la agresión. Difícil me resulta creerlo,
me gustaría averiguar más acerca de esos dichosos. También los bolcheviques
esperan hacer desaparecer la agresión entre los hombres asegurándoles
la satisfacción de sus necesidades materiales y, en lo demás, estableciendo
la igualdad entre los participantes de la comunidad. Yo lo considero
una ilusión, Por ahora ponen el máximo cuidado en su armamento, y el
odio a los extraños no es el menos intenso de los motivos con que promueven
la cohesión de sus seguidores., Es claro que, como usted mismo puntualiza,
no se trata de eliminar por completo la inclinación de los hombres a
agredir; puede intentarse desviarla lo bastante para que no deba encontrar
su expresión en la guerra.
Desde nuestra doctrina mitológica de las pulsiones hallamos fácilmente
una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la guerra. Si la
aquiescencia a la guerra es un desborde de la pulsíón de destrucción,
lo natural será apelar a su contraría, el Eros. Todo cuanto establezca
ligazones de sentimiento entre los hombres no podrá menos que ejercer
un efecto contrario a la guerra. Tales ligazones pueden ser de dos clases.
En primer lugar, vínculos como los que se tienen con un objeto de amor,
aunque sin metas sexuales. El psicoanálisis no tiene motivo para avergonzarse
por hablar aquí de amor, pues la religión dice lo propio: «Ama a tu
prójimo como a ti mismo». Ahora bien, es fácil demandarlo, pero difícil
cumplirlo (ver nota). La otra clase de ligazón de sentimiento es la
que se produce por identificación. Todo lo que establezca sustantivas
relaciones de comunidad entre los hombres provocará esos sentimientos
comunes, esas identificaciones. Sobre ellas descansa en buena parte
el edificio de la sociedad humana.
Una queja de usted sobre el abuso de la autoridad me indica un segundo
rumbo para la lucha indirecta contra la inclinación bélica. Es parte
de la desigualdad innata y no eliminable entre los seres humanos que
se separen en conductores y súbditos. Estos últimos constituyen la inmensa
mayoría, necesitan de una autoridad que tome por ellos unas decisiones
que las más de las veces acatarán incondicionalmente. En este punto
habría que intervenir; debería ponerse mayor cuidado que hasta ahora
en la educación de un estamento superior de hombres de pensamiento autónomo,
que no puedan ser amedrentados y luchen por la verdad, sobre quienes
recaería la conducción de las masas heterónomas. No hace falta demostrar
que los abusos de los poderes del Estado {Staatsgewalt} y la prohibición
de pensar decretada por la Iglesia no favorecen una generación así.
Lo ideal sería, desde luego, una comunidad de hombres que hubieran sometido
su vida pulsional a la dictadura de la razón. Ninguna otra cosa sería
capaz de producir una unión más perfecta y resistente entre los hombres,
aun renunciando a las ligazones de sentimiento entre ellos (ver nota).
Pero con muchísima probabilidad es una esperanza utópica. Las otras
vías de estorbo indirecto de la guerra son por cierto más transitables,
pero no prometen un éxito rápido. No se piensa de buena gana en molinos
de tan lenta molienda que uno podría morirse de hambre antes de recibir
la harina.
Como usted ve, no se obtiene gran cosa pidiendo consejo sobre tareas
prácticas urgentes al teórico alejado de la vida social. Lo mejor es
empeñarse en cada caso por enfrentar el peligro con los medios que se
tienen a mano. Sin embargo, me gustaría tratar todavía un problema que
usted no planteó en su carta y que me interesa particularmente: ¿Por
qué nos sublevamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos otros?
¿Por qué no la admitimos como una de las tantas penosas calamidades
de la vida? Es que ella parece acorde a la naturaleza, bien fundada
biológicamente y apenas evitable en la práctica. Que no le indigne a
usted mi planteo. A los fines de una indagación como esta, acaso sea
lícito ponerse la máscara de una superioridad que uno no posee realmente.
La respuesta sería: porque todo hombre tiene derecho a su propia vida,
porque la guerra aniquila promisorias vidas humanas, pone al individuo
en situaciones indignas, lo compele a matar a otros, cosa que él no
quiere, destruye preciosos valores materiales, productos del trabajo
humano, y tantas cosas más. También, que la guerra en su forma actual
ya no da oportunidad ninguna para cumplir el viejo ideal heroico, y
que debido al perfeccionamiento de los medios de destrucción una guerra
futura significaría el exterminio de uno de los contendientes o de ambos.
Todo eso es cierto y parece tan indiscutible que sólo cabe asombrarse
de que las guerras no se hayan desestimado ya por un convenio universal
entre los hombres. Sin embargo, se puede poner en entredicho algunos
de estos puntos. Es discutible que la comunidad no deba tener también
un derecho sobre la vida del individuo; no es posible condenar todas
las clases de guerra por igual; mientras existan reinos y naciones dispuestos
a la aniquilación despiadada de otros, estos tienen que estar armados
para la guerra. Pero pasemos con rapidez sobre todo eso, no es la discusión
a que usted me ha invitado. Apunto a algo diferente; creo que la principal
razón por la cual nos sublevamos contra la guerra es que no podemos
hacer otra cosa. Somos pacifistas porque nos vemos precisados a serlo
por razones orgánicas. Después nos resultará fácil justificar nuestra
actitud mediante argumentos.
Esto no se comprende, claro está, sin explicación. Opino lo siguiente:
Desde épocas inmemoriales se desenvuelve en la humanidad el proceso
del desarrollo de la cultura. (Sé que otros prefieren llamarla «civilización».)
A este proceso debemos lo mejor que hemos llegado a ser y una buena
parte de aquello a raíz de lo cual penamos. Sus ocasiones y comienzos
son oscuros, su desenlace incierto, algunos de sus caracteres muy visibles.
Acaso lleve a la extinción de la especie humana, pues perjudica la función
sexual en más de una manera, y ya hoy las razas incultas y los estratos
rezagados de la población se multiplican con mayor intensidad que los
de elevada cultura. Quizás este proceso sea comparable con la domesticación
de ciertas especies animales; es indudable que conlleva alteraciones
corporales; pero el desarrollo de la cultura como un proceso orgánico
de esa índole no ha pasado a ser todavía una representación familiar
(ver nota). Las alteraciones psíquicas sobrevenidas con el proceso cultural
son llamativas e indubitables. Consisten en un progresivo desplazamiento
de las metas pulsionales y en una limitación de las mociones pulsionales.
Sensaciones placenteras para nuestros ancestros se han vuelto para nosotros
indiferentes o aun insoportables; el cambio de nuestros reclamos ideales
éticos y estéticos reconoce fundamentos orgánicos. Entre los caracteres
psicológicos de la cultura, dos parecen los más importantes: el fortalecimiento
del intelecto, que empieza a gobernar a la vida pulsional, y la interiorización
de la inclinación a agredir, con todas sus consecuencias ventajosas
y peligrosas. Ahora bien, la guerra contradice de la manera más flagrante
las actitudes psíquicas que nos impone el proceso cultural, y por eso
nos vemos precisados a sublevarnos contra ella, lisa y llanamente no
la soportamos más. La nuestra no es una mera repulsa intelectual y afectiva:
es en nosotros, los pacifistas, una intolerancia constitucional, una
idiosincrasia extrema, por así decir. Y hasta parece que los desmedros
estéticos de la guerra no cuentan mucho menos para nuestra repulsa que
sus crueldades.
¿Cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que los otros también se
vuelvan pacifistas? No es posible decirlo, pero acaso no sea una esperanza
utópica que el influjo de esos dos factores, el de la actitud cultural
y el de la justificada angustia ante los efectos de una guerra futura,
haya de poner fin a las guerras en una época no lejana. Por qué caminos
o rodeos, eso no podemos colegirlo. Entretanto tenemos derecho a decirnos:
todo lo que promueva el desarrollo de la cultura trabaja también contra
la guerra (ver nota).
Saludo a usted cordialmente, y le pido me disculpe si mi exposición
lo ha desilusionado.
Sigmund Freud
[Traducción de Luis López-Ballesteros
y de Torres]