Gabriel
José García Márquez , "Gabo", nació en Aracataca, Colombia, el 6 de marzo de
1927, en el hogar de Gabriel Eligio García, telegrafista, y de Luisa Santiaga
Márquez Iguarán. Siendo muy niño fue dejado al cuidado de sus abuelos maternos,
el Coronel Nicolás Márquez Iguarán -su ídolo de toda la vida- y Tranquilina
Iguarán Cortés. El reconoce que su madre es quien descubre los personajes de sus
novelas a través de sus recuerdos. Por haber vivido retirado al comienzo de su
padre, le fue difícil tratarlo con confianza en la adolescencia; "nunca me
sentía seguro frente a él, no sabía cómo complacerlo. El era de una seriedad que
yo confundía con la incomprensión", dice García Márquez.
En 1936, cuando
murió su abuelo, fue enviado a estudiar a Barranquilla. En 1940, viajó a
Zipaquirá, donde fue becado para estudiar bachillerato. "Allí, como no tenía
suficiente dinero para perder ni suficiente billar para ganar, prefería quedarme
en el cuarto encerrado, leyendo", comenta el Nobel. En 1946 terminó el
bachillerato. Al año siguiente se matriculó en la Facultad de Ciencias Políticas
de la Universidad Nacional y editó en el diario "El Espectador" su cuento, "La
primera designación". En 1950, escribió una columna en el periódico "El Heraldo"
de Barranquilla, bajo el seudónimo de Séptimus y en 1952, publicó el capítulo
inicial de "La Hojarasca", -su primera novela en ese diario- en el que colaboró
desde 1956.
En 1958, se casó con
Mercedes Barcha. Tuvieron dos hijos, Rodrigo y Gonzalo.
Gabriel García
Márquez, quien está radicado en Ciudad de México desde 1975, en una vieja casona
restaurada por él mismo, es amigo cercano de importantes personalidades
mundiales, lo fue de Omar Torrijos y conserva fuertes lazos con Fidel Castro,
Carlos Andrés Pérez, François Miterrand, los presidentes de México, Venezuela,
Colombia y otros muchos.
El 11 de diciembre
de 1982, después de que por votación unánime de los 18 miembros de la Academia
Sueca, fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura.
La vida y obra del
Nobel García Márquez ha sido reconocida públicamente: en 1961 recibió el Premio
Esso, en 1977, fue homenajeado en el XIII Congreso Internacional de Literatura
Iberoamericana; en 1971, declarado "Doctor Honoris Causa" por la Universidad de
Columbia, en Nueva York; en 1972, obtuvo el Premio Rómulo Gallegos por su obra
"La Cándida Eréndira y su abuela desalmada". En 1981, el gobierno francés le
concedió la condecoración "Legión de Honor" en el grado de Gran Comendador. Ese
año asistió a la posesión de su amigo y Presidente de la República, François
Miterrand. En 1992, fue nombrado jurado del Festival de Cine de Cannes.
Sobre, "Del amor y otros demonios", publicado en 1994, dijo Alvaro Mutis: "es
una novela perfecta desde el punto de vista histórico, con fuertes
planteamientos de carácter dogmático en la que aparecen ciertos personajes cuya
caracterización es realmente genial".
Gabriel García Márquez murió a los 87 años, el 17 de abril de 2014, en Ciudad de
México.
El Nobel de Literatura recibió el primer ejemplar de una edición conmemorativa
lanzada a 40 años de la publicación de su novela Cien años de soledad (publicada
por primera vez en Buenos Aires en 1967). "Ni en el más delirante de mis sueños
imaginé este acto", dijo emocionado el escritor en el congreso, realizado en
Cartagena de Indias, Colombia, con la presencia de 1.200 académicos, escritores,
estudiantes, periodistas, músicos y empresarios en el mes de marzo de 2007.
Fue el director de la Real Academia Española (RAE), Víctor García de la Concha,
quien le entregó al escritor colombiano el libro de tapas duras lanzado por la
entidad por los 40 años de la mítica saga de los Buendía en Macondo.
"Ni en el más delirante de mis sueños, en los días en que escribía 'Cien años de
soledad', llegué a imaginar que podría asistir a este acto para sustentar la
edición de un millón de ejemplares", dijo emocionado el colombiano.
El escritor agregó: "Pensar que un millón de personas podían leer algo escrito
en la soledad de mi cuarto con 28 letras del alfabeto y dos dedos como todo
arsenal parecería a todas luces una locura".
"Ladrón de sábados", leído por
Rodolfo Lagos
durante el programa Cuentos del mediodía de AM
870 Radio Nacional (2012).
Gabo, quien fue
recibido por los asistentes al congreso con una larga ovación, consideró que el
lanzamiento de esta edición conmemorativa de su novela cumbre debe ser tomado
como "la demostración irrefutable de que hay una cantidad enorme de personas
dispuestas a leer historias en lengua castellana".
En este sentido, señaló que "un millón de ejemplares de 'Cien años de soledad'
no son un millón de homenajes al escritor que hoy recibe sonrojado el primer
libro de este tiraje descomunal", sino la prueba de que "hay millones de
lectores de textos en lengua castellana esperando hambrientos de este alimento".
"No sé a qué hora sucedió todo, sólo sé desde que tenía 17 años y hasta la
mañana de hoy no he hecho cosa distinta que levantarme temprano todos los días,
sentarme frente a un teclado para llenar una página en blanco o una pantalla
vacía del computador con la única misión de escribir una historia aún no contada
por nadie que le haga más feliz la vida a un lector inexistente", apuntó el
autor.
El encuentro se celebró por primera vez en 1997, en Zacatecas (México). En 2001
tuvo lugar en Valladolid (España) y tres años después recaló en Rosario
(Argentina)
Novelista, periodista, dramaturgo y guionista, además del Premio Nobel de
Literatura, que ganó un 21 de octubre de 1982, el colombiano García Márquez ha
merecido importantes distinciones y reconocimientos por su rica y variada obra,
tal vez la más influyente en la literatura hispanoamericana del siglo XX. Diez
comienzos de sus obras más célebres que demuestran su excepcional escritura.
1. Cien años de soledad
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano
Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a
conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y
cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se
precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos
prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y
para mencionarlas había que señalarlas con el dedo".
2. Crónica de una muerte
anunciada
“El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la
mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que
atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un
instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo
salpicado de cagada de pájaros. 'Siempre soñaba con árboles', me dijo Plácida
Linero, su madre, evocando 27 años después los pormenores de aquel lunes
ingrato. 'La semana anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de
estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros', me dijo.”
3. El amor en los tiempos
del cólera
“Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el
destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde
que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a
ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos
años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra,
fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a
salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.”
Gabriel García Márquez lee un
fragmento del capítulo final de El otoño del patriarca.
4.
Relato de un náufrago
“El 22 de febrero se nos anunció que regresaríamos a Colombia. Teníamos ocho
meses de estar en Mobile, Alabama, Estados Unidos, donde el A.R.C. 'Caldas' fue
sometido a reparaciones electrónicas y de sus armamentos. Mientras reparaban el
buque, los miembros de la tripulación recibíamos una instrucción especial. En
los días de franquicia hacíamos lo que hacen todos los marineros en tierra:
íbamos al cine con la novia y nos reuníamos después en 'Joe Palooka', una
taberna del puerto, donde tomábamos whisky y armábamos tina bronca de vez en
cuando.”
5. El coronel no tiene
quien le escriba
“El coronel destapó el tarro de café y comprobó que no había más de una
cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de
tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando
se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de
lata.”
6. El otoño del patriarca
“Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa
presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y
removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada
del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna
brisa de muerto grande y de podrida grandeza. Sólo entonces nos atrevimos a
entrar sin embestir los carcomidos muros de piedra fortificada, como querían los
más resueltos, ni desquiciar con yuntas de bueyes la entrada principal, como
otros proponían, pues bastó con que alguien los empujara para que cedieran en
sus goznes los portones blindados que en los tiempos heroicos de la casa habían
resistido a las lombardas de William Dampier.”
Entrevista por Conchita Penilla, marzo de
1998.
7.
El general en su laberinto
“José Palacios, su servidor más antiguo, lo encontró flotando en las aguas
depurativas de la bañera, desnudo y con los ojos abiertos, y creyó que se había
ahogado. Sabía que ése era uno de sus muchos modos de meditar, pero el estado de
éxtasis en que yacía a la deriva parecía de alguien que ya no era de este mundo.
No se atrevió a acercarse, sino que lo llamó con voz sorda de acuerdo con la
orden de despertarlo antes de las cinco para viajar con las primeras luces. El
general emergió del hechizo, y vio en la penumbra los ojos azules y diáfanos, el
cabello encrespado de color de ardilla, la majestad impávida de su mayordomo de
todos los días sosteniendo en la mano el pocillo con la infusión de amapolas con
goma. El general se agarró sin fuerzas de las asas de la bañera, y surgió de
entre las aguas medicinales con un ímpetu de delfín que no era de esperar en un
cuerpo tan desmedrado.”
8. Del amor y otros
demonios
“Un perro cenizo con
un lucero en la frente irrumpió en los vericuetos del mercado el primer domingo
de diciembre, revolcó mesas de fritangas, desbarató tenderetes de indios y
toldos de lotería, y de paso mordió a cuatro personas que se le atravesaron en
el camino. Tres eran esclavos negros. La otra fue Sierva María de Todos los
Ángeles, hija única del marqués de Casalduero, que había ido con una sirvienta
mulata a comprar una ristra de cascabeles para la fiesta de sus doce años.”
Gabriel García Márquez
siempre estará con nosotros. Producción: Pachamama Radio (Perú).
Fuente: Radioteca.net
9.
Noticia de un secuestro
“Antes de entrar en el automóvil miró por encima del hombro para estar segura de
que nadie la acechaba. Eran las siete y cinco de la noche en Bogotá. Había
oscurecido una hora antes, el Parque Nacional estaba mal iluminado y los árboles
sin hojas tenían un perfil fantasmal contra el cielo turbio y triste, pero no
había a la vista nada que temer. Maruja se sentó detrás del chofer, a pesar de
su rango, porque siempre le pareció el puesto más cómodo. Beatriz subió por la
otra puerta y se sentó a su derecha. Tenían casi una hora de retraso en la
rutina diaria, y ambas se veían cansadas después de una tarde soporífera con
tres reuniones ejecutivas. Sobre todo Maruja, que la noche anterior había tenido
fiesta en su casa y no pudo dormir más de tres horas. Estiró las piernas
entumecidas, cerró los ojos con la cabeza apoyada en el espaldar, y dio la orden
de rutina: -A la casa, por favor. “
10. Memoria de mis putas
tristes
“El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una
adolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina
que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible.
Nunca sucumbí a ésa ni a ninguna de sus muchas tentaciones obscenas, pero ella
no creía en la pureza de mis principios. También la moral es un asunto de
tiempo, decía, con una sonrisa maligna, ya lo verás. Era algo menor que yo, y no
sabía de ella desde hacía tantos años que bien podía haber muerto. Pero al
primer timbrazo reconocí la voz en el teléfono, y le disparé sin preámbulos:
-Hoy sí.”
Una tarde de lluvias
primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un automóvil
alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los
Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes
había tenido un cierto nombre como actriz de variedades. Estaba casada con un
prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar
a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los
automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor
de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no
iba lejos.
-No importa- dijo María-. Lo único que necesito es un teléfono.
Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría
antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de
estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el
percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba
junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla
y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se
sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los
fósforos estaban mojados. La vecina de asiento le dio fuego y le pidió un
cigarrillo de los pocos que quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las
ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia y el traqueteo del
autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.
-Están dormidas- murmuró.
María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por
mujeres de edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con
mantas iguales a la suya. Contagiada de su placidez, María se enroscó en el
asiento y se abandonó al rumor de la lluvia. Cuando despertó era de noche y el
aguacero se había disuelto en un sereno helado. No tenía la menor idea de cuánto
tiempo había dormido ni en qué lugar del mundo se encontraban. Su vecina de
asiento tenía una actitud alerta.
-¿Dónde estamos?- le pregunto María.
-Hemos llegado- contestó la mujer.
Historia de una tapa famosa
Por Lalo Zanoni. Periodista
El 20 de junio de 1967 salió la
edición 234 del semanario Primera Plana, la ya mítica revista
semanal fundada por Jacobo Timerman y dirigido por Tomás Eloy
Martínez. La tapa fue una osadía porque pusieron a un escritor
todavía desconocido, un tal Gabriel García Márquez quien estaba por
publicar en Buenos Aires una novela que prometía: Cien años de
Soledad.
La tapa fue consecuencia de la insistencia del editor de la
editorial Sudamericana Francisco Porrúa, quien no dudó en taladrar a
Eloy Martínez para que le diera un espacio al joven escritor
colombiano. “Es una novela perfecta, una obra maestra”, le repetía.
“Hará historia”. Eloy Martínez, con gran olfato, envió a México al
periodista Ernesto Schoo para entrevistar al joven Gabo.
En la imprescindible biografía “Timerman” (Sudamericana, 2003), su
autora Graciela Mochkofsky escribió: “El descubrimiento de García
Márquez fue uno de los aciertos más memorables (de la revista) (…)
Schoo, que nunca antes había escuchado hablar de García Márquez, lo
encontró “enormemente simpático”. (…) Poco después el escritor
colombiano llegó a Buenos aires”.
“Es una metáfora de toda la vida americana y de sus peleas, sus
malos sueños y sus frustraciones”, escribió Eloy Martínez en aquella
edición de la revista sobre la novela que se estaba por lanzar al
mundo.
Después de que Eloy Martínez se la juegue con esa tapa y de la
visita a Buenos Aires de García Márquez en esos días, ambos se
hicieron amigos para el resto de sus vidas.
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El autobús estaba entrando en el
patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que parecía un viejo convento en
un bosque de árboles colosales. Las pasajeras, alumbradas apenas por un farol
del patio, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto militar las
hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en un parvulario. Todas
eran mayores, y se movían con tal parsimonia en la penumbra del patio que
parecían imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran
monjas. Lo pensó menos cuando vio a varias mujeres de uniforme que las
recibieron en la puerta del autobús, y les cubrían la cabeza con las mantas para
que no se mojaran, y las ponían en fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con
palmadas rítmicas y perentorias. Después de despedirse de su vecina de asiento
María quiso devolverle la manta, pero ella le dijo que se cubriera la cabeza
para atravesar el patio y la devolviera en la portería.
-¿Habrá un teléfono?- le preguntó María.
-Por supuesto- dijo la mujer-. Ahí mismo le indican.
Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado.”En
el camino se secan” le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el
estribo, y casi le gritó:”Buena suerte”. El autobús arrancó sin darle tiempo de
más.
María empezó a correr hacia la entrada del edificio. Una guardiana trató de
detenerla con una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito
imperioso:”¡Alto, he dicho!”. María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos
de hielo y un índice inapelable que le indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán
del edificio se separó del grupo y preguntó al portero dónde había un teléfono.
Una de las guardianas la hizo volver a la fila con palmaditas en la espalda,
mientras le decía con modos muy dulces:
-Por aquí, guapa, por aquí hay un
teléfono.
María siguió con las otras mujeres por un corredor tenebroso, y al final, entró
en un dormitorio colectivo donde las guardianas recogieron las cobijas y
empezaron a repartir las camas. Una mujer distinta, que a María le pareció más
humana y de jerarquía más alta, recorrió la fila comparando una lista con los
nombres que las recién llegadas tenían escritos en un cartón cosido en el
corpiño. Cuando llegó frente a María se sorprendió de que no llevara su
identificación.
-Es que sólo vine a hablar por teléfono- le dijo María.
Le explicó a toda prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera.
El marido, que era mago de fiestas, estaba esperándola en Barcelona para cumplir
tres compromisos hasta la media noche, y quería avisarle que no estaría a tiempo
para acompañarlo. Iban a ser las siete. Él debía salir de la casa dentro de diez
minutos, y ella temía que cancelara todo por su demora. La guardiana pareció
escucharla con atención.
-¿Cómo te llamas?- le preguntó.
María le dijo su nombre con un suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró
después de repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una
guardiana, y ésta, sin nada que decir, se encogió de hombros.
-Es que sólo vine a hablar por teléfono- dijo María.
-De acuerdo, maja –le dijo la superiora, llevándola hacia su cama con una
dulzura demasiado ostensible para ser real-, si te portas bien podrás hablar por
teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana.
Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las
mujeres del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad,
estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio el sombras, con gruesos muros
de cantería y escaleras heladas, era en realidad un hospital de enfermas
mentales. Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y antes de llegar al portón
una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la atrapó de un zarpazo y
la inmovilizó en el suelo con una llave maestra. María la miró de través
paralizada por el terror.
-Por el amos de Dios- dijo-. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar
por teléfono.
Le bastó con verle la cara para saber que no había súplica posible ante aquella
energúmena de mameluco a quien llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era
la encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían muerto estranguladas
con su brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer
caso se resolvió como un accidente comprobado. El segundo fue menos claro, y
Herculina fue amonestada y advertida de que la próxima vez sería investigada a
fondo. La versión corriente era que aquella oveja descarriada de una familia de
apellidos grandes tenía una turbia carrera de accidentes dudosos en varios
manicomios de España.
Para que María durmiera la primera noche, tuvieron que inyectarle un somnífero.
Antes del amanecer, cuando la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada
por las muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a sus
gritos. Por la mañana, mientras el marido no encontraba en Barcelona ninguna
pista de su paradero, tuvieron que llevarla a la enfermería, pues la encontraron
sin sentido en un pantano de sus propias miserias.
No supo cuánto tiempo había pasado cuando volvió en sí. Pero entonces, el mundo
era un remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano monumental, con una
andadura de plantígrado y una sonrisa sedante, que con dos pases maestros le
devolvió la dicha de vivir. Era el director del sanatorio.
Antes de decirle nada, sin saludarlo siquiera, María le pidió un cigarrillo. Él
se lo dio encendido, y le regaló el paquete casi lleno. María no pudo reprimir
el llanto.
-Aprovecha ahora para llorar cuanto quieras- le dijo el médico, con una voz
adormecedora- No hay mejor remedio que las lágrimas.
María se desahogó sin pudor, como nunca logró hacerlo con sus amantes casuales
en los tedios después del amor. Mientras la oía, el médico la peinaba con los
dedos, le arreglaba la almohada para que respirara mejor, la guiaba por el
laberinto de su incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no había
soñado jamás. Era, por la primera vez en su vida, el prodigio de ser comprendida
por un hombre que la escuchaba con toda el alma sin esperar la recompensa de
acostarse con ella. Al cabo de una hora larga, desahogada a fondo, le pidió
autorización para hablarle por teléfono a su marido.
El médico se incorporó con toda la majestad de su rango. “Todavía no, reina”, le
dijo, dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido nunca.
“Todo se hará a su tiempo”. Le hizo después una bendición episcopal, y
desapareció para siempre.
-Confía en mí- le dijo. Esa
misma tarde María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un
comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su
identidad. Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra del
director: agitada.
Tal como María lo había previsto, el marido salió de su modesto departamento del
barrio de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era
la primera vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre
bien concertada, y él entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que
asolaron la provincia aquel fin de semana. Antes de salir dejó un mensaje
clavado en la puerta con el itinerario de la noche.
En la primera fiesta, con todos los niños disfrazados, prescindió del truco
estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El
segundo compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla
de ruedas, que se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta
cumpleaños con un mago distinto. Él estaba tan contrariado con la demora de
María, que no pudo concentrarse en las suertes más simples. El tercer compromiso
era el de todas las noches en un café concierto de las Ramblas, donde actuó sin
inspiración para un grupo de turistas franceses que no pudieron creer lo que
veían porque se negaban a creer en la magia. Después de cada representación
llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María contestara. En
la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había ocurrido.
De regreso a casa en la
camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor de la primavera
en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el pensamiento aciago de
cómo podría ser la ciudad sin María. La última esperanza se desvaneció cuando
encontró su recado todavía prendido en la puerta. Restaba tan contraído que se
olvidó de darle comida al gato.
Sólo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba
en realidad, porque en Barcelona sólo lo conocíamos con su nombre profesional:
Saturno el Mago. Era un hombre de carácter raro y con una torpeza social
irredimible, pero el tacto u la gracia que le hacían falta le sobraban a María.
Era ella quien lo llevaba de la mano en esa comunidad de grandes misterios,
donde a nadie se le hubiera ocurrido llamar a nadie por teléfono después de la
media noche para preguntar por su mujer. Saturno lo había hecho de recién venido
y no quería recordarlo. Así es que esa noche se conformó con llamar a Zaragoza,
donde una abuela medio dormida le contestó sin alarma que María había partido
después del almuerzo. No durmió más de una hora al amanecer. Tuvo un sueño
cenagoso en el cual vio a María con un vestido de novia en piltrafas y salpicado
de sangre, y despertó con la certidumbre pavorosa de que había vuelto a dejarlo
solo, y ahora para siempre, en el vasto mundo sin ella.
Lo había hecho tres veces con tres hombres distintos, incluso él, en los últimos
cinco años. Lo había abandonado en Ciudad de México a los seis meses de
conocerse, cuando agonizaban de felicidad con un amor demente en un cuarto de
servicio de la colonia Anzures. Una mañana María no amaneció en la casa después
de una noche de abusos inconfesables. Dejó todo lo que era suyo, hasta el anillo
de su matrimonio anterior, y una carta en la cual decía que no era capaz de
sobrevivir al tormento de aquel amor desatinado. Saturno pensó que había vuelto
con su primer esposo, un condiscípulo de la escuela secundaria con quien se casó
a escondidas siendo menor de edad, y al cual abandonó por otro al cabo de dos
años de amor. Pero no: había vuelto a casa de sus padres, y allí fue Saturno a
buscarla a cualquier precio. Le rogó sin condiciones, le prometió mucho más de
lo que estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una determinación invencible.
“Hay amores cortos y amores largos”, le dijo ella. Y concluyó sin misericordia:
“Este fue corto”. Él se rindió ante su rigor. Sin embargo, una madrugada de
Todos los Santos, al volver a su cuarto de huérfano después de casi un año de
olvido, la encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de azahares y la
larga cola de espuma de las novias vírgenes.
María le contó la verdad. El nuevo novio, viudo, sin hijos, con la vida resuelta
y la disposición de casarse para siempre por la iglesia católica, la había
dejado vestida y esperándolo en el altar. Sus padres decidieron hacer la fiesta
de todos modos. Ella siguió el juego. Bailó, cantó con los mariachis, se pasó de
tragos, y en un terrible estado de remordimientos tardíos se fue a la media
noche a buscar a Saturno.
No estaba en casa, pero encontró las llaves en la maceta de flores del corredor,
donde las escondieron siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin
concesiones. “¿Y ahora hasta cuándo”?, le preguntó él. Ella le contest´con un
verso de Vinicius de Moraes:”El amor es eterno mientras dura”. Dos años después,
seguía siendo eterno.
María pareció madurar. Renunció a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto
en el oficio como en la cama. A fines del año anterior habían asistido a un
congreso de magos en Perpignan, y de regreso conocieron Barcelona. Les gustó
tanto que llevaban ocho meses aquí, y les iba tan bien, que habían comprado un
apartamento en el muy catalán bario de Horta, ruidoso y sin portero, pero con
espacio de sobra para cinco hijos. Había sido la felicidad posible, hasta el fin
de semana en que ella alquiló un automóvil y se fue a visitar a sus parientes de
Zaragoza con la promesa de volver a las siete de la noche del lunes. Al amanecer
del jueves todavía no había dado señales de vida.
Augusto Roa Bastos,
Leopoldo Marechal
y
Gabriel García Márquez
en 1969, reunidos en función de jurado del concurso organizado por Primera Plana
y Editorial Sudamericana.
El lunes de la
semana siguiente la compañía de seguros del automóvil alquilado llamó por
teléfono a la casa para preguntar por María. “No sé nada” dijo Saturno.
“Búsquenla en Zaragoza”. Colgó. Una semana después un policía de civil fue a la
casa con la noticia de que habían hallado el automóvil en los puros huesos, en
un atajo cerca de Cádiz, a novecientos kilómetros del lugar en que María lo
abandonó. El agente quería saber si ella tenía más detalles del robo. Saturno
estaba dándole de comer al gato, y apenas si lo miró para decirle sin más
vueltas que no perdieran el tiempo, pues su mujer se había fugado de la casa y
él no sabía con quién ni para dónde. Era tal su convicción, que el agente se
sintió incómodo y le pidió perdón por sus preguntas. El caso se declaró cerrado.
El recelo de que María pudiera irse otra vez había asaltado a Saturno por Pascua
Fliorida en Cadaqués, adonde Rosa Regás lo había invitado a navegar a vela.
Estábamos en el Maritím, el populoso y sórdido bar de la gauche divine en el
crepúsculo del franquismo, alrededor de una de aquellas mesas de hierro con
sillas de hiero donde sólo cabíamos seis a duras penas y nos sentábamos veinte.
Después de agotar la segunda cajetilla de cigarrillos de la jornada, María se
encontró sin fósforos. Un brazo escuálido de vellos viriles con una esclava de
bronce romano se abrió paso entre el tumulto de la mesa, y le dio fuego. Ella lo
agradeció sin mirar a quien, pero Saturno el Mago lo vio. Era un adolescente
óseo y lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra que le
daba a la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la
tramontana de primavera, pero él iba vestido con una especie de pijama callejero
de algodón crudo, y unas abarcas de labrador.
No volvieron a verlo hasta fines del otoño, en un hostal de mariscos de la
Barcloneta, con el mismo conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en vez
de la cola de caballo. Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el modo
como besó a María, y por el modo como ella le correspondió, a Saturno lo fulminó
la sospecha de que habían estado viéndose a escondidas. Días después encontró un
nombre nuevo y un número de teléfono escritos por María en el directorio
doméstico, y la inclemente lucidez de los celos le reveló de quien eran. El
prontuario social del intruso acabó de rematarlo: veintidós años, hijo único de
una familia de ricos, decorador de vitrinas de moda, con una fama fácil de
bisexual y un prestigio bien fundado como consolador de alquiler de señoras
casadas. Pero logró sobreponerse hasta la noche en que María no volvió a casa.
Entonces empezó a llamarlo por teléfono todos los días, primero cada dos o tres
horas, desde las seis de la mañana hasta la madrugada siguiente, y después cada
vez que encontraba un teléfono a la mano. El hecho de que nadie contestara
aumentaba su martirio.
Al cuarto día le contestó una andaluza que sólo iba a hacer la limpieza. “El
señorito se ha ido”, le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno
no resistió la tentación de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la
señorita María.
-Aquí no vive ninguna María- le dijo la mujer –el señorito es soltero.
-Ya lo sé –le dijo él-. No vive, pero a veces va. ¿O no?
La mujer se encabritó.
-¿Pero quién coño habla ahí?
Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo que
ya no era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el control.
En los días siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos de
Barcelona. Nadie le dio razón, pero cada llamada le agravó la desdicha, porque
sus delirios de celos eran ya célebres entre los trasnochadores impenitentes de
La gauche divine, y le contestaban con cualquier broma que lo hiciera sufrir.
Sólo entonces comprendió hasta qué punto estaba solo en aquella ciudad hermosa,
lunática e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por la madrugada, después
de darle de comer al gato, se apretó el corazón para no morir, y tomó la
determinación de olvidar a María
A los dos meses, María no se
había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía picoteando apenas la
pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de madera bruta, y la
vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el lúgubre
comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina
bobalicona de maitines, laudes, vísperas y otros oficios de iglesia que ocupaban
la mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo,
y a trabajar en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas
atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la tercera semana fue
incorporándose poco a poco a la vida del claustro. A fin de cuentas, decían los
médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por integrarse a la
comunidad.
La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros días por la guardiana que los
vendía a precio de oro, volvió a atormentarla cuando se le agotó el poco dinero
que llevaba. Se consoló después con los cigarrillos de papel periódico que
algunas reclusas fabricaban con las colillas recogidas en la basura, pues la
obsesión de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las
pesetas exiguas que se ganó más tarde fabricando flores artificiales le
permitieron un alivio efímero.
Lo más duro era la soledad en las noches. Muchas recusas permanecían despiertas
en la penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna
velaba también en el portón cerrado con cadena y candado. Una noche, sin
embargo, abrumada por la pesadumbre, María preguntó con vos suficiente para que
oyera su vecina de cama:
Gabriel García Márquez y
Pablo Neruda en el jardín de la casa del poeta
chileno en Normandía, Francia, 1972.
-¿Dónde estamos?
La voz grave y lúcida de la vecina le contestó:
-En los profundos infiernos.
-Dicen que esta es tierra de moros-dijo otra voz distante que resonó en el
ámbito del dormitorio-. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se
oyen los perros ladrándole a la mar.
Se oyó la cadena de las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió.
La cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó
a pasearse de un extremo al otro del dormitorio. María se sobrecogió, y sólo
ella sabía por qué.
Desde su primera semana en el sanatorio, la vigilante nocturna le había
propuesto sin rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con
un tono de negocio concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates,
por lo que fuera. “Tendrás todo”, le decía, trémula. “Serás la reina”. Ante el
rechazo de María, la guardiana cambió de método. Le dejaba papelitos de amor
debajo de la almohada, en los bolsillos de la bata, en los sitios menos
pensados. Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz de estremecer a las
piedras. Hacía más de un mes que parecía resignada a la derrota, la noche en que
se promovió el incidente en el dormitorio.
Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas dormían, la guardiana se
acercó ala cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obscenidades
tiernas, mientras le besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos
yertos, las piernas exhaustas. Por último, creyendo tal vez que la parálisis de
María no era de miedo sino de complacencia, se atrevió a ir más lejos. María le
soltó entonces un golpe con el revés de la ,mano que la mandó contra la cama
vecina. La guardiana se incorporó furibunda en medio del escándalo de las
reclusas alborotadas.
-Hija de puta- gritó-. Nos pudriremos juntas en este chiquero hasta que te
vuelvas loca por mí.
El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar
medidas de emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse
durante la misa los balandranes de estameña. María asistió divertida al
espectáculo de las enfermas en pelota que las guardianas correteaban por las
naves como gallinas ciegas. En medio de la confusión, trató de protegerse de los
golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola en una oficina abandonada, y
con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de súplica. María contestó
sin pensarlo, y oyó una voz lejana y sonriente que se entretenía imitando el
servicio telefónico de la hora:
-Son las cuarenta y cinco horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos-
-Maricón- dijo María. Colgó
divertida. Ya se iba, cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando escapar una
ocasión irrepetible. Entonces marcó seis cifras, con tanta tensión y tanta
prisa, que no estuvo segura de que fuera el número de su casa. Esperó con el
corazón desbocado, oyó el timbre familiar con su tono ávido y triste, una vez,
dos veces, tres veces, y oyó por fin la voz del hombre de su vida en la casa sin
ella.
-¿Bueno?
Tuvo que esperar a que pasara la pelota de lágrimas que se le formó en la
garganta.
-Conejo, vida mía –suspiró.
Las lágrimas la vencieron. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio de
espanto, y la voz, enardecida por los celos escupió la palabra:
-¡Puta!
Y colgó en seco.
Esa noche, en un ataque frenético, María descolgó en el refectorio la litografía
del generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jardín, y
se derrumbó bañada en sangre. Aún le sobro rabia para enfrentarse a golpes con
los guardianes que trataron de someterla, son lograrlo, hasta que vio a
Herculina plantada en el vano de la puerta, con los brazos cruzados, mirándola.
Se rindió. No obstante, la arrastraron hasta el pabellón de las locas furiosas,
la aniquilaron con una manguera de agua helada, y le inyectaron trementina en
las piernas. Impedida para caminar por la inflamación provocada, María se dio
cuenta de que no había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer por escapar
de aquel infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común, se
levantó en puntillas y tocó en la celda de la guardiana nocturna.
El precio de María, exigido por ella de antemano, fue llevare un mensaje a su
marido. La guardiana aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto
absoluto. Y la apuntó con un índice inexorable.
-Si alguna vez sabe, te mueres.
Así que Saturno el Mago fue al sanatorio de locas el sábado siguiente, con la
camioneta de circo preparada para celebrar el regreso de María. El director en
persona lo recibió en su oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra,
y le hizo un informe afectuoso sobre el estado de la esposa. Nadie sabía de
dónde llegó, n cómo ni cuándo, pues el primer dato de su ingreso era el registro
oficial dictado por él cuando la entrevistó. Una investigación iniciada el mismo
día no había concluido en nada. En todo caso, lo que más intrigaba al director
era cómo supo Saturno el paradero de su esposa. Saturno protegió a la guardiana.
-Me lo informó la compañía de seguros del coche- dijo.
El director se sintió complacido. “No sé cómo hacen los seguros para saberlo
todo”, dijo. Le dio una ojeada al expediente que tenía sobre su escritorio de
asceta, y concluyó:
-Lo único cierto es la gravedad de su estado.
Estaba dispuesto a autorizarle una visita con las precauciones debidas si
Saturno el mago le prometía, por el bien de su esposa, ceñirse a la conducta que
él le indicara. Sobre todo en la manera de tratarla, para evitar que recayera en
sus arrebatos de furia cada vez más frecuentes y peligrosos.
-Es raro –dijo Saturno- Siempre fue de genio fuerte, pero de mucho dominio.
El médico hizo un ademán de sabio. “Hay conductas que permanecen latentes
durante muchos años, y un día estallan”, dijo. “Con todo, es una suerte que haya
caído aquí, porque somos especialistas en casos que requieren mano dura”. Al
final hizo una advertencia sobre la rara obsesión de María por el teléfono.
-Sígale la corriente- dijo.
-Tranquilo, doctor- dijo Saturno con un aire alegre- Es mi especialidad.
La sala de visitas, mezcla de cárcel y confesionario, era el antiguo locutorio
del convento. La entrada de Saturno no fue la explosión de júbilo que ambos
hubieran podido esperar. María estaba de pie en el centro del salón, junto a una
mesita con dos sillas y un florero sin flores. Era evidente que estaba lista
para irse, con su lamentable abrigo color de fresa y unos zapatos sórdidos que
le habían dado de caridad. En un rincón, casi invisible, estaba Herculina con
los brazos cruzados. María no se movió al ver entrar al esposo ni asomó emoción
alguna en la cara todavía salpicada por los estragos del vitral. Se dieron un
beso de rutina.
-¿Cómo te sientes?- le preguntó él.
-Feliz de que al fin hayas venido, conejo –dijo ella-. Esto ha sido la muerte.
No tuvieron tiempo de sentarse, María le contó las miserias del claustro, la
barbarie de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin
cerrar los ojos por el terror.
-Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido
peor que el otro –dijo, y suspiró con el alma-: Creo que nunca volveré a ser la
misma. -Ahora
todo eso pasó- dijo él acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices
recientes de la cara – Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más, si el
director me lo permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.
Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de
salón. Le contó, en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión
dulcificada de los pronósticos del médico. “En síntesis”, concluyó, “aún te
faltan algunos días para estar recuperada por completo”. María entendió la
verdad.
-¡Por Dios, conejo! –dijo atónita-. ¡No me digas que tú también crees que estoy
loca!.
-¡Cómo se te ocurre! –dijo él, tratando de reír- Lo que pasa es que sería mucho
mas conveniente para todos que sigas por un tiempo aquí. En mejores condiciones,
por supuesto.
-¡Pero si ya te dije que sólo vine a hablar por teléfono!- dijo María.
El no supo como reaccionar ante la obsesión temible. Miró a Herculina. Esta
aprovechó la mirada para indicarle en su reloj de pulso que era tiempo de
terminar la visita. María interceptó la señal, miró hacia atrás, y vio a
Herculina en la tensión del asalto inminente. Entonces se aferró al cuello del
marido gritando como una verdadera loca. Él se la quitó de encima con tanto amor
como pudo, y la dejó a merced de Herculina, que le saltó por la espalda. Sin
darle tiempo para reaccionar le aplicó una llave con la mano izquierda, le pasó
el otro brazo de hierro alrededor del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:
-¡Váyase!
Saturno huyó despavorido.
Sin embargo, el sábado siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió
al sanatorio con el gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del gran
Leotardo, el sombrero de copa y una capa de vuelta y media que parecía para
volar. Entró con la camioneta de feria hasta el patio del claustro, y allí hizo
una función prodigiosa de casi tres horas que las reclusas gozaron desde los
balcones, con gritos discordantes y ovaciones inoportunas. Estaban todas, menos
María, que no sólo se negó a recibir al marido, sino inclusive a verlo desde los
balcones. Saturno se sintió herido de muerte.
-Es una reacción típica- lo consoló el director-. Ya pasará.
Pero no pasó nunca. Después de intentar muchas veces ver de nuevo a María,
Saturno hizo lo imposible por que le recibiera un carta, pero fue inútil.
Cuatro veces la devolvió cerrada y sin comentarios. Saturno desistió, pero
siguió dejando en la portería del hospital las raciones de cigarrillos, sin
saber siquiera si le llegaban a María, hasta que lo venció la realidad.
Nunca más se supo de él, salvo que volvió a casarse y regresó a su país. Antes
de irse de Barcelona le dejó el gato medio muerto de hambre a una noviecita
casual, que además se comprometió a seguir llevándole los cigarrillos a María.
Pero también ella desapareció. Rosa Regás recordaba haberla visto en el Corte
Inglés, hace unos doce años, con la cabeza rapada y el balandrán anaranjado de
alguna secta oriental, encinta a más no poder. Ella le contó que había seguido
llevándole los cigarrillos a María, siempre que pudo, y resolviéndole algunas
urgencias imprevistas, hasta un día en que sólo encontró los escombros del
hospital, demolido como un mal recuerdo de aquellos tiempos ingratos. María le
pareció muy lúcida la última vez que la vio, un poco pasada de peso y contenta
con la paz del claustro. Ese día le llevó también el gato, porque ya se le había
acabado el dinero que saturno le dejó para darle de comer.
Eréndira estaba
bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia. La enorme mansión
de argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se estremeció hasta
los estribos con la primera embestida. Pero Eréndira y la abuela estaban hechas
a los riesgos de aquella naturaleza desatinada, y apenas si notaron el calibre
del viento en el baño adornado de pavorreales repetidos y mosaicos pueriles de
termas romanas.
La abuela, desnuda y grande, parecía una hermosa ballena blanca en la alberca de
mármol. La nieta había cumplido apenas los catorce años, y era lánguida y de
huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad. Con una parsimonia que tenía
algo de rigor sagrado le hacía abluciones a la abuela con un agua en la que
había hervido plantas depurativas y hojas de buen olor, y éstas se quedaban
pegadas en las espaldas suculentas, en los cabellos metálicos y sueltos, en el
hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio de marineros.
-Anoche soñé que estaba esperando una carta -dijo la abuela.
Eréndira, que nunca hablaba si no era por motivos ineludibles, preguntó:
-¿Qué día era en el sueño?
-jueves.
-Entonces era una carta con malas noticias -dijo Eréndira- pero no llegará
nunca.
Cuando acabó de bañarla, llevó a la abuela a su dormitorio. Era tan gorda que
sólo podía caminar apoyada en el hombro de la nieta, o con un báculo que parecía
de obispo, pero aún en sus diligencias más difíciles se notaba el dominio de una
grandeza anticuada. En la alcoba compuesta con un criterio excesivo y un poco
demente, como toda la casa, Eréndira necesitó dos horas más para arreglar a la
abuela. Le desenredó el cabello hebra por hebra, se lo perfumó y se lo peinó, le
puso un vestido de flores ecuatoriales, le empolvó la cara con harina de talco,
le pintó los labios con carmín, las mejillas con colorete, los párpados con
almizcle y las uñas con esmalte de nácar, y cuando la tuvo emperifollado como
una muñeca más grande que el tamaño humano la llevó a un jardín artificial de
flores sofocantes como las del vestido, la sentó en una poltrona que tenía el
fundamento y la alcurnia de un trono, y la dejó escuchando los discos fugaces
del gramófono de bocina.
Mientras la abuela navegaba por las ciénagas del pasado, Eréndira se ocupó de
barrer la casa, que era oscura y abigarrada, con muebles frenéticos y estatuas
de césares inventados, y arañas de lágrimas y ángeles de alabastro, y un piano
con barniz de oro, y numerosos relojes de formas y medidas imprevisibles. Tenía
en el patio una cisterna para almacenar durante muchos años el agua llevada a
lomo de indio desde manantiales remotos, y en una argolla de la cisterna había
un avestruz raquítico, el único animal de plumas que pudo sobrevivir al tormento
de aquel clima malvado. Estaba lejos de todo, en el alma del desierto, junto a
una ranchería de calles miserables y ardientes, donde los chivos se suicidaban
de desolación cuando soplaba el viento de la desgracia.
Aquel refugio incomprensible había sido construido por el marido de la abuela,
un contrabandista legendario que se llamaba Amadís, con quien ella tuvo un hijo
que también se llamaba Amadís, y que fue el padre de Eréndira. Nadie conoció los
orígenes ni los motivos de esa familia. La versión más conocida en lengua de
indios era que Amadís, el padre, había rescatado a su hermosa mujer de un
prostíbulo de las Antillas, donde mató a un hombre a cuchilladas, y la traspuso
para siempre en la impunidad del desierto. Cuando los Amadises murieron, el uno
de fiebres melancólicas, y el otro acribillado en un pleito de rivales, la mujer
enterró los cadáveres en el patio, despachó a las catorce sirvientas descalzas,
y siguió apacentando sus sueños de grandeza en la penumbra de la casa furtiva,
gracias al sacrificio de la nieta bastarda que había criado desde el nacimiento.
Sólo para dar cuerda y concertar a los relojes Eréndira necesitaba seis horas.
El día en que empezó su desgracia no tuvo que hacerlo, pues los relojes tenían
cuerda hasta la mañana siguiente, pero en cambio debió bañar y sobrevestir a la
abuela, fregar los pisos, cocinar el almuerzo y bruñir la cristalería. Hacia las
once, cuando le cambió el agua al cubo del avestruz y regó los yerbajos
desérticos de las tumbas contiguas de los Amadises, tuvo que contrariar el
coraje del viento que se había vuelto insoportable, pero no sintió el mal
presagio de que aquél fuera el viento de su desgracia. A las doce estaba
puliendo las últimas copas de champaña, cuando percibió un olor de caldo tierno,
y tuvo que hacer un milagro para llegar corriendo hasta la cocina sin dejar a su
paso un desastre de vidrios de Venecia.
Apenas si alcanzó a quitar la olla que empezaba a derramarse en la hornilla.
Luego puso al fuego un guiso que ya tenía preparado, y aprovechó la ocasión para
sentarse a descansar en un banco de la cocina. Cerró los ojos, los abrió después
con una expresión sin cansancio, y empezó a echar la sopa en la sopera.
Trabajaba dormida.
La abuela se había sentado sola en el extremo de una mesa de banquete con
candelabros de plata y servicios para doce personas. Hizo sonar la campanilla, y
casi al instante acudió Eréndira con la sopera humeante. En el momento en que le
servía la sopa, la abuela advirtió sus modales de sonámbulo, y le pasó la mano
frente a los ojos como limpiando un cristal invisible. La niña no vio la mano.
La abuela la siguió con la mirada, y cuando Eréndira le dio la espalda para
volver a la cocina, le gritó:
-Eréndira.
Despertada de golpe, la niña dejó caer la sopera en la alfombra.
-No es nada, hija -le dijo la abuela con una ternura cierta-. Te volviste a
dormir caminando.
-Es la costumbre del cuerpo -se excusó Eréndira.
Recogió la sopera, todavía aturdida por el sueño, y trató de limpiar la mancha
de la alfombra.
-Déjala así -la disuadió la abuela- esta tarde la lavas.
De modo que además de los oficios naturales de la tarde, Eréndira tuvo que lavar
la alfombra del comedor, y aprovechó que estaba en el fregadero para lavar
también la ropa del lunes, mientras el viento daba vueltas alrededor de la casa
buscando un hueco para meterse. Tuvo tanto que hacer, que la noche se le vino
encima sin que se diera cuenta, y cuando repuso la alfombra del comedor era la
hora de acostarse.
La abuela había chapuceado el plano toda la tarde cantando en falsete para sí
misma las canciones de su época, y aún le quedaban en los párpados los
lamparones del almizcle con lágrimas. Pero cuando se tendió en la cama con el
camisón de muselina se había restablecido de la amargura de los buenos
recuerdos.
-Aprovecha mañana para lavar también la alfombra de la sala -le dijo a
Eréndira-, que no ha visto el sol desde los tiempos del ruido.
-Sí, abuela -contestó la niña.
Cogió un abanico de plumas y empezó a abanicar a la matrona implacable que le
recitaba el código del orden nocturno mientras se hundía en el sueño.
-Plancha toda la ropa antes de acostarte para que duermas con la conciencia
tranquila.
-Sí, abuela.
-Revisa bien los roperos, que en las noches de viento tienen más hambre las
polillas.
-Sí, abuela.
En 1982 el escritor colombiano
Gabriel García Márquez recibía el Premio Nobel de Literatura
pronunciando un discurso en el que denunciaba las violaciones a los
derechos humanos cometidas en nuestro continente desde la Conquista
hasta las dictaduras y llamaba a los escritores latinoamericanos a
comprometerse con las realidades de sus pueblos.
-Con el tiempo que
te sobre sacas las flores al patio para que respiren.
-Sí, abuela.
-Y le pones su alimento al avestruz.
Se había dormido, pero siguió dando órdenes, pues de ella había heredado la
nieta la virtud de continuar viviendo en el sueño. Eréndira salió del cuarto sin
hacer ruido e hizo los últimos oficios de la noche, contestando siempre a los
mandatos de la abuela dormida.
-Le das de beber a las tumbas. -Sí, abuela.
-Antes de acostarte fíjate que todo quede en perfecto orden, pues las cosas
sufren mucho cuando no se les pone a dormir en su Puesto.
-Sí, abuela.
-Y si vienen los Amadises avísales que no entren -dijo la abuela-, que las
gavillas de Porfirio Galán los están esperando para matarlos.
Eréndira no le contestó más, pues sabía que empezaba a extraviarse en el
delirio, pero no se saltó una orden. Cuando acabó de revisar las fallebas de las
ventanas y apagó las últimas luces, cogió un candelabro del comedor y fue
alumbrando el paso hasta su dormitorio, mientras las pausas del viento se
llenaban con la respiración apacible y enorme de la abuela dormida.
Su cuarto era también lujoso, aunque no tanto como el de la abuela, y estaba
atiborrado de las muñecas de trapo y los animales de cuerda de su infancia
reciente. Vencida por los oficios bárbaros de- la jornada, Eréndira no tuvo
ánimos para desvestirse, sino que puso el candelabro en la mesa de noche y se
tumbó en la cama. Poco después, el viento de su desgracia se metió en el
dormitorio como una manada de perros y volcó el candelabro contra las cortinas.
Al amanecer, cuando por fin se acabó el viento, empezaron a caer unas gotas de
lluvia gruesas y separadas que apagaron las últimas brasas y endurecieron las
cenizas humeantes de la mansión. La gente del pueblo, indios en su mayoría,
trataba de rescatar los restos del desastre: el cadáver carbonizado del
avestruz, el bastidor del piano dorado, el torso de una estatua. La abuela
contemplaba con un abatimiento impenetrable los residuos de su fortuna.
Eréndira, sentada entre las dos tumbas de los Amadises, había terminado de
llorar. Cuando la abuela se convenció de que quedaban muy pocas cosas intactas
entre los escombros, miró a la nieta con una lástima sincera.
-Mi pobre niña -suspiró-. No te alcanzará la vida para pagarme este percance.
Empezó a pagárselo ese mismo día, bajo el estruendo de la lluvia, cuando la
llevó con el tendero del pueblo, un viudo escuálido y prematuro que era muy
conocido en el desierto porque pagaba a buen precio la virginidad. Ante la
expectativa impávida de la abuela el viudo examinó a Eréndira con una austeridad
científica: consideró la fuerza de sus muslos, el tamaño de sus senos, el
diámetro de sus caderas. No dijo una palabra mientras no tuvo un cálculo de su
valor.
-Todavía está muy bache -dijo entonces-, tiene teticas de perra.
Después la hizo subir en una balanza para probar con cifras su dictamen.
Eréndira pesaba 42 kilos.
-No vale más de cien pesos -dijo el viudo.
La abuela se escandalizó.
- ¡Cien pesos por una criatura completamente nueva! -casi gritó-. No, hombre,
eso es mucho faltarle el respeto a la virtud.
-Hasta ciento cincuenta -dijo el viudo.
-La niña me ha hecho un daño de más de un millón de pesos -dijo la abuela- A
este paso le harán falta como doscientos años para pagarme.
-Por fortuna -dijo el viudo- lo único bueno que tiene es la edad.
La tormenta amenazaba con desquiciar la casa, y había tantas goteras en el techo
que casi llovía adentro como fuera. La abuela se sintió sola en un mundo de
desastre.
-Suba siquiera hasta trescientos -dijo. -Doscientos cincuenta.
Al final se pusieron de acuerdo por doscientos veinte pesos en efectivo y
algunas cosas de comer. La abuela le indicó entonces a Eréndira que se fuera con
el viudo, y éste la condujo de la mano hacia la trastienda, como si la llevara
para la escuela.
-Aquí te espero -dijo la abuela.
-Sí, abuela -dijo Eréndira.
La trastienda era una especie de cobertizo con cuatro pilares de ladrillos, un
techo de palmas podridas, y una barda de adobe de un metro de altura por donde
se metían en la casa los disturbios de la intemperie. Puestas en el borde de
adobes había macetas de cactos y otras plantas de aridez. Colgada entre dos
pilares, agitándose como la vela suelta de un balandro al garete, había una
hamaca sin color. Por encima del silbido de la tormenta y los ramalazos del agua
se oían gritos lejanos, aullidos de animales remotos, voces de naufragio.
Cuando Eréndira y el viudo entraron en el cobertizo tuvieron que sostenerse para
que no los tumbara un golpe de lluvia que los dejó ensopados. Sus voces no se
oían y sus movimientos se habían vuelto distintos por el fragor de la borrasca.
A la primera tentativa del viudo Eréndira gritó algo inaudible y trató de
escapar. El viudo le contestó sin voz, le torció el brazo por la muñeca y la
arrastró hacia la hamaca. Ella le resistió con un arañazo en la cara y volvió a
gritar en silencio, y él le respondió con una bofetada solemne que la levantó
del suelo y la hizo flotar un instante en el aire con el largo cabello de medusa
ondulando en el vacío, la abrazó por la cintura antes de que volviera a pisar la
tierra, la derribó dentro de la hamaca con un golpe brutal, y la inmovilizó con
las rodillas. Eréndira sucumbió entonces al terror, perdió el sentido, y se
quedó como fascinada con las franjas de luna de un pescado que pasó navegando en
el aire de la tormenta, mientras el viudo la desnudaba desgarrándole la ropa con
zarpazos espaciados, como arrancando hierba, desbaratándosela en largas tiras de
colores que ondulaban como serpentinas y se iban con el viento.
Cuando no hubo en el pueblo ningún otro hombre que pudiera pagar algo por el
amor de Eréndira, la abuela se la llevó en un camión de carga hacia los rumbos
del contrabando. Hicieron el viaje en la plataforma descubierta, entre bultos de
arroz y latas de manteca, y los saldos del incendio: la cabecera de la cama
virreinal, un ángel de guerra, el trono chamuscado, y otros chécheres
inservibles. En un baúl con dos cruces pintadas a brocha gorda se llevaron los
huesos de los Amadises.
La abuela se protegía del sol eterno con un paraguas descosido y respiraba mal
por la tortura del sudor y el polvo, pero aún en aquel estado de infortunio
conservaba el dominio de su dignidad. Detrás de la pila de latas y sacos de
arroz, Eréndira pagó el viaje y el transporte de los muebles haciendo amores de
a veinte pesos con el carguero del camión. Al principio su sistema de defensa
fue el mismo con que se había opuesto a la agresión del viudo. Pero el método
del carguero fue distinto, lento y sabio, y terminó por amansarla con la
ternura. De modo que cuando llegaron al primer pueblo, al cabo de una jornada
mortal, Eréndira y el carguero se reposaban del buen amor detrás del parapeto de
la carga. El conductor del camión le gritó a la abuela:
-De aquí en adelante ya todo es mundo.
La abuela observó con incredulidad las calles miserables y solitarias de un
pueblo un poco más grande, pero tan triste como el que habían abandonado.
-No se nota -dijo.
-Es territorio de misiones -dijo el conductor.
-A mí no me interesa la caridad sino el contrabando -dijo la abuela.
Pendiente del diálogo detrás de la carga, Eréndira urgaba con el dedo un saco de
arroz. De pronto encontró un hilo, tiró de él, y sacó un largo collar de perlas
legítimas. Lo contempló asustada, teniéndolo entre los dedos como una culebra
muerta, mientras el conductor le replicaba a la abuela:
-No sueñe despierta, señora. Los contrabandistas no existen.
- ¡Cómo no -dijo la abuela-, dígamelo a mí!
-Búsquelos y verá -se burló el conductor de buen humor-. Todo el mundo habla de
ellos, pero nadie los ve.
El carguero se dio cuenta de que Eréndira había sacado el collar, se apresuró a
quitárselo y lo metió otra vez en el saco de arroz. La abuela, que había
decidido quedarse a pesar de la pobreza del pueblo, llamó entonces a la nieta
para que la ayudara a bajar del camión. Eréndira se despidió del cargador con un
beso apresurado pero espontáneo y cierto.
La abuela esperó sentada en el trono, en medio de la calle, hasta que acabaron
de bajar la carga. Lo último fue el baúl con los restos de los Amadises.
-Esto pesa como un muerto -rió el conductor. -Son dos -dijo la abuela-. Así que
trátelos con el debido respeto.
-Apuesto que son estatuas de marfil -rió el conductor.
Puso el baúl con los huesos de cualquier modo entre los muebles chamuscados, y
extendió la mano abierta frente a la abuela.
-Cincuenta pesos -dijo.
La abuela señaló al carguero.
-Ya su esclavo se pagó por la derecha.
El conductor miró sorprendido al ayudante, y éste le hizo una señal afirmativa.
Volvió a la cabina del camión, donde viajaba una mujer enlutada con un niño de
brazos que lloraba de calor. El carguero, muy seguro de sí mismo, le dijo
entonces a la abuela:
-Eréndira se va conmigo, si usted no ordena otra cosa. Es con buenas
intenciones.
La niña intervino asustada. - ¡Yo no he dicho nada!
-Lo digo yo que fui el de la idea -dijo el carguero.
La abuela lo examinó de cuerpo entero, sin disminuirlo, sino tratando de
calcular el verdadero tamaño de sus agallas.
-Por mí no hay inconveniente -le dijo- si me pagas lo que perdí por su descuido.
Son ochocientos setenta y dos mil trescientos quince pesos, menos cuatrocientos
veinte que ya me ha pagado, o sea ochocientos setenta y un mil ochocientos
noventa y cinco.
El camión arrancó.
-Créame que le daría ese montón de plata si lo tuviera -dijo con seriedad el
carguero-. La niña los vale.
A la abuela le sentó bien la decisión del muchacho. -Pues vuelve cuando lo
tengas, hijo -le replicó en un tono simpático-, pero ahora vete, que si volvemos
a sacar las cuentas todavía me estás debiendo diez pesos.
El carguero saltó en la plataforma del camión que se alejaba. Desde allí le dijo
adiós a Eréndira con la mano, pero ella estaba todavía tan asustada que no le
correspondió
En el mismo solar baldío donde las dejó el camión, Eréndira y la abuela
improvisaron un tenderete para vivir, con láminas de cinc y restos de alfombras
asiáticas.
Pusieron dos esteras en el suelo y durmieron tan bien como en la mansión, hasta
que el sol abrió huecos en el techo y les ardió en la cara.
Al contrario de siempre, fue la abuela quien se ocupó aquella mañana de arreglar
a Eréndira. Le pintó la cara con un estilo de belleza sepulcral que había estado
de moda en su juventud, y la remató con unas pestañas postizas y un lazo de
organza que parecía una mariposa en la cabeza.
-Te ves horrorosa -admitió- pero así es mejor: los hombres son muy brutos en
asuntos de mujeres.
Ambas reconocieron, mucho antes de verlas, los pasos de dos mulas en la yesca
del desierto. A una orden de la abuela, Eréndira se acostó en el petate como lo
habría hecho una aprendiza de teatro en el momento en que iba a abrirse el
telón. Apoyada en el báculo episcopal, la abuela abandonó el tenderete y se
sentó en el trono a esperar el paso de las mulas.
Se acercaba el hombre del correo. No tenía más de veinte años, aunque estaba
envejecido por el oficio, y llevaba un vestido de caqui, polainas, casco de
corcho, y una pistola de militar en el cinturón de cartucheras. Montaba una
buena mula, y llevaba otra de cabestro, menos entera, sobre la cual se
amontonaban los sacos de lienzo del correo.
Al pasar frente a la abuela la saludó con la mano y siguió de largo. Pero ella
le hizo una señal para que echara una mirada dentro del tenderete. El hombre se
detuvo, y vio a Eréndira acostada en la estera con sus afeites póstumos y un
traje de cenefas moradas.
-¿Te gusta? -preguntó la abuela.
El hombre del correo no comprendió hasta entonces lo que le estaban proponiendo.
-En ayunas no está mal -sonrió.
-Cincuenta pesos -dijo la abuela.
- ¡Hombre, lo tendrá de oro! -dijo él-. Eso es lo que me cuesta la comida de un
mes.
-No seas estreñido -dijo la abuela-. El correo aéreo tiene mejor sueldo que un
cura.
-Yo soy el correo nacional -dijo el hombre-. El correo aéreo es ése que anda en
un camioncito.
-De todos modos el amor es tan importante como la comida -dijo la abuela.
-Pero no alimenta.
La abuela comprendió que a un hombre que vivía de las esperanzas ajenas le
sobraba demasiado tiempo para regatear.
-¿Cuánto tienes? -le preguntó.
El correo desmontó, sacó del bolsillo unos billetes masticados y se los mostró a
la abuela. Ella los cogió todos juntos con una mano rapaz como si fueran una
pelota.
-Te lo rebajo -dijo- pero con una condición: haces correr la voz por todas
partes.
-Hasta el otro lado del mundo -dijo el hombre del correo-. Para eso sirvo.
Eréndira, que no había podido parpadear, se quitó entonces las pestañas postizas
y se hizo a un lado en la estera para dejarle espacio al novio casual. Tan
pronto como él entró en el tenderete, la abuela cerró la entrada con un tirón
enérgico de la cortina corrediza.
Fue un trato eficaz. Cautivados por las voces del correo, vinieron hombres desde
muy lejos a conocer la novedad de Eréndira. Detrás de los hombres vinieron mesas
de lotería y puestos de comida, y detrás de todos vino un fotógrafo en bicicleta
que instaló frente al campamento una cámara de caballete con manga de luto, y un
telón de fondo con un lago de cisnes inválidos.
La abuela, abanicándose en el trono, parecía ajena a su propia feria. Lo único
que le interesaba era el orden en la fila de clientes que esperaban turno, y la
exactitud del dinero que pagaban por adelantado para entrar con Eréndira. Al
principio había sido tan severa que hasta llegó a rechazar un buen cliente
porque le hicieron falta cinco pesos. Pero con el paso de los meses fue
asimilando las lecciones de la realidad, y terminó por admitir que completaran
el pago con medallas de santos, reliquias de familia, anillos matrimoniales, y
todo cuanto fuera capaz de demostrar, mordiéndolo, que era oro de buena ley
aunque no brillara.
Al cabo de una larga estancia en aquel primer pueblo, la abuela tuvo suficiente
dinero para comprar un burro, y se internó en el desierto en busca de otros
lugares más propicios para cobrarse la deuda. Viajaba en unas angarillas que
habían improvisado sobre el burro, y se protegía del sol inmóvil con el paraguas
desvarillado que Eréndira sostenía sobre su cabeza. Detrás de ellas caminaban
cuatro indios de carga con los pedazos del campamento: los petates de dormir, el
trono restaurado, el ángel de alabastro y el baúl con los restos de los
Amadises. El fotógrafo perseguía la caravana en su bicicleta, pero sin darle
alcance, como si fuera para otra fiesta.
Habían transcurrido seis meses desde el incendio cuando la abuela pudo tener una
visión entera del negocio.
-Si las cosas siguen así -le dijo a Eréndira- me habrás pagado la deuda dentro
de ocho años, siete meses y once días.
Volvió a repasar sus cálculos con los ojos cerrados, rumiando los granos que
sacaba de una faltriquera de jareta donde tenía también el dinero, y precisó:
-Claro que todo eso es sin contar el sueldo y la comida de los indios, y otros
gastos menores.
Eréndira, que caminaba al paso del burro agobiada por el calor y el polvo, no
hizo ningún reproche a las cuentas de la abuela, pero tuvo que reprimirse para
no llorar.
-Tengo vidrio molido en los huesos -dijo.
-Trata de dormir.
-Sí, abuela.
Cerró los Ojos, respiró a fondo una bocanada de aire abrasante, y siguió
caminando dormida.
Una camioneta cargada de jaulas apareció espantando chivos entre la polvareda
del horizonte, y el alboroto de los pájaros fue un chorro de agua fresca en el
sopor dominical de San Miguel del Desierto. Al volante iba un corpulento
granjero holandés con el pellejo astillado por la intemperie, y unos bigotes
color de ardilla que había heredado de algún bisabuelo. Su hijo Ulises, que
viajaba en el otro asiento, era un adolescente dorado, de ojos marítimos y
solitarios, y con la identidad de un ángel furtivo. Al holandés le llamó la
atención una tienda de campaña frente a la cual esperaban turno todos los
soldados de la guarnición local. Estaban sentados en el suelo, bebiendo de una
misma botella que se pasaban de boca en boca, y tenían ramas de almendros en la
cabeza como si estuvieran emboscadas para un combate. El holandés preguntó en su
lengua:
-¿Qué diablos venderán ahí?
-Una mujer -le contestó su hijo con toda naturalidad-. Se llama Eréndira.
-¿Cómo lo sabes?
-Todo el mundo lo sabe en el desierto -contestó Ulises.
El holandés descendió en el hotelito del pueblo.
Ulises se demoró en la camioneta, abrió con dedos ágiles una cartera de negocios
que su padre había dejado en el asiento, sacó un mazo de billetes, se metió
varios en los bolsillos, y volvió a dejar todo como estaba. Esa noche, mientras
su padre dormía, se salió por la ventana del hotel y se fue a hacer la cola
frente a la carpa de Eréndira.
La fiesta estaba en su esplendor. Los reclutas borrachos bailaban solos para no
desperdiciar la música gratis, y el fotógrafo tomaba retratos nocturnos con
papeles de magnesio. Mientras controlaba el negocio, la abuela contaba billetes
en el regazo, los repartía en gavillas iguales y los ordenaba dentro de un
cesto. No había entonces más de doce soldados, pero la fila de la tarde había
crecido con clientes civiles. Ulises era el último.
El turno le correspondía a un soldado de ámbito lúgubre. La abuela no sólo le
cerró el paso, sino que esquivó el contacto con su dinero.
-No hijo -le dijo-, tú no entras ni por todo el oro del moro. Eres pavoso.
El soldado, que no era de aquellas tierras, se sorprendió.
-¿Qué es eso?
-Que contagias la mala sombra -dijo la abuela-. No hay más que verte la cara.
Lo apartó con la mano, pero sin tocarlo, y le dio paso al soldado siguiente.
-Entra tú, dragoneante -le dijo de buen humor-. Y no te demores, que la patria
te necesita.
El soldado entró, pero volvió a salir inmediatamente, porque Eréndira quería
hablar con la abuela. Ella se colgó del brazo el cesto de dinero y entró en la
tienda de campaña, cuyo espacio era estrecho, pero ordenado y limpio. Al fondo,
en una cama de lienzo, Eréndira no podía reprimir el temblor del cuerpo, estaba
maltratada y sucia de sudor de soldados.
-Abuela -sollozó-, me estoy muriendo.
La abuela le tocó la frente, y al comprobar que no tenía fiebre, trató de
consolarla.
-Ya no faltan más de diez militares -dijo.
Eréndira rompió a llorar con unos chillidos de animal azorado. La abuela supo
entonces que había traspuesto los límites del horror, y acariciándole la cabeza
la ayudó a calmarse.
-Lo que pasa es que estás débil -le dijo-. Anda, no llores más, báñate con agua
de salvia para que se te componga la sangre.
Salió de la tienda cuando Eréndira empezó a serenarse, y le devolvió el dinero
al soldado que esperaba. "Se acabó por hoy", le dijo. "Vuelve mañana y te doy el
primer lugar". Luego gritó a los de la fila:
-Se acabó, muchachos. Hasta mañana a las nueve.
Soldados y civiles rompieron filas con gritos de protesta. La abuela se les
enfrentó de buen talante pero blandiendo en serio el báculo devastador.
- ¡Desconsiderados! ¡Mampolones! -gritaba-. Qué se creen, que esa criatura es de
fierro. Ya quisiera yo verlos en su situación. ¡Pervertidos! ¡Apátridas de
mierda!
Los hombres le replicaban con insultos más gruesos, pero ella terminó por
dominar la revuelta y se mantuvo en guardia con el báculo hasta que se llevaron
las mesas de fritanga y desmontaron los puestos de lotería. Se disponía a volver
a la tienda cuando vio a Ulises de cuerpo entero, solo, en el espacio vacío y
oscuro donde antes estuvo la fila de hombres. Tenía un aura irreal y parecía
visible en la penumbra por el fulgor propio de su belleza.
-Y tú -le dijo la abuela-, ¿dónde dejaste las alas? -El que las tenía era mi
abuelo -contestó Ulises con su naturalidad-, pero nadie lo cree.
La abuela volvió a examinarlo con una atención hechizada. "Pues yo sí lo creo",
dijo. "Tráelas puestas mañana". Entró en la tienda y dejó a Ulises ardiendo en
su sitio.
Eréndira se sintió mejor después del baño. Se había puesto una combinación corta
y bordada, y se estaba secando el pelo para acostarse, pero aún hacía esfuerzos
por reprimir las lágrimas. La abuela dormía.
Por detrás de la cama de Eréndira, muy despacio, Ulises asomó la cabeza. Ella
vio los ojos ansiosos y diáfanos, pero antes de decir nada se frotó la cara con
la toalla para probarse que no era una ilusión. Cuando Ulises parpadeó por
primera vez, Eréndira le preguntó en voz muy baja:
-Quién tú eres.
Ulises se mostró hasta los hombros. "Me llamo Ulises", dijo. Le enseñó los
billetes robados y agregó:
-Traigo la plata.
Eréndira puso las manos sobre la cama, acercó su cara a la de Ulises, y siguió
hablando con él como en un juego de escuela primaria.
-Tenías que ponerte en la fila -le dijo.
-Esperé toda la noche -dijo Ulises. -Pues ahora tienes que esperarte hasta
mañana -dijo Eréndira-. Me siento como si me hubieran dado trancazos en los
riñones.
En ese instante la abuela empezó a hablar dormida. -Van a hacer veinte años que
llovió la última vez -dijo-. Fue una tormenta tan terrible que la lluvia vino
revuelta con agua de mar, y la casa amaneció llena de pescados y caracoles, y tu
abuelo Amadís, que en paz descanse, vio una mantarrasa luminosa navegando por el
aire.
Ulises se volvió a esconder detrás de la cama. Eréndira hizo una sonrisa
divertida.
-Tate sosiego -le dijo-. Siempre se vuelve como loca cuando está dormida, pero
no la despierta ni un temblor de tierra.
Ulises se asomó de nuevo. Eréndira lo contempló con una sonrisa traviesa y hasta
un poco cariñosa, y quitó de la estera la sábana usada.
-Ven -le dijo-, ayúdame a cambiar la sábana.
Entonces Ulises salió de detrás de la cama y cogió la sábana por un extremo.
Como era una sábana mucho más grande que la estera se necesitaban varios tiempos
para doblarla. Al final de cada doblez Ulises estaba más cerca de Eréndira.
-Estaba loco por verte -dijo de pronto-. Todo el mundo dice que eres muy bella,
y es verdad.
-Pero me voy a morir -dijo Eréndira.
-Mi mamá dice que los que se mueren en el desierto no van al cielo sino al mar
-dijo Ulises.
Eréndira puso aparte la sábana sucia y cubrió la estera con otra limpia y
aplanchada.
-No conozco el mar -dijo.
-Es como el desierto, pero con agua -dijo Ulises.
-Entonces no se puede caminar.
-Mi papá conoció un hombre que sí podía -dijo Ulises- pero hace mucho tiempo.
Eréndira estaba encantada pero quería dormir. -Si vienes mañana bien temprano te
pones en el primer puesto -dijo.
-Me voy con mi papá por la madrugada -dijo Ulises. -¿Y no vuelven a pasar por
aquí?
-Quién sabe cuándo -dijo Ulises-. Ahora pasamos por casualidad porque nos
perdimos en el camino de la frontera.
Eréndira miró pensativa a la abuela dormida. -Bueno -decidió-, dame la plata.
Ulises se la dio. Eréndira se acostó en la cama, pero él se quedó trémulo en su
sitio: en el instante decisivo su determinación había flaqueado. Eréndira le
cogió de la mano para que se diera prisa, y sólo entonces advirtió su
tribulación. Ella conocía ese miedo.
-¿Es la primera vez? -le preguntó.
Ulises no contestó, pero hizo una sonrisa desolada. Eréndira se volvió distinta.
-Respira despacio -le dijo-. Así es siempre al principio, y después ni te das
cuenta.
Lo acostó a su lado, y mientras le quitaba la ropa lo fue apaciguando con
recursos maternos.
-¿Cómo es que te llamas?
-Ulises.
-Es nombre de gringo -dijo Eréndira.
-No, de navegante.
Eréndira le descubrió el pecho, le dio besitos huérfanos, lo olfateó.
-Pareces todo de oro -dijo- pero hueles a flores. -Debe ser a naranjas -dijo
Ulises.
Ya más tranquilo, hizo una sonrisa de complicidad. -Andamos con muchos pájaros
para despistar -agregó-, pero lo que llevamos a la frontera es un contrabando de
naranjas.
-Las naranjas no son contrabando -dijo Eréndira. -Estas sí -dijo Ulises-. Cada
una cuesta cincuenta mil pesos.
Eréndira se rió por primera vez en mucho tiempo. -Lo que más me gusta de ti
-dijo- es la seriedad con que inventas los disparates.
Se había vuelto espontánea y locuaz, como si la inocencia de Ulises le hubiera
cambiado no sólo el humor, sino también la índole. La abuela, a tan escasa
distancia de la fatalidad, siguió hablando dormida.
-Por estos tiempos, a principios de marzo, te trajeron a la casa -dijo-.
Parecías una lagartija envuelta en algodones. Amadís, tu padre, que era joven y
guapo, estaba tan contento aquella tarde que mandó a buscar como veinte carretas
cargadas de flores, y llegó gritando y tirando flores por la calle, hasta que
todo el pueblo quedó dorado de flores como el mar.
Deliró varias horas, a grandes voces, y con una pasión obstinada. Pero Ulises no
la oyó, porque Eréndira lo había querido tanto, y con tanta verdad, que lo
volvió a querer por la mitad de su precio mientras la abuela deliraba, y lo
siguió queriendo sin dinero hasta el amanecer. Un grupo de misioneros con los
crucifijos en alto se habían plantado hombro contra hombro en medio del
desierto. Un viento tan bravo como el de la desgracia sacudía sus hábitos de
cañamazo y sus barbas cerriles, y apenas les permitía tenerse en pie. Detrás de
ellos estaba la casa de la misión,, un promontorio colonial con un campanario
minúsculo sobre los muros ásperos y encalados.
El misionero más joven, que comandaba el grupo, señaló con el índice una grieta
natural en el suelo de arcilla vidriada.
-No pasen esa raya -gritó.
Los cuatro cargadores indios que transportaban a la abuela en un palanquín de
tablas se detuvieron al oír el grito. Aunque iba mal sentada en el piso del
palanquín y tenía el ánimo entorpecido por el polvo y el sudor del desierto, la
abuela se mantenía en su altivez. Eréndira iba a pie. Detrás del palanquín había
una fila de ocho indios de carga, y en último término el fotógrafo en la
bicicleta.
-El desierto no es de nadie -dijo la abuela.
-Es de Dios -dijo el misionero-, y estáis violando sus santas leyes con vuestro
tráfico inmundo.
La abuela reconoció entonces la forma y la dicción peninsulares del misionero, y
eludió el encuentro frontal para no descalabrarse contra su intransigencia.
Volvió a ser ella misma.
-No entiendo tus misterios, hijo. El misionero señaló a Eréndira. -Esa criatura
es menor de edad. -Pero es mi nieta.
-Tanto peor -replicó el misionero-. Ponla bajo nuestra custodia, por las buenas,
o tendremos que recurrir a otros métodos.
La abuela no esperaba que llegaran a tanto.
-Está bien, aríjuna -cedió asustada-. Pero tarde o temprano pasaré, ya lo verás.
Tres días después del encuentro con los misioneros, la abuela y Eréndira dormían
en un pueblo próximo al convento, cuando unos cuerpos sigilosos, mudos, reptando
como patrullas de asalto, se deslizaron en la tienda de campaña. Eran seis
novicias indias, fuertes y jóvenes, con los hábitos de lienzo crudo que parecían
fosforescentes en las ráfagas de luna. Sin hacer un solo ruido cubrieron a
Eréndira con un toldo de mosquitero, la levantaron sin despertarla, y se la
llevaron envuelta como un pescado grande y frágil capturado en una red lunar.
No hubo un recurso que la abuela no intentara para rescatar a la nieta de la
tutela de los misioneros. Sólo cuando le fallaron todos, desde los más derechos
hasta los más torcidos, recurrió a la autoridad civil, que era ejercida por un
militar. Lo encontró en el patio de su casa, con el torso desnudo, disparando
con un rifle de guerra contra una nube oscura y solitaria en el cielo ardiente.
Trataba de perforarla para que lloviera, y sus disparos eran encarnizados e
inútiles pero hizo las pausas necesarias para escuchar a la abuela.
-Yo no puedo hacer nada -le explicó, cuando acabó de oírla-, los padrecitos, de
acuerdo con el Concordato, tienen derecho a quedarse con la niña hasta que sea
mayor de edad. O hasta que se case.
- ¿Y entonces para qué lo tienen a usted de alcalde? -preguntó la abuela.
-Para que haga llover -dijo el alcalde.
Luego, viendo que la nube se había puesto fuera de su alcance, interrumpió sus
deberes oficiales y se ocupó por completo de la abuela.
-Lo que usted necesita es una persona de mucho peso que responda por usted -le
dijo-. Alguien que garantice su moralidad y sus buenas costumbres con una carta
firmada. ¿No conoce al senador Onésimo Sánchez?
Sentada bajo el sol puro en un taburete demasiado estrecho para sus nalgas
siderales, la abuela contestó con una rabia solemne:
-Soy una pobre mujer sola en la inmensidad del desierto.
El alcalde, con el ojo derecho torcido por el calor, la contempló con lástima.
-Entonces no pierda más el tiempo, señora -dijo-. Se la llevó el carajo.
No se la llevó, por supuesto. Plantó la tienda frente al convento de la misión,
y se sentó a pensar, como un guerrero solitario que mantuviera en estado de
sitio a una ciudad fortificada. El fotógrafo ambulante, que la conocía muy bien,
cargó sus bártulos en la parrilla de la bicicleta y se dispuso a marcharse solo
cuando la vio a pleno sol, y con los ojos fijos en el convento.
-Vamos a ver quién se cansa primero -dijo la abuela-, ellos o yo.
-Ellos están ahí hace 300 años, y todavía aguantan -dijo el fotógrafo-. Yo me
voy.
Sólo entonces vio la abuela la bicicleta cargada. -Para dónde vas.
-Para donde me lleve el viento -dijo el fotógrafo, y se fue-. El mundo es
grande.
La abuela suspiró.
-No tanto como tú crees, desmerecido.
Pero no movió la cabeza a pesar del rencor, para no apartar la vista del
convento. No la apartó durante muchos días de calor mineral, durante muchas
noches de vientos perdidos, durante el tiempo de la meditación en que nadie
salió del convento. Los indios construyeron un cobertizo de palma junto a la
tienda, y allí colgaron sus chinchorros, pero la abuela velaba hasta muy tarde,
cabeceando en el trono, y rumiando los cereales crudos de su faltriquera con la
desidia invencible de un buey acostado.
Una noche pasó muy cerca de ella una fila de camiones tapados, lentos, cuyas
únicas luces eran unas guirnaldas de focos de colores que les daban un tamaño
espectral de altares sonámbulos. La abuela los reconoció de inmediato, porque
eran iguales a los camiones de los Amadises. El último del convoy se retrasó, se
detuvo, y un hombre bajó de la cabina a arreglar algo en la plataforma de carga.
Parecía una réplica de los Amadises, con una gorra de ala volteada, botas altas,
dós cananas cruzadas en el pecho, un fusil militar y dos pistolas. Vencida por
una tentación irresistible, la abuela llamó al hombre.
-¿No sabes quién soy? -le preguntó.
El hombre le alumbró sin piedad con una linterna de pilas. Contempló un instante
el rostro estragado por la vigilia, los Ojos apagados de cansancio, el cabello
marchito de la mujer que aún a su edad, en su mal estado y con aquella luz cruda
en la cara, hubiera podido decir que había sido la más bella del mundo. Cuando
la examinó bastante para estar seguro de no haberla visto nunca, apagó la
linterna.
-Lo único que sé con toda seguridad -dijo- es que usted no es la Virgen de los
Remedios.
-Todo lo contrario -dijo la abuela con una voz dulce-. Soy la Dama.
El hombre puso la mano en la pistola por puro instinto.
- ¡Cuál dama!
-La de Amadís el grande.
-Entonces no es de este mundo -dijo él, tenso-. ¿Qué es lo que quiere?
-Que me ayuden a rescatar a mi nieta, nieta de Amadís el grande, hija de nuestro
Amadís, que está presa en ese convento.
El hombre se sobrepuso al temor.
-Se equivocó de puerta -dijo-. Si cree que somos capaces de atravesarnos en las
cosas de Dios, usted no es la que dice que es, ni conoció siquiera a los
Amadises, ni tiene la más puta idea de lo que es el matute.
Esa madrugada la abuela durmió menos que las anteriores. La pasó rumiando,
envuelta en una manta de lana, mientras el tiempo de la noche le equivocaba la
memoria, y los delirios reprimidos pugnaban por salir aunque estuviera
despierta, y tenía que apretarse el corazón con la mano para que no la sofocara
el recuerdo de una casa de mar con grandes flores coloradas donde había sido
feliz. Así se mantuvo hasta que sonó la campana del convento, y se encendieron
las primeras luces en las ventanas y el desierto se saturó del olor a pan
caliente de los maitines. Sólo entonces se abandonó al cansancio, engañada por
la ilusión de que Eréndira se había levantado y estaba buscando el modo de
escaparse para volver con ella.
Eréndira, en cambio, no perdió ni una noche de sueño desde que la llevaron al
convento. Le habían cortado el cabello con unas tijeras de podar hasta dejarse
la cabeza como un cepillo, le pusieron el rudo balandrán de lienzo de las
reclusas y le entregaron un balde de agua de cal y una escoba para que encalara
los peldaños de las escaleras cada vez que alguien las pisara. Era un oficio de
mula, porque había un subir y bajar incesante de misioneros embarcados y
novicias de carga, pero Eréndira lo sintió como un domingo de todos los días
después de la galera mortal de la cama. Además, no era ella la única agotada al
anochecer, pues aquel convento no estaba consagrado a la lucha contra el demonio
sino contra el desierto. Eréndira había visto a las novicias indígenas
desbravando las vacas a pescozones para ordeñarlas en los establos, saltando
días enteros sobre las tablas para exprimir los quesos, asistiendo a las cabras
en un mal parto. Las había visto sudar como estibadores curtidos sacando el agua
del aljibe, irrigando a pulso un huerto temerario que otras novicias habían
labrado con azadones para plantar legumbres en el pedernal del desierto. Había
visto el infierno terrestre de los hornos de pan y los cuartos de plancha. Había
visto a una monja persiguiendo a un cerdo por el patio, la vio resbalar con el
cerdo cimarrón agarrado por las orejas y revolcarse en un barrizal sin soltarlo,
hasta que dos novicias con delantales de cuero la ayudaron a someterlo, y una de
ellas lo degolló con un cuchillo de matarife y todas quedaron empapadas de
sangre y de lodo. Había visto en el pabellón apartado del hospital a las monjas
tísicas con sus camisones de muertas, que esperaban la última orden de Dios
bordando sábanas matrimoniales en las terrazas, mientras los hombres de la
misión predicaban en el desierto. Eréndira vivía en su penumbra, descubriendo
otras formas de belleza y de horror que nunca había imaginado en el mundo
estrecho de la cama, pero ni las novicias más montaraces ni las más persuasivas
habían logrado que dijera una palabra desde que la llevaron al convento. Una
mañana, cuando estaba aguando la cal en el balde, oyó una música de cuerdas que
parecía una luz más diáfana en la luz del desierto. Cautivada por el milagro, se
asomó a un salón inmenso y vacío de paredes desnudas y ventanas grandes por
donde entraba a golpes y se quedaba estancada la claridad deslumbrante de junio,
y en el centro del salón vio a una monja bella que no había visto antes, tocando
un oratorio de Pascua en el clavicémbalo. Eréndira escuchó la música sin
parpadear, con el alma en un hilo, hasta que sonó la campana para comer. Después
del almuerzo, mientras blanqueaba la escalera con la brocha de esparto, esperó a
que todas las novicias acabaran de subir y bajar, se quedó sola, donde nadie
pudiera oírla, y entonces habló por primera vez desde que entró en el convento.
-Soy feliz -dijo.
De modo que a la abuela se le acabaron las esperanzas de que Eréndida escapara
para volver con ella, pero mantuvo su asedio de granito, sin tomar ninguna
determinación, hasta el domingo de Pentecostés. Por esa época los misioneros
rastrillaban el desierto persiguiendo concubinas encinta para casarlas, Iban
hasta las rancherías más olvidadas en un camioncito decrépito, con cuatro
hombres de tropa bien armados y un arcón de géneros de pacotilla. Lo más difícil
de aquella cacería de indios era convencer a las mujeres, que se defendían de la
gracia divina con el argumento verídico de que los hombres se sentían con
derecho a exigirles a las esposas legítimas un trabajo más rudo que a las
concubinas, mientras ellos dormían despernancados en los chinchorros. Había que
seducirlas con recursos de engaño, disolviéndoles la voluntad de Dios en el
jarabe de su propio idioma para que la sintieran menos áspera, pero hasta las
más retrecheras terminaban convencidas por unos aretes de oropel. A los hombres,
en cambio, una vez obtenida la aceptación de la mujer, los sacaban a culatazos
de los chinchorros y se los llevaban amarrados en la plataforma de carga, para
casarlos a la fuerza.
Durante varios días la abuela vio pasar hacia el convento el camioncito cargado
de indias encinta, pero no reconoció su oportunidad. La reconoció el propio
domingo de Pentecostés, cuando oyó los cohetes y los repiques de las campanas, y
vio la muchedumbre miserable y alegre que pasaba para la fiesta, y vio que entre
las muchedumbres había mujeres encinta con velos y coronas de novia, llevando
del brazo a los maridos de casualidad para volverlos legítimos en la boda
colectiva.
Entre los últimos del desfile pasó un muchacho de corazón inocente, de pelo
indio cortado como una totuma y vestido de andrajos, que llevaba en la mano un
cirio pascual con un lazo de seda. La abuela lo llamó.
-Dime una cosa, hijo -le preguntó con su voz más tersa-. ¿Qué vas a hacer tú en
esa cumbiamba?
El muchacho se sentía intimidado con el cirio, y le costaba trabajo cerrar la
boca por sus dientes de burro. -Es que los padrecitos me van a hacer la primera
comunión -dijo.
-¿Cuánto te pagaron?
-Cinco pesos.
La abuela sacó de la faltriquera un rollo de billetes que el muchacho miró
asombrado.
-Yo te voy a dar veinte -dijo la abuela-. Pero no para que hagas la primera
comunión, sino para que te cases.
-¿Y eso con quién?
-Con mi nieta.
Así que Eréndira se casó en el patio del convento, con el balandrán de reclusa y
una mantilla de encaje que le regalaron las novicias, y sin saber al menos cómo
se llamaba el esposo que le había comprado su abuela. Soportó con una esperanza
incierta el tormento de las rodillas en el suelo de caliche, la peste de pellejo
de chivo de las doscientas novias embarazadas, el castigo de la Epístola de San
Pablo martillada en latín bajo la canícula inmóvil, porque los misioneros no
encontraron recursos para oponerse a la artimaña de la boda imprevista, pero le
habían prometido una última tentativa para mantenerla en el convento. Sin
embargo, al término de la ceremonia, y en presencia del Prefecto Apostólico, del
alcalde militar que disparaba contra las nubes, de su esposo reciente y de su
abuela impasible, Eréndira se encontró de nuevo bajo el hechizo que la había
dominado desde su nacimiento. Cuando le preguntaron cuál era su voluntad libre,
verdadera y definitiva, no tuvo ni un suspiro de vacilación.
-Me quiero ir -dijo. Y aclaró, señalando al esposo-: Pero no me voy con él sino
con mi abuela.
Ulises había perdido la tarde tratando de robarse una naranja en la plantación
de su padre, pues éste no le quitó la vista de encima mientras podaban los
árboles enfermos, y su madre lo vigilaba desde la casa. De modo que renunció a
supropósito, al menos por aquel día, y se quedó de. mala gana ayudando a su
padre hasta que terminaron de podar los últimos naranjos.
La extensa plantación era callada y oculta, y la casa de madera con techo de
latón tenía mallas de cobre en las ventanas y una terraza grande montada sobre
pilotes, con plantas primitivas de flores intensas. La madre de Ulises estaba en
la terraza., tumbada en un mecedor vienés y con hojas ahumadas en las sienes
para aliviar el dolor de cabeza, y su mirada de india pura seguía los
movimientos del hijo como un haz de luz invisible hasta los lugares más esquivos
del naranjal. Era muy bella, mucho más joven que el marido, y no sólo continuaba
vestida con el camisón de la tribu, sino que conocía los secretos más antiguos
de su sangre.
Cuando Ulises volvió a la casa con los hierros de podar, su madre le pidió la
medicina de las cuatro, que estaba en una mesita cercana. Tan pronto como él los
tocó, el vaso y el frasco cambiaron de color. Luego tocó por simple travesura
una jarra de cristal que estaba en la mesa con otros vasos, y también la jarra
se volvió azul. Su madre lo observó mientras tomaba la medicina, y cuando estuvo
segura de que no era un delirio de su dolor le preguntó en lengua guajira:
-¿Desde cuándo te sucede?
-Desde que vinimos del desierto -dijo Ulises, también en guajiro-. Es sólo con
las cosas de vidrio.
Para demostrarlo, tocó uno tras otro los vasos que estaban en la mesa, y todos
cambiaron de colores diferentes.
-Esas cosas sólo sucedería por amor -dijo la madre-. ¿Quién es?
Ulises no contestó. Su padre, que no sabía la lengua guajira, pasaba en ese
momento por la terraza con un racimo de naranjas.
-¿De qué hablan? -le preguntó a Ulises en holandés. -De nada especial -contestó
Ulises.
La madre de Ulises no sabía el holandés. Cuando su marido entró en la casa, le
preguntó al hijo en guajiro:
-¿Qué te dijo?
-Nada especial -dijo Ulises.
Perdió de vista a su padre cuando entró en la casa, pero lo volvió a ver por una
ventana dentro de la oficina. La madre esperó hasta quedarse a solas con Ulises,
y entonces insistió:
-Dime quién es.
-No es nadie -dijo Ulises.
Contestó sin atención, porque estaba pendiente de los movimientos de su padre
dentro de la oficina. Lo había visto poner las naranjas sobre la caja de
caudales para componer la clave de la combinación. Pero mientras él vigilaba a
su padre, su madre lo vigilaba a él.-Hace mucho tiempo que no comes pan -observó
ella.
-No me gusta.
El rostro de la madre adquirió de pronto una vivacidad insólita. "Mentira",
dijo. "Es porque estás mal de amor, y los que están así no pueden comer pan". Su
voz, como sus ojos, había pasado de la súplica a la amenaza.
-Más vale que me digas quién es -dijo-, o te doy a la fuerza unos baños de
purificación.
En la oficina, el holandés abrió la caja de caudales, puso dentro las naranjas,
y volvió a cerrar la puerta blindada. Ulises se apartó entonces de la ventana y
le replicó a su madre con impaciencia.
-Ya te dije que no es nadie -dijo-. Si no me crees, pregúntaselo a mi papá.
El holandés apareció en la puerta de la oficina encendiendo la pipa de
navegante, y con su Biblia descosida bajo el brazo. La mujer le preguntó en
castellano:
-¿A quién conocieron en el desierto?
-A nadie -le contestó su marido, un poco en las nubes-. Si no me crees,
pregúntaselo a Ulises.
Se sentó en el fondo del corredor a chupar la pipa hasta que se le agotó la
carga. Después abrió la Biblia al azar y recitó fragmentos salteados durante
casi dos horas en un holandés fluido y altisonante.
A media noche, Ulises seguía pensando con tanta intensidad que no podía dormir.
Se revolvió en el chinchorro una hora más, tratando de dominar el dolor de los
recuerdos, hasta que el propio dolor le dio la fuerza que le hacía falta para
decidir. Entonces se puso los pantalones de vaquero, la camisa de cuadros
escoceses y las botas de montar, y saltó por la ventana y se fugó de la casa en
la camioneta cargada de pájaros. Al pasar por la plantación arrancó las tres
naranjas maduras que no había podido robarse en la tarde.
Viajó por el desierto el resto de la noche, y al amanecer preguntó por pueblos y
rancherías cuál era el rumbo de Eréndira, pero nadie le daba razón. Por fin le
informaron que andaba detrás de la comitiva electoral del senador Onésimo
Sánchez, y que éste debía de estar aquel día en la Nueva Castilla. No lo
encontró allí, sino en el pueblo siguiente, y ya Eréndira no andaba con él, pues
la abuela había conseguido que el senador avalara su moralidad con una carta de
su puño y letra, y se iba abriendo con ella las puertas mejor trancadas del
desierto. Al tercer día se encontró con el hombre del correo nacional, y éste le
indicó la dirección que buscaba.
-Van para el mar -le dijo-. Y apúrate, que la intención de la jodida vieja es
pasarse para la isla de Aruba.
En ese rumbo, Ulises divisó al cabo de media jornada la capa amplia y percudida
que la abuela le había comprado a un circo en derrota. El fotógrafo errante
había vuelto con ella, convencido de que en efecto el mundo no era tan grande
como pensaba, y tenía instalados cerca de la carpa sus telones idílicos. Una
banda de chupacobres cautivaba a los clientes de Eréndira con un valse
taciturno.
Ulises esperó su turno para entrar, y lo primero que le llamó la atención fue el
orden y la limpieza en el interior de la carpa. La cama de la abuela había
recuperado su esplendor virreinal, la estatua del ángel estaba en su lugar junto
al baúl funerario de los Amadises, y había además una bañera de peltre con patas
de león. Acostada en su nuevo lecho de marquesina, Eréndira estaba desnuda y
plácida, e irradiaba un fulgor infantil bajo la luz filtrada de la carpa. Dormía
con los ojos abiertos. Ulises se detuvo junto a ella, con las naranjas en la
mano, y advirtió que lo estaba mirando sin verlo. Entonces pasó la mano frente a
sus ojos y la llamó con el nombre que había inventado para pensar en ella:
-Arídnere.
Eréndira despertó. Se sintió desnuda frente a Ulises, hizo un chillido sordo y
se cubrió con la sábana hasta la cabeza.
-No me mires -dijo-. Estoy horrible.
-Estás toda color de naranja -dijo Ulises. Puso las frutas a la altura de sus
ojos para que ella comparara. Mira.
Eréndira se descubrió los ojos y comprobó que en efecto las naranjas tenían su
color.
-Ahora no quiero que te quedes -dijo.
-Sólo entré para mostrarte esto -dijo Ulises-. Fíjate.
Rompió una naranja con las uñas, la partió con las dos manos, y le mostró a
Eréndira el interior: clavado en el corazón de la fruta había un diamante
legítimo.
- Estas son las naranjas que llevamos a la frontera -dijo.
- ¡Pero son naranjas vivas! -exclamó Eréndira.
- Claro -sonrió Ulises-. Las siembra mi papá.
Eréndira no lo podía creer. Se descubrió la cara, cogió el diamante con los
dedos y lo contempló asombrada.
-Con tres así le damos la vuelta al mundo -dijo Ulises-.
Eréndira le devolvió el diamante con un aire de desaliento. Ulises insistió.
-Además, tengo una camioneta -dijo-. Y además... ¡Mira!
Se sacó de debajo de la camisa una pistola arcaica.
-No puedo irme antes de diez años -dijo Eréndira. -Te irás -dijo Ulises-. Esta
noche, cuando se duerma la ballena blanca, yo estaré ahí fuera, cantando como la
lechuza.
Hizo una imitación tan real del canto de la lechuza, que los Ojos de Eréndira
sonrieron por primera vez.
-Es mi abuela -dijo.
- ¿La lechuza?
-La ballena.
Ambos se rieron del equívoco, pero Eréndira retomó el hilo.
-Nadie puede irse para ninguna parte sin permiso de su abuela.
-No hay que decirle nada.
-De todos modos lo sabrá -dijo Eréndira-: ella sueña las cosas.
-Cuando empiece a soñar que te vas, ya estaremos del otro lado de la frontera.
Pasaremos como los contrabandistas... -dijo Ulises.
Empuñando la pistola con un dominio de atarbán de cine imitó el sonido de los
disparos para embullar a Eréndira con su audacia. Ella no dijo ni que sí ni que
no, pero sus ojos suspiraron, y despidió a Ulises con un beso. Ulises,
conmovido, murmuró:
-Mañana veremos pasar los buques.
Aquella noche, poco después de las siete, Eréndira estaba peinando a la abuela
cuando volvió a soplar el viento de su desgracia. Al abrigo de la carpa estaban
los indios cargadores y el director de la charanga esperando el pago de su
sueldo. La abuela acabó de contar los billetes de un arcón que tenía a su
alcance, y después de consultar un cuaderno de cuentas le pagó al mayor de los
indios.
-Aquí tienes -le dio-: veinte pesos la semana, menos ocho de la comida, menos
tres del agua, menos cincuenta centavos a buena cuenta de las camisas nuevas,
son ocho con cincuenta. Cuéntalos bien.
El indio mayor contó el dinero, y todos se retiraron con una reverencia.
-Gracias, blanca.
El siguiente era el director de los músicos. La abuela consultó el cuaderno de
cuentas, y se dirigió al fotógrafo, que estaba tratando de remendar el fuelle de
la cámara con pegotes de gutapercha.
-En qué quedamos -le dijo- ¿pagas o no pagas la cuarta parte de la música?
El fotógrafo ni siquiera levantó la cabeza para contestar.
-La música no sale en los retratos.
-Pero despierta en la gente las ganas de retratarse -replicó la abuela.
-Al contrario -dijo el fotógrafo-, les recuerda a los muertos, y luego salen en
los retratos con los ojos cerrados.
El director de la charanga intervino.
-Lo que hace cerrar los ojos no es la música -dijo-, son los relámpagos de
retratar de noche.
-Es la música -insistió el fotógrafo.
La abuela le puso término a la disputa. "No seas truñuño", le dijo al-
fotógrafo. "Fíjate lo bien que le va al senador Onésimo Sánchez, y es gracias a
los músicos que lleva." Luego, de un modo duro, concluyó:
-De modo que pagas la parte que te corresponde, o sigues solo con tu destino. No
es justo que esa pobre criatura lleve encima todo el peso de los gastos.
-Sigo solo mi destino -dijo el fotógrafo-. Al fin y al cabo, yo lo que soy es un
artista.
La abuela se encogió de hombros y se ocupó del músico. Le entregó un mazo de
billetes, de acuerdo con la cifra escrita en el cuaderno.
-Doscientos cincuenta y cuatro piezas -le dijo- a cincuenta centavos cada una,
más treinta y dos en domingos y días feriados, a sesenta centavos cada una, son
ciento cincuenta y seis con veinte.
El músico no recibió el dinero.
-Son ciento ochenta y dos con cuarenta -dijo-. Los valses son más caros,
-¿Y eso por qué?
-Porque son más tristes -dijo el músico.
La abuela lo obligó a que cogiera el dinero,
-Pues esta semana nos tocas dos piezas alegres por cada valse qué te debo, y
quedamos en paz.
El músico no entendió la lógica de la abuela, pero aceptó las cuentas mientras
desenredaba el enredo. En ese instante, el viento despavorido estuvo a punto de
desarraigar la carpa, y en el silencio que dejó a su paso se escuchó en el
exterior, nítido y lúgubre, el canto de la lechuza.
Eréndira no supo qué hacer para disimular su turbación. Cerró el arca del dinero
y la escondió debajo de la cama, pero la abuela le conoció el temor de la manó
cuando le entregó la llave. "No te asustes", -le dijo-. "Siempre hay lechuzas en
las noches de viento". Sin embargo no dio muestras de igual convicción cuando
vio salir al fotógrafo con la cámara a cuestas.
-Si quieres, quédate hasta mañana -le dijo-, la muerte anda suelta esta noche.
También el fotógrafo percibió el canto de la lechuza pero no cambió de parecer.
-Quédate, hijo -insistió la abuela- aunque sea por el cariño que te tengo.
-Pero no pago la música -dijo el fotógrafo.
-Ah, no -dijo la abuela-. Eso no.
-¿Ya ve? -dijo el fotógrafo-. Usted no quiere a nadie.
La abuela palideció de rabia.
-Entonces lárgate -dijo-. ¡Malnacido!
Se sentía tan ultrajada, que siguió despotricando contra él mientras Eréndira la
ayudaba a acostarse. "Hijo de mala madre", rezongaba. "Qué sabrá ese bastardo
del corazón ajeno". Eréndira no le puso atención, pues la lechuza la solicitaba
con un apremio tenaz en las pausas del viento, y estaba atormentada por la
incertidumbre.
La abuela acabó de acostarse con el mismo ritual que era de rigor en la mansión
antigua, y mientras la nieta la abanicaba se sobrepuso al rencor y volvió a
respirar sus aires estériles.
-Tienes que madrugar -dijo entonces-, para que me hiervas la infusión del baño
antes de que llegue la gente.
-Sí, abuela.
-Con el tiempo que te sobre, lava la muda sucia de los indios, y así tendremos
algo más que descontarles la semana entrante.
-Sí, abuela -dijo Eréndira.
-Y duerme despacio para que no te canses, que mañana es jueves, el día más largo
de la semana.
-Sí, abuela.
-Y le pones su alimento al avestruz.
-Sí, abuela -dijo Eréndira.
Dejó el abanico en la cabecera de la cama y encendió dos velas de altar frente
al arcón de sus muertos. La abuela, ya dormida, le dio la orden atrasada.
-No se te olvide prender las velas de los Amadises. -Sí, abuela.
Eréndira sabía entonces que no despertaría, porque había empezado a delirar. Oyó
los ladridos del viento alrededor de la carpa, pero tampoco esa vez había reco-
nocído el soplo de su desgracia. Se asomó a la noche hasta que volvió a cantar
la lechuza, y su instinto de libertad prevaleció por fin contra el hechizo de la
abuela.
No había dado cinco pasos fuera de la carpa cuando encontró al fotógrafo que
estaba amarrando sus aparejos en la parrilla de la bicicleta. Su sonrisa
cómplice la tranquilizó.
-Yo no sé nada -dijo el fotógrafo-, no he visto nada ni pago la música.
Se despidió con una bendición universal. Eréndira corrió entonces hacia el
desierto, decidida para siempre, y se perdió en las tinieblas del viento donde
cantaba la lechuza.
Esa vez la abuela recurrló de inmediato a la autoridad civil. El comandante del
retén local saltó del chinchorro a las seis de la mañana, cuando ella le puso
ante los ojos la carta del senador. El padre de Ulises esperaba en la puerta.
-Cómo carajo quiere que la lea -gritó el comandante- si no sé leer.
-Es una carta de recomendación del senador Onésimo Sánchez -dijo la abuela.
Sin más preguntas, el comandante descolgó un rifle que tenía cerca del
chinchorro y empezó a gritar órdenes a sus agentes. Cinco minutos después
estaban todos dentro de una camioneta militar, volando hacia la frontera, con un
viento contrario que borraba las huellas de los fugitivos. En el asiento
delantero, junto al conductor, viajaba el comandante. Detrás estaba el holandés
con la abuela, y en cada estribo iba un agente armado.
Muy cerca del pueblo detuvieron una caravana de camiones cubiertos con lona
impermeable. Varios hombres que viajaban ocultos en la plataforma de carga
levantaron la lona y apuntaron a la camioneta con ametralladoras y rifles de
guerra. El comandante le preguntó al conductor del primer camión a qué distancia
había encontrado una camioneta de granja cargada de pájaros.
El conductor arrancó antes de contestar.
-Nosotros no somos chivatos -dijo indignado-, somos contrabandistas.
El comandante vio pasar muy cerca de sus ojos los cañones ahumados de las
ametralladoras, alzó los brazos y sonrió.
-Por lo menos -les gritó- tengan la vergüenza de no circular a pleno sol.
El último camión llevaba un letrero en la defensa posterior: Pienso en ti
Eréndira.
El viento se iba haciendo más árido a medida que avanzaban hacia el Norte, y el
sol era más bravo con el viento, y costaba trabajo respirar por el calor y el
polvo dentro de la camioneta cerrada.
La abuela fue la primera que divisó al fotógrafo: pedaleaba en el mismo sentido
en que ellos volaban, sin más amparo contra la insolación que un pañuelo
amarrado en la cabeza.
-Ahí está -lo señaló- ése fue el cómplice. Malnacido.
El comandante le ordenó a uno de los agentes del estribo que se hiciera cargo
del fotógrafo.
-Agárralo y nos esperas aquí -le dijo-. Ya volvemos.
El agente saltó del estribo y le dio al fotógrafo dos voces de alto. El
fotógrafo no lo oyó por el viento contrario. Cuando la camioneta se le adelantó,
la abuela le hizo un gesto enigmático, pero él lo confundió con un saludo,
sonrió, v le dijo adiós con la mano. No oyó el disparo. Dio una voltereta en el
aire y cayó muerto sobre la bicicleta con la cabeza destrozada por una bala de
rifle que nunca supo de dónde le vino.
Antes del mediodía empezaron a ver las plumas. Pasaban en el viento, y eran
plumas de pájaros nuevos, y el holandés las conoció porque eran las de sus
pájaros desplomados por el viento. El conductor corrigió el rumbo, hundió a
fondo el pedal, y antes de media hora divisaron la camioneta en el horizonte.
Cuando Ulises vio aparecer el carro militar en el espejo retrovisor, hizo un
esfuerzo por aumentar la distancia, pero el motor no daba para más. Habían
viajado sin dormir y estaban estragados de cansancio de sed. Eréndira, que
dormitaba en el hombro de Ulises, despertó asustada. Vio la camioneta que estaba
a punto de alcanzarlos y con una determinación cándida cogió la pistola de la
guantera.
-No sirve -dijo Ulises-. Era de Francis Drake.
La martilló varias veces y la tiró por la ventana. La patrulla militar se le
adelantó a la destartalada camioneta cargada de pájaros desplomados por el
viento, hizo una curva forzada, y le cerró el camino.
[EN PROTECCION DE LOS DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE LA INCREIBLE Y
TRISTE HISTORIA DE LA CANDIDA ERENDIRA Y SU ABUELA DESALMADA]
ADVERTENCIAS DE UN
ESCRITOR
Una cosa es una
historia larga y otra una historia alargada.
El final de un reportaje hay que escribirlo cuando vas por la mitad.
El autor recuerda más cómo termina un artículo que cómo empieza.
Es más fácil atrapar un conejo que un lector.
Hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos va a ser lo mejor
que se ha escrito nunca, porque luego siempre queda algo de esa voluntad.
Cuando uno se aburre escribiendo el lector se aburre leyendo.
No debemos obligar al lector a leer una frase de nuevo.