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Sigmund Freud
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I
INTRODUCCIÓN
La oposición entre psicología
individual y psicología social o colectiva, que a primera vista puede
parecernos muy profunda, pierde gran parte de su significación en cuanto
la sometemos a un más detenido examen. La psicología individual se concreta,
ciertamente, al hombre aislado e investiga los caminos por los que el
mismo intenta alcanzar la satisfacción de sus instintos, pero sólo muy
pocas veces y bajo determinadas condiciones excepcionales, le es dado
prescindir de las relaciones del individuo con sus semejantes. En la
vida anímica individual, aparece integrado siempre, efectivamente, «el
otro», como modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la
psicología individual es al mismo tiempo y desde un principio, psicología
social, en un sentido amplio, pero plenamente justificado.
Las relaciones del individuo con sus padres y hermanos, con la persona
objeto de su amor y con su médico, esto es, todas aquellas que hasta
ahora han sido objeto de la investigación psicoanalítica, pueden aspirar
a ser consideradas como fenómenos sociales, situándose entonces en oposición
a ciertos otros procesos, denominados, por nosotros, narcisistas, en
los que la satisfacción de los instintos elude la influencia de otras
personas o prescinde de éstas en absoluto. De este modo, la oposición
entre actos anímicos sociales y narcisistas -Bleuler diría quizás: autísticos-
cae dentro de los dominios de la psicología social o colectiva.
En estas relaciones con sus padres y hermanos, con el ser amado, el
amigo y el médico, se nos muestra el individuo bajo la influencia de
una única persona o todo lo más, de un escaso número de personas, cada
una de las cuales ha adquirido para él una extraordinaria importancia.
Ahora bien, al hablar de psicología social o colectiva, se acostumbra
a prescindir de estas relaciones, tomando solamente como objeto de la
investigación la influencia simultánea ejercida sobre el individuo por
un gran número de personas a las que le unen ciertos lazos, pero que
fuera de esto, pueden serle ajenas desde otros muchos puntos de vista.
Así, pues, la psicología colectiva considera al individuo como miembro
de una tribu, de un pueblo, de una casa, de una clase social o de una
institución, o como elemento de una multitud humana, que en un momento
dado y con un determinado fin, se organiza en una masa o colectividad.
Roto, así, un lazo natural, resultó ya fácil considerar los fenómenos
surgidos en las circunstancias particulares antes señaladas, como manifestaciones
de un instinto especial irreductible, del instinto social -herd instinct,
group mind-, que no surge al exterior en otras situaciones. Sin embargo,
hemos de objetar, que nos resulta difícil atribuir al factor numérico
importancia suficiente para provocar por sí solo en el alma humana,
el despertar de un nuevo instinto, inactivo en toda otra ocasión. Nuestra
atención queda, de este modo, orientada hacia dos distintas posibilidades;
a saber, que el instinto social no es un instinto primario e irreductible,
y que los comienzos de su formación pueden ser hallados en círculos
más limitados, por ejemplo, el de la familia.
La psicología colectiva, no obstante encontrarse aún en sus primeras
fases, abarca un número incalculable de problemas, que ni siquiera aparecen
todavía suficientemente diferenciados. Sólo la clasificación de las
diversas formas de agrupaciones colectivas y la descripción de los fenómenos
psíquicos por ellas exteriorizados exigen una gran labor de observación
y exposición y han dado origen ya a una extensa literatura. La comparación
de las modestas proporciones del presente trabajo con la amplitud de
los dominios de la psicología colectiva, hará ya suponer al lector,
sin más advertencias por parte mía, que sólo se estudian en él algunos
puntos de tan vasta materia. Y en realidad, es que sólo un escaso número
de las cuestiones que la misma entraña, interesan especialmente a la
investigación psicoanalítica de las profundidades del alma humana.
II
EL ALMA COLECTIVA, SEGÚN LE BON
Podríamos comenzar por una definición del alma colectiva, pero nos parece
más racional presentar, en primer lugar, al lector, una exposición general
de los fenómenos correspondiente y escoger entre éstos algunos de los
más singulares y característicos, que puedan servirnos de punto de partida
para nuestra investigación. Conseguiremos ambos fines tomando como guía
una obra que goza de justa celebridad, la «Psicología de las multitudes»,
de Gustavo Le Bon.
Ante todo, convendrá que nos hagamos presente, con máxima claridad,
la cuestión planteada. La psicología -que persigue los instintos, disposiciones,
móviles e intenciones del individuo, hasta sus actos y en sus relaciones
con sus semejantes-, llegada al final de su labor y habiendo hecho la
luz sobre todos los objetos de la misma, vería alzarse ante ella, de
repente, un nuevo problema. Habría, en efecto, de explicar el hecho
sorprendente de que en determinadas circunstancias, nacidas de su incorporación
a una multitud humana que ha adquirido el carácter de «masa psicológica»,
aquel mismo individuo al que ha logrado hacer inteligible, piense, sienta
y obre de un modo absolutamente inesperado. Ahora bien: ¿qué es una
masa? ¿Por qué medios adquiere la facultad de ejercer una tan decisiva
influencia sobre la vida anímica individual? ¿Y en qué consiste la modificación
psíquica que impone al individuo?
La contestación de estas interrogaciones, labor que resultará más fácil
comenzando por la tercera y última, incumbe a la psicología colectiva,
cuyo objeto es, en efecto, la observación de las modificaciones impresas
a las reacciones individuales. Ahora bien, toda tentativa de explicación
debe ir precedida de la descripción del objeto que de explicar se trata.
Dejaremos, pues, la palabra a Gustavo Le Bon: «El más singular de los
fenómenos presentados por una masa psicológica, es el siguiente: cualesquiera
que sean los individuos que la componen y por diversos o semejantes
que puedan ser su género de vida, sus ocupaciones, su carácter o su
inteligencia,
«Ciertas ideas y ciertos sentimientos no surgen ni se transforman en
actos sino en los individuos constituidos en multitud. La masa psicológica
es un ser provisional compuesto de elementos heterogéneos, soldados
por un instante, exactamente como las células de un cuerpo vivo forman
por su reunión un nuevo ser, que nuestra caracteres muy diferentes de
los que cada una de tales células posee».
Permitiéndonos interrumpir la exposición de Le Bon con nuestras glosas,
intercalaremos aquí la observación siguiente: si los individuos que
forman parte de una multitud se hallan fundidos en una unidad, tiene
que existir algo que les enlace unos a otros, y este algo podría muy
bien ser aquello que caracteriza a la masa. Pero Le Bon deja en pie
esta cuestión, y pasando a las modificaciones que el individuo experimenta
en la masa, las describe en términos muy conformes con los principios
fundamentales de nuestra psicología de las profundidades.
«Fácilmente se comprueba en qué alta medida difiere el individuo integrado
en una multitud, del individuo aislado. Lo que ya resulta más arduo
es descubrir las causas de dicha diferencia. Para llegar, por lo menos,
a entreverlas, es preciso recordar, ante todo, la observación realizada
por la psicología moderna, de que no sólo en la vida orgánica, sino
también en el funcionamiento de la inteligencia desempeñan los fenómenos
inconscientes un papel preponderante. La vida consciente del espíritu
se nos muestra muy limitada al lado de la inconsciente. El analista
más sutil, penetrante observador, no llegan nunca a descubrir sino una
mínima parte de los móviles inconscientes que les guían. Nuestros actos
conscientes se derivan de un «substratum» inconsciente, formado, en
su mayor parte, porinfluencias hereditarias. Este substratum entraña
los innumerables residuos ancestrales que constituyen el alma de la
raza. Detrás de las causas confesadas de nuestros actos, existen causas
secretas, ignoradas por todos. La mayor parte de nuestros actos cotidianos
son efecto de móviles ocultos que escapan a nuestro conocimiento».
Le Bon piensa, que en una multitud, se borran las adquisiciones individuales,
desapareciendo así la personalidad de cada uno de los que la integran.
Lo inconsciente social surge en primer término, y lo heterogéneo se
funde en lo homogéneo. Diremos, pues, que la superestructura psíquica,
tan diversamente desarrollada en cada individuo, que destruida, apareciendo
desnuda la uniforme base inconsciente, común a todos.
De este modo, se formaría un carácter medio de los individuos constituidos
en multitud. Pero Le Bon encuentra que tales individuos muestran también
nuevas cualidades, de las cuales carecían antes, y halla la explicación
de este fenómeno en tres factores diferentes.
«La aparición de los caracteres peculiares a las multitudes se nos muestra
determinada por diversas causas. La primera de ellas es que el individuo
integrado en una multitud, adquiere, por el simple hecho del número,
un sentimiento de potencia invencible, merced al cual puede permitirse
ceder a instintos que, antes, como individuo aislado, hubiera refrenado
forzosamente. Y se abandonará tanto más gustoso a tales instintos cuanto
que por ser la multitud anónima, y en consecuencia, irresponsable, desaparecerá
para él el sentimiento de la responsabilidad, poderoso y constante freno
de los impulsos individuales».
Nuestro punto de vista nos dispensa de conceder un gran valor a la aparición
de nuevos caracteres. Bástanos decir, que el individuo que entra a formar
parte de una multitud se sitúa en condiciones que le permiten suprimir
las represiones de sus tendencias inconscientes. Los caracteres aparentemente
nuevos que entonces manifiesta son precisamente exteriorizaciones de
lo inconsciente individual, sistema en el que se halla contenido en
germen todo lo malo existente en el alma humana. La desaparición, en
estas circunstancias, de la conciencia o del sentimiento de la responsabilidad,
es un hecho cuya comprensión no nos ofrece dificultad alguna, pues hace
ya mucho tiempo, hicimos observar que el nódulo de lo que denominamos
conciencia moral era la «angustia social».
«Una segunda causa, el contagio mental, interviene igualmente para determinar
en las multitudes la manifestación de caracteres especiales, y al mismo
tiempo, su orientación. El contagio es un fenómeno fácilmente comprobable,
pero inexplicado aún y que ha de ser enlazado a los fenómenos de orden
hipnótico, cuyo estudio emprenderemos en páginas posteriores. Dentro
de una multitud, todo sentimiento y todo acto son contagiosos, hasta
el punto de que el individuo sacrifica muy fácilmente su interés personal
al interés colectivo, actitud contraria a su naturaleza y de la que
el hombre sólo se hace susceptible cuando forma parte de una multitud».
«Una tercera causa, la más importante, determina en los individuos integrados
en una masa, caracteres especiales, a veces muy opuestos a los del individuo
aislado. Me refiero a la sugestibilidad, de la que el contagio antes
indicado no es, además, sino un efecto. Para comprender este fenómeno,
es necesario tener en cuenta ciertos recientes descubrimientos de la
fisiología. Sabemos hoy, que un individuo puede ser transferido a un
estado en el que habiendo perdido su personalidad consciente, obedezca
a todas las sugestiones del operador que se la ha hecho perder y cometa
los actos más contrarios a su carácter y costumbres. Ahora bien, detenidas
observaciones parecen demostrar que el individuo sumido algún tiempo
en el seno de una multitud activa cae pronto, a consecuencia de los
efluvios que de la misma emanan o por cualquier otra causa, aún ignorada,
en un estado particular, muy semejante al estado de fascinación del
hipnotizado entre las manos de su hipnotizador. Paralizada la vida cerebral
del sujeto hipnotizado, se convierte éste en esclavo de todas sus actividades
inconscientes, que el hipnotizador dirige a su antojo. La personalidad
consciente desaparece; la voluntad y el discernimiento quedan abolidos.
Sentimientos y pensamientos son entonces orientados en el sentido determinado
por el hipnotizador.
«Tal es, aproximadamente, el estado del individuo integrado en una multitud.
No tiene ya conciencia de sus actos. En él, como en el hipnotizado,
quedan abolidas ciertas facultades ypueden ser llevadas otras a un grado
extremo de exaltación. La influencia de una sugestión le lanzará con
ímpetu irresistible, a la ejecución de ciertos actos. Ímpetu más irresistible
aún en las multitudes que en el sujeto hipnotizado, pues siendo la sugestión
la misma para todos los individuos, se intensificará al hacerse recíproca».
«…Así, pues, la desaparición de la personalidad consciente, el predominio
de la personalidad inconsciente, la orientación de los sentimientos
y de las ideas en igual sentido, por sugestión y contagio, y la tendencia
a transformar inmediatamente en actos las ideas sugeridas, son los principales
caracteres del individuo integrado en una multitud. Perdidos todos sus
rasgos personales, pasa a convertirse en un autómata sin voluntad».
Hemos citado íntegros estos pasajes, para demostrar que Le Bon no se
limita a comparar el estado del individuo integrado en una multitud
con el estado hipnótico, sino que establece una verdadera identidad
entre ambos. No nos proponemos contradecir aquí tal teoría, pero sí
queremos señalar que las dos últimas causas mencionadas de la transformación
del individuo en la masa, el contagio y la mayor sugestibilidad, no
pueden ser consideradas como de igual naturaleza, puesto que, a juicio
de nuestro autor, el contagio no es, a su vez, sino una manifestación
de la sugestibilidad. Así, pues, ha de parecernos que Le Bon no establece
una diferenciación suficientemente precisa entre los efectos de tales
dos causas. Como mejor interpretaremos su pensamiento será, quizá, atribuyendo
el contagio a la acción recíproca ejercida por los miembros de una multitud
unos sobre otros y derivando los fenómenos de sugestión identificados
por Le Bon con los de la influencia hipnótica, de una distinta fuente.
¿Pero de cuál? Hemos de reconocer como una evidente laguna el hecho
de que uno de los principales términos de esta identificación, a saber,
la persona que para la multitud sustituye al hipnotizador, no aparezca
mencionada en la exposición de Le Bon.
De todos modos, el autor distingue de esta influencia fascinadora, que
deja en la sombra, la acción contagiosa que los individuos ejercen unos
sobre otros y que viene a reforzar la sugestión primitiva.
Citaremos todavía otro punto de vista muy importante para el juicio
del individuo integrado en una multitud:
«Por el solo hecho de formar parte de una multitud, desciende, pues,
el hombre varios escalones en la escala de la civilización. Aislado,
era quizás un individuo culto; en multitud, es un instintivo, y por
consiguiente, un bárbaro. Tiene la espontaneidad, la violencia, la ferocidad
y también los entusiasmos y los heroísmos de los seres primitivos».
El autor insiste luego particularmente en la disminución de la actividad
intelectual que el individuo experimenta por el hecho de su disolución
en la masa.
Dejemos ahora al individuo y pasemos a la descripción del alma colectiva,
llevada a cabo por Le Bon. No hay en esta descripción un solo punto
cuyo origen y clasificación puedan ofrecer dificultades al psicoanalista.
Le Bon nos indica, además, por sí mismo, el camino, haciendo resaltar
las coincidencias del alma de la multitud con la vida anímica de los
primitivos y de los niños.
La multitud es impulsiva, versátil e irritable y se deja guiar casi
exclusivamente, por lo inconsciente. Los impulsos a los que obedece
pueden ser, según las circunstancias, nobles o crueles, heroicos o cobardes,
pero son siempre tan imperiosos que la personalidad e incluso el instinto
de conservación desaparecen ante ellos. Nada, en ella, es premeditado.
Aun cuando desea apasionadamente algo, nunca lo desea mucho tiempo,
pues es incapaz de una voluntad perseverante. No tolera aplazamiento
alguno entre el deseo y la realización. Abriga un sentimiento de omnipotencia.
La noción de lo imposible no existe para el individuo que forma parte
de una multitud.
La multitud es extraordinariamente influenciable y crédula. Carece de
sentido crítico y lo inverosímil no existe para ella. Piensa en imágenes
que se enlazan unas a otras asociativamente, como en aquellos estados
en los que el individuo da libre curso a su imaginación sin que ninguna
instancia racional intervenga par juzgar hasta qué punto se adaptan
a la realidad sus fantasías. Los sentimientos de la multitud son siempre
simples y exaltados. De este modo, no conoce dudas ni incertidumbres.
Las multitudes llegan rápidamente a lo extremo. La sospecha enunciada
se transforma ipso facto en indiscutible evidencia. Un principio de
antipatía pasa a constituir, en segundos, un odio feroz.
Naturalmente inclinada a todos los excesos, la multitud no reacciona
sino a estímulos muy intensos. Para influir sobre ella, es inútil argumentar
lógicamente. En cambio, será preciso presentar imágenes de vivos colores
y repetir una y otra vez las mismas cosas.
«No abrigando la menor duda sobre lo que cree la verdad o el error y
poseyendo, además, clara conciencia de su poderío, la multitud es tan
autoritaria como intolerante… Respeta la fuerza y no ve en la bondad
sino una especie de debilidad que le impresiona muy poco. Lo que la
multitud exige de sus héroes es la fuerza e incluso la violencia. Quiere
ser dominada, subyugada y temer a su amo… Las multitudes abrigan, en
el fondo, irreductibles instintos conservadores, y como todos los primitivos,
un respeto fetichista a las tradiciones y un horror inconsciente a las
novedades susceptibles de modificar sus condiciones de existencia».
Si queremos formarnos una idea exacta de la moralidad de las multitudes,
habremos de tener en cuenta que en la reunión de los individuos integrados
en una masa, desaparecen todas las inhibiciones individuales, mientras
que todos los instintos crueles, brutales y destructores, residuos de
épocas primitivas, latentes en el individuo, despiertan y buscan su
libre satisfacción. Pero bajo la influencia de la sugestión, las masas
son también capaces de desinterés y del sacrificio por un ideal. El
interés personal, que constituye casi el único móvil de acción del individuo
aislado, no se muestra en las masas como elemento dominante, sino en
muy contadas ocasiones. Puede incluso hablarse de una moralización del
individuo por la masa. Mientras que el nivel intelectual de la multitud
aparece siempre muy inferior al del individuo, su conducta moral puede
tanto sobrepasar el nivel ético individual como descender muy por debajo
de él.
Algunos rasgos de la característica de las masas, tal y como le expone
Le Bon, muestran hasta qué punto está justificada la identificación
del alma de la multitud con el alma de los primitivos. En las masas,
las ideas más opuestas pueden coexistir sin estorbarse unas a otras
y sin que surja de su contradicción lógica conflicto alguno. Ahora bien,
el psicoanálisis ha demostrado que este mismo fenómeno se da también
en la vida anímica individual; así, en el niño y en el neurótico.
Además, la multitud se muestra muy accesible al poder verdaderamente
mágico de las palabras, las cuales son susceptibles tanto de provocar
en el alma colectiva las más violentas tempestades, como de apaciguarla
y devolverle la calma. «La razón y los argumentos no pueden nada contra
ciertas palabras y fórmulas. Pronunciadas éstas con recogimiento ante
las multitudes, hacen pintarse el respeto en todos los rostros e inclinarse
todas las frentes. Muchos las consideran como fuerzas de la naturaleza
o como potencias sobrenaturales». A este propósito basta con recordar
el tabú de los nombres entre los primitivos y las fuerzas mágicas que
para ellos se enlazan a los nombres y las palabras. Por último: las
multitudes no han conocido jamás la sed de la verdad. Demandan ilusiones,
a las cuales no pueden renunciar. Dan siempre la preferencia a lo irreal
sobre lo real, y lo irreal actúa sobre ellas con la misma fuerza que
lo real. Tienen una visible tendencia a no hacer distinción entre ambos.
Este predominio de la vida imaginativa y de la ilusión sustentada por
el deseo insatisfecho ha sido ya señalado por nosotros como fenómeno
característico de la psicología de las neurosis. Hallamos, en efecto,
que para el neurótico no presenta valor alguno la general realidad objetiva
y sí, únicamente, la realidad psíquica. Un síntoma histérico se funda
en una fantasía y no en la reproducción de algo verdaderamente vivido.
Un sentimiento obsesivo de culpabilidad reposa en el hecho real de un
mal propósito jamás llevado a cabo. Como sucede en el sueño y en la
hipnosis, la prueba por la realidad sucumbe, en la actividad anímica
de la masa, a la energía de los deseos cargados de afectividad.
Lo que Le Bon dice sobre los directores de multitudes es menos satisfactorio
y no deja transparentar tan claramente lo normativo. Opina nuestro autor,
que en cuanto un cierto número de seres vivos se reúne, trátese de un
rebaño o de una multitud humana, los elementos individuales se colocan
instintivamente bajo la autoridad de un jefe. La multitud es un dócil
rebaño incapaz de vivir sin amo. Tiene una tal sed de obedecer, que
se somete instintivamente a aquel que se erige en su jefe.
Pero si la multitud necesita un jefe, es preciso que el mismo posea
determinadas aptitudes personales. Deberá hallarse también fascinado
por una intensa fe (en una idea), para poder hacer surgir la fe en la
multitud. Asimismo, deberá poseer una voluntad potente e imperiosa,
susceptible de animar a la multitud, carente por sí misma de voluntad.
Le Bon habla, después, de la diversas clases de directores de multitudes
y de los medios con diversas clases de directores de multitudes y de
los medios con los que actúan sobre ellas. En último análisis, ve la
causa de su influencia, en las ideas por las que ellos mismos se hallan
fascinados.
Pero además, tanto a estas ideas como a los directores de multitudes,
les atribuye Le Bon un poder misterioso e irresistible, al que da el
nombre de «prestigio»: «El prestigio es una especie de fascinación que
un individuo, una obra o una idea, ejercen sobre nuestro espíritu. Esta
fascinación paraliza todas nuestras facultades críticas y llena nuestra
alma de asombro y de respeto. Los sentimientos entonces provocados son
inexplicable, como todos los sentimientos, pero probablemente del mismo
orden que la sugestión experimentada por un sujeto magnetizado».
Le Bon distingue un prestigio adquirido o artificial y un prestigio
personal. El primero que da conferido a las personas, por su nombre,
sus riquezas o su honorabilidad, y a las doctrinas y a las obras de
arte, por la tradición.
Dado que posee siempre su origen en el pasado, no nos facilita lo más
mínimo la comprensión de esta misteriosa influencia. El prestigio personal
es adorno de que muy pocos gozan, pero estos pocos se imponen por el
mismo hecho de poseerlo, como jefes, y se hacen obedecer cual si poseyeran
un mágico talismán. De todos modos y cualquiera que sea su naturaleza,
el prestigio depende siempre del éxito y desaparece ante el fracaso.
No puede por menos de observarse que las consideraciones de Le Bon sobre
los directores de multitudes y la naturaleza del prestigio no se hallan
a la altura de su brillante descripción del alma colectiva.
OTRAS CONCEPCIONES DE LA VIDA ANÍMICA COLECTIVA
Hemos utilizado como punto de partida la exposición de Gustavo Le Bon
por coincidir considerablemente con nuestra psicología en la acentuación
de la vida anímica inconsciente. Mas ahora hemos de añadir, que en realidad,
ninguna de las afirmaciones de este autor nos ofrece algo nuevo.
Su despectiva apreciación de las manifestaciones del alma colectiva
ha sido expresada ya en términos igualmente precisos y hostiles, por
otros autores y repetida, desde las épocas más remotas de la literatura,
por un sinnúmero de pensadores, poetas y hombres de Estado. Los dos
principios que contienen los puntos de vista más importantes de Le Bon,
el de la inhibición colectiva de la función intelectual y el de la intensificación
de la afectividad en la multitud, fueron formulados poco tiempo antes
por Sighele. Así, pues, lo único privativo de Le Bon es su concepción
de lo inconsciente y la comparación con la vida psíquica de los primitivos,
aunque tampoco en estos puntos haya carecido de precursores.
Pero aún hay más: la descripción y la apreciación que Le Bon y otros
hacen del alma colectiva, no han permanecido libres de objeciones. Sin
duda, todos los fenómenos antes descritos del alma colectiva han sido
exactamente observados, pero también es posible oponerles otras manifestaciones
de las formaciones colectivas, contrarias por completo a ellos y susceptibles
de sugerir una más alta valoración del alma de las multitudes.
El mismo Le Bon se nos muestra ya dispuesto a conceder que en determinadas
circunstancias, la moralidad de las multitudes puede resultar más elevada
que la de los individuos que la componen, y que sólo las colectividades
son capaces de un gran desinterés y un alto espíritu de sacrificio.
«El interés personal, que constituye casi el único móvil de acción del
individuo aislado, no se muestra en las masas como elemento dominante
sino en muy contadas ocasiones».
Otros autores hacen resaltar el hecho de ser la sociedad la que impone
las normas de la moral al individuo, incapaz en general de elevarse
hasta ellas por sí solo, o afirman que en circunstancias excepcionales,
surge en la colectividad el fenómeno del entusiasmo, el cual ha capacitado
a las multitudes para los actos más nobles y generosos.
Por lo que respecta a la producción intelectual, está, en cambio, demostrado,
que las grandes creaciones del pensamiento, los descubrimientos capitales
y las soluciones decisivas de grandes problemas, no son posibles sino
al individuo aislado que labora en la soledad. No obstante, también
el alma colectiva es capaz de dar vida a creaciones espirituales de
un orden genial, como lo prueban, en primer lugar, el idioma, y después,
los cantos populares, el folklore, etcétera. Habría además de precisarse
cuánto deben el pensador y el poeta a los estímulos de la masa y si
son realmente algo más que los perfeccionadores de una labor anímica
en la que los demás han colaborado simultáneamente.
En presencia de estas contradicciones aparentemente irreductibles parece
que la labor de la psicología colectiva ha de resultar estéril. Sin
embargo, no es difícil encontrar un camino lleno de esperanzas. Probablemente
se ha confundido bajo la denominación genérica de «multitudes», a formaciones
muy diversas, entre las cuales es necesario establecer una distinción.
Los datos de Sighele, Le Bon y otros, se refieren a masas de existencia
pasajera, constituídas rápidamente por la asociación de individuos movidos
por un interés común, pero muy diferentes unos de otros. Es innegable
que los caracteres de las masas revolucionarias, especialmente de las
de la Revolución Francesa, han influído en su descripción. En cambio,
las afirmaciones opuestas se derivan de la observación de aquellas otras
masas estables o asociaciones permanentes, en las cuales pasan los hombres
toda su vida y que toman cuerpo en la instituciones sociales. Las multitudes
de la primera categoría son, con respecto a las de la segunda, lo que
las olas breves, pero altas, a la inmensa superficie del mar.
Mc. Dougall, que en su libro «The Group Mind» (Cambridge, 1920), parte
de la misma contradicción antes señalada, la resuelve introduciendo
el factor «organización». En el caso más sencillo -dice- la masa (group)
no posee organización ninguna o sólo una organización rudimentaria.
A esta masa desorganizada, le da el nombre de «multitud» (crowd). Sin
embargo, confiesa que ningún grupo humano puede llegar a formarse sin
un cierto comienzo de organización y que precisamente en estas masas
simples y rudimentarias es en las que más fácilmente pueden observarse
algunos de los fenómenos fundamentales de la psicología colectiva. Para
que los miembros accidentalmente reunidos de un grupo humano lleguen
a formar algo semejante a una masa, en el sentido psicológico de la
palabra, es condición necesaria que entre los individuos exista algo
común, que un mismo interés les enlace a un mismo objeto, que experimenten
los mismos sentimientos en presencia de una situación dada y (por consiguiente,
añadiría yo) que posean, en una cierta medida, la facultad de influir
unos sobre otros («some degree of reciprocal influence between the members
of the group»). Cuanto más enérgica es esta homogeneidad mental, más
fácilmente formarán los individuos una masa psicológica y más evidentes
serán las manifestaciones de un alma colectiva.
El fenómeno más singular y al mismo tiempo más importante de la formación
de la masa consiste en la exaltación o intensificación de la emotividad
en los individuos que la integran. Puede decirse -opina Mc. Dougall-
que no existen otras condiciones en las que los afectos humanos alcancen
la intensidad a la que llegan en la multitud. Además, los individuos
de una multitud experimentan una voluptuosa sensación al entregarse
ilimitadamente a sus pasiones y fundirse en la masa perdiendo el sentimiento
de su delimitación individual. Mc Dougall explica esta absorción del
individuo por la masa atribuyéndola a lo que él denomina «el principio
de la inducción directa de las emociones por medio de la reacción simpática
primitiva», esto es, a aquello que con el nombre de contagio de los
afectos nos es ya conocido a nosotros los psicoanalistas. El hecho es,
que la percatación de los signos de un estado afectivo es susceptible
de provocar automáticamente el mismo afecto en el observador. Esta obsesión
automática es tanto más intensa cuanto mayor es el número de las personas
en las que se observa simultáneamente el mismo afecto. Entonces, el
individuo llega a ser incapaz de mantener una actitud crítica y se deja
invadir por la misma emoción. Pero al compartir la excitación de aquellos
cuya influencia ha actuado sobre él, aumenta a su vez la de los demás,
y de este modo, se intensifica por inducción recíproca la carga afectiva
de los individuos integrados en la masa. Actúa aquí, innegablemente,
algo como una obsesión, que impulsa al individuo a imitar a los demás
y a conservarse a tono con ellos. Cuanto más groseras y elementales
son las emociones, más probabilidades presentan de propagarse de este
modo en una masa.
Este mecanismo de la intensificación afectiva queda favorecido por varias
otras influencias emanadas de la multitud. La masa da al individuo la
impresión de un poder ilimitado y de un peligro invencible. Sustituye,
por el momento, a la entera sociedad humana, encarnación de la autoridad,
cuyos castigos se han tenido y por la que nos imponemos tantas restricciones.
Es evidentemente peligroso situarse enfrente de ella, y para garantizar
la propia seguridad, deberá cada uno seguir el ejemplo que observa en
derredor suyo, e incluso, si es preciso, llegar a «aullar con los lobos».
Obedientes a la nueva autoridad, habremos de hacer callar a nuestra
conciencia anterior y ceder así a la atracción del placer que seguramente
alcanzaremos por la cesación de nuestras inhibiciones. No habrá, pues,
de asombrarnos, que el individuo integrado en una masa realice o apruebe
cosas de las que se hubiera alejado en las condiciones ordinarias de
su vida, e incluso podemos esperar que este hecho nos permita proyectar
alguna luz en las tinieblas de aquello que designamos en la enigmática
palabra «sugestión».
Mc. Dougall no niega tampoco el principio de la inhibición colectiva
de la inteligencia en la masa. Opina que las inteligencias inferiores
atraen a su propio nivel a las superiores. Estas últimas ven estorbada
su actividad porque la intensificación de la afectividad crea, en general,
condiciones desfavorables para el trabajo intelectual; en segundo lugar,
porque los individuos, intimidados por la multitud, ven coartado dicho
trabajo, y en tercero, porque encada uno de los individuos integrados
en la masa queda disminuida la conciencia de la responsabilidad.
El juicio de conjunto que Mc. Dougall formula sobre la función psíquica
de las multitudes simples «desorganizadas» no es mucho más favorable
que el de Le Bon. Para él, una tal masa es sobremanera excitable, impulsiva,
apasionada, versátil, inconsecuente, indecisa y al mismo tiempo inclinada
a llegar en su acción a los mayores extremos, accesible sólo a las pasiones
violentas y a los sentimientos elementales, extraordinariamente fácil
de sugestionar, superficial en sus reflexiones, violenta en sus juicios,
capaz de asimilarse tan sólo los argumentos y conclusiones más simples
e imperfectos, fácil de conducir y conmover. Carece de todo sentimiento
de responsabilidad y respetabilidad, y se halla siempre pronta a dejarse
arrastrar por la conciencia de su fuerza hasta violencias propias de
un poder absoluto e irresponsable. Se comporta, pues, como un niño mal
educado o como un salvaje apasionado y no vigilado en una situación
que no le es familiar. En los casos más graves, se conduce más bien
como un rebaño de animales salvajes que como una reunión de seres humanos.
Dado que Mc. Dougall opone a esta actitud la de las multitudes que poseen
una organización superior, esperaremos con impaciencia averiguar en
qué consiste tal organización y cuáles son los factores que favorecen
su establecimiento. El autor enumera cinco de estos factores capitales,
cinco «condiciones principales» necesarias para elevar el nivel de la
vida psíquica de la multitud.
La primera condición -y la esencial- consiste en una cierta medida de
continuidad en la composición de la masa. Esta continuidad puede ser
material o formal; lo primero, cuando las mismas personas forman parte
de la multitud, durante un espacio de tiempo más o menos prolongado;
lo segundo, cuando dentro de la masa se desarrollan ciertas situaciones
que son ocupadas sucesivamente por personas distintas.
En segundo lugar, es necesario que cada uno de los individuos de la
masa se haya formado una determinada idea de la naturaleza, la función,
la actividad y las aspiraciones de la misma, idea de la que se derivará
para él una actitud afectiva con respecto a la totalidad de la masa.
En tercer lugar, es preciso que la masa se halle en relación con otras
formaciones colectivas análogas, pero diferentes, sin embargo, en diversos
aspectos, e incluso que rivalicen con ella.
La cuarta condición es que la masa posea tradiciones, usos e instituciones
propias, relativas, sobre todo, a las relaciones recíprocas de sus miembros.
Por último, la quinta condición es que la multitud posea una organización
que se manifieste en la especialización y diferenciación de las actividades
de cada uno de sus miembros.
El cumplimiento de estas condiciones haría desaparecer, según Mc. Dougall,
los defectos psíquicos de la formación colectiva. La disminución colectiva
del nivel intelectual se evitaría quitando a la multitud la solución
de los Problemas intelectuales, para confiarla a los individuos.
A nuestro juicio, la condición que Mc. Dougall designa con el nombre
de «organización» de la multitud, podría ser descrita, más justificadamente,
en una forma distinta. Tratase crear en la masa las facultades precisamente
características del individuo y que éste ha perdido a consecuencia de
su absorción por la multitud. El individuo poseía, desde luego, antes
de incorporarse a la masa primitiva, su continuidad, su conciencia,
sus tradiciones y costumbres, su peculiar campo de acción y su modalidad
especial de adaptación, y se mantenía separado de otros con los cuales
rivalizaba. Todas estas cualidades las ha perdido temporalmente por
su incorporación a la multitud «no organizada». Esta tendencia a dotar
a la multitud de los atributos del individuo, nos recuerda la profunda
observación de W. Trotter, que ve, en la tendencia a la formación de
masas, una expresión biológica de la estructura policelular de los organismos
superiores.
IV
SUGESTIÓN Y LIBIDO
Hemos partido del hecho fundamental de que el individuo integrado en
una masa, experimenta, bajo la influencia de la misma, una modificación,
a veces muy profunda, de su actividad anímica. Su afectividad queda
extraordinariamente intensificada y, en cambio, notablemente limitada
su actividad intelectual. Ambos procesos tienden a igualar al individuo
con los demás de la multitud, fin que sólo puede ser conseguido por
la supresión de las inhibiciones peculiares a cada uno y la renuncia
a las modalidades individuales y personales de las tendencias.
Hemos visto que estos efectos, con frecuencia indeseables, pueden quedar
neutralizados, al menos en parte, por una «organización» superior de
las masas, pero esta posibilidad deja en pie hecho fundamental de la
psicología colectiva, esto es, la elevación de la afectividad y la coerción
intelectual en la masa primitiva. Nuestra labor se encaminará, pues,
a hallar la explicación psicológica de la modificación psíquica que
la influencia de la masa impone al individuo.
Evidentemente, la intervención de factores racionales, como la intimidación
del individuo por la multitud, o sea, la acción de su instinto de conservación,
no basta para explicar los fenómenos observados. Aquello que fuera de
esto nos ofrecen, a título explicativo, las autoridades en sociología
y psicología de las masas, se reduce siempre, aunque presentando bajo
diversos nombres, a la misma cosa, resumida en la mágica palabra «sugestión».
Uno de estos autores -Tarde- habla de imitación, mas por nuestra parte
suscribimos sin reserva la opinión de Brugeilles, que considera integrada
la imitación en el concepto de sugestión, como una consecuencia de la
misma. Le Bon reduce todas las singularidades de los fenómenos sociales,
a dos factores: la sugestión recíproca de los individuos y el prestigio
del caudillo. Pero el prestigio no se exterioriza precisamente sino
por la facultad de provocar la sugestión. Leyendo a Mc. Dougall, pudimos
experimentar, durante algunos momentos, la impresión de que su principio
de la «inducción afectiva primaria» permitía prescindir de la hipótesis
de la sugestión. Pero reflexionando más detenidamente, hemos de reconocer
que este principio no expresa sino los conocidos fenómenos de la «imitación»
o el «contagio», aunque acentuando decididamente el factor afectivo.
Es indudable que existe en nosotros una tal tendencia a experimentar
aquellos afectos cuyos signos observamos en otros, pero, ¿cuántas veces
nos resistimos victoriosamente a ella, rechazando el afecto e incluso
reaccionando de un modo completamente opuesto? Y siendo así, ¿por qué
nos entregamos siempre, en cambio, al contagio, cuando formamos parte
integrante de la masa? Habremos de decirnos nuevamente, que es la influencia
sugestiva de la masa la que nos obliga a obedecer a esta tendencia a
la imitación e induce en nosotros el afecto. Pero, aun dejando aparte
todo esto, tampoco nos permite Mc. Dougall prescindir de la sugestión,
pues como otros muchos autores, nos dice que las masas se distinguen
por una especial sugestibilidad.
De este modo, quedamos preparados a admitir que la sugestión (o más
exactamente, la sugestibilidad) es un fenómeno primario irreducible,
un hecho fundamental de la vida anímica humana. Así opinaba Bernheim,
de cuyos asombrosos experimentos fui testigo presencial en 1889. Pero
recuerdo también haber experimentado por entonces, una oscura animosidad
contra tal tiranía de la sugestión. Cuando oía a Bernheim interpelar
a un enfermo poco dócil con las palabras: «¿Qué hace usted? ¡Vous vous
contresuggestionnez!» -me decía que aquello constituía una injusticia
y una violencia. El sujeto poseía un evidente derecho a «contrasugestionarse»
cuando se le intentaba dominar por medio de sugestiones. Esta resistencia
mía tomó después la forma de una rebelión contra el hecho de que la
sugestión, que todo lo explicaba, hubiera de carecer por sí misma de
explicación, y me repetí, refiriéndome a ella, la antigua pregunta chistosa:
«Christoph trug Christum,
Christus trug die ganze Welt,
Sag', wo hat Christoph
Damals in den Fuß gestellt?
Christophorus Christum, sed Christus sustulit orbem:
Constiterit pedibus dic ubi Christophorus?
Ahora, cuando después de treinta años de alejamiento, vuelvo a aproximarme
al enigma de la sugestión, encuentro que nada ha cambiado en él, salvo
una única excepción, que testimonia precisamente de la influencia del
psicoanálisis. Observo, en efecto, en los investigadores, un empeño
particular por formular correctamente el concepto de la sugestión, esto
es, por fijar convencionalmente el uso de este término. No es esto,
desde luego, nada superfluo, pues la palabra «sugestión» va adquiriendo
con el uso una significación cada vez más imprecisa y pronto acabará
por designar una influencia cualquiera, como ya sucede en inglés, idioma
en el que las palabras «to suggest» y «suggestion» corresponden a las
nuestras «nahelegen» (incitar) y «Anregung» (estímulo). Pero sobre la
esencia de la sugestión, esto es, sobre las condiciones en las cuales
se establecen influencias carentes de un fundamento lógico suficiente,
no se ha dado aun esclarecimiento ninguno. Podría robustecer esta afirmación
mediante análisis de las obras publicadas sobre la materia en los últimos
treinta años, pero prescindo de hacerlo por constarme que en sector
próximo al de mi actividad, se prepara una minuciosa investigación sobre
este tema.
En cambio, intentaremos aplicar al esclarecimiento de la psicología
colectiva, el concepto de la libido, que tan buenos servicios nos ha
prestado ya en el estudio de la psiconeurosis.
Libido es un término perteneciente a la teoría de la afectividad. Designamos
con él la energía -considerada como magnitud cuantitativa, aunque por
ahora no mensurable- de los instintos relacionados con todo aquello
susceptible de ser comprendido bajo el concepto de amor. El nódulo de
lo que nosotros denominamos amor se halla constituido, naturalmente,
por lo que en general se designa con tal palabra y es cantado por los
poetas, esto es, por el amor sexual, cuyo último fin es la cópula sexual.
Pero en cambio, no separamos de tal concepto aquello que participa del
nombre de amor, o sea, de una parte, el amor del individuo a sí propio,
y de otra, el amor paterno y el filial, la amistad y el amor a la humanidad
en general, a objetos concretos o a ideas abstractas. Nuestra justificación
está en el hecho de que la investigación psicoanalítica nos ha enseñado
que todas estas tendencias constituyen la expresión de los mismos movimientos
instintivos que impulsan a los sexos a la unión sexual, pero que en
circunstancias distintas son desviados de este fin sexual o detenidos
en la consecución del mismo, aunque conservando de su esencia lo bastante
para mantener reconocible su identidad. (Abnegación, tendencia a la
aproximación).
Creemos, pues, que con la palabra «amor», en sus múltiples acepciones,
ha creado el lenguaje una síntesis perfectamente justificada y que no
podemos hacer nada mejor que tomarla como base de nuestras discusiones
y exposiciones científicas. Con este acuerdo ha desencadenado el psicoanálisis
una tempestad de indignación, como si se hubiera hecho culpable de una
innovación sacrílega. Y, sin embargo, con esta concepción «amplificada»
del amor, no ha creado el psicoanálisis nada nuevo. El «Eros» de Platón
presenta, por lo que respecta a sus orígenes, a sus manifestaciones
y a su relación con el amor sexual una perfecta analogía con la energía
amorosa, esto es, con la libido, del psicoanálisis, coincidencia cumplidamente
demostrada por Nachmansohn y Pfister en interesantes trabajos, y cuando
el apóstol Pablo alaba el amor en su famosa «Epístola a los corintios»
y lo sitúa sobre todas las cosas, lo concibe seguramente en el mismo
sentido «amplificado», de donde resulta que los hombres no siempre toman
en serio a sus grandes pensadores, aunque aparentemente los admiren
mucho.
Estos instintos eróticos son denominados en psicoanálisis a potiori
y en razón a su origen, instintos sexuales. La mayoría de los hombres
«cultos» ha visto en esta denominación una ofensa y ha tomado venganza
de ella lanzando contra el psicoanálisis la acusación de «pansexualismo».
Aquellos que consideran la sexualidad como algo vergonzoso y humillante
para la naturaleza humana pueden servirse de los términos «Eros» y «Erotismo»,
más distinguidos. Así lo hubiera podido hacer también yo desde un principio,
cosa que me hubiera ahorrado numerosas objeciones. Pero no lo he hecho
porque no me gusta ceder a la pusilanimidad. Nunca se sabe adónde puede
llevarle a uno tal camino; se empieza por ceder en las palabras y se
acaba a veces por ceder en las cosas. No encuentro mérito ninguno en
avergonzarme de la sexualidad. La palabra griega Eros, con la que se
quiere velar lo vergonzoso, no es en fin de cuentas, sino la traducción
de nuestra palabra Amor. Además, aquel que sabe esperar no tiene necesidad
de hacer concesiones.
Intentaremos, pues, admitir la hipótesis de que en la esencia del alma
colectiva existen también relaciones amorosas (o para emplear una expresión
neutra, lazos afectivos). Recordemos que los autores hasta ahora citados
no hablan ni una sola palabra de esta cuestión. Aquello que corresponde
a estas relaciones amorosas aparece oculto en ellos detrás de la sugestión.
Nuestra esperanza se apoya en dos ideas. Primeramente, la de que la
masa tiene que hallarse mantenida en cohesión por algún poder. ¿Y a
qué poder resulta factible atribuir tal función sino es al Eros que
mantiene la cohesión de todo lo existente? En segundo lugar, la de que
cuando el individuo englobado en la masa renuncia a lo que le es personal
y se deja sugestionar por los otros, experimentamos la impresión de
que lo hace por sentir en él la necesidad de hallarse de acuerdo con
ellos y no en oposición a ellos, esto es, por «amor a los demás».
V
DOS MASAS ARTIFICIALES: LA IGLESIA Y EL EJÉRCITO
Por lo que respecta a la morfología de las masas, recordaremos que podemos
distinguir muy diversas variedades, y direcciones muy divergentes e
incluso opuestas en su formación y constitución. Existen, en efecto,
multitudes efímeras y otras muy duraderas; homogéneas, esto es, compuestas
de individuos semejantes, y no homogéneas; naturales y artificiales
o necesitadas de una coerción exterior; primitivas y diferenciadas,
con un alto grado de organización. Mas por razones que luego irán apareciendo,
insistiremos aquí particularmente en una diferenciación a la que los
autores no han concedido aún atención suficiente. Me refiero a la de
aquellas masas que carecen de directores y las que, por el contrario,
los poseen. Y en completa oposición con la general costumbre adoptada,
no elegiremos como punto de partida de nuestras investigaciones una
formación colectiva y relativamente simple, sino masas artificiales,
duraderas y altamente organizadas.
La Iglesia y el Ejército son masas artificiales, esto es, masas sobre
las que actúa una coerción exterior encaminada a preservarlas de la
disolución y a evitar modificaciones de su estructura. En general, no
depende de la voluntad del individuo entrar o no a formar parte de ellas,
y una vez dentro, la separación se halla sujeta a determinadas condiciones
cuyo incumplimiento es rigurosamente castigado. La cuestión de saber
por qué estas asociaciones precisan de semejantes garantías no nos interesa
por el momento, y sí, en cambio, la circunstancia de que estas multitudes,
altamente organizadas y protegidas en la forma indicada, contra la disgregación,
nos revelan determinadas particularidades que en otras se mantienen
ocultas o disimuladas.
En la Iglesia -y habrá de sernos muy ventajoso tomar como nuestra la
Iglesia católica- y en el Ejército, reina, cualesquiera que sean sus
diferencias en otros aspectos, una misma ilusión: la ilusión de la presencia
visible o invisible de un jefe (Cristo, en la iglesia católica, y el
general en jefe en el Ejército), que ama con igual amor a todos los
miembros de la colectividad. De esta ilusión depende todo, y su desvanecimiento
traería consigo la disgregación de la Iglesia o del Ejército, en la
medida en que la coerción exterior lo permitiese. El igual amor de Cristo
por sus fieles todos, aparece claramente expresado en las palabras:
«De cierto os digo, que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos
pequeñitos, a mí lo hicisteis». Para cada uno de los individuos que
componen la multitud creyente, es Cristo un bondadoso hermano mayor,
una sustitución del padre. De este amor de Cristo se derivan todas las
exigencias de que se hace objeto al individuo creyente, y el aliento
democrático que anima a la Iglesia depende de la igualdad de todos los
fieles ante Cristo y de su idéntica participación en el amor divino.
No sin una profunda razón se compara la comunidad cristiana a una familia
y se consideran los fieles como hermanos en Cristo, esto es, como hermanos
por el amor que Cristo les profesa. En el lazo que une a cada individuo
con Cristo hemos de ver indiscutiblemente la causa del que une a los
individuos entre sí. Análogamente sucede en el Ejército. El jefe es
el padre que ama por igual a todos sus soldados, razón por la cual son
éstos camaradas unos de otros. Desde el punto de vista de la estructura,
el Ejército se distingue de la Iglesia en el hecho de hallarse compuesto
por una jerarquía de masas de este orden. Cada capitán es el general
en jefe y el padre de su compañía, y cada suboficial, de su sección.
La Iglesia presenta asimismo una tal jerarquía, pero que no desempeña
ya en ella el mismo papel económico, pues ha de suponerse que Cristo
conoce mejor a sus fieles que el general a sus soldados y se ocupa más
de ellos.
Contra esta concepción de la estructura libidinosa del Ejército se objetará,
con razón, que prescinde en absoluto de las ideas de patria, de gloria
nacional, etc., tan importantes para la cohesión del Ejército. En respuesta
a tal objeción, alegaremos que se trata de un caso distinto y mucho
menos sencillo de formación colectiva, y que los ejemplos de grandes
capitanes, tales como César, Wallenstein y Napoleón, demuestran que
dichas ideas no son indispensables para el mantenimiento de la cohesión
de un Ejército. Más tarde, trataremos brevemente de la posible sustitución
del jefe por una idea directora y de las relaciones entre esta y aquél.
La negligencia de este factor libidinoso en el Ejército, parece constituir,
incluso en aquellos casos en los que no es el único que actúa, no sólo
un error teórico sino también un peligro práctico. El militarismo prusiano,
tan antipsicológico como la ciencia alemana, ha experimentado quizá
las consecuencias de un tal error, en la gran guerra. Las neurosis de
guerra que disgregaron el Ejército alemán, representaban una protesta
del individuo contra el papel que le era asignado en el Ejército, y
según las comunicaciones de E. Simmel, puede afirmarse que la rudeza
con que los jefes trataban a sus hombres, constituyó una de las principales
causas de tales neurosis.
Si se hubiera atendido más a la mencionada aspiración libidinosa del
soldado, no habrían encontrado, probablemente, tan fácil crédito, las
fantásticas promesas de los catorce puntos del presidente americano,
y los jefes militares alemanes, artistas de la guerra, no hubiesen visto
quebrarse entre sus manos el magnífico instrumento de que disponían.
Habremos de tener en cuenta, que en las dos masas artificiales de que
venimos tratando -la Iglesia y el Ejército- se halla el individuo doblemente
ligado por lazos libidinosos; en primer lugar, al jefe (Cristo o el
general) y, además, a los restantes individuos de la colectividad. Más
adelante investigaremos las relaciones existentes entre estos dos órdenes
de lazos, viendo si son o no de igual naturaleza y valor y cómo pueden
ser descritos psicológicamente. Pero desde ahora creemos poder reprochar
ya a los autores no haber atendido suficientemente a la importancia
del director para la psicología de la masa. En cambio, nosotros nos
hemos situado en condiciones más favorables, por la elección de nuestro
primer objeto de investigación, y creemos haber hallado el camino que
ha de conducirnos a la explicación del fenómeno fundamental de la psicología
colectiva, o sea, de la carencia de libertad del individuo integrado
en una multitud. Si cada uno de tales individuos se halla ligado, por
sólidos lazos afectivos, a dos centros diferentes, no ha de sernos difícil
derivar de esta situación la modificación y la limitación de su personalidad,
generalmente observadas.
El fenómeno del pánico, observable en las masas militares con mayor
claridad que en ninguna otra formación colectiva, nos demuestra también,
que la esencia de multitud consiste en los lazos libidinosos existentes
en ella. El pánico se produce cuando una tal multitud comienza a disgregarse
y se caracteriza por el hecho de que las órdenes de los jefes dejan
de ser obedecidas, no cuidándose ya cada individuo sino de sí mismo,
sin atender para nada a los demás. Rotos así los lazos recíprocos, surge
un miedo inmenso e insensato. Naturalmente, se nos objetará aquí, que
invertimos el orden de los fenómenos y que es el miedo el que al crecer
desmesuradamente se impone a toda clase de lazos y consideraciones.
Mc. Dougall ha llegado incluso a utilizar el caso del pánico (aunque
no del militar) como ejemplo modelo de su teoría de la intensificación
de los afectos por contagio (primary induction). Pero esta explicación
racionalista es absolutamente insatisfactoria, pues lo que se trata
de explicar es precisamente por qué el miedo ha llegado a tomar proporciones
tan gigantescas. Ello no puede atribuirse a la magnitud del peligro,
pues el mismo Ejército que en un momento dado sucumbe al pánico, puede
haber arrostrado impávido, en otras ocasiones próximas, peligros mucho
mayores, y la esencia del pánico está precisamente, en carecer de relación
con el peligro que amenaza, y desencadenarse, a veces, por causas insignificantes.
Cuando el individuo integrado en una masa en la que ha surgido el pánico,
comienza a no pensar más que en sí mismo, demuestra con ello haberse
dado cuenta del desgarramiento de los lazos afectivos que hasta entonces
disminuían a sus ojos el peligro. Ahora que se encuentra ya aislado
ante él, tiene que estimarlo mayor. Resulta, pues, que el miedo pánico
presupone el relajamiento de la estructura libidinosa de la masa y constituye
una justificada reacción al mismo, siendo errónea la hipótesis contraria
de que los lazos libidinosos de la masa, quedan destruidos por el miedo
ante el peligro.
Estas observaciones no contradicen la afirmación de que el miedo colectivo
crece hasta adquirir inmensas proporciones bajo la influencia de la
inducción (contagio). Esta teoría de Mc. Dougall resulta exacta en aquellos
casos en los que el peligro es realmente grande y no existen en la masa
sólidos lazos afectivos, circunstancias que se dan, por ejemplo, cuando
en un teatro o una sala de reuniones estalla un incendio. Pero el caso
más instructivo y mejor adaptado a nuestros fines es el de un Cuerpo
de Ejército invadido por el pánico ante un peligro que no supera la
medida ordinaria y que ha sido afrontado otras veces con perfecta serenidad.
Por cierto que la palabra «pánico» no posee una determinación precisa
e inequívoca. A veces se emplea para designar el miedo colectivo, otras
es aplicada al miedo individual, cuando el mismo supera toda medida,
y otras, por, último, parece reservada a aquellos casos en los que la
explosión del miedo no se muestra justificada por las circunstancias.
Dándole el sentido de «miedo colectivo», podremos establecer una amplia
analogía. El miedo del individuo puede ser provocado por la magnitud
del peligro o por la ruptura de lazos afectivos (localizaciones de la
libido). Este último caso es el de la angustia neurótica. Del mismo
modo, se produce el pánico por la intensificación del peligro que a
todos amenaza o por la ruptura de los lazos afectivos que garantizaban
la cohesión de la masa, y en este último caso, la angustia colectiva
presenta múltiples analogías con la angustia neurótica.
Viendo, como Mc. Dougall, en el pánico, una de las manifestaciones más
características del «group mind», se llega a la paradoja de que este
alma colectiva se disolvería por sí misma en una de sus exteriorizaciones
más evidentes, pues es indudable que el pánico significa la disgregación
de la multitud, teniendo por consecuencia, la cesación de todas las
consideraciones que antes se guardaban recíprocamente los miembros de
la misma.
La causa típica de la explosión de un pánico es muy análoga a la que
nos ofrece Nestroy en su parodia del drama «Judith y Holofernes» de
Hebbel. En esta parodia, grita un guerrero: «El jefe ha perdido la cabeza»,
y todos los asirios emprenden la fuga. Sin que el peligro aumente, basta
la pérdida del jefe -en cualquier sentido- para que surja el pánico.
Con el lazo que les ligaba al jefe desaparecen generalmente los que
ligaban a los individuos entre sí y la masa se pulveriza como un frasquito
boloñés al que se le rompe la punta.
La disgregación de una masa religiosa resulta ya más difícil de observar.
Recientemente, he tenido ocasión de leer una novela inglesa de espíritu
católico y recomendada por el obispo de Londres -«When it was dark»-,
en la que se describe, con tanta destreza a mi juicio, como exactitud,
una tal eventualidad y sus consecuencias. El autor imagina una conspiración,
urdida en nuestros días, por enemigos de la persona de Cristo y de la
fe cristiana, que pretenden haber conseguido descubrir en Jerusalén
un sepulcro con una inscripción en la cual confiesa José de Arimatea
haber substraído, por razones piadosas, tres días después de su entierro,
el cadáver de Cristo; trasladándolo de su primer enterramiento a aquel
otro. Este descubrimiento arqueológico significa la ruina de los dogmas
de la resurrección de Cristo y de su naturaleza divina y trae consigo
la conmoción de la cultura europea y un incremento extraordinario de
todos los crímenes y violencias, hasta el día en que la conspiración
tramada por los falsarios es descubierta y denunciada.
Lo que aparece en el curso de esta supuesta descomposición de la masa
religiosa, no es el miedo, para el cual falta todo pretexto, sino impulsos
egoístas y hostiles, a los que el amor común de Cristo hacia todos los
hombres había impedido antes manifestarse. Pero aun durante el reinado
de Cristo hay individuos que se hallan fuera de tales lazos afectivos:
aquellos que no forman parte de la comunidad de los creyentes, no aman
a Cristo ni son amados por él. Por este motivo, toda religión, aunque
se denomine religión de amor, ha de ser dura y sin amor para con todos
aquellos que no pertenezcan a ella. En el fondo, toda religión es una
tal religión de amor para sus fieles y en cambio, cruel e intolerante
para aquellos que no la reconocen. Por difícil que ello pueda sernos
personalmente, no debemos reprochar demasiado al creyente su crueldad
y su intolerancia, actitud que los incrédulos y los indiferentes podrán
adoptar sin tropezar con obstáculo ninguno psicológico. Si tal intolerancia
no se manifiesta hoy de un modo tan cruel y violento como en siglos
anteriores, no hemos de ver en ello una dulcificación de las costumbres
de los hombres. La causa se halla más bien en la indudable debilitación
de los sentimientos religiosos y de los lazos afectivos de ellos dependientes.
Cuando una distinta formación colectiva se sustituye a la religiosa,
como ahora parece conseguirlo la socialista, surgirá, contra los que
permanezcan fuera de ella, la misma intolerancia que caracterizaba las
luchas religiosas, y si las diferencias existentes entre las concepciones
científicas pudiesen adquirir a los ojos de las multitudes una igual
importancia, veríamos producirse, por las mismas razones, igual resultado.
VI
OTROS PROBLEMAS Y ORIENTACIONES
Hasta aquí, hemos investigado dos masas artificiales y hemos hallado
que aparecen dominadas por dos órdenes distintos de lazos afectivos,
de los cuales, los que enlazan a los individuos con el jefe, se nos
muestran como más decisivos -al menos para ellos- que los que enlazan
a los individuos entre sí.
Ahora bien, en la morfología de las masas, habría aún mucho que investigar
y describir. Habría que comenzar por establecer que una simple reunión
de hombres no constituye una masa mientras no se den en ella los lazos
antes mencionados, si bien tendríamos que confesar, al mismo tiempo,
que en toda reunión de hombres surge muy fácilmente la tendencia a la
formación de masa psicológica. Habríamos de prestar luego atención a
las diversas masas, más o menos permanentes, que se forman de un modo
espontáneo y estudiar las condiciones de su formación y de su descomposición.
Ante todo, nos interesaríamos particularmente por la diferencia entre
las masas que ostentan un director y aquellas que carecen de él. Así,
investigaríamos si las primeras no son las más primitivas y perfectas;
si en las segundas no puede hallarse sustituido el director por una
idea o abstracción (las masas religiosas, obedientes a una cabeza invisible;
constituirían el tipo de transición); y también si una tendencia o un
deseo susceptibles de ser compartidos por un gran número de personas,
no podrían constituir asimismo una tal sustitución. La abstracción podría,
a su vez, encarnar más o menos perfectamente en la persona de un director
secundario, y entonces se establecerían, entre el jefe y la idea, relaciones
muy diversas e interesantes. El director o la idea directora podrían
también revestir un carácter negativo, esto es, el odio hacia una persona
o una institución determinadas, podría actuar análogamente al afecto
positivo y provocar lazos afectivos semejantes. Asimismo, habríamos
de preguntarnos si el director es realmente indispensable para la esencia
de la masa, etcétera, etcétera.
Pero todas estas cuestiones, algunas de las cuales han sido ya estudiadas
en las obras de psicología colectiva, no consiguen apartar nuestro interés
de los problemas psicológicos fundamentales que la estructura de una
masa nos plantea. Y ante todo, surge en nosotros una reflexión que nos
muestra el camino más corto para llegar a la demostración de que la
característica de una masa se halla en los lazos libidinosos que la
atraviesan.
Intentaremos representarnos cómo se comportan los hombres mutuamente
desde el punto de vista afectivo. Según la célebre parábola de los puercoespines
ateridos (Schopenhauer «Parerga und Paralipomena», 2a parte, XXXI, «Gleichnisse
und Parabeln») ningún hombre soporta una aproximación demasiado íntima
a los demás.
«En un crudo día invernal, los puercoespínes de una manada se apretaron
unos contra otros para prestarse mutuo calor. Pero al hacerlo así, se
hirieron recíprocamente con sus púas, y hubieron de separarse. Obligados
de nuevo a juntarse, por el frío, volvieron a pincharse y a distanciarse.
Estas alternativas de aproximación y alejamiento duraron hasta que les
fue dado hallar una distancia media en la que ambos males resultaban
mitigados».
Conforme al testimonio del psicoanálisis, casi todas las relaciones
afectivas íntimas, de alguna duración, entre dos personas -el matrimonio,
la amistad, el amor paterno y el filial- dejan un depósito de sentimientos
hostiles, que precisa, para desaparecer, del proceso de la represión.
Este fenómeno se nos muestra más claramente cuando vemos a dos asociados
pelearse de continuo o al subordinado murmurar sin cesar contra su superior.
El mismo hecho se produce cuando los hombres se reúnen para formar conjuntos
más amplios. Siempre que dos familias se unen por un matrimonio, cada
una de ellas se considera mejor y más distinguida que la otra. Dos ciudades
vecinas serán siempre rivales y el más insignificante cantón mirará
con desprecio a los cantones limítrofes. Los grupos étnicos afines se
repelen recíprocamente; el alemán del Sur no puede aguantar al del Norte;
el inglés habla despectivamente del escocés y el español desprecia al
portugués. La aversión se hace más difícil de dominar cuanto mayores
son las diferencias y de este modo hemos cesado ya de extrañar la que
los galos experimentan por los germanos, los arios por los semitas y
los blancos por los hombres de color.
Cuando la hostilidad se dirige contra personas amadas decimos que se
trata de una ambivalencia afectiva y nos explicamos el caso, probablemente
de un modo demasiado racionalista, por los numerosos pretextos que las
relaciones muy íntimas ofrecen para el nacimiento de conflictos de intereses.
En los sentimientos de repulsión y de aversión que surgen sin disfraz
alguno contra personas extrañas con las cuales nos hallamos en contacto,
podemos ver la expresión de un narcisismo que tiende a afirmarse y se
conduce como si la menor desviación de sus propiedades y particularidades
individuales implicase una crítica de las mismas y una invitación a
modificarlas. Lo que no sabemos es por qué se enlaza una tan grande
sensibilidad a estos detalles de la diferenciación. En cambio, es innegable
que esta conducta de los hombres revela una disposición al odio y una
agresividad, a las cuales podemos atribuir un carácter elemental.
Pero toda esta intolerancia desaparece, fugitiva o duraderamente en
la masa. Mientras que la formación colectiva se mantiene, los individuos
se comportan como cortados por el mismo patrón; toleran todas las particularidades
de los otros, se consideran iguales a ellos y no experimentan el menor
sentimiento de aversión. Según nuestras teorías, una tal restricción
del narcisismo no puede ser provocada sino por un solo factor: por el
enlace libidinoso a otras personas. El egoísmo no encuentra un límite
más que en el amor a otros, el amor a objetos. Se nos preguntará aquí
si la simple comunidad de intereses, no habría de bastar por sí sola
y sin la intervención de elemento libidinoso alguno, para inspirar al
individuo tolerancia y consideración con respecto a los demás. A esta
objeción, responderemos, que en tal forma no puede producirse una limitación
permanente del narcisismo, pues en las asociaciones de dicho género,
la tolerancia durará tan sólo lo que dure el provecho inmediato producido
por la colaboración de los demás. Pero el valor práctico de esta cuestión
es menor de lo que pudiéramos creer, pues la experiencia ha demostrado,
que aun en los casos de simple colaboración, se establecen regularmente
entre los camaradas relaciones libidinosas, que van más allá de las
ventajas puramente prácticas extraídas por cada uno, de la colaboración.
En las relaciones sociales de los hombres volvemos a hallar aquellos
hechos que la investigación psicoanalítica nos ha permitido observar
en el curso del desarrollo de la libido individual. La libido se apoya
en la satisfacción de las grandes necesidades individuales y elige,
como primeros objetos, a aquellas personas que en ella intervienen.
En el desarrollo de la humanidad, como en el del individuo, es el amor
lo que ha revelado ser el principal factor de civilización, y aun quizá
el único, determinando el paso del egoísmo al altruismo. Y tanto el
amor sexual a la mujer, con la necesidad, de él derivada, de proteger
todo lo que era grato al alma femenina, como el amor desexualizado,
homosexual sublimado, por otros hombres, amor que nace del trabajo común.
Así, pues, cuando observamos que en la masa surgen restricciones del
egoísmo narcisista, inexistentes fuera de ella, habremos de considerar
tal hecho como una prueba de que la esencia de la formación colectiva
reposa en el establecimiento de nuevos lazos libidinosos entre los miembros
de la misma.
El problema que aquí se nos plantea, es el de cuál puede ser la naturaleza
de tales nuevos lazos afectivos. En la teoría psicoanalítica de las
neurosis, nos hemos ocupado hasta ahora, casi exclusivamente, de los
lazos que unen a aquellos instintos eróticos que persiguen aún fines
sexuales directos, con sus objetos correspondientes. En la multitud
no puede tratarse, evidentemente, de tales fines. Nos hallamos aquí
ante instintos eróticos que sin perder nada de su energía, aparecen
desviados de sus fines primitivos. Ahora bien, ya dentro de los límites
de la fijación sexual ordinaria a objetos, hemos observado fenómenos
que corresponden a una desviación del instinto de su fin sexual y los
hemos descrito como grados del estado amoroso, reconociendo que comportan
una cierta limitación del Yo. En las páginas que siguen, vamos a examinar
con particular atención estos fenómenos del enamoramiento, con la esperanza
-fundada, a nuestro juicio- de deducir de ellos conclusiones aplicables
a los lazos afectivos que atraviesan las masas. Además, quisiéramos
averiguar si esta clase de fijación a un objeto, tal como la observamos
en la vida sexual, es el único género existente de enlace afectivo a
otra persona o si habremos de tener en cuenta otros mecanismos. Ahora
bien, el psicoanálisis nos revela precisamente la existencia de estos
otros mecanismos del enlace afectivo al descubrirnos las identificaciones,
procesos aun insuficientemente conocidos y difíciles de describir, cuyo
examen va a mantenernos alejados durante algún tiempo, de nuestro tema
principal, la psicología colectiva.
VII
LA IDENTIFICACIÓN
La identificación es conocida al psicoanálisis como la manifestación
más temprana de un enlace afectivo a otra persona, y desempeña un importante
papel en la prehistoria del complejo de Edipo. El niño manifiesta un
especial interés por su padre; quisiera ser como él y reemplazarlo en
todo. Podemos, pues, decir, que hace, de su padre, su ideal. Esta conducta
no representa, en absoluto, una actitud pasiva o femenina con respecto
al padre (o al hombre en general), sino que es estrictamente masculina
y se concilia muy bien con el complejo de Edipo, a cuya preparación
contribuye.
Simultáneamente a esta identificación con el padre o algo más tarde,
comienza el niño a tomar a su madre como objeto de sus instintos libidinosos.
Muestra, pues, dos órdenes de enlaces, psicológicamente diferentes.
Uno, francamente sexual a la madre, y una identificación con el padre,
al que considera como modelo que imitar. Estos dos enlaces coexisten
durante algún tiempo sin influirse ni estorbarse entre sí. Pero a medida
que la vida psíquica tiende a la unificación van aproximándose, hasta
acabar por encontrarse y de esta confluencia nace el complejo de Edipo
normal. El niño advierte que el padre le cierra el camino hacia la madre,
y su identificación con él adquiere por este hecho, un matiz hostil,
terminando por fundirse en el deseo de sustituirle también cerca de
la madre. La identificación es, además, desde un principio, ambivalente,
y puede concretar, tanto en una exteriorización cariñosa como en el
deseo de supresión. Se comporta como una ramificación de la primera
fase, la fase oral, de la organización de la libido, durante la cual
el sujeto se incorporaba al objeto ansiado y estimado, comiéndoselo,
y al hacerlo así, lo destruía. Sabido es que el caníbal ha permanecido
en esta fase: ama a sus enemigos, esto es, gusta de ellos o los estima,
para comérselos, y no se come sino aquellos a quienes ama desde este
punto de vista.
Más tarde, perdemos de vista los destinos de esta identificación con
el padre. Puede suceder que el complejo de Edipo experimente una inversión,
o sea, que adoptando el sujeto una actitud femenina, se convierta el
padre en el objeto del cual esperan su satisfacción los instintos sexuales
directos, y en este caso, la identificación con el padre constituye
la fase preliminar de su conversión en objeto sexual. Este mismo proceso
preside la actitud de la hija con respecto a la madre.
No es difícil expresar en una fórmula esta diferencia entre la identificación
con el padre y la elección del mismo como objeto sexual. En el primer
caso, el padre es lo que se quisiera ser; en el segundo, lo que se quisiera
tener. La diferencia está, pues, en que el factor interesado sea el
sujeto o el objeto del Yo. Por este motivo, la identificación es siempre
posible antes de toda elección de objeto. Lo que ya resulta mucho más
difícil es construir una representación metapsicológica concreta de
esta diferencia. Todo lo que comprobamos es que la identificación aspira
a conformar el propio Yo análogamente al otro tomado como modelo.
En un síntoma neurótico, la identificación se enlaza a un conjunto más
complejo. Supongamos el caso de que la hija contrae el mismo síntoma
patológico que atormenta a la madre, por ejemplo una tos pertinaz. Pues
bien, esta identificación puede resultar de dos procesos distintos.
Puede ser, primeramente, la misma del complejo de Edipo, significando,
por lo tanto, el deseo hostil de sustituir a la madre, y entonces, el
síntoma expresa la inclinación erótica hacia el padre y realiza la sustitución
deseada, pero bajo la influencia directa de la conciencia de la culpabilidad:
«¿No querías ser tu madre? Ya lo has conseguido. Por lo menos, ya experimentas
sus mismos sufrimientos». Tal es el mecanismo completo de la formación
de síntomas histéricos.
Pero también puede suceder que el síntoma sea el mismo de la persona
amada (así, en nuestro «Fragmento del análisis de una histeria», imita
Dora la tos de su padre), y entonces habremos de describir la situación
diciendo, que la identificación ha ocupado el lugar de laelección de
objeto, transformándose ésta, por regresión, en una identificación.
Sabemos ya que la identificación representa la forma más temprana y
primitiva del enlace afectivo. En las condiciones que presiden la formación
de síntomas, y, por lo tanto, la represión, y bajo el régimen de los
mecanismos de lo inconsciente, sucede, con frecuencia, que la elección
de objeto deviene de nuevo identificación, absorbiendo el Yo las cualidades
del objeto. Lo singular es, que en estas identificaciones, copia el
Yo unas veces a la persona no amada, y otras en cambio, a la amada.
Tiene que parecernos también extraño, que en ambos casos, la identificación
no es sino parcial y altamente limitada, contentándose con tomar un
solo rasgo de la persona-objeto.
En un tercer caso, particularmente frecuente y significativo, de formación
de síntomas, la identificación se efectúa independientemente de toda
actitud libidinosa con respecto a la persona copiada. Cuando, por ejemplo,
una joven alumna de un pensionado recibe, de su secreto amor, una carta
que excita sus celos y a la cual reacciona con un ataque histérico,
algunas de sus amigas, conocedoras de los hechos, serán víctimas de
lo que pudiéramos denominar la infección psíquica y sufrirán, a su vez,
un igual ataque. El mecanismo al que aquí asistimos, es el de la identificación,
hecha posible por la actitud o la voluntad de colocarse en la misma
situación. Las demás pueden tener también una secreta intriga amorosa
y aceptar, bajo la influencia del sentimiento de su culpabilidad, el
sufrimiento con ella enlazado. Sería inexacto afirmar que es por simpatía
por lo que se asimilan el síntoma de su amiga. Por lo contrario, la
simpatía nace únicamente de la identificación, y prueba de ello es que
tal infección o imitación se produce igualmente en casos en los que
entre las dos personas existe menos simpatía que la que puede suponerse
entre dos condiscípulas de una pensión. Uno de los Yo ha advertido en
el otro una importante analogía en un punto determinado (en nuestro
caso se trata de un grado de sentimentalismo igualmente pronunciado);
inmediatamente, se produce una identificación en este punto, y bajo
la influencia de la situación patógena, se desplaza esta identificación
hasta el síntoma producido por el Yo imitado. La identificación por
medio del síntoma señala así el punto de contacto de los dos Yo, punto
de encuentro que debía mantenerse reprimido.
Las enseñanzas extraídas de estas tres fuentes pueden resumirse en la
forma que sigue: 1º, la identificación es la forma primitiva del enlace
afectivo de un objeto; 2º, siguiendo una dirección regresiva, se convierte
en sustitución de un enlace libidinoso a un objeto, como por introyección
del objeto en el Yo; y 3º, puede surgir siempre que el sujeto descubre
en sí, un rasgo común con otra persona que no es objeto de sus instintos
sexuales. Cuanto más importante sea tal comunidad, más perfecta y completa
podrá llegar a ser la identificación parcial y constituir así el principio
de un nuevo enlace.
Sospechamos ya que el enlace recíproco de los individuos de una masa
es de la naturaleza de una tal identificación, basada en una amplia
comunidad afectiva, y podemos suponer que esta comunidad reposa en la
modalidad del enlace con el caudillo. Advertimos también, que estamos
aún muy lejos de haber agotado el problema de la identificación y que
nos hallamos ante el proceso denominado «proyección simpática» (Einfühlung)
por la psicología, proceso del que depende, en su mayor parte, nuestra
comprensión del Yo de otras personas. Pero habiendo de limitarnos aquí
a las consecuencias afectivas inmediatas de la identificación, dejaremos
a un lado su significación para nuestra vida intelectual.
La investigación psicoanalítica, que también se ha ocupado ya, ocasionalmente,
de los difíciles problemas de la psicosis, ha podido comprobar la existencia
de la identificación en algunos otros casos, de difícil interpretación.
Expondremos aquí, detalladamente, dos de estos casos, a título de material
para nuestras ulteriores reflexiones.
La génesis del homosexualismo, es, con mucha frecuencia, la siguiente:
el joven ha permanecido fijado a su madre, en el sentido del complejo
de Edipo, durante un lapso mayor del ordinario y muy intensamente. Con
la pubertad, llega luego el momento de cambiar a la madre por otro objeto
sexual, y entonces se produce un súbito cambio de orientación: el joven
no renuncia a la madre, sino que se identifica con ella, se transforma
en ella y busca objetos susceptibles de reemplazar a su propio Yo y
a los que amar y cuidar como él ha sido amado y cuidado por su madre.
Es éste un proceso nada raro, que puede ser comprobado cuantas veces
se quiera y que, naturalmente, no depende en absoluto de las hipótesis
que puedan construirse sobre la fuerza impulsiva orgánica y los motivos
de tan súbita transformación. Lo más singular de esta identificación
es su amplitud. El Yo queda transformado en un orden importantísimo,
en el carácter sexual, conforme al modelo de aquel otro que hasta ahora
constituía su objeto, quedando entonces perdido o abandonado el objeto,
sin que de momento podamos entrar a discutir si el abandono es total
o permanece conservado el objeto en lo inconsciente. La sustitución
del objeto abandonado o perdido, por la identificación con él, o sea
la introyección de este objeto en el Yo, son hechos que ya conocemos,
habiendo tenido ocasión de observarlos directamente en la vida infantil.
Así, la «Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse» ha publicado
recientemente el caso de un niño, que entristecido por la muerte de
un gatito, declaró, a poco, ser él ahora dicho animal y comenzó a andar
en cuatro patas, negándose a comer en la mesa, etc..
El análisis de la melancolía, afección que cuenta entre sus causas más
evidentes la pérdida real o afectiva del objeto amado, nos ofrece otro
ejemplo de esta introyección del objeto. Uno de los principales caracteres
de estos casos es la cruel auto humillación del Yo, unida a una implacable
autocrítica y a los más amargos reproches. El análisis ha demostrado
que estos reproches y estas críticas se dirigen en el fondo, contra
el objeto, y representan la venganza que de él toma el Yo. La sombra
del objeto ha caído sobre el Yo, hemos dicho en otro lugar. La introyección
del objeto es aquí de una evidente claridad.
Pero estas melancolías nos muestran aún algo más, que puede sernos muy
importante para nuestras ulteriores consideraciones. Nos muestran al
Yo dividido en dos partes, una de las cuales combate implacablemente
a la otra. Esta otra es la que ha sido transformada por la introyección,
la que entraña el objeto perdido. Pero tampoco la parte que tan cruel
se muestra con la anterior nos es desconocida. Encierra en sí, la conciencia
moral, una instancia crítica localizada en el Yo y que también en épocas
normales se ha enfrentado críticamente con él mismo, aunque nunca tan
implacable e injustamente. Ya en otras ocasiones (con motivo del narcisismo,
de la tristeza y de la melancolía) hemos tenido que construir la hipótesis
de que en nuestro Yo se desarrolla una tal instancia, que puede separarse
del otro Yo y entrar en conflicto con él. A esta instancia le dimos
el nombre de «ideal del Yo» (Ichideal) y le adscribimos, como funciones,
la auto observación, la conciencia moral, la censura onírica y la influencia
principal en la represión. Dijimos también, que era la heredera del
narcisismo primitivo, en el cual el Yo infantil se bastaba a sí mismo,
y que poco a poco iba tomando, de las influencias del medio, las exigencias
que éste planteaba al Yo y que el mismo no siempre podía satisfacer,
de manera que cuando el hombre llegaba a hallarse descontento de sí
mismo, podía encontrar su satisfacción en el ideal del Yo, diferenciado
del Yo. Establecimos, además, que en el delirio de auto observación,
se hace evidente la descomposición de esta instancia, revelándosenos
así su origen en las influencias ejercidas sobre el sujeto por las autoridades
que han pesado sobre él, sus padres, en primer lugar. Pero no olvidamos
añadir que la distancia entre este ideal del Yo y el Yo actual es muy
variable, según los individuos, y que en muchos de ellos, no sobrepasa
tal diferenciación en el seno del Yo, los límites que presenta en el
niño.
Pero antes de poder utilizar estos materiales para la inteligencia de
la organización libidinosa de una masa, habremos de considerar algunas
otras relaciones recíprocas entre el objeto el Yo.
VIII
ENAMORAMIENTO E HIPNOSIS
El lenguaje usual permanece siempre fiel a una realidad cualquiera,
incluso en sus caprichos. Así, designa con el nombre de «amor» muy diversas
relaciones afectivas, que también nosotros reunimos teóricamente bajo
tal concepto; pero dejando en duda si este amor es el genuino y verdadero,
señala toda una escala de posibilidades dentro de los fenómenos amorosos,
escala que no ha de sernos difícil descubrir.
En un cierto número de casos, el enamoramiento no es sino un revestimiento
de objeto por parte de los instintos sexuales, revestimiento encaminado
a lograr una satisfacción sexual directa y que desaparece con la consecución
de este fin. Esto es lo que conocemos como amor corriente o sensual.
Pero sabemos muy bien, que la situación libidinosa no presenta siempre
esta carencia de complicación. La certidumbre de que la necesidad recién
satisfecha no había de tardar en resurgir, hubo de ser el motivo inmediato
de la persistencia del revestimiento del objeto sexual aun en los intervalos
en los que el sujeto no sentía la necesidad de «amar».
La singular evolución de la vida erótica humana nos ofrece un segundo
factor. El niño encontró, durante la primera fase de su vida, fase que
se extiende hasta los cinco años, su primer objeto erótico en su madre
(la niña en su padre), y sobre este primer objeto erótico se concentraron
todos sus instintos sexuales que aspiraban a hallar satisfacción. La
represión ulterior impuso el renunciamiento a la mayoría de estos fines
sexuales infantiles y dejó tras de sí una profunda modificación de las
relaciones del niño con sus padres. El niño permanece en adelante ligado
a sus padres, pero con instintos a los que podemos calificar de «coartados
en sus fines». Los sentimientos que desde este punto experimenta hacia
tales personas amadas, son calificados de «tiernos». Sabido es que las
tendencias «sexuales» anteriores quedan conservadas con mayor o menor
intensidad en lo inconsciente, de manera que la corriente total primitiva
perdura en un cierto sentido.
Con la pubertad, surgen nuevas tendencias muy intensas, orientadas hacia
los fines sexuales directos. En los casos menos favorables perduran
separadas de las direcciones sentimentales «tiernas», permanentes, en
calidad de corriente sensual. Obtenemos, entonces, aquel cuadro cuyos
dos aspectos han sido tan frecuentemente idealizados por determinadas
orientaciones literarias. El hombre muestra apasionada inclinación hacia
mujeres que le inspiran un alto respeto, pero que no le incitan al comercio
amoroso, y en cambio, sólo es potente con otras mujeres a las que no
«ama», estima en poco o incluso desprecia. Pero lo más frecuente es
que el joven consiga realizar, en una cierta medida, la síntesis del
amor espiritual y asexual con el amor sexual terreno, apareciendo caracterizada
su actitud con respecto al objeto sexual, por la acción conjunta de
instintos libres e instintos coartados en su fin. Por la parte correspondiente
a los instintos de ternura coartados en su fin, puede medirse el grado
del enamoramiento en oposición al del simple deseo sensual.
Dentro de este enamoramiento, nos ha interesado desde un principio el
fenómeno de la «superestimación sexual», esto es, el hecho de que el
objeto amado queda substraído en cierto modo a la crítica, siendo estimadas
todas sus cualidades en un más alto valor que cuando aún no era amado
o que las de personas indiferentes. Dada una represión o retención algo
eficaz de las tendencias sensuales, surge la ilusión de que el objeto
es amado también sensualmente a causa de sus excelencias psíquicas,
cuando, por lo contrario, es la influencia del placer sensual lo que
nos ha llevado a atribuirles tales excelencias.
Lo que aquí falsea el juicio es la tendencia a la idealización. Pero
este mismo hecho contribuye a orientarnos. Reconocemos, en efecto, que
el objeto es tratado como el propio Yo del sujeto y que en el enamoramiento
pasa al objeto una parte considerable de libido narcisista. En algunas
formas de la elección amorosa, llega incluso a evidenciarse que el objeto
sirve para sustituir un ideal propio y no alcanzado del Yo. Amamos al
objeto a causa de las perfecciones a las que hemos aspirado para nuestro
propio Yo y que quisiéramos ahora procurarnos por este rodeo, para satisfacción
de nuestro narcisismo.
A medida que la superestimación sexual y el enamoramiento se van acentuando,
va haciéndose cada vez más fácil la interpretación del cuadro. Las tendencias
que aspiran a la satisfacción sexual directa pueden sufrir una represión
total, como sucede, por ejemplo, casi siempre, en el apasionado amor
del adolescente; el Yo se hace cada vez menos exigente y más modesto,
y en cambio, el objeto deviene cada vez más magnífico y precioso, hasta
apoderarse de todo el amor que el Yo sentía por sí mismo, proceso que
lleva naturalmente, al sacrificio voluntario y completo del Yo. Puede
decirse que el objeto ha devorado al Yo. En todo enamoramiento, hallamos
rasgos de humildad, una limitación del narcisismo y la tendencia a la
propia minoración, rasgos que se nos muestran intensificados en los
casos extremos, hasta dominar sin competencia alguna el cuadro entero,
por la desaparición de las exigencias sensuales.
Esto se observa más particularmente en el amor desgraciado, no correspondido,
pues en el amor compartido cada satisfacción sexual es seguida de una
disminución de la superestimación del objeto. Simultáneamente a este
«abandono» del Yo al objeto, que no se diferencia ya del abandono sublimado
a una idea abstracta, desaparecen por completo las funciones adscritas
al ideal del Yo. La crítica ejercida por esta instancia enmudece, y
todo lo que el objeto hace o exige es bueno e irreprochable. La conciencia
moral cesa de intervenir en cuanto se trata de algo que puede ser favorable
al objeto, y en la ceguedad amorosa, se llega hasta el crimen sin remordimiento.
Toda la situación puede ser resumida en la siguiente fórmula: el objeto
ha ocupado el lugar del ideal del Yo.
La diferencia entre la identificación y el enamoramiento en sus desarrollos
más elevados, conocidos con los nombres de fascinación y servidumbre
amorosa, resulta fácil de describir. En el primer caso, el Yo se enriquece
con las cualidades del objeto, se lo «introyecta» según la expresión
de Ferenczi; en el segundo, se empobrece, dándose por entero al objeto
y sustituyendo por él su más importante componente. De todos modos,
un detenido examen nos lleva a comprobar que esta descripción muestra
oposiciones inexistentes en realidad. Desde el punto de vista económico
no se trata ni de enriquecimiento ni empobrecimiento, pues incluso el
estado amoroso más extremo puede ser descrito diciendo que el Yo se
ha «introyectado» el objeto. La distinción siguiente recaerá, quizá,
sobre puntos más esenciales: en el caso de la identificación, el objeto
desaparece o queda abandonado, y es reconstruído luego en el Yo, que
se modifica parcialmente conforme al modelo del objeto perdido. En el
otro caso, el objeto subsiste, pero es dotado de todas las cualidades
por el Yo y a costa del Yo. Mas tampoco esta distinción queda libre
de objeciones. ¿Es acaso indudable que la identificación presupone la
cesación del revestimiento de objeto? ¿No puede muy bien haber identificación
conservándose el objeto? Mas antes de entrar en la discusión de estas
espinosas cuestiones, presentimos ya, que la esencia de la situación
entraña otra alternativa, la de que el objeto sea situado en el lugar
del Yo o en el del ideal del Yo.
Del enamoramiento a la hipnosis no hay gran distancia, siendo evidentes
sus coincidencias. El hipnotizado da, con respecto al hipnotizador,
las mismas pruebas de humilde sumisión, docilidad y ausencia de crítica,
que el enamorado con respecto al objeto de su amor. Compruébase asimismo,
en ambos, el mismo renunciamiento a toda iniciativa personal. Es indudable
que el hipnotizador se ha situado en el lugar del ideal del Yo. La única
diferencia es que en la hipnosis, se nos muestran todas estas particularidades
con mayor claridad y relieve, de manera que parecerá más indicado explicar
el enamoramiento por la hipnosis y no ésta por aquél. El hipnotizador
es para el hipnotizado el único objeto digno de atención; todo lo demás
se borra ante él. El hecho de que el Yo experimente como en un sueño
todo lo que el hipnotizador exige y afirma, nos advierte que hemos omitido
mencionar, entre las funciones del ideal del Yo, el ejercicio de la
prueba de la realidad. No es de extrañar que el Yo considere como real
una percepción cuando la instancia psíquica encargada de la prueba de
la realidad se pronuncia por la realidad de la misma. La total ausencia
de tendencias con fines sexuales no coartados, contribuye a garantizar
la extrema pureza de los fenómenos. La relación hipnótica es un abandono
amoroso total con exclusión de toda satisfacción sexual, mientras que
en el enamoramiento, dicha satisfacción no se halla sino temporalmente
excluída y perdura en segundo término, a título de posible fin ulterior.
Por otra parte, podemos también decir, que la relación hipnótica es
-si se nos permite la expresión- una formación colectiva constituida
por dos personas. La hipnosis se presta mal a la comparación con la
formación colectiva, por ser más bien idéntica a ella. Nos presenta
aislado un elemento de la complicada estructura de la masa: la actitud
del individuo de la misma con respecto al caudillo. Por tal limitación
del número se distingue la hipnosis de la formación colectiva, como
se distingue del enamoramiento por la ausencia de tendencias sexuales
directas. De este modo, viene a ocupar un lugar intermedio entre ambos
estados.
Es muy interesante observar, que precisamente las tendencias sexuales
coartadas en su fin son las que crean entre los hombres lazos más duraderos.
Pero esto se explica fácilmente por el hecho de que no son susceptibles
de una satisfacción completa, mientras que las tendencias sexuales libres
experimentan una debilitación extraordinaria por la descarga que tiene
efecto cada vez que el fin sexual es alcanzado. El amor sensual está
destinado a extinguirse en la satisfacción. Para poder durar, tiene
que hallarse asociado desde un principio a componentes puramente tiernos,
esto es, coartados en sus fines, o experimentar en un momento dado,
una transposición de este género.
La hipnosis nos revelaría fácilmente el enigma de la constitución libidinosa
de una multitud si no entrañase también, por su parte, rasgos que escapan
a la explicación racional intentada hasta aquí, según la cual constituiría
un enamoramiento carente de tendencias sexuales directas. En la hipnosis
hay aún, en efecto, mucha parte incomprendida y de carácter místico.
Una de sus particularidades consiste en una especie de parálisis resultante
de la influencia ejercida por una persona omnipotente sobre un sujeto
impotente y sin defensa, particularidad que nos aproxima a la hipnosis
provocada en los animales por el terror. El modo de provocar la hipnosis
y su relación con el sueño no son nada transparentes, y la enigmática
selección de las personas apropiadas para ella, mientras que otras se
muestran totalmente refractarias, nos permite suponer que en la hipnosis
se encuentra realizada una condición aún desconocida, esencial para
la pureza de las actitudes libidinosas. También es muy atendible el
hecho de que la conciencia moral de las personas hipnotizadas puede
oponer una intensa resistencia, simultánea a una completa docilidad
sugestiva de la persona hipnotizada. Pero esto proviene, quizá, de que
en la hipnosis, tal y como habitualmente se practica, continúa el sujeto
dándose cuenta de que no se trata sino de un juego, de una reproducción
ficticia de otra situación de importancia vital mucho mayor.
Las consideraciones que anteceden nos permiten, de todos modos, establecer
la fórmula de la constitución libidinosa de una masa, por lo menos de
aquella que hasta ahora venimos examinando, o sea, de la masa que posee
un caudillo y no ha adquirido aún, por una «organización» demasiado
perfecta, las cualidades de un individuo. Una tal masa primaria es una
reunión de individuos, que han reemplazado su ideal del Yo por un mismo
objeto, a consecuencia de lo cual se ha establecido entre ellos una
general y recíproca identificación del Yo.
IX
EL INSTINTO GREGARIO
Nuestra ilusión de haber resuelto con la fórmula que antecede, el enigma
de la masa, se desvanece al poco tiempo. No tardamos, efectivamente,
en darnos cuenta de que, en realidad, no hemos hecho sino retraer el
enigma de la masa al enigma de la hipnosis, el cual presenta, a su vez,
muchos puntos oscuros. Pero una nueva reflexión nos indica el camino
que ahora hemos de seguir.
Podemos decirnos que los numerosos lazos afectivos dados en la masa
bastan ciertamente para explicarnos uno de sus caracteres, la falta
de independencia e iniciativa del individuo, la identidad de su reacción
con la de los demás, su descenso, en fin, a la categoría de unidad integrante
de la multitud. Pero esta última, considerada como una totalidad, presenta
aún otros caracteres; la disminución de la actividad intelectual, la
afectividad exenta de todo freno, la incapacidad de moderarse y retenerse,
la tendencia a transgredir todo límite en la manifestación de los afectos
y a la completa derivación de éstos en actos, todos estos caracteres
y otros análogos, de los que Le Bon nos ha trazado un cuadro tan impresionante,
representan sin duda alguna, una regresión de la actividad psíquica
a una fase anterior en la que no extrañamos encontrar al salvaje o a
los niños. Una tal regresión caracteriza especialmente a las masas ordinarias,
mientras que en las multitudes más organizadas y artificiales, pueden
quedar, como ya sabemos, considerablemente atenuados, tales caracteres
regresivos.
Experimentamos así, la impresión de hallarnos ante una situación en
la que el sentimiento individual y el acto intelectual personal son
demasiado débiles para afirmarse por sí solos, sin el apoyo de manifestaciones
afectivas e intelectuales, análogas, de los demás individuos. Esto nos
recuerda cuán numerosos son los fenómenos de dependencia en la sociedad
humana normal, cuán escasa originalidad y cuán poco valor personal hallamos
en ella y hasta qué punto se encuentra dominado el individuo por las
influencias de un alma colectiva, tales como las propiedades raciales,
los prejuicios de clase, la opinión pública, etcétera. El enigma de
la influencia sugestiva se hace aún más oscuro cuando admitimos que
es ejercida no sólo por el caudillo sobre todos los individuos de la
masa, sino también por cada uno de éstos sobre los demás y habremos
de reprocharnos la unilateralidad con que hemos procedido al hacer resaltar
casi exclusivamente la relación de los individuos de la masa con el
caudillo, relegando, en cambio, a un segundo término, el factor de la
sugestión recíproca.
Llamados, así, a la modestia, nos inclinaremos a dar oídos a otra voz
que nos promete una explicación basada en principios más simples. Tomamos
esta explicación del interesante libro de W. Trotter sobre el instinto
gregario, lamentando tan sólo que el autor no haya conseguido sustraerse
a las antipatías desencadenadas por la última gran guerra.
Trotter deriva los fenómenos psíquicos de la masa, antes descritos,
de un instinto gregario (gregariousness), innato al hombre como a las
demás especies animales. Este instinto gregario es, desde el punto de
vista biológico, una analogía y como una extensión de la estructura
policelular de los organismos superiores, y desde el punto de vista
de la teoría de la libido, una nueva manifestación de la tendencia libidinosa
de todos los seres homogéneos, a reunirse en unidades cada vez más amplias.
El individuo se siente «incompleto» cuando está solo. La angustia del
niño pequeño sería ya una manifestación de este instinto gregario. La
oposición al rebaño, el cual rechaza todo lo nuevo y desacostumbrado,
supone la separación de él y es, por lo tanto, temerosamente evitada.
El instinto gregario sería algo primario y no susceptible de descomposición
(which cannot be split up).
Trotter considera como primarios los instintos de conservación y nutrición,
el instinto sexual y el gregario. Este último entra a veces en oposición
con los demás. La conciencia de la culpabilidad y el sentimiento del
deber serían las dos propiedades características del animal gregario.
Del instinto gregario emanan asimismo según Trotter, las fuerzas de
represión que el psicoanálisis ha descubierto en el Yo, y por consiguiente,
también las resistencias con las que el médico tropieza en el tratamiento
psicoanalítico. El lenguaje debe su importancia al hecho de permitir
la comprensión recíproca dentro del rebaño, y constituiría, en gran
parte, la base de la identificación de los individuos gregarios.
Así como Le Bon insiste particularmente sobre las formaciones colectivas
pasajeras, tan características, y Mc. Dougall sobre las asociaciones
estables, Trotter concentra toda su atención en aquellas asociaciones
más generales, dentro de las cuales vive el hombre, ese
zwon politikon
que no se entienden, e intenta fijar sus bases psicológicas. Considerando
el instinto gregario, como un instinto elemental no susceptible de descomposición,
prescinde, claro está, de toda investigación de sus orígenes, y su observación
de que Boris Sidis lo deriva de la sugestibilidad, resulta por completo
superflua, afortunadamente para él, pues se trata de una tentativa de
explicación ya rechazada en general, por insuficiente, siendo, a nuestro
juicio, mucho más acertada la proposición inversa, o sea, la de que
la sugestibilidad es un producto del instinto gregario.
Contra la exposición de Trotter puede objetarse, más justificadamente
aún que contra las demás, que atiende demasiado poco al papel del caudillo.
En cambio, nosotros creemos imposible llegar a la comprensión de la
esencia de la masa haciendo abstracción de su jefe. El instinto gregario
no deja lugar alguno para el caudillo, el cual no aparecería en la masa
sino casualmente. Así, pues, el instinto gregario excluye por completo
la necesidad de un dios y deja al rebaño sin pastor. Por último, también
puede refutarse la tesis de Trotter con ayuda de argumentos psicológicos,
esto es, puede hacerse, por lo menos, verosímil, la hipótesis de que
el instinto gregario es susceptible de descomposición, no siendo primario
en el mismo sentido que los instintos de conservación y sexual.
No es, naturalmente, nada fácil, perseguir la ontogénesis del instinto
gregario. El miedo que el niño pequeño experimenta cuando le dejan solo,
y que Trotter considera ya como una manifestación del instinto gregario,
es susceptible de otra interpretación más verosímil. Es la expresión
de un deseo insatisfecho, cuyo objeto es la madre y más tarde, otra
persona familiar, deseo que el niño no sabe sino transformar en angustia.
Esta angustia del niño que ha sido dejado solo, lejos de ser apaciguada
por la aparición de un hombre cualquiera «del rebaño», es provocada
o intensificada por la vista de uno de tales «extraños». Además, el
niño no muestra durante mucho tiempo signo ninguno de un instinto gregario
o de un sentimiento colectivo. Ambos comienzan a formarse poco a poco
en la «nursery», como efectos de las relaciones entre los niños y sus
padres y precisamente a título de reacción a la envidia con la que el
hijo mayor acoge en un principio la intrusión de un nuevo hermanito.
El primero suprimiría celosamente al segundo, alejándole de los padres
y despojándole de todos sus derechos, pero ante el hecho positivo de
que también este hermanito -como todos los posteriores- es igualmente
amado por los padres, y a consecuencia de la imposibilidad de mantener
sin daño propio su actitud hostil, el pequeño sujeto se ve obligado
a identificarse con los demás niños y en el grupo infantil se forma
entonces un sentimiento colectivo o de comunidad, que luego experimenta,
en la escuela, un desarrollo ulterior. La primera exigencia de esta
formación reaccional es la de justicia y trato igual para todos. Sabido
es con qué fuerza y qué solidaridad se manifiesta en la escuela esta
reivindicación. Ya que uno mismo no puede ser el preferido, por lo menos,
que nadie lo sea. Esta transformación de los celos en un sentimiento
colectivo entre los niños de una familia o de una clase escolar parecería
inverosímil si más tarde, y en circunstancias distintas, no observásemos
de nuevo el mismo proceso. Recuérdese la multitud de mujeres y muchachas
románticamente enamoradas de un cantante o de un pianista y que se agolpan
en torno de él a la terminación de un concierto. Cada una de ellas podría
experimentar justificadísimos celos de las demás, pero dado su número
y la imposibilidad consiguiente de acaparar por completo al hombre amado,
renuncian todas a ello, y en lugar de arrancarse mutuamente los cabellos,
obran como una multitud solidaria, ofrecen su homenaje común al ídolo
e incluso se considerarían dichosas si pudieran distribuirse entre todas,
los bucles de su rizosa melena. Rivales al principio, han podido luego
identificarse entre sí por el amor igual que profesan al mismo objeto.
Cuando una situación instintiva es susceptible de distintos desenlaces
-como sucede en realidad, con la mayor parte de ellas- no extrañaremos
que sobrevenga aquel con el cual aparezca enlazada la posibilidad de
una cierta satisfacción, en lugar de otro u otros que creíamos más naturales,
pero a los que las circunstancias reales impiden alcanzar tal fin.
Todas aquellas manifestaciones de este orden, que luego encontramos
en la sociedad, así, el compañerismo, el espíritu de cuerpo, etc., se
derivan también, incontestablemente, de la envidia primitiva. Nadie
debe querer sobresalir; todos deben ser y obtener lo mismo. La justicia
social significa que nos rehusamos a nosotros mismos muchas cosas, para
que también los demás tengan que renunciar a ellas, o lo que es lo mismo,
no puedan reclamarlas. Esta reivindicación de igualdad es la raíz de
la conciencia social y del sentimiento del deber y se revela también
de un modo totalmente inesperado en la «angustia de infección» de los
sifilíticos, angustia a cuya inteligencia nos ha llevado el psicoanálisis,
mostrándonos que corresponde a la violenta lucha de estos desdichados
contra su deseo inconsciente de comunicar a los demás su enfermedad,
pues ¿por qué han de padecer ellos solos la temible infección que tantos
goces les prohíbe, mientras que otros se hallan sanos y participan de
todos los placeres?
También la bella anécdota del juicio de Salomón encierra igual nódulo.
«Puesto que mi hijo me ha sido arrebatado por la muerte -piensa una
de las mujeres- ¿por qué ha de conservar ésa el suyo?» Este deseo basta
al rey para reconocer a la mujer que ha perdido a su hijo.
Así, pues, el sentimiento social reposa en la transformación de un sentimiento
primitivamente hostil en un enlace positivo de la naturaleza de una
identificación. En cuanto podemos seguir el proceso de esta transformación;
creemos observar que se efectúa bajo la influencia de un enlace común,
basado en la ternura, a una persona exterior a la masa. Estamos muy
lejos de considerar completo nuestro análisis de la identificación,
mas para nuestro objeto nos basta haber hecho resaltar la exigencia
de una absoluta y consecuente igualdad. A propósito de las dos masas
artificiales, la Iglesia y el Ejército, hemos visto que su condición
previa consiste en que todos sus miembros sean igualmente amados por
un jefe. Ahora bien, no habremos de olvidar que la reivindicación, de
igualdad formulada por la masa, se refiere tan sólo a los individuos
que la constituyen, no al jefe. Todos los individuos quieren ser iguales,
pero bajo el dominio de un caudillo. Muchos iguales, capaces de identificarse
entre sí, y un único superior, tal es la situación que hallamos realizada
en la masa dotada de vitalidad. Así, pues, nos permitiremos corregir
la concepción de Trotter, diciendo que más que un «animal gregario»,
es el hombre un «animal de horda», esto es, un elemento constitutivo
de una horda conducido por un jefe.
X
LA MASA Y LA HORDA PRIMITIVA
En 1912, adopté la hipótesis de Ch. Darwin, según la cual, la forma
primitiva de la sociedad humana habría sido la horda sometida al dominio
absoluto de un poderoso macho. Intenté, por entonces, demostrar, que
los destinos de dicha horda han dejado huellas imborrables en la historia
hereditaria de la humanidad, y sobre todo, que la evolución del totemismo,
que engloba los comienzos de la religión, la moral y la diferenciación
social, se halla relacionada con la muerte violenta del jefe y con la
transformación de la horda paterna en una comunidad fraternal. Esto
no es sino una nueva hipótesis que agregar a las muchas construidas
por los historiadores de la humanidad primitiva, para intentar esclarecer
las tinieblas de la prehistoria, una «just so story», como la denominó
chanceramente un amable crítico inglés (Kroeger), pero estimo ya muy
honroso, para una hipótesis, el que como ésta, se muestre apropiada
para relacionar y explicar hechos pertenecientes a sectores cada vez
más lejanos.
Ahora bien, las masas humanas nos muestran nuevamente el cuadro, ya
conocido, del individuo dotado de un poder extraordinario y dominando
a la multitud de individuos iguales entre sí, cuadro que corresponde
exactamente a nuestra representación de la horda primitiva. La psicología
de dichas masas, según nos es conocida por las descripciones repetidamente
mencionadas -la desaparición de la personalidad individual consciente,
la orientación de los pensamientos y los sentimientos en un mismo sentido,
el predominio de la afectividad y de la vida psíquica inconsciente,
la tendencia a la realización inmediata de las intenciones que puedan
surgir-, toda esta psicología, repetimos, corresponde a un estado de
regresión a una actividad anímica primitiva, tal y como la atribuiríamos
a la horda prehistórica.
La masa se nos muestra, pues, como una resurrección de la horda primitiva.
Así como el hombre primitivo sobrevive virtualmente en cada individuo,
también toda masa humana puede reconstituir la horda primitiva. Habremos,
pues, de deducir, que la psicología colectiva es la psicología humana
más antigua. Aquel conjunto de elementos que hemos aislado de todo lo
referente a la masa, para constituir la psicología individual, no se
ha diferenciado de la antigua psicología colectiva sino más tarde, muy
poco a poco, y aun hoy en día, tan sólo parcialmente. Intentaremos todavía
indicar el punto de partida de esta evolución.
La primera reflexión que surge en nuestro espíritu, nos muestra en qué
punto habremos de rectificar nuestras anteriores afirmaciones. La psicología
individual tiene, en efecto, que ser por lo menos tan antigua como la
psicología colectiva, pues desde un principio debió de haber dos psicologías:
la de los individuos componentes de la masa y la del padre, jefe o caudillo.
Los individuos de la masa se hallaban enlazados unos a otros en la misma
forma que hoy, mas el padre de la horda permanecía libre, y aun hallándose
aislado, eran enérgicos e independientes sus actos intelectuales. Su
voluntad no precisaba ser reforzada por la de otros. Deduciremos, pues,
que su Yo no se encontraba muy ligado por lazos libidinosos y que amándose
sobre todo a sí mismo, sólo amaba a los demás en tanto en cuanto le
servían para la satisfacción de sus necesidades. Su Yo no daba a los
objetos más que lo estrictamente preciso.
En los albores de la historia humana, fue el padre de la horda primitiva
el superhombre cuyo advenimiento esperaba Nietzsche en un lejano futuro.
Los individuos componentes de una masa precisan todavía actualmente
de la ilusión de que el jefe les ama a todos con un amor justo y equitativo,
mientras que el jefe mismo no necesita amar a nadie, puede erigirse
en dueño y señor, y aunque absolutamente narcisista, se halla seguro
de sí mismo y goza de completa independencia. Sabemos ya, que el narcisismo
limita el amor, y podríamos demostrar, que actuando así, se ha constituido
en un importantísimo factor de civilización.
El padre de la horda primitiva no era aún inmortal como luego ha llegado
a serlo por divinización. Cuando murió tuvo que ser reemplazado y lo
fue probablemente por el menor de sus hijos, que hasta entonces había
sido un individuo de la masa, como los demás. Debe, pues, de existir
una posibilidad de transformar la psicología colectiva en psicología
individual y de encontrar las condiciones en las cuales puede efectuarse
tal transformación análogamente a como resulta posible a las abejas
hacer surgir de una larva, en caso de necesidad, una reina, en lugar
de una obrera. La única hipótesis que sobre este punto podemos edificar,
es la siguiente: el padre primitivo impedía a sus hijos la satisfacción
de sus tendencias sexuales directas; les imponía la abstinencia, y,
por consiguiente, a título de derivación, el establecimiento de lazos
afectivos que le ligaban a él en primer lugar, y luego, los unos a los
otros. Puede decirse que les impuso la psicología colectiva y que esta
psicología no es, en último análisis, sino un producto de sus celos
sexuales y su intolerancia.
Ante su sucesor, se abría la posibilidad de la satisfacción sexual,
y con ella, su liberación de las condiciones de la psicología colectiva.
La fijación de la libido a la mujer, y la posibilidad de satisfacer
inmediatamente y sin aplazamiento las necesidades sexuales, disminuyeron
la importancia de las tendencias sexuales coartadas en su fin y elevaron
el nivel del narcisismo. En el último capítulo de este trabajo, volveremos
sobre esta relación del amor con la formación del carácter.
Haremos aún resaltar, como especialmente instructiva, la relación existente
entre la constitución de la horda primitiva y la organización que mantiene
y asegura la cohesión de una masa artificial. Ya hemos visto que el
Ejército y la Iglesia reposan en la ilusión de que el jefe ama por igual
a todos los individuos. Pero esto no es sino la transformación idealista
de las condiciones de la horda primitiva, en la que todos los hijos
se saben igualmente perseguidos por el padre, que les inspira a todos
el mismo temor. Ya la forma inmediata de la sociedad humana, el clan
totémico, reposa en esta transformación, que a su vez constituye la
base de todos los deberes sociales. La inquebrantable fortaleza de la
familia, como formación colectiva natural, resulta de que en ella es
una realidad efectiva el amor igual del padre hacia todos los hijos.
Pero esta referencia de la masa a la horda primitiva ha de ofrecernos
enseñanzas aún más interesantes. Ha de explicarnos lo que de incomprendido
y misterioso queda aún en la formación colectiva, aquello que se oculta
detrás de los enigmáticos conceptos de hipnosis y sugestión. Recordemos,
que la hipnosis lleva en sí algo inquietante y que este carácter indica
siempre la existencia de una represión de algo antiguo y familiar. Recordemos
igualmente, que la hipnosis es un estado inducido. El hipnotizador pretende
poseer un poder misterioso que despoja de su voluntad al sujeto. O lo
que es lo mismo: el sujeto atribuye al hipnotizador un tal poder. Esta
fuerza misteriosa a la que aun se da vulgarmente el nombre de magnetismo
animal, debe ser la misma que constituye, para los primitivos, la fuente
del tabú; aquella misma fuerza que emana de los reyes y de los jefes
y que pone en peligro a quienes se les acercan («mana»). El hipnotizador,
que afirma poseer esta fuerza, la emplea ordenando al sujeto que le
mire a los ojos. Hipnotiza, de una manera típica, por medio de la mirada.
Igualmente es la vista del jefe lo que resulta peligroso e insostenible
para el primitivo, como más tarde la de Dios para el creyente. Moisés
se ve obligado a servir de intermediario entre Jehová y su pueblo, porque
este último no puede soportar la vista de Dios, y cuando vuelve del
Sinaí, resplandece su rostro, pues como también sucede al intermediario
de los primitivos, una parte del «mana» ha pasado a su persona.
La hipnosis puede ser provocada, asimismo, por otros medios -haciendo
fijar al sujeto la mirada en un objeto brillante o escuchar un ruido
monótono- y esta circunstancia ha inducido a muchos en error, dando
ocasión a teorías fisiológicas insuficientes. En realidad, estos procedimientos
no sirven más que para desviar y fijar la atención consciente. Es como
si el hipnotizador, dijese al sujeto: «Ahora se va usted a ocupar exclusivamente
de mi persona; el resto del mundo carece de todo interés». Claro está
que este discurso, pronunciado realmente por el hipnotizador, habría
de ser contraproducente desde el punto de vista técnico, pues su única
consecuencia sería arrancar al sujeto de su disposición inconsciente
y excitarle a la contradicción consciente. Pero mientras que el hipnotizador
evita atraer sobre sus intenciones el pensamiento consciente del sujeto
y cae éste en una actividad en la que el mundo tiene que parecerle desprovisto
de todo interés, sucede que, en realidad, concentra inconscientemente
toda su atención sobre el hipnotizador, entrando en estado de transferencia
con él. Los métodos indirectos del hipnotismo producen, pues, como algunas
técnicas del chiste, el efecto de impedir determinadas distribuciones
de la energía psíquica, que perturbarían la evolución del proceso inconsciente,
y conducen, finalmente, al mismo resultado que las influencias directas
ejercidas por la mirada o por los «pases».
Ferenczi ha deducido acertadamente, que con la orden de dormir intimada
al sujeto al iniciar la hipnosis, se coloca el hipnotizador en el lugar
de los padres de aquél. Cree, además, distinguir dos clases de hipnosis:
una, acariciadora y apaciguante, y otra, amenazadora. La primera sería
la hipnosis maternal; la segunda, la hipnosis paternal. Ahora bien:
la orden de dormir no significa, en la hipnosis, sino la invitación
a retraer todo interés del mundo exterior y concentrarlo en la persona
del hipnotizador. Así la entiende, en efecto, el sujeto, pues esta desviación
de la atención del mundo exterior constituye la característica psicológica
del sueño, y en ella reposa el parentesco del sueño con el estado hipnótico.
Por medio de estos procedimientos, despierta, pues, el hipnotizador,
una parte de la herencia arcaica del sujeto, herencia que se manifestó
ya en su actitud con respecto a sus progenitores y especialmente en
su idea del padre, al que hubo de representar como una personalidad
omnipotente y peligrosa, con relación a la cual no cabía observar sino
una actitud pasiva masoquista, renunciando a toda voluntad propia y
considerando como una arriesgada audacia el hecho de arrostrar su presencia.
Tal hubo de ser, indudablemente, la actitud del individuo de la horda
primitiva con respecto al padre. Como ya nos lo han mostrado otra reacciones,
la aptitud personal para la resurrección de tales situaciones arcaicas
varía mucho de unos individuos a otros. De todos modos, el individuo
puede conservar un conocimiento de que en el fondo, la hipnosis no es
sino un juego, una reviviscencia ilusoria de aquellas impresiones antiguas,
conocimiento que basta para hacer surgir una resistencia contra las
consecuencias demasiado graves de la supresión hipnótica de la voluntad.
El carácter inquietante y coercitivo de las formaciones colectivas,
que se manifiesta en sus fenómenos de sugestión, puede ser atribuido,
por lo tanto, a la afinidad de la masa con la horda primitiva, de la
cual desciende. El caudillo es aún el temido padre primitivo. La masa
quiere siempre ser dominada por un poder ilimitado. Ávida de autoridad,
tiene, según las palabras de Gustavo Le Bon, una inagotable sed de sometimiento.
El padre primitivo es el ideal de la masa, y este ideal domina al individuo,
sustituyéndose a su ideal del Yo. La hipnosis puede ser designada como
una formación colectiva de sólo dos personas. Para poder aplicar esta
definición a la sugestión habremos de completarla, añadiendo que en
dicha colectividad de dos personas, es necesario que el sujeto que experimenta
la sugestión posea un convencimiento no basado en la percepción ni en
el razonamiento, sino en un lazo erótico.
XI
UNA FASE DEL YO
Cuando pasamos a examinar la vida del individuo de nuestros días, teniendo
presentes las diversas descripciones complementarias unas de otras,
que los autores nos han dado, de la psicología colectiva, vemos surgir
un cúmulo de complicaciones muy apropiado para desalentar toda tentativa
de síntesis. Cada individuo forma parte de varias masas, se halla ligado,
por identificación, en muy diversos sentidos, y ha construido su ideal
del Yo conforme a los más diferentes modelos. Participa así, de muchas
almas colectivas, las de su raza, su clase social, su comunidad confesional,
su estado, etcétera, y puede, además, elevarse hasta un cierto grado
de originalidad e independencia. Tales formaciones colectivas permanentes
y duraderas producen efectos uniformes, que no se imponen tan intensamente
al observador como las manifestaciones de las masas pasajeras, de rápida
formación, que han proporcionado a Le Bon los elementos de su brillante
característica del alma colectiva, y precisamente en estas multitudes
ruidosas y efímeras, superpuestas, por decirlo así, a las otras, es
en las que se observa el milagro de la desaparición completa, aunque
pasajera, de toda particularidad individual.
Hemos intentado explicar este milagro, suponiendo que el individuo renuncia
a su ideal del Yo, trocándolo por el ideal de la masa, encarnado en
el caudillo. Añadiremos, a título de rectificación, que el milagro no
es igualmente grande en todos los casos. El divorcio entre el Yo y el
ideal del Yo, es en muchos individuos poco marcado. Ambas instancias
aparecen aún casi confundidas y el Yo conserva todavía su anterior contento
narcisista de sí mismo. La elección del caudillo queda considerablemente
facilitada en estas circunstancias. Bastará que el mismo posea, con
especial relieve, las cualidades típicas de tales individuos y que dé
la impresión de una fuerza considerable y una gran libertad libidinosa,
para que la necesidad de un enérgico caudillo le salga al encuentro
y le revista de una omnipotencia a la que quizá no hubiese aspirado
jamás. Aquellos otros individuos, cuyo ideal del Yo no encuentra en
la persona del jefe una encarnación por completo satisfactoria, son
arrastrados luego «sugestivamente», esto es, por identificación.
Reconocemos que nuestra contribución al esclarecimiento de la estructura
libidinosa de una masa se reduce a la distinción entre el Yo y el ideal
del Yo y a la doble naturaleza consiguiente del ligamen -identificación
y substitución del ideal del Yo por un objeto exterior-. La hipótesis
que postula esta fase del Yo y que, como tal, constituye el primer paso
del análisis del Yo, habrá de hallar poco a poco su justificación en
los sectores más diversos de la psicología. En mi estudio «Introducción
del narcisismo» he intentado reunir los datos patológicos en los que
puede apoyarse la distinción mencionada, y todo nos lleva a esperar,
que un más profundo estudio de la psicosis ha de hacer resaltar particularmente
su importancia. Basta reflexionar que el Yo entra, a partir de este
momento, en la relación de un objeto con el ideal del Yo por él desarrollado,
y que probablemente, todos los efectos recíprocos desarrollados entre
el objeto exterior y el Yo total, conforme nos lo ha revelado la teoría
de la neurosis, se reproducen ahora dentro del Yo.
No me propongo examinar aquí sino una sola de las consecuencias posibles
de este punto de vista, y con ello, proseguir la aclaración de un problema
que en otro lugar hube de dejar inexplicado. Cada una de las diferenciaciones
psíquicas descubiertas representa una dificultad más para la función
anímica, aumenta su inestabilidad y puede constituir el punto de partida
de un fallo de la misma, esto es de una enfermedad. Así, el nacimiento
representa el paso desde un narcisismo que se basta por completo a sí
mismo, a la percepción de un mundo exterior variable y al primer descubrimiento
de objetos. De esta transición, demasiado radical, resulta que no somos
capaces de soportar durante mucho tiempo el nuevo estado creado por
el nacimiento y nos evadimos periódicamente de él, para hallar de nuevo,
en el sueño, nuestro anterior estado de impasibilidad y aislamiento
del mundo exterior. Este retorno al estado anterior resulta, ciertamente,
también, de una adaptación al mundo exterior, el cual, con la sucesión
periódica del día y la noche, suprime por un tiempo determinado, la
mayor parte de las excitaciones que sobre nosotros actúan.
Un segundo caso de este género, más importante para la patología, no
aparece sometido a ninguna limitación análoga. En el curso de nuestro
desarrollo, hemos realizado una diferenciación de nuestra composición
psíquica en un Yo coherente y un Yo inconsciente, reprimido, exterior
a él y sabemos que la estabilidad de esta nueva adquisición se halla
expuesta a incesantes conmociones. En el sueño y en la neurosis, dicho
Yo desterrado, intenta, por todos los medios, forzar las puertas de
la conciencia, protegidas por resistencias diversas, y en el estado
de salud despierta, recurrimos a artificios particulares, para acoger
en nuestro Yo, lo reprimido, eludiendo las resistencias y experimentando
un incremento de placer. El chiste, el humorismo, y en parte, también,
lo cómico, deben de ser considerados desde este punto de vista. Todo
conocedor de la psicología de la neurosis recordará fácilmente numerosos
ejemplos análogos, aunque de un menor alcance.
Pero, dejando a un lado esta cuestión, pasaremos a la aplicación de
nuestros resultados.
Podemos admitir perfectamente, que la separación operada entre el Yo
y el ideal del Yo, no puede tampoco ser soportada durante mucho tiempo
y ha de experimentar, de cuando en cuando, una regresión. A pesar de
todas las privaciones y restricciones impuestas al Yo, la violación
periódica de las prohibiciones constituye la regla general, como nos
lo demuestra la institución de las fiestas, que al principio no fueron
sino períodos durante los cuales quedaban permitidos por la ley todos
los excesos, circunstancias que explica su característica alegría. Las
saturnales de los romanos y nuestro moderno carnaval coinciden en este
rasgo esencial con las fiestas de los primitivos, durante las cuales
se entregan los individuos a orgías en las que violan los mandamientos
más sagrados.
El ideal del Yo engloba la suma de todas las restricciones a las que
el Yo, debe plegarse, y de este modo, el retorno del ideal al Yo tiene
que constituir para éste, que encuentra de nuevo el contento de sí mismo,
una magnífica fiesta.
La coincidencia del yo con el ideal del yo produce siempre una sensación
de triunfo. El sentimiento de culpabilidad (o de inferioridad) puede
ser considerado como la expresión de un estado de tensión entre el yo
y el ideal.
Sabido es, que hay individuos cuyo estado afectivo general oscila periódicamente,
pasando desde una exagerada depresión a una sensación de extremo bienestar,
a través de un cierto estadio intermedio.
Estas oscilaciones presentan amplitudes muy diversas, desde las más
imperceptibles hasta las más extremas, como sucede en los casos de melancolía
y manía, estados que atormentan o perturban profundamente la vida del
sujeto atacado. En los casos típicos de estos estados afectivos cíclicos,
no parecen desempeñar un papel decisivo las ocasiones exteriores. Tampoco
encontramos en estos enfermos motivos internos más numerosos que en
otros o diferentes de ellos.
Así, pues, se ha tomado la costumbre de considerar estos casos como
no psicógenos. Más adelante trataremos de otros casos, totalmente análogos,
de estados afectivos cíclicos, que pueden ser reducidos con facilidad
a traumas anímicos.
Las razones que determinan estas oscilaciones espontáneas de los estados
afectivos son, pues, desconocidas. También ignoramos el mecanismo por
el que una manía se sustituye a una melancolía. Así, serían éstos, los
enfermos a los cuales podría aplicarse nuestra hipótesis de que su ideal
del Yo se confunde periódicamente con su Yo, después de haber ejercido
sobre él un riguroso dominio.
Con el fin de evitar toda oscuridad, habremos de retener lo siguiente:
desde el punto de vista de nuestro análisis del Yo, es indudable que
en el maníaco, el Yo y el ideal del Yo se hallan confundidos, de manera
que el sujeto, dominado por un sentimiento de triunfo y de satisfacción,
no perturbado por crítica alguna, se siente libre de toda inhibición
y al abrigo de todo reproche o remordimiento. Menos evidente, pero también
verosímil, es que la miseria del melancólico constituya la expresión
de una oposición muy aguda entre ambas instancias del Yo, oposición
en la que el ideal, sensible en exceso, manifiesta implacablemente su
condena del Yo, con la manía del empequeñecimiento y de la autohumillación.
Tratase únicamente de saber si la causa de estas relaciones modificadas
entre el Yo y el ideal del Yo debe ser buscada en las rebeldías periódicas
de que antes nos ocupamos, contra la nueva institución, o en otras circunstancias.
La transformación en manía no constituye un rasgo indispensable del
cuadro patológico de la depresión melancólica. Existen melancolías simples,
de un acceso único, y melancolías periódicas, que no corren jamás tal
suerte. Mas por otro lado, hay melancolías en las que las ocasiones
exteriores desempeñan un evidente papel etiológico; así, aquellas que
sobrevienen a la pérdida de un ser amado, sea por muerte, sea a consecuencia
de circunstancias que han obligado a la libido a desligarse de un objeto.
Del mismo modo que las melancolías espontáneas, estas melancolías psicógenas
pueden transformarse en manía y retornar luego de nuevo a la melancolía,
repitiéndose este ciclo varias veces. La situación resulta, pues, harto
oscura, tanto más, cuanto que hasta ahora, sólo muy pocos casos y formas
de la melancolía han sido sometidos a la investigación psicoanalítica.
Los únicos casos a cuya comprensión hemos llegado ya, son aquellos en
los que el objeto queda abandonado por haberse demostrado indigno de
amor. En ellos, el objeto queda luego reconstituído en el Yo, por identificación,
y es severamente juzgado por el ideal del Yo. Los reproches y ataques
dirigidos contra el objeto se manifiestan entonces bajo la forma de
reproches melancólicos contra la propia persona.
También una melancolía de este último género puede transformarse en
manía, de manera que esta posibilidad representa una particularidad
independiente de los demás caracteres del cuadro patológico.
No veo ninguna dificultad en introducir en la explicación de las dos
clases de melancolía, las psicógenas y las espontáneas, el factor de
la rebelión periódica del Yo contra el ideal del Yo. En las espontáneas,
puede admitirse que el ideal del Yo manifiesta una tendencia a desarrollar
una particular severidad, que tiene luego, automáticamente por consecuencia,
su supresión temporal.
En las melancolías psicógenas, el Yo sería incitado a la rebelión por
el maltrato de que le hace objeto su ideal en los casos de identificación
con un objeto rechazado.
CONSIDERACIONES SUPLEMENTARIAS
En el curso de nuestra investigación, llegada aquí a un fin provisional,
hemos visto abrirse ante nosotros diversas perspectivas muy prometedoras,
mas para no desviarnos de nuestro camino principal, hemos tenido que
dejarlas inexploradas. En este último capítulo de nuestro estudio, queremos
volver sobre ellas y someterlas a una rápida investigación.
A.- La distinción entre la identificación del Yo y la sustitución del
ideal del Yo por el objeto, halla una interesantísima ilustración en
las dos grandes masas artificiales que antes hemos estudiado: el Ejército
y la Iglesia cristiana.
Es evidente que el soldado convierte a su superior, o sea, en último
análisis, al jefe del Ejército, en su ideal, mientras que, por otro
lado, se identifica con sus iguales y deduce de esta comunidad del Yo
las obligaciones de la camaradería, o sea el auxilio recíproco y la
comunidad de bienes. Pero si intenta identificarse con el jefe, no conseguirá
sino ponerse en ridículo. Así, en la primera parte del «Wallenstein»
de Schiller, se burla el soldado de cazadores del sargento de caballería,
diciéndole:
«¡Wie er räuspert und wie er spuckt,
Das habt ihr ihm glücklich abgeguckt!».
No sucede lo mismo en la Iglesia Católica. Cada cristiano ama a Cristo
como su ideal y se halla ligado por identificación a los demás cristianos.
Pero la Iglesia exige más de él. Ha de identificarse con Cristo y amar
a los demás cristianos como Cristo hubo de amarlos. La Iglesia exige,
pues, que la disposición libidinosa creada por la formación colectiva
sea completada en dos sentidos. La identificación debe acumularse a
la elección de objeto y el amor a la identificación. Este doble complemento
sobrepasa evidentemente la constitución de la masa. Se puede ser un
buen cristiano sin haber tenido jamás la idea de situarse en el lugar
de Cristo y extender, como él, su amor a todos los humanos. El hombre,
débil criatura, no puede pretender elevarse a la grandeza de alma y
a la capacidad de amor de Cristo. Pero este desarrollo de la distribución
de la libido en la masa, es probablemente el factor en el cual funda
el cristianismo su pretensión de haber conseguido una moral superior.
B.- Dijimos que era posible determinar, en el desarrollo psíquico de
la humanidad, el momento en el que el individuo pasó desde la psicología
colectiva a la psicología individual.
Para aclarar esta afirmación habremos de volver rápidamente sobre el
mito científico relativo al padre de la horda primitiva, cual fué elevado
más tarde a la categoría de Creador del mundo, elevación plenamente
justificada, puesto que fué quien engendró a todos los hijos que compusieron
la primera multitud. Para cada uno de estos hijos constituyó el padre
el ideal a la vez temido y venerado, fuente de la noción ulterior del
tabú. Mas un día, se asociaron, mataron al padre y le despedazaron.
Sin embargo, ninguno de ellos pudo ocupar el puesto del vencido, y si
alguno intentó hacerlo, vió alzarse contra él, la misma hostilidad,
renovándose las luchas, hasta que todos se convencieron de que tenían
que renunciar a la herencia del padre. Entonces, constituyeron la comunidad
fraternal totémica, cuyos miembros gozaban todos de los mismos derechos
y se hallaban sometidos a las prohibiciones totémicas, que debían conservar
el recuerdo del crimen e imponer su expiación. Pero este nuevo orden
de cosas provocó también el descontento general, del cual surgió una
nueva evolución. Poco a poco, los miembros de la masa fraternal, se
aproximaron al restablecimiento del antiguo estado conforme a un nuevo
plan. El hombre asumió otra vez la jefatura, pero sólo la de una familia,
y acabó con los privilegios del régimen matriarcal, instaurado después
de la supresión del padre. A título de compensación, reconoció, quizá,
entonces, las divinidades maternales, servidas por sacerdotes que sufrían
la castración, para garantía de la madre y conforme al ejemplo dado
antes por el padre. Sinembargo, la nueva familia no fué sino una sombra
de la antigua, pues siendo muchos los padres quedaba limitada la libertad
de cada uno por los derechos de los demás.
El descontento provocado por estas privaciones pudo decidir entonces
a un individuo a separarse de la masa y asumir el papel del padre. El
que hizo esto fué el primer poeta épico, y el progreso en cuestión no
se realizó sino en su fantasía. Este poeta transformó la realidad en
el sentido de sus deseos, e inventó así el mito heroico. El héroe era
aquel que sin auxilio ninguno, había matado al padre, el cual aparece
aún en el mito, como un monstruo totémico. Así como el padre había sido
el primer ideal del adolescente, el poeta creó ahora, con el héroe que
aspira a suplantar al padre, el primer ideal del Yo. La idea del héroe
se enlaza probablemente a la personalidad del más joven de los hijos,
el cual, preferido por la madre y protegido por ella contra los celos
paternos, era el que sucedía al padre en la época primitiva. La elaboración
poética de las realidades de estas épocas, transformó probablemente
a la mujer, que no había sido sino el premio de la lucha y la razón
del asesinato, en instigadora y cómplice activa del mismo.
El mito atribuye exclusivamente al héroe la hazaña que hubo de ser obra
de la horda entera. Pero según ha observado Rank, la leyenda conserva
huellas muy claras de la situación real, poéticamente desfigurada. Sucede
en ella con frecuencia, efectivamente, que el héroe que ha de realizar
una magna empresa -generalmente el hijo menor, que ante el subrogado
del padre se ha fingido, muchas veces, idiota, esto es, inofensivo-
no consigue llevarla a cabo sino con ayuda de una multitud de animalitos
(abejas, hormigas). Estos animales no serían sino la representación
simbólica de los hermanos de la horda primitiva, del mismo modo que
en el simbolismo del sueño, los insectos y los parásitos representan
a los hermanos y hermanas del sujeto (considerados despectivamente como
niños pequeños). Además, en cada una de las empresas de que hablan los
mitos y las fábulas puede reconocerse fácilmente una sustitución del
hecho heroico.
Así, pues, el mito constituye el paso con el que el individuo se separa
de la psicología colectiva. El primer mito fué seguramente de orden
psicológico, el mito del héroe. El mito explicativo de la Naturaleza
no surgió sino más tarde. El poeta que dió este paso y se separó así,
imaginativamente, de la multitud, sabe, sin embargo, hallar, en la realidad,
según otra observación de Rank, el retorno a ella, yendo a relatar a
la masa las hazañas que su imaginación atribuye a un héroe por él inventado,
héroe que en el fondo, no es sino él mismo. De este modo, retorna el
poeta a la realidad elevando a sus oyentes a la altura de su imaginación.
Pero los oyentes saben comprender al poeta y pueden identificarse con
el héroe merced al hecho de compartir su actitud, llena de deseos irrealizados,
con respecto al padre primitivo.
La mentira del mito heroico culmina en la divinización del héroe. Es
muy posible que el héroe divinizado sea anterior al dios-padre, y constituya
el precursor del retorno del padre primitivo como divinidad. Las divinidades
se habrían, pues, sucedido en el siguiente orden cronológico: diosa
madre -héroe- dios padre. Pero hasta la elevación del padre primitivo,
jamás olvidado, no adquirió la divinidad los rasgos que hoy nos muestra.
C.- Hemos hablado con frecuencia en el curso del presente trabajo, de
instintos sexuales directos y de instintos sexuales coartados en su
fin, y esperamos que esta disposición no haya hecho surgir en el lector
demasiadas objeciones. Sin embargo, creemos conveniente volver aquí
sobre ella, más detenidamente, aun a riesgo de repetir lo ya expuesto
en otros lugares.
El primero y más acabado ejemplo de instintos sexuales coartados en
su fin nos ha sido ofrecido por la evolución de la libido en el niño.
Todos los sentimientos que el niño experimenta por sus padres y guardadores,
perduran sin limitación alguna, en los deseos que exteriorizan sus tendencias
sexuales. El niño exige de estas personas amadas, todas las ternuras
que le son conocidas; quiere besarlas, tocarlas y contemplarlas; abriga
la curiosidad de ver sus órganos genitales y asistir a la realización
de sus más íntimas funciones; promete casarse con su madre o con su
niñera, cualquiera que sea la idea que se forme del matrimonio; se propone
tener un hijo de su padre, etc. Tanto la observación directa como el
examen analítico ulterior de los restos infantiles no dejan lugar a
dudas sobre la coexistencia de sentimientos tiernos y celosos e intenciones
sexuales y nos muestran hasta qué punto hace el niño, de la persona
amada, el objeto de todas sus tendencias sexuales, aún mal centradas.
Esta primera forma que el amor reviste en el niño y que se relaciona
íntimamente con el complejo de Edipo, sucumbe, como ya sabemos, al iniciarse
el período de latencia, bajo el imperio de la represión, no quedando
de ella sino un enlace afectivo, puramente tierno, a las mismas personas,
enlace que ya no puede ser calificado de «sexual». El psicoanálisis,
que ilumina las profundidades de la vida anímica, demuestra sin dificultad,
que también los enlaces sexuales de los primeros años infantiles continúan
subsistiendo, aunque reprimidos e inconscientes, y nos autoriza a afirmar
que todo sentimiento tierno, constituye la sucesión de un enlace plenamente
«sensual» a la persona correspondiente o su representación simbólica
(imago). Desde luego, es necesaria una investigación especial para comprobar
si en un caso dado subsiste aún esta corriente sexual anterior en estado
de represión o si ha desaparecido por completo. O precisando más: está
demostrado que dicha corriente existe aún como forma y posibilidad y
es susceptible de ser activada en cualquier momento a consecuencia de
una regresión; trátase únicamente de saber -y no siempre lo conseguimos-
cuáles son su carga y su eficacia actuales. En esta investigación habremos
de evitar por igual, dos escollos: la estimación insuficiente de lo
inconsciente reprimido y la tendencia a aplicar a lo normal el criterio
que aplicamos a lo patológico.
Ante la psicología, que no quiere o no puede penetrar en las profundidades
de lo reprimido, se presentan los movimientos afectivos de carácter
tierno como expresión de tendencias exentas de todo carácter sexual,
aunque hayan surgido de otras cuyo fin era la sexualidad.
Podemos afirmar con todo derecho, que tales tendencias han sido desviadas
de dichos fines sexuales, aunque resulte difícil describir esta desviación
del fin conforme a las exigencias de la metapsicología. De todos modos,
estos instintos coartados en su fin conservan aún algunos de sus fines
sexuales primitivos. El hombre afectivo, el amigo y el admirador buscan
también la proximidad corporal y la vista de la persona amada, pero
con un amor de sentido «pauliniano». Podemos ver en esta desviación
del fin un principio de «sublimación» de los instintos sexuales, o también
alejar aún más los límites de estos últimos. Los instintos sexuales
coartados presentan una gran ventaja funcional sobre los no coartados.
No siendo susceptibles de una satisfacción total resultan particularmente
apropiados para crear enlaces duraderos, mientras que los instintos
sexuales directos pierden, después de cada satisfacción, una gran parte
de su energía, y en el intervalo entre esta debilitación y su renacimiento
por una nueva acumulación de libido, puede ser el objeto reemplazado
por otro. Los instintos coartados pueden mezclarse en cualquier medida
con los no coartados y retornar a éstos después de haber surgido de
ellos. Sabido es con cuánta facilidad las relaciones afectivas de carácter
amistoso fundadas en el reconocimiento y la admiración -así las que
se establecen entre el maestro y las discípulas o entre el artista y
sus admiradoras- se transforman, sobre todo en la mujer, en deseos eróticos
(recuérdese el «Embrassez moi pour l'amour du grec» de Molière). El
nacimiento mismo de estos enlaces afectivos, nada intencionados al principio,
abre un camino muy frecuentado a la elección sexual de objeto. En «La
piedad del conde de Zinzendorf», ha mostrado Pfister con un ejemplo
impresionante y que no es seguramente el único, la facilidad con que
un intenso ligamen religioso se transforma en ardiente deseo sexual.
Por otro lado, la transformación de tendencias sexuales directas, efímeras
de por sí, en lazos duraderos simplemente tiernos, es un hecho corriente,
y la consolidación de los matrimonios contraídos bajo los auspicios
de un apasionado amor reposa casi por completo en esta transformación.
No extrañaremos averiguar que las tendencias sexuales coartadas en su
fin surgen de las directamente sexuales cuando obstáculos interiores
o exteriores se oponen a la consecución de los fines sexuales. La represión
que tiene efecto en el período de latencia es uno de tales obstáculos
interiores. Dijimos antes, que el padre de la horda primitiva, con su
intolerancia sexual, condenaba a todos sus hijos a la abstinencia, imponiéndoles,
así, enlaces coartados en su fin, mientras que, por su parte, se reservaba
el libre placer sexual y permanecía, deeste modo, independiente de todo
ligamen. Todos los enlaces en los que reposa la masa, son de la naturaleza
de los instintos coartados en su fin. Pero con esto nos hemos aproximado
a la discusión de un nuevo tema: a la relación de los instintos sexuales
directos con la formación colectiva.
D.- Las dos últimas observaciones nos dejan ya entrever, que las tendencias
sexuales directas son desfavorables para la formación colectiva. En
el curso de la evolución de la familia, ha habido ciertamente relaciones
sexuales colectivas (el matrimonio en grupo), pero cuanto más importante
se fue haciendo para el Yo el amor sexual y más capaz de amor el individuo,
más tendió éste a la limitación del amor a dos personas -una cum uno-,
limitación que parece prescrita por la modalidad del fin genital. Las
inclinaciones poligámicas hubieron de contentarse con la sucesiva sustitución
de un objeto por otro.
Las dos personas reunidas para lograr la satisfacción sexual constituyen,
por su deseo de soledad, un argumento viviente contra el instinto gregario
y el sentimiento colectivo. Cuanto más enamoradas están, más completamente
se bastan. La repulsa de la influencia de la masa se exterioriza como
sentimiento de pudor. Las violentas emociones suscitadas por los celos
sirven para proteger la elección sexual de objeto contra la influencia
que sobre ella pudiera ejercer un ligamen colectivo. Sólo cuando el
factor tierno y por lo tanto, personal, de la relación amorosa, desaparece
por completo ante el factor sexual, es cuando se hace posible el público
comercio amoroso de una pareja o la realización de actos sexuales simultáneos
dentro de un grupo, como sucede en la orgía. Pero con ello se efectúa
una regresión a un estado anterior de las relaciones sexuales, en el
cual no desempeñaba aún papel ninguno el amor propiamente dicho y se
daba igual valor a todos los objetos sexuales, aproximadamente en el
sentido de la maligna frase de Bernard Shaw: «Estar enamorado significa
exagerar desmesuradamente la diferencia entre una mujer y otra».
Existen numerosos hechos que testimonian que el enamoramiento no apareció
sino bastante tarde en las relaciones sexuales entre el hombre y la
mujer, resultando así, que también la oposición entre el amor sexual
y el ligamen colectivo se habría desarrollado tardíamente. Esta hipótesis
puede parecer a primera vista, incompatible con nuestro mito de la familia
primitiva. Según él, la horda fraternal hubo de ser incitada al parricidio
por el amor hacia las madres y las hermanas, y es difícil representarse
este amor de otro modo que como un amor primitivo y completo, esto es,
como una íntima unión de amor tierno y amor sexual.
Pero reflexionando más detenidamente, hallamos que esta objeción no
es en el fondo sino una confirmación. Una de las reacciones provocadas
por el parricidio fue la institución de la exogamia totémica, la prohibición
de todo contacto sexual con las mujeres de la familia, amadas desde
la niñez. De este modo, se operó una escisión entre los sentimientos
tiernos y los sentimientos sensuales del hombre, escisión cuyos efectos
se hacen sentir aún en nuestros días. A consecuencia de esta exogamia
se vio obligado el hombre a satisfacer sus necesidades sexuales con
mujeres extrañas a él y que no le inspiraban amor ninguno.
En las grandes masas artificiales, la Iglesia y el Ejército, no existe
lugar ninguno para la mujer como objeto sexual. La relación amorosa
entre el hombre y la mujer queda fuera de estas organizaciones. Incluso
en las multitudes integradas por hombres y mujeres, no desempeñan papel
ninguno las diferencias sexuales. Carece de todo sentido preguntar si
la libido que mantiene la cohesión de las multitudes es de naturaleza
homosexual o héterosexual, pues la masa no se halla diferenciada según
los sexos y hace abstracción, particularmente, de los fines de la organización
genital de la libido.
Las tendencias sexuales directas conservan un cierto carácter de individualidad
aun en el individuo absorbido por la masa. Cuando esta individualidad
sobrepasa un cierto grado, la formación colectiva queda disgregada.
La Iglesia católica tuvo los mejores motivos para recomendar a sus fieles
el celibato e imponerlo a sus sacerdotes, pero también el amor ha inducido
a muchos eclesiásticos a salir de la Iglesia. Del mismo modo, el amor
a la mujer rompe los lazos colectivos de la raza, la nacionalidad y
la clase social y lleva así a cabo una importantísima labor de civilización.
Parece indiscutible que el amor homosexual se adapta mejor a las lazos
colectivos incluso allí donde aparece como una tendencia sexual nocoartada,
hecho singular cuya explicación nos llevaría muy lejos.
El examen psicoanalítico de las psiconeurosis nos ha enseñado que sus
síntomas se derivan de tendencias sexuales reprimidas, pero que permanecen
en actividad. Podemos completar esta fórmula, añadiendo: estos síntomas
pueden también derivarse de tendencias sexuales coartadas en su fin,
pero coartadas de un modo incompleto o que hace posible un retorno al
fin sexual reprimido. Esta circunstancia explica el que la neurosis
haga asocial al individuo, extrayéndole de las formaciones colectivas
habituales. Puede decirse que la neurosis es, para las multitudes, un
factor de disgregación en el mismo grado que el amor. Así, observamos
inversamente que siempre que se manifiesta una enérgica tendencia a
la formación colectiva se atenúan las neurosis e incluso llegan a desaparecer,
por lo menos durante algún tiempo. Se ha intentado, pues, justificadamente,
utilizar con un fin terapéutico esta oposición entre la neurosis y la
formación colectiva. Incluso aquellos que no lamentan la desaparición
de las ilusiones religiosas en el mundo civilizado moderno convendrán
en que mientras tales ilusiones conservaron su fuerza, constituyeron,
para los que vivían bajo su dominio, la más enérgica protección contra
el peligro de la neurosis. No es tampoco difícil reconocer en todas
las adhesiones a sectas o comunidades místico-religiosas o filosófico-místicas,
la manifestación del deseo de hallar un remedio indirecto contra diversas
neurosis. Todo esto se relaciona con la oposición entre tendencias sexuales
directas y tendencias sexuales coartadas en su fin.
Abandonado a sí mismo, el neurótico se ve obligado a sustituir las grandes
formaciones colectivas, de las que se halla excluido, por sus propias
formaciones sintomáticas. Se crea su propio mundo imaginario, su religión
y su sistema de delirio y reproduce así las instituciones de la humanidad
en un aspecto desfigurado, que delata la poderosa contribución aportada
por las tendencias sexuales directas.
E.- Antes de terminar, esbozaremos, situándonos en el punto de vista
de la libido, un cuadro comparativo de los diversos estados de que nos
hemos ocupado: el enamoramiento, la hipnosis, la formación colectiva
y la neurosis.
El enamoramiento reposa en la coexistencia de tendencias sexuales directas
y tendencias sexuales coartadas en su fin, atrayendo a sí el objeto
una parte de la libido narcisista del Yo. En este estado no caben sino
el Yo y el objeto.
La hipnosis comparte con el enamoramiento la limitación a tales dos
personas -el objeto y el Yo- pero reposa totalmente en tendencias sexuales
coartadas en su fin y coloca el objeto en el lugar del ideal del Yo.
La masa multiplica este proceso, coincide con la hipnosis en la naturaleza
de los instintos que mantienen su cohesión y en la sustitución del ideal
del Yo por el objeto, pero agrega a ello la identificación con otros
individuos, facilitada, quizá, primitivamente, por la igualdad de la
actitud con respecto al objeto.
Estos dos últimos estados, la hipnosis y la formación colectiva son
residuos hereditarios de la filogénesis de la libido humana; la hipnosis
habría subsistido como disposición, y la masa, además, como supervivencia
directa. La sustitución de las tendencias sexuales directas por las
coartadas favorece en estos dos estados, la separación entre el Yo y
el ideal del Yo, separación que se inició ya en el enamoramiento.
La neurosis se separa de esta serie. También ella reposa en una particularidad
de la evolución de la libido humana: en la doble articulación de la
función sexual directa, interrumpida por el período de latencia. En
este aspecto, comparte con la hipnosis y la formación colectiva el carácter
regresivo, del que carece el enamoramiento. Se produce siempre que el
paso de los instintos sexuales directos a los instintos sexuales coartados
no ha podido efectuarse totalmente, y corresponde a un conflicto entre
los instintos acogidos en el Yo que han efectuado tal evolución y las
fracciones de dichos mismos instintos que desde lo inconsciente reprimido
-y al igual de otros movimientos instintivos totalmente reprimidos-
tienden a su satisfacción directa. La neurosis posee un contenido muy
rico, pues entraña todas las relaciones posibles entre el Yo y el objeto,
tanto aquellas en las que el objeto es conservado como aquellas en las
que es abandonado o erigido en el Yo, y por otro lado, las relaciones
emanadas de conflictos entre el Yo y el ideal del Yo.
[Traducción de Luis López-Ballesteros
y de Torres]