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Cinco conferencias sobre psicoanálisis
- 1909 [1910]
Sigmund Freud
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Über Psychoanalyse
Volumen 11 (1910), Standard
Edition, Cinco conferencias sobre psicoanálisis y otras obras.
Nota introductoria por James Strachey
En 1909 la Clark University, de Worcester, Massachusetts, celebró el
20º aniversario de su fundación, y su presidente, G. Stanley Hall, invitó
a Freud y a Carl G. Jung a participar de esa celebración, donde se les
conferiría el título de miembros honorarios. Freud recibió la invitación
en diciembre de 1908, pero el evento tuvo lugar recién en septiembre
del próximo año; dicto sus conferencias el lunes 6 de dichomes y los
4 días subsiguientes. El propio Freud decaró entonces que era ese el
primer reconociemiento de la joven ciencia, en en su Presentación autobiográfica
(1925) diría más tarde que ocupar esa cátedra le pareció "la realización
de un increíble sueño diurno".
Freud pronunció estas conferencias en alemán de manera directa, sin
anotaciones y con muy poca preparación previa, como nos informa el doctor
Jones. Solo al regresar a Viena fue persuadido para que las escribiera,
y se avino a hacerlo. El trabajo no quedó listo hasta la segunda semana
de diciembre, pero su memoria verbal era tan buena que -asegura Jones-
la versión impresa "no se apartó mucho de la alocución original". A
comienzos de 1910 se publicó la traducción en la American Journal of
Psychology, y poco después apareció en Viena la primera edición alemana,
en forma de folleto. La obra se hizo popular y tuvo varias ediciones,
en ninguna de estas sufrió cambios sustanciales, salvo la nota al pie
agregada en 1923 al comienzo, en la cual Freud rectifica sus manifestaciones
respecto de la deuda que tenía el psicoanálisis para con Breuer. Esta
nota no aparece más que en los Gesammelte-Scgriften y en las Gesammelte
Werke. En mi "Introducción" a Estudios sobre la histeria (1895a4), AE,
2, págs. 20 y sigs., se hallará un comentario acerca de la variable
actitud de Freud hacia Breuer.
Durante toda su carrera, Freud se demostró siempre dispuesto a exponer
sus descubrimientos en trabajos de divulgación general. Aunque ya tenía
publicados algunos informes sumarios sobre el psicoanálisis, esta serie
de conferencias constituyó el primer escrito extenso de divulgación.
Naturalmente, sus trabajos de esta indole eran de diversa dificultad
según el público al que estuvieran dirigidos; y el que ocupa las páginas
siguientes debe considerarse uno de los más sencillos, en especial si
se lo compara con la importante serie de Conferencias de introducción
al psicoanálisis que pronunció años más tarde (1916-1917). Pero a despecho
de todos los agregados que se le harían a la estructura del psicoanálisis
en el cuarto de siglo venidero, las presentes conferencias siguen proporcionando
un admirable esquema preliminar, que exige muy pocas correccciones.
Y ofrecen una excelente idea de la soltura y claridad de su estilo,
y de su desembarazado sentido de la forma, que hicieron de él tan notable
conferencista.
CINCO CONFERENCIAS
I
Señoras y señores: Dictar conferencias en el Nuevo Mundo ante un auditorio
ávido de saber provoca en mí un novedoso y desconcertante sentimiento.
Parto del supuesto de que debo ese honor solamente al enlace de mi nombre
con el tema del psicoanálisis, y por eso me propongo hablarles de este
último. Intentaré proporcionarles en la más apretada síntesis un panorama
acerca de la historia, la génesis y el ulterior desarrollo de este nuevo
método de indagación y terapia.
Si constituye un mérito haber dado nacimiento al psicoanálisis, ese
mérito no es mío. (ver nota) Yo no participé en sus inicios. Era un
estudiante preocupado por pasar sus últimos exámenes cuando otro médico
de Viena, el doctor Josef Breuer, aplicó por primera vez ese procedimiento
a una muchacha afectada de histeria (desde 1880 hasta 1882). De ese
historial clínico y terapéutico nos ocuparemos; ahora. Lo hallarán expuesto
con detalle en Estudios sobre la histeria [1895], publicados luego por
Breuer y por mí. (ver nota)
Una sola observación antes de empezar: no sin satisfacción me he enterado
de que la mayoría de mis oyentes no pertenecen al gremio médico. No
tengan ustedes cuidado; no hace falta una particular formación previa
en medicina para seguir mi exposición. Es cierto que por un trecho avanzaremos
junto con los médicos, pero pronto nos separaremos para acompañar al
doctor Breuer en un peculiarísimo camino.
La paciente del doctor Breuer, una muchacha de veintiún años, intelectualmente
muy dotada, desarrolló en el trayecto de su enfermedad, que se extendió
por dos años, una serie de perturbaciones corporales y anímicas merecedoras
de tomarse con toda seriedad. Sufrió una parálisis con rigidez de las
dos extremidades del lado derecho, que permanecían insensibles, y a
veces esta misma afección en los miembros del lado izquierdo; perturbaciones
en los movimientos oculares y múltiples deficiencias en la visión, dificultades
para sostener la cabeza, una intensa tussis nervosa, asco frente a los
alimentos y en una ocasión, durante varias semanas, incapacidad para
beber no obstante una sed martirizadora; además, disminución de la capacidad
de hablar, al punto de no poder expresarse o no comprender su lengua
materna, y, por último, estados de ausencia, confusión, deliria, alteración
de su personalidad toda, a los cuales consagraremos luego nuestra atención.
Al tomar conocimiento ustedes de semejante cuadro patológico, se inclinarán
a suponer, aun sin ser médicos, que se trata de una afección grave,
probablemente cerebral, que ofrece pocas perspectivas de restablecimiento
y acaso lleve al temprano deceso de los aquejados por ella. Admitan,
sin embargo, esta enseñanza de los médicos: para toda una serie de casos
que presentan esas graves manifestaciones está justificada otra concepción,
mucho más favorable. Si ese cuadro clínico aparece en una joven en quien
una indagación objetiva demuestra que sus órganos internos vitales (corazón,
riñones) son normales, pero que ha experimentado violentas conmociones
del ánimo, y si en ciertos caracteres más finos los diversos síntomas
se apartan de lo que cabría esperar, los médicos no juzgarán muy grave
el caso. Afirmarán no estar frente a una afección orgánica del cerebro,
sino ante ese enigmático estado que desde los tiempos de la medicina
griega recibe el nombre de histeria y es capaz de simular toda una serie
de graves cuadros. Por eso no disciernen peligro mortal y consideran
probable una recuperación -incluso total- de la salud. No siempre es
muy fácil distinguir una histeria de una afección orgánica grave. Pero
no necesitamos saber cómo se realiza un diagnóstico diferencial de esta
clase; bástenos la seguridad de que justamente el caso de la paciente
de Breuer era uno de esos en que ningún médico experto erraría el diagnóstico
de histeria. En este punto podemos traer, del informe clínico, un complemento:
ella contrajo su enfermedad mientras cuidaba a su padre, tiernamente
amado, de una grave dolencia que lo llevó a la tumba, y a raíz de sus
propios males debió dejar de prestarle esos auxilios.
Hasta aquí nos ha resultado ventajoso avanzar junto con los médicos,
pero pronto nos separaremos de ellos. En efecto, no esperen ustedes
que las perspectivas del tratamiento médico hayan de mejorar esencialmente
para el enfermo por el hecho de que se le diagnostique una histeria
en lugar de una grave afección cerebral orgánica. Frente a las enfermedades
graves del encéfalo, el arte médico es impotente en la mayoría de los
casos, pero el facultativo tampoco sabe obrar nada contra la afección
histérica. Tiene que dejar librados a la bondadosa naturaleza el momento
y el modo en que se realice su esperanzada prognosis. (ver nota)
Entonces, poco cambia para el enfermo al discernírsele la histeria;
es al médico a quien se le produce una gran variación. Podemos observar
que su actitud hacia el histérico difiere por completo de la que adopta
frente al enfermo crónico. No quiere dispensar al primero el mismo grado
de interés que al segundo, pues su dolencia es mucho menos seria, aunque
parezca reclamar que se la considere igualmente grave. Pero no es este
el único motivo. El médico, que en sus estudios ha aprendido tantas
cosas arcanas para el lego, ha podido formarse de las causas y alteraciones
patológicas (p. ej., las sobrevenidas en el encéfalo de una persona
afectada de apoplejía o neoplasia) unas representaciones que sin duda
son certeras hasta cierto grado, puesto que le permiten entender los
detalles del cuadro clínico. Ahora bien, todo su saber, su previa formación
patológica y anátomo-fisíológica, lo desasiste al enfrentar las singularidades
de los fenómenos histéricos. No puede comprender la histeria, ante la
cual se encuentra en la misma situación que el lego. He ahí algo bien
ingrato para quien tanto se precia de su saber en otros terrenos. Por
eso los histéricos pierden su simpatía; los considera como unas personas
que infringen las leyes de su ciencia, tal como miran los ortodoxos
a los heréticos; les atribuye toda la malignidad posible, los acusa
de exageración y deliberado engaño, simulación, y los castiga quitándoles
su interés.
Pues bien; el doctor Breuer no incurrió en esta falta con su paciente:
le brindó su simpatía e interés, aunque al comienzo no sabía cómo asistirla.
Es probable que se lo facilitaran las notables cualidades espirituales
y de carácter de ella, de las que da testimonio en el historial clínico
que redactó. Su amorosa observación pronto descubrió el camino que le
posibilitaría el primer auxilio terapéutico.
Se había notado que en sus estados de ausencia, de alteración psíquica
con confusión, la enferma solía murmurar entre sí algunas palabras que
parecían provenir de unos nexos en que se ocupase su pensamiento. Entonces
el médico, que se hizo informar acerca de esas palabras, la ponía en
una suerte de hipnosis y en cada ocasión se las repetía a fin de moverla
a que las retornase. Así comenzaba a hacerlo la enferma, y de ese modo
reproducía ante el médico las creaciones psíquicas que la gobernaban
durante las ausencias y se habían traslucido en esas pocas palabras
inconexas. Eran fantasías tristísimas, a menudo de poética hermosura
-sueños diurnos, diríamos nosotros-, que por lo común tomaban como punto
de partida la situación de una muchacha ante el lecho de enfermo de
su padre. Toda vez que contaba cierto número de esas fantasías, quedaba
como liberada y se veía reconducida a la vida anímica normal. Ese bienestar,
que duraba varías horas, daba paso al siguiente día a una nueva ausencia,
vuelta a cancelar de igual modo mediante la enunciación de las fantasías
recién formadas. No era posible sustraerse a la impresión de que* la
alteración psíquica exteriorizada en las ausencias era resultado del
estímulo procedente de estas formaciones de fantasía, plenas de afecto
en grado sumo. La paciente misma ' que en la época de su enfermedad,
asombrosamente, sólo hablaba y comprendía el inglés, bautizó a este
novedoso tratamiento como «talking cure» {«cura de conversación»} o
lo definía en broma como «chimney-sweeping» {«limpieza de chimenea»}.
Pronto se descubrió como por azar que mediante ese deshollinamiento
del alma podía obtenerse algo más que una eliminación pasajera de perturbaciones
anímicas siempre recurrentes. También se conseguía hacer desaparecer
los síntomas patológicos cuando en la hipnosis se recordaba, con exteriorización
de afectos, la ocasión y el asunto a raíz del cual esos síntomas se
habían presentado por primera vez. «En el verano hubo un período de
intenso calor, y la paciente sufrió mucha sed; entonces, y sin que pudiera
indicar razón alguna, de pronto se le volvió imposible beber. Tomaba
en su mano el ansiado vaso de agua, pero tan pronto lo tocaban sus labios,
lo arrojaba de sí como si fuera una hidrofóbica. Era evidente que durante
esos segundos caía en estado de ausencia. Sólo vivía a fuerza de frutas,
melones, etc., que le mitigaban su sed martirizadora. Cuando esta situación
llevaba ya unas seis semanas, se puso a razonar en estado de hipnosis
acerca de su dama de compañía inglesa, a quien no amaba, y refirió entonces
con todos los signos de la repugnancia cómo había ido a su habitación,
y ahí vio a su perrito, ese asqueroso animal, beber de un vaso. Ella
no dijo nada pues quería ser cortés. Tras dar todavía enérgica expresión
a ese enojo que se le había quedado atascado, pidió de beber, tomó sin
inhibición una gran cantidad de agua y despertó de la hipnosis con el
vaso en los labios. Con ello la perturbación desaparecía para siempre».
(ver nota)
Permítanme detenerme un momento en esta experiencia. Hasta entonces
nadie había eliminado un síntoma histérico por esa vía, ni penetrado
tan hondo en la inteligencia de su causación. No podía menos que constituir
un descubrimiento de los más vastos alcances si se corroboraba la expectativa
de que también otros síntomas, y acaso la mayoría, nacían de ese modo
en los enfermos e igualmente se los podía cancelar. Breuer no ahorró
esfuerzos para convencerse de ello, y pasó a investigar de manera planificada
la patogénesis de los otros síntomas, más graves. Y así era, efectivamente;
casi todos los síntomas habían nacido como unos restos, como unos precipitados
si ustedes quieren, de vivencias plenas de afecto a las que por eso
hemos llamado después. «traumas psíquicos»; y su particularidad se esclarecía
por la referencia a la escena traumática que los causó. Para decirlo
con un tecnicismo, eran determinados {determinieren} por las escenas
cuyos restos mnémicos ellos figuraban, y ya no se debía describirlos
como unas operaciones arbitrarias o enigmáticas de la neurosis. Anotemos
sólo una desviación respecto de aquella expectativa. La que dejaba como
secuela al síntoma no siempre era una vivencia única; las más de las
veces habían concurrido a ese efecto repetidos y numerosos traumas,
a menudo muchísimos de un mismo tipo. Toda esta cadena de recuerdos
patógenos debía ser reproducida luego en su secuencia cronológica, y
por cierto en sentido inverso: los últimos primero, y los primeros en
último lugar; era de todo punto imposible avanzar hasta el primer trauma,
que solía ser el más eficaz, saltando los sobrevenidos después.
Querrán ustedes, sin duda, que les comunique otros ejemplos de causación
de síntomas histéricos, además de esta aversión al agua por asco al
perro que bebió del vaso. Empero, si deseo cumplir mi programa, debo
limitarme a muy pocas muestras. Así, Breuer refiere que las perturbaciones
en la visión de la enferma se reconducían a ocasiones «de este tipo:
la paciente estaba sentada, con lágrimas en los ojos, junto al lecho
de enfermo de su padre, cuando este le preguntó de pronto qué hora era;
ella no veía claro, hizo un esfuerzo, acercó el reloj a sus ojos y entonces
la esfera se le apareció muy grande (macropsia y strabismus convergens);
o bien se esforzó por sofocar las lágrimas para que el padre no las
viera». Por otra parte, todas las impresiones patógenas venían de la
época en que participó en el cuidado de su padre enfermo. «Cierta vez
hacía vigilancia nocturna con gran angustia por el enfermo, que padecía
alta fiebre, y en estado de tensión porque se esperaba a un cirujano
de Viena que practicaría la operación. La madre se había alejado por
un rato, y Anna estaba sentada junto al lecho del enfermo, con el brazo
derecho sobre el respaldo de la silla. Cayó en un estado de sueño despierto
y vio cómo desde la pared una serpiente negra se acercaba al enfermo
para morderlo. (Es muy probable que en el prado que se extendía detrás
de la casa aparecieran de hecho algunas serpientes y ya antes hubieran
provocado terror a la muchacha, proporcionando ahora el material de
la alucinación.) Quiso espantar al animal pero estaba como paralizada;
el brazo derecho, pendiente sobre el respaldo, se le había «dormido»,
volviéndosele anestésico y parético, y cuando lo observó los dedos se
mudaron en pequeñas serpientes rematadas en calaveras (las uñas). Probablemente
hizo intentos por ahuyentar a la serpiente con la mano derecha paralizada,
y por esa vía su anestesia y parálisis entró en asociación con la alucinación
de la serpiente. Cuando esta hubo desaparecido, quiso en su angustia
rezar, pero se le denegó toda lengua, no pudo hablar en ninguna, hasta
que por fin dio con un verso infantil en inglés y entonces pudo seguir
pensando y orar en esa lengua». Al recordar esta escena en la hipnosis,
quedó eliminada también la parálisis rígida del brazo derecho, que persistía
desde el comienzo de la enfermedad, llegando así a su fin el tratamiento.
Cuando años después yo empecé a aplicar el método de indagación y tratamiento
de Breuer a mis propios pacientes, hice experiencias que coincidían
en un todo con las de él. Una dama de unos cuarenta años sufría de un
tic, un curioso ruido semejante a un chasquido que ella producía a raíz
de cualquier emoción y aun sin ocasión visible. Tenía su origen en dos
vivencias cuyo rasgo común era que ella se había propuesto no hacer
ruido alguno, a pesar de lo cual, por una suerte de voluntad contraria,
rompió el silencio justamente con aquel chasquido: una vez, cuando al
fin había conseguido hacer dormir con gran trabajo a su hija enferma
y se dijo que ahora tenía que guardar un silencio absoluto para no despertarla,
y la otra, cuando durante un viaje en coche con sus dos hijas los caballos
se espantaron con la tormenta, y ella pretendió evitar cuidadosamente
todo ruido para que los animales no se asustaran todavía más. Les doy
este ejemplo entre muchos otros consignados en Estudios sobre la histeria.
(ver nota)
Señoras y señores: Si me permiten ustedes la generalización que es inevitable
aun tras una exposición tan abreviada, podemos verter en esta fórmula
el conocimiento adquirido hasta ahora: Nuestros enfermos de histeria
padecen de reminiscencias. Sus síntomas son restos y símbolos mnémicos
de ciertas vivencias (traumáticas). Una comparación con otros símbolos,
mnémicos de campos diversos acaso nos lleve a comprender con mayor profundidad
este simbolismo. También los monumentos con que adornamos nuestras grandes
ciudades son unos tales símbolos mnémicos. Si ustedes van de paseo por
Londres, hallarán, frente a una de las mayores estaciones ferroviarias
de la ciudad, una columna gótica ricamente guarnecida, la Charing Cross.
En el siglo xiii, uno de los antiguos reyes de la casa de Plantagenet
hizo conducir a Westminstet los despojos de su amada reina Eleanor y
erigió cruces góticas en cada una de las estaciones donde el sarcófago
se depositó en tierra; Charing Cross es el último de los monumentos
destinados a conservar el recuerdo de este itinerario doliente. (ver
nota) En otro lugar de la ciudad, no lejos del London Bridge, descubrirán
una columna más moderna, eminente, que en aras de la brevedad es llamada
«The Monument». Perpetúa la memoria del incendio que en 1666 estalló
en las cercanías y destruyó gran parte de la ciudad. Estos monumentos
son, pues, símbolos mnémicos como los síntomas histéricos; hasta este
punto parece justificada la comparación. Pero, ¿qué dirían ustedes de
un londinense que todavía hoy permaneciera desolado ante el monumento
recordatorio del itinerario fúnebre de la reina Eleanor, en vez de perseguir
sus negocios con la premura que las modernas condiciones de trabajo
exigen o de regocijarse por la juvenil reina de su corazón? ¿O de otro
que ante «The Monument» llorara la reducción a cenizas de su amada ciudad,
que empero hace ya mucho tiempo que fue restaurada con mayor esplendor
todavía? Ahora bien, los histéricos y los neuróticos todos se comportan
como esos dos londinenses no prácticos. Y no es sólo que recuerden las
dolorosas vivencias de un lejano pasado; todavía permanecen adheridos
a ellas, no se libran del pasado y por él descuidan la realidad efectiva
y el presente. Esta fijación de la vida anímica a los traumas patógenos
es uno de los caracteres más importantes y de mayor sustantividad práctica
de las neurosis.
Les concedo de buen grado la objeción que quizá formulan ustedes en
este momento, considerando el historial clínico de la paciente de Breuer.
En efecto, todos sus traumas provenían de la época en que cuidaba a
su padre enfermo, y sus síntomas sólo pueden concebirse como unos signos
recordatorios de su enfermedad y muerte. Por tanto, corresponden a un
duelo, y no hay duda de que una fijación a la memoria del difunto tan
poco tiempo después de su deceso no tiene nada de patológico, sino que
más bien responde a un proceso de sentimiento normal. Yo se los concedo;
la fijación a los traumas no es nada llamativo en el caso de la paciente
de Breuer. Pero en otros, como el del tic tratado por mí, cuyos ocasionamientos
se remontaban a más de quince y a diez años, el carácter de la adherencia
anormal al pasado resulta muy nítido, y es probable que la paciente
de Breuer lo habría desarrollado igualmente de no haber iniciado tratamiento
catártico trascurrido un lapso tan breve desde la vivencia de los traumas
y la génesis de los síntomas.
Hasta aquí sólo hemos elucidado el nexo de los síntomas histéricos con
la biografía de los enfermos; en este punto, a partir de otros dos aspectos
de la observación de Breuer podemos obtener una guía acerca del modo
en que es preciso concebir el proceso de la contracción de la enfermedad
y del restablecimiento.
En primer lugar, corresponde destacar que la enferma de Breuer, en casi
todas las situaciones patógenas, debió sofocar una intensa excitación
en vez de posibilitarle su decurso mediante los correspondientes signos
de afecto, palabras y acciones. En la pequeña vivencia con el perro
de su dama de compañía, sofocó, por miramiento hacía ella, toda exteriorización
de su muy intenso asco; y mientras vigilaba Junto al lecho de su padre,
tuvo el permanente cuidado de no dejar que el enfermo notara nada de
su angustia y dolorosa desazón. Cuando después reprodujo ante el médico
esas mismas escenas, el afecto entonces inhibido afloró con particular
violencia, como si se hubiera reservado durante todo ese tiempo. Y en
efecto: el síntoma que había quedado pendiente de esa escena cobraba
su máxima intensidad a medida que uno se acercaba a su causación, para
desaparecer tras la completa tramitación de esta última. Por otro lado,
pudo hacerse la experiencia de que recordar la escena ante el médico
no producía efecto alguno cuando por cualquier razón ello discurría
sin desarrollo de afecto. Los destinos de estos afectos, que uno podía
representarse como magnitudes desplazables, eran entonces lo decisivo
tanto para la contracción de la enfermedad como para el restablecimiento.
Así resultó forzoso suponer que aquella sobrevino porque los afectos
desarrollados en las situaciones patógenas hallaron bloqueada una salida
normal, y la esencia de su contracción consistía en que entonces esos
afectos «estrangulados» eran sometidos a un empleo anormal. En parte
persistían como unos lastres duraderos de la vida anímica y fuentes
de constante excitación; en parte experimentaban una trasposición a
inusuales inervaciones e inhibiciones corporales que se constituían
como los síntomas corporales del caso. Para este último proceso hemos
acuñado el nombre de conversión histérica. Lo corriente y normal es
que una parte de nuestra excitación anímica sea guiada por el camino
de la inervación corporal, y el resultado de ello es lo que conocemos
como «expresión de las emociones». Ahora bien, la conversión histérica
exagera esa parte del decurso de un proceso anímico investido de afecto;
corresponde a una expresión mucho más intensa, guiada por nuevas vías,
de la emoción. Cuando un cauce se divide en dos canales, se producirá
la congestión de uno de ellos tan pronto como la corriente tropiece
con un obstáculo en el otro.
Lo ven ustedes; estamos en vías de obtener una teoría puramente psicológica
de la histeria, en la que adjudicamos el primer rango a los procesos
afectivos.
Una segunda observación de Breuer nos fuerza ahora a conceder una significatividad
considerable a los estados de conciencia entre los rasgos característicos
del acontecer patológico. La enferma de Breuer mostraba múltiples condiciones
anímicas (estados de ausencia, confusión y alteración del carácter)
junto a su estado normal. En este último no sabía nada de aquellas escenas
patógenas ni de su urdimbre con sus síntomas; había olvidado esas escenas,
o en todo caso desgarrado la urdimbre patógena. Cuando se la ponía en
estado de hipnosis, tras un considerable gasto de trabajo se lograba
reevocar en su memoria esas escenas, y merced a este trabajo de recuerdo
los síntomas eran cancelados. La interpretación de estos hechos habría
provocado gran desconcierto si las experiencias y experimentos del hipnotismo
no hubieran indicado ya el camino. El estudio de los fenómenos hipnóticos
nos había familiarizado con la concepción, sorprendente al comienzo,
de que en un mismo individuo son posibles varios agrupamientos anímicos
que pueden mantener bastante independencia recíproca, «no saber nada»
unos de otros, y atraer hacia sí alternativamente a la conciencia. En
ocasiones se observan también casos espontáneos de esta índole, que
se designan como de «double conscience» {«doble conciencia»}. Cuando,
dada esa escisión de la personalidad, la conciencia permanece ligada
de manera constante a uno de esos dos estados, se lo llama el estado
anímico conciente, e inconciente al divorciado de él. En los consabidos
fenómenos de la llamada "sugestión pos-hipnótica", en que una orden
impartida durante la hipnosis se abre paso luego de manera imperiosa
en el estado normal, se tiene un destacado arquetipo de los influjos
que el estado conciente puede experimentar por obra del que para él
es inconciente; y siguiendo este paradigma se logra ciertamente explicar
las experiencias hechas en el caso de la histeria. Breuer se decidió
por la hipótesis de que los síntomas histéricos nacían en unos particulares
estados anímicos que él llamó hipnoides. Excitaciones que caen dentro
de tales estados hipnoides devienen con facilidad patógenas porque ellos
no ofrecen las condiciones para un decurso normal de los procesos excitatorios.
De estos nace entonces un insólito producto: el síntoma, justamente;
y este se eleva y penetra como un cuerpo extraño en el estado normal,
al que le falta, en cambio, toda noticia sobre la situación patógena
hipnoide. Donde existe un síntoma, se encuentra también una amnesia,
una laguna del recuerdo; y el llenado de esa laguna conlleva la cancelación
de las condiciones generadoras del síntoma.
Me temo que esta parte de mi exposición no les haya parecido muy trasparente.
Pero consideren que se trata de novedosas y difíciles intuiciones, que
quizá no puedan aclararse mucho más: prueba de que no hemos avanzado
todavía un gran trecho en nuestro conocimiento. Por lo demás, la tesis
de Breuer acerca de los estados hipnoides demostró ser estorbosa y superflua,
y el actual psicoanálisis la ha abandonado. Les diré luego, siquiera
indicativamente, qué influjos y procesos habrían de descubrirse tras
esa divisoria de los estados hipnoides postulados por Breuer. Habrán
recibido ustedes, sin duda, la justificada impresión de que las investigaciones
de Breuer sólo pudieron ofrecerles una teoría harto incompleta y un
esclarecimiento insatisfactorio de los fenómenos observados; pero las
teorías no caen del cielo, y con mayor justificación todavía deberán
ustedes desconfiar si alguien les ofrece ya desde el comienzo de sus
observaciones una teoría redonda y sin lagunas. Es que esta última sólo
podría ser hija de la especulación y no el fruto de una explotación
de los hechos sin supuestos previos.
II
Señoras y señores: Más o menos por la misma época en que Breuer ejercía
con su paciente la «talking cure», el maestro Charcot había iniciado
en París aquellas indagaciones sobre las histéricas de la Salpétriere
que darían por resultado una comprensión novedosa de la enfermedad.
Era imposible que esas conclusiones ya se conocieran por entonces en
Viena. Pero cuando una década más tarde Breuer y yo publicamos la comunicación
preliminar sobre el mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos [1893a],
que tomaba como punto de partida el tratamiento catártico de la primera
paciente de Breuer, nos encontrábamos enteramente bajo el sortilegio
de las investigaciones de Charcot. Equiparamos las vivencias patógenas
de nuestros enfermos, en calidad de traumas psíquicos, a aquellos traumas
corporales cuyo influjo sobre parálisis histéricas Charcot había establecido;
y la tesis de Breuer sobre los estados hipnoides no es en verdad sino
un reflejo del hecho de que Charcot hubiera reproducido artificialmente
en la hipnosis aquellas parálisis traumáticas.
El gran observador francés, de quien fui discípulo entre 1885 y 1886,
no se inclinaba a las concepciones psicológicas; sólo su discípulo Pierre
Janet intentó penetrar con mayor profundidad en los particulares procesos
psíquicos de la histeria, y nosotros seguimos su ejemplo cuando situamos
la escisión anímica y la fragmentación de la personalidad en el centro
de nuestra concepción. Hallan ustedes en Janet una teoría de la histeria
que toma en cuenta las doctrinas prevalecientes en Francia acerca del
papel de la herencia y de la degeneración. Según él, la histeria es
una forma de la alteración degenerativa del sistema nervioso que se
da a conocer mediante una endeblez innata de la síntesis psíquica. Sostiene
que los enfermos de histeria son desde el comienzo incapaces de cohesionar
en una unidad la diversidad de los procesos anímicos, y por eso se inclinan
a la disociación anímica. Si me permiten ustedes un símil trivial, pero
nítido, la histérica de Janet recuerda a una débil señora que ha salido
de compras y vuelve a casa cargada con una montaña de cajas y paquetes.
Sus dos brazos y los diez dedos de las manos no le bastan para dominar
todo el cúmulo y entonces se le cae primero un paquete. Se agacha para
recogerlo, y ahora es otro el que se le escapa, etc. No armoniza bien
con esa supuesta endeblez anímica de las histéricas el hecho de que
entre ellas puede observarse, ¡unto a los fenómenos de un rendimiento
disminuido, también ejemplos de un incremento parcial de su productividad,
como a modo de un resarcimiento. En la época en que la paciente de Breuer
había olvidado su lengua materna y todas las otras salvo el inglés,
su dominio de esta última llegó a tanto que era capaz, si se le presentaba
un libro escrito en alemán, de producir de primer intentó una traducción
intachable y fluida al inglés leyendo en voz alta.
Cuando luego me apliqué a continuar por mi cuenta las indagaciones iniciadas
por Breuer, pronto llegué a otro punto de vista acerca de la génesis
de la disociación histérica (escisión de conciencia). Semejante divergencia,
decisiva para todo lo que había de seguir, era forzoso que se produjese,
pues yo no partía, como Janet, de experimentos de laboratorio, sino
de empeños terapéuticos.
Sobre todo me animaba la necesidad práctica. El tratamiento catártico,
como lo había ejercitado Breuer, implicaba poner al enfermo en estado
de hipnosis profunda, pues sólo en el estado hipnótico hallaba este
la noticia ¿le aquellos nexos patógenos, noticia que le faltaba en su
estado normal. Ahora bien, la hipnosis pronto empezó a desagradarme,
como un recurso tornadizo y por así decir místico; y cuando hice la
experiencia de que a pesar de todos mis empeños sólo conseguía poner
en el estado hipnótico a una fracción de mis enfermos, me resolví a
resignar la hipnosis e independizar de ella al tratamiento catártico.
Puesto que no podía alterar a voluntad el estado psíquico de la mayoría
de mis pacientes, me orienté a trabajar con su estado normal. Es cierto
que al comienzo esto parecía una empresa sin sentido ni perspectivas.
Se planteaba la tarea de averiguar del enfermo algo que uno no sabía
y que ni él mismo sabía; ¿cómo podía esperarse averiguarlo no obstante?
Entonces acudió en mi auxilio el recuerdo de un experimento muy asombroso
e instructivo que yo había presenciado junto a Bernheim en Nancy [en
1889]. Bernheim nos demostró por entonces que las personas a quienes
él había puesto en sonambulismo hipnótico, haciéndoles vivenciar en
ese estado toda clase de cosas, sólo en apariencia habían perdido el
recuerdo de lo que vivenciaron sonámbulas y era posible despertarles
tales recuerdos aun en el estado normal. Cuando les inquiría por sus
vivencias sonámbulas, al comienzo aseveraban por cierto no saber nada;
pero si él no desistía, si las esforzaba, si les aseguraba que empero
lo sabían, en todos los casos volvían a acudirles esos recuerdos olvidados.
Fue lo que hice también yo con mis pacientes. Cuando había llegado con
ellos a un punto en que aseveraban no saber nada más, les aseguraba
que empero lo sabían, que sólo debían decirlo, y me atrevía a sostenerles
que el recuerdo justo sería el que les acudiese en el momento en que
yo les pusiese mi mano sobre su frente. De esa manera conseguía, sin
emplear la hipnosis, averiguar. de los enfermos todo lo requerido para
restablecer el nexo entre las escenas patógenas olvidadas y los síntomas
que estas habían dejado como secuela. Pero era un procedimiento trabajoso,
agotador a la larga, que no podía ser el apropiado para una técnica
definitiva.
Mas no lo abandoné sin extraer de las percepciones que él procuraba
las conclusiones decisivas. Así, pues, yo había corroborado que los
recuerdos olvidados no estaban perdidos. Se encontraban en posesión
del enfermo y prontos a aflorar en asociación con lo todavía sabido
por él, pero alguna fuerza les impedía devenir concientes y los constreñía
a permanecer inconcientes. Era posible suponer con certeza la existencia
de esa fuerza, pues uno registraba un esfuerzo {Anstrengung} correspondiente
a ella cuando se empeñaba, oponiéndosele, en introducir los recuerdos
inconcientes en la conciencia del enfermo. Uno sentía como resistencia
del enfermo esa fuerza que mantenía en pie al estado patológico.
Ahora bien, sobre esa idea de la resistencia he fundado mi concepción
de los procesos psíquicos de la histeria. Cancelar esas resistencias
se había demostrado necesario para el restablecimiento; y ahora, a partir
del mecanismo de la curación, uno podía formarse representaciones muy
precisas acerca de lo acontecido al contraerse la enfermedad. Las mismas
fuerzas que hoy, como resistencia, se oponían al empeño de hacer conciente
lo olvidado tenían que ser las que en su momento produjeron ese olvido
y esforzaron {drängen} afuera de la conciencia las vivencias patógenas
en cuestión. Llamé represión {esfuerzo de desalojo} a este proceso por
mí supuesto, y lo consideré probado por la indiscutible existencia de
la resistencia.
Desde luego, cabía preguntarse cuáles eran esas fuerzas y cuáles las
condiciones de la represión en la que ahora discerníamos el mecanismo
patógeno de la histeria. Una indagación comparativa de las situaciones
patógenas de que se había tenido noticia mediante el tratamiento catártico
permitía ofrecer una respuesta. En todas esas vivencias -había estado
en juego el afloramiento de una moción de deseo que se encontraba en
aguda oposición a los demás deseos del individuo, probando ser inconciliable
con las exigencias éticas y estéticas de la personalidad. Había sobrevenido
un breve conflicto, y el final de esta lucha interna fue que la representación
que aparecía ante la conciencia como la portadora de aquel deseo inconciliable
sucumbió a la represión {esfuerzo de desalojo} y fue olvidada. y esforzada
afuera de la conciencia junto con los recuerdos relativos a ella. Entonces,
la inconciliabilidad de esa representación con el yo del enfermo era
el motivo {Motiv, «la fuerza impulsora»} de la represión; y las fuerzas
represoras eran los reclamos éticos, y otros, del individuo. La aceptación
de la moción de deseo inconciliable, o la persistencia del conflicto,
habrían provocado un alto grado de displacer; este displacer era ahorrado
por la represión, que de esa manera probaba ser uno de los dispositivos
protectores de la personalidad anímica.
Les referiré, entre muchos, uno solo de mis casos, en el que se disciernen
con bastante nitidez tanto las condiciones como la utilidad de la represión.
Por cierto que para mis fines me veré obligado a abreviar este historial
clínico, dejando de lado importantes premisas de él. Una joven que poco
tiempo antes había perdido a su amado padre, de cuyo cuidado fue partícipe
-situación análoga a la de la paciente de Breuer-, sintió, al casarse
su hermana mayor, una particular simpatía hacia su cuñado, que fácilmente
pudo enmascararse como una ternura natural entre parientes. Esta hermana
pronto cayó enferma y murió cuando la paciente se encontraba ausente
junto con su madre. Las ausentes fueron llamadas con urgencia sin que
se les proporcionase noticia cierta del doloroso suceso, Cuando la muchacha
hubo llegado ante el lecho de su hermana muerta, por un breve instante
afloró en ella una idea que podía expresarse aproximadamente en estas
palabras: «Ahora él está libre y puede casarse conmigo». Estamos autorizados
a dar por cierto que esa idea, delatora de su intenso amor por el cuñado,
y no conciente para ella misma, fue entregada de inmediato a la represión
por la revuelta de sus sentimientos. La muchacha contrajo graves síntomas
histéricos y cuando yo la tomé bajo tratamiento resultó que había olvidado
por completo la escena junto al lecho de su hermana, así como la moción
odiosa y egoísta que emergiera en ella. La recordó en el tratamiento,
reprodujo el factor patógeno en medio de los indicios de la más violenta
emoción, y sanó así.
Acaso me sea lícito ilustrarles el proceso de la represión y su necesario
nexo con la resistencia mediante un grosero símil que tomaré, justamente,
de la situación en que ahora nos encontramos. Supongan que aquí, dentro
de esta sala y entre este auditorio cuya calma y atención ejemplares
yo no sabría alabar bastante, se encontrara empero un individuo revoltoso
que me distrajera de mi tarea con sus impertinentes risas, charla, golpeteo
con los pies. Y que yo declarara que así no puedo proseguir la conferencia,
tras lo cual se levantaran algunos hombres vigorosos entre ustedes y
tras breve lucha pusieran al barullero en la puerta. Ahora él está «desalojado»
(reprimido} y yo puedo continuar mi exposición. Ahora bien, para que
la perturbación no se repita si el expulsado intenta volver a ingresar
en la sala, los señores que ejecutaron mi voluntad colocan sus sillas
contra la puerta y así se establecen como una «resistencia» tras un
esfuerzo de desalojo (represión} consumado. Si ustedes trasfieren las
dos localidades a lo psíquico como lo «conciente» y lo «inconciente»,
obtendrán una imagen bastante buena del proceso de la represión.
Ahora ven ustedes en qué radica la diferencia entre nuestra concepción
y la de Janet. No derivamos la escisión psíquica de una insuficiencia
innata que el aparato anímico tuviera para la síntesis, sino que la
explicamos dinámicamente por el conflicto de fuerzas anímicas en lucha,
discernimos en ella el resultado de una renuencia activa de cada uno
de los dos agrupamientos psíquicos respecto del otro, Ahora bien, nuestra
concepción engendra un gran número de nuevas cuestiones. La situación
del conflicto psíquico es sin duda frecuentísima; un afán del yo por
defenderse de recuerdos penosos se observa con total regularidad, y
ello sin que el resultado sea una escisión anímica. Uno no puede rechazar
la idea de que hacen falta todavía otras condiciones para que el conflicto
tenga por consecuencia la disociación. También les concedo que con la
hipótesis de la represión no nos encontramos al final, sino sólo al
comienzo, de una teoría psicológica, pero no tenemos otra alternativa
que avanzar paso a paso y confiar a un trabajo progresivo en anchura
y profundidad la obtención de un conocimiento acabado.
Desistan, por otra parte, del intento de situar el caso de la paciente
de Breuer bajo los puntos de vista de la represión. Ese historial clínico
no se presta a ello porque se lo obtuvo con el auxilio del influjo hipnótico.
Sólo si ustedes desechan la hipnosis pueden notar las resistencias y
represiones y formarse una representación certera del proceso patógeno
efectivo. La hipnosis encubre a la resistencia; vuelve expedito un cierto
ámbito anímico, pero en cambio acumula la resistencia en las fronteras
de ese ámbito al modo de una muralla que vuelve inaccesible todo lo
demás.
Lo más valioso que aprendimos de la observación de Breuer fueron las
noticias acerca de los nexos entre los síntomas y las vivencias patógenas
o traumas psíquicos, y ahora no podemos omitir el apreciar esas intelecciones
desde el punto de vista de la doctrina de la represión. Al comienzo
no se ve bien cómo desde la represión puede llegarse a la formación
de síntoma. En lugar de proporcionar una compleja deducción teórica,
retomaré en este punto la imagen que antes usamos para ilustrar la represión
{esfuerzo de desalojo}. Consideren que con el distanciamiento del miembro
perturbador y la colocación de los guardianes ante la puerta el asunto
no necesariamente queda resuelto. Muy bien puede suceder que el expulsado,
ahora enconado y despojado de todo miramiento, siga dándonos qué hacer.
Es verdad que ya no está entre nosotros; nos hemos librado de su presencia,
de su risa irónica, de sus observaciones a media voz, pero en cierto
sentido el esfuerzo de desalojo no ha tenido éxito, pues ahora da ahí
afuera un espectáculo insoportable, y sus gritos y los golpes de puño
que aplica contra la puerta estorban mi conferencia más que antes su
impertinente conducta. En tales circunstancias no podríamos menos que
alegrarnos si, por ejemplo, nuestro estimado presidente, el doctor Stanley
Hall, quisiera asumir el papel de mediador y apaciguador. Hablaría con
el miembro revoltoso ahí afuera y acudiría a nosotros con la exhortación
de que lo dejáramos reingresar, ofreciéndose él como garante de su buen
comportamiento. Obedeciendo a la autoridad del doctor Hall, nos decidimos
entonces a cancelar de nuevo el desalojo, y así vuelven a reinar la
calma y la paz. En realidad, no es esta una figuración inadecuada de
la tarea que compete al médico en la terapia psicoanalítica de las neurosis.
Para decirlo ahora más directamente: mediante la indagación de los histéricos
y otros neuróticos llegamos a convencernos de que en ellos ha fracasado
la represión de la idea entramada con el deseo insoportable. Es cierto
que la han pulsionado afuera de la conciencia y del recuerdo, ahorrándose
en apariencia una gran suma de displacer, pero la moción de deseo reprimida
perdura en lo inconciente, al acecho de la oportunidad de ser activada;
y luego se las arregla para enviar dentro de la conciencia una formación
sustitutiva, desfigurada y vuelta irreconocible, de lo reprimido, a
la que pronto se anudan las mismas sensaciones de displacer que uno
creyó ahorrarse mediante la represión. Esa formación sustitutiva de
la idea reprimida -el síntoma- es inmune a los ataques del yo defensor,
y en vez de un breve conflicto surge ahora un padecer sin término en
el tiempo. En el síntoma cabe comprobar, junto a los indicios de la
desfiguración, un resto de semejanza, procurada de alguna manera, con
la idea originariamente reprimida; los caminos por los cuales se consumó
la formación sustitutiva pueden descubrirse en el curso del tratamiento
psicoanalítico del enfermo, y para su restablecimiento es necesario
que el síntoma sea trasportado de nuevo por esos mismos caminos hasta
la idea reprimida. Si lo reprimido es devuelto a la actividad anímica
conciente, lo cual presupone la superación de considerables resistencias,
el conflicto psíquico así generado y que el enfermo quiso evitar puede
hallar, con la guía del médico, un desenlace mejor que el que le procuró
la represión. De tales tramitaciones adecuadas al fin, que llevan conflicto
y neurosis a un feliz término, las hay varias, y en algunos casos es
posible alcanzarlas combinadas entre sí. La personalidad del enfermo
puede ser convencida de que rechazó el deseo patógeno sin razón y movida
a aceptarlo total o parcialmente, o este mismo deseo ser guiado hacia
una meta superior y por eso exenta de objeción (lo que se llama su sublimación),
o bien admitirse que su desestimación es justa, pero sustituirse el
mecanismo automático y por eso deficiente de la represión por un juicio
adverso {Verurteilung) con ayuda de las supremas operaciones espirituales
del ser humano; así se logra su gobierno conciente.
Discúlpenme ustedes si no he logrado exponerles de una manera claramente
aprehensible estos puntos capitales del método de tratamiento ahora
llamado psicoanálisis. Las dificultades no se deben sólo a la novedad
del asunto. Sobre la índole de los deseos inconciliables que a pesar
de la represión saben hacerse oír desde lo inconciente, y sobre las
condiciones subjetivas o constitucionales que deben darse en cierta
persona para que se produzca ese fracaso de la represión y una formación
sustitutiva o de síntoma, daremos noticia luego, con algunas puntualizaciones.
III
Señoras y señores: No siempre es fácil decir la verdad, en particular
cuando uno se ve obligado a ser breve; así, hoy me veo precisado a corregir
una inexactitud que formulé en mi anterior conferencia. Les dije que
si renunciando a la hipnosis yo esforzaba a mis enfermos a comunicarme
lo que se les ocurriera sobre el problema que acabábamos de tratar -puesto
que ellos de hecho sabían lo supuestamente olvidado y la ocurrencia
emergente contendría sin duda lo que se buscaba-, en efecto hacía la
experiencia de que la ocurrencia inmediata de mis pacientes aportaba
lo pertinente y probaba ser la continuación olvidada del recuerdo. Pues
bien; esto no es universalmente cierto. Sólo en aras de la brevedad
lo presenté tan simple. En realidad, sólo las primeras veces sucedía
que lo olvidado pertinente se obtuviera tras un simple esforzar de mi
parte. Si uno seguía aplicando el procedimiento, en todos los casos
acudían ocurrencias que no podían ser las pertinentes porque no venían
a propósito y los propios enfermos las desestimaban por incorrectas.
Aquí el esforzar ya no servía de ayuda, y cabía lamentarle de haber
resignado la hipnosis.
En ese estadio de desconcierto, me aferré a un prejuicio cuya legitimidad
científica fue demostrada años después en Zurich por C. G. Jung y sus
discípulos. Debo aseverar que a menudo es muy provechoso tener prejuicios.
Sustentaba yo una elevada opinión sobre el determinismo {Determinierung}
de los procesos anímicos y no podía creer que una ocurrencia del enfermo,
producida por él en un estado de tensa atención, fuera enteramente arbitraria
y careciera de nexos con la representación olvidada que buscábamos;
en cuanto al hecho de que no fuera idéntica a esta última, se explicaba
de manera satisfactoria a partir de la situación psicológica presupuesta.
En los enfermos bajo tratamiento ejercían su acción eficaz dos fuerzas
encontradas: por una parte, su afán conciente de traer a la conciencia
lo olvidado presente en su inconciente, y, por la otra, la consabida
resistencia que se revolvía contra ese devenir-conciente de lo reprimido
o de sus retoños. Si la resistencia era igual a cero o muy pequeña,
lo olvidado devenía conciente sin desfiguración; cabía entonces suponer
que la desfiguración de lo buscado resultaría tanto mayor cuanto más
grande fuera la resistencia a su devenir-conciente. Por ende, la ocurrencia
del enfermo, que acudía en vez de lo buscado, había nacido ella misma
como un síntoma; era una nueva, artificiosa y efímera formación sustitutiva
de lo reprimido, y tanto más desemejante a esto cuanto mayor desfiguración
hubiera experimentado bajo el influjo de la resistencia. Empero, dada
su naturaleza de síntoma, por fuerza mostraría cierta semejanza con
lo buscado y, si la resistencia no era demasiado intensa, debía ser
posible colegir, desde la ocurrencia, lo buscado escondido. La ocurrencia
tenía que comportarse respecto del elemento reprimido como una alusión,
como una figuración de él en discurso indirecto.
En el campo de la vida anímica normal conocemos casos en que situaciones
análogas a la supuesta por nosotros brindan también parecidos resultados.
Uno de ellos es el del chiste. Así, por los problemas de la técnica
psicoanalítica me he visto precisado a ocuparme de la técnica de la
formación de chistes. Les elucidaré un solo ejemplo de esta índole;
se trata, por lo demás, de un chiste en lengua inglesa.
He aquí la anécdota: Dos hombres de negocios poco escrupulosos habían
conseguido granjearse una enorme fortuna mediante una serie de empresas
harto osadas, y tras ello se empeñaron en ingresar en la buena sociedad.
Entre otros medios, les pareció adecuado hacerse retratar por el pintor
más famoso y más caro de la ciudad, cada uno de cuyos cuadros se consideraba
un acontecimiento. Quisieron mostrarlos por primera vez durante una
gran soirée, y los dueños de casa en persona condujeron al crítico y
especialista en arte más influyente hasta la pared del salón donde ambos
retratos habían sido colgados uno junto al otro; esperaban así arrancarle
un juicio admirativo. El crítico los contempló largamente, y al fin
sacudió la cabeza como si echara de menos algo; se limitó a preguntar,
señalando el espacio libre que quedaba entre ambos cuadros: «And where
is the Saviour?» (« ¿Y dónde está el Salvador? »}. Veo que todos ustedes
ríen con este buen chiste; ahora tratemos de entenderlo. Comprendemos
que el especialista en arte quiere decir: «Son ustedes un par de pillos,
como aquellos entre los cuales se crucificó al Salvador». Pero no se
los dice; en lugar de ello., manifiesta algo que a primera vista parece
raramente inapropiado y que no viniera al caso, pero de inmediato lo
discernimos como una alusión al insulto por él intentado y como su cabal
sustituto. No podemos esperar que en el chiste reencontraremos todas
las circunstancias que conjeturamos para la génesis de la ocurrencia
en nuestros pacientes, pero insistamos en la identidad de motivación
entre chiste y ocurrencia. ¿Por qué nuestro crítico no dice a los dos
pillos directamente lo que le gustaría? Porque junto a sus ganas de
espetárselo sin disfraz actúan en él eficaces motivos contrarios. No
deja de tener sus peligros ultrajar a personas de quienes uno es huésped
y tienen a su disposición los vigorosos puños de gran número de servidores.
Uno puede sufrir fácilmente el destino que en la conferencia anterior
aduje como analogía para el «esfuerzo de desalojo» {represión}. Por
esta razón el crítico no expresa de manera directa el insulto intentado,
sino que lo hace en una forma desfigurada como «alusión con omisión».
(ver nota) Y bien; opinamos que es esta misma constelación la culpable
de que nuestro paciente, en vez de lo olvidado que se busca, produzca
una ocurrencia sustitutiva más o menos desfigurada.
Señoras y señores: Es de todo punto adecuado llamar «Complejo», siguiendo
a la escuela de Zurich (Bleuler, Jung y otros), a un grupo de elementos
de representación investidos de afecto. Vemos, pues, que si para buscar
un complejo reprimido partimos en cierto enfermo de lo último que aún
recuerda, tenemos todas las perspectivas de colegirlo siempre que él
ponga a nuestra disposición un número suficiente de sus ocurrencias
libres. Dejamos entonces al enfermo decir lo que quiere, y nos atenemos
a la premisa de que no puede ocurrírsele otra cosa que lo que de manera
indirecta dependa del complejo buscado. Si este camino para descubrir
lo reprimido les parece demasiado fatigoso, puedo al menos asegurarles
que es el único transitable.
Al aplicar esta técnica todavía vendrá a perturbarnos el hecho de que
el enfermo a menudo se interrumpe, se atasca y asevera que no sabe decir
nada, no se le ocurre absolutamente nada. Si así fuera y él estuviese
en lo cierto, otra vez nuestro procedimiento resultaría insuficiente.
Pero una observación más fina muestra que esa denegación de las ocurrencias
en verdad no sobreviene nunca. Su apariencia se produce sólo porque
el enfermo, bajo el influjo de las resistencias, que se disfrazan en
la forma de diversos juicios críticos acerca del valor de la ocurrencia,
se reserva o hace a un lado la ocurrencia percibida. El modo de protegerse
de ello es prever esa conducta y pedirle que no haga caso de esa crítica.
Bajo total renuncia a semejante selección crítica, debe decir todo lo
que se le pase por la cabeza, aunque lo considere incorrecto, que no
viene al caso o disparatado, y con mayor razón todavía si le resulta
desagradable ocupar su pensamiento en esa ocurrencia. Por medio de su
obediencia a ese precepto nos aseguramos el material que habrá de ponernos
sobre la pista de los complejos reprimidos.
Este material de ocurrencias que el enfermo arroja de sí con menosprecio
cuando en lugar de encontrarse influido por el médico lo está por la
resistencia constituye para el psicoanalista, por así decir, el mineral
en bruto del que extraerá el valioso metal con el auxilio de sencillas
artes interpretativas. Si ustedes quieren procurarse una noticia rápida
y provisional de los complejos reprimidos de cierto enfermo, sin internarse
todavía en su ordenamiento y enlace, pueden examinarlo mediante el experimento
de la asociación, tal como lo han desarrollado Jung y sus discípulos.
Este procedimiento presta al psicoanalista tantos servicios como al
químico el análisis cualitativo; es omisible en la terapia de enfermos
neuróticos, pero indispensable para la mostración objetiva de los complejos
y en la indagación de las psicosis, que la escuela de Zurich ha abordado
con éxito.
La elaboración de las ocurrencias que se ofrecen al paciente cuando
se somete a la regla psicoanalítica fundamental no es el único de nuestros
recursos técnicos para descubrir lo inconciente. Para el mismo fin sirven
otros dos procedimientos: la interpretación de sus sueños y la apreciación
de sus acciones fallidas y casuales.
Les confieso mis estimados oyentes, que consideré mucho tiempo si antes
que darles este sucinto panorama de todo el campo del psicoanálisis
no era preferible ofrecerles la exposición detallada de la interpretación
de los sueños. Un motivo puramente subjetivo y en apariencia secundario
me disuadió de esto último. Me pareció casi escandaloso presentarme
en este país, consagrado a metas prácticas, como un «intérprete de sueños»
antes que ustedes conocieran el valor que puede reclamar para sí este
anticuado y escarnecido arte. La interpretación de los sueños es en
realidad la vía regia para el conocimiento de lo inconciente, el fundamento
más seguro del psicoanálisis y el ámbito en el cual todo trabajador
debe obtener su convencimiento y su formación. Cuando me preguntan cómo
puede uno hacerse psicoanalista, respondo: por el estudio de sus propios
sueños. Con certero tacto todos los oponentes del psicoanálisis han
esquivado hastá ahora examinar La interpretación de los sueños o han
pretendido pasarla por alto con las más insulsas objeciones. Si, por
lo contrario, son ustedes capaces de aceptar las soluciones de los problemas
de la vida onírica, las novedades que el psicoanálisis propone a su
pensamiento ya no les depararán dificultad alguna.
No olviden que nuestras producciones oníricas nocturnas, por una parte,
muestran la máxima semejanza externa y parentesco interno con las creaciones
de la enfermedad mental y, por la otra, son conciliables con la salud
plena de la vida despierta. No es ninguna paradoja aseverar que quien
se maraville ante esos espejismos sensoriales, ideas delirantes y alteraciones
del carácter «normales», en lugar de entenderlos, no tiene perspectiva
alguna de aprehender mejor que el lego las formaciones anormales de
unos estados anímicos patológicos. Entre tales legos pueden ustedes
contar hoy, con plena seguridad, a casi todos los psiquiatras. Síganme
ahora en una rápida excursión por el campo de los problemas del sueño.
Despiertos, solemos tratar tan despreciativamente a los sueños como
el paciente a las ocurrencias que el psicoanalista le demanda. Y también
los arrojamos de nosotros, pues por regla general los olvidamos de manera
rápida y completa. Nuestro menosprecio se funda en el carácter ajeno
aun de aquellos sueños que no son confusos ni disparatados, y en el
evidente absurdo y sinsentido de otros sueños; nuestro rechazo invoca
las aspiraciones desinhibidamente vergonzosas e inmorales que campean
en muchos sueños. Es notorio que la Antigüedad no compartía este menosprecio
por los sueños. Y aun en la época actual, los estratos inferiores de
nuestro pueblo no se dejan conmover en su estima por ellos; como los
antiguos, esperan de ellos la revelación del futuro.
Confieso que no tengo necesidad alguna de unas hipótesis místicas para
llenar las lagunas de nuestro conocimiento presente, y por eso nunca
pude hallar nada que corroborase una supuesta naturaleza profética de
los sueños. Son cosas de muy otra índole, aunque harto maravillosas
también ellas, las que pueden decirse acerca de los sueños.
En primer lugar, no todos los sueños son para el soñante ajenos, incomprensibles
y confusos. Si ustedes se avienen a someter a examen los sueños de niños
de corta edad, desde un año y medio en adelante, los hallarán por entero
simples y de fácil esclarecimiento. El niño pequeño sueña siempre con
el cumplimiento de deseos que el día anterior le despertó y no le satisfizo.
No hace falta ningún arte interpretativo para hallar esta solución simple,
sino solamente averiguar las vivencias que el niño tuvo la víspera (el
día del sueño). Sin duda, obtendríamos la solución más satisfactoria
del enigma del sueño si también los sueños de los adultos no fueran
otra cosa que los de los niños, unos cumplimientos de mociones de deseo
nacidas el día del sueño. Y así es efectivamente; las dificultades que
estorban esta solución pueden eliminarse paso a paso por medio de un
análisis más penetrante de los sueños.
Entre ellas sobresale la primera y más importante objeción, a saber,
que los sueños de adultos suelen poseer un contenido incomprensible,
que en modo alguno permite discernir nada de un cumplimiento de deseo.
Pero la respuesta es: Estos sueños han experimentado una desfiguración;
el proceso psíquico que está en su base habría debido hallar originariamente
una muy diversa expresión en palabras. Beben ustedes diferenciar el
contenido manifiesto del sueño, tal como lo recuerdan de manera nebulosa
por la mañana y trabajosamente visten con unas palabras al parecer arbitrarias,
de los pensamientos oníricos latentes cuya presencia en lo inconciente
han de suponer. Esta desfiguración onírica es el mismo proceso del que
han tomado conocimiento al indagar la formación de síntomas histéricos;
señala el hecho de que idéntico juego contrario de las fuerzas anímicas
participa en la formación del sueño y en la del síntoma. El contenido
manifiesto del sueño es el sustituto desfigurado de los pensamientos
oníricos inconcientes, y esta desfiguración es la obra de unas fuerzas
defensoras del yo, unas resistencias que en la vida de vigilia prohiben
{verwehren} a los deseos reprimidos de lo inconciente todo acceso a
la conciencia, y que aún en su rebajamiento durante el estado del dormir
conservan al menos la fuerza suficiente para obligarlos a adoptar un
disfraz encubridor. Luego el soñante no discierne el sentido de sus
sueños más que el histérico la referencia y el significado de sus síntomas.
Que existen pensamientos oníricos latentes., y que entre ellos y el
contenido manifiesto del sueño hay en efecto la relación que acabamos
de describir, he ahí algo de lo que ustedes pueden convencerse mediante
el análisis de los sueños, cuya técnica coincide con la psicoanalítica.
Han de prescindir de la trama aparente de los elementos dentro del sueño
manifiesto, y ponerse a recoger las ocurrencias que para cada elemento
onírico singular se obtienen en la asociación libre siguiendo la regla
del trabajo psicoanalítico. A partir de este material colegirán los
pensamientos oníricos latentes de un modo idéntico al que les permitió
colegir, desde las ocurrencias del enfermo sobre sus síntomas y recuerdos,
sus complejos escondidos. Y en los pensamientos oníricos latentes así
hallados se percatarán ustedes, sin más, de cuán justificado es reconducir
los sueños de adultos a los de niños. Lo que ahora sustituye al contenido
manifiesto del sueño como su sentido genuino es algo que siempre se
comprende con claridad, se anuda a las impresiones vitales de la víspera,
y prueba ser cumplimiento de unos deseos insatisfechos. Entonces, no
podrán describir el sueño manifiesto, del que tienen noticia por el
recuerdo del adulto, como no sea diciendo que es un cumplimiento disfrazado
de unos deseos reprimidos.
Y ahora, mediante una suerte de trabajo sintético, pueden obtener también
una intelección del proceso que ha producido la desfiguración de los
pensamientos oníricos inconcientes en el contenido manifiesto del sueño.
Llamamos «trabajo del sueño» a este proceso. Merece nuestro pleno interés
teórico porque en él podemos estudiar, como en ninguna otra parte, qué
insospechados procesos psíquicos son posibles en lo inconciente, o,
expresado con mayor exactitud, entre dos sistemas psíquicos separados
como el conciente y el inconciente. Entre estos procesos psíquicos recién
discernidos se han destacado la condensación y el desplazamiento. El
trabajo del sueño es un caso especial de las recíprocas injerencias
de diferentes agrupamientos anímicos, vale decir el resultado de la
escisión anímica, y en todos sus rasgos esenciales parece idéntico a
aquel trabajo de desfiguración que muda los complejos reprimidos en
síntomas a raíz de un esfuerzo de desalojo {represión} fracasado.
Además, en el análisis de los sueños descubrirán con asombro, y de la
manera más convincente para ustedes mismos, el papel insospechadamente
grande que en el desarrollo del ser humano desempeñan impresiones y
vivencias de la temprana infancia. En la vida onírica el niño por así
decir prosigue su existencia en el hombre, conservando todas sus peculiaridades
y mociones de deseo, aun aquellas que han devenido inutilizables en
la vida posterior. Así se les hacen a ustedes patentes, con un poder
irrefutable, todos los desarrollos, represiones, sublimaciones y formaciones
reactivas por los cuales desde el niño, de tan diversa disposición,
surge el llamado hombre normal, el portador y en parte la víctima de
la cultura trabajosamente conquistada.
También quiero señalarles que en el análisis de los sueños hemos hallado
que lo inconciente se sirve, en particular para la figuración de complejos
sexuales, de un cierto simbolismo que en parte varía con los individuos
pero en parte es de una fijeza típica, y parece coincidir con el simbolismo
que conjeturamos tras nuestros mitos y cuentos tradicionales. No sería
imposible que estas creaciones de los pueblos recibieran su esclarecimiento
desde el sueño.
Por último, debo advertirles que no se dejen inducir a error por la
objeción de que la emergencia de sueños de angustia contradiría nuestra
concepción del sueño como cumplimiento de deseo. Prescindiendo de que
también estos sueños de angustia requieren interpretación antes que
se pueda formular un juicio sobre ellos, es preciso decir, con validez
universal, que la angustia no va unida al contenido del sueño de una
manera tan sencilla como se suele imaginar cuando se carece de otras
noticias sobre las condiciones de la angustia neurótica. La angustia
es una de las reacciones desautorizadoras del yo frente a deseos reprimidos
que han alcanzado intensidad, y por eso también en el sueño es muy explicable
cuando la formación de este se ha puesto demasiado al servicio del cumplimiento
de esos deseos reprimidos.
Ven ustedes que la exploración de los sueños tendría su justificación
en sí misma por las noticias que brinda acerca de cosas que de otro
modo sería difícil averiguar. Pero nosotros llegamos a ella en conexión
con el tratamiento psicoanalítico de los neuróticos. Tras lo dicho hasta
aquí, pueden ustedes comprender fácilmente cómo la interpretación de
los sueños, cuando no es demasiado estorbada por las resistencias del
enfermo, lleva al conocimiento de sus deseos ocultos y reprimidos, así
como de los complejos que estos alimentan; puedo pasar entonces al tercer
grupo de fenómenos anímicos, cuyo estudio se ha convertido en un medio
técnico para el psicoanálisis.
Me refiero a las pequeñas operaciones fallidas de los hombres tanto
normales como neuróticos, a las que no se suele atribuir ningún valor:
el olvido de cosas que podrían saber y que otras veces en efecto saben
(p. ej., el hecho de que a uno no le acuda temporariamente un nombre
propio); los deslices cometidos al hablar, que tan a menudo nos sobrevienen;
los análogos deslices en la escritura y la lectura; el trastrocar las
cosas confundido en ciertos manejos y el perder o romper objetos, etc.,
hechos notables para los que no se suele buscar un determinismo psíquico
y que se dejan pasar sin reparos como unos sucesos contingentes, fruto
de la distracción, la falta de atención y parecidas condiciones. A esto
se suman las acciones y gestos que los hombres ejecutan sin advertirlo
para nada y -con mayor razón- sin atribuirles peso anímico: el jugar
o juguetear con objetos, tararear melodías, maniobrar con el propio
cuerpo o sus ropas, y otras de este tenor. Estas pequeñas cosas, las
operaciones fallidas así como las acciones sintomáticas y casuales,
no son tan insignificantes como en una suerte de tácito acuerdo se está
dispuesto a creer. Poseen pleno sentido desde la situación en que acontecen;
en la mayoría de los casos se las puede interpretar con facilidad y
certeza, y se advierte que también ellas expresan impulsos y propósitos
que deben ser relegados, escondidos a la conciencia propia, o que directamente
provienen de las mismas mociones de deseo y complejos reprimidos de
que ya tenemos noticia como los creadores de los síntomas y de las imágenes
oníricas. Merecen entonces ser consideradas síntomas, y tomar nota de
ellas, lo mismo que de los sueños, puede llevar a descubrir lo escondido
en la vida anímica. Por su intermedio el hombre deja traslucir de ordinario
sus más íntimos secretos. Si sobrevienen con particular facilidad y
frecuencia, aun en personas sanas que globalmente han logrado bien la
represión de sus mociones inconcientes, lo deben a su insignificancia
y nimiedad. Pero tienen derecho a reclamar un elevado valor teórico,
pues nos prueban la existencia de la represión y la formación sustitutiva
aun bajo las condiciones de la salud.
Ya echan de ver ustedes que el psicoanalista se distingue por una creencia
particularmente rigurosa en el determinismo de la vida anímica. Para
él no hay en las exteriorizaciones psíquicas nada insignificante, nada
caprichoso ni contingente; espera hallar una motivación suficiente aun
donde no se suele plantear tal exigencia. Y todavía más: está preparado
para descubrir una motivación múltiple del mismo efecto anímico, mientras
que nuestra necesidad de encontrar las causas, que se supone innata,
se declara satisfecha con una única causa psíquica.
Recapitulen ahora los medios que poseemos para descubrir lo escondido,
olvidado, reprimido en la vida anímica: el estudio de las convocadas
ocurrencias del paciente en la asociación libre, de sus sueños y de
sus acciones fallidas y sintomáticas; agreguen todavía la valoración
de otros fenómenos que se ofrecen en el curso del tratamiento psicoanalítico,
sobre los cuales haré luego algunas puntualizaciones bajo el título
de la «trasferencia», y llegarán conmigo a la conclusión de que nuestra
técnica es ya lo bastante eficaz para poder resolver su tarea, para
aportar a la conciencia el material psíquico patógeno y así eliminar
el padecimiento provocado por la formación de síntomas sustitutivos.
Y además, el hecho de que en tanto nos empeñamos en la terapia enriquezcamos
y ahondemos nuestro conocimiento sobre la vida anímica de los hombres
normales y enfermos no puede estimarse de otro modo que como un particular
atractivo y excelencia de este trabajo.
No sé si han recibido ustedes la impresión de que la técnica por cuyo
arsenal acabo de guiarlos es particularmente difícil. Opino que es por
entero apropiada para el asunto que está destinada a dominar. Pero hay
algo seguro: ella no es evidente de suyo, se la debe aprender como a
la histológica o quirúrgica. Acaso les asombre enterarse de que en Europa
hemos recibido, sobre el psicoanálisis, una multitud de juicios de personas
que nada saben de esta técnica ni la aplican, y luego nos piden, como
en burla, que les probemos la corrección de nuestros resultados. Sin
duda que entre esos contradictores hay también personas que en otros
campos no son ajenas a la mentalidad científica, y por ejemplo no desestimarían
un resultado de la indagación microscópica por el hecho de que no se
lo pueda corroborar a simple vista en el preparado anatómico, ni antes
de formarse sobre el asunto un juicio propio con la ayuda del microscopio.
Pero en materia de psicoanálisis las condiciones son en verdad menos
favorables para el reconocimiento. El psicoanálisis quiere llevar al
reconocimiento conciente lo reprimido en la vida anímica, y todos los
que formulan juicios sobre él son a su vez hombres que poseen tales
represiones, y acaso sólo a duras penas las mantienen en pie. No puede
menos, pues, que provocarles la misma resistencia que despierta en el
enfermo, y a esta le resulta fácil disfrazarse de desautorización intelectual
y aducir argumentos semejantes a los que nosotros proscribimos {abwehren}
en nuestros enfermos con la regla psicoanalítica fundamental. Así como
en nuestros enfermos, también en nuestros oponentes podemos comprobar
a menudo un muy notable rebajamiento de su facultad de juzgar, por obra
de influjos afectivos. La presunción de la conciencia, que por ejemplo
desestima al sueño con tanto menosprecio, se cuenta entre los dispositivos
protectores provistos universalmente a todos nosotros para impedir la
irrupción de los complejos inconcientes, y por eso es tan difícil convencer
a los seres humanos de la realidad de lo inconciente y darles a conocer
algo nuevo que contradice su noticia conciente.
IV
Señoras y señores: Ahora demandarán ustedes saber lo que con ayuda del
ya descrito medio técnico hemos averiguado acerca de los complejos patógenos
y mociones de deseo reprimidas de los neuróticos.
Pues bien; una cosa sobre todas: La investigación psicoanalítica reconduce
con una regularidad asombrosa los síntomas patológicos a impresiones
de la vida amorosa de los enfermos; nos muestra que las mociones de
deseo patógenas son de la naturaleza de unos componentes pulsionales
eróticos, y nos constriñe a suponer que debe atribuirse a las perturbaciones
del erotismo la máxima significación entre los influjos que llevan a
la enfermedad, y ello, además, en los dos sexos.
Sé que esta aseveración no se me creerá fácilmente. Aun investigadores
que siguen con simpatía mis trabajos psicológicos se inclinan a opinar
que yo sobrestimo la contribución etiológica de los factores sexuales,
y me preguntan por qué excitaciones anímicas de otra índole no habrían
de dar ocasión también a los descritos fenómenos de la represión y la
formación sustitutiva. Ahora bien, yo puedo responder: No sé por qué
no habrían de hacerlo, y no tengo nada que oponer a ello; pero la experiencia
muestra que no poseen esa significación, que a lo sumo respaldan el
efecto de los factores sexuales, mas sin poder sustituirlos nunca. Es
que yo no he postulado teóricamente ese estado de las cosas; en los
Estudios sobre la histeria, que en colaboración con el doctor Josef
Breuer publiqué en 1895, yo aún no sostenía ese punto de vista: debí
abrazarlo cuando mis experiencias se multiplicaron y penetraron con
mayor profundidad en el asunto. Señores: Aquí, entre ustedes, se encuentran
algunos de mis más cercanos amigos y seguidores, que me han acompañado
en este viaje a Worcester. Indáguenlos, y se enterarán de que todos
ellos descreyeron al comienzo por completo de esta tesis sobre la significación
decisiva de la etiología sexual, hasta que sus propios empeños analíticos
los compelieron a hacerla suya.
El convencimiento acerca de la justeza de la tesis en cuestión no es
en verdad facilitado por el comportamiento de los pacientes. En vez
de ofrecer de buena gana las noticias sobre su vida sexual, por todos
los medios procuran ocultarlas. Los hombres no son en general sinceros
en asuntos sexuales. No muestran con franqueza su sexualidad, sino que
gastan una espesa bata hecha de... tejido de embuste para esconderla,
como si hiciera mal tiempo en el mundo de la sexualidad. Y no andan
descaminados; en nuestro universo cultural ni el sol ni el viento son
propicios para el quehacer sexual; en verdad, ninguno de nosotros puede
revelar francamente su erotismo a los otros. Pero una vez que los pacientes
de ustedes reparan en que pueden hacerlo sin embarazo en el tratamiento,
se quitan esa cáscara de embuste y sólo entonces están ustedes en condiciones
de formarse un juicio sobre el problema en debate. Por desdicha, tampoco
los médicos gozan de ningún privilegio sobre las demás criaturas en
su personal relación con las cuestiones de la vida sexual, y muchos
de ellos se encuentran prisioneros de esa unión de gazmoñería y concupiscencia
que gobierna la conducta de la mayoría de los «hombres de cultura» en
materia de sexualidad.
Permítanme proseguir ahora con la comunicación de nuestros resultados.
En otra serie de casos, la exploración psicoanalítica no reconduce los
síntomas, es cierto, a vivencias sexuales, sino a unas traumáticas,
triviales. Pero esta diferenciación pierde valor por otra circunstancia.
El trabajo de análisis requerido para el radical esclarecimiento y la
curación definitiva de un caso clínico nunca se detiene en las vivencias
de la época en que se contrajo la enfermedad, sino que se remonta siempre
hasta la pubertad y la primera infancia del enfermo, para tropezar,
sólo allí, con las impresiones y sucesos que comandaron la posterior
contracción de la enfermedad. Unicamente las vivencias de la infancia
explican la susceptibilidad para posteriores traumas, y sólo descubriendo
y haciendo concientes estas huellas mnémicas por lo común olvidadas
conseguimos el poder para eliminar los síntomas. Llegamos aquí al mismo
resultado que en la exploración de los sueños, a saber, que las reprimidas,
imperecederas mociones de deseo de la infancia son las que han prestado
su poder a la formación de síntoma, sin lo cual la reacción frente a
traumas posteriores habría discurrido por caminos normales. Pues bien,
estamos autorizados a calificar de sexuales a todas esas poderosas mociones
de deseo de la infancia.
Ahora con mayor razón estoy seguro de que se habrán asombrado ustedes.
« ¿Acaso existe una sexualidad infantil? », preguntarán; «¿No es la
niñez más bien el período de la vida caracterizado por la ausencia de
la pulsión sexual?». No, señores míos; ciertamente no ocurre que la
pulsión sexual descienda sobre los niños en la pubertad como, según
el Evangelio, el Demonio lo hace sobre las marranas. El niño tiene sus
pulsiones y quehaceres sexuales desde el comienzo mismo, los trae consigo
al mundo, y desde ahí, a través de un significativo desarrollo, rico
en etapas, surge la llamada sexualidad normal del adulto. Ni siquiera
es difícil observar las exteriorizaciones de ese quehacer sexual infantil;
más bien hace falta un cierto arte para omitirlas o interpretarlas erradamente.
Por un favor del destino estoy en condiciones de invocar para mis tesis
un testimonio originario del medio de ustedes. Aquí les muestro el trabajo
de un doctor Sanford Bell, publicado en la American Journal of Psychology
en 1902. El autor es miembro de la Clark University, el mismo instituto
en cuyo salón de conferencias nos encontramos. En este trabajo, titulado
«A Preliminary Study of the Emotion of Love between the Sexes» y aparecido
tres años antes de mis Tres ensayos de teoría sexual [ 1905d], el autor
dice exactamente lo que acabo de exponerles: «The emotion of sex-love
( ... ) does not make its appearance for the first time at the period
of adolescence, as has been thought». (ver nota) Como diríamos en Europa,
él trabajó al estilo norteamericano, reuniendo no menos de 2.500 observaciones
positivas en el curso de 15 años, de las que 800 son propias. Acerca
de los signos por los que se dan a conocer esos enamoramientos, expresa:
«Tbe unprejudiced mind, in observing these manifestations in hundreds
of couples of children, cannot escape referring them to sex origin.
The most exacting mind is satisfied when to these observations are added
the confessions of those who have, as children, experienced the emotion
to a marked degree of intensity, and whose memories ol childhood are
relatively distinct». (ver nota) Pero lo que más sorprenderá a aquellos
de ustedes que no quieran creer en la sexualidad infantil será enterarse
de que, entre estos niños tempranamente enamorados, no pocos se encuentran
en la tierna edad de tres, cuatro y cinco años.
No me extrañaría que creyeran ustedes más en estas observaciones de
su compatriota que en las mías. Hace poco yo mismo he tenido la suerte
de obtener un cuadro bastante completo de las exteriorizaciones pulsionales
somáticas y de las producciones anímicas en un estadio temprano de la
vida amorosa infantil, por el análisis de un varoncito de cinco años,
aquejado de angustia, que su propio padre emprendió con él siguiendo
las reglas del arte. (ver nota) Y puedo recordarles que hace pocas horas
mi amigo, el doctor Carl G. Jung, les expuso en esta misma sala la observación
de una niña aún más pequeña, que a raíz de igual ocasión que mi paciente
-el nacimiento de un hermanito- permitió colegir con certeza casi las
mismas mociones sensuales, formaciones de deseo y de complejo. (ver
nota) No desespero, pues, de que se reconcilien ustedes con esta idea,
al comienzo extraña, de la sexualidad infantil; quiero ponerles aún
por delante el ejemplo de Eugen Bleuler, psiquiatra de Zurich, quien
hace apenas unos años manifestaba públicamente «no entender mis teorías
sexuales», y desde entonces ha corroborado la sexualidad infantil en
todo su alcance por sus propias observaciones. (ver nota)
Es fácil de explicar el hecho de que la mayoría de los hombres, observadores
médicos u otros, no quieran saber nada de la vida sexual del niño. Bajo
la presión de la educación para la cultura han olvidado su propio quehacer
sexual infantil y ahora no quieren que se les recuerde lo reprimido.
Obtendrían otros convencimientos si iniciaran la indagación con un autoanálisis,
una revisión e interpretación de sus recuerdos infantiles.
Abandonen la duda y procedan conmigo a una apreciación de la sexualidad
infantil desde los primeros años de vida. (ver nota)
La pulsión sexual del niño prueba ser en extremo compuesta, admite una
descomposición en muchos elementos que provienen de diversas fuentes.
Sobre todo, es aún independiente de la función de la reproducción, a
cuyo servicio se pondrá más tarde. Obedece a la ganancia de diversas
clases de sensación placentera, que, de acuerdo con ciertas analogías
y nexos, reunimos bajo el título de placer sexual. La principal fuente
del placer sexual infantil es la apropiada excitación de ciertos lugares
del cuerpo particularmente estimulables: además de los genitales, las
aberturas de la boca, el ano y la uretra, pero también la piel y otras
superficies sensibles. Como en esta primera fase de la vida sexual infantil
la satisfacción se halla en el cuerpo propio y prescinde de un objeto
ajeno, la llamamos, siguiendo una expresión acuñada por Havelock Ellis,
la fase del autoerotismo. Y denominamos «zonas erógenas» a todos los
lugares significativos para la ganancia de placer sexual. El chupetear
o mamar con fruición de los pequeñitos es un buen ejemplo de una satisfacción
autoerótica de esa índole, proveniente de una zona erógena; el primer
observador científico de este fenómeno, un pediatra de Budapest de nombre
Lindner, ya lo interpretó correctamente como una satisfacción sexual
y describió de manera exhaustiva su paso a otras formas, superiores,
del quehacer sexual. (ver nota) Otra satisfacción sexual de esta época
de la vida es la excitación masturbatoria de los genitales, que tan
grande significación adquiere para la vida posterior y que muchísimos
individuos nunca superan del todo. junto a estos y otros quehaceres
autoeróticos, desde muy temprano se exteriorizan en el niño aquellos
componentes pulsionales del placer sexual, o, como preferiríamos decir,
de la libido, que tienen por premisa una persona ajena en calidad de
objeto. Estas pulsiones se presentan en pares de opuestos, como activas
y pasivas; les menciono los exponentes más importantes de este grupo:
el placer de infligir dolor (sadismo) con su correspondiente {Gegenspiel}
pasivo (masoquismo), y el placer de ver activo y pasivo; del primero
de estos últimos se ramifica más tarde el apetito de saber, y del segundo,
el esfuerzo que lleva a la exhibición artística y actoral. Otros quehaceres
sexuales del niño caen ya bajo el punto de vista de la elección de objeto,
cuyo asunto principal es una persona ajena que debe su originario valor
a unos miramientos de la pulsión de autoconservación. Ahora bien, la
diferencia de los sexos no desempeña todavía, en este período infantil,
ningún papel decisivo; así, pueden ustedes atribuir a todo niño, sin
hacerle injusticia, una cierta dotación homosexual.
Esta vida sexual del niño, abigarrada, rica, pero disociada, en que
cada una de las pulsiones se procura su placer con independencia de
todas las otras, experimenta una síntesis y una organización siguiendo
dos direcciones principales, de suerte que al concluir la época de la
pubertad las más de las veces queda listo, plasmado, el carácter sexual
definitivo del individuo. Por una parte, las pulsiones singulares se
subordinan al imperio de la zona genital, por cuya vía toda la vida
sexual entra al servicio de la reproducción, y la satisfacción de aquellas
conserva un valor sólo como preparadora y favorecedora del acto sexual
en sentido estricto. Por otra parte, la elección de objeto esfuerza
hacia atrás al autoerotismo, de modo que ahora en la vida amorosa todos
los componentes de la pulsión sexual quieren satisfacerse en la persona
amada. Pero no a todos los componentes pulsionales originarios se les
permite participar en esta conformación definitiva de la vida sexual.
Aún antes de la pubertad se imponen, bajo el influjo de la educación,
represiones en extremo enérgicas de ciertas pulsiones, y se establecen
poderes anímicos, como la vergüenza, el asco, la moral, que las mantienen
a modo de unos guardianes. Cuando luego, en la pubertad, sobreviene
la marea de la necesidad sexual, halla en esas formaciones anímicas
reactivas o de resistencia unos diques que le prescriben su discurrir
por los caminos llamados normales y le imposibilitan reanimar las pulsiones
sometidas a la represión. Son sobre todo las mociones placenteras coprófilas
de la infancia, vale decir las que tienen que ver con los excrementos,
las afectadas de la manera más radical por la represión; además, la
fijación a las personas de la elección primitiva de objeto.
Señores: Una proposición de la patología general nos dice que todo proceso
de desarrollo conlleva los gérmenes de la predisposición patológica,
pues puede ser inhibido, retardado, o discurrir de manera incompleta.
Lo mismo es válido para el tan complejo desarrollo de la función sexual.
No todos los individuos lo recorren de una manera tersa, y entonces
deja como secuela o bien anormalidades o unas predisposiciones a contraer
enfermedad más tarde por el camino de la involución (regresión). Puede
suceder que no todas las pulsiones parciales se sometan al imperio de
la zona genital; si una de aquellas pulsiones ha permanecido independiente,
se produce luego lo que llamamos una perversión y que puede sustituir
la meta sexual normal por la suya propia. Dijimos ya que es harto frecuente
que el autoerotismo no se supere del todo, de lo cual son testimonio
después las más diversas perturbaciones. La igual valencia originaria
de ambos sexos como objetos sexuales puede conservarse, de lo cual resulta
en la vida adulta una inclinación al quehacer homosexual, que en ciertas
circunstancias puede acrecentarse hasta la homosexualidad exclusiva.
Esta serie de perturbaciones corresponde a las inhibiciones directas
en el desarrollo de la función sexual; comprende las perversiones y
el no raro infantilismo general de la vida sexual.
La predisposición a las neurosis deriva de diverso modo de un deterioro
en el desarrollo sexual. Las neurosis son a las perversiones como lo
negativo a lo positivo: en ellas se rastrean, como portadores de los
complejos y formadores de síntoma, los mismos componentes pulsionales
que en las perversiones, pero producen sus efectos desde lo inconciente;
por tanto, han experimentado una represión, pero, desafiándola, pudieron
afirmarse en lo inconciente. El psicoanálisis nos permite discernir
que una exteriorización hiper-intensa de estas pulsiones en épocas muy
tempranas lleva a una suerte de fijación parcial que en lo sucesivo
constituye un punto débil dentro de la ensambladura de la función sexual.
Sí el ejercicio de la función sexual normal en la madurez tropieza con
obstáculos, se abrirán brechas en la represión {esfuerzo de desalojo
y suplantación} de esa época de desarrollo justamente por los lugares
en que ocurrieron las fijaciones infantiles.
Ahora quizá objeten ustedes: Pero no todo eso es sexualidad. Yo uso
esa expresión en un sentido mucho más lato que aquel al que ustedes
están habituados a entenderla. Se los concedo. Pero cabe preguntar si
no sucede más bien que ustedes la emplean en un sentido demasiado estrecho
cuando la limitan al ámbito de la reproducción. Así sacrifican la comprensión
de las perversiones, el nexo entre perversión, neurosis y vida sexual
normal, y se incapacitan para discernir en su verdadero significado
los comienzos, fáciles de observar, de la vida amorosa somática y anímica
de los niños. Pero cualquiera que sea la decisión de ustedes sobre el
uso de esa palabra, retengan que el psicoanalista entiende la sexualidad
en aquel sentido pleno al que uno se ve llevado por la apreciación de
la sexualidad infantil.
Volvamos otra vez sobre el desarrollo sexual del niño. Nos resta mucho
por pesquisar porque habíamos dirigido nuestra atención más a las exteriorizaciones
somáticas que a las anímicas de la vida sexual, La primitiva elección
de objeto del niño, que deriva de su necesidad de asistencia, reclama
nuestro ulterior interés. Primero apunta a todas las personas encargadas
de su crianza, pero ellas pronto son relegadas por los progenitores.
El vínculo del niño con ambos en modo alguno está exento de elementos
de coexcitación sexual, según el testimonio coincidente de la observación
directa del niño y de la posterior exploración analítica. El niño toma
a ambos miembros de la pareja parental, y sobre todo a uno de ellos,
como objeto de sus deseos eróticos. Por lo común obedece en ello a una
incitación de los padres mismos, cuya ternura presenta los más nítidos
caracteres de un quehacer sexual, si bien inhibido en sus metas. El
padre prefiere por regla general a la hija, y la madre al hijo varón;
el niño reacciona a ello deseando, el hijo, reemplazar al padre, y la
hija, a la madre. Los sentimientos que despiertan en estos vínculos
entre progenitores e hijos, y en los recíprocos vínculos entre hermanos
y hermanas, apuntalados en aquellos, no son sólo de naturaleza positiva
y tierna, sino también negativa y hostil. El complejo así formado está
destinado a una pronta represión, pero sigue ejerciendo desde lo inconciente
un efecto grandioso y duradero. Estamos autorizados a formular la conjetura
de que con sus ramificaciones constituye el complejo nuclear de toda
neurosis, y estamos preparados para tropezar con su presencia, no menos
eficaz, en otros campos de la vida anímica. El mito del rey Edipo, que
mata a su padre y toma por esposa a su madre, es una revelación, muy
poco modificada todavía, del deseo infantil, al que se le contrapone
luego el rechazo de la barrera del incesto. El Hamlet de Shakespeare
se basa en el mismo terreno del complejo incestuoso, mejor encubierto.
(ver nota)
Hacia la época en que el niño es gobernado por el complejo nuclear no
reprimido todavía, una parte significativa de su quehacer intelectual
se pone al servicio de los intereses sexuales. Empieza a investigar
de dónde vienen los niños y, valorando los indicios que se le ofrecen,
colige sobre las circunstancias efectivas más de lo que los adultos
sospecharían. Por lo común, la amenaza material que le significa un
hermanito, en el que ve al comienzo sólo al competidor, despierta su
interés de investigación. Bajo el influjo de las pulsiones parciales
activas dentro de él mismo, alcanza cierto número de teorías sexuales
infantiles. Por ejemplo, que ambos sexos poseen el mismo genital masculino,
que los niños se conciben por el comer y se paren por el recto, y que
el comercio entre los sexos es un acto hostil, una suerte de sometimiento.
Pero justamente la inmadurez de su constitución sexual y la laguna en
sus noticias que le provoca la latencia del canal sexual femenino constriñen
al investigador infantil a suspender su trabajo por infructuoso. El
hecho de esta investigación infantil, así como las diversas teorías
sexuales que produce, conservan valor determinante para la formación
de carácter del niño y el contenido de su eventual neurosis posterior.
Es inevitable y enteramente normal que el niño convierta a sus progenitores
en objetos de su primera elección amorosa. Pero su libido no debe permanecer
fijada a esos objetos primeros, sino tomarlos luego como unos meros
arquetipos y deslizarse hacia personas ajenas en la época de la elección
definitiva de objeto. El desasimiento del niño respecto de sus padres
se convierte así en una tarea insoslayable si es que no ha de peligrar
la aptitud social del joven.
Durante la época en que la represión selecciona entre las pulsiones
parciales, y luego, cuando debe ser mitigado el influjo de los padres,
que había costeado lo sustancial del gasto de esas represiones, incumben
al trabajo pedagógico unas tareas que en el presente no siempre se tramitan
de manera inteligente e inobjetable.
Señoras y señores: No juzguen que con estas elucidaciones sobre la vida
sexual y el desarrollo psicosexual del niño nos hemos alejado demasiado
del psicoanálisis y su tarea de eliminar perturbaciones neuróticas.
Si ustedes quieren, pueden caracterizar al tratamiento psicoanalítico
sólo como una educación retomada para superar restos infantiles.
V
Señoras y señores: Con el descubrimiento de la sexualidad infantil y
la reconducción de los síntomas neuróticos a componentes pulsionales
eróticos hemos obtenido algunas inesperadas fórmulas sobre la esencia
y las tendencias de las neurosis. Vemos que los seres humanos enferman
cuando a consecuencia de obstáculos externos o de un defecto interno
de adaptación se les deniega la satisfacción de sus necesidades eróticas
en la realidad. Vemos que luego se refugian en la enfermedad para hallar
con su auxilio una satisfacción sustitutiva de lo denegado. Discernimos
que los síntomas patológicos contienen un fragmento del quehacer sexual
de la persona o su vida sexual íntegra, y hallamos en el mantenerse
alejados de la realidad la principal tendencia, pero también el principal
perjuicio, de la condición de enfermo. Sospechamos que la resistencia
de nuestros enfermos a la curación no es simple, sino compuesta de varios
motivos. No sólo el yo del enfermo se muestra renuente a resignar las
represiones {esfuerzos de suplantación} mediante las cuales ha escapado
a sus disposiciones originarias, sino que tampoco las pulsiones sexuales
quieren renunciar a su satisfacción sustitutiva mientras sea incierto
que la realidad les ofrezca algo mejor.
La huida desde la realidad insatisfactoria a lo que nosotros llamamos
enfermedad a causa de su nocividad biológica, pero que nunca deja de
aportar al enfermo una ganancia inmediata de placer, se consuma por
la vía de la involución (regresión), el regreso a fases anteriores de
la vida sexual que en su momento no carecieron de satisfacción. Esta
regresión es al parecer doble: temporal, pues la libido, la necesidad
erótica, retrocede a estadios de desarrollo anteriores en el tiempo,
y formal, pues para exteriorizar esa necesidad se emplean los medios
originarios y primitivos de expresión psíquica, Ahora bien, ambas clases
de regresión apuntan a la infancia y se conjugan para producir un estado
infantil de la vida sexual. (ver nota)
Mientras más a fondo penetren ustedes en la patogénesis de la contracción
de neurosis, más se les revelará la trabazón de estas con otras producciones
de la vida anímica humana, aun las más valiosas. Advertirán que nosotros,
los hombres, con las elevadas exigencias de nuestra cultura y bajo la
presión de nuestras represiones internas, hallamos universalmente insatisfactoria
la realidad, y por eso mantenemos una vida de la fantasía en la que
nos gusta compensar, mediante unas producciones de cumplimiento de deseos,
las carencias de la realidad. En estas fantasías se contiene mucho de
la genuina naturaleza constitucional de la personalidad, y también de
sus mociones reprimidas {desalojadas) de la realidad efectiva. El hombre
enérgico y exitoso es el que consigue trasponer mediante el trabajo
sus fantasías de deseo en realidad. Toda vez que por las resistencias
del mundo exterior y la endeblez del individuo ello no se logra, sobreviene
el extrañamiento respecto de la realidad; el individuo se retira a su
mundo de fantasía, que le procura satisfacción y cuyo contenido, en
caso de enfermar, traspone en síntomas. Bajo ciertas condiciones favorables,
le resta la posibilidad de hallar desde estas fantasías un camino diverso
hasta la realidad, en vez de enajenarse de ella de manera permanente
por regresión a lo infantil. Cuando la persona enemistada con la realidad
posee el talento artístico, que todavía constituye para nosotros un
enigma psicológico, puede trasponer sus fantasías en creaciones artísticas
en lugar de hacerlo en síntomas; así escapa al destino de la neurosis
y recupera por este rodeo el vínculo con la realidad. (ver nota) Toda
vez que persistiendo la rebelión contra el mundo real falle o no baste
ese precioso talento, será inevitable que la libido, siguiendo el rastro
de las fantasías, arribe por el camino de la regresión a reanimar los
deseos infantiles y, así, a la neurosis. La neurosis hace, en nuestro
tiempo, las veces del convento al que solían retirarse antaño todas
las personas desengañadas de la vida o que se sentían demasiado débiles
para afrontarla.
Permítanme insertar en este lugar el principal resultado al que hemos
llegado mediante la indagación psicoanalítica de los neuróticos, a saber:
sus neurosis no poseen un contenido psíquico propio que no se encuentre
también en los sanos, o, como lo ha dicho Carl G. Jung, enferman a raíz
de los mismos complejos con que luchamos también los sanos. Depende
de constelaciones cuantitativas, de las relaciones entre las fuerzas
en recíproca pugna, que la lucha lleve a la salud, a la neurosis o a
un hiperrendimiento compensador.
Señoras y señores: Les he mantenido en reserva la experiencia más importante
que corrobora nuestro supuesto sobre las fuerzas pulsionales sexuales
de la neurosis. Siempre que tratamos psicoanalíticamente a un neurótico,
le sobreviene el extraño fenómeno de la llamada trasferencia, vale decir,
vuelca sobre el médico un exceso de mociones tiernas, contaminadas hartas
veces de hostilidad, y que no se fundan en ningún vínculo real; todos
los detalles de su emergencia nos fuerzan a derivarlas de los antiguos
deseos fantaseados del enfermo, devenidos inconcientes. Entonces, revive
en sus relaciones con el médico aquella parte de su vida de sentimientos
que él ya no puede evocar en el recuerdo, y sólo reviviéndola así en
la «trasferencia» se convence de la existencia y del poder de esas mociones
sexuales inconcientes. Los síntomas, que para tomar un símil de la química
son los precipitados de tempranas vivencias amorosas (en el sentido
más lato), sólo pueden solucionarse y trasportarse a otros productos
psíquicos en la elevada temperatura de la vivencia de trasferencia.
Según una acertada expresión de Sándor Ferenczi, el médico desempeña
en esta reacción el papel de un fermento catalítico que de manera temporaria
atrae hacia sí los afectos que libremente devienen a raíz del proceso.
El estudio de la trasferencia puede proporcionarles también la clave
para entender la sugestión hipnótica de la que al comienzo nos habíamos
servido como medio técnico para explorar lo inconciente en nuestros
enfermos. En aquella época la hipnosis demostró ser un auxiliar terapéutico,
pero también un obstáculo para el discernimiento científico de la relación
de las cosas, pues removía las resistencias psíquicas de cierto ámbito
para acumularlas en sus lindes hasta erigir una muralla infranqueable.
Por lo demás, no crean ustedes que el fenómeno de la trasferencia, sobre
el que desdichadamente es muy poco lo que puedo decirles aquí, sería
creado por el influjo psicoanalítico. Ella se produce de manera espontánea
en todas las relaciones humanas, lo mismo que en la del enfermo con
el médico; es dondequiera el genuino portador del influjo terapéutico,
y su efecto es tanto mayor cuanto menos se sospecha su presencia. Entonces,
el psicoanálisis no la crea; meramente la revela a la conciencia y se
apodera de ella a fin de guiar los procesos psíquicos hacia las metas
deseadas. Sin embargo, no puedo abandonar el tema de la trasferencia
sin destacar que este fenómeno no sólo cuenta decisivamente para el
convencimiento del enfermo, sino también para el del médico. Sé que
todos mis partidarios sólo mediante sus experiencias con la trasferencia
se convencieron de la justeza de mis tesis sobre la patogénesis de las
neurosis, y muy bien puedo concebir que no se obtenga esa certeza en
el juicio mientras uno mismo no haya hecho psicoanálisis, vale decir,
no haya observado por sí mismo los efectos de la trasferencia.
Señoras y señores: Opino que del lado del intelecto cabe apreciar sobre
todo dos obstáculos para el reconocimiento de las argumentaciones psicoanalíticas.
En primer lugar, la falta de hábito de contar con el determinismo estricto
y sin excepciones de la vida anímica y, en segundo, el desconocimiento
de las peculiaridades por las cuales unos procesos anímicos inconcientes
se diferencian de los concientes con que estamos familiarizados. Una
de las más difundidas resistencias al trabajo psicoanalítico -tanto
en personas enfermas como en sanas- se reconduce al segundo de los factores
mencionados. Se teme causar daño mediante el psicoanálisis, se tiene
angustia a convocar ja la conciencia del enfermo las mociones sexuales
reprimidas, como si esto aparejara el peligro de que con ello resultaran
luego avasalladas sus aspiraciones éticas superiores y fuera despojado
de sus adquisiciones culturales. (ver nota) Uno nota que el enfermo
tiene puntos débiles en su vida anímica, pero no se atreve a tocarlos
para no aumentarle todavía más su padecimiento. Podemos retomar esta
analogía. Sin duda, es más benigno no tocar lugares enfermos si por
esa vía uno no sabe otra cosa que deparar dolor. Pero, como es bien
sabido, el cirujano no se abstiene de investigar y trabajar sobre el
foco enfermo cuando se propone una intervención destinada a procurar
curación duradera. Nadie piensa en reprocharle las inevitables molestias
de la investigación ni los fenómenos reactivos de la operación cuando
esta alcanza su propósito y el enfermo, mediante un temporario empeoramiento
de su estado, gana su definitiva eliminación. Parecida es la situación
en el caso del psicoanálisis; tiene derecho a reclamar lo mismo que
la cirugía, pero, siendo buena la técnica, las mayores molestias que
depara al enfermo en el curso del tratamiento son incomparablemente
menores que las que el cirujano impone, y de todo punto desdeñables
con relación a la gravedad del sufrimiento básico. Y en cuanto al temido
desenlace, la destrucción del carácter cultural por obra de las pulsiones
emancipadas de la represión, es por completo imposible, pues tales aprensiones
no toman en cuenta lo que nos han enseñado con certeza nuestras experiencias,
a saber, que el poder anímico y somático de una moción de deseo, toda
vez que su represión haya fracasado, es incomparablemente más intenso
cuando es inconciente que cuando es conciente, de suerte que hacerla
conciente no puede tener otro efecto que debilitarla. El deseo inconciente
es insusceptible de influencia e independiente de cualquier aspiración
contraria, en tanto que el deseo conciente resulta inhibido por todo
cuanto es igualmente conciente y lo contraría. Por tanto, el trabajo
psicoanalítico, como sustituto mejor de la infructuosa represión, se
pone directamente al servicio de las aspiraciones culturales supremas
y más valiosas.
¿Cuáles son, en general, los destinos de los deseos inconcientes liberados
por el psicoanálisis, por qué caminos conseguimos volverlos inocuos
para la vida del individuo? Esos caminos son varios. Lo más frecuente
es que ya durante el trabajo sean consumidos por la actividad anímica
correcta de las mociones mejores que se les contraponen. La represión
es sustituida por un juicio adverso {Verurteilting} llevado a cabo con
los mejores medios. Ello es posible porque en buena parte sólo tenemos
que eliminar consecuencias de estadios más tempranos de desarrollo del
yo. El individuo produjo en su momento una represión de la pulsión inutilizable
sólo porque en esa época él mismo era muy endeble y su organización
muy imperfecta; con su madurez y fortaleza actuales quizá pueda gobernar
de manera intachable lo que le es hostil.
Un segundo desenlace del trabajo psicoanalítico es poder aportarles
a las pulsiones inconcientes descubiertas aquella aplicación acorde
a fines que ya habrían debido hallar antes si el desarrollo no estuviera
perturbado. En efecto, el desarraigo de las mociones infantiles de deseo
en modo alguno constituye la meta ideal del desarrollo. Mediante sus
represiones, el neurótico ha mermado muchas fuentes de energía anímica,
cuyos aportes habrían sido muy valiosos para su formación de carácter
y quehacer en la vida. Conocemos un proceso de desarrollo muy adecuado
al fin, la llamada sublimación, mediante la cual la energía de mociones
infantiles de deseo no es bloqueada, sino que permanece aplicable si
a las mociones singulares se les pone, en lugar de la meta inutilizable,
una superior, que eventualmente ya no es sexual. Y son los componentes
de la pulsión sexual los que se destacan en particular por esa aptitud
para la sublimación, para permutar su meta sexual por una más distante
Y socialmente más valiosa. Es probable que a los aportes de energía
ganados de esa manera para nuestras operaciones anímicas debamos los
máximos logros culturales. Una represión sobrevenida temprano excluye
la sublimación de la pulsión reprimida; cancelada la represión, vuelve
a quedar expedito el camino para la sublimación.
No podemos dejar de considerar también el tercero de los desenlaces
del trabajo psicoanalítico. Cierta parte de las mociones libidinosas
reprimidas tienen derecho a una satisfacción directa y deben hallarla
en la vida. Nuestras exigencias culturales hacen demasiado difícil la
vida para la mayoría de las organizaciones humanas, y así promueven
el extrañamiento de la realidad y la génesis de las neurosis sin conseguir
un superávit de ganancia cultural a cambio de ese exceso de represión
sexual. No debemos llevar nuestra arrogancia hasta descuidar por completo
lo animal originario de nuestra naturaleza, y tampoco nos es lícito
olvidar que la satisfacción dichosa del individuo no puede eliminarse
de las metas de nuestra cultura. Es que la plasticidad de los componentes
sexuales, que se anuncia en su aptitud para la sublimación, puede engendrar
la gran tentación de obtener efectos culturales cada vez mayores mediante
una sublimación cada vez más vasta. Pero así como en nuestras máquinas
no podemos contar con trasformar en trabajo mecánico útil más que un
cierto fragmento del calor aplicado, no debemos aspirar a enajenar la
pulsión sexual de sus genuinas metas en toda la amplitud de su energía.
No es posible lograrlo, y si la limitación de la sexualidad se lleva
demasiado lejos, no podrá menos que aparejar todos los nocivos resultados
de una explotación depredadora.
No sé si la advertencia con que concluyo mi exposición puede haberles
parecido a ustedes, a su vez, una arrogancia. Sólo me atreveré a presentar
de manera indirecta mi convicción contándoles una vieja historia cuya
moraleja dejo a su cargo. La literatura alemana conoce un pueblito de
Schilda, a cuyos moradores atribuye la fama toda clase de agudezas.
Los habitantes de Schilda, se nos refiere, poseían también un caballo
de cuyo vigor para el trabajo estaban muy satisfechos, y sólo una cosa
tenían para reprocharle: consumía demasiada avena, avena cara. Resolvieron
quitarle esta mala costumbre benévolamente, reduciéndole día tras día
su ración en varios tallos hasta habituarlo a la abstinencia total.
Por un tiempo todo marchó a pedir de boca. El caballo se había deshabituado
a comer, salvo un solo tallo diario, y por fin al día siguiente trabajaría
sin avena ninguna. Esa mañana hallaron muerto al alevoso animal; los
pobladores de Schilda no pudieron explicarse de qué había Muerto.
Nos inclinaremos a creer que el caballo murió de hambre, y sin una cierta
ración de avena no puede esperarse que ningún animal trabaje.
Agradézcoles, señores, la invitación que me han hecho y la atención
que me han dispensado.
Apéndice.
Obras de divulgación del psicoanálisis escritas por Freud.
[La fecha que aparece a la izquierda es la del año de redacción; la
que figura luego de cada uno de los títulos corresponde al año de publicación
y remite al ordenamiento adoptado en la bibliografía del final del volumen.
Los trabajos que se dan entre corchetes fueron publicados póstumamente.
1
1903 «El método psicoanalítico de Freud» (1904).
1904 «Sobre psicoterapia» (1905a).
1905 «Mis tesis sobre el papel de la sexualidad en la etiología de las
neurosis» (1906a).
1909 Cinco conferencias sobre psicoanálisis (1910a).
1911 «Sobre psicoanálisis», ponencia ante el Congreso Médico de Australasia
(1913;n).
1913 «El interés por el psicoanálisis» (1913j).
1914 «Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico» (1914d).
1915-17 Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17).
1922 «Dos artículos de enciclopedia: "Psicoanálisis" y "Teoría de la
libido"» (1923a).
1923 «Breve informe sobre el psicoanálisis» (1924f).
1924 Presentación autobiográfica (1925d) y Posfacio (1935a).
1926 ¿Pueden los legos ejercer el análisis? (1926e).
1926 «Psicoanálisis », artículo publicado en la Encyclopaedia Britannica
(1926f).
1932 Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a).
1938 Esquema del psicoanálisis (1940a).]
1938 «Algunas lecciones elementales sobre psicoanálisis» ( 1940b).]
[Traducción de Luis López-Ballesteros
y de Torres]