COSAS RARAS
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Y por si todo eso fuera poco, los tres son
equipos modestos, desconocidos o casi, sin ningún jugador famoso, y
pobres. En realidad, ni siquiera tienen estadio. Nunca juegan en casa,
nunca son locatarios. Son equipos errantes, condenados a jugar en tierras
extrañas y ante tribunas vacías. En la aldea de Sakhnin, en Galilea,
nunca hubo un estadio ni cosa semejante, aunque el gobierno israelí
lo ha prometido varias veces. El Terek jugaba en el estadio de Grozny,
que está clausurado desde que los independentistas chechenos colocaron,
allí, una bomba bajo la butaca del presidente impuesto por los rusos.
Y en Irak sólo hay campos de batalla. Ya no quedan campos de fútbol.
Las tropas de ocupación, que a esta altura han olvidado ya los pretextos
de su invasión criminal, han convertido los espacios deportivos en hospitales
o en cementerios. Donde estaba el estadio de Bagdad, hay ahora una base
militar que alberga tanques de los Estados Unidos. La selección iraquí
entrenó en campos donde pastaban los rebaños de ovejas.
Un símbolo poderoso, un asunto misterioso: no se sabe por qué, aunque no faltan teorías, pero el hecho es que en el mundo de nuestro tiempo, mucha gente encuentra en el fútbol el único espacio de identidad en el que se reconoce y el único en el que de veras cree. Sea como fuere, por los motivos que sea, la dignidad colectiva tiene mucho que ver con el viaje de una pelota que anda por los caminos del aire. Y no me refiero sólo a la comunión que el hincha celebra con su club cada domingo desde las tribunas del estadio, sino también, y sobre todo, al juego jugado en los potreros, en los campitos, en las playas, en los pocos espacios públicos todavía no devorados por la urbanización enloquecida. Enrique Pichon-Rivière, psiquiatra argentino, amoroso estudioso del dolor humano, había comprobado la eficacia del fútbol como terapia de laspatologías derivadas del desprecio y de la soledad. Este deporte compartido, que se disfruta en equipo, contiene una energía que mucho puede ayudar a que aprendan a quererse los despreciados y a que se salven de la soledad los que parecen condenados a incomunicación perpetua. Es muy reveladora, en este sentido, la experiencia en Australia y en Nueva Zelanda. Allí, las lenguas nativas no conocían la palabra “suicidio”, por la sencilla razón de que el suicidio no existía en la población aborigen. Al cabo de algunos siglos de racismo y marginación, la violenta irrupción de la sociedad de consumo y sus implacables valores han logrado que los indígenas elijan ahorcarse. En estos últimos años, sus niños y jóvenes han registrado los índices de suicidios más altos del mundo. Ante ese panorama aterrador, de tan profundas raíces, de raíces tan rotas, no hay fórmulas mágicas de curación. Pero por algo coinciden los testimonios de la linda gente que trabaja contra la muerte. Son sorprendentes los resultados de esta terapia capaz de devolver los perdidos sentimientos de pertenencia y fraternidad: el deporte, y sobre todo el fútbol, es uno de los pocos lugares que brindan refugio a quienes no encuentran lugar en el mundo, y mucho contribuye al restablecimiento de los lazos solidarios rotos por la cultura del desvínculo que hoy por hoy manda en Australia, en Nueva Zelanda y en el mundo. No es un milagro químico. Están dopados por el entusiasmo y la alegría. Mejor dicho: dopadas. Los once jugadores de cada equipo son mucho más que once. Mejor dicho: las once jugadoras. En ellos, juega un gentío. Mejor dicho: en ellas. Estos son rituales de afirmación de los humillados. Mejor dicho: las humilladas. Poquito a poco, el fútbol de las mujeres ha ido ganando un espacio en los medios dedicados a la difusión de ese deporte de machos para machos, que no sabe qué hacer con esta imprevista invasión de tantas señoras y señoritas. A nivel profesional, el desarrollo del fútbol femenino encuentra,
hoy por hoy, cierta resonancia. Pero no encuentra eco ninguno, o
despierta ecos enemigos, en el juego que se practica por el puro
placer de jugar. En Zanzíbar y en Sudán,
los hermanos varones, custodios del honor de la familia, castigan
con palizas esta loca manía de sus hermanas que se creen hombres
capaces de patear una pelota y que cometen el sacrilegio de descubrir
el cuerpo. El fútbol, cosa de machos, niega a las mujeres campos
de entrenamiento y de juego. Los hombres se niegan a jugar contra
las mujeres. Por respeto a la tradición religiosa, dicen. Puede
ser. Además, ocurre que cada vez que juegan, pierden.
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