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Sobre la sexualidad femenina.
«Über die weibliche Sexualitat» [1931]
Sigmund Freud
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I
En la fase del complejo
de Edipo normal encontramos al niño tiernamente prendado del progenitor
de sexo contrario, mientras que en la relación con el de igual sexo
prevalece la hostilidad. No tropezamos con ninguna dificultad para deducir
este resultado en el caso del varoncito. La madre fue su primer objeto
de amor; luego, con el refuerzo de sus aspiraciones enamoradas, lo sigue
siendo, y a raíz de la intelección más profunda del vínculo entre la
madre y el padre, este último no puede menos que devenir un rival. El
caso es diverso para la niña pequeña. También la madre fue, por cierto,
su primer objeto; ¿cómo halla entonces el camino hasta el padre? ¿Cómo,
cuándo y por qué se desase de la madre? Hace tiempo hemos comprendido
que la tarea de resignar la zona genital originariamente rectora, el
clítoris, por una nueva, la vagina, complica el desarrollo de la sexualidad
femenina (ver nota). Ahora se nos aparece una segunda mudanza de esa
índole, el trueque del objeto-madre originario por el padre, no menos
característico y significativo para el desarrollo de la mujer. No alcanzamos
a discernir todavía de qué manera ambas tareas se enlazan entre sí.
Como es sabido, es frecuente el caso de mujeres con intensa ligazón-padre;
en modo alguno serán por fuerza neuróticas. En tales mujeres he realizado
las observaciones de que informaré y que me han movido a adoptar cierta
concepción acerca de la sexualidad femenina. Dos hechos me llamaron
sobre todo la atención. He aquí el primero: toda vez que existía una
ligazón-padre particularmente intensa, había sido precedida, según el
testimonio del análisis, por una fase de ligazón-madre exclusiva de
igual intensidad y apasionamiento. La segunda fase apenas si había aportado
a la vida amorosa algún rasgo nuevo, salvo el cambio de vía {Wechsel}
del objeto. El vínculo-madre primario se había edificado de manera muy
rica y plutilateral.
El segundo hecho enseñaba que habíamos subestimado también la duración
de esa ligazón-madre. En la mayoría de los casos llegaba hasta bien
entrado el cuarto año, en algunos hasta el quinto, y por tanto abarcaba
la parte más larga, con mucho, del florecimiento sexual temprano. Más
aún: era preciso admitir la posibilidad de que cierto número de personas
del sexo femenino permanecieran atascadas en la ligazón-madre originaria
y nunca produjeran una vuelta cabal hacia el varón.
Con ello, la fase preedípica de la mujer alcanzaba una significación
que no le habíamos adscrito hasta entonces. Puesto que esa fase deja
espacio para todas las fijaciones y represiones a que reconducimos la
génesis de las neurosis, parece necesario privar de su carácter universal
al enunciado según el cual el complejo de Edipo es el núcleo de la neurosis.
Pero quien sienta renuencia frente a esa rectificación no está obligado
a aceptarla. Por una parte, se puede dar al complejo de Edipo un contenido
más lato, de suerte que abarque todos los vínculos del niño con ambos
progenitores; por otro lado, también se puede dar razón de las nuevas
experiencias diciendo que la mujer llega a la situación edípica normal
positiva luego de superar una prehistoria gobernada por el complejo
negativo (ver nota). De hecho, en el curso de esa fase el padre no es
para la niña mucho más que un rival fastidioso, aunque la hostilidad
hacia él nunca alcanza la altura característica para el varoncito. Hace
mucho que hemos resignado toda expectativa de hallar un paralelismo
uniforme entre el desarrollo sexual masculino y el femenino.
La intelección de la prehistoria preedípica de la niña tiene el efecto
de una sorpresa, semejante a la que en otro campo produjo el descubrimiento
de la cultura minoicomicénica tras la griega.
En este ámbito de la primera ligazón-madre todo me parece tan difícil
de asir analíticamente, tan antiguo, vagaroso, apenas reanimable, como
si hubiera sucumbido a una represión particularmente despiadada. Empero,
esta impresión puede venirme de que las mujeres acaso establecieron
conmigo en el análisis la misma ligazón-padre en la que se habían refugiado
al salir de esa prehistoria. En efecto, parece que las analistas mujeres,
como Jeanne Lamplde Groot y Helene Deutsch, pudieron percibir ese estado
de los hechos de manera más fácil y nítida porque en las personas que
les sirvieron de testigos tuvieron el auxilio de la trasferencia sobre
un adecuado sustituto de la madre. En cuanto a mí, no he logrado penetrar
un caso de manera perfecta, y por eso me limito a comunicar los resultados
más generales y aduzco sólo unas pocas muestras de mis nuevas intelecciones.
Una de estas es que la mencionada fase de la ligazón-madre deja conjeturar
un nexo particularmente íntimo con la etiología de la histeria, lo que
no puede sorprender si se repara en que ambas, la fase y la neurosis,
se cuentan entre los caracteres particulares de la feminidad; además,
la intelección de que en esa dependencia de la madre se halla el germen
de la posterior paranoia de la mujer (ver nota). Es que muy bien parece
ser ese germen la angustia, sorprendente pero de regular emergencia,
de ser asesinada (¿devorada?) por la madre. Cabe suponer que esa angustia
corresponda a una hostilidad que en la niña se desarrolla contra la
madre a consecuencia de las múltiples limitaciones de la educación y
el cuidado del cuerpo, y que el mecanismo de la proyección se vea favorecido
por la prematuridad de la organización psíquica (ver nota).
II
He anticipado los dos hechos que me resultaron novedosos, a saber: que
la intensa dependencia de la mujer respecto de su padre no es sino la
heredera de una igualmente intensa ligazón-madre, y que esta fase anterior
tuvo una duración inesperada. Ahora volveré atrás para insertar estos
resultados dentro del cuadro del desarrollo sexual femenino, tal como
nos hemos ido familiarizando con él; no podremos evitar algunas repeticiones.
La comparación continua con las constelaciones que hallamos en el varón
no hará sino beneficiar nuestra exposición.
En primer lugar, es innegable que la bisexualidad, que según nuestra
tesis es parte de la disposición {constitucional} de los seres humanos,
resalta con mucho mayor nitidez en la mujer que en el varón. En efecto,
este tiene sólo una zona genésica rectora, un órgano genésico, mientras
que la mujer posee dos de ellos: la vagina, propiamente femenina, y
el clítoris, análogo al miembro viril. Nos consideramos autorizados
a suponer que durante muchos años la vagina es como si no estuviese,
y acaso sólo en la época de la pubertad proporciona sensaciones. En
los últimos tiempos, es verdad, se multiplican las voces de los observadores
que hacen remontar mociones vaginales hasta esos años tempranos. Lo
esencial, vale decir, lo que precede a la genitalidad en la infancia,
tiene que desenvolverse en la mujer en torno del clítoris. La vida sexual
de la mujer se descompone por regla general en dos fases, de las cuales
la primera tiene carácter masculino; sólo la segunda es la específicamente
femenina. Por tanto, en el desarrollo femenino hay un proceso de trasporte
de una fase a la otra, que carece de análogo en el varón. Otra complicación
nace de que la función del clítoris viril se continúa en la posterior
vida sexual de la mujer de una manera muy cambiante y que por cierto
no se ha comprendido satisfactoriamente. Desde luego, no sabemos cuál
es la base biológica de estas particularidades de la mujer; menos todavía
podemos atribuirles un propósito teleológico.
Paralela a esta primera gran diferencia corre la otra en el campo del
hallazgo de objeto. Para el varón, la madre deviene el primer objeto
de amor a consecuencia del influjo del suministro de alimento y del
cuidado del cuerpo, y lo seguirá siendo hasta que la sustituya un objeto
de su misma esencia o derivado de ella. También en el caso de la mujer
tiene que ser la madre el primer objeto. Es que las condiciones primordiales
de la elección de objeto son idénticas para todos los niños. Pero al
final del desarrollo el varón-padre debe haber devenido el nuevo objeto
de amor; vale decir: al cambio de vía sexual de la mujer tiene que corresponder
un cambio de vía en el sexo del objeto. Surgen aquí, como nuevas tareas
para la investigación, las preguntas por los caminos que sigue esa migración,
el grado de radicalidad o de inacabamiento con que se cumple, y las
diversas posibilidades que se presentan a raíz de este desarrollo.
Ya hemos discernido otra diferencia entre los sexos en su relación con
el complejo de Edipo. Aquí tenemos la impresión de que nuestros enunciados
sobre el complejo de Edipo sólo se adecuan en términos estrictos al
niño varón, y que acertamos rechazando la designación «complejo de Electra»
(ver nota), que pretende destacar la analogía en la conducta de ambos
sexos. El inevitable destino del vínculo de simultáneo amor a uno de
los progenitores y odio al rival se establece sólo para el niño varón.
Y luego es en este en quien el descubrimiento de la posibilidad de castración,
como se prueba por la vista de los genitales femeninos, impone la replasmación
del complejo de Edipo, produce la creación del superyó y así introduce
todos los procesos que tienen por meta la inserción del individuo en
la comunidad de cultura. Tras la interiorización de la instancia paterna
en el superyó, la siguiente tarea por solucionar es desasir este último
de las personas de quienes originariamente fue la subrogación anímica.
En esta asombrosa vía evolutiva ha sido justamente el interés genital
narcisista, el de la conservación del pene, el utilizado para limitar
la sexualidad infantil (ver nota).
En el varón, sin duda, resta como secuela del complejo de castración
cierto grado de menosprecio por la mujer cuya castración se ha conocido.
A partir de ese menosprecio se desarrolla, en el caso extremo, una inhibición
de la elección de objeto y, si colaboran factores orgánicos, una homosexualidad
exclusiva. Muy diversos son los efectos del complejo de castración en
la mujer. Ella reconoce el hecho de su castración y, así, la superioridad
del varón y su propia inferioridad, pero también se revuelve contra
esa situación desagradable. De esa actitud bi-escindida derivan tres
orientaciones de desarrollo. La primera lleva al universal extrañamiento
respecto de la sexualidad. La mujercita, aterrorizada por la comparación
con el varón, queda descontenta con su clítoris, renuncia a su quehacer
fálico y, con él, a la sexualidad en general, así como a buena parte
de su virilidad en otros campos. La segunda línea, en porfiada autoafirmación,
retiene la masculinidad amenazada; la esperanza de tener alguna vez
un pene persiste hasta épocas increíblemente tardías, es elevada a la
condición de fin vital, y la fantasía de ser a pesar de todo un varón
sigue poseyendo a menudo virtud plasmadora durante prolongados períodos.
También este «complejo de masculinidad» de la mujer puede terminar en
una elección de objeto homosexual manifiesta. Sólo un tercer desarrollo,
que implica sin duda rodeos, desemboca en la final configuración femenina
que toma al padre como objeto y así halla la forma femenina del complejo
de Edipo. Por lo tanto, el complejo de Edipo es en la mujer el resultado
final de un desarrollo más prolongado; no es destruido por el influjo
de la castración, sino creado por él; escapa a las intensas influencias
hostiles que en el varón producen un efecto destructivo, e incluso es
frecuentísimo que la mujer nunca lo supere. Por eso son más pequeños
y de menor alcance los resultados culturales de su descomposición. Probablemente
no se yerre aseverando que esta diferencia en el vínculo recíproco entre
complejo de Edipo y complejo de castración imprime su cuño al carácter
de la mujer corno ser social (ver nota).
La fase de la ligazón-madre exclusiva, que puede llamarse preedípica,
reclama entonces una significación muchísimo mayor en la mujer, que
no le correspondería en el varón. Numerosos fenómenos de la vida sexual
femenina, mal comprendidos antes, hallan su esclarecimiento pleno si
se los reconduce a ella. Por ejemplo, uno observado desde tiempo atrás:
muchas mujeres que han escogido a su marido según el modelo del padre
o lo han puesto en el lugar de este repiten con él, sin embargo, en
el matrimonio, su mala relación con la madre (ver nota). El debía heredar
el vínculo-padre y en realidad hereda el vínculo-madre. Se lo comprende
con facilidad como un evidente caso de regresión. El vínculo-madre fue
el originario; sobre él se edificó la ligazón-padre, y ahora en el matrimonio
sale a la luz, desde la represión, lo originario. El endoso de ligazones
afectivas del objeto-madre al objeto-padre constituye, en efecto, el
contenido principal del desarrollo que lleva hasta la feminidad.
Si tantas mujeres nos producen la impresión de que la lucha con el marido
ocupa su madurez como la lucha con la madre ocupó su juventud, a la
luz de las puntualizaciones precedentes inferiremos que su actitud hostil
hacia la madre no es una consecuencia de la rivalidad del complejo de
Edipo, sino que proviene de la fase anterior y halla sólo refuerzo y
empleo en la situación edípica. Lo corrobora, en efecto, la indagación
analítica directa. Nuestro interés tiene que dirigirse a los mecanismos
que se han vuelto eficaces para el extrañamiento del objeto-madre, amado
de manera tan intensa como exclusiva. Estamos preparados para hallar,
no un único factor de esa índole, sino toda una serie, que cooperen
en la misma meta final.
Entre ellos resaltan algunos que están totalmente condicionados por
las constelaciones de la sexualidad infantil, o sea que valen de igual
manera para la vida amorosa del varoncito. En primera línea han de nombrarse
aquí los celos hacia otras personas, hermanitos, rivales entre quienes
también el padre encuentra lugar. El amor infantil es desmedido, pide
exclusividad, no se contenta con parcialidades. Ahora bien, un segundo
carácter es que este amor carece propiamente de meta, es incapaz de
una satisfacción plena, y en lo esencial por eso está condenado a desembocar
en un desengaño (ver nota) y dejar sitio a una actitud hostil. En épocas
posteriores de la vida, la ausencia de una satisfacción final puede
favorecer otro desenlace: como en el caso de los vínculos amorosos de
meta inhibida, este factor puede asegurar la persistencia imperturbada
de la investidura libidinal; pero en el esfuerzo de los procesos de
desarrollo sucede por lo común que la libido abandone la posición insatisfactoria
para buscar una nueva.
Otro motivo, mucho más específico, de extrañamiento respecto de la madre
resulta del efecto del complejo de castración sobre la criatura sin
pene. En algún momento la niña pequeña descubre su inferioridad orgánica,
desde luego antes y más fácilmente cuando tiene hermanos o hay varoncitos
en su cercanía. Enunciamos ya las tres orientaciones que se abren entonces:
a) la suspensión de toda la vida sexual; b) la porfiada hiperinsistencia
en la virilidad, y c) los esbozos de la feminidad definitiva. No es
fácil aquí hacer precisiones temporales más exactas ni establecer circuitos
típicos. Ya el momento en que se descubre la castración es variable,
muchos otros factores parecen ser inconstantes y depender del azar.
Cuenta el estado del propio quehacer fálico; también, que este sea descubierto
o no, y el grado de impedimento que se vivencie tras el descubrimiento.
El propio quehacer fálico, la masturbación en el clítoris, es hallado
por la niña pequeña casi siempre de manera espontánea (ver nota), y
al comienzo no va por cierto acompañado de fantasías. El influjo que
sobre su despertar ejerce el cuidado del cuerpo es testimoniado por
la tan frecuente fantasía en la que la madre, nodriza o niñera es la
seductora (vedr nota). No entramos a considerar si el onanismo de la
niña es más raro y, desde el comienzo, menos enérgico que el del varón;
sería muy posible. También la seducción real es harto frecuente, de
parte de otros niños o de personas a cargo de la crianza que quieren
calmar al niño, hacerlo dormir o volverlo dependiente de ellas. Toda
vez que interviene una seducción, por regla general perturba el decurso
natural de los procesos de desarrollo; a menudo deja como secuela vastas
y duraderas consecuencias.
Según dijimos, la prohibición de masturbarse se convierte en la ocasión
para dejar de hacerlo, pero también es motivo para rebelarse contra
la persona prohibidora, vale decir, la madre o su sustituto (que más
tarde se fusiona regularmente con ella). La porfía en la masturbación
parece abrir el camino hacia la masculinidad. Aun en los casos en que
la niña no logró sofocar la masturbación, el efecto de la prohibición
en apariencia ineficaz se muestra en su posterior afán de librarse a
costa de cualquier sacrificio de esa satisfacción que la hace padecer.
Además, ese propósito en que así se persevera puede influir sobre la
elección de objeto de la muchacha madura. El rencor por haberle impedido
el libre quehacer sexual desempeña un gran papel en el desasimiento
de la madre. Ese mismo motivo vuelve a producir efectos tras la pubertad,
cuando la madre cree su deber preservar la castidad de la hija (ver
nota). No olvidaremos, desde luego, que la madre estorba de igual manera
la masturbación del varoncito, y así crea también en él un fuerte motivo
para la rebelión.
Cuando la niña pequeña se entera de su propio defecto por la vista de
un genital masculino, no acepta sin vacilación ni renuencia la indeseada
enseñanza. Como tenemos dicho, se obstina en la expectativa de poseer
alguna vez un genital así, y el deseo de tenerlo sobrevive todavía largo
tiempo a la esperanza. En todos los casos, el niño considera al comienzo
la castración sólo como un infortunio individual, sólo más tarde la
extiende también a ciertos niños, y por fin a algunos adultos (ver nota).
Cuando se capta la universalidad de este carácter negativo, se produce
una gran desvalorización de la feminidad, y por eso también de la madre.
Es muy posible que la precedente pintura del comportamiento de la niña
pequeña frente a la impresión de la castración y a la prohibición del
onanismo haya parecido al lector confusa y contradictoria. No es enteramente
culpa del autor. En realidad, apenas es posible una exposición universalmente
válida. En diversos individuos hallamos las más diferentes reacciones
y en un mismo individuo coexisten actitudes contrapuestas. Tan pronto
interviene por primera vez la prohibición, se genera el conflicto, que
en lo sucesivo acompañará al desarrollo de la función sexual. También
significa un particular obstáculo para la intelección el hecho de que
resulte tan trabajoso distinguir los procesos anímicos de esta primera
fase y los de fases posteriores, que se les superponen y los desfiguran
en el recuerdo. Por ejemplo, en algún momento se concebirá el hecho
de la castración como un castigo por el quehacer onanista, pero se atribuirá
al padre su ejecución, cuando en verdad ninguna de ambas creencias puede
ser originaria. De manera similar, el varoncito teme la castración regularmente
de su padre, aunque también en su caso la amenaza partió casi siempre
de la madre.
Comoquiera que fuese, al final de esta primera fase de la ligazón-madre
emerge como el más intenso motivo de extrañamiento de la hija respecto
de la madre el reproche de no haberla dotado de un genital correcto,
vale decir, de haberla parido mujer (ver nota). No sin sorpresa se oye
otro reproche, que se remonta un poco menos atrás: la madre dio escasa
leche a su hija, no la amamantó el tiempo suficiente. Acaso ello sea
cierto hartas veces en nuestras circunstancias culturales, pero sin
duda no con tanta frecuencia como se lo asevera en el análisis. Parece
más bien que esa acusación expresara el universal descontento de los
niños que, bajo las condiciones culturales de la monogamia, son destetados
trascurridos de seis a nueve meses, mientras que la madre primitiva
se consagraba a su hijo durante dos o tres años de manera exclusiva;
parece, pues, que nuestros niños permanecieran insaciados para siempre,
como si no hubieran mamado el tiempo suficiente del pecho materno. Empero,
no estoy seguro de que no se tropezaría con idéntica queja en el análisis
de niños amamantados durante tanto tiempo como los hijos de los primitivos.
¡Tan grande es la voracidad de la libido infantil!
Repasemos toda la serie de las motivaciones que el análisis descubre
para el extrañamiento respecto de la madre: omitió dotar a la niñita
con el único genital correcto, la nutrió de manera insuficiente, la
forzó a compartir con otro el amor materno, no cumplió todas las expectativas
de amor y, por último, incitó primero el quehacer sexual propio y luego
lo prohibió; tras esa ojeada panorámica, nos parece que esos motivos
son insuficientes para justificar la final hostilidad. Algunos son consecuencia
inevitable de la naturaleza de la sexualidad infantil; los otros presentan
el aspecto de unas racionalizaciones amañadas más tarde para explicar
un cambio de sentimientos no comprendido. Quizá lo más correcto sea
decir que la ligazón-madre tiene que irse a pique {al fundamento} justamente
porque es la primera y es intensísima, algo parecido a lo que puede
observarse sobre el primer matrimonio de mujeres jóvenes enamoradas
con la máxima intensidad. Aquí como allí, la actitud {Postura} de amor
naufragaría a raíz de los inevitables desengaños y de la acumulación
de las ocasiones para la agresión. Por lo general, un segundo matrimonio
marcha mucho mejor.
No podemos llegar tan lejos como para aseverar que la ambivalencia de
las investiduras de sentimiento sea una ley psicológica de validez universal,
ni que sea de todo punto imposible sentir gran amor por una persona
sin que vaya aparejado un odio acaso de igual magnitud, o a la inversa.
Es indudable que la persona normal y adulta consigue separar entre sí
ambas posturas para no tener que odiar a su objeto de amor ni amar también
a su enemigo. Pero esto parece ser el resultado de desarrollos más tardíos.
En las primeras fases de la vida amorosa es evidente que la ambivalencia
constituye la regla. En muchos seres humanos este rasgo arcaico se conserva
durante toda la vida; es característico del neurótico obsesivo el equilibrio
de amor y odio en sus vínculos de objeto. También respecto de los primitivos
podemos sostener el predominio de la ambivalencia (ver nota). Entonces,
la intensa ligazón de la niña pequeña con su madre debió de haber sido
muy ambivalente, y justamente por esa ambivalencia, con la cooperación
de otros factores, habrá sido esforzada a extrañarse de ella, vale decir:
el proceso es, también aquí, consecuencia de un carácter universal de
la sexualidad infantil.
En contra de este intento de explicación enseguida se planteará la pregunta:
¿Cómo puede en tal caso el varoncito conservar incólume su ligazón-madre,
que por cierto no es menos intensa? Con igual rapidez acude la respuesta:
Porque le resulta posible tramitar su ambivalencia hacia la madre colocando
en el padre todos sus sentimientos hostiles. Pero, en primer lugar,
no debe darse esta respuesta antes de estudiar a fondo la fase preedípica
del varón; y en segundo lugar, probablemente lo más cauto sea confesar
que uno todavía no penetra bien estos procesos, de los que se acaba
de tomar conocimiento.
III
Otra pregunta reza: ¿Qué demanda la niña pequeña de su madre? ¿De qué
índole son sus metas sexuales en esa época de la ligazón-madre exclusiva?
La respuesta, tomada del material analítico, armoniza en un todo con
nuestras expectativas. Las metas sexuales de la niña junto a la madre
son de naturaleza tanto activa como pasiva, y están comandadas por las
fases libidinales que atraviesan los niños. La relación de la actividad
con la pasividad merece aquí nuestro particular interés. Es fácil observar
que en todos los ámbitos del vivenciar anímico, no sólo en el de la
sexualidad una impresión recibida pasivamente provoca en el niño la
tendencia a una reacción activa. Intenta hacer lo mismo que antes le
hicieron o que hicieron con él. He ahí una porción del trabajo que le
es impuesto para dominar el mundo exterior, y hasta puede llevar a que
se empeñe en repetir unas impresiones que habría tenido motivos para
evitar a causa de su contenido penoso. También el juego infantil es
puesto al servicio de este propósito de complementar una vivencia pasiva
mediante una acción y cancelarla de ese modo, por así decir. Si el doctor
hace abrir la boca al niño renuente para examinar su garganta, luego
que él se aleje el niño jugará al doctor y repetirá el violento procedimiento
en un hermanito tan desvalido frente a él como él lo estuvo frente al
doctor (ver nota). En todo esto se muestra de manera inequívoca una
rebeldía contra la pasividad y una predilección por el papel activo.
No en todos los niños se da con igual regularidad y energía esa alternancia
de la pasividad a la actividad, y en muchos puede faltar. De esta conducta
del niño se puede extraer una inferencia acerca de la intensidad relativa
de la masculinidad y feminidad que habrá de mostrar en su sexualidad.
Las primeras vivencias sexuales y de tinte sexual del niño junto a la
madre son desde luego de naturaleza pasiva. Es amamantado, alimentado,
limpiado, vestido por ella, que le indica todos sus desempeños. Una
parte de la libido del niño permanece adherida a estas experiencias
y goza de las satisfacciones conexas; otra parte se ensaya en su re-vuelta
{Umwendung} a la actividad. Primero, en el pecho materno, el ser-amamantado
es relevado por el mamar activo. En los otros vínculos, el niño se contenta
con la autonomía, o sea, con el triunfo de ejecutar él mismo lo que
antes le sucedió, o con la repetición activa de sus vivencias pasivas
en el juego; o bien efectivamente convierte a la madre en el objeto
respecto del cual se presenta como sujeto activo. Esto último, que se
cumple en el ámbito del propio quehacer, me pareció increíble durante
mucho tiempo, hasta que la experiencia disipó toda duda.
Es raro oír que la niña pequeña lave a la madre, la vista o le indique
hacer sus necesidades excrementicias. Es verdad que le dice en ocasiones:
«Ahora jugaremos a que yo soy la madre y tú el nene», pero casi siempre
cumple esos deseos activos de manera indirecta, en el juego con la muñeca,
donde ella misma figura a la madre como la muñeca al nene. La preferencia
de la niña -a diferencia del varón- por el juego de la muñeca suele
concebirse como signo del temprano despertar de la feminidad. Y no sin
razón; empero, no debe pasarse por alto que lo que aquí se exterioriza
es la actividad de la feminidad, y que esta predilección de la niña
tal vez atestigüe el carácter exclusivo de la ligazón con la madre,
con total prescindencia del objeto-padre.
La actividad sexual de la niña hacia la madre, tan sorprendente, se
exterioriza siguiendo la secuencia de aspiraciones orales, sádicas y,
por fin, hasta fálicas dirigidas a aquella. Es difícil informar aquí
sobre los detalles, pues a menudo se trata de mociones pulsionales oscuras
que la niña no podía asir psíquicamente en la época en que ocurrieron,
por lo cual sólo han recibido una interpretación con posterioridad {nachtrüglich}
y emergen luego en el análisis con formas de expresión que por cierto
no tuvieron originariamente. A veces nos salen al paso como trasferencias
al posterior objeto-padre, de donde no son oriundas, y perturban sensiblemente
la comprensión. Hallamos los deseos agresivos orales y sádicos en la
forma a que los constriñó una represión prematura: como angustia de
ser asesinada por la madre, a su vez justificatoria del deseo de que
la madre muera, cuando este deviene conciente. No sabemos indicar cuán
a menudo esta angustia frente a la madre se apuntala en una hostilidad
inconciente de la madre misma, colegida por la niña. (En cuanto a la
angustia de ser devorado, hasta ahora sólo la he hallado en varones
y referida al padre; empero, es probable que sea el producto de una
mudanza de la agresión oral dirigida a la madre. Uno quiere devorar
a la madre de quien se nutrió; respecto del padre, le falta a este deseo
la ocasión inmediata.)
Las personas del sexo femenino con intensa ligazón-madre en quienes
pude estudiar la fase preedípica han informado, de acuerdo con lo anterior,
que opusieron la máxima resistencia a las enemas y evacuaciones de intestino
que la madre emprendió con ellas, reaccionando con angustia y grita
enfurecida. Acaso sea esta una conducta muy frecuente o aun regular
de los niños. Sólo logré inteligir los fundamentos de esta protesta
particularmente violenta mediante una puntualización de Ruth Mack Brunswick,
quien de manera simultánea se ocupaba de los mismos problemas: ella
se inclinaba a comparar el estallido de furia tras la enema con el orgasmo
tras una estimulación genital. En tal caso, la angustia se comprendería
como transposición del placer de agredir, puesto en movimiento. Opino
que efectivamente es así, y que en el estadio sádico-anal la intensa
estimulación pasiva de la zona intestinal es respondida por un estallido
de placer de agredir, que se da a conocer de manera directa como furia
o, a consecuencia de su sofocación, como angustia. Esta reacción parece
agotarse en años posteriores.
Entre las mociones pasivas de la fase fálica, se destaca que por regla
general la niña inculpa a la madre como seductora, ya que por fuerza
debió registrar las primeras sensaciones genitales, o al menos las más
intensas, a raíz de los manejos de la limpieza y el cuidado del cuerpo
realizados por la madre (o la persona encargada de la crianza, que la
subrogue). A la niña le gustan esas sensaciones y pide a la madre las
refuerce mediante repetido contacto y frote, según me lo han comunicado
a menudo las madres como observación de sus hijitas de dos a tres años.
A mi juicio, el hecho de que de ese modo la madre inevitablemente despierta
en su hija la fase fálica es el responsable de que en las fantasías
de años posteriores el padre aparezca tan tegularmente como el seductor
sexual. Al tiempo que se cumple el extrañamiento respecto de la madre,
se trasfiere al padre la introducción en la vida sexual (ver nota).
En la fase fálica sobrevienen por último intensas mociones activas de
deseo dirigidas a la madre. El quehacer sexual de esta época culmina
en la masturbación en el clítoris, a raíz de la cual es probable que
sea representada la madre; empero, mi experiencia no me permite colegir
si lleva a la niña a representarse una meta sexual, ni cuál sería esta.
Tal meta sólo puede discernirse con claridad cuando todos los intereses
de la niña reciben una nueva impulsión por la llegada de un hermanito.
La niña pequeña quiere haber sido la madre de este nuevo niño, en un
todo como el varón, y también es la misma su reacción frente al acontecimiento
y su conducta hacia el niñito. Es verdad que esto suena bastante absurdo,
pero acaso sólo por el hecho de resultarnos tan insólito.
El extrañamiento respecto de la madre es un paso en extremo sustantivo
en la vía de desarrollo de la niña; es algo más que un meto cambio de
vía del objeto. Ya hemos descrito su origen, así como la acumulación
de sus presuntas motivaciones, y ahora agregaremos que al par que sobreviene
se observa un fuerte descenso de las aspiraciones sexuales activas y
un ascenso de las pasivas. Es cierto que las aspiraciones activas fueron
afectadas con mayor intensidad por la frustración {denegación}, demostraron
ser completamente inviables y por eso la libido las abandona con mayor
facilidad, pero tampoco faltaron desengaños del lado de las aspiraciones
pasivas. Con el extrañamiento respecto de la madre a menudo se suspende
también la masturbación clitorídea, y hartas veces la represión de la
masculinidad anterior infiere un daño permanente a buena parte de su
querer-alcanzar sexual. El tránsito al objeto-padre se cumple con ayuda
de las aspiraciones pasivas en la medida en que estas han escapado al
ímpetu subvirtiente {Umsturz}. Ahora queda expedito para la niña el
camino hacía el desarrollo de la feminidad, en tanto no lo angosten
los restos de la ligazón-madre preedípica superada.
Si se echa una mirada panorámica sobre el fragmento aquí descrito del
desarrollo sexual femenino, no es posible refrenar cierto juicio acerca
de la feminidad en su conjunto. Hallamos en acción las mismas fuerzas
libidinosas que en el varoncito, y pudimos convencernos de que, en ambos
casos, durante cierto tiempo se transita por idénticos caminos y se
llega a iguales resultados.
Luego, factores biológicos desvían a esas fuerzas de sus metas iniciales
y guían por las sendas de la feminidad aun a aspiraciones activas, masculinas
en todo sentido. Como no podemos negar que la excitación sexual se reconduce
al efecto de determinadas sustancias químicas, nuestra primera expectativa
sería que un día la bioquímica habrá de ofrecernos una sustancia cuya
presencia provoque la excitación sexual masculina, y otra que provoque
la femenina. Pero esta esperanza no parece menos ingenua que aquella
otra, hoy por suerte superada, de descubrir bajo el microscopio sendos
excitadores de la histeria, la neurosis obsesiva, la melancolía, etc.
Es que también en el quimismo sexual las cosas han de ser un poco más
complicadas. Ahora bien, para la psicología es indiferente que en el
cuerpo exista una única sustancia que produzca excitación sexual, o
que sean dos o una multitud. El psicoanálisis nos enseña a contar con
una única libido, que a su vez conoce metas -y por tanto modalidades
de satisfacción- activas y pasivas. En esta oposición, sobre todo en
la existencia de aspiraciones libidinales de meta pasiva, está contenido
el resto del problema.
IV
Si se examina la bibliografía analítica sobre nuestro tema, uno se convence
de que todo lo indicado aquí ya estaba en ella (ver nota). Habría sido
innecesario publicar este trabajo si no fuera que en un campo de tan
difícil acceso puede resultar valioso todo informe acerca de experiencias
propias y concepciones personales. Además, he aprehendido muchas cosas
con mayor precisión, aislándolas con más cuidado. En algunos de esos
otros ensayos, la exposición se vuelve confusa porque simultáneamente
se elucidan los problemas del superyó y del sentimiento de culpa. Yo
lo he evitado, y en la descripción de los diferentes desenlaces de esta
fase del desarrollo tampoco he tratado las complicaciones que sobrevienen
cuando la niña regresa a la ligazón-madre resignada a consecuencia de
su desilusión con el padre, o en el curso de su vida repetidas veces
cambia de vía de una actitud a la otra. Pero justamente porque mi trabajo
es sólo una contribución entre otras, puedo ahorrarme una apreciación
a fondo de la bibliografía y limitarme a poner de relieve las concordancias
sustanciales con algunos de esos trabajos, y las importantes divergencias
con otros.
La descripción de Abraham (1921) de las manifestaciones del complejo
de castración en la mujer no ha sido en verdad superada todavía; pero
nos gustaría ver insertado en ella el factor de la ligazón-madre inicial
y exclusiva. Tengo que declararme de acuerdo en los puntos esenciales
con el importante trabajo de Jeanne Lampl-de Groot (1927), donde se
discierne la plena identidad de la fase preedípica en el varoncito y
la niña, se sostiene la actividad sexual (fálica) de la niña hacia la
madre, y se la prueba mediante observaciones. El extrañamiento respecto
de la madre es reconducido al influjo del conocimiento de la castración,
que obliga al niño a resignar el objeto sexual y, con él, a menudo,
el onanismo; para el desarrollo en su conjunto se acuña la fórmula de
que la niña atraviesa una fase de complejo de Edipo «negativo» antes
que pueda ingresar en el positivo. Encuentro una insuficiencia de ese
trabajo en el hecho de que presenta el extrañamiento de la madre como
un mero cambio de vía del objeto, y no considera que se consuma bajo
los más claros signos de hostilidad. Esta hostilidad halla apreciación
cabal en el último ensayo de Helene Deutsch sobre el masoquismo femenino
y su relación con la frigidez ( 1930), donde la autora admite también
la actividad fálica de la muchacha y la intensidad de su ligazón-madre.
Deutsch indica, además, que la vuelta hacia el padre acontece por el
camino de las aspiraciones pasivas (ya puestas en movimiento a raíz
de la madre). En su primer libro publicado (1925), la autora no se había
emancipado todavía de la aplicación del esquema edípico también a la
fase preedípica, y por eso interpretaba la actividad fálica de la niña
como identificación con el padre.
Fenichel (1930) insiste con acierto en la dificultad de discernir, dentro
del material que surge en el análisis, lo que corresponde al contenido
intacto de la fase preedípica y lo que de ella ha sido desfigurado regresivamente
(o de otro modo). No admite la actividad fálica de la niña en el sentido
de Jeanne Lampl-de Groot, y rechaza también el «desplazamiento hacia
atrás» del complejo de Edipo propuesto por Melanie Klein (1928), quien
sitúa sus comienzos ya al empezar el segundo año de vida. Esta precisión
temporal, que necesariamente altera también la concepción de todas las
otras constelaciones del desarrollo, no coincide de hecho con los resultados
del análisis de adultos y es incompatible, en particular, con mis descubrimientos
acerca de la larga duración de la ligazón-madre preedípica de la niña.
Una vía para amortiguar la contradicción se abre observando que en este
campo no somos todavía capaces de distinguir entre lo establecido de
manera rígida por leyes biológicas y lo cambiante y mudable bajo el
influjo del vivenciar accidental. Además del efecto de la seducción,
que conocemos hace tiempo, acaso otros factores -el momento en que nacieron
los hermanitos, el del descubrimiento de la diferencia entre los sexos,
la observación directa del comercio sexual, la conducta de cortejo o
de rechazo de los padres, etc.- pueden contribuir de igual modo a apresurar
y hacer madurar el desarrollo sexual infantil.
Algunos autores se inclinan a restar valor a las primeras y más originarías
mociones libidinales del niño en favor de procesos posteriores del desarrollo,
de suerte que -expresado en términos extremos- sólo les resta a aquellas
el papel de señalar ciertas orientaciones, mientras que las intensidades
[psíquicas]` que echan a andar por esas vías son sufragadas por regresiones
y formaciones reactivas posteriores. Así, por ejemplo, Karen Horney
(1926) opina que hemos sobrestimado en mucho la primaria envidia del
pene de la niña, en tanto atribuye la intensidad de la aspiración a
la masculinidad posteriormente desplegada a una envidia del pene secundaria,
usada para defenderse de las mociones femeninas, en especial de la ligazón
femenina con el padre. Esto no se corresponde con mis impresiones. Por
seguro que sea el hecho de los posteriores refuerzos por regresión y
formación reactiva, y por difícil que pueda resultar la apreciación
relativa de los componentes libidinales afluyentes, opino que no debiéramos
pasar por alto que aquellas primeras mociones libidinales poseen una
intensidad que se mantiene superior a todas las posteriores, y en verdad
puede llamarse inconmensurable. Es correcto, sin duda, que entre la
ligazón-padre y el complejo de masculinidad hay una relación de oposición
-es la oposición universal entre actividad y pasividad, masculinidad
y feminidad-, pero ello no nos da derecho a suponer que sólo uno sea
el primario, y el otro deba su intensidad sólo a la defensa. Y toda
vez que la defensa contra la feminidad se cumple con tanta energía,
¿de dónde recibiría su fuerza sí no es de la aspiración a la masculinidad,
que ha hallado su primera expresión en la envidia del pene del niño
y por eso merece ser llamada de acuerdo con esta?
Una objeción parecida vale para la concepción de Jones (1928) de que
la fase fálica en la niña es una reacción de protección secundaria antes
que un estadio real del desarrollo. Esto no responde ni a las constelaciones
dinámicas ni a las temporales.
[Traducción de Luis López-Ballesteros
y de Torres]