Poeta
argentino nacido en Buenos Aires el 17 de agosto de 1891, en el seno de una
familia adinerada que le procuró una esmerada educación en importantes centros
educativos europeos.
Estudió Derecho, y muy pronto, a raíz de sus contactos con los poetas exponentes
de la vanguardia europea, publicó en 1922 su primer libro de poemas, «Veinte
poemas para ser leídos en el tranvía», seguidos luego por «Calcomanías» en 1925,
«Espantapájaros» en 1932, «Persuasión de los días» en 1942, «Campo nuestro» en
1946 y «En la masmédula» en 1954, obra que constituye en su trabajo más audaz en
el campo de la poesía.
Al iniciarse la década de los años cincuenta, guiado por su interés en las artes
plásticas, incursionó en la pintura con una marcada tendencia surrealista,
gracias a su profundo conocimiento de la pintura francesa.
En 1961 sufrió un grave accidente que le disminuyó sus condiciones físicas. En
1965 viajó por última vez a Europa y a su regreso a Buenos Aires, murió el 24 de
enero de 1967.
El misterioso
mercurio que convierte ciertas páginas de poesía en un espejo capaz de reflejar
las más reveladoras imágenes del sueño y de la tierra, suele, a menudo,
disolverse con los años para dejar sólo un papel amarillento, unas palabras
carbonizadas. Era falso.
Al abrir ciertos libros que nos parecieron invulnerables en su momento suele
encontrarse en ellos apenas algún huesecillo de frases que resiste, o sólo la
flor ya seca que se colocó como señal. El miedo a la poesía, al extremo
testimonio del ser que ella exige, la sumisión a toda clase de cálculos y
conformismos acaba, tarde o temprano por aparecer al desnudo. Un metro de hierro
negro restablece entonces, con despiadada objetividad, las jerarquías. Lo más
bello del tiempo, su blasfemia, establece constantemente una óptica nueva.
Casi medio siglo desde la aparición de una obra poética es tal vez el mínimo
lapso exigible para estimar su poder, su resistencia a los gérmenes de
descomposición que ponen en ella las circunstancias, el tono de una época, la
situación histórica. Sólo una fuerza poética capaz de engendrar incesantemente
nuevas energías, de abrir nuevas perspectivas de interpretación a las que
parecieran haberse consumido en un momento dado, la salvarán de todo carácter
fantasmal, harán de la misma una constelación. Al acercarnos hoy a la poesía de
Girondo, se nos presenta indemne. Nada se ha perdido de la fresca vitalidad de
sus primeros libros, y mucho menos, de la trágica aventura existencial que
testimonia el último. De uno a otro extremo brilla la trayectoria de ese "rayo
que no cesa", la expresión de un espíritu en el que se nos imponen como rasgos
capitales una apasionada avidez de la vida y una ardiente sinceridad.
En efecto, sus seis
libros de poesía, tanto como Interlunio -esa extraña historia nocturna de la
frustración- poseen, a pesar de sus diferentes entonaciones, una misma
coherencia interna que pone de manifiesto lo que esa poesía tiene de
ineluctable, su movimiento en un sentido único, lo que posee de destino.
da uno de ellos
constituye una etapa en un largo periplo que se nos presenta como el balance
cada vez más desolado de una exploración esencial de la realidad exterior y de
los límites últimos del ser. Aventura jugada en dos planos paralelos:
experiencia y lenguaje, vida y expresión. Comienza por la captación sensual y
ávida del mundo inmediato y la fiesta de las cosas. Termina por un descenso
hasta los últimos fondos de la conciencia en su trágica inquisición ante la
nada.
El lenguaje sigue y crea al mismo tiempo ésta aventura, recíprocamente la
condiciona y es condicionado por ella. Desde la nitidez rotunda de Veinte poemas
para leer en el tranvía, a las fórmulas encantatorias de En la masmédula, se
desarrolla un proceso verbal que va desde la escritura lineal y lúcida del
comienzo hasta los mecanismos más remotos del lenguaje, en la profundidad de su
origen. Mientras su presa es la realidad externa se dibuja preciso, directo,
salta sobre las cosas con un zarpazo o las ilumina con imágenes netas, casi
palpables. Cuando se vuelve hacia el abismo interior pierde su ordenación
frontal, se torna hirviente, se crispa y estalla con la violencia de la presión
que recibe.
La obra de Girondo
se ordena así como una solitaria expedición de descubrimiento y conquista,
iniciada bajo un signo diurno, solar, y que paulatinamente se interna en lo
desconocido, llega a los bordes del mundo, una travesía en la que alguien, en su
conocimiento deslumbrado de las cosas, siente que el suelo se hunde bajo sus
pies a medida que avanza, hasta que las cosas mismas acaban por convertirse en
las sombras, de su propia soledad.
Intensa y breve, esta obra posee una característica especial: se despliega en
una especie de ininterrumpida ascensión, en un proceso que culmina en un punto
de incandescencia máxima: su último libro. Un estallido final, un gran reverbero
que concentra en un foco único todos los fuegos anteriores. En otros autores
también sus libros suelen sucederse a distintos niveles, pero el máximo se
encuentra a veces al comienzo o en medio, seguido con frecuencia de otros menos
significativos. La obra de Girondo tiene un sentido vertical, constituye así una
especie de accésis. Y su vértice excede tanto las medidas corrientes que pasará
aún mucho tiempo antes de que se le haga justicia en toda su vertiginosa
dimensión.
"Que se atrevan a
vivir la poesía" ha dicho Bretón. Es decir, a vivir en la revelación de las
cosas, en la conciencia de su naturaleza abisal, con la sinceridad salvaje que
la auténtica poesía implica.
Girondo conocía la
vanidad de los éxitos literarios, la urdimbre de servilismo, adulación y baja
política que a menudo los condiciona. "¿Un éxito eventual sería capaz de
convencernos de nuestra mediocridad? ¿No tendremos una dosis suficiente de
estupidez como para ser admirados?" se pregunta ya en el prólogo de su primer
libro. La exigencia de una moral poética será para él cada vez más intensa. Así
identificará luego la degradación de la poesía con la degradación del mundo y
del amor: "Nos sedujo lo infecto... / los poetas de moco enternecido" (P. 278) ,
toda esa escoria "que confunde el amor con el masaje, / la poesía con la congoja
acidulada" (P. 280), juntos desprecio y compasión para quienes son esclavos de
una retórica prefabricada, nutridos "de canciones en pasta, / de pasionales
sombras con voces de ventrílocuo" (P. 324).
En su juventud
participó con entusiasmo en el movimiento "Martín Fierro", que difundió en
nuestras letras algunas de las inquietudes y búsquedas de los movimientos de
vanguardia que por entonces agitaban a Europa. Fue un animador, una figura
núcleo, un hombre de incitaciones, un trasmisor de energías. En el segundo
número de la revista del grupo aparece un manifiesto firmado por Girondo. Pero
terminada la euforia inicial, continuó su marcha solitaria. Volvió la espalda a
sus compañeros de generación, que tras proclamar una mistificada actitud
iconoclástica, acabaron por ubicarse dentro de las jerarquías tradicionales,
pastando idílicamente en los prados de los suplementos dominicales. La
efervescencia martinfierrista se diluyó en una mera discusión de aspectos
formales. Ajenos a un auténtico inconformismo, la mayoría de los componentes del
grupo terminaron en las más reaccionarias actitudes estéticas. En este terreno,
sus propias audacias -que por lo demás no habían ido muy lejos- no tardaron en
aterrorizarlos. Excepto algunos pocos -entre los cuales debe destacarse a
Girondo y Macedonio Fernández- casi todos ellos han ofrecido un triste
espectáculo de deserción y caducidad.
Pero al contrario de
la perspectiva del ojo, en la perspectiva de la poesía las cosas se agrandan a
medida que se alejan. Tal ocurre con la obra de Girondo. El paso de los años nos
lo muestra cada vez más intransigente en su búsqueda. A tal punto que lo que
escribe a los sesenta y cinco años cuestiona mucho más los límites de la
expresión que lo que escribe en su juventud. El camino inverso de casi todos sus
compañeros de grupo, beatificados con la aureola del Buen Gusto y las Buenas
Costumbres.
Para Girondo la poesía constituye la forma más alta de conocimiento, una
intuición total de la realidad, con una autonomía irreducible, por lo tanto, a
un lenguaje de relaciones establecidas. "Es necesario declararle la guerra a la
levita, que en nuestros días lleva a todas partes" -declara en la carta incluida
en la edición de bolsillo de Veinte poemas-. Y en otra parte de la misma: "Yo no
tengo ni deseo tener sangre de estatua". Treinta y cinco años más tarde
confirmará el mismo sentido: al poema "hay que buscarlo ignífero super-impuro
leso / lúcido beodo / inobvio" (M. 411). No teme incorporar a su visión lo que
un lirismo acaramelado considera "feo". Pero ese "feísmo" no es otra cosa que
amor hacia todas las formas del mundo, fuera de sus connotaciones humanas, en su
pureza primordial. Ante el trágico resplandor de la existencia las convenciones
estéticas se resquebrajan. Girondo tiene el mal gusto de moverse como un animal
inocente, el mal gusto exaltante de llegar hasta su propia desnudez, en el
desamparo sin límites del ser.
Ante la revelación
deslumbradora y terrible de estar vivo ¿cómo no sentir su naturaleza gratuita e
indescifrable? "El solo hecho de poseer un hígado y dos riñones ¿no justificaría
que pasáramos los días aplaudiendo a la vida y a nosotros mismos? ¿Y no basta
con abrir los ojos y mirar para convencernos de que la realidad es, en realidad,
el más auténtico de los milagros?", exclama. (E. 191). De toda su obra
trasciende esa entrega vital. Y la poesía, después de todo, ¿qué es sino "abrir
los ojos y mirar"? "De ahí ese amor, esa gratitud enorme que siento por la vida,
esas ganas de lamerla constantemente, esos ímpetus de prosternación ante
cualquier cosa... ante las estatuas ecuestres, ante los tachos de basura..." (E.
192). Sus tres primeros libros están atravesados por ese entusiasmo, que les
confiere una tensión particular. Pero al penetrar cada vez más hondo en las
apariencias éstas descubren una calidad aterrorizante: "lo fugaz perpetuo" (M.
419). La experiencia se tornará cada vez más amarga, hasta la confesión final:
"qué nada toco / en todo" (M. 428). El infierno es la condena a las llamas de un
deseo infinito. En la masmédula es el destello de una temporada en el infierno,
pues la pasión por la vida, ante la misma conciencia de la nada, se exaspera, se
exacerba aún más, se transforma en pasión desesperada por una realidad tantálica
que no por eso deja de ser adorable.
En
unas líneas dirigidas a Evar Méndez acompañando la carta incluida luego en
Veinte Poemas -carta, por otra parte, que pareciera haber sido escrita hoy
mismo- dice Girondo: "Un libro, -y sobre todo un libro de poemas- debe
justificarse por sí mismo, sin prólogos que lo defiendan o lo expliquen". La
poesía, es verdad, no puede "explicarse", dada la inmanencia con que usa el
lenguaje. Sólo es posible exponer el sentido de un poema, según la sensibilidad
del lector, seguir algunas de las significaciones contenidas en la obra de un
poeta, y que de ningún modo la agotan, pues cada lector establecerá con ella una
relación propia, descubrirá nuevos ecos en nuevas direcciones.
La poesía de
Girondo, dijimos, tiene un impulso unánime hacia esa pendiente vertiginosa,
donde se desploma a manera de catarata: su último libro, en el que todos los
elementos se transfiguran a la temperatura del fuego central. Pero en esa
corriente ininterrumpida pueden señalarse, sin embargo, tres momentos bien
definidos. Uno inicial, que incluye sus dos primeras obras: Veinte poemas para
leer en el tranvía y Calcomanías, recorrido de las formas más concretas y donde
se instaura el diálogo con lo inmediato, la relación instantánea con las cosas,
la experiencia de los sentidos y el mundo exterior. Otro, intermedio, situado ya
a mitad de camino entre la tierra y el sueño, entre la realidad y el deseo. Han
desaparecido los medios de transporte -ya innecesarios-, las cosas se someten a
un conjuro, se sobrepasan o circulan irisadas por el delirio. Situamos aquí a
Espantapájaros (también el único relato de Girondo, Interlunio, se ubica en esa
dimensión). Y por último, la plena asunción de esa terrible intemperie del
espíritu, esbozada primero en Persuasión de los días para culminar En la
masmédula. Un dinamismo ascendente, en el que se irá desprendiendo como de un
lastre del orden utilitario de las cosas, hasta que estas adquieren una
transparencia calcinada, fundidas en un único reverbero.
Los dos primeros libros de Girondo, en efecto, son dos libros de viaje, en un
sentido literal: el poeta recorre el mundo, toca el nervio de los lugares, anota
vivencias. En cierto sentido son realistas. Pero hay en ellos una manera
particular de sacar a la realidad de sus moldes, de sorprenderla en gestos
imprevistos, a tal punto que lo cotidiano adquiere una sorprendente novedad, una
exaltación.
Ambos libros son el círculo invisible de un gran gesto de saludo a su alrededor,
y a la vez, un espectáculo donde las cosas actúan como protagonistas. Avanzan
hacia el lector con una impetuosidad desbordante, en medio de ese vasto
escenario donde todo gesticula, se humaniza, se agita: "los edificios saltan
unos arriba de otros" (V. 62), "las mesas dan un corcovo y pegan cuatro patadas
en el aire" (V. 65), hay góndolas "con ritmo de cadera" (V. 66), el "campanile"
de San Marcos exhibe sus "falos llamativos" (V. 67), los moños "liban las
nalgas" de las chicas de Flores (V. 69), el sol "apergamina la epidermis de las
camisas" (V. 73). Incluso la esencia misma de la inmovilidad, la montaña,
adquiere una calidad errante: "Caravanas de montañas acampan en los alrededores"
(V. 61).
Ese sentimiento de la acción y el tránsito de las cosas: "calles que suben, /
titubean, /...se agachan bajo las casas" (C. 107), o "muerden los pies" (C.
107), una hélice se detiene "así las casas no se vuelan" (C. 106), nos revelará
más adelante el significado latente de esa realidad: la fuga. Ese mundo del
gesto y las apariencias acabará por desaparecer para dejar al desnudo la nada
que ocultaba. Mientras tanto, la intuición de la misma crea una óptica grotesca,
de la que salta, como de un brusco cortocircuito de la corriente emotiva, la
chispa ambivalente del humor, entre la agonía y el orgullo. Es este uno de los
rasgos permanentes de la poesía de Girondo.
El humor es una paradójica manifestación del deseo de absoluto. Nace de una
diferencia de niveles, de una desproporción. La conciencia de las posibilidades
infinitas del ser en pugna con los limites de la condición humana, hace brotar
ese orgullo resplandeciente, como un desafío. En Girondo el humor tiene un
acento particularísimo. Un humor al que no vacilo en llamar negro -ese grado
supremo del humor poético- pese a su contenido de voracidad sensual. Justamente,
esa exigencia desmesurada desemboca en la fatalidad de amar sin remedio algo que
jamás responde a la totalidad deseada. El humor se abre entonces como una salida
de fuego de la realidad mediocre. No es una evasión, sino una puesta en juicio
de esa realidad, un estado de supervigilia donde, sin embargo, el delirio
circula con los ojos abiertos, en un combate sin fin con las formas
impenetrables del mundo. En la obra de Girondo ese resplandor no deja de
iluminar con una plenitud jocunda la insuficiencia del contorno.
De izquierda a derecha: Oliveiro Girondo,
Aldo Pellegrini,
Norah Lange. A la derecha en primer plano, Francisco Madariaga
Ese déficit entre el
deseo y su objeto, del que nace el humor, se traduce por el sentido de lo
grotesco en la poesía girondiana. Su pasión hambrienta de la existencia revela
constantemente ese contenido de corrupción, de descomposición que la misma
oculta en todas sus formas, y que aparece desde el primer texto de Veinte
poemas:
Douarnenez,
en un golpe de cubilete,
empantana
entre sus casas como dados,
un pedazo de mar...
A la imagen, de un dinamismo lúdico, del pueblo que juega a los dados con sus
casas, responde instantáneamente la negación del mar convertido en pantano,
degradado de su pureza y su inmensidad. Ese mismo tema de la exuberancia que se
corrompe, como si la intensidad misma de la vida fermentara en un proceso de
eterna descomposición, es una nota insistente en todo el libro: "unos ojos
pantanosos, con mal olor", "unos dientes podridos por el dulzor de las romanzas"
(V. 55). La mirada del público -por exceso- "apergamina la piel de las artistas"
(V. 55) o el sol "ablanda el asfalto y las nalgas de las mujeres" (V. 62),
(siempre efectos de deterioro o de daño en una realidad que parece no soportar
ni el entusiasmo ni la pasión).
En el universo girondiano, siempre al borde de la catástrofe, una carga
demasiado intensa de energía se manifiesta en una especie de tremendismo. Es
otro de sus rasgos. En los dos libros iniciales, y también en Espantapájaros,
aparece como una desproporción entre la causa y el efecto. Las sensaciones se
producen como un estallido, cada gesto distorsiona el conjunto, resulta
energuménico, posee una fuerza de expansión desorbitada: "Una descarga de ¡oles!
que desmaya las ratas que transitan por el corredor" (C. 113), un "cantaor"
"tartamudea una copla / que lo desinfla nueve kilos" (C. 113), hay "tabernas que
cantan con una voz de orangután" (V. 53). Todo es allí atronador, cualquier acto
retumba como un vendaval, todo es desmesurado, desbordante: piernas "que hacen
humear el escenario" (V. 55), "Frutas que al caer hacen un huraco enorme en la
vereda" (V. 62), "un café que perfuma todo un barrio de la ciudad durante diez
minutos" (V. 62), "pupilas que se licuan al dar vuelta la cartas" (V. 75),
butacas que "nos atornillan sus elásticos y nos descorchan un riñón" (C. 102),
"párpados como dos castañuelas" (C. 112), o la confesión exultante de
Espantapájaros: "El intento de comprobar que es uno mismo es un peatón
afrodisíaco, lleno de fuerza, de vitalidad, de seducción; lleno de sentimientos
incandescentes, de sexos indeformables, de todos los calibres, de todas las
especies". Y más adelante: "¡Mamón que usufructúa de un temperamento devastador
y reconstituyente, capaz de enamorarse al infrarrojo, de soldar vínculos
autógenos de una sola mirada, de dejar encinta una gruesa de colegialas con el
dedo meñique...!" (E. 176).
Ahora bien, en ese mundo de sangre trepidante de Girondo, aturdido por el
desborde de su propia vitalidad, el silencio, y su ámbito la noche, adquieren
una índole admonitoria, algo así como la insinuación de un peligro, de una
amenaza. En Veinte Poemas los dos "Nocturnos" se abren como una grieta que puede
desmoronarlo todo. Dos breves paréntesis, suficientes, sin embargo, para
introducir el desasosiego en esa fiesta de los sentidos, la sensación de algo
tenebroso y difuso, en acecho bajo el calor y la algarabía diurna.
Cuando los ruidos del día se apagan, se perciben esos otros ruidos de la sombra
"como gritos extrangulados, como si se asfixiaran dentro de las paredes" (V.
59), mucho más inquietantes que el trueno de la acción, y que parecen proceder
no del contorno sino del fondo mismo de la conciencia, ese "trote de los
jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón" (V. 59), o ese "canto humilde y
humillado de los mingitorios cansados de cantar" (V. 77).
En Veinte Poemas la
muerte es todavía apenas un presentimiento, como si se volviera la cabeza ante
su sombra para mirar a otro lado. Sólo se insinúa por un vago miedo, por cierta
sensación de desamparo y soledad que invade los "Nocturnos". En Veinte Poemas no
hay muerte aún, sino sólo una aprensión confusa: "miedo de que las casas se
despierten de pronto y nos vean pasar", cuando el diálogo con el mundo se ha
cerrado de golpe, hasta que "el único consuelo es la seguridad de que nuestra
cama nos espera con las velas tendidas hacia un país mejor" (V. 77), con esa
imagen del lecho como barco, presente, con distintas formas, en la poesía de
diversas latitudes, y que de nuevo se repetirá en Persuasión de los días:
Un homenaje no apto
para solemnes
La edición facsimilar de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, libro
fundacional de las vanguardias latinoamericanas, con ilustraciones del propio
Girondo, “es como la restauración de la Capilla Sixtina”, dice el investigador
Martín Greco.
Por Silvina Friera
“Ningún prejuicio más ridículo que el prejuicio de lo sublime.” Oliverio Girondo
cumplió este mandato del epígrafe de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía
(Tajamar editores), libro fundacional de las vanguardias latinoamericanas, cuya
edición facsimilar se edita por primera vez con las diez ilustraciones
originales del propio poeta, coloreadas por Charles Keller, justo cuando se
cumplen –mañana– 120 años de su nacimiento. La presentación de esta especie de
“octava maravilla” literaria es como asistir, salvando las distancias, a la
restauración de la Capilla Sixtina, según plantea el investigador Martín Greco.
La efeméride redonda es caldo de cultivo para numerosos homenajes que deberán
sortear el tinte solemne y a veces excesivamente académico, auténticas patadas a
los ojos o al “estómago ecléctico” de la estética girondiana (ver recuadro). “Yo
no tengo, ni deseo tener, sangre de estatua. Yo no pretendo sufrir la
humillación de los gorriones –escribió Girondo en un prólogo destinado a la
posteridad–. Yo no aspiro a que me babeen la tumba de lugares comunes, ya que lo
único realmente interesante es el mecanismo de sentir y de pensar.”
El hombre que rompía sus papeles, como lo definía Raúl Gustavo Aguirre, ese
espíritu iconoclasta con aire juguetón y cosmopolita, trabajó arduamente, con
ese afán perfeccionista que lo caracterizaba, en Veinte poemas para ser leídos
en el tranvía. Garabateó y desechó borradores y manuscritos durante años,
alrededor del mundo, hasta poder rescatar un puñado de poemas y dibujos. Su
primer libro apareció en Francia a fines de 1922 –el mismo año en que se publicó
Trilce, de César Vallejo–, en una edición de semilujo de mil ejemplares
numerados, pagada por el propio autor. Al año siguiente, Girondo regresó a
Buenos Aires, trayendo en el barco cajas y cajas con su poemario. Como una
bocanada de aire fresco en medio de un ambiente rancio, el poeta arrimó, además,
las novedades de la poesía francesa a nuestro país. “El libro tuvo bastante
repercusión entre artistas e intelectuales –subraya Martín Greco, especialista
en la obra del poeta, a Página/12–. Una de las críticas más divertidas de la
época la escribió Ramón Gómez de la Serna, que cuenta cómo leyó realmente el
libro en un tranvía de Madrid, pidiendo boleto hasta el último poema. Al final,
dice, pagó el boleto de vuelta para poder releer el libro. La idea de que los
poemas tenían que ser leídos en el tranvía era una declaración más poética que
práctica. La verdad es que el libro era grande, grandísimo, difícil de maniobrar
en un tranvía.”
El primer poemario de ese “niño bien” lubricado por el arte de la provocación
tuvo una segunda edición de bolsillo, publicada por el periódico Martín Fierro
(1925). “No tenía la calidad del original; el papel era rústico, las
ilustraciones eran en blanco y negro, pero sirvió para darle al libro una
difusión casi masiva”, recapitula Greco, escritor, guionista de cine y docente
en la UBA y el IUNA. “Girondo le agregó, como prólogo, una carta a Evar Méndez y
otros amigos, que es toda una declaración de principios de la literatura de
vanguardia. Allí dice que la poesía es más que nada una nueva forma de
percepción de la realidad: se pueden encontrar poemas tirados en una escalera,
en la calle, y el poeta los recoge ‘como quien junta puchos en la vereda’...”.
Las chicas de Flores –las de antaño como las que se criaron y vivieron en ese
barrio– serán eternamente girondianas. Siempre tendrán, gracias al poema Exvoto,
“los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino”.
El último párrafo del prólogo es un gran manifiesto rupturista. “Lo cotidiano,
sin embargo, ¿no es una manifestación admirable y modesta de lo absurdo? Y
cortar las amarras lógicas, ¿no implica la única y verdadera posibilidad de
aventura? ¿Por qué no ser pueriles, ya que sentimos el cansancio de repetir los
gestos de los que hace 70 siglos están bajo la tierra? Y ¿cuál sería la razón de
no admitir cualquier probabilidad de rejuvenecimiento? ¿No podríamos atribuirle,
por ejemplo, todas las responsabilidades a un fetiche perfecto y omnisciente, y
tener fe en la plegaria o en la blasfemia, en el albur de un aburrimiento
paradisíaco o en la voluptuosidad de condenarnos? ¿Qué nos impediría usar de las
virtudes y de los vicios como si fueran ropa limpia, convenir en que el amor no
es un narcótico para el uso exclusivo de los imbéciles y ser capaces de pasar
junto a la felicidad haciéndonos los distraídos?” El poeta continúa con su
afiladísima arenga: “Yo, al menos, en mi simpatía por lo contradictorio
–sinónimo de vida– no renuncio ni a mi derecho de renunciar, y tiro mis Veinte
poemas, como una piedra, sonriendo ante la inutilidad de mi gesto”.
La edición facsimilar de Tajamar editores reproduce el tamaño original y los
dibujos del poeta en todo su esplendor. Veinte poemas era/es de gran formato: 32
cm de alto y 24 de ancho. “Recuperar estas ilustraciones es, salvando las
distancias por supuesto, como la restauración de la Capilla Sixtina: una
explosión de color deslumbrante, que nos obliga a leer la obra de nuevo,
poniendo en crisis nuestras convicciones previas”, compara Greco. Girondo sigue
la estela de una larga tradición de poetas pintores, como William Blake. “Tal
vez sus antecedentes más inmediatos hayan sido las obras de la vanguardia
francesa, como la increíble edición de la Prosa del Transiberiano de Blaise
Cendrars, que era una sola hoja plegada de dos metros, con ilustraciones de
Sonia Delaunay”, conjetura el investigador.
El interés de Girondo por las artes visuales fue permanente; escribió muchas
páginas sobre artes plásticas y a lo largo de su vida nunca dejó de pintar.
“Hace pocos años, Patricia Artundo organizó en el Museo Xul Solar una exposición
muy completa donde se pudo apreciar gran parte de ese trabajo artístico, hasta
entonces desconocido –precisa Greco–. Una de sus obras más interesantes es La
mujer etérea. Girondo ya había titulado así otro trabajo muy curioso, cuando en
1933 se hizo una muestra de pinturas y dibujos de escritores en la que
expusieron Nicolás Olivari, Alfonsina Storni, Jorge Luis Borges y Raúl González
Tuñón. La obra de Girondo, una especie de antecedente del arte conceptual,
consistía en una caja cerrada, atada con un piolín, donde se leía la
inscripción: ‘Aquí yace la mujer etérea, la del corazón bien plantado...’.”
Ahora que se presenta esta “octava maravilla” resulta oportuno revisar el legado
del poeta. Greco afirma que Veinte poemas es “una de las obras centrales de la
literatura de vanguardia”. Y agrega que junto a Fervor de Buenos Aires, de
Borges, “dio el impulso para que la literatura argentina pegara el salto a la
modernidad”. Borges mismo expresó el cimbronazo que significó ese poeta que se
apropiaba de todas las tradiciones, que las mezclaba y las desnaturalizaba hasta
insuflarles un sentido estético profundamente innovador. “Es innegable que la
eficacia de Oliverio Girondo me asusta... Lo he mirado tan hábil, tan apto para
desgajarse de un tranvía en plena largada y para renacer sano y salvo entre una
amenaza de klaxon y un apartarse de transeúntes, que me he sentido provinciano
junto a él... Girondo es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les
tira un manotón. Luego, las estruja, las guarda.” Greco invita a reflexionar
sobre la influencia del autor de Espantapájaros (1933) y En la masmédula (1956)
en las nuevas generaciones de lectores. “Es uno de los pocos autores argentinos
del siglo pasado que siguen produciendo lectores y nuevas miradas acerca de sus
escritos. Pero la admiración de miles de lectores anónimos y silenciosos no se
corresponde con el reconocimiento oficial. A diferencia de Borges o Marechal,
todavía no tiene una calle con su nombre. Podrían darle ese tramito de Suipacha
que no parece Suipacha, entre Libertador y Posadas, donde Girondo vivió más de
treinta años”, propone Greco.
Cuatro en Literatura, diez en Dibujo
Oliverio Girondo, dice Martín Greco, era un personaje “muy” particular.
“Encontré muchos poemas inéditos o perdidos en diarios y revistas, que nunca se
habían recuperado. No hay una biografía de él, aunque sí de la esposa, Norah
Lange, con quien formó una pareja de escritores única.” Con Susana Lange,
sobrina del poeta, Greco está trabajando en la primera biografía de Girondo. “Ya
revisamos una gran cantidad de papeles inéditos y correspondencia, y nunca
dejamos de sorprendernos. Entre las cosas que encontramos, gracias a los
directivos del ILSE, está el certificado de estudios de Girondo. Y descubrimos
un hecho muy significativo, que pondría contentos a sus enemigos, pero que nos
ayuda a pensar mejor esta figura del poeta pintor. Durante todos sus estudios, a
Girondo le fue mal en lengua y bien en arte. Por ejemplo, en cuarto año, cursado
en 1907, se sacó 4 en Literatura y 10 en Dibujo.”
Fiebre girondiana
A 120 años del nacimiento de Oliverio Girondo, un puñado de actividades y
homenajes servirán de anzuelo para difundir la obra del poeta. Miles de
ejemplares de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía serán distribuidos
mañana en distintas estaciones del Metrobus (Liniers, Nazca, Corrientes y Puente
Pacífico) y del Premetro (estación Intendente Saguier). Será un miércoles, sin
dudas, girondiano. A las 16, en el Café Tortoni, se presentará el espectáculo
Espantapájaros, unipersonal a cargo de Osvaldo Tesser, con entrada libre y
gratuita. A las 19, la edición facsimilar de Veinte poemas, en el Museo Isaac
Fernández Blanco. Los homenajes continuarán el sábado a partir de las 14 en
Emilio Mitre y José Bonifacio con la presentación de Creo que creo en lo que
creo que no creo, a cargo de Ramiro Vayo y Morgana Marchesi, lectura en formato
radial de una selección de textos de diferentes libros y etapas de Girondo con
tono humorístico y cortinas musicales.
* Veinte poemas para ser leídos en el tranvía se presentó el miércoles 17 de
agosto de 2011 en el Museo Isaac Fernández Blanco.
Clic en la imagen para leer online en el sitio
Internet Archive.
la cama que me
espera
-el velamen tendido-
anclada en la penumbra (P. 300)
El escalofrío que
recorre los "Nocturnos" de Veinte poemas es sólo una nota de alerta. Más tarde,
en los últimos libros, una conciencia desgarradora de la muerte ocupará su
sitio, lo invadirá todo. Por ahora, aquí apenas ha introducido una nervadura de
hielo.
Otro elemento siempre en suspensión en la atmósfera poética de Girondo es la
ternura. El mundo convulsivo donde se instala, está impregnado de una ternura
muy especial. No esa forma más tibia del amor, sino la sublimación de éste, más
allá de su contenido posesivo y egoísta. El trato de Girondo con los seres y las
cosas, su percepción grotesca de las mismas, no se resuelve en crueldad sino en
una ternura última por ellas, una inmensa piedad hacia lo irrisorio, lo
desechado, las formas de la frustración (el relato de Interlunio está traspasado
de una compasión minuciosa por todo el fracaso humano).
Esa ternura no es
evangélica, no nace de la humildad sino de la avidez, de un amor inagotable a la
vida, en todas sus dimensiones, de una delicadeza natural para acercarse a los
seres y a las cosas colocados en los niveles inferiores, destituidos por las
falsas jerarquías estéticas o sociales.
La ternura se convierte en una negación de esas falsas escalas y envuelve en su
halo a esas viejecitas "con sus gorritos de dormir" (V. 54) que cruzan el
primero de los Veinte poemas, o a ese "perro fracasado", maravilloso de
sabiduría y renunciamiento, del cual se informa que "los perros fracasados han
perdido a su dueño por levantar la pata como una mandolina, el pellejo les ha
quedado demasiado grande, tienen una voz afónica, de alcoholista, y son capaces
de estirarse en un umbral para que los barran junto con la basura" (V. 79), o a
ese sapo de "vientre de canónigo" con el cual, sin embargo, se mantienen las
distancias, o a ese otro perro cotidiano "que demuestra el milagro... que da
ganas de hincarse" (P. 365). Incluso se extiende hasta lo que está cargado por
un máximo signo de negación: las sombras, lo que nace de la opacidad de la
materia, como carencia de luz, el doble impalpable de las cosas: "A veces se
piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán
las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en
los rincones" (V. 59). O bien, a la propia sombra "quisiéramos acariciarla como
un perro, quisiéramos cargarla para que durmiera en nuestros brazos, y es tal la
satisfacción de que nos acompañe al regresar a nuestra casa, que todas las
preocupaciones que tomamos con ella nos parecen insuficientes" (E. 174).
Tales actitudes, reveladoras de una indiscriminada entrega a la existencia, se
suceden en toda la poesía de Girondo. El tema de una comunión con todos los
reinos de la naturaleza, con todas las formas de la vida, reaparece a menudo en
ella. Una especie de solidaridad universal teñida por el humor: "A nadie se le
ocurrirá dudar un solo instante de mi perfecta, de mi absoluta solidaridad" (E.
200), "La solidaridad ya es un reflejo en mí, algo tan inconsciente como la
dilatación de las pupilas" (E. 200), "Nunca sigo un cadáver / sin quedarme a su
lado. / Cuando ponen un huevo, / yo también cacareo" (P. 289).
En su grado máximo, esa solidaridad conduce al tema de las metamorfosis.
Expresión primitiva y ancestral de un poder mágico, tal idea es significativa de
un deseo de identificación total con el mundo, la esperanza de abolir la
oposición angustiosa del hombre y la naturaleza. Esta situación, que Kafka y
Michaux viven como una tortura (manifestación de la incomodidad existencial del
espíritu caído en la materia), en Girondo se expresa como un estado de júbilo o
placer: "voluptuosidad en paladear la siesta y los remansos encarnado en un
yacaré" (E. 186), o "¡Qué delicia la de metamorfosearse en abejorro, la de
sorber el polen de las rosas! ¡Qué voluptuosidad la de ser tierra, la de
sentirse penetrado de tubérculos, de raíces, de una vida latente que nos
fecunda... y nos hace cosquillas!" (E. 187). Tales estados no tienen el signo de
una caída, sino de una ampliación, de una dimensión mayor del ser.
En el fondo de tal actitud hay un sentimiento de participación en una totalidad
cósmica: "La certidumbre del origen común de las especies fortalece tanto
nuestra memoria, que el límite de los reinos desaparece y nos sentimos tan cerca
de los herbívoros como de los cristalizados o de los farináceos". (E. 165.) Las
fronteras dependen de un azar, de un imponderable: "Un traspiés, / un olvido, /
y acaso fueras mosca, / lechuga, / cocodrilo." (P. 319.) Un parentesco universal
se establece con todos los elementos y los seres, la participación de todo en
todo:
Y el fervor,
la aquiescencia
del universo entero
para lograr tus poros,
esa hortiga,
esa piedra. (P. 319.)
Con la oscura conciencia de un viaje a través de infinitos estratos, del yo
filtrado por todos los elementos terrestres:
"Primero: ¿entre corales?
Después: ¿bajo la tierra?
Más cerca: ¿por los campos?
Ayer: ¿sobre los árboles?" (P. 340.)
Por último, cuando todas esas identificaciones, ese ciego fanatismo de
pertenecer a la tierra llega a su paroxismo, se quisiera nutrir de ella misma:
"Hay que agarrar la tierra, / calentita o helada, y / y comerla. / ¡Comerla!"
(P. 363.)
Atento sólo a la autenticidad de su experiencia, por encima del criterio de feo
y bonito, la obra de Girondo, desde su libro inicial, significa un desafío a
todas las categorías convencionales. En ella se suceden, distorsionadas por el
humor, las más variadas representaciones de un mundo energético, abierto a la
aventura, a la inquietud permanente, a las más cálidas relaciones del sueño y de
las cosas, donde todos los muros son transgresibles y todos los pájaros
inseparables, y el sol conserva su fuerza anterior al diluvio.
Tras Veinte poemas para leer en el tranvía queda un itinerario de lugares que
tiemblan por la refracción de la atmósfera. Los casinos carnales hacen
fabulosamente rico o cambian un collar de perlas por un mordisco nocturno. Una
humedad veneciana, tibia y suntuosa, cubre la piel de los orangutanes en Río, en
Dakar, en Sevilla. Por todos lados circulan tranvías llenos de personajes que se
entrechocan y se dilatan como aeróstatos, cubiertos de ex votos y postales con
paisajes en tamaño natural. Chicas de Flores, que son también chicas de flores,
cuyas nalgas remontan de una mitología de familias, pasean por calles untadas
con manteca, como la luna. Un guía proclama frenéticamente todas las demasías de
una existencia cuyos escaparates reaparecen y huyen en una atmósfera giratoria,
con una doble dosis de oxígeno, de destellos inacabables.
En 1921 aparece Calcomanías. Tanto por su acento como por su tema este libro
prolonga a Veinte poemas. En vez de un viaje por el mundo es un viaje por las
piedras, la pasión, el fanatismo y el áspero vigor de España. De una España de
cuerno y velón. Lo anacrónico y lo vivo abren los ojos, con una acuidad
penetrante, para poner en acción una picaresca de la poesía.
La capacidad entusiasta de contemplar las cosas como una revelación permanente
se pone aquí de manifiesto en el gran número de exclamaciones que jalonan sus
páginas. Asombro del niño que ve por primera vez la jirafa o la hormiga, de
quien descubre un milagro en cada partícula de la realidad. Pues no olvidemos
que aún en la tensión angustiosa de En la masmédula, aún bajo el signo de un
pesimismo radical, la poesía de Girondo sigue siendo una poesía de exaltación de
todas las fuerzas vitales, el testimonio de una pasión y una ansiedad por el
mundo, que vuelve siempre a tomar aliento para recrudecer, incluso para
sumergirse en sus materias y sus mutaciones. En los dos primeros libros ese
fervor admirativo se muestra bajo la forma más elemental: la exclamación, de la
que apenas quedará rastros después de Persuasión de los días. A veces provocada
por la simple visión de una cosa como si se asistiera a lo inaudito: "¡El mar!"
(V. 58), "¡Terrazas!" (V. 66), "¡Guitarras, mandolinas!" (V. 88), o bien por
situaciones más complejas: "¡Silencio que nos extravía las pupilas / y nos
diafaniza la nariz!" (C. 95), "¡Barrio de panaderos /que estudian para diablos!"
(C. 109), "¡Ventanas con aliento y labios de mujer!" (V. 73), "¡Cristos
ensangrentados como caballos de picador!".
La significación de las enumeraciones en la literatura ha sido dilucidada muchas
veces como un procedimiento que al mismo tiempo que pone al descubierto la
heterogeneidad del mundo, al abolir su ordenación racional -lejos, cerca,
dentro, fuera, feo, lindo, etc.- señala la convivencia caótica de las cosas.
Lautréamont, en su célebre fórmula (aunque reducida a dos términos) exige que
las aproximaciones estén presididas por el azar. En las enumeraciones frecuentes
en las obras del primer período de Girondo, el azar no interviene, pero la
inesperada vecindad de los elementos que el poeta convoca crea una promiscuidad
grotesca: "Hay efebos barbilampiños que usan una bragueta en el trasero. Hombres
con baberos de porcelana. Un señor con un cuello que terminará por
estrangularlo. Unas tetas que saltarán de un momento a otro de un escote y lo
arrollarán todo, como dos enormes bolas de billar" (V. 76), o "Pasa una inglesa
idéntica a un farol. Un tranvía que es un colegio sobre ruedas. Un perro
fracasado, con ojos de prostituta..." (V. 79), o esas otras de Calcomanías,
donde por la simple enumeración de los nombres de las imágenes desacredita por
completo su significación devota y obtiene de la lista un efecto contrario, de
gran farsa, como el de las dignidades anunciadas en algún fastuoso "diner de
têtes":
"Pasa:
"El Sagrado Prendimiento de Nuestro Señor y Nuestra Señora del Dulce Nombre.
"El Santísimo Cristo de las Siete Palabras, y María Santísima de los Remedios.
"El Santísimo Cristo de las Aguas, y Nuestra Señora del Mayor Dolor.
"La Santísima Cena Sacramental, y Nuestra Señora del Subterráneo...", etc.
Espantapájaros (1932), marca otra faz de la poesía de Girondo, hasta ese momento
absorta en el fulgor de las apariencias, retozando entre los decorados de la
realidad inmediata. Su desplazamiento era horizontal. Aquí en cambio comienza a
ordenarse en el sentido de la verticalidad, se sitúa entre la tierra y el sueño.
En el caligrama que precede al texto, callado homenaje a Apollinaire -Rimbaud y
Apollinaire son los mayores "ancêtres" que Girondo invocaba-, ese rumbo está
inequívocamente señalado: "Y subo las escaleras arriba, y bajo las escaleras
abajo". Doble viaje hacia la profundidad y hacia la culminación del espíritu.
El acento cosmopolita en boga en la época (Cendrars, Valé-ry-Larbaud,
Apollinaire) tenía ecos en los dos libros iniciales, a través de un temperamento
excepcional. Pero todavía los decorados no habían sido trascendidos, continuaban
como una frontera, aunque de tanto en tanto su autenticidad era puesta en duda:
"La ciudad imita en cartón una ciudad de pórfido" (V. 61), "Se respira una brisa
de tarjeta postal" (V. 66). Y a menudo, a pesar de la risa se deslizan a veces
ciertas insinuaciones, como si las cosas ocultaran una trampa: "El telón, al
cerrarse, simula un telón entreabierto" (V. 55), las gaviotas "fingen el vuelo
destrozado de un pedazo de papel blanco" (V. 57).
En Espantapájaros los protagonistas ya no son las cosas sino los mecanismos
psíquicos, los instintos, las situaciones de omnipotencia, de agresividad, de
sublimación, puestas en acción en textos de un lenguaje expresionista, fáustico,
en un clima del más riguroso humor poético. Aunque está objetivada en
situaciones concretas, expresada en imágenes significativas, la temática
parecería querer ejemplarizar, por lo definidos, algunos de los movimientos
fundamentales de ese fondo oscuro y turbulento del yo. Por supuesto, no hay
ningún designio en ello, son sólo contenidos latentes, pero que se imponen bajo
su tejido de parábolas del absurdo, de esa especie de pequeños mitos que
componen el libro.
A una gran distancia -como libertad de espíritu, magia y riqueza conceptual- de
la producción lírica de su tiempo en el país, con Espantapájaros se instala en
nuestras letras una gran obra de poesía en prosa, que desdeña el verso y se
sostiene solo por su propia naturaleza poética.
"En este libro admirable -ha dicho Ramón Gómez de la Serna muchos años después-
del que no ha hablado un solo crítico de las grandes publicaciones, y al que la
envidia ha evitado toda alusión, está la enjundia del talento irrespetuoso que
es lo mejor del argentino.
"En Espantapájaros todas son invenciones de porvenir, y lo inventado en este
libro no tiene aún nombre. ¿Quién ha podido superar sus imágenes? ¡Nadie! Es uno
de los pocos libros que no recomendaré para los colegios, pero que ayuda a
vivir..."
Una agresividad vital recorre algunas de esas páginas como una corriente de aire
fresco, casi como un reflejo nacido de la salud: "A patadas con el cuerpo de
bomberos, con las flores artificiales, con el bicarbonato. A patadas con los
depósitos de agua, con las mujeres preñadas, con los tubos de ensayo". Es la
rebelión contra los valores establecidos, las instituciones falsificadas, el
arte, las familias, todo lo que merece ese golpe de la poesía en busca del
esplendor incontaminado de la vida.
Frecuentemente Girondo, de un libro a otro, suele retomar ciertos temas, a veces
literalmente, como un eco que se continúa. De nuevo invoca ahora -y sin duda es
una de las claves de toda su poesía- la pregunta inserta en la carta-prólogo de
Veinte poemas: "lo cotidiano... ¿no es una manifestación admirable y modesta del
absurdo?", para responderse definitivamente: "Lo cotidiano podrá ser una
manifestación modesta de lo absurdo, pero aunque Dios -reencarnado en algún
saca-muelas- nos obligara a localizar todas nuestras esperanzas en los
escarbadientes, la vida no dejaría de ser, por eso, una verdadera maravilla" (E.
191).
El absurdo surge del no-sentido de una realidad de esencia impenetrable, el
escándalo de una conciencia instalada en una naturaleza opresora y sin solución.
Absurdo de nacer y absurdo de morir. La más alta poesía ha enfrentado siempre al
ser con el espectáculo de su condición, y surge incluso como el más alto desafío
hacia el vertiginoso laberinto del universo.
El humor, en sus diversos grados de furor, de sarcasmo, de cinismo, de
desesperación, es una manifestación de ese absurdo. La poesía asume el absurdo y
lo transforma en un elemento positivo, lo exorciza, lo convierte en su propia
substancia, de manera que el hombre deja de ser la víctima para convertirse en
testigo y juez. Por eso, aunque el gesto más trivial de lo cotidiano se revele
como una expresión del absurdo, "la vida no dejaría por eso de ser una verdadera
maravilla". Se pone al descubierto la contextura desconcertante de la
existencia, pero la pasión de estar vivo, incluso como un milagro de no-sentido,
exalta la visión: "Cuando se tienen los nervios bien templados el espectáculo
más insignificante -una mujer que se detiene, un perro que husmea una pared-
resulta algo tan inefable..." (E. 192). Ese valor axiomático de la vida es para
Girondo irrefutable. ¿Qué salida queda? La nada o la aceptación ciega de una
situación impenetrable: "¿Comprendes? Yo tampoco. Yo no comprendo nada" (P.
318). Como todo espíritu que se siente desgarrado por su propio misterio,
Girondo se refugia en el humor, en el absurdo: "Yo daré mientras tanto tres
vueltas de carnero" (P. 319).
La irreverencia
hacia un orden -en todas las dimensiones- al que se siente como opresivo, revela
una íntima falta de adecuación a las condiciones del mundo externo: "En el acto
de entregar su tarjeta, por ejemplo, los visitantes se sacaban los pantalones, y
antes de ser introducidos en el salón, se subían hasta el ombligo los faldones
de la camisa" (E. 159). Todo esto se produce de manera inexplicable, sin
mencionarse el motivo, como si fuera consecuencia natural de un estado de cosas
sobreentendido. O también: "Si por casualidad dejo de atarme a los barrotes de
la cama, a los quince minutos despierto, indefectiblemente sobre el techo de mi
ropero. En ese cuarto de hora, sin embargo, he tenido tiempo de extrangular a
mis hermanos, de arrojarme en algún precipicio y de quedar colgado de las ramas
de algún espinillo" (E. 167). O el asombro ante su propio cuerpo, ante su mano,
que aparece gigantesca, cruzada por "millares de ríos", como si fuera la tierra
misma a la que estuviera ligado:
Lo que esperamos
Tardará, tardará.
Ya sé que todavía
los émbolos,
la usura,
el sudor,
las bobinas
seguirán produciendo,
al por mayor,
en serie,
iniquidad,
ayuno,
rencor,
desesperanza;
para que las lombrices con huecos portasenos,
las vacas de embajada,
los viejos paquidermos de esfínteres crinudos,
se sacien de adulterios,
de hastío,
de diamantes,
de caviar,
de remedios.
Ya sé que todavía pasarán muchos años
para que estos crustáceos
del asfalto
y la mugre
se limpien la cabeza,
se alejen de la envidia,
no idolatren la saña,
no adoren la impostura,
y abandonen su costra
de opresión,
de ceguera,
de mezquindad.
de bosta.
Pero, quizás, un día,
antes de que la tierra se canse de atraernos
y brindarnos su seno,
el cerebro les sirva para sentirse humanos,
ser hombres,
ser mujeres,
-no cajas de caudales,
ni perchas desoladas-,
someter a las ruedas,
impedir que nos maten,
comprobar que la vida se arranca y despedaza
los chalecos de fuerza de todos los sistemas;
y descubrir, de nuevo, que todas las riquezas
se encuentran en nosotros y no bajo la tierra.
Y entonces...
¡Ah!, ese día
abriremos los brazos
sin temer que el instinto nos muerda los garrones,
ni recelar de todo,
hasta de nuestra sombra;
y seremos capaces de acercarnos al pasto,
a la noche,
a los ríos,
sin rubor,
mansamente,
con las pupilas claras,
con las manos tranquilas;
y usaremos palabras sustanciosas,
auténticas;
no como esos vocablos erizados de inquina
que babean las hienas al instarnos al odio,
ni aquellos que se asfixian
en estrofas de almíbar
y fustigada clara de huevo corrompido;
sino palabras simples,
de arroyo,
de raíces,
que en vez de separarnos
nos acerquen un poco;
o mejor todavía
guardaremos silencio
para tomar el pulso a todo lo que existe
y vivir el milagro de cuanto nos rodea,
mientras alguien nos diga,
con una voz de roble,
lo que desde hace siglos
esperamos en vano.
Oliverio Girondo
"sin explicarme cómo
esa mano
es mi mano,
ni saber por qué causa se empeña en disminuirme". (P. 297.)
Tal desacuerdo entre
la conciencia y el mundo sólo puede instaurar la angustia, el desorden, la
catástrofe: "Así como hay hombres cuya sola presencia resulta de una eficacia
abortiva indiscutible, la mía provoca accidentes a cada paso, ayuda al azar y
rompe el equilibrio inestable de que depende la existencia" (E. 194). En el
misterioso hilo del destino ¿acaso cada gesto no desencadena la catástrofe? ¿La
más mínima volición no provoca una serie infinita de causas y efectos de
consecuencias imprevisibles? ¿No es esa la condición misma de la existencia?:
"Insensiblemente uno se habitúa a vivir entre cadáveres desmenuzados y entre
vidrios rotos..." Inferido por la conciencia de una realidad catastrófica, el
drama aparece por todas partes: "es rarísimo que pueda sonarme la nariz sin
encontrar en el pañuelo un cadáver de cucaracha" (E. 167). A tal punto: "Mi vida
resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión
de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente" (E. 172).
Aun en la muerte (que aquí sigue siendo humana) la catástrofe reaparece: "el
menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se
desprende..." puede desencadenarla. Y cuando por fin "cerramos los ojos
despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo
ruido que nos espanta el sueño para siempre" (E. 178).
Precisamente el libro se cierra, hemos dicho, con un extraordinario texto sobre
el drama existencial que significa la conciencia de la muerte. En un plano de
humor kafkiano, en nombre de la vida, "para lograr que no cundiera el miasma de
la certidumbre de la muerte" por el mundo, se procede a su aniquilamiento.
Refiriéndose a ese texto Aldo Pellegrini -quizás el único autor que hasta ahora
ha dedicado un estudio serio a la obra de Girondo- nos dice: "Este último poema,
obsesionado por la idea del aniquilamiento y la inutilidad de todo, parece abrir
las perspectivas del segundo período del poeta, que se inicia con Persuasión de
los días. Pero todo el libro revela un escepticismo: el convencimiento de que
vivimos en un mundo falso e inútil".
Con Persuasión de
los días vuelve a cambiar el tono. Ya no son los movimientos y las
significaciones del sueño y la imaginación lo que se impone, sino un sentimiento
de náusea. Las cosas pasan a segundo plano, como borradas por el rechazo cada
vez más intenso de un mundo deformado por el mal. El título se hace admonitorio,
pone énfasis en la dialéctica sombría del tiempo. Los días deslizan su desolado
argumento. De la elástica y abigarrada corteza de Veinte poemas se ha llegado a
la visión de un mundo degradado por la miseria social y la miseria del espíritu.
Se ha pasado de un universo físico a un universo moral. Persuasión de los días
es el paso de la geografía a la ética.
Una especie de amargo furor resuena en ciertos textos como "Ejecutoria del
miasma", "Testimonial", "Es la baba", "Invitación al vómito", "Hay que
compadecerlos", "Hazaña" y "Lo que esperamos". Por los restantes, de tono menos
apocalíptico, se abre paso el mismo antiguo sentimiento deslumbrado de la vida,
balanceado ahora entre el misterio y un humor más severo.
El clima exasperado del libro nace de un estado de acorralamiento. La
insatisfacción de una exigencia de plenitud nunca cumplida, antes dirigida
exclusivamente a esa realidad exterior, donde el mar se "empantana" (V. 53), se
dirige ahora también contra el propio yo: "¡Azotadme! / Merezco que me azoten...
No me postré ante el barro, / ante el misterio intacto" (P. 274). Sentimiento de
culpa, expiación de no haber respondido con la máxima posibilidad de sus dones a
la gracia de la vida: "Pero dime / -si puedes- / ¿qué haces", / allí, / sentado,
/ entre seres ficticios...?" (P. 311).
Poesía enfrentada a una dualidad torturante: el milagro inaudito de la
existencia permanentemente destituido por el hombre. Una belleza minada, como la
Venus Anadiomema de Rimbaud, símbolo eterno de este conflicto: "horrorosamente
bella de una úlcera en el ano". Y ese malestar de la insuficiencia y la
degradación insiste una y otra vez con su denuncia, a la vez colérica y
prisionera: "Este clima de asfixia que impregna los pulmones" (P. 272), "esta
nauseabunda iniquidad sin cauce" (P. 313), "la negra baba rancia" (P. 291), "la
iniquidad encinta" (P. 325), "las lenguas carcomidas por vocablos hipócritas"
(P. 351), "la impúdica mentira exhibiendo el trasero" (P. 359). Y paralelamente,
la vieja, eterna, irredimible fidelidad a la imagen solar de la vida: "volver a
sonreí ríe / a la vida que pasa..." (P. 356). Volver a la inocencia de la
naturaleza: "la tierra que se escapa / bajo los alambrados, / con su olor a
chinita, / a zorrino, / a fogata" (P. 363). Y la maravilla de cada forma: "Este
perro. / ¡Indescriptible! / ¡Único!" (P. 364).
Otro tema, ya presente en diversos momentos de la poesía de Girondo y que
adquiere aquí una amplitud mayor, es el del vuelo. Es sabido que en toda obra
literaria -y particularmente en poesía- aparte del sentido semántico de las
palabras, hay modos, situaciones, imágenes obsesivas, construcciones, etc., de
las cuales puede desprenderse una significación. Ahora bien, consideramos que el
tema del vuelo ocupa un lugar muy importante en la obra de Girondo.
En su tan bello libro El aire y los sueños Gastón Bachelard profundiza algunos
de los contenidos más importantes del sueño de volar y del psiquismo
ascensional. Cita allí una frase de Nietzsche: "El que enseñe a volar a los
hombres del porvenir habrá desplazado todos los límites; para él los límites
mismos volarán por el aire: bautizará, pues, de nuevo a la tierra, la llamará
'la leve'. Las barreras son para los que no saben volar". Declara que "al tomar
conciencia de su fuerza ascensional el ser humano toma conciencia de todo su
destino", y pasa revista a algunos de los contenidos implícitos en la idea de
vuelo, entre ellos la sensación de "aligeramiento", es decir, la transformación
de un ser "pesado y confuso" que se torna "claro y vibrante". Establece,
asimismo, que hay una moral de la altura y que ésta "no es sólo moralizadora
sino, por así decirlo, físicamente moral". Por consiguiente, "el que la busca,
el que la imagina con todas las fuerzas de su imaginación, reconoce que (la
altura) es, materialmente, dinámicamente moral".
En otras consideraciones establece que tanto la vida emotiva como los valores
morales "se jerarquizan según una verticalidad real en el seno del psiquismo".
La caída no sería más que una ascensión al revés (la verticalidad continúa).
Dejando de lado la interpretación analítica ortodoxa de los sueños de vuelo
(símbolo del deseo voluptuoso) comprueba que el sueño de vuelo "puede dejar
huellas profundas en la imaginación despierta, por eso es tan común en el
ensueño y en los poemas".
El vuelo es expresión de la atracción de la luz, del cielo, cauce de los
impulsos de espiritualidad y del deseo de pureza, y en él se realiza uno de los
actos capitales de la "mecánica de la ingravidez": la consubstanciación con el
aire, el elemento fluido por excelencia. El vuelo representa "la energía
ascensional" y "la transfiguración del peso en luz". Para Blake -anota
Bachelard- "el vuelo significa la libertad del mundo. Así el dinamismo del aire
se siente insultado por el pájaro prisionero".
Sintomáticamente, la inolvidable casa de Girondo, poblada de ídolos y telas,
tapicerías de la lluvia, restos de naufragios y cultos desaparecidos, y en cuyas
cavernas se alineaban huacos, alcatraces, objetos soñados, estremecidos de tanto
en tanto por los trenes nocturnos de la vecina estación Retiro, que cruzaban a
través de las paredes, casi rozando la jarra de piedra con agua para las ánimas
colocada sobre una mesa, esa casa, digo, estaba presidida, aparte del
Espantapájaros guardián apostado en la entrada, por una enorme imagen -pintada
por él mismo-, de la Mujer Etérea en pleno vuelo.
Ese vuelo erótico atraviesa de uno a otro extremo el primer texto de
Espantapájaros: "Si no saben volar pierden el tiempo las que pretenden
seducirme", y toda la fuerza ascensiorial del amor se lanza hacia el cielo entre
las piernas de plumas de María Luisa.
También es sintomático que el primero de los Veinte poemas, donde se inicia toda
su obra poética, contenga una clara alusión de esta índole. Y eso en la imagen
quizás más importante del poema y al principio del mismo: "¡Barcas heridas en
seco con las alas plegadas!" Aparte de la asociación inmediata entre remos y
alas, está la idea de "vuelo" de la barca sobre las olas, siempre lanzada hacia
la altura (o al abismo) por el movimiento del mar. Pero el impulso vertical
despliega su máxima virtualidad en Persuasión de los días, donde el salto al
vacío, una poética que trasciende y se remonta sobre la cárcel y la materialidad
física, anuncia el gran estremecimiento de En la masmédula.
El primer poema del libro, en efecto, es "Vuelo sin orillas", un vuelo sin
límites, una despedida, un adiós infinito: "Abandoné las sombras, / las espesas
paredes, los ruidos familiares... / para salir volando / desesperadamente."
Hasta el último vestigio de una disolución cósmica en la que ya no hay "ni vida,
ni destino, / ni misterio, ni muerte". Las alusiones al vuelo, o a lo que vuela
-nubes, viento, arena, astros, etc.-, son constantes. La atracción del alto
espacio se presenta con los más diversos matices: "¡el horizonte! con sus
briosos tordillos por el aire" (P. 278); "¿era yo, / por el aire, / ya lejos de
mis huesos..." (P. 286). Incluso hasta los propios componentes del cuerpo
emprenden vuelo: los nervios "se esparcen por el aire, / se elevan hasta el
cielo". Además de la instantánea identificación: "Si contemplo una nube / debo
emprender el vuelo" (P. 288). Finalmente, todo participa en ese dinamismo
vertical: "Y el campo, las ciudades, / los árboles, lo inmóvil, / rodando por el
aire... / hacia el sol" (P. 304).
Está también esa mano, que se hincha como un globo "para emerger, / de pronto, /
en la más alta noche", hasta cubrir todo el cielo (P. 296). Un coche muerto y un
caballo "sobre las chimeneas, / en el aire" (P. 305) después de llegar desde el
otro extremo de la vertical: de "debajo del asfalto". Hay todo un tránsito, la
propia existencia: "Del mar, a la montaña, / por el aire, / en la tierra,
/...dando vueltas, / girando" (P. 335), que comienza con el impulso del salto en
Veinte poemas: "Mi alegría, de zapatos de goma, que me hace rebotar sóbrela
arena" (V. 56).
Lo que habita el aire, asimismo, significa esa ansiedad de ascensión, ese
impulso de ala, que marca de un extremo a otro la obra de Girondo, desde su
primer itinerario terrestre hasta la incandescencia de En la masmédula: Así el
humo, las nubes, son también signos de esa dinámica: "con vocación de polvo, de
humareda, de olvido" (P. 286). El humo adquiere en "Predilección evanescente" un
carácter de fascinación enigmática: "Más que nada, / que todo..." (P. 339). Y su
movimiento ascendente aparece, incluso, fuertemente acentuado por la disposición
gráfica del poema, en el que los versos aparecen escalonados y sueltos, en un
gran espacio, como si echaran a volar. La misma disposición -con el mismo
sentido- tiene uno de los poemas más ilustrativos al respecto de En la
masmédula: "Plexilio" (M. 440), donde las definiciones de la ingravidez son
numerosas "egofluido", "etervago", "plespacio", "nubífago", etc., y en el que no
figura ya ni sombra de materia sino el puro dinamismo de la fuga vertical. Por
otra parte, en este aspecto, algunos poemas en particular, por ejemplo los que
integran "Tríptico", (P. 285) tienen un grafismo "vertical", una delgadez que
los lanza hacia arriba (lo contrario de los poemas de la cólera, asentados sobre
largos versos) y producen una sensación total de ingravidez, acentuada por la
falta casi total de elementos materiales en ellos.
Cronología
1891. Nace en Buenos Aires el 17 de agosto, al 1035 de la calle Lavalle (manzana
demolida al abrirse la avenida Nueve de Julio). Hijo de Juan Girondo y Josefa
Uriburu, es el menor de cinco hermanos.
1900. Hace su primer viaje a Europa, llevado por sus padres a visitar la
Exposición Universal de París. Una de las visiones capitales de su infancia es
la de Osear Wilde paseándose con un girasol en el ojal. Comienza los viajes
periódicos a Europa, y estudia en el liceo Louis Le Grand (París) y en Epsom
College, en Inglaterra.
1909. Conviene con sus padres que seguirá la carrera de abogado si lo envían
anualmente a Europa. Dedica cada viaje a un país distinto, y llega a remontar el
Nilo hasta sus fuentes.
1911. Funda con amigos el periódico literario Comoedia, de corta vida.
1915. Estrena en noviembre, su obra teatral La madrastra, escrita en
colaboración con su compañero de Comoedia, René Zapata Quesada. Se representa en
el teatro Apolo de Buenos Aires, que dirigía Joaquín de Vedia. Una segunda pieza
de los autores, La comedia de todos los días no llega a estrenarse porque el
actor Salvador Rosich se niega a decir, tras la palabra "estúpidos", "como todos
ustedes", dirigiéndose al público.
1922. Aparece la primera edición de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía,
editada en Argenteuil (Francia), bajo el cuidado personal del autor. Poemas y
dibujos colocan inmediatamente a Girondo en lo más avanzado de la vanguardia
artística del idioma. Aunque pocos años mayor, se vincula con todos los jóvenes
que, desde Proa a Martín Fierro, animarán en la década del 20 la nueva
literatura rioplatense.
1925. Aparece Calcomanías.
1926. En un almuerzo organizado por el periódico Martín Fierro en honor de
Ricardo Güiraldes, al cual asisten todos los martinfierristas, conoce a Norah
Lange. Al mes siguiente parte hacia los países del Pacífico hasta México,
llevando la representación del periódico Martín Fierro y de las revistas
Valoraciones, Proa, etc., para establecer contactos con escritores nuevos.
1931. Tras años de residencia dividida entre Europa y América, vuelve para
establecerse en Buenos Aires.
1932. Aparece Espantapájaros. 1937. Aparece Interlunio.
1943. Se casa con Norah Lange. Recorren el Brasil durante 6 meses.
1946. Aparece Campo nuestro. Es la época en que Girondo y Norah Lange fundan
vínculos más firmes con poetas jóvenes, como Enrique Molina, Aldo Pellegrini,
Olga Orozco, Francisco Madariaga, Carlos Latorre, Edgar Bayley, Mario Trejo y
Alberto Vanasco.
1948. Viaja con Norah Lange a Europa.
1950. Empieza a pintar frecuentemente, en una vena surrealista, cuadros que no
querrá exponer aunque significan la culminación de un interés profundo,
desarrollado a través de los años, por las artes plásticas, tan evidente en las
ilustraciones que acompañaron los Veinte poemas como en su estudio sobre pintura
francesa.
1954. Viaja a Chile con Norah Lange y el editor Gonzalo Losada, para la
conmemoración del 50º aniversario del poeta Pablo Neruda.
1956. Aparece En la masmédula, del cual se tira una primera edición limitada,
realizada por Girondo, y dos ediciones editadas por Losada; la última incluye
poemas nuevos.
1960. Arturo Cuadrado y Carlos A. Mazzanti graban un disco long-play del libro
En la masmédula, leído por Oliverio Girondo.
1961. Sufre un accidente que habría de disminuirlo durante los últimos años de
su vida.
1965. Último viaje a Europa, en compañía de Norah Lange.
1967. Muere en Buenos Aires, el 24 de enero.
La caída como
inversión del vuelo señala el otro extremo de esta verticalidad obsesiva:
"¡Abajo!" / "¡Más abajo!" / y seguía cayendo, / dando vueltas / y vueltas" (P.
316) o "De pronto, sin el menor indicio, caemos al vacío. Imposible asirse a
alguna cosa, encontrar una asperosidad a que aferrarse. La caída no tiene
término" (E. 178). En la poesía de Girondo el drama es el encuentro con la nada
en los dos extremos de su trayectoria, hacia arriba y hacia abajo. Tanto en
"Vuelo sin orillas" como en el vuelo hacia abajo de "Derrumbe" se traspasan
todas las instancias del ser: "más allá del aliento, de la luz, del recuerdo"
(P. 317). "La parte positiva de la verticalidad -señala Bachelard- se dinamiza
en la altura" y considera la caída "comió la nostalgia inexpiable de la altura".
Vemos, pues, que tales imágenes surgen de un deseo de absoluto, de un
irrenunciable impulso cenital.
Hemos visto, también, que los dos polos de la energía de la verticalidad en
Persuasión de los días desembocan en la nada. Ahora bien, en el centro mismo del
libro (y casi justo en su centro físico) como un foco central, como un núcleo
secreto en torno al cual todo se ordena, figuran dos pequeños poemas, el
primero, como la advertencia final de una terrible Persuasión de los días dice:
"Nada de nada: / es todo" (P. 332), y el segundo, un estado de renunciamiento
absoluto, que al llegar a la abolición misma del yo, recobra, sin embargo, como
en un reflujo, el contenido infinito del mundo: "mientras dura el instante de
eternidad que es todo" (P. 342).
Otro tema que se retoma de un libro a otro es el del llanto. Presente en el
texto 18 de Espantapájaros: "Llorar a lágrima viva, llorar a chorros... llorarlo
todo, pero llorarlo bien. Llorar dé amor, de hastío, de alegría...", etc. De
allí, en casi idénticos términos, pasa a Persuasión de los días. Sin embargo, en
el tono de cada versión hay toda la distancia que va de un libro a otro. En el
primero, el humor es alegre, grotesco: "Empaparnos el alma, la camiseta...
Asistir a los cursos de antropología llorando... festejar los cumpleaños
familiares llorando". En el segundo es trágico: "Lloremos. ¡Sí! Lloremos /
amargo llanto verde, / substancias minerales..." (P. 354). Significativo del
dolor y de la culpa, ese río de llanto adquiere el carácter de un rito de
purificación, la plenitud asumida de la irrisión y el desamparo humano. No una
queja romántica, sino expresión del dolor existencial, nacido, más que de la
condición de víctima, de una exigencia de perfección moral que se siente
incumplida, por el exceso mismo de su dimensión. Sin embargo, los dos poemas
finales del libro se abren como la última nota de una desesperada dialéctica de
la esperanza y de fe inútil en la vida.
En 1946 Girondo publica una "plaquette" con un solo poema Campo nuestro. Situado
entre sus dos libros donde la angustia y el furor se agudizan, el poema
contrasta por su melancólica atmósfera nostálgica, como si toda la tensión de
Persuasión de los días se aflojara en un último instante de paz antes de
recrudecer en En la masmédula. Hay aquí algo como una patética serenidad, esa
especie de solemne tristeza que tiene el paisaje de la pampa al que alude. El
sentimiento de la nada, no obstante, vuelve a aparecer unido a la imagen de la
vaca, sin duda el animal totémico de Girondo, constantemente invocado en su
poesía. La vaca es la animalidad pura, pero que se interioriza, la bestia de
ternura infinita, como la que parece ahondar sus extraños y alucinantes ojos. No
es la animalidad agresiva del león, ni la alada del pájaro. Es casi la
encarnación de la calma orgánica, en una dimensión monumental, la quietud
rumiante, secreta. También en ese extraño y nocturno relato de Interlunio,
historia de un fracaso que trasciende su anécdota para hacerse el relato mismo
de la frustración, en el borde del mundo, en esas zonas inciertas donde la
ciudad termina ante la soledad del campo, aparece una vaca fantasmal y materna,
la conciliación con lo orgánico, con el ser manso y sagrado, símbolo de la
bondad, de la nutrición y de la tierra.
Con la aparición de En la masmédula, en 1956, el ciclo de la poesía de Girondo
penetra en el vértigo del espacio interior.
"Algunos de los elementos esbozados o presentes en los libros anteriores, son
forzados aquí a sobrepasar su gama" -dije en otra oportunidad refiriéndome a
esta obra. Y en efecto, hasta la estructura misma del lenguaje sufre el impacto
de la energía poética desencadenada en este libro único. Al punto que las
palabras mismas dejan de separarse individualmente para fundirse en grupos, en
otras unidades más complejas, especie de superpalabras con significaciones
múltiples y polivalentes, que proceden tanto de su sentido semántico como de las
asociaciones fonéticas que producen. Bloques de palabras surgidas como una lava
volcánica, en una masa ígnea, fundidas a una alta temperatura, y cuya separación
obedece ahora al ritmo, al impulso de la necesidad expresiva que las aglutina,
en vez de estar determinada por su propia autonomía de sentido.
Pero esta situación inédita de las palabras en esta poesía, no es fruto de un
capricho, sino consecuencia de la intensidad de un contenido que las fuerza a
posibilidades de expresión insospechadas. Nace de un verdadero estado de trance.
Son el lenguaje del oráculo, que es el más alto lenguaje de la poesía. "Lo que
yo escribo es oráculo" -dice Rimbaud. La lengua del oráculo es la que se anima
con las emanaciones del abismo, la que capta y traduce la dimensión trágica del
ser ante el enigma de su destino.
La condición excepcional de los mecanismos de comunicación verbal en En la
masmédula nos obliga a detenernos más que en los otros libros, en ciertos
aspectos del lenguaje. A este respecto dice Pellegrini: "En Girondo hay una
verdadera sensualidad de la palabra como sonido, pero más que eso todavía, una
búsqueda de la secreta homología entre sonido y significado. Esta homología
supone una verdadera relación mágica, según el principio de las
correspondencias, que resulta paralela a la antigua relación mágica entre forma
visual y significado". Desde siempre, en efecto, se ha intuido que aparte del
valor semántico de la palabra, puede haber una relación entre sonido y
significado. Es decir, que sin ser un signo convencional, un elemento fonético
puede tener una significación por similitud, por asociaciones inconscientes,
etc. Esta posibilidad de comunicación, que va más allá de la captación
intelectual del signo establecido, para actuar casi en el plano de la sensación,
Girondo la emplea con una certeza que da una fuerza inusitada a su expresión. Al
reunir la oscura significación fonética y la del vocablo, dirigidas en un
sentido único, el lector es envuelto en un sortilegio verbal, donde la corriente
poética se intensifica al extremo. Por ejemplo, en los dos versos iniciales del
libro, que instalan de inmediato en la angustiosa sensación de un piso que se
hunde: "No sólo / el fofo fondo", hay una simultánea significación de sentido y
sonido. Por un lado, la idea evocada por el signo: lo fofo, por el otro la grave
acumulación de las o y la repetición "fo-fo-fo... n" que sugiere un ruido sordo
de hongos que revientan, de algo esponjoso, blanduzco, donde se hunden los
pasos. El mismo efecto de significaciones extrarracionales, que desbordan y
enriquecen constantemente el enunciado, crea en todo el libro una especie de
resonancia en la cual los vocablos adquieren vibraciones que se prolongan más
allá de su contenido conceptual. Cada poema, cada frase de En la masmédula se
presenta casi siempre como una galaxia verbal. Su sentido no se tiende
linealmente para ser captado como a lo largo de un riel. Actúa más bien en
remolino, un sismo psíquico sin tregua en el que el intelecto y la sensibilidad
son agitados al unísono con la misma violencia, como en una atmósfera poética
extrema que condicionara a su intensidad todas las percepciones.
Clásico caligrama de Oliverio
Girondo. Un
caligrama es un poema, frase o palabra en la
cual la tipografía, caligrafía o el texto manuscrito se arregla o configura de
tal manera que crea una especie de imagen visual.
En el mismo sentido
se debe consignar esta aseveración de Michel Deguy: "La poesía desata, desfonda,
perfora, disloca el laberinto de las avenidas sonoras de la página: se la diría
ocupada en detectar los ultrasonidos de la lengua; y al mismo tiempo, a la
manera de la música llamada concreta -esa especie de generalización de la música
que quiere hacer a la música coextensiva a todo el universo de los ruidos- se
abre a todas las lenguas, a todos los idiomas. Para ella el sentido está ligado
al sonido y es diferente de la significación. El sonido mismo resulta signo;
tenga o no significación en la red de la comunicación humana o en el interior de
tal disciplina... " En En la masmédula la comunicación llega al límite de sus
posibilidades en el plano racional, se torna sinfónica. Tanto el sentido como el
ritmo, las asociaciones fonéticas, la entonación, etc., se descargan en un
impacto único. La expresión arrasa con los mecanismos convencionales y se
instala en lo más profundo de la comunicación ontológica. En este libro de
fórmulas rituales se juega una de las aventuras más audaces de la poesía
moderna.
Sentimos en él el jadeo, la danza alrededor del fuego, la exaltación
encantatoria de los poderes verbales.
Para la lingüística
moderna las palabras, lejos de considerarse como unidades últimas de sentido
dentro del enunciado, se componen de la reunión de dos o más unidades menores, y
la forma en que éstas se agrupan no obedecería a reglas absolutas, a tal punto
que en ciertas lenguas esquimales suponen la posibilidad de un idioma donde en
vez de palabras sólo pudiera fragmentarse el enunciado por frases. Girondo en En
la masmédula, obedeciendo instintivamente a mecanismos profundos del lenguaje,
aglutina dos o tres palabras para formar una especie de supervocablos, como si
éstos se contrajeran y concentraran en un punto imantado por todas las energías
de la elipsis para crear realidades nuevas.
Girondo obliga, para seguirlo, a beber el agua con la mano -he dicho en otra
ocasión. La expresividad de su última poesía se recibe como un vaho, un tufo de
cosas y cuerpos empapados por el aliento original. Instalado en la noche de los
presagios, es la suya una poesía cuyas fuerzas internas imponen, con absoluto
despotismo, los rasgos de la forma. El lenguaje se precipita en estado de
erupción, los vocablos se funden entre sí, se copulan, se yuxtaponen, combinando
seres y formas en una especie de Jardín de las Delicias. De tales simbiosis
surgen visiones inéditas, síntesis de especies y reinos, sonidos guturales que
adquieren de pronto una significación prelógica ("metafisirrata", "erofrote",
"agrinsomnes", "egogorgo", "olaveca-bracobra"... etc.)
A menudo también la sintaxis entra en combustión. No es el pan de los monos lo
que nutre esas frases. Pero en ellas, paradójicamente, retumba el eco rotundo y
clásico del idioma.
Tal experiencia impone una jerarquía distinta. Somete por un sortilegio, en el
sentido más literal del término. Por un hechizo que se extiende más allá de las
zonas lúcidas de la mente. Fórmulas mágicas como "en los lunihemisferios de
reflujos de coágulos de espuma de medusas de arena de los senos" (M. 410), donde
por una contracción y multiplicidad de asociaciones táctiles, visuales,
térmicas, de innumerables resonancias, se sugiere la blancura, la redondez
lunar, la suavidad de arena (y tibieza de la arena al sol), la delicadeza de la
espuma, la calidad hipnótica de la medusa como atributo de fascinación de los
senos. O "las agrinsomnes dragas hambrientas del ahora con su limo de nada" (M.
404), con la difusa sensación de chirrido agrio, que es al mismo tiempo insomnio
y signo de la acción de la draga. Introducirse en esta poesía es penetrar a la
profundidad del ser, hasta sus últimos límites. De ella se alza el sentimiento
de una insatisfacción existencial, sentimiento de la miseria de una existencia
rebajada donde las cosas adolecen perpetuamente de una falta de totalidad, se
debaten entre los sub y los ex (no alcanzan su plenitud o la han perdido) para
presentarse sólo como carencia o fuga: "subsobo", "subánimas", "subósculos",
"subsueños", "exellas", "exotro", "exnúbiles", etc. Sentimiento de la condición
lacerada del yo en lo más íntimo de su núcleo orgánico, entre el latido
atronador del cuerpo, en "lo fugaz perpetuo".
La poesía de En la
masmédula es el estremecimiento de las más desamparadas y desafiantes energías
humanas enfrentadas al absurdo y a la presencia total de la nada. Es, si los
hay, un libro trágico. Seguir ahora cada uno de sus temas, profundizar en su
contenido existencial, excedería en mucho las proporciones de estas notas. Sólo
quiero señalar que desde el fondo mismo de ese viaje a las grandes profundidades
que es toda su lectura, cuando ya todo el paisaje adorable de la piel ha sido
trascendido, cuando ya todo el sueño multicolor de los sentidos del mundo ha
revelado su raíz desolada, surge en lo más oscuro de la noche esa imagen astral:
"Pero la luna intacta es un lago de senos que se bañan tomados de la mano", de
la que trasciende una desolación dulce, la expresión de una tristeza cósmica que
hace resplandecer, sin embargo, toda la belleza humana en lo inaccesible del
sueño y de lo infinito.
Mi lumía
Mi Lu mi
lubidulia
mi golocidalove
mi lu tan luz tan tu que me enlucielabisma
y descentratelura
y venusafrodea
y me nirvana el suyo la crucis los desalmes
con sus melimeleos
sus eropsiquisedas sus decúbitos lianas y dermiferios limbos y gormullos
mi lu
mi luar
mi mito
demonoave dea rosa
mi pez hada
mi luvisita nimia
mi lubísnea
mi lu más lar
más lampo
mi pulpa lu de vértigo de galaxias de semen de misterio
mi lubella
lusola mi total lu plevida
mi toda lu
lumía.
[De "En la masmédula"]
Porque pese al
pesimismo radical de estos poemas, en su aparente negación hay un desafío. Tal
negación convierte, precisamente por la orgullosa avidez de absoluto que la
origina, en una incitación a exigir de cada vida su más profundo contenido. La
mirada que recorre las cosas en ellos no es la mirada de la complacencia o de la
placidez, sino la que interroga el corazón de cada esfinge cotidiana, la que
exige a cada cosa y a cada hombre sus posibilidades extremas de incandescencia y
de furor. Poesía que practica las mis hondas incisiones en "la piel de la
realidad", pero que sabe extraer de sus grandes "noes", de sus "islas sólo de
sangre", un sol de médula viva, una gota del agua redentora del diluvio.
Poesía de bisonte
astral de Alta-mira, poesía conjuratoria como jamás se ha pronunciado en este
país. Poesía posesa pura como una gárgola de fauces de neurona fosforescente
para el agua de, las cavernas poesía Oliverio poesía mortal famélica anatómica
intercostal incandescente en lo más hondo del cielo del alma un humo de
"ascuacanes". poesía fosfato destinada a la formación de un sentimiento
intraorgánico llena de cráteres genitales de plexos y constelaciones núcleos
delicados y terribles. Y ahora recuerdo una curtiembre de la Boca y un cuero de
toro sobre las piedras cuero de bestia despellejada con sus dos lados tan
absolutamente tiernos: uno de pelos, el otro sangriento de trofeo de sioux
arrojado junto a los barcos. He oído decir que antaño a ciertas personas las
metían dentro de un saco hecho con un cuero fresco que al resecarse las iba
oprimiendo hasta lo intolerable. Necesariamente la poesía debía nacer de tales
circunstancias.
Como experiencia de lenguaje no existe en español un libro comparable. Vallejo,
en Trilce, realiza un intento en cierto modo semejante, pero su tentativa queda
a mitad de camino. Sólo en un reducido número de los poemas que integran ese
libro consigue, en algunos momentos, hacer estallar el lenguaje, forzarlo a
penetrar en zonas casi inexpresables de la subjetividad y el sentimiento, pero
el resto obedece a formas tradicionales. Como muy bien lo señala André Coyné, el
resultado en Trilce es discontinuo, pues "Vallejo no intenta construirse con los
escombros del lenguaje común un lenguaje propio" . En cambio, En la masmédula es
un todo orgánico, allí Girondo se instala en un universo verbal cuyas leyes
impone pero cuyos elementos poseen, sin embargo, una irradiación paroxística y
un extraordinario poder comunicativo.
Por tales razones En
la masmédula es el acontecimiento puro, sin parangón ni referencia, no sólo en
las letras argentinas sino en la dimensión del idioma. Es por completo insólito
y quedará siempre solitario e imprevisible, pues no hay nada que lo prefigurara
o lo anunciara, del mismo modo que quedará siempre único, pues es imposible
continuarlo.
Libro de un temblor vital estremecedor, arroja al lector a la poesía del abismo,
en un plano de revelación del ser, con la misma intensidad metafísica y la misma
desgarradora dimensión humana de los textos de Artaud.
En la masmédula Girondo se ha adelantado demasiado a la poesía de su tiempo como
para que las perspectivas que descubre puedan ser recorridas aún en toda su
dimensión. Su aparición fue recibida con el silencio reticente de la estulticia,
cuando no con los balbuceos desorientados de quienes imaginan reducir la
envergadura de una obra excepcional a su propia incapacidad de acceder a la
poesía. De todos modos, el reverbero que emana de sus páginas es una de esas
altísimas posibilidades -que sólo la poesía otorga- de conexión con ese punto
central del espíritu donde el espacio humano y el espacio cósmico se funden en
una ecuación vertiginosa.
Cosas transparentes: Dice Nabokov que cuando alguien mira un objeto por mucho
tiempo, se vuelve transparente y nos cuenta su historia. Con los escritores
sucede lo mismo. Los sábados de Vano Oficio están dedicados a aquellos textos y
autores que, leídos con insistencia, saben volverse transparentes.
Oliverio Girondo es una llave que abre todas las puertas del lenguaje. De ahí
escapan las palabras lúdicas, las irreverentes, las palabras extravagantes, las
palabras que no existen, las palabras líricas y las pedestres. Girondo libera
las palabras y deja también en libertad la poesía, que con él ingresa en un
territorio maravilloso, entre la emotiva sensibilidad y el franco sentido del
humor. Con Girondo, nuestra boca se llena de palabras. Es un festín. Pero
Girondo es, antes que nada, un dandy, un hombre refinado y misterioso con
sombrero alto y capa. Por ello, la ilustración de José Bonomi para la edición de
Espantapájaros (1932) es extraordinaria. Retrata no solo al autor sino a su
poesía. El hombre de paja se ha convertido en un poeta y los cuervos de la
poesía y la realidad, a diferencia de lo que ocurre en el poema de aquel barco
hundido que era Poe, antes que espantarse parecen volar a su lado como
conmovidos discípulos.
Poema 12
Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan, se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehúyen, se evaden y se entregan.
Uno. No saber quién es. Es el mejor motivo y el que a él más le hubiera gustado.
Enterarse de que es –para muchos– el mejor poeta argentino del siglo XX es un
dato que puede despertar al menos la curiosidad, primer paso hacia la
posibilidad de tener una aventura; quiero decir: una experiencia que nos cambie
la vida. Conocer a Girondo vale la pena precisamente por eso: te deja diferente
de cómo te encontró.
Dos. No haberlo leído. Es una suerte, como no haber leído todavía a Pessoa o a
Pound. O no haber ido a China o no conocer Africa. Se te abre un mundo
desconocido, una puerta. A mí me pasó cuando tenía algo más de veinte, en la
segunda mitad de los ‘60, y el Centro Editor lo reeditó en una colección barata
y popular. Después encontré la edición de Losada de Persuasión de los días, de
1942, en Fray Mocho. Es lo que más me gusta de él. La tengo todavía.
Tres. No leer poesía en general. Oliverio está especialmente indicado para los
prejuiciosos o escaldados por algún contacto negativo con textos poéticos que
les provocaron desconcierto/rechazo/alergia/fastidio. Girondo se entiende y se
disfruta. No necesita exégetas ni mediadores letrados (que los hay, casi en
exceso). Jamás un libro suyo se te cae de la mano. Reconcilia con la poesía.
Cuatro. Estar amargado / estar engrupido. La lectura de Girondo (como la de
Drummond de Andrade, por ejemplo) vacuna contra la estupidez de la queja
sistemática y/o la autosatisfacción del acomodado en su molde comprado a plazos.
Ni la hipocresía ni la autoconmiseración.
Cinco. Querer amasijarse / ser un boludo alegre. Incluso en sus momentos más
jodones y festivos, Girondo habla en serio: nunca es solemne; y en los momentos
de mayor desesperación –que los tiene– tiene la humildad de admirar el Misterio
de lo dado y reconocer el Error, la soberbia pretensión manipuladora de saberes
e instituciones (incluso el mismísimo lenguaje). Por eso nunca es patético. Te
cura de la soberbia elocuente (regodeo en el sinsentido) y de la ignorante
(hacerse el boludo).
Cinco por la
positiva: los libros
Seis. Veinte poemas
para ser leídos en el tranvía (1922) y Calcomanías (1925). Su primer libro,
desprejuiciado fundador de la vanguardia argentina de los ‘20, son viñetas,
croquis, apuntes tomados al paso de Mar del Plata a Venecia, de Buenos Aires y
Río de Janeiro a Venecia. Ahí está el “Exvoto”: “Las chicas de Flores se pasean
tomadas de los brazos para transmitirse los estremecimientos, y si alguien las
mira en las pupilas, aprietan las piernas del miedo de que el sexo se les caiga
en la vereda”. Famoso. El segundo salió en España, con dibujos suyos. “Calle de
las sierpes”, Sevilla, 1923: “Cada doscientos cuarenta y siete hombres /
trescientos doce curas / y doscientos noventa y tres soldados / pasa una mujer”.
Siete. Espantapájaros (1932). El primero editado en Buenos Aires, y el más
perfecto hasta entonces. Dos docenas de breves prosas inolvidables, algunas
inquilinas habituales de toda antología: las setenta y dos acciones amorosas del
texto 12. “Se miran se presienten se desean / se acarician se besan se desnudan
/ se respiran se acuestan se olfatean”. Las maravillosas maldiciones del 21:
“Que te enamores tan locamente de una caja de hierro que no puedas dejar, ni un
momento, de lamerle la cerradura”. Qué bárbaro.
Ocho. Persuasión de los días (1942). Son poemas existenciales, si cabe; la pura
intemperie espiritual sin ningún tipo de franela compensatoria. “Dicotomía
incruenta”: “Siempre llega mi mano / más tarde que otra mano que se mezcla a la
mía / y forman una mano (...) Por eso es muy posible que no acuda a mi entierro
/ y mientras me riegan de lugares comunes / yo me encuentre en la tumba /
vestido de esqueleto / bostezando los tópicos y los llantos fingidos”.
Nueve. Campo nuestro (1946). Ya a fines del ’30 había vuelto –con la crisis, con
la guerra, con el desastre europeo– a mirar para adentro, a reflexionar sobre la
cuestión nacional: la cultura, la economía, incluso el paisaje. Hay varias
versiones, hasta el cincuenta, de sus poemas a la (redescubierta) pampa
primordial, vaca madre, plana nada elocuente. Es el Girondo menos conocido y
manipulable.
En la Argentina modernista de los ’30, el propio Oliverio Girondo aconsejaba que
sus poemas fueran leídos en voz alta. No una ni dos, sino tres veces. En el
tranvía, desde luego, pero también al calor de las tertulias de revistas como
Proa, Prisma y Martín Fierro, donde compartió staff con muchachos vanguardistas
como Jorge Luis Borges, Raúl González Tuñón, Macedonio Fernández y Leopoldo
Marechal. La poesía de Girondo, lúdica y voluptuosa, alcanza con la oralidad su
verdadera naturaleza. No casualmente es uno de los escritores más recurridos por
el cine a la hora de los parlamentos. No casualmente el sello Acqua Records
acaba de editar Giro Hondo, un proyecto que rescata la vieja tradición de la
literatura en disco. En este caso, los poemas de Girondo están en la voz de Tom
Lupo (un especialista en la materia) y con el marco musical de Luis Gurevich,
León Greco y su hija Joana.
“Mi relación
con la obra de Girondo viene de hace muchos años –cuenta Tom-. Lo conocí en la
misma época que a Macedonio y fue encontrarse con el ‘surrealismo’ sureño.
Además comencé a hacer recitales de poetas argentinos y españoles y notaba la
fuerte reacción que producían los poemas de Oliverio, tal vez por la increíble
vigencia que tienen”. Periodista, poeta y psicoanalista, Lupo viene recitando
desde los ’80, cuando se presentaba en el circuito undergound para declamar la
obra de tipos como García Lorca, Gelman, Tuñón, Pessoa, Alejandra Pizarnik y el
propio Girondo. En esta oportunidad, Lupo trabajó con Gieco y Gurevich para el
soporte musical. “En algunos casos la música vino después –explica Tom-. En
otros, León me pidió que escuchara primero algunos temas y eligiera textos que
tuvieran que ver con esas melodías. Creo que la música potenció la emoción de
los textos. Y la mía propia, por supuesto. Creo que me dejé llevar por su
intención. Era como querer prestarles el cuerpo a esos poemas para que Girondo
se haga presente”.
Basado, sobre todo, en textos de sus tres libros
más populares (Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, Calcomanías y
Espantapájaros), Giro Hondo es una excelente puerta de entrada al universo
Girondo: “ojalá llegue a muchos jóvenes para despertarles el bichito de la
poesía; y que los más grandes, los que ya conocían a Girondo, vuelvan a
emocionarse con uno de los mejores poetas que dio nuestra lengua”. (Infonews,
enero 2012)
Diez. En la
masmédula (1956). Es el final, el salto en el vacío experimental, la ruptura de
las palabras y de la sintaxis, la busca absoluta. Es el Girondo que seduce a
surrealistas tardíos (Molina) y marca el camino de la puesta en tensión extrema
del instrumento que empujará a la larga a algunos de los mejores, como
Lamborghini, a sus propios confines. “El puro no”: “El no / el no inóvulo / el
no nonato / el noo (...) / el macro no ni polvo / el no más nada todo / el puro
no / sin no”. Apaga y vámonos.
Cinco por cuestión de salud
Once. Saber reír. Con Girondo, el humor irrumpe en la poesía argentina como un
pedo en misa, un chiste verde en un velorio, un codazo en un desfile. Se da y
concede permisos. Del humor ingenioso –que comparte con Ramón Gómez de la Serna,
por ejemplo– saltará al humor negro y escatológico. No es un adorno, ni un
chiste. Es una manera (la única digna) de mirar el mundo.
Doce. Cagarse en (casi) todo. La irreverencia (“¡Se celebra el adulterio de la
Virgen María con la Paloma Sacra!”, de “Verona”) y la provocación iconoclasta
que picotea los bordes de los tabúes con ingenio y desparpajo tienen una
violencia corrosiva inusitada. Espantapájaros, por ejemplo, no es sólo una
provocación sino un libro memorable, único para su época y para nuestra cultura.
Trece. Saber enojarse. Girondo no es un ruidoso payaso oportunista íntimamente
integrado sino un observador feroz de la sociedad y las costumbres perversas de
su tiempo. “Lo que esperamos”: “Yo sé que todavía / los émbolos / la usura / el
sudor / las bobinas / seguirán produciendo / al por mayor / en serie / iniquidad
/ ayuno / rencor / desesperanza / para que las lombrices con huecos portasenos /
las vacas de embajada / los viejos paquidermos de esfínteres crinudos / se
sacien de adulterios / de hastío / de diamantes / de caviar / de remedios”.
Catorce. Celebrar la vida. Porque a la hora de reconciliarse con el mundo, ya
despojado del “miasma” del comercio humano, a contrapelo de una “civilización”
descaminada, Girondo descubre –y sabe revelar para nosotros– el soberano estupor
ante lo natural visto con mirada adánica. “Inagotable asombro”: “Este perro /
este perro / ¡Indescriptible! / ¡Unico! / (...) Cotidiano, inaudito / que
demuestra el milagro / que me acerca al Misterio / que dan ganas de hincarse /
de romper una silla”.
Quince. Angustiarse en serio. Pocas veces en la poesía contemporánea –en la
latinoamericana, sólo en Vallejo– la expresión de la angustia ante las
cuestiones de sentido que atraviesan al poeta en vida y muerte, alcanza la
radicalidad –sin clichés ni recetas verbales o existenciales– del último
Girondo. En la masmédula es, como sucede con un solo de Parker, un gesto
definitivo e irreductible.
Y cinco porque sí
Dieciséis. El nombre que le pusieron. Llamarse así no suele ser gratis. Qué hace
alguien que se llama así. Y de chiquito. Hay que bancársela. Creo que en su caso
fue un estímulo: debió estar a la altura, con ese nombre de payaso, equilibrista
o político radical al estilo Crisólogo Larralde. Toda su obra es un comentario,
una prolongada digresión tragicómica a partir de su nombre.
Diecisiete. La cara que tenía. También tuvo que hacer algo con la cara,
remontarla. En eso, como Macedonio (otro que vino con un plus nominativo), ganó
cara y equívoca venerabilidad con el tiempo. Era de ojos saltones, dientudo y
con mentón fugitivo: las caricaturas de la época son alevosas. La barba lo
disfrazó, pero operando al revés de las caretas: lo puso grave, reservando la
gracia y la ironía para los ojos.
Dieciocho. Las cosas que hacía. Las jodas famosas, la prolongada estudiantina,
su espíritu juguetón, iconoclasta. El memorable lanzamiento por calle Florida,
en coche fúnebre, de Espantapájaros, con el muñeco de la tapa, dibujado por
Bonomi, convertido en escultura de papel maché, y con chicas vendiendo el libro.
Diecinueve. La mujer con la que se casó. Un hombre también se justifica/explica
por las mujeres que amó y lo amaron. Oliverio conoció a la brillante colorada
Norah Lange en 1926 y se casaron en el ‘43. Fue su mujer, su amiga, su cómplice
talentosa. La oradora de banquetes que supo reunir en Estimados congéneres, la
memoriosa de Cuadernos de infancia, la novelista de Personas en la sala.
Veinte. Las fechas del almanaque. Acaso sea un pretexto que hoy, 24 de enero, se
cumplan 44 años de la muerte de Oliverio, en el verano de 1967. Norah lo
sobrevivió sólo cinco más. El otro pretexto que nos da el almanaque para leer a
Girondo es que este año, el 17 de agosto, se cumplen 120 de su nacimiento en
1891. A ver si nos acordamos.
"Oliverio. Nuevo homenaje a Girondo" es una exquisita recopilación de poemas,
imágenes, correspondencia, entrevistas y textos en prosa inéditos, que recupera
una parte importante de su obra al conmemorarse los cuarenta años de la muerte
del escritor. Girondo fue un agudo observador del contexto histórico-político
que lo rodeaba e hizo de la vanguardia un estilo de vida.
Por Susana Rosano
Ilustración El Tomi
(Télam, 2013)
Oliverio Girondo odiaba todo lo pequeño, en un ambiente que definía como de
sutiles confabulaciones y minúsculas voluptuosidades. Su enorme impulso a la
renovación jamás fue dogmático. Y, como el profético William Blake, pensaba en
que todo lo que permanece se corrompe. Así definió a grandes trazos Ulyses Petit
de Murat a su entrañable amigo, de quien no olvidaba sus espectaculares
vociferaciones ni su permanente espíritu iconoclasta.
Sin lugar a dudas Oliverio Girondo no sólo ha sido uno de los más grandes poetas
argentinos de todos los tiempos sino que también su aire juguetón y cosmopolita,
su activa participación en el grupo Florida y desde allí en los esplendores de
la vanguardia argentina, su matrimonio estelar con Norah Lange, constituyen hoy
en día uno de los grandes mitos de la literatura argentina del siglo XX. El
hombre que rompía sus papeles, como gustaba definirlo, Raúl Gustavo Aguirre, no
fue un escritor; fue un poeta toda su vida. Romper papeles -decía Aguirre,
siguiendo al pie de la letra una confesión que Girondo le hiciera a Julio Noé-
significa romper con el papel de escritor, negarse como tal en el momento mismo
de su afirmación, "crear una nueva instancia donde el escritor no existe ya por
los papeles que escribe sino por aquellos que rompe, donde el autor es menos lo
que habla que el silencio que afirma en la destrucción de lo que ha escrito".
Los cuarenta años de
la muerte de Oliverio Girondo que se cumplieron este enero último (2007) fueron
la excusa para que Beatriz Viterbo Editora y la Comisión Nacional Protectora de
Bibliotecas Populares (Conabip) editaran Oliverio. Nuevo homenaje a Girondo,
cuya exquisita compilación, introducción y notas estuvo otra vez a cargo de
Jorge Schwartz. Por coincidencia o no, la primera antología fue realizada por
Schwartz y publicada hace ya veinte años. El homenaje de 1987 y este que acaba
de ser editado confirman que las dos obras que en su momento se presentaron como
completas -la clásica de editorial Losada, preparada por Norah Lange, publicada
por primera vez en 1968 y que ya lleva sucesivas reediciones, y la de la
colección Archivos, coordinada por Raúl Antelo, de 1999- no son tales. Entre
inéditos y textos dispersos, los treinta y un poemas que se ofrecen al lector
(aclara Schwartz en el prólogo) son más que suficientes para otro libro de
poesía. Pero este nuevo homenaje a Girondo trae además muchísimo material de un
interés extraordinario: prosa inédita, membretes y textos dispersos, una
maravillosa galería de imágenes, artículos y autorretratos de Oliverio;
retratos, ya sea en poesía y en prosa, que sobre su persona hicieron otros
escritores; gran cantidad de cartas enviadas y recibidas por Oliverio, artículos
críticos sobre su obra y una cuidada actualización bibliográfica a cargo de
Horacio Jorge Becco.
De esta manera, el texto no sólo adquiere un interés fundamental para los
estudiosos y enamorados de la obra del poeta argentino sino también para todos
aquellos que quieran armar el mapa cultural de la época que lo tuvo a Girondo
como testigo. De allí que a partir de los innumerables viajes que Oliverio
realizó por América latina, Europa y Africa queden como testimonios relaciones
tan intensas y ricas como las que estableció con José Carlos Mariátegui,
Federico García Lorca, Oswald de Andrade, entre tantos otros.
El Puro No. Fragmento del
espectáculo teatral "Versos Per-Versos", presentado en 1982 en el Teatro de La
Fábula, de la ciudad de Buenos Aires. Texto: Oliverio Girondo. Actriz: Clara
Bullrich.
Perteneciente a una
familia argentina de origen vasco y rancio abolengo (emparentada con los
Uriburu, los Aramburu y los Arenales), Girondo forma parte de esa raza fecunda
de intelectuales liberales argentinos que se formaron en Europa. "Soy hijo de
toda la literatura francesa de este momento", reconoce en una entrevista de
Francisco Urondo para la revista Leoplán en 1962. Pero, a diferencia de otro
martinfierrista prodigioso como Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo sólo fue
poeta. Además, a lo largo de casi cuarenta años de producción (desde los años
veinte hasta los inicios de los sesenta) publicó muy poco. Poco más de ciento
cincuenta poemas reunidos en seis libros que van desde su tan celebrado Veinte
poemas para ser leídos en el tranvía, de 1922 -el mismo año en que se publicó
Trilce, de César Vallejos- hasta La masmédula, de 1956. El propio Girondo y el
testimonio de sus amigos dan cuenta de que, en función de su afán perfeccionista
y de su exquisito rigor, el poeta rompió muchos papeles y mandó al cajón de la
basura otros. Y en este sentido, los cambios operados entre su primer y último
libro hablan a las claras de un proceso permanente de ruptura y de búsqueda en
el interior de la lengua.
Viajero incansable
Cuando en 1923 integra la redacción de la revista Proa, Oliverio acababa de
regresar de Europa con sus Veinte poemas... en el bolsillo. Desde pequeño había
realizado frecuentes viajes a Europa con sus padres y estudió en el colegio
Epsom de Londres y luego en la escuela Albert Le Grand, de Arqueil. Refiere
Ramón Gómez de la Serna que desde allí lo expulsaron después de tirarle en la
cara un tintero a su profesor de geografía que pocos minutos antes se había
referido frente a sus alumnos a los antropófagos que vivían en Buenos Aires,
capital del Brasil. Al terminar la escuela secundaria, Girondo le promete a sus
padres recibirse de abogado (carrera que jamás ejerció) si éstos a su vez le
garantizan un viaje a Europa cada año. De esta manera conocerá Francia, Italia y
España e, interesado seriamente por la paleontología y la etnografía, viaja por
Egipto y luego por todas las repúblicas americanas del Pacífico.
De uno de sus viajes por Europa, en 1926, Girondo regresa con una importante y
oscura barba de gaucho y en Buenos Aires, en un almuerzo que dan los
martinfierristas en honor de Ricardo Güiraldes, lo espera una mujer, Norah
Lange. Cuentan que cuando intentó sacarse la barba, el peluquero se resistió, y
entonces Oliverio nunca más repitió el intento. Por esos años, Norah había
regresado de Noruega y publicaba su libro 45 días y 30 marineros. Ambos hacen
una fiesta donde Girondo le fabrica un traje de sirena pero con las escamas al
revés. Desde entonces Norah, su "angelnorahcustodio", y la barba serán los
incesantes compañeros del poeta.
Más allá de ese estilo de niño bien un poco provocador, Girondo irá alejándose
del esnobismo y de las luces de artificio que caracterizaron a cierto sector de
la vanguardia, para convertise en un personaje prescindente, antisolemne,
antiacadémico. Maestro de las jóvenes generaciones de poetas, su estilo se
emparenta con el de Macedonio Fernández, a quien lo une un gran amor por los
disparates lógicos.
La poesía como forma de conocimiento
Se pueden leer en la poesía de Girondo tres momentos fundamentales. Como
verdadera ópera prima, los Veinte poemas... inauguran una poesía vital, llena de
un entusiasmo celebratorio que parece responder al imperativo de la vanguardia
de unir arte y vida. Muchos de sus poemas podrían funcionar como un manifiesto
futurista, a partir de su desprecio por los valores consagrados y de su
irreverencia religiosa. Pero hay algo más: a partir de esta poética de lo
provisorio y de un uso ajustado del montaje cubista, se desmantela la linealidad
cronológica de los cuadernos de viaje a favor de una lírica urbana que ubica la
ciudad como centro.
El cosmopolitismo, la carnavalización de la que habla Jorge Schwartz en sus
estudios críticos, permiten que el turista burlón salte de Bretaña a Brest, de
Venecia a Buenos Aires o Sevilla y pueda maravillarse por las chicas de Flores,
que "tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del
Molino y usan moños de seda que les liban las nalgas con un aleteo de mariposa".
La centralidad del elemento visual (muy importante tanto en las preocupaciones
teóricas de Girondo como en la integración del dibujo en los procesos de
composición) se combina con una poética de lo provisorio donde parece cumplirse
el mandato del epígrafe del libro: "Ningún prejuicio más ridículo que el
prejuicio de lo sublime". De esta manera, la humanización de los objetos y la
novísima centralidad que se le otorga a lo urbano, ya sean sus calles, los
medios de transporte, los espacios públicos, los cafés y las milongas, permiten
articular una estética profundamente antirromántica e innovadora.
Espantapájaros, de 1933, marca, en opinión de Enrique Molina, un segundo momento
en la poesía de Girondo, que comienza ahora a situarse entre la tierra y el
sueño, y donde los protagonistas ya no serán más las cosas sino los mecanismos
psíquicos, los instintos. El absurdo surge aquí del sinsentido de una realidad
impenetrable, donde el sujeto se astilla en miles de fragmentos: "Yo no tengo
una personalidad; soy un coctel, un conglomerado, una manifestación de
personalidades".
Sin embargo, es En la masmédula, de 1956, donde la experiencia con el lenguaje
alcanza momentos inigualables en la poesía latinoamericana, sólo comparables a
los de Trilce, de César Vallejo. Girondo se instala aquí en un universo verbal
absolutamente propio y deja un legado único, exquisito, en la poesía en lengua
castellana. Con el correr de los años, con el riguroso trabajo sobre la lengua,
llega el cansancio, pero también la lucidez que produce el acercamiento de la
muerte, como en "Noche Tótem": "Los idos pasos otros de la incorpórea ubicua
también otra escarbando lo incierto/ que puede ser la muerte con su demente
célibe muleta/ y es la noche/ y deserta".
Hace veintiún años, el año 1923, llegaba a mis manos un gran libro titulado
Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, lleno de magníficas y originales
metáforas y con unas ilustraciones en color debidas también al escritor y en las
que había espléndidos aciertos, pues en Oliverio hay un gran pintor a la vez que
un gran escritor.
¿Quién era aquel sonoro Oliverio Girondo que aparecía como autor del ancho y
venturoso libro?
Sólo se atisbaba que era un “argentino”, y sin más antecedentes le dediqué mi
artículo de primera plana en “El Sol” de Madrid, excepción dedicada a los Veinte
poemas, porque yo nunca “hacía libros” en mi sección.
Íntimamente me dije: “He aquí un poeta en prosa hijo de los tiempos que corren,
descubridor, precursivo, digno de compartir nuestro derecho a la primogenitura y
a sentarse a nuestra mesa sin previo aviso.”
En seguida se me apareció en persona.
De voz simpática, profunda, número uno entre las voces de su raza, noté que
había dado ese mismo tono de voz valiente, amistosa y varonil a lo que había
escrito.
La primera voz autoritaria que dialogó con España desde la Argentina tuvo sin
duda ese tono capitán de la voz de Girondo, elevada voz sobre las voces melosas
y canturrientas que mestizaron el tono rotundo, bronco y, al mismo tiempo,
agradable, de la voz americana erguida en la pura nacionalidad.
Porque yo he dado el título de la voz del mejor amigo a la voz de Oliverio, he
de atestiguar que ese tono da valor a su obra y ha logrado imponerla en su
estilo.
En vista del feliz encuentro cenamos en mi café de Pombo y con la última botella
de un licor de rosas, un Rosoli que quedaba en la bodega del viejo café desde
tiempos de Espronceda, brindamos por una amistad que había de intensificarse con
el tiempo.
Hoy, que ya sé quién es Oliverio Girondo y lo que representa como precursor de
la nueva literatura universal en la Argentina, voy a hacer su biografía de
creador y de personaje.
Nace en Buenos Aires a últimos del siglo pasado.
Desciende por su padre de vascos de Mondragón —cuya casa blasonada cayó en los
bombardeos de la última guerra civil— y por su madre, apellidada Uriburu y
Arenales, de los conocidos próceres también vascos, entre los que se destaca el
general Arenales, aquel militar valiente, de quien se cuenta que, abandonado por
muerto, es hallado por el capellán, quien comprueba que una metralla le ha
herido el cráneo; le lava la herida en un regato próximo y cubriendo el roto le
aplica un mate, con el cual el general vive y batalla durante largos años.
Aquel gran militar que llevó el título de hijo del sol, como uno de los
libertadores del Perú, tenía cosas que parecen ya anécdotas del nieto.
El Mondragón originario figura en los versos del poeta Lucano, que dice a
propósito de la espada española:
Vencedora espada
de Mondragón tu acero
y en Toledo templada.
El niño Girondo tiene una infancia llena de rabonas, de paseos por el puerto
para saborear el olor de las bodegas y toma parte en las primeras huelgas
estudiantiles, tirando un huevo pocho de avestruz a don Calixto Oyuela.
Va a Europa con sus padres y allí estudia en el Colegio Epson, de Londres,
pasando después a la Escuela Albert le Grand, en Arcueil, siendo expulsado
porque un día arrojó un tintero a la cabeza del profesor de Geografía porque
habló en su lección de los antropófagos que existían en Buenos Aires, capital
del Brasil.
Vuelve a su patria y comienza su adolescencia literaria, en lucha con el falso
modernismo, con la postal, con las intrincadas medusas de yeso que aparecieron
en las fachadas.
Se licencia de abogado y se inician sus aficiones de paleólogo.
Revista de poesía Xul Nº 12 (mayo 1984) - Apuntes sobre Girondo. Clic para
descargar.
Patrocinado por él y
por otros dos jóvenes inteligentes y destacados, René Zapata Quesada y Raúl
Monsegur, aparece un periódico efímero y teatralizante que se titula “Comoedia”.
Es la hora en que se reunía con la tertulia del doctor Ingenieros, en el Hotel
París, donde Oliverio aprende las grandes bromas de la vida, las atrocidades
divertidas que son principio del humorismo, esas bromas mezcladas de seriedad
que le dan el secreto del trampantojo. Allí conoce al inventor que había
inventado un aparato para subir muy alto pero que al preguntarle cómo
descendería se quedaba patidifuso por no haber pensado en ese detalle; de allí
sale para misteriosas logias donde con sorna doctoral preparan modelos de
constituciones y hasta algún imaginario atentado que les pone en un brete porque
había tomado demasiado en serio su papel aquel al que le había tocado cometerlo
después del sorteo que habían amañado.
Como una veleidad de muchacho y ya que estaba viviendo la gran farsa, estrena en
el Apolo, en colaboración con Zapata Quesada La madrastra, obra maeterlinckiana
que tiene éxito, les da dinero y a cuyo primer personaje hay que internar poco
después en el manicomio.
Otra obra titulada Lo de todos los días fue admitida por Joaquín de Vedia para
el teatro que a la sazón dirigía, pero no hubo actor que quisiera adelantarse al
público varias veces para decirle: “Porque los idiotas… como todos ustedes.”
Como para definir su suerte, para ver en perspectiva su época de jolgorio, de
luces psiquiátricas, de proyectos en las tertulias de los cafés de Buenos Aires,
se va a París, hace un viaje a fondo por toda Europa y consigue sus ya
definitivos hallazgos, los que ya han logrado su propio estilo, los que formarán
los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía.
Oliverio reacciona contra lo sublime, como desprendiéndose de la gran camama,
encabezando sus poemas con este lema: “Ningún prejuicio más ridículo que el
prejuicio de lo sublime.”
Los poemas son de 1921 y de 1922 y están llenos de visiones y matices rotundos.
Ve cómo “el sol pone una ojera violácea en el alero de las casas”, presencia al
cura “que mastica una plegaria como un pedazo de chewing-gum” descubre “una
señora que hace gestos de semáforo a un vigilante, al sentir que sus mellizos se
están estrangulando en su barriga”, ve en Douarnenez cómo entran en la iglesia
los viejos con gorro de dormir:
Para emborracharse de oraciones
y para que el silencio
deje de roer por un instante
las narices de piedra de los santos.
En Venecia ve “remos que no terminan de llorar”, y ya están allí sus primeras
visiones de una Andalucía llena de “chulos con los pantalones lustrados de
betún”.
Ese es el momento de nuestro encuentro, cuando yo escribí sobre su obra
suponiendo haber leído sus poemas en un verdadero tranvía, en el Nº 8, que es el
que hace mayor trayecto en Madrid, pues va del Hipódromo a la Bombilla y aun así
tuve que sacar dos billetes porque todavía seguía leyendo el libro después del
recorrido y entonces pedí al cobrador: “Billete hasta el último poema.”
Con su primer libro publicado Oliverio va a emprender de nuevo el viaje a Buenos
Aires y en su despedida ya me habla de su proyecto de una gran revista y me pide
colaboración para ella —no falté a mi palabra— y se despide con optimismo,
diciéndome adiós con una muestra de papel aún no impreso en lugar de con el
pañuelo.
Trae a Buenos Aires su inquietud, su facundia, su espíritu renovador. A poco
funda con Evar Méndez y Samuel Glusberg, “Martín Fierro”, periódico no sólo de
renovación literaria, sino artística, que se tonifica con el ingreso en la
dirección de Eduardo J. Bullrich, Alberto Prebisch y Sergio Piñero, y funda
junto con Ricardo Güiraldes y Evar Méndez la editorial “Proa”, anterior a la
revista del mismo nombre.
En ese momento voy yo a visitar Buenos Aires, “Martín Fierro” me dedica un
suplemento especial. Tengo proposiciones magníficas. Se me prepara un banquete
circulante en que todos íbamos a ir comiendo como sucede durante la procesión de
Semana Santa con el paso titulado la Cena, sentados en camiones preparados para
el banquete.
Oliverio Girondo por Carlos Alonso.
Exposición Homenaje, 28 de septiembre 1970. Galeria Artines.
Pero iba a ir
también don José Ortega y Gasset que era el que me había animado al viaje y don
José lo dejó para después y yo no me atreví a lanzarme solo a un mundo
desconocido aunque lleno de amigos.
Oliverio aparece de nuevo en Madrid como llevando la representación del
hemisferio cordial que aún me atemorizaba.
En ese breve interregno de apariciones y desapariciones pasan dos años y en 1925
aparece Calcomanías, editado por Espasa-Calpe y con portada del autor.
Completaba en mayor extensión y ya en plena zona convincente la originalidad de
un argentino que fue el primero de todos en soltar su lengua para la nueva habla
de la paradoja y de la fantasmagoría desopilada.
Maestro en visiones escuetas y blasfematorias ve en Toledo:
Perros que se pasean de golilla
con los ojos pintados por el Greco.
Su visión de Sevilla se acrecienta y dice:
“Los parroquianos de los cafés aplauden la actividad del camarero, mientras los
limpiabotas les lustran los zapatos hasta que puede leerse el anuncio de la
corrida del domingo.”
Ve unos curas, esos curas que se afeitan en “cuatrocientos espejos a la vez” y
“cuando salen a la calle ya tienen una barba de tres días”.
Ve en las juergas andaluzas esas cantaoras que tienen los “párpados como dos
castañuelas”.
Su procesión de Semana Santa es un poco impía pero magistral y la sigue desde
que: “De repente, las puertas de la iglesia se abren como las de una esclusa, y
entre una doble fila de nazarenos que canaliza la multitud, una virgen avanza
hasta las candilejas de su paso, constelada de joyas, como una cupletista.”
Hasta cuando se encara con El Escorial deja tamañas todas las descripciones y en
aquel páramo de resonancias y piedras dice: “y se contienen las ganas de toser
por temor a que el eco repita nuestra tos hasta convencernos de que estamos
tuberculosos”.
De las muchas críticas que despiertan sus libros, sólo reproduciré algunos
párrafos de la entusiasta de Jorge Luis Borges:
“Es innegable que la eficacia de Girondo me asusta. Desde los arrabales de mi
verso he llegado a su obra, desde ese largo verso mío donde hay puestas de sol y
vereditas y una vaga niña que es clara junto a una balaustrada celeste. Lo he
mirado tan hábil, tan apto para desgajarse de un tranvía en plena largada y para
renacer sano y salvo entre una amenaza de klaxon y un apartarse de viandantes,
que me he sentido provinciano junto a él. Antes de empezar estas líneas, he
debido asomarme al patio y cerciorarme, en busca de ánimo, de que su cielo
rectangular y la luna siempre estaban conmigo.
”Girondo es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les tira un
manotón. Luego las estruja, las guarda. No hay aventura en ello, pues el golpe
nunca se frustra. A lo largo de las cincuenta páginas de su libro, he
atestiguado la inevitabilidad implacable de su afanosa puntería. Sus
procedimientos son muchos, pero hay dos o tres predilectos que quiero destacar.
Sé que esas trazas son instintivas en él, pero pretendo inteligirlas.
”Girondo impone a las pasiones del ánimo una manifestación visual inmediata,
afán que da cierta pobreza a su estilo (pobreza heroica y voluntaria, entiéndase
bien), pero que le consigue relieve. La antecedencia de ese método parece estar
en la caricatura y señaladamente en los dibujos animados del biógrafo. Copiaré
un par de ejemplos:
El canto tartamudea una copla que lo desinfla nueve kilos. (Juerga.) A vista de
ojo, los hoteleros engordan ante la perspectiva de doblar la tarifa. (Semana
Santa.) (Vísperas.)
”Esa antigua metáfora que anima y alza las cosas inanimadas —la que grabó en la
Eneida lo del río indignado contra el puente (pontem indignatus Araxes) y
prodigiosamente escribió las figuras bíblicas de: “Se alegrará la tierra
desierta, dará saltos la soledad y florecerá como azucena”— toma prestigio bajo
su pluma. Ante los ojos de Girondo, ante su desenvainado mirar, que yo dije una
vez, las cosas dialoguizan, mienten, se influyen. Hasta la propia quietación de
las cosas es activa para él y ejerce una casualidad.”
En
los periódicos publica el mismo Girondo un anuncio así concebido:
ALGUNAS OPINIONES PREVISTAS
El público: Yo no lo he leído; pero según dicen los periódicos…
La crítica: No está mal; pero estaría mejor si fuera todo lo contrario.
Un aristarco: Es definitivamente malo, y sería tan malo si fuese todo lo
contrario.
Una señora: Yo prefiero La Traviata de Massenet.
Una niña: ¡Lástima que una no pueda decir que lo ha leído!
Un literato: Las ilustraciones están bien; pero los poemas…
Un dibujante: A mí el texto no me parece mal. De las ilustraciones es preferible
no hablar.
Un amigo: ¡Sí! Es preferible que no hablemos.
Después vuelve a Europa.
En ese tiempo nuestra amistad se reafirma en Madrid, en París, en Portugal.
Oliverio erguido como una bandera pasa englobando las cosas en sus ojos
salientes y congestivos.
Visito con él los comedores solemnes de París sobre todo el del desaparecido
Foyot y encontramos cafés y rincones en que se prolonga nuestra tertulia hasta
el amanecer.
En Lisboa nos ensañábamos mutuamente las sorpresas más inauditas y yo le llevaba
a comer a Cascaes donde tiraba de pez espada y hacía que el bodeguero nos
despachase un vino antiguo con un gato en la etiqueta que había sido adquirido
en la subasta de la bodega de la casa que allí tenía el rey portugués para sus
conquistas, y Oliverio me llevaba a una plaza lisboeta donde el vendedor del
mejor callicida del mundo presentaba en sus vitrinas los desprendimientos
pedestres de tan grandes personajes como el Excmo. Señor Almirante Fernando
Silva Moreira Fonseca y Campoforte.
En Madrid vivimos noches inolvidables de Botín y de Pombo, y en Segovia don
Daniel y don Ignacio Zuloaga dan, en su honor, una corrida de toros, con
Belmonte como lidiador.
Sigue los viajes en zigzag y aparece en Tetuán presenciando la guerra de España
con el infiel marroquí y vive en el Hotel Excelsior de Roma con Nicodemi,
rodeado de perros y de heroínas d’annunzianas o reaparece en París en una carpa
instalada en el Palais-Royal, en una Feria a beneficio de los huérfanos y las
viudas de los artistas teatrales, junto con Ricardo Güiraldes, bailando durante
tres días danzas flamencas y tangos.
Por Buenos Aires circulan unos versos que aluden a esta locura deambulatoria de
Oliverio y cuya letra es la siguiente:
A veces rotundo,
a veces muy hondo,
se va por el mundo
girando, Girondo.
En todos los sitios del planeta Oliverio Girondo vivía la bohemia vital, madre
suprema del verdadero arte y de la no equivocada opinión.
Ha mantenido su bohemia toda su vida porque se dio cuenta con suficiente
heroicidad, que esa es la luz que agracia con la picardía del tiempo la obra
literaria.
Tuvo fuerza para soportarla sometiéndose al largo insomnio de los mejores, pues
sin ese interminable insomnio no se es artista y poeta en la acepción
antiprofesional y antiprofesoral de ambos conceptos, corregido el empaque y el
decorativismo.
A través de esos laberintos de la bohemia se encuentra la metáfora que sólo
puede aparecer después de los programas absurdos y desvelados. No se me olvidará
el recuerdo de aquella excursión de Oliverio con un ruso a través de tres días y
tres noches de París, en que a cada momento, cuando parecía que no podían más,
el ruso exclamaba: “Le vrai programme commence maintenant!”
Le han pasado cosas extraordinarias en sus viajes.
En Roma, durante la guerra, va al Museo del Capitolio para ver la Venus más
humana y más carnal de todas. Imposible. Como todas las obras famosas, se halla
oculta en un sitio seguro. Trata, inútilmente, de violar la consigna. Le dicen
que la Venus se encuentra en un sótano, rodeada de andamios y de bolsas de arena
que la protegen contra un posible raid aéreo.
Decepcionado, da una vuelta por el Museo, pero no encuentra nada que realmente
le interese.
En la puerta, un guardián le llama misteriosamente, y le confía con una sonrisa
de celestina que si tiene un verdadero empeño en verla, quizás pueda satisfacer
sus deseos. Queda en que volverá una hora después de cerrarse el Museo, es
decir, a la hora de los escabrosos five o’clock teas.
Oliverio Girondo por Emilio
Centurión, publicado en Martín Fierro Nº 2, marzo de 1924.
Cuando vuelve le
introduce, subrepticiamente, en la conserjería, y después de recorrer galerías y
galerías, bajan juntos una escalera oscura que les conduce a un enorme sótano.
Iluminada por la luz del atardecer que se infiltra por una claraboya llena de
telarañas, divisa en la penumbra una mujer desnuda, acostada en una cama
primitiva hecha con la paja de los establos. Es la Venus que le espera.
Después de varios minutos, al ver que continúa contemplándola, el guardián se
impacienta y desaparece. Al quedarse solo se turba, no sabe qué hacer. Pero por
suerte, el guardián regresa inmediatamente.
Un poco avergonzado le desliza las 50 liras convenidas y se va.
Profundizando más en sus aficiones de paleólogo y etnógrafo va a Egipto, donde
revisa las tumbas y se consterna al comprobar que los pobres llenan los caminos
como si no hubiese muerto ningún mendigo desde Ramsés I.
Trae notas y una divertida película de su viaje por el Nilo.
Oliverio vuelve a América, hace un viaje por el Pacífico recorriendo todas las
repúblicas hasta llegar a Méjico, estudiando al detalle el arte precolombino y
colonial. Le saludan con críticas halagüeñas desde Guillén pasando por
Mariátegui, hasta Javier de Villaurrutia, que dice de él:
“Moderno, modernísimo, con una agilidad de pensamiento que nos conduce al
terreno de la geometría. Sin embargo, tengamos presente que, más que una
hipérbole, es una parábola la que Girondo describe. No se pierde descentrándose;
cae siempre, tras de la trayectoria rica en peligros e iluminaciones, sobre sí
mismo, en inteligente triunfo de acrobacia. Cirquero, sí, pero, como Rimbaud
—Linneo alucinante—, cirquero que sabe ¿cuántos idiomas?, ¿cuántos secretos?”
Está en su plenitud. En “Martín Fierro” que ha seguido teniendo varios avatares
emite Membretes y estudios, hasta que un día tiene que verle desaparecer.
Aún hace un viaje a Europa, quizás en despedida para mucho tiempo, y de este
viaje vuelve con una estupenda barba negra, tan negra que me obligó a decirle
que le había salido una barba teñida.
Una noche, antes de abandonar París, en la terraza del “Napolitano”, un señor,
después de observarlo se le presenta como director artístico de la “Paramount” y
le ofrece el papel de protagonista en un film que habría de desarrollarse en
Sierra Morena, en el que tendría que encarnar a un “contrabandista —violinista”,
pero Oliverio, aunque algo perturbado, declina el ofrecimiento con la misma
sonrisa con que ha renunciado a tantas cosas representativas en su vida, como la
secretaría de la embajada de Washington o el nombramiento de académico.
Al pasar por Norteamérica, en su viaje de vuelta, los niños norteamericanos le
preguntaban señalándole la barba: “¿Pero por qué es usted tan sucio?”
En Buenos Aires su barba es triunfal, gauchesca, y flamante aunque una tarde en
una cancha de fútbol veinte mil almas comenzaron a gritar: “¡Chivo! ¡Chivo!”,
venciéndolas Oliverio con su sonrisa estoica.
En mi primer viaje a Buenos Aires el año 31 recorro con él la ciudad y me doy
cuenta de sus misterios, comprendiendo cómo Oliverio me había anticipado en
España, como legítimo cabecilla literario, la verdad argentina, dándonos a los
españoles la sensación de un país paralelo a la España nueva, en idéntica lucha
por las nuevas formas y los nuevos ritmos.
Por cierto que una noche en el Paseo de Julio después de un banquete
conmemorativo, Oliverio entra en una de aquellas barberías de dos sillones y
sentándose en uno de ellos dice al barbero: “¡Pronto, aféiteme la barba!”
Nunca he visto más consternado a un fígaro, pero tampoco lo he visto más digno,
pues se negó a afeitarle y para no ser incorrecto le dijo: “Si persiste en la
idea vuelve mañana.”
En 1932, cuando yo me vuelvo a España, surge su obra Espantapájaros con todo el
escándalo que merecía tan decisivo libro. Oliverio alquila nada menos que un
coche coronario —es decir, el coche que va detrás de la carroza fúnebre llevando
las coronas— y en ese coche tirado por seis caballos y con cochero y lacayo
vestidos a la moda del Directorio, eleva un gran espantapájaros con chistera,
monóculo y pipa, alrededor del que revolotean unos cuervos y lo hace pasear por
las calles de Buenos Aires durante algunas semanas anunciando su libro.
Merece tal reclamo ese libro que es su mejor libro y en que ya está lo que
después ha de reaparecer en los libros de los jovencitos.
En ese libro admirable del que no ha hablado ni un solo crítico de las grandes
publicaciones y al que la envidia ha evitado toda alusión, está la enjundia del
talento irrespetuoso que es lo mejor de lo argentino.
Oliverio Girondo por Hermenegildo
Sábat, publicado en La Opinión, suplemento literario, 1971.
En Espantapájaros
todas son fecundaciones del porvenir y lo inventado en ese libro no tiene aún
nombre. ¿Quién ha podido superar sus imágenes? ¡Nadie!
Es uno de los pocos libros libres que no recomendaré para los colegios, pero que
ayudan a vivir la vida manumitida sin necesidad de inducir a la libertad
desesperada y violenta de la calle. Con esa libertad del espíritu conseguida por
un espíritu prócer como el de Oliverio se calma y se satisface, sin ofuscación,
sin compromiso político, el gusto de evasión del alma.
Todo es sugerente y soberbio en este libro con sus mujeres que vuelan, con sus
embajadores de Inglaterra con un bigote usado “como uno de esos cepillos de
dientes que se utilizan para embetunar los zapatos”, con frases tales como: “¡La
imitación ha prostituido hasta a los alfileres de corbata!” o “A unos les gusta
el alpinismo. A otros les entretiene el dominó. A mí me encanta la
transmigración”, con lirismos como este “Llorar a lágrima viva. Llorar a
chorros. Llorar la digestión. Llorar el sueño. Llorar ante las puertas y los
puertos. Llorar de amabilidad o de amarillo.”
El escritor es hombre solitario, pulcro, superior y por eso se burla de las
solidaridades. Así dice con un estilo que descubriréis imitado más de una vez en
la literatura actual y en la próxima futura: “Se podrá discutir mi condición
ornitológica y la eficacia de mis aperturas de ajedrez. Nunca faltará algún
zopenco que niegue la exactitud astronómica de mis horóscopos ¡pero eso sí! a
nadie se le ocurrirá dudar, ni un solo instante, de mi perfecta, de mi absoluta
solidaridad.”
“¿Una colonia de microbios se aloja en los pulmones de una señorita? Solidario
de los microbios, de los pulmones y de la señorita. ¿A un estudiante se le
ocurre esperar al tranvía dentro del ropero de una mujer casada? Solidario del
ropero, de la mujer casada, del tranvía, del estudiante y de la espera.”
Oliverio es ese largo capítulo sobre la solidaridad venga lo que hay que vengar
en la idea suplantadora, y son de oír por lo menos dos solidaridades más:
“Solidario de las olas sin velas… sin esperanza. Solidario del naufragio de las
señoras ballenatos, de los tiburones vestidos de frac que les devoran el vientre
y la cartera. Solidario de las carteras, de los ballenatos y de los fraques…”
“Solidario por predestinación y por oficio. Solidario por atavismo, por
convencimiento, por convencionalismo. Solidario a perpetuidad. Solidario de
insolidarios y solidario de mi propia solidaridad.”
Todo tiene calidad en este libro, cualquiera de sus frases: “Te has jugado la
vida tantas veces que posees un olor a barajas usadas” o “Fui célibe con el
mismo amor propio con que hubiera sido paraguas” o “¿Resultará más práctico
dotarse de una epidermis de verruga que adquirir una psicología de colmillo
cariado?”
Su burla de la sublimidad ha llegado al colmo y tiene un capítulo reticente y
retozón en que después de sostener que hay que sublimarlo todo, acaba con estas
palabras: “Que otros practiquen —si les divierte— idiosincrasias de felpudo. Que
otros tengan para las cosas una sonrisa de serrucho, una mirada de charol.”
“Yo he optado definitivamente por lo sublime y sé, por experiencia propia, que
en la vida no hay más solución que la de sublimar, que la de mirarlo y
resolverlo todo desde el punto de vista de la sublimidad.”
Espantapájaros es el libro de Oliverio, de este gran señor del espíritu y de la
pampa, y este libro ha tenido una tirada de cinco mil ejemplares y es
escandaloso y es funambúlico.
Oliverio Girondo por Hermenegildo
Sábat, publicado en Primera Plana, 1967.
Después publica el
largo estudio sobre pintura moderna, que valora el catálogo de las obras de arte
nuevo que posee Rafael Crespo, estudio en que está comprendido el impresionismo
y el cubismo, como sólo él después de sus frecuentaciones en París puede
interpretar y desproblematizar.
En el filo del 37, Oliverio Girondo publica un libro extraño, pintado de negro y
con el título de Interlunio. Ha querido guardar en este libro algo muy logrado y
estricto y lo ha adornado con admirables, abismáticas y complejas aguafuertes de
Spilimbergo.
No ha pretendido Oliverio en este libro más que lo que ha conseguido, troquelar
una idea, captar un tránsfuga, practicar virilmente la obra bien hecha.
Salido al mercado en los días en que el español a salvo ha conseguido tal
ciencia de los hombres, que si señala como su mejor amigo a alguien lo señala
con mano de mármol, inmortalmente, puedo entender su estilo humano y su bondad
íntima como nunca.
Este Interlunio es algo más que un cuento, es el luto y la cercioración de un
caso de fracaso del extranjero incomprendido en la capital de las pampas,
estacionado en los cafés y lecherías de la madrugada, llevado por el tranvía
primero del día a la pradera de los cardos en las afueras donde la vaca, su
madre definitiva le consolará con consuelo postrero.
Yo que he vivido ya en tres viajes y en tres estadas de años la noche porteña,
he visto cuajarse en ella este tipo de Interlunio, impotente, desorientado,
portentoso de falta de destino, solo, tembloroso, insucediente, problemático, de
riguroso luto.
Se podría decir que este libro es el “tango” de Oliverio y, como siempre, traza
la silueta de su personaje como no hay quién, viéndole “un esqueleto capaz de
envejecer los trajes recién estrenados” y “una sonrisa de bolsillo gastado”.
El personaje tiene definiciones como esta: “Europa es como algo podrido y
exquisito: un Camembert con ataxia locomotriz.”
Oliverio como siempre también continúa único en la síntesis de los ambientes.
“Recuerdo —dice— que fue en uno de esos cafés que no pegan los ojos. Las sillas
ya se habían trepado a las mesas para desentumecerse las patas, mientras que
—con un gesto que ha olvidado hasta el campo— un mozo sembraba aserrín sobre las
baldosas humedecidas.”
Más adelante da la mejor definición del suelo de la ciudad al amanecer: “el
asfalto iba perdiendo su coloración de film sin revelar”.
Oliverio Girondo será ya siempre el mismo contundente, antimelifluo, revelador y
ahora hay que esperar ese libro de trescientas páginas que se titulará: Diario
de un salvaje americano y que escribe en su isla del Tigre.
Él en pocos libros ha dicho muchas más cosas que los otros en muchos y sobre
todo ha fijado su figura representativa de verdadero prócer de las letras y de
la vida argentina.
Ve una vida espeluznante y repeluznada de la que es el humorista. Sobre todo lo
que dice está el hombre culto, el poeta que sabe lo que es cursilería y lirismo
fácil.
Hay una creación girondina, girondiana o girondesca, en que está marcado el
imperio de lo argentino y que sólo un legítimo descendiente de los caudillos y
de los primeros terratenientes, podía hallar con pauta tan categórica.
En medio de todo el engolamiento de la magistratura literaria y de la traición
intrigante, Oliverio Girondo se dedica a ser el vigía y sin buscar un tema
rusticano y nacional, mantiene en su pureza y agilidad ese encararse original
del argentino con el mundo, conservando todo el purismo de ese encaro lenguaraz,
expeditivo, genial.
Él no se ha dejado tentar ni por la cárcel blasonada del soneto ni por ningún
premio y eso que la vanidad del lauro le podía haber tentado. Él sólo ha
procurado acrecentar la inteligencia y la tensión de sus días, uniéndolos con
desgarrada inquietud para poder encontrar a su hora la frase y la metáfora
insólita.
Pero no importa la condición delirante de la obra sino esa rigidez moral que hay
en ella, la moralidad por encima de la aventura, la dignidad por encima de la
farsa.
Ha sido uno de esos pocos escritores que han soportado y sobrepasado la prueba
de la pintura, la prueba por 2 de la condición de artista del escritor.
Oliverio Girondo por Toño Salazar,
publicado en Argentina Libre, 1940.
Oliverio comprendió
en su hora la pintura nueva, la pintura más piedra de toque que ha habido para
saber si se estaba capacitado para la literatura nueva.
Él se supo rodear de esa pintura y en su aceptación de lo inaudito pictórico
adquirió la facultad de escribir lo inaudito.
Es uno de los pocos seres que he encontrado en el mundo en los que la ecuación
personal del literato está en la más perfecta coordenada con alma de literato.
Cuando todos los climas personales son difíciles de soportar, en Oliverio se da
un caso excepcional, que agranda, dignifica y vuelve caballeroso al mundo,
dándole además anchura inteligente y gracia persuasiva y humorística.
Al conocerle bien me dije: “He aquí el creador simpático, espontáneo, arquetipo
morador del mundo que podrá llegar en sus creaciones hasta donde quiera su
pereza.”
Esa franqueza, ese hablar llegado a la verdad de América está en Oliverio, en el
que el vasco ha aceptado la encarnación americana en la latitud del primer
capítulo de la Argentina, de su cabecera en el mapa por su elemento salteño.
Ya en Europa antes de conocer América había encontrado en Oliverio por primera
vez con seducción, lejos de doctores antiparrados y de personajes oficiales de
exagerada carátula, la netitud de América, su tono original, su afinidad
diversificada, su indeclinable comprobación del universo que venía a
cerciorarnos de su alegre veracidad.
Para mí ha sido un tipo comparativo, fiel contraste de lo que iba sucediendo,
por primera vez creador de la fraternidad absoluta entre lo argentino y lo
español, inteligido lo argentino a través de él e inteligido lo español también
mejor, a través de él.
Personaje efusivo y traslaticio de la vida, testigo humorista y necesario de las
grandes solemnidades del vivir, no ha podido dedicar mucho tiempo a crear, pero
con ese ex libris sobrio y seguro que ha compuesto con media docena de libros ha
dejado sentado un marchamo admirable, una clarividencia sin tribulaciones ni
barbilindismo que nadie ni nada podrá hacer desaparecer ni disimular siquiera.
Una arquitectura nueva del comprender, en estilo limpio y sin dubitación,
adquiere toda su evolución en Oliverio Girondo y con parquedad divisa lo español
como se divisa desde España lo americano. Por primera vez la respuesta tenía el
mismo calibre de la pregunta, amén de su originalidad aureolada de una luz
inédita.
No aprovechó ningún tópico de la vida de su alrededor sino el alentar universal
situándose como hombre que amanece al mundo eterno y total. Quiso que se viera
que la reacción de un argentino frente al espectáculo del mundo, tenía igual
grandeza, igual orgullo ofendido y sarcástico, la misma locuacidad metafórica
que en el sitio de más acendrada civilización literaria. Lo consiguió y atrajo
en mí la seguridad y la necesidad del viaje, pues tengo que confesar que
Oliverio me dio la fe en la feliz arribanza.
Cuando en la hora fuera de la hora circunstancial de las componendas y del
intercambio de los falaces hispanoamericanismos, se reúna en una antología la
voz de los claros varones de las letras americanas, Oliverio Girondo dará una de
las primeras evidencias de América con el título envidiable de precursor.
Osadía, valor, sobrepasación habrá en las páginas de él que se escojan y
señalada la fecha se verá que fue el primero en lanzarse a la prosa desmedida,
libre, paradójica y temeraria que había de volver a inventar el mundo y a
encararse con su más sincera inspiración.
No podemos, no debemos consentir por todo eso que el signo de la muerte sea el
que consagre y descubra a los grandes hombres como aquí suele suceder muy a
menudo.
A Oliverio hay que darle en vida la respuesta a su exuberancia, a su fidelidad
literaria, a su clarividencia fulminante.
Audaz, sin haber dejado que se haga vulgar ninguno de los días de su vida, su
obra está bien escrita y puede entrar en la antología de lo español, lo cual es
muy importante porque la literatura española es una literatura universal y hay
que ir por sus cien millones de lectores.
Por eso merece la pena del apurado trabajo, del trágico esfuerzo, porque es
universal —sin necesitar ser traducida como otras literaturas para lograr ser
universales— gracias al extenso límite que puede conseguir en su propio idioma,
aceptado en su pureza por pueblos tan diferentes.
No le importa lo circunstancial a Oliverio Girondo y por eso vive tranquilo con
los mejores pectorales de oro de las civilizaciones incaicas —museo de objetos
de oro precolombinos que saca y mete en los nichos del Banco de la Nación—,
entre sus primitivos castellanos, su Maître Moulins del siglo XV, sus cuadros
modernos, su botella de coñac “El Cometa”, su espejo de señorío desde el que
hace los honores como nadie desde mayores haciendas, representante máximo del
pueblo de los conciliados en contraste con el de los irreconciliables, este
pueblo a cuyas playas me he acogido indefinidamente para conservar mi
independencia sin remordimientos, sin temores y sin claudicación, defendiendo
como un adelantado de España en Indias, la España eternal sobre la que se quiere
inventar una nueva negrura falsa y tendenciosa.
Oliverio es un creador de formas nuevas, sin cabalismo, con la más vívida luz de
América, como si hubiese montado a pelo el caballo de la ráfaga pampera.
Fue animador y fue animado por un grupo de argentinos jóvenes, nobles, dados a
la generosidad del Arte —y que no se han repetido con la misma largueza en las
generaciones siguientes— y en cuyo grupo figuraba Ricardo Güiraldes, Zapata
Quesada, González Garaño, Crespo, Becu, Presbisch, Eduardo Bullrich, Adán Diehl,
Monsegur, etc.
Yo que convivía con ellos en el París de Modigliani, sé el optimismo y la fe con
que abrían horizontes pampeanos en las paredes grises.
Ante Oliverio Girondo comprendí todo lo que se engloba en la palabra amigazo,
amigazo para la conflagración espiritual, bohemia y poética, capaz de decir la
clara opinión y tomar el partido del desinterés.
Hemos estado en delirio de ideas y de estilos y siempre él ha sido gran señor de
la noche transiberiana.
Amábamos el arte, pero nos defendíamos de ser hipócritas que se sacian en los
vicios secretos. Bebíamos sólo hasta exaltar las ideas, porque como Musset dijo
en Fantasio:
“Un soneto vale más que un largo poema y un vaso de vino vale más que un
soneto.”
Cada día que pasa veo a Oliverio el aristócrata representativo de América, lleno
de talento y de vitalidad y compensada su aristocracia por una radical bohemia
de artista.
He vivido en medio de los mejores hidalgos y ricos hombres de España y de fuera
de España, pero tengo que confesar en esta hora de las supremas confesiones, que
este hidalgo original de América, generoso, seleccionador y depurado por la
poesía y la bohemia, es superior a todos los que vi, como flor doble de América
y de la antigua y mejor España.
Es el hombre de más bello vivir que he encontrado, comprensivo, supervidente,
eligiendo sus horas y sus comensales en la mayor independencia de la vida,
verboso, imaginario, asomado a los últimos balcones.
Hemos marcado un récord de brindis hasta el tercer amanecer, en soledad liberada
del mundo, contestes en la misma imagen, viendo yo cómo fue y podría ser el
prócer verdadero de América, el que admiró Lope de Vega al verle pasar por
Madrid.
* Ramón Gómez de la Serna nació en Madrid en 1888 y murió en Buenos Aires en
1963. Licenciado en derecho por la Universidad de Oviedo, consagró su vida
exclusivamente a la actividad literaria, en la que se mostró como un escritor
fecundo y pionero de un tipo de literatura que, dentro de la más pura
vanguardia, es de una gran originalidad. Sus primeras obras muestran una actitud
crítica e innovadora frente al panorama literario español, dominado por los
noventayochistas, y coinciden con la dirección, asumida desde 1908, de la
revista Prometeo, receptora y difusora de los primeros manifiestos vanguardistas
en España, de los que fue su primer e incondicional defensor e impulsor.
Animador indiscutible de la vida literaria madrileña, en 1914 creó una de las
tertulias más frecuentadas y famosas con que ha contado Madrid, la del Café
Pombo. Su particular visión de la literatura, concebida dentro de los
presupuestos del arte por el arte, sin ningún intento de reflexión ideológica,
dio lugar a un género inventado por él, las greguerías, definidas por el propio
autor como “metáfora más humor”. Consisten en frases breves, de tipo aforístico,
que no pretenden expresar ninguna máxima o verdad, sino que retratan desde un
ángulo insólito realidades cotidianas con ironía y humor, a base de expresiones
ingeniosas, alteraciones de frases hechas o juegos conceptuales o fonéticos.
Su vasta producción literaria incluye desde artículos y ensayos, algunos
agrupados en libros, hasta dramas de tema erótico y obras más o menos
novelísticas, muchas de ellas basadas en una trama truculenta, al modo de los
folletines costumbristas, que por las incoherencias en la narración, las
imágenes de tipo surrealista o el barroquismo de la expresión se convierten en
una forma de absurdo que destruye todo sentimentalismo y las acerca a lo
patético y grotesco.
En 1936, a raíz del estallido de la guerra civil española, se exilió en Buenos
Aires con su esposa, la escritora Luisa Sofovich, y en 1948 publicó la obra
autobiográfica Automoribundia, testimonio de su vida y compendio de su estilo y
su personal concepción literaria.
Facsímil primera edición,
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1922
Ningún prejuicio más ridículo que el prejuicio de lo SUBLIME
A "La Púa"
Cenáculo fraternal, con la certidumbre reconfortante de que, en nuestra calidad
de latinoamericanos, poseemos el mejor estómago del mundo, un estómago
ecléctico, libérrimo, capaz de digerir, y de digerir bien, tanto unos arenques
septentrionales o un kouskous oriental, como una becasina cocinada en la llama o
uno de esos chorizos épicos de Castilla,
OLIVERIO
CARTA ABIERTA A "LA PÚA"
Señor don Evar Méndez.
Querido Evar: Un libro -y sobre todo un libro de poemas- debe justificarse por
sí mismo, sin prólogos que lo defiendan o lo expliquen.
Tú insistes, sin embargo, en la necesidad de que lleve uno la presente edición.
Eludo y condesciendo a tu pedido, apuntándote la carta que envié a "La Puá",
desde París; carta cuyo ingenuo escepticismo podrá, actualmente, hacernos
sonreír, pero que tiene, al menos, la ventaja de haber sido escrita
contemporáneamente a la publicación de mis 20 poemas.
Te abraza
O.G.
¡Qué quieren ustedes!... A veces los nervios se destemplan... Se pierde el
coraje de continuar sin hacer nada... ¡Cansancio de nunca estar cansado! Y se
encuentran ritmos al bajar la escalera, poemas tirados en medio de la calle,
poemas que uno recoge como quien junta puchos en la vereda.
Lo que sucede entonces es siniestro. El pasatiempo se transforma en oficio.
Sentimos pudores de preñez. Nos ruborizamos si alguien nos mira la cabeza. Y lo
que es más terrible aún, sin que nos demos cuenta, el oficio termina por
interesarnos y es inútil que nos digamos: "Yo no quiero optar, porque optar es
osificarse. Yo no quiero tener una actitud, porque todas las actitudes son
estúpidas... hasta aquella de no tener ninguna"...
Irremediablemente terminamos por escribir: Veinte poemas para ser leídos en el
tranvía.
¿Voluptuosidad de humillarnos ante nuestros propios ojos? ¿Encariñamiento con lo
que despreciamos? No lo sé. El hecho es que en lugar de decidir su cremación,
condescendemos en enterrar el manuscrito en un cajón de nuestro escritorio,
hasta que un buen día, cuando menos podíamos preverlo, comienzan a salir
interrogantes por el ojo de la cerradura.
¿Un éxito eventual sería capaz de convencernos de nuestra mediocridad? ¿No
tendremos una dosis suficiente de estupidez, como para ser admirados?... Hasta
que uno contesta a la insinuación de algún amigo: "¿Para qué publicar? Ustedes
no lo necesitan para estimarme, los demás...", pero como el amigo resulta ser
apocalíptico e inexorable, nos replica: "Porque es necesario declararle como tú
le has declarado la guerra a la levita, que en nuestro país lleva a todas
partes; a la levita con que se escribe en España, cuando no se escribe de
golilla, de sotana o en mangas de camisa. Porque es imprescindible tener fe,
como tú tienes fe, en nuestra fonética, desde que fuimos nosotros, los
americanos, quienes hemos oxigenado el castellano, haciéndolo un idioma
respirable, un idioma que puede usarse cotidianamente y escribirse de
«americana», con la «americana» nuestra de todos los días..." Y yo me ruborizo
un poco al pensar que acaso tenga fe en nuestra fonética y que nuestra fonética
acaso sea tan mal educada como para tener siempre razón... y me quedo pensado en
nuestra patria que tiene la imparcialidad de un cuarto de hotel, y me ruborizo
un poco al constatar lo difícil que es apegarse a los cuartos de hotel.
¿Publicar? ¿Publicar cuando hasta los mejores publican 1.071% veces más de lo
que debieran publicar?... Yo no tengo, ni deseo tener, sangre de estatua. Yo no
pretendo sufrir la humillación de los gorriones. Yo no aspiro a que me babeen la
tumba de lugares comunes, ya que lo único realmente interesante es el mecanismo
de sentir y de pensar. ¡Prueba de existencia!
Lo cotidiano, sin embargo, ¿no es una manifestación admirable y modesta de lo
absurdo? Y cortar las amarras lógicas, ¿no implica la única y verdadera
posibilidad de aventura? ¿Por qué no ser pueriles, ya que sentimos el cansancio
de repetir los gestos de los que hace 70 siglos están bajo la tierra? Y ¿cuál
sería la razón de no admitir cualquier probabilidad de rejuvenecimiento? ¿No
podríamos atribuirle, por ejemplo, todas las responsabilidades a un fetiche
perfecto y omnisciente, y tener fe en la plegaria o en la blasfemia, en el albur
de un aburrimiento paradisíaco o en la voluptuosidad de condenarnos? ¿Qué nos
impediría usar de las virtudes y de los vicios como si fueran ropa limpia,
convenir en que el amor no es un narcótico para el uso exclusivo de los
imbéciles y ser capaces de pasar junto a la felicidad haciéndonos los
distraídos?
Yo, al menos, en mi simpatía por lo contradictorio -sinónimo de vida- no
renuncio ni a mi derecho de renunciar, y tiro mis Veinte poemas, como una
piedra, sonriendo ante la inutilidad de mi gesto.
OLIVERIO GIRONDO
París, diciembre, 1922.
PAISAJE BRETÓN
Douarnenez,
en un golpe de cubilete,
empantana
entre sus casas corrió dados,
un pedazo de mar,
con un olor a sexo que desmaya.
¡Barcas heridas, en seco, con las alas plegadas!
¡Tabernas que cantan con una voz de orangután!
Sobre los muelles,
mercurizados por la pesca,
marineros que se agarran de los brazos
para aprender a caminar,
y van a estrellarse
con un envión de ola
en las paredes;
mujeres salobres,
enyodadas,
de ojos acuáticos, de cabelleras de alga,
que repasan las redes colgadas de los techos
como velos nupciales.
El campanario de la iglesia,
es un escamoteo de prestidigitación,
saca de su campana
una bandada de palomas.
Mientras las viejecitas,
con sus gorritos de dormir,
entran a la nave
para emborracharse de oraciones,
y para que el silencio
deje de roer por un instante
las narices de piedra de los santos.
Douarnenez, julio, 1920.
CAFÉ-CONCIERTO
Las notas del pistón describen trayectorias de cohete, vacilan en el aire, se
apagan antes de darse contra el suelo.
Salen unos ojos pantanosos, con mal olor, unos dientes podridos por el dulzor de
las romanzas, unas piernas que hacen humear el escenario.
La mirada del público tiene más densidad y más calorías que cualquier otra, es
una mirada corrosiva que atraviesa las mallas y apergamina la piel de las
artistas.
Hay un grupo de marineros encandilados ante el faro que un "maquereau" tiene en
el dedo meñique, una reunión de prostitutas con un relente a puerto, un inglés
que fabrica niebla con sus pupilas y su pipa.
La camarera me trae, en una bandeja lunar, sus senos semi-desnudos... unos senos
que me llevaría para calentarme los pies cuando me acueste.
El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto.
Brest, agosto, 1920.
CROQUIS EN LA ARENA
La mañana se pasea en la playa empolvada de sol.
Brazos.
Piernas amputadas.
Cuerpos que se reintegran. Cabezas flotantes de caucho.
Al tornearles los cuerpos a las bañistas, las olas alargan sus virutas sobre el
aserrín de la playa.
¡Todo es oro y azul!
La sombra de los toldos. Los ojos de las chicas que se inyectan novelas y
horizontes. Mi alegría, de zapatos de goma, que me hace rebotar sobre la arena.
Por ochenta centavos, los fotógrafos venden los cuerpos de las mujeres que se
bañan.
Hay quioscos que explotan la dramaticidad de la rompiente. Sirvientas cluecas.
Sifones irascibles, con extracto de mar. Rocas con pechos algosos de marinero y
corazones pintados de
esgrimista. Bandadas de gaviotas, que fingen el vuelo destrozado
de un pedazo blanco de papel.
¡Y ante todo está el mar!
¡El mar!... ritmo de divagaciones. ¡El mar! con su baba y con su epilepsia.
¡El mar!... hasta gritar
¡BASTA!
como en el circo.
Mar del Plata, octubre, 1920.
NOCTURNO
Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana. Luces trasnochadas que
al apagarse nos dejan todavía más solos. Telaraña que los alambres tejen sobre
las azoteas. Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.
¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo, y cuál será la
intención de los papeles que se arrastran en los patios vacíos?
Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras, y en que
las cañerías tienen gritos estrangulados, como si se asfixiaran dentro de las
paredes.
A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que
sentirán las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de
acurrucarse en los rincones. Y a veces las cruces de los postes telefónicos,
sobre las azoteas, tienen algo de siniestro y uno quisiera rozarse a las
paredes, como un gato o como un ladrón.
Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano por el lomo, y en las que
súbitamente se comprende que no hay ternura comparable a la de acariciar algo
que duerme.
¡Silencio! -grillo afónico que nos mete en el oído-. ¡Can¬tar de las canillas
mal cerradas! -único grillo que le conviene a la ciudad-.
Buenos Aires, noviembre, 1921.
RIO DE JANEIRO
La ciudad imita en-cartón, una ciudad de pórfido.
Caravanas de montañas acampan en los alrededores.
El "Pan de Azúcar" basta para almibarar toda la bahía...
El "Pan de Azúcar" y su alambre carril, que perderá el equilibrio por no usar
una sombrilla de papel.
Con sus caras pintarrajeadas, los edificios saltan unos encima de otros y cuando
están arriba, ponen el lomo, para que las palmeras les den un golpe de plumero
en la azotea.
El sol ablanda el asfalto y las nalgas de las mujeres, madura las peras de la
electricidad, sufre un crepúsculo, en los botones de ópalo que los hombres usan
hasta para abrocharse la bragueta.
¡Siete veces al día, se riegan las calles con agua de jazmín!
Hay viejos árboles pederastas, florecidos en rosas té; y viejos árboles que se
tragan los chicos que juegan al arco en los paseos. Frutas que al caer hacen un
huraco enorme en la vereda; negros que tienen cutis de tabaco, las palmas de las
manos hechas de coral, y sonrisas desfachatadas de sandía.
Sólo por cuatrocientos mil reis se toma un café, que perfuma todo un barrio de
la ciudad durante diez minutos.
Río de Janeiro, noviembre, 1920.
APUNTE CALLEJERO
En la terraza de un café hay una familia gris. Pasan unos senos bizcos buscando
una sonrisa sobre las mesas. El ruido de los automóviles destiñe las hojas de
los árboles. En un quinto piso, alguien se crucifica al abrir de par en par una
ventana.
Pienso en dónde guardaré los quioscos, los faroles, los transeúntes, que se me
entran por las pupilas. Me siento tan lleno que tengo miedo de estallar...
Necesitaría dejar algún lastre sobre la vereda...
Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y de pronto, se arroja entre
las ruedas de un tranvía.
MILONGA
Sobre las mesas, botellas decapitadas de "champagne" con corbatas blancas de
payaso, baldes de níquel que trasuntan enflaquecidos brazos y espaldas de
"cocottes".
El bandoneón canta con esperezos de gusano baboso, contradice el pelo rojo de la
alfombra, imanta los pezones, los pubis y la punta de los zapatos.
Machos que se quiebran en un corte ritual, la cabeza hundida entre los hombros,
la jeta hinchada de palabras soeces.
Hembras con las ancas nerviosas, un poquitito de espuma en las axilas, y los
ojos demasiado aceitados.
De pronto se oye un fracaso de cristales. Las mesas dan un corcovo y pegan
cuatro patadas en el aire. Un enorme espejo se derrumba con las columnas y la
gente que tenía dentro; mientras entre un oleaje de brazos y de espaldas
estallan las trompadas, como una rueda de cohetes de bengala.
Junto con el vigilante, entra la aurora vestida de violeta.
Buenos Aires, octubre, 1921
VENECIA
Se respira una brisa de tarjeta postal.
¡Terrazas! Góndolas con ritmos de cadera. Fachadas que reintegran tapices persas
en el agua. Remos que no terminan nunca de llorar.
El silencio hace gárgaras en los umbrales, arpegia un "pizzicato" en las
amarras, roe el misterio de las casas cerradas.
Al pasar debajo de los puentes, uno aprovecha para ponerse colorado.
Bogan en la Laguna, "dandys" que usan un lacrimatorio en el bolsillo con todas
las iridiscencias del canal, mujeres que han traído sus labios de Viena y de
Berlín para saborear una carne de color aceituna, y mujeres que sólo se
alimentan de pétalos de rosa, tienen las manos incrustadas de ojos de serpiente,
y la quijada fatal de las heroínas d’Annunzianas.
¡Cuando el sol incendia la ciudad, es obligatorio ponerse un alma de Nerón!
En los "piccoli canali" los gondoleros fornican con la noche,
anunciando su espasmo con un triste cantar, mientras la luna engorda, como en
cualquier parte, su mofletudo visaje de portera.
Yo dudo que aún en esta ciudad de sensualismo, existan falos más llamativos, y
de una erección más precipitada, que la de los badajos del "campanile" de San
Marcos.
Venecia, julio, 1921.
EXVOTO
A las chicas de Flores
Las chicas de Flores,
tienen los ojos dulces,
como las almendras azucaradas
de la Confitería del Molino,
y usan moños de seda
que les liban las nalgas
en un aleteo de mariposa.
Las chicas de Flores,
se pasean tomadas de los brazos,
para transmitirse sus estremecimientos,
y si alguien las mira en las pupilas,
aprietan las piernas,
de miedo de que el sexo
se les caiga en la vereda.
Al atardecer,
todas ellas cuelgan
sus pechos sin madurar
del ramaje de hierro de los balcones,
para que sus vestidos
se empurpuren al sentirlas desnudas,
y de noche,
a remolque de sus mamás
-empavesadas como fragatas-
van a pasearse por la plaza,
para que los hombres
les eyaculen palabras al oído,
y sus pezones fosforescentes,
se enciendan y se apaguen como luciérnagas.
Las chicas de Flores,
viven en la angustia
de que las nalgas se les pudran,
como manzanas que se han dejado pasar,
y el deseo de los hombres las sofoca tanto,
que a veces quisieran desembarazarse
de él como de un corsé,
ya que no tienen el coraje
de cortarse el cuerpo a pedacitos y arrojárselo,
a todos los que pasan por la vereda.
Buenos Aires, octubre, 1920.
FIESTA EN DAKAR
La calle pasa con olor a desierto, entre un friso de negros sentados sobre el
cordón de la vereda.
Frente al Palacio de la Gobernación:
¡CALOR! ¡CALOR!
Europeos que usan una escupidera en la cabeza.
Negros estilizados con ademanes de sultán.
El candombe les bate las ubres a las mujeres para que al pasar, el ministro les
ordeñe una taza de chocolate.
¡Plantas callicidas! Negras vestidas de papagayo, con sus crías en uno de los
pliegues de la falda. Palmeras, que de noche se estiran para sacarle a las
estrellas el polvo que se les ha entrado en la pupila.
¡Habrá cohetes! ¡Cañonazos! Un nuevo impuesto a los nativos. Discursos en cuatro
mil lenguas oscuras.
Y de noche:
¡ILUMINACIÓN!
a cargo de las constelaciones
CROQUIS SEVILLANO
El sol pone una ojera violácea en el alero de las casas, apergamina la epidermis
de las camisas ahorcadas en medio de la calle.
¡Ventanas con aliento y labios de mujer!
Pasan perros con caderas de bailarín. Chulos con los pantalones lustrados al
betún. Jamelgos que el domingo se arrancarán las tripas en la plaza de toros.
¡Los patios fabrican azahares y noviazgos!
Hay una capa prendida a una reja con crispaciones de murciélago. Un cura de
Zurbarán, que vende a un anticuario una casulla robada en la sacristía. Unos
ojos excesivos, que sacan llagas al mirar.
Las mujeres tienen los poros abiertos como ventositas y una temperatura siete
décimos más elevada que la normal.
Sevilla, marzo, 1920.
CORSO
La banda de música le chasquea el lomo
para que siga dando vueltas
cloroformado bajo los antifaces
con su olor a pomo y a sudor
y su voz falsa
y sus adioses de naufragio
y su cabellera desgreñada de largas tiras de papel
que los árboles le peinan al pasar
junto al cordón de la vereda
donde las gentes
le tiran pequeños salvavidas de todos los colores
mientras las chicas
se sacan los senos de las batas
para arrojárselos a las comparsas
que espiritualizan
en un suspiro de papel de seda
su cansancio de querer ser feliz
que apenas tiene fuerzas para llegar
a la altura de las bombitas de luz eléctrica.
Mar del Plata, febrero, 1921.
BIARRITZ
El casino sorbe las últimas gotas de crepúsculo.
Automóviles afónicos. Escaparates constelados de estrellas falsas. Mujeres que
van a perder sus sonrisas al bacará.
Con la cara desteñida por el tapete, los "croupiers" ofician, los ojos bizcos de
tanto ver pasar dinero.
¡Pupilas que se licuan al dar vuelta las cartas!
¡Collares de perlas que hunden un tarascón en las gargantas!
Hay efebos barbilampiños que usan una bragueta en el trasero. Hombres con
baberos de porcelana. Un señor con un cuello que terminará por estrangularlo.
Unas tetas que saltarán de un momento a otro de un escote, y lo arrollarán todo,
como dos enormes bolas de billar.
Cuando la puerta se entreabre, entra un pedazo de "foxtrot".
Biarritz, octubre, 1920.
OTRO NOCTURNO
La luna, como la esfera luminosa del reloj de un edificio público.
¡Faroles enfermos de ictericia! ¡Faroles con gorras de "apache", que fuman un
cigarrillo en las esquinas!
¡Canto humilde y humillado de los mingitorios cansados de cantar!;Y silencio de
las estrellas, sobre el asfalto humedecido!
¿Por qué, a veces, sentiremos una tristeza parecida a la de un par de medias
tirado en un rincón?, y ¿por qué, a veces, nos interesará tanto el partido de
pelota que el eco de nuestros pasos juega en la pared?
Noches en las que nos disimulamos bajo la sombra de los árboles, de miedo de que
las casas se despierten de pronto y nos vean pasar, y en las que el único
consuelo es la seguridad de que nuestra cama nos espera, con las velas tendidas
hacia un país mejor.
París, julio, 1921.
PEDESTRE
En el fondo de la calle, un edificio público aspira el mal olor de la ciudad.
Las sombras se quiebran el espinazo en los umbrales, se acuestan para fornicar
en la vereda.
Con un brazo prendido a la pared, un farol apagado tiene la visión convexa de la
gente que pasa en automóvil.
Las miradas de los transeúntes ensucian las cosas que se exhiben en los
escaparates, adelgazan las piernas que cuelgan bajo las capotas de las
victorias.
Junto al cordón de la vereda un quiosco acaba de tragarse una mujer.
Pasa: una inglesa idéntica a un farol. Un tranvía que es un colegio sobre
ruedas. Un perro fracasado, con ojos de prostituta que nos da vergüenza mirarlo
y dejarlo pasar .
De repente: el vigilante de la esquina detiene de un golpe de batuta todos los
estremecimientos de la ciudad, para que se oiga en un solo susurro, el susurro
de todos los senos al rozarse.
Buenos Aires, agosto, 1920.
CHIOGGIA
Entre un bosque de mástiles,
y con sus muelles empavesados de camisas,
Chioggia
fondea en la laguna,
ensangrentada de crepúsculo
y de velas latinas.
¡Redes tendidas sobre calles musgosas... sin afeitar!
¡Aire que nos calafatea los pulmones, dejándonos un gusto
de alquitrán!
Mientras las mujeres
se gastan las pupilas
tejiendo puntillas de neblina,
desde el lomo de los puentes,
los chicos se zambullen
en la basura del canal.
¡Marineros con cutis de pasa de higo y como garfios los dedos
de los pies!
Marineros que remiendan las velas en los umbrales y se ciñen
con ella la cintura, como con una falda suntuosa y con olor
a mar.
Al atardecer, un olor a frituras agranda los estómagos,
mientras los zuecos comienzan a cantar...
Y de noche, la luna, al disgregarse en el canal, finge un
enjambre de peces plateados alrededor de una carnaza.
Venecia, julio, 1921.
PLAZA
Los árboles filtran un ruido de ciudad.
Caminos que se enrojecen al abrazar la rechonchez de los parterres. Idilios que
explican cualquiera negligencia culinaria. Hombres anestesiados de sol, que no
se sabe si se han muerto.
La vida aquí es urbana y es simple.
Sólo la complican:
Uno de esos hombres con bigotes de muñeco de cera, que enloquecen a las amas de
cría y les ordeñan todo lo que han ganado con sus ubres.
El guardián con su bomba, que es un "Manneken-Pis".
Una señora que hace gestos de semáforo a un vigilante, al sentir que sus
mellizos se están estrangulando en su barriga.
Buenos Aires, diciembre, 1920.
LAGO MAYOR
Al pedir el boleto hay que "impostar" la voz.
¡ISOLA BELLA! ¡ISOLA BELLA!
Isola Bella, tiene justo el grandor que queda bien, en la tela que pintan las
inglesas.
Isola Bella, con su palacio y hasta con el lema del escudo de sus puertas de
pórfido:
"HUMILITAS"
¡Salones! Salones de artesonados tormentosos donde cuatrocientas cariátides se
hacen cortes de manga entre una bandada de angelitos.
"HUMILITAS"
Alcobas con lechos de topacio que exigen que quien se acueste en ellos se ponga
por lo menos una "aigrette" de ave de paraíso en el trasero.
"HUMILITAS"
Jardines que se derraman en el lago en una cascada de terrazas, y donde los
pavos reales abren sus blancas sombrillas de encaje, para taparse el sol o
barren, con sus escobas incrustadas de zafiros y de rubíes, los caminos
ensangrentados de amapolas.
"HUMILITAS"
Jardines donde los guardianes lustran las hojas de los árboles para que al
pasar, nos arreglemos la corbata, y que -ante la desnudez de las Venus que
pueblan los boscajes- nos brindan una rama de alcanfor...
¡ISOLA BELLA!...
Isola Bella, sin duda, es el paisaje que queda bien, en la tela que pintan las
inglesas.
Isola- Bella, con su palacio y hasta con el lema del escudo de sus puertas de
pórfido:
"HUMILITAS"
Pallanza, abril, 1922.
SEVILLANO
En el atrio: una reunión de ciegos auténticos, hasta con placa, una jauría de
chicuelos, que ladra por una perra.
La iglesia se refrigera para que no se le derritan los ojos y los brazos... de
los exvotos.
Bajo sus mantos rígidos, las vírgenes enjugan lágrimas de rubí. Algunas tienen
cabelleras de cola de caballo. Otras usan de alfiletero el corazón.
Un cencerro de llaves impregna la penumbra de un pesado olor a sacristía. Al
persignarse revive en una vieja un ancestral orangután.
Y mientras, frente al altar mayor, a las mujeres se les licua el sexo
contemplando un crucifijo que sangra por sus sesenta y seis costillas, el cura
mastica una plegaria como un pedazo de "chewing gum".
Sevilla, abril, 1920.
VERONA
¡Se celebra el adulterio de María con la Paloma Sacra!
Una lluvia pulverizada lustra "La Plaza de las Verduras", se hincha en globitos
que navegan por la vereda y de repente estallan sin motivo.
Entre los dedos de las arcadas, una multitud espesa amasa su desilusión;
mientras, la banda gruñe un tiempo de vals, para que los estandartes den cuatro
vueltas y se paren.
La Virgen, sentada en una fuente, como sobre un "bidé", derrama un agua
enrojecida por las bombitas de luz eléctrica que le han puesto en los pies.
¡Guitarras! ¡Mandolinas! ¡Balcones sin escalas y sin Julietas! Paraguas que
sudan y son como la supervivencia de una flora ya fósil. Capiteles donde unos
monos se entretienen desde hace nueve siglos en hacer el amor.
El cielo simple, verdoso, un poco sucio, es del mismo color que el uniforme de
los soldados.