Ernest
Hemingway (1899-1961). Novelista estadounidense cuyo estilo se caracteriza
por los diálogos nítidos y lacónicos y por la descripción emocional sugerida. Su
vida y su obra ejercieron una gran influencia en los escritores estadounidenses
de la época. Muchas de sus obras están consideradas como clásicos de la
literatura en lengua inglesa. El modelo de novelista moderno que encarna
Hemingway descansa sobre su leyenda personal, en la que su obra y su vida se
confunden; leyenda que si bien no creó él mismo, sí alimentó sin descanso.
Hemingway nació el 21 de julio de 1899 en Oak Park, un suburbio de Chicago, en
cuyo instituto estudió. Marcado por la relación conflictiva con su padre, que
fue médico y se suicidó en 1928 debido a una enfermedad incurable, Ernest
Hemingway se aficionó desde joven al deporte y la caza.
Su padre quería que Ernest fuera médico como él y su madre, Grace Hall, que
tenía aficiones artísticas, quería hacerlo músico y lo obligaba a practicar en
el violoncelo por largas horas, durante las cuales, por el solo hecho de
"permanecer sentado pensando", se desarrolló en él su vocación de escritor.
Al acabar sus estudios medios, en 1917, renunció a entrar en la universidad y
consiguió trabajo en el rotativo Kansas City Star.
Al implicarse Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, Ernest Hemingway
quiso alistarse en el ejército, pero fue declarado inútil a causa de una antigua
herida en el ojo, por lo que hubo de conformarse con servir en la Cruz Roja. Fue
conductor de ambulancias en el frente italiano, donde resultó herido de gravedad
poco antes de cumplir diecinueve años.
De vuelta en su país (1919), Hemingway se casó con una amiga de infancia.
Después de la guerra fue corresponsal del Toronto Star hasta que se marchó a
vivir a París, donde los escritores exiliados Ezra Pound y Gertrude Stein le
animaron a escribir obras literarias. Hemingway le leía a Gertrude Stein todo
cuanto escribía. Ella fue la madrina de su primer libro y de su primer hijo,
John Hadley.
En 1927 regresó a Estados Unidos, donde se casó en segundas nupcias y en 1930
compró su casa en Cayo Hueso (Florida), que desde entonces sería su "base" y su
lugar de trabajo, pesca y descanso. También pasó temporadas en África.
Hemingway volvió a
España, durante la Guerra Civil, como corresponsal de guerra, cargo que también
desempeñó en la II Guerra Mundial. Más tarde fue reportero del primer Ejército
de Estados Unidos. Aunque no era soldado, participó en varias batallas. Después
de la guerra, Hemingway se estableció en Cuba, cerca de La Habana, y en 1958 en
Ketchum, Idaho. Hemingway utilizó sus experiencias de pescador, cazador y
aficionado a las corridas de toros en sus obras. Su vida aventurera le llevó
varias veces a las puertas de la muerte: en la Guerra Civil española cuando
estallaron bombas en la habitación de su hotel, en la II Guerra Mundial al
chocar con un taxi durante los apagones de guerra, y en 1954 cuando su avión se
estrelló en África.
Murió en Ketchum el
2 de julio de 1961, disparándose un tiro con una escopeta.
Uno de los
escritores más importantes entre las dos guerras mundiales, Hemingway describe
en sus primeros libros la vida de dos tipos de personas. Por un lado, hombres y
mujeres despojados por la II Guerra Mundial de su fe en los valores morales en
los que antes creían, y que viven despreciando todo de forma cínica excepto sus
propias necesidades afectivas. Y por otro, hombres de carácter simple y
emociones primitivas, como los boxeadores profesionales y los toreros, de los
que describe sus valientes y a menudo inútiles batallas contra las
circunstancias. Entre sus primeras obras se encuentran los libros de cuentos
Tres relatos y diez poemas (1923), su primer libro En nuestro tiempo (1924),
relatos que reflejan su juventud, Hombres sin mujeres (1927), libro que incluía
el cuento 'Los asesinos', notable por su descripción de una muerte inminente, y
El que gana no se lleva nada (1933), libro de relatos en los que describe las
desgracias de los europeos.
Portada de la revista Life de septiembre de 1952. La revista publicó
El viejo y el mar en primicia.
La novela que le dio
la fama, Fiesta (1926), narra la historia de un grupo de estadounidenses y
británicos que vagan sin rumbo fijo por Francia y España, miembros de la llamada
generación perdida del periodo posterior a la I Guerra Mundial. En 1929 publicó
su segunda novela importante, Adiós a las armas, conmovedora historia de un amor
entre un oficial estadounidense del servicio de ambulancias y una enfermera
inglesa que se desarrolla en Italia durante la guerra, basada en sus propias
experiencias. Por su ritmo sostenido e inexorable, su preocupación por la carne,
la sangre y los nervios, más que por las divagaciones del intelecto, Adiós a las
armas es una de las más grandes novelas del siglo. Su gran significación está en
el impulso profundamente humano del héroe de abandonar el campo de batalla para
ir a reunirse con la mujer que ama. Frente a un mundo que se desmorona, los
amantes de Hemingway están siempre instintivamente juntos. Sus escenas de amor
son al parecer simples, superficiales; están hechas de lo cotidiano, de una
broma, un gesto en la noche, y de una que otra pequeña e insignificante palabra,
como "darling", que encierra, en su intrascendencia, una intraducible ternura.
Cuando la violencia hace tambalearse al mundo que no ofrece al hombre ningún
punto de apoyo, nada sólido bajo sus pies, el amor es, para los héroes de
Hemingway, el supremo refugio, la única religión posible. La novela termina con
la muerte de ella al dar a luz.
Siguieron Muerte en
la tarde (1932), verdadero tratado de tauromaquia, a la vez que un himno
apasionado en que celebra las bellezas del sangriento deporte español, artículos
sobre corridas de toros, y Las verdes colinas de Africa (1935), escritos sobre
caza mayor.
Hemingway había explorado temas como la impotencia y el fracaso, pero al final
de la década de 1930 empezó a poner de manifiesto su preocupación por los
problemas sociales. Tanto su novela Tener y no tener (1937) como su única obra
de teatro La quinta columna, publicada en La quinta columna y los primeros
cincuenta y nueve relatos (1938), condenan duramente las injusticias políticas y
económicas. Dos de sus mejores cuentos, 'La vida feliz de Francis Macomber' y
'Las nieves del Kilimanjaro', forman parte de este último libro.
Su presencia en España durante la guerra civil como corresponsal le inspiró una
de sus más relevantes novelas, Por quién doblan las campanas (1940), en la que
intenta demostrar que la pérdida de libertad en cualquier parte del mundo es
señal de que la libertad se encuentra en peligro en todas partes. Por el número
de ejemplares vendidos, esta novela fue su obra de más éxito. Durante la década
siguiente, sus únicos trabajos literarios fueron Hombres en guerra (1942), que
él editó, y la novela Al otro lado del río y entre los árboles (1950) marcó una
fase de cierto divorcio con el público, que enmendó unos años más tarde con una
novela corta, El viejo y el mar (1952), convincente y heroica sobre un viejo
pescador cubano, y que aspira a un profundo simbolismo a partir de personajes y
situaciones casi esquemáticos, y gracias a la que recuperó el favor de público y
crítica. Por esta novela ganó el Premio Pulitzer de Literatura en 1953.
Tras la Segunda
Guerra Mundial, Ernest Hemingway prosiguió sus viajes, fuente inagotable de
material literario, por sus países preferidos: España y Cuba. También frecuentó
África, donde pudo dedicarse libremente a su segunda gran pasión, la caza.
En 1954 Ernest Hemingway recibió el Premio Nobel de Literatura y, poco antes de
suicidarse de un escopetazo, redactó su testamento literario, París era una
fiesta (póstuma, 1964), que relata los recuerdos de sus primeros años en París,
en los que, según sus propias palabras, "éramos pobres y muy felices", su
encuentro con los miembros de la Generación perdida, que acabó capitaneando, y
sus primeros pasos en la literatura. Su última obra publicada en vida fue Poemas
completos (1960). Los libros que se publicaron póstumamente incluyen, además de
París era una fiesta, Enviado especial (1967), que reúne sus artículos y
reportajes periodísticos, Primeros artículos (1970), la novela del mar Islas en
el golfo (1970) y la inacabada El jardín del Edén (1986). Dejó sin publicar
3.000 páginas de manuscritos.
Recientemente ha aparecido otra novela póstuma, Al romper el alba, escrita en
1952 sobre sus experiencias en un safari en Kenia.
Si bien Ernest Hemingway debe su fama principalmente a la novela, sus primeros
escritos, que muchos críticos han coincidido en señalar como lo mejor de su
producción, son relatos breves; las narraciones de la serie dedicada a Nick
Adams constituyen un ciclo educativo único, de un volumen a otro, a pesar de su
aparente desorden. En ellos se encuentran todos los grandes temas que informan
su literatura posterior y se establecen sus rasgos más característicos: la
obsesión por la muerte, la voluntad de reconducir un mundo personal, imaginario,
consciente de sus propios límites y de su fragilidad, la evocación constante del
exilio y del viaje, y una cierta forma, precaria pero intensa, de épica moderna,
en esencia a través de la caza, el toreo y la guerra.
Hemingway constituye, junto a Faulkner, la figura más relevante de la literatura
estadounidense de la primera mitad del siglo XX y uno de los escritores
contemporáneos más influyentes e innovadores, tanto por su estilo seco y preciso
como por su capacidad para resumir en sus héroes su propia vida y las tensiones
morales de la década de 1920.
Escritor concienzudo, Hemingway siempre sostuvo que su talento fue obra de una
paciencia tenaz y de gran disciplina dentro de su innata indisciplina. Todas sus
obras fueron escritas varias veces y corregidas una y otra vez con supresión de
todo lo superfluo hasta lograr ese estilo peculiar que ha pasado a ser tan
característicamente suyo y tan profusamente imitado, un estilo obtenido a base
de una cuidadosa selección y omisión.
Ernest Miller Hemingway llegó por primera vez a La Habana en abril de 1928, a
bordo del vapor francés Orita, que lo llevó de Le Havre a Cayo Hueso en una
travesía de dos semanas. Lo acompañaba su segunda esposa, Pauline Pfeiffer, con
quien se había casado apenas diez meses antes, y ni él ni ella debían tener por
aquella ciudad del Caribe un interés mayor que el de una escala tropical de dos
días después del vasto océano y el bravo invierno de Francia. Hemingway tenía
treinta años, había sido corresponsal de prensa en Europa y chofer de
ambulancias en la primera guerra mundial, y había publicado, con un cierto
éxito, su primera novela. Pero todavía estaba lejos de ser un escritor famoso, y
seguía necesitando un oficio secundario para comer y no tenía una casa estable
en ninguna parte del mundo. Pauline, en cambio, era lo que entonces se llamaba
una mujer de sociedad. Sobrina de un magnate norteamericano de los cosméticos,
que la mimaba como a una nieta, lo tenía todo en la vida, inclusive la belleza
estelar y el humor incierto de la esposa de Francis Macomber. Pero aquél no era
su mejor abril. Estaba encinta y aburrida del mar, y el único deseo de ambos era
llegar cuanto antes a Cayo Hueso, donde iban a instalarse para que Hemingway
terminara su segunda novela: Adiós a las armas.
De esas 48 horas de Hemingway en La Habana no quedó ninguna huella en su obra.
Es verdad que en sus artículos de prensa él solía hacer revelaciones muy
inteligentes sobre los lugares que visitaba y la gente que conocía, pero
entonces se había impuesto un receso como periodista para consagrarse por
completo a escribir novelas. Sin embargo, seis años después escribió su primer
artículo de reincidente, y era sobre un tema cubano. A partir de entonces
escribió una media docena sobre su estancia en Cuba, pero en ninguno de ellos
hizo revelaciones útiles para la reconstitución de su vida privada, pues se
referían de un modo general a su pasión dominante en aquella época: la pesca
mayor. «Esta pesca», escribió en 1956, «era en otro tiempo lo que nos llevaba a
Cuba». La frase permite pensar que en el momento de escribirla, cuando ya
Hemingway llevaba veinte años viviendo en La Habana, los motivos de su
residencia eran más hondos o al menos más variados que el placer simple de
pescar.
Un busto de Hemingway en el bar
Floridita de La Habana.
Cerca del bar El Floridita está el hotel Ambos Mundos, donde Hemingway alquilaba
una habitación cada vez que se quedaba a dormir en tierra, y terminó por hacer
de ella un sitio permanente para escribir cuando regresó de la guerra civil
española. Años después, en su entrevista histórica con George Plimpton, dijo:
«El hotel Ambos Mundos era un buen sitio para escribir». Cuando uno piensa en la
meticulosidad con que Hemingway escogía los lugares para escribir, su
preferencia por aquel hotel sólo podría tener una explicación: sin proponérselo,
tal vez sin saberlo, estaba sucumbiendo a otros encantos de Cuba, distintos y
más difíciles de descifrar que los grandes peces de septiembre y más importantes
para su alma en pena que las cuatro paredes de su cuarto. Sin embargo, cualquier
mujer que debiera esperar a que él terminara su jornada de escritor para volver
a ser su esposa no podía soportar aquel cuarto sin vida. La bella Pauline
Pfeiffer lo había abandonado en sus momentos más duros. Pero Martha Gellhorn,
con quien Hemingway se casó poco después, encontró la solución inteligente, que
fue buscar una casa donde su marido pudiera escribir a gusto, y al mismo tiempo,
hacerla feliz. Fue así como encontró en los anuncios clasificados de los
periódicos el hermoso refugio campestre de Finca Vigía, a pocas leguas de La
Habana, que alquiló primero por cien dólares mensuales, y que Hemingway compró
más tarde por 18 000 al contado. A muchos escritores que tienen casas en
distintos lugares del mundo les suelen preguntar cuáles consideran como su
residencia principal, y casi todos contestan que es aquella donde tienen sus
libros. En Finca Vigía, Hemingway tenía 9000 y, además, cuatro perros y 34
gatos.
Vivió en La Habana veintidós años en total. Allí pasó casi la mitad de su vida
útil de escritor, y escribió sus obras mayores: parte de Tener o no tener, Por
quién doblan las campanas, Al otro lado del río y entre los árboles, París era
una fiesta e Islas en el golfo y, además, hizo incontables tentativas de la rara
novela proustiana sobre el aire, la tierra y el agua, que siempre quiso
escribir. Sin embargo, son esos los años menos conocidos de su vida, no sólo
porque fueron los más íntimos, sino porque sus biógrafos han coincidido en pasar
sobre ellos con una fugacidad sospechosa.
Cómo era ese Hemingway secreto fue la pregunta que se hizo el joven periodista
cubano Norberto Fuentes, en junio de 1961, cuando su jefe de redacción lo mandó
a Finca Vigía para que escribiera un artículo sobre el hombre que la semana
anterior se había volado la cabeza con un tiro de rifle en el paladar. Lo único
que Norberto Fuentes sabía de Hemingway en aquel momento era lo poco que su
padre le había contado una tarde en que lo encontraron por casualidad en el
ascensor de un hotel. En alguna ocasión —cuando no tenía más de diez años— lo
vio pasar en el asiento posterior de un largo Plymouth negro, y tuvo la
impresión fantástica de que lo llevaban a enterrar sentado en la carroza fúnebre
más conocida en las cantinas de la ciudad. A partir de aquellas vivencias
fugaces, Norberto Fuentes se empeñó en la tarea colosal de averiguar cómo era el
Hemingway de Cuba, que algunos de sus biógrafos póstumos parecían interesados no
sólo en ocultar, sino también en tergiversar. Necesitó veinte años de pesquisas
meticulosas, de entrevistas arduas, de reconstituciones que parecían imposibles,
hasta rescatarlo de la memoria de los cubanos sin nombre que de veras
compartieron su ansiedad cotidiana: su médico personal, los tripulantes de sus
botes de pesca, sus compinches de las peleas de gallos, los cocineros y
sirvientes de cantinas, los bebedores de ron en las noches de parranda de San
Francisco de Paula. Permaneció meses enteros escudriñando los rescoldos de su
vida en Finca Vigía, y logró descubrir los rastros de su corazón en las cartas
que nunca puso en el correo, en los borradores arrepentidos, en las notas a
medio escribir, en su magnífico diario de navegación, donde resplandece toda la
luz de su estilo. Estableció por percepción propia que Hemingway había estado
dentro del alma de Cuba mucho más de lo que suponían los cubanos de su tiempo, y
que muy pocos escritores han dejado tantas huellas digitales que delaten su paso
por los sitios menos pensados de la isla. El resultado final es este reportaje
encarnizado y clarificador de casi setecientas páginas que acabo de leer en sus
originales, y que nos devuelve al Hemingway vivo y un poco pueril que muchos
creíamos vislumbrar apenas entre las líneas de sus cuentos magistrales. El
Hemingway nuestro: un hombre azorado por la incertidumbre y la brevedad de la
vida, que nunca tuvo más de un invitado en su mesa y que logró descifrar como
pocos en la historia humana los misterios prácticos del oficio más solitario del
mundo.
Ernest Hemingway: La gran leyenda de la literatura del siglo XX se mató hace 50
años en su casa de Idaho. Antes de esa decisión, lo había hecho todo: reinventó
la narrativa, desafió los cánones y, fundamentalmente, fue fiel a su consigna:
“Para escribir sobre la vida, ¡primero hay que vivirla!”.
Por Silvina Friera
El autor de El viejo y el mar y ¿Por quién doblan las campanas? se pegó un tiro
después de una vida marcada por un nomadismo frenético. La guerra, los toros, la
pesca, los amores y el alcohol nutrieron una escritura que se hizo inmortal
exaltando el instante.
Ultimo round de una leyenda: escribir también es callarse, aullar sin ruido. El
era el macho que se había creado a sí mismo cazando, pescando, boxeando,
toreando y combatiendo. Esa estampa virilizada no podía ser contaminada por el
soplo crepuscular de la degradación física y mental, tanto más radical cuanto
menos advertida. “El hombre puede ser destruido, pero jamás derrotado.” Esta
frase de uno de sus personajes más paradigmáticos, Santiago de El viejo y el
mar, podría ser su divisa antropológica. Como los héroes de sus ficciones
–guerreros, cazadores, toreros, contrabandistas, aventureros de toda suerte y
clase social– no claudicaría. Ya lo había intentado en otras ocasiones, como si
hubiera pretendido encarnar lo escrito en uno de sus cuentos, “Un lugar limpio y
bien iluminado”. Esta vez no admitiría otra prórroga al knock out que deseaba.
Pero el silencio hace ruido. Siempre. Como un cajón cerrándose de golpe. Eso
creyó escuchar su mujer, entre sueños, la madrugada del 2 de julio de 1961. Uno
de los escritores norteamericanos más importantes del siglo XX, curtido en el
fino arte de la necrológica antes de tiempo, esta vez lo hizo. Tal vez su cara
era como una fiesta de la cual ya se habían ido todos. Ernest Hemingway, el
autor de Adiós a las armas, decidió volarse la cabeza de un certero escopetazo,
en su casa de Ketchum (Idaho), hace 50 años.
¿Cuántas veces estuvo en el umbral del knock out este nómada indómito con ganas
de comerse el mundo, que había nacido en Oak Park, un suburbio de Chicago, en
1899? Pudo sortear casi todos los golpes fuertes, pudo esquivar a los heraldos
negros que le mandó la Muerte, parafraseando al poeta César Vallejo. Hacia el
final de la Primera Guerra Mundial, Hemingway se enroló como chofer de
ambulancias en el frente de Italia. Una granada de mortero lo hirió de gravedad.
El gran desafío de la escritura, postularía en un futuro lejano, sería “la lucha
entre la cosa viva que es la experiencia y la mano muerta del embalsamador”. El
jovencito impetuoso, convaleciente en el hospital de Milán, se enamoró de la
enfermera Agnes H. von Kurowski, que le serviría luego de modelo para la
protagonista de Adiós a las armas. Su pasión etílica le propinó otro porrazo.
Hacia 1928 sufrió un accidente cuando se asomó al tragaluz del baño. Ezra Pound,
medio en broma, medio en serio, comentaba que “debía estar muy borracho para
caer hacia arriba”. Al anecdotario de tropezones habría que agregar el impacto
que le provocó el suicidio de su padre y el palo que se pegó cuando chocó con su
auto, acompañado por John Dos Passos. Pero la mejor –sin dudas– es que el propio
escritor, antes de obtener el Premio Nobel de Literatura (1954), leyó las
perentorias necrológicas que se redactaron, después de dos accidentes de avión
consecutivos que sufrió mientras participaba en un safari africano.
Conviene eclipsar a esos tentadores heraldos de Hemingway para zambullirse en su
formación y en sus obras. A los 18 años, entró a trabajar en el Kansas City, uno
de los grandes diarios norteamericanos de posguerra. En las mesas de redacción
aprendió a escribir frases breves que capturaron de inmediato la atención de los
lectores, desechó el barroquismo retórico y desterró esos adjetivos inútiles que
cuando no dan vida matan; recursos que pronto se erigirían en la columna
vertebral de su poética. Siempre quiso ser escritor; el periodismo sería un
ámbito de fogueo. La afectación lo irritaba. Prefería construir las frases como
un cristal que logra provocar la emoción, pero sin anunciarla, relatando de
manera precisa la experiencia capaz de causarla. “Si de algo sirve saberlo,
siempre trato de escribir con el principio del iceberg –confesaba el escritor a
la revista Paris Review, en 1958–. Hay nueve décimos bajo el agua por cada parte
que se ve de él. Uno puede eliminar cualquier cosa que sepa, y eso sólo
fortalecerá el iceberg. Si un escritor omite algo porque no lo sabe, habrá un
agujero en su relato.” En el cuento, precisamente, aplicará esta técnica nueva:
mostrar sólo una mínima parte de la historia y hacerla depender de una sólida
realidad oculta bajo la diáfana superficie. Hemingway forjó una sólida escuela
en la narrativa norteamericana que se prolongaría en autores como Raymond Carver
o Richard Ford, herederos legítimos de la teoría del iceberg.
La casa-museo de
Hemingway en Key West (Florida, EE UU)
Tras pasar los primeros dos años en residencias temporales,
Hemingway y su mujer Pauline decidieron buscar una casa permanente y
nuevamente el tío rico de Pauline entró en escena: compró esta casa
para la pareja en el año 1931. Actualmente declarada monumento
nacional, la casa está abierta al público como un museo en honor al
escritor más famoso del pueblo y cada año es visitada por miles de
turistas.
Fue en un estudio adyacente a la casa que Hemingway escribió algunos
de sus trabajos más conocidos, como “Por quién doblan las campanas“
o “Las nieves del Kilimanjaro“.
Un párrafo aparte merece la presencia actual de entre 40 y 50
gatos con seis dedos, descendientes de un
curioso gato de seis dedos que un capitán de marina regaló a
Hemingway. El escritor acostumbraba a llamar a sus gatos con nombres
de personas famosas, tradición que los actuales administradores de
la casa han decidido seguir.
(Fotos: Florida Keys News Bureau)
Mucho antes de
transformarse en uno de los maestros del cuento, frecuentó la París de los años
’20. Desembarcó en esa ciudad gracias a las cartas de recomendación que Sherwood
Anderson le había escrito para Gertrude Stein, Ezra Pound y Sylvia Beach. Una
vez más estaba en el lugar indicado, donde se escribía la historia. Hemingway
acudía, puntual, a la cita con la bohemia. Por los cafés de Montparnasse y las
buhardillas a la orilla del Sena, circulaban también James Joyce, Henry Miller,
John Steinbeck, Scott Fitzgerald. París era la meca para los norteamericanos de
entreguerras que anhelaban escribir o simplemente beber y realizar un ajuste de
cuentas con la vida. Ya era un “piel roja”, el gran macho de la tribu de
escritores. En esa época, una de las más prolíficas, publicó dos de sus novelas,
Fiesta (1926) y Adiós a las armas (1929), donde consiguió, gracias a la
distancia que tanto ponderaba, plasmar sus experiencias en el frente de batalla.
En una de sus más célebres recomendaciones sugería: “Nunca escribas sobre un
lugar hasta que no estés lejos de él porque ese alejamiento te da mayor
perspectiva”.
“Para escribir sobre la vida, ¡primero hay que vivirla!”, es una frase ciento
por ciento de Hemingway. A contrapelo del emblema instaurado por Flaubert –quien
advertía que para poder crear una obra un escritor necesitaba establecerse en un
lugar tranquilo–, “el más borracho del mundo” viviría en una especie de
nomadismo frenético. Si la guerra fue uno de los principales tópicos literarios
de Hemingway, una década después tropezaría otra vez con una confrontación
bélica mayúscula –quién dijo que no se vuelve a tropezar dos veces con la misma
piedra– cuando asistió al estallido de la Guerra Civil Española (1936-1939),
donde se comprometió con los republicanos españoles. No era un novato extraviado
en un territorio desconocido. España fue un cimbronazo existencial mucho antes
de esa contienda y de la publicación de ¿Por quién doblan las campanas? (1940),
considerada una obra maestra de la literatura universal. Robert Jordan, el
protagonista, es un dinamitero de las Brigadas Internacionales que comprenderá
tempranamente que su intervención será inútil porque la guerra como tragedia
colectiva seguirá su curso inexorable. “La guerra es el mejor tema: ofrece el
máximo de material en combinación con el máximo de acción. Todo se acelera allí
y el escritor que ha participado unos días en combate obtiene una masa de
experiencia que no conseguirá en toda una vida”, escribió Hemingway en una carta
dirigida a su máximo contrincante literario, Fitzgerald.
El mundo de los toros lo subyugó en el preciso momento en que lo descubrió, en
los sanfermines de 1923. Hasta los años ’50, era común y corriente ver al
escritor norteamericano asistir a las corridas de toros, a veces del brazo de
otros mitos vivientes como Ava Gardner o Lauren Bacall. La prosa de Hemingway
devino, si se permite la metáfora, en un toro de cuernos afiladísimos. Su
cornada magistral –quien no ha sentido, al leerlo, que las letras bailan y arden
delante de sus ojos– exalta el instante, a través de la repetición de palabras y
frases, con una cadencia rítmica tan imitada como bastardeada. Pudo haber
emulado, durante buena parte de la década del ’40, a los bartlebys que ha
rastreado Enrique-Vila Matas, esos escritores cuya gloria o mérito consiste en
no escribir más. Diez años estuvo sin publicar; recién en 1950 llegaría Al otro
lado del río y entre los árboles –autoparódica narración de amor otoñal
despreciada por la crítica de entonces– y dos años después el clásico El viejo y
el mar, novelas escritas en Finca Vigía, la casa en La Habana (Cuba) donde vivió
21 años, entre 1939 y 1960.
“Su vida estuvo determinada por un sentido, a veces épico, a veces infantil, de
la contienda”, afirma Juan Villoro en el prólogo a la reedición de El viejo y el
mar, novela con la que obtuvo el Premio Pulitzer en 1953. El protagonista es un
viejo pescador, Santiago, que lleva casi tres meses sin pescar; hasta que
captura, luego de una titánica lucha de dos días y medio, un gigantesco pez al
que ata a su pequeño bote. El anciano perderá ese botín al día siguiente, en
otro combate no menos heroico, en las mandíbulas de los voraces tiburones del
mar Caribe. En las ficciones de Hemingway cabalga una constante: hombres que se
enfrentan, en una pulseada sin cuartel, a un adversario brutal. Más allá del
resultado, el triunfo o la derrota, esas criaturas acceden a otra instancia
gobernada por el orgullo y la dignidad. Aun en las peores tribulaciones y
reveses, la conducta de un hombre puede mudar la derrota en victoria. Los
imperativos categóricos de la ficción pronto perforarían los límites de las
páginas. Aunque antes del fin, hubo un atajo inesperado.
En el sótano del Hotel Ritz de París aparecieron unos baúles viejos con
manuscritos mohosos: los cuadernos de notas que Stein aconsejaba llevar consigo
a Hemingway. El hallazgo lo animó a pasar en limpio lo que sería París era una
fiesta, publicado póstumamente en 1964, texto en el que evocó sus inicios
literarios en los cafés del Barrio Latino y sus contactos con los miembros de la
Lost Generation. Las enfermedades minaban el cuerpo del escritor: ligera
diabetes, hipertrofia del hígado, un curioso mal conocido como hemocromatosis,
hipertensión, problemas serios en la vista. En 1960 se fotografió con el joven
Fidel Castro para colocarse del lado bueno de la historia, donde no podía ni
debía faltar. Pero se avecinaba una larga despedida. Partía de Cuba y regresaba
al país donde había nacido para sumergirse en la ruta de la muerte: pérdida de
la memoria, entradas y salidas de hospitales y una seguidilla de intentos de
suicidios abortados. “Le demostraré lo que puede hacer un hombre y lo que es
capaz de aguantar”, decía Santiago. Tal vez con la última chispa de conciencia
de la dimensión ética y metafísica de ese combate, la sombra de Hemingway
conquistó la inmortalidad de un tiro.
Un joven sensible
El epistolario de juventud de Ernest Hemingway revelará a “un hombre sensible”,
un rasgo que muchas personas olvidan, dijo la investigadora Sandra Spanier, al
anunciar en La Habana que el primer tomo de las inéditas misivas será publicado
en octubre próximo por el sello Cambridge University Press, de Pensilvania.
Spanier hizo el anuncio durante el XIII Coloquio Internacional sobre Hemingway,
en el que participó junto a un grupo de estudiosos de Estados Unidos, Brasil,
Japón, Italia y Cuba. Unas seis mil cartas redactadas por Hemingway que se
encontraban dispersas por el mundo han sido recopiladas en 18 volúmenes por un
equipo de especialistas tras una larga búsqueda que empezó en 2002.
“Encontrarlas fue un proceso complejo, hubo que precisar detalles y ubicarlas
una por una. Cada día fue una aventura”, señaló Spanier. El primer tomo del
epistolario juvenil de Hemingway reúne las cartas escritas entre 1907 y 1922, en
las que el escritor estadounidense relató sus experiencias en la Primera Guerra
Mundial (1914-1918), cuando resultó herido y hospitalizado en Milán, Italia.
También compendia aquellas misivas en las que habla del matrimonio con su
primera esposa, Elizabeth Hadley Richardson, en septiembre de 1920, hasta su
traslado a París, donde conoció a Ezra Pound y Francis Scott Key Fitzgerald.
El legendario escritor y Premio Nobel de Literatura actuó como un disparatado
doble agente para las agencias de inteligencia de EE.UU. y la URSS, antecesoras
de la CIA y la KGB.
La CIA iluminó las sombras en la vida del autor de Adiós a las armas, a través
del trabajo de un historiador orgánico de la agencia. Nicholas Reynolds publicó
Ernest Hemingway, espía en tiempos de guerra, basado en documentos
desclasificados por Langley, donde el barbado escritor queda expuesto como doble
agente durante los albores de la Guerra Fría.
Esta revelación extrañamente no tuvo la repercusión esperada, aun cuando vio la
luz en vísperas de cumplirse 60 años del clásico El viejo y el mar (publicada en
la revista estadounidense Life el 1° de septiembre de 1952) y sólo mereció un
excelente artículo del periodista chileno Carlos Basso en el sitio Diario W5 de
Chile. Sin embargo, el vínculo de Hemingway con el mayor servicio de espionaje
occidental ya había sido sugerido por la investigadora británica Frances Stonor
Saunder, quien publicó en 1999 su libro Who paid the piper? The CIA and the
cultural cold war (¿Quién pagó la música? La CIA y la guerra fría cultural). En
él desarrolló los lazos de la inteligencia de Estados Unidos con un
impresionante número de artistas, músicos e intelectuales de todo el mundo, en
pos de anular la influencia y avance nazi, primero, y soviético después. Pero la
novedad de lo que salió a la superficie sobre el pasado de Papa Hemingway fue su
binaria lealtad al Kremlin y la Casa Blanca.
¿Por quién doblaban las campanas?. Si bien los primeros capítulos de la novela
ambientada en la Guerra Civil Española fueron escritos en la habitación 511 del
hotel Ambos Mundos de La Habana, la conflagración en la que Ernest Hemingway
tomó partido a favor del bando republicano fue el escenario para su contacto con
los rusos. Antes aún, en Nueva York, fue reclutado por el enviado de Stalin
Jacob Golos. Según los archivos de la KGB, Golos fue el enlace con el jefe de la
NKVD (antecesor de la temible policía secreta de la Urss) en España, Alexander
Mijailovich Orlov. Allí, bajo el nombre clave de Argo, Hemingway comenzó a
colaborar con los comunistas y Orlov a llenarlo de favores más propios de un
burgués vividor que de un combatiente libertario. De ese modo, el norteamericano
no se privó de degustar lo mejor del caviar y el vodka rusos en medio del fragor
de la lucha antifascista.
Aunque el documento de la CIA asegura que “él (Hemingway) admiraba a varios
comunistas y la forma en que pelearon por sus ideas, pero no suscribía a su
ideología”, los expedientes soviéticos confían que militó para ellos hasta 1945
y confían la posesión de testimonios que corroboran la existencia de reuniones
del novelista con agentes del NKVD en Cuba y Londres.
Nuestro hombre en La Habana. Ernest Hemingway llega a la capital cubana
procedente de China y acompañado por su tercera esposa, la periodista Martha
Gellhorn. En Cuba encuentra a un gran amigo suyo con quien mantendrá algo más
que tertulias e intercambios de tragos en las barras de El Floridita: Spruille
Braden, a la sazón embajador de EE. UU en la isla.
Braden le presenta a Robert Joyce, su segundo en la sede diplomática, y le
proponen la creación de un servicio de inteligencia que se dedicara a detectar a
los espías de Hitler que por entonces pululaban por la mayor de las Antillas y
varios países de Latinoamérica. Para entonces, el Buró Federal de Investigación
(FBI, por sus siglas en inglés) ya había compilado un profuso archivo relativo
el escritor y sus andanzas aun cuando no podía probar que éste colaborara con
“los rojos”. De todos modos, un sabueso como J. Edgar Hoover no estaba dispuesto
a que se le escurriera una presa como esta y ordenó a sus agentes del SIS (el
brazo especial del FBI creado para combatir al nazismo) en Cuba que no le
perdieran pisada. Hemingway era consciente de la estricta vigilancia a que era
sometido por Hoover y se los hizo saber a Braden y Joyce, para quien reportaría
en su actividad como espía. Sobre ese encono hacia el FBI, el informe publicado
en junio pasado por la CIA señala que el Premio Nobel de Literatura 1953 se
refería a la principal rama de investigación del Departamento de Justicia de
EE.UU como “el hijo irlandés bastardo de Franco”, por la coincidencia en el
origen católico de muchos de sus miembros y del dictador español.
Las actividades de espionaje habanero de Hemingway estuvieron más emparentadas
con la ficción literaria que con la realidad. Incluso su colega inglés Graham
Greene, quien también espiaba para el Reino Unido, parece retratar al
estadounidense en la piel de Jim Wormwold, el protagonista de Nuestro hombre en
La Habana (1958), donde narra la trama de engaño que logra construir un simple
comerciante de aspiradoras londinense en la nación caribeña, hasta llegar a
convencer a sus jefes del anglosajón MI6 de disparatados planes revolucionarios
descubiertos por una inexistente red de agentes por él montada. De igual forma,
Ernest Hemingway creó un grupo de informantes que denominó la fábrica de
ladrones, con el que infiltraría a los simpatizantes y enviados del Eje alemán
en Cuba. El paper de la CIA revelado ahora expone al ridículo esta actividad
extra del amante de las corridas de toros y la pesca en alta mar, al comprobar
que en los pocos meses en que funcionó este grupo de soplones pagos no pudo
detectar a uno solo de los emisarios del Führer. Ni siquiera al más connotado
espía nazi, Heinz Lunning, habitué, mujeriego y gran bebedor en los mismos
salones que los colaboradores de Hemingway y él mismo solían frecuentar.
Antes de desmantelar la sección de “observación” de la embajada norteamericana
(quizá no tanto por la falta de resultados sino más relacionado con los
cablegramas que el director del FBI recibía de sus muchachos en los que
alertaban de la intención de Hemingway de escribir un libro con sus experiencias
y contactos) Joyce le encargó un último trabajo y tal vez el más descabellado:
que espiara a los comunistas. Por tal motivo viajó a México y se alojó en el DF
con una identidad falsa, a pesar de que sus características físicas hacían casi
vano ese intento. En la capital azteca fue detectado por el FBI cuando mantenía
encuentros “secretos” con un comunista disidente que había conocido en España.
A su regreso, con la fábrica de ladrones cerrada, se presentó ante la ONI
(Oficina de Inteligencia Naval de EE.UU.) y le propuso a su responsable, John
Thomason, un plan para hundir submarinos alemanes que navegaran por aguas
cubanas. Para ello utilizaría su pequeño yate El Pilar, de 11,86 metros de
eslora y 3,65 m de manga empujado por un motor Chrysler de 110 HP, acompañado
por el cubano Gregorio Fuentes, simularía pescar marlines como el viejo
Santiago, el protagonista de su pieza literaria, y cuando emergiera algún U-Boat
él les ofrecería agua o pescado para luego “atacarlos con bazukas,
ametralladoras y granadas de mano. Hemingway usaría cestas de pelota vasca para
lanzar las granadas a las escotillas abiertas”, relatan los papeles de la CIA.
Si bien luce como una idea irracional, la marina estadounidense proveyó de más
de un centener de galones de combustibles para su barco, junto a numerosas armas
y explosivos. De ese acopio provendría la subametralladora Thompson .45 ACP con
la que ahuyentaba a los tiburones y evitaba así que le despedazaran sus trofeos
de pesca en los Cayos de Camagüey.
París bien vale una fiesta. Luego de pasarse todo el año 1943 a la pesca
infructuosa de submarinos nazis (sólo logró avistar uno pero al acercársele
volvió a sumergirse), su esposa es destinada a Europa como corresponsal de
guerra. Gellhorn no logra apagar su soledad en Francia y decide recurrir a la
Oficina de Servicios Estratégicos (OSS, precursora de la CIA) donde descubrió
que el mismo Joyce de La Habana se había unido a la agencia con destino en
Italia, luego de que Braden fuera destinado a Buenos Aires. La mujer lo
convenció de ayudarla para sacar a su marido de Cuba y el director del OSS,
William Wild Donovan, recibió el pedido de reclutamiento, que luego de un
minucioso análisis arrojó la conclusión de que “había problemas con el
temperamento del autor y con sus ideas de extrema izquierda”. Al fin, Hemingway
decide viajar a Francia por su cuenta y traba contacto con el jefe de la OSS en
suelo galo ante quien se presenta acompañado de un grupo de partisanos
franceses, con los que había trabado amistad en un pequeño pueblo llamado
Rambouillet. Logra convencer a Bruce de organizar una fuerza paramilitar con los
guerrilleros y durante unos días, desde esa comuna de la Región de Isla de
Francia, desarrollan acciones de inteligencia, vigilancia, captura e
interrogatorios de algunos nazis. Años después, en una carta a Arthur Mizener,
profesor de Literatura de la Universidad de Cornell, realiza un balance macabro
de esas operaciones bélicas con prisioneros de guerra desarmados. “He hecho el
cálculo con mucho cuidado y puedo decir con precisión que he matado a 122”, se
jacta sin que se haya podido comprobar si su testimonio es verídico o fruto de
un arranque de fanfarronería, como cuando se dedicaba a la caza mayor en África.
Algo sí es comprobable, al menos en el legajo que develó la CIA, y que lo pinta
más como un intelectual aburguesado y oportunista: Hemingway y Bruce
participaron de la liberación de Paris, el 19 de agosto de 1944, y estuvieron
especialmente preocupados en “liberar” el hotel Ritz, para celebrar la victoria
de los aliados.
“No quiero que me consideren un yanqui.” De nuevo en Cuba, se dedica a descansar
y escribir en su casa en la Finca Vigía de San Francisco de Paula, en las
afueras de La Habana. Volvió a salir de pesca desde las costas del barrio
Cojímar, al este de la ciudad, donde años más tarde Fidel Castro tendría su
primera residencia oficial tras el triunfo de la revolución.
Al retornar de uno de sus últimos viajes a Nueva York, antes de abandonar Cuba
definitivamente, Hemingway le declaró al periodista argentino Rodolfo Walsh,
quien lo entrevistó en el aeropuerto: “Simpatizo con el gobierno cubano y con
todas nuestras dificultades”, con énfasis en “nuestras” y resalta que ya no
quiere ser visto como un “yanqui” más.
Las aventuras del espionaje, la vida disipada y el acecho que durante 25 años
realizó Hoover sobre él, parecieron mellarle la salud. Dejó La Habana en 1960
con una elevadísima tensión arterial, diabetes mellitus, pérdida de memoria y
una extraña dolencia que le provocaba la degeneración de todos los órganos. En
su país se internó en una clínica de Minnesota con otra identidad, pero uno de
los psiquiatras alertó al FBI. En enero de 1961 asiste a la asunción de John F.
Kennedy como presidente. El 2 de julio de ese mismo año se coloca el caño de una
escopeta en la boca. La violación de su intimidad y correspondencia, las
persecuciones y seguimientos, más el peso de las contradicciones del pasado que
lo deprimen, aprietan el gatillo.
Hace pocos meses (noviembre de 2006) la revista Wired convocó a una treintena de
escritores norteamericanos, en su mayoría de ciencia-ficción, y les pidió que
escribiesen un cuento de apenas seis palabras, tomando como ejemplo un
micro-relato de Ernest Hemingway cuyo texto completo dice en inglés: “For sale:
baby shoes, never worn” y que, según parece, el autor de “Los asesinos” tenía
por una de sus obras maestras.
La respuesta fue entusiasta y todos cumplieron la premisa, salvo el desobediente
Arthur C. Clarke que escribió un larguísimo cuento de diez palabras. Algunos
entregaron más de un texto, como Margaret Atwood. Abundaron los cuentos de tinte
político (alusiones directas a Bush y a Irak), y hasta hubo perlas: Steven
Meretzky propuso “Muy confundido, leyó su propio obituario” (He read his
obituary with confusion); Bruce Sterling escribió “Era muy caro seguir siendo
humano” (It cost too much staying human) y Ben Bova puso “Salvó al mundo
volviendo a morir” (To save humankind he died again), los que podrían ser,
además, brillantes inicios de novela. En cuanto a Atwood, empleando una audaz
elipsis jugó con la lógica secreta que vincula dos hechos o noticias: “Hallan
cadáver incompleto. Médico compra yate” (Corpse parts missing. Doctor buys
yatch). Traducida al castellano, la miniatura de Hemingway podría quedar
–propongo– como “Vendo zapatos de bebé, sin usar”. De esta forma se mantienen
las seis palabras del original: se gana una al resumir “for sale” con “vendo”;
se suma una palabra a causa de la preposición “de”, obligatoria en castellano:
“baby’s shoes” / “zapatos de bebé”.
Ni la revista Wired ni los especialistas en la obra de Hemingway se ponen muy de
acuerdo sobre cuándo y dónde fue publicado este cuento mínimo, precursor de lo
que los norteamericanos apodan “super-short stories” o “microfiction”. Algunos
sugieren que todo no pasó de un texto “escrito en voz alta” por Hemingway en
medio de una entrevista. Otros apuntan a alguna carta o algún cuaderno de
trabajo.
En sus cuentos más ortodoxos, Hemingway ya había dado muestra de su capacidad
sintética y de su economía expresiva. Su “A Very Short Story”, para muchos una
versión reducida y avant la lettre de Adiós a las armas, tiene tan sólo 767
palabras en inglés pero, pese al título, no es su relato más corto: “A Banal
Story” tiene 634, y el más breve de sus cuentos, exceptuando los intertextos de
In Our Time (1925), acaso sea “The Revolutionist”, que no llega a las 500
palabras.
A decir verdad, tanto “A Very Short Story” como “The Revolutionist” fueron
publicados como “viñetas” en la primera edición de In Our Time y luego
convertidos en cuentos. El armado de este libro fue bastante inusual, ya que
entre los cuentos Hemingway intercaló unos textos muy escuetos, de unas 100
palabras. En su ensayo consagrado a In Our Time, Jim Barloon afirma que mediante
esta alternancia de cuentos y viñetas Hemingway consiguió reflejar el horror
absurdo de la guerra y el desorden del mundo en los albores del siglo XX.
Hemingway, se sabe, definió su estilo con la teoría del iceberg, tal como la
expresó en una entrevista con George Plimpton: “Hay nueve décimos del témpano
bajo el agua por cada parte que se ve de él. Uno puede eliminar cualquier cosa
que sepa y eso sólo fortalecerá el iceberg”. Dicho de otra manera, se trata de
elegir lo imprescindible para mostrarlo de forma sintética, aludiendo a algo
escondido y, por lo común, de más peso.
Un buen ejemplo de cómo trabaja Hemingway es “Hills Like White Elephants”
(“Colinas como elefantes blancos”), cuya intriga se resume a un diálogo entre
dos personajes acerca de una operación médica, nunca explicitada. El lector
deduce, o no, que la chica está embarazada y que el hombre la presiona para que
el bebé no nazca. La palabra clave (aborto) jamás es puesta en boca de los
personajes ni tampoco mencionada por el narrador.
Mario Vargas Llosa se refirió detenidamente a las omisiones de Hemingway en un
ensayo titulado El dato escondido: “No sería exagerado decir que las mejores
historias de Hemingway están llenas de silencios significativos, datos
escamoteados por un astuto narrador que se las arregla para que las
informaciones que calla sean sin embargo locuaces y azucen la imaginación del
lector, de modo que éste tenga que llenar aquellos blancos de la historia con
hipótesis y conjeturas de su propia cosecha”.
“Vendo zapatos de bebé, sin usar” es, en este sentido, digno de Hemingway. Lo
omitido (¿otro aborto?) queda resonando en la mente del lector. No estamos ante
una novela, o ante un cuento tradicional, donde una lectura gradual nos irá
respondiendo los interrogantes: ¿Quién vende los zapatos? ¿Por qué los vende?
¿Por qué están sin uso? ¿Ha ocurrido algo con el bebé? ¿Qué ha ocurrido?
Por lo común una trama bien construida (una trama “lógica”) obedece a una serie
de preguntas que se interconectan de modo eficaz. En muchas de estas tramas, el
autor esclarece primero el “qué” y el “por qué”, y deja el “quién” para el
final; entonces podríamos decir que estamos en el terreno del “enigma” o de lo
que los ingleses llaman el “whodunit” (quién lo hizo). Otras tramas esclarecen
primero el “quién” y el “por qué”, dejando para el final el “qué”. Es la
conexión entre las preguntas lo que constituye, justamente, la trama: quien
vende los zapatos, los vende porque están sin usar. Si están sin usar, con
certeza esto implica algo acerca del bebé. Y así sucesivamente.
En el minicuento de seis palabras adjudicado a Hemingway nos hallamos ante un
hecho presente (el aviso que “ocupa” todo el relato) pero asimismo ante un hecho
pasado que obra de dato escondido. Estamos a un paso de la tan citada “Tesis del
cuento” de Ricardo Piglia. “Un cuento siempre cuenta dos historias”, concluye
Piglia, para quien todo cuento es un relato que encierra un relato secreto.
En esencia, lo que hace el minicuento de seis palabras que, erróneamente o no,
se adjudica a Hemingway no es tan distinto de lo que Piglia observa en “El gran
río de los dos corazones”, otro de los relatos fundamentales de Hemingway. En su
superficie, el texto parece la descripción trivial de una excursión de pesca,
pero detrás está la segunda historia: los efectos de la guerra en Nick Adams.
En “Vendo zapatos de bebé, sin usar”, lo mismo que en buena parte de la llamada
microficción, los procedimientos que hemos mencionado (la omisión deliberada, la
teoría del iceberg, la tesis de los dos relatos simultáneos) son llevados a un
extremo. Todo está, en este caso, “fuera” del texto. O “fuera de campo”, como
dicen los directores de cine cuando la acción no es registrada por la cámara.
El de Hemingway, como la mayoría de los microrrelatos, obliga a que el lector
abandone cualquier postura pasiva. Lo pone a trabajar o, al menos, lo invita a
hacerlo. Si el espacio para las respuestas no está en el cuento, sólo puede
estar en otro lugar: en la cabeza de un lector “activo”.
Esto nos lleva a una de las paradojas más interesantes del microcuento: se
presenta a menudo como de “fácil” lectura, por su extensión, por su a menudo
engañosa claridad o concisión; pero exige mucho más de lo que deja entrever a
primera vista, sobre todo en el caso de los buenos microcuentos que exceden la
mera anécdota y dicen más, o mucho más, de lo que insinúan en una primera
aproximación.
Hasta la canonización o (siendo menos tajantes) la popularización del cuento
adjudicado a Hemingway, dos textos se repartían el privilegio de ser
considerados como “el cuento más breve del mundo”. Uno tiene 7 palabras, el otro
16. Es decir que Hemingway les ganó a ambos en brevedad.
Aunque parezca imposible, circulan en libros y en antologías cuentos todavía más
breves. Luisa Valenzuela escribió uno de apenas dos palabras (“Que bueno”, así,
sin acentos ni signos de exclamación) aunque se apoyó en un título
provocadoramente extenso (“El sabor de una medialuna a las nueve de la mañana en
un viejo café de barrio donde a los 97 años Rodolfo Mondolfo todavía se reúne
con sus amigos los miércoles por la tarde”); Aloé Azid ha postulado un cuento de
una sola palabra (“Yo”) y cuyo título es Autobiografía, pero la cosa no excede
de una broma muy ingeniosa, ya que en su caso no se puede hablar de “acción” ni
de relato.
Cierto consenso ha establecido que entre nosotros, lectores de lengua española
(e incluso entre el lectorado europeo, un poco a la sombra de Italo Calvino), el
cetro de “cuento más breve” recayese en “El dinosaurio” del guatemalteco Augusto
Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía seguía allí”.
En la tradición de la “microfiction” norteamericana, por su parte, por años se
ha estimado que “el cuento más breve del mundo” era un celebrado texto de
Fredric Brown: “The last man on Earth sat in a room. There was a knock on the
door”. (El último hombre sobre la Tierra está sentado a solas en una habitación.
Llaman a la puerta.), en verdad una reescritura de “Mensaje” de Thomas Bailey
Aldrich (“Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en
el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta”), incluido en
la famosa Antología de la Literatura Fantástica, de Borges, Bioy Casares y
Silvina Ocampo, y adjudicado a Borges por algunos estudiosos de la obra de
Bailey Aldrich.
Durante décadas se ha afirmado que la microficción en castellano (Arreola,
Denevi, Piñera, Valadés, etc.) lograba textos más breves que la llamada “sudden
fiction” o “flash fiction” norteamericana. Aunque esto ha dejado de ser tan así
en los últimos tiempos, es cierto que las antologías norteamericanas consagradas
al “cuento hiperbeve” incluyen textos de hasta 750 palabras, cuando en
castellano el límite suele rondar las 300 o, como máximo, 500 palabras.
Lo peculiar del minicuento adjudicado a Hemingway no es tanto que haya desafiado
esta idea establecida (y que el “cuento más breve del mundo” sea ahora
norteamericano, ya no latinoamericano), como que, a diferencia del de Monterroso
y el de Fredric Brown, estemos en presencia de un texto no fantástico, sino más
bien realista. El dato no es menor porque, usualmente, suele repetirse que el
formato hiperbreve les sienta mejor a los textos fantásticos o, al menos, de
índole extraordinaria: casos muy curiosos, hechos sorprendentes.
Irving Howe, especialista en “microfiction” escribió que “los escritores que
hacen cuentos breves tienen que ser especialmente audaces” porque “apuestan todo
a un golpe de inventiva”. La argentina Ana María Shua, una de las mejores
cultoras del microcuento en la actualidad, ha dicho que “las minificciones
tienden en su mayor parte al género fantástico, en parte porque se les exige
provocar algún tipo de sorpresa estética, temática o de contenido, ya que el
sutil desarrollo de climas o personajes es casi imposible”.
Ambos tienen razón si se piensa en la microficción en su conjunto. Lo más
extraordinario del cuento de Hemingway (si realmente es de Hemingway) acaso no
sea, por lo tanto, su cortísima extensión sino el hecho de que consiguió
instalarse en lo alto del podio de la brevedad encarnando, en cierto aspecto,
una excepción a dos reglas.
Página|12,
suplemento Radar, 15/04/07
EL VIEJO Y EL MAR
Ernest Hemingway
Título
original: The Old Man and the Sea
Traducción: Lino Novas Calvo
Instituto Cubano del Libro
Editorial de Ediciones Especiales
La Habana, Diciembre 2002
PRÓLOGO
Cuando a mediados de los años cincuenta alguien trajo una revista Bohemia al
embarcadero de El Guincho con la traducción de The Old Man and the Sea, la
mayoría de los pescadores y tortugueros de la célebre cayería de Romano no
pudieron disfrutar de ese extraordinario relato, sencillamente no podían, no
sabían leer.
Sin embargo, Ernest Hemingway (Oak Park, Chicago, 1899-1961) ya era conocido en
aquellos parajes; se le recordaba cono el americano que, de Faro Maternillos a
Cayo Guillermo, a bordo de un yate, había estado persiguiendo submarinos
alemanes durante casi dos años.
Algo parecido había ocurrido en los alrededores de la esplendorosa Habana, donde
Hemingway constituía ya uno de los grandes mitos, y no precisamente por la
influencia que pudiera ejercer con su magnífica obra, sino por esa presencia
suya entre los cubanos.
En 1936, con menos de doscientas palabras, Hemingmay había publicado en la
revista Esquire On the blue water la anécdota del pez y el viejo en la
corriente. Era el relato que le hiciera Carlos Gutiérrez primer patrón del
Pilar, sobre un pescador de Cabañas.
Lo cierto es que, a pesar de todos los estudios que se han realizado, Hemingway
sigue siendo en algunos aspectos ese gran desconocido. Incluso, cuando se
publica El viejo y el mar, se desconocía que ese relato había sido desgajado de
un producto mayor, una obra que Hemingway había comenzado a escribir tan pronto
como concluyó la Segunda Guerra Mundial. Se trataba de una extensa novela que
tituló The Sea Book, una trilogía sobre el mar, el aire y la tierra, a la que
nunca le hizo la revisión final y y nunca publicó en vida.
Debieron transcurrir más de veinte años y diversas circunstancias, incluyendo su
muerte, para que una versión de esa novela viera la luz en 1970: Islands in the
Stream (Islas en el Golfo); sin dudas, corregida, mutilada, tal vez castrada,
algo que nunca llegará a conocerse realmente. The Sea Book era una novela
esperada por millones de lectores en el mundo entero, pero Hemingway la echó a
un lado, la sepultó y creó así uno de los grandes misterios de la literatura
contemporánea.
Es la época en que muere su preciado editor: Max Perkins; y en que tratan de
involucrarlo en conspiraciones contra el tirano Trujillo; por lo que acosado y
perseguido (y asaltada Finca Vigía en 1947 por un pelotón del ejército
procedente del Campamento Militar de Colombia), se ve obligado a huir de Cuba,
para refugiarse durante largos meses en los escenarios de Adiós a las armas.
Es a su regreso a la Habana, en 1949, que decide utilizar ciertos elementos de
la novela The Sea Book, para escribir A través del río y entre los árboles,
publicada en 1950; pero esta novela, por lo menos para la crítica especializada,
resultó un fracaso.
Es entonces que, con unas veintiocho mil palabras, Hemingway se dedica a
encarnar una de las más bellas, míticas y fascinantes páginas de la lieratura:
el relato de un viejo pescador de la zona de Cojimar, en lucha permanente
vigorosa, tenaz para arrebatarle a la Corriente del Golfo una de sus más
espléndidas criaturas, sin imaginar que con la muerte del gran pez está en el
umbral de la derrota.
Con la aparición de El viejo y el mar, en el otoño de 1952, este libro se
convierte con rapidez en uno de los más afamados relatos de la literatura
norteamericana. Había aparecido primero en la revista Life, el 10 de septiembre
y una semana más tarde la editorial Scribner's de Nueva York lo publica en forma
de libro. Esto promueve de inmediato toda su obra anterior.
Por El viejo y el mar, en 1953, Hemingway recibe el Premio Pulitzer, y
finalmente, en octubre de 1954, por toda su obra, el Nobel de Literatura.
Por esos días se atrinchera en Finca Vigía y se niega a recibir a la prensa. Es
en una breve entrevista concedida a la televisión cubana, en la que declara que
quien ha ganado el Nobel es "un cubano sato". Luego entregaría la medalla del
Premio Nobel a la Virgen de la Caridad del Cobre, en el Santuario de Santiago de
Cuba.
El viejo y el mar es una pieza magistral, llena de encanto y poesía, tiema y
ruda a la vez: un pez, el mar, un viejo y un muchacho, en los escenarios de
Cojímar, con la sencillez de un texto clásico, genuinamente cubano, entre
sínbolos y míticas reflexiones, que escribió cuando ya llevaba casi veinte años
de contacto con espacios marinos de la cultura cubana, entre pescadores y
navegantes; y, además, empleados, buscavidas, dependientes, limpiabotas,
taxistas y boxeadores.
Este relato, y por lo menos otras dos novelas suyas están vinculadas a las
aristas más preciadas de la literatura cubana. A cincuenta años de su
publicación, el mito del más universal de los escritores norteamericanos en Cuba
alcanza una renovada fuerza y esplendor.
Sin dudas, Hemingway es un autor inagotable. Un escritor que vivió y trabajó en
nuestra Isla durante largas años, primero en el Hotel Ambos Mundos, en la zona
más bulliciosa de La Habana Vieja, y después en las afueras de la capital
cubana, sobre una de lar colinas de San Francisco de Paula. Un autor que sigue
siendo uno de los grandes artífices del lenguaje y de la creación literaria. El
maestro del iceberg; el que de manera genial recreó historias, mitos y
rememoraciones: uno de los autores que más ha influido en la literatura del
siglo XX.
Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo y hacía
ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había
tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado,
los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y
rematadamente salao lo cual era la peor forma de la mala suerte; y por orden de
sus padres, el muchacho había salido en otro bote, que cogió tres buenos peces
la primera semana. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días
con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el
bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con
sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.
El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del
cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con
sus reflejos en el mar tropical, estaban en sus mejillas. Estas pecas corrían
por los lados de su cara hasta bastante abajo, y sus manos tenían las hondas
cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes
peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las
erosiones de un árido desierto.
Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y
eran alegres e invictos.
-Santiago -le dijo el muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba varado
el bote-. Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.
El viejo había enseñado al muchacho a pescar, y el muchacho le tenía cariño.
-No -dijo el viejo-. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con
ellos.
-Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego
cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.
-Lo recuerdo -dijo el viejo-, y yo sé que no me dejaste porque hubieses perdido
la esperanza.
-Fue papá quien me obligó. Soy un chiquillo y tengo que obedecerlo.
-Lo sé -dijo el viejo-. Es completamente normal.
-Papá no tiene mucha fe.
-No. Pero nosotros, sí, ¿verdad?
-Si-dijo el muchacho-. ¿Me permite brindarle una cerveza en La Terraza? Luego
llevaremos las cosas a casa.
-¿Por qué no? -dijo el viejo-. Entre pescadores.
Se sentaron en La Terraza. Muchos de los pescadores se reían del viejo, pero él
no se molestaba. Otros, entre los más viejos, lo miraban y se ponían tristes.
Pero no lo manifestaban y se referían cortésmente a la corriente y a las
hondonadas donde habían tendido sus sedales, al continuo buen tiempo y a los que
habían visto. Los pescadores que aquel día habían tenido éxito habían llegado y
habían limpiado sus agujas y las llevaban tendidas sobre dos tablas -dos hombres
tambaleándose al extremo de cada tabla- a la pescadería, donde esperaban a que
el camión del hielo las llevara al mercado, a La Habana. Los que habían pescado
tiburones los habían llevado a la factoría de tiburones al otro lado de la
ensenada, donde eran izados en aparejos de polea; les sacaban los hígados, les
cortaban las aletas y los desollaban y cortaban su carne en trozos para salarla.
Cuando el viento soplaba del este, el hedor se extendía a través del puerto,
procedente de la fábrica tiburonera; pero hoy no se notaba más que un débil tufo
porque el viento había vuelto al norte y luego había dejado de soplar. Era
agradable estar allí, al sol, en La Terraza.
-Santiago, -dijo el muchacho.
-¿Qué? -respondió el viejo. Con el vaso en la mano pensaba en las cosas de hacía
muchos años.
-¿Puedo ir a buscarle sardinas para mañana?
-No. Ve a jugar al béisbol. Todavía puedo remar, y Rogelio tirará la atarraya.
-Me gustaría ir. Si no puedo pescar con usted, me gustaría servirlo de alguna
manera.
-Me has pagado una cerveza -dijo el viejo-. Ya eres un hombre.
-¿Que edad tenía yo cuando usted me llevó por primera vez en un bote?
-Cinco años. Y por poco pierdes la vida cuando subí aquel pez demasiado vivo que
estuvo a punto de destrozar el bote. ¿Te acuerdas?
-Recuerdo cómo brincaba y pegaba coletazos, y que el banco se rompía, y el ruido
de los garrotazos. Recuerdo que usted me arrojó a la proa, donde estaban los
sedales mojados y enrollados. Y recuerdo que todo el bote se estremecía, y el
estrépito que usted armaba dándole garrotazos como si talara un árbol, y el
pegajoso olor a sangre que me envolvía.
-¿Lo recuerdas realmente o es que yo te lo he contado?
-Lo recuerdo todo, desde la primera vez que salimos juntos.
El viejo lo miró con sus amorosos y confiados ojos quemados por el sol.
-Si fueras hijo mío, me arriesgaría a llevarte -dijo-. Pero tú eres de tu padre
y de tu madre, y trabajas en un bote que tiene suerte.
-¿Puedo ir a buscarle las sardinas? También sé dónde conseguir cuatro carnadas.
-Tengo las mías, que me han sobrado de hoy. Las puse en sal en la caja.
-Déjeme traerle cuatro cebos frescos.
-Uno -dijo el viejo. Su fe y su esperanza no le habían fallado nunca. Pero ahora
empezaban a revigorizarse como cuando se levanta la brisa.
-Dos -dijo el muchacho.
-Dos -aceptó el viejo-. ¿No los has robado?
-Lo hubiera hecho -dijo el muchacho-. Pero éstos los compré.
-Gracias -dijo el viejo. Era demasiado simple para preguntarse cuándo había
alcanzado la humildad. Pero sabía que la había alcanzado y sabía que no era
vergonzoso y que no comportaba pérdida del orgullo verdadero.
-Con esta brisa ligera, mañana va a hacer buen día dijo.
-¿A dónde piensa ir? -le preguntó el muchacho.
-Saldré lejos para regresar cuando cambie el viento. Quiero estar fuera antes
que sea de día.
-Voy a hacer que mi patrón salga lejos a trabajar -dijo el muchacho-. Si usted
engancha algo realmente grande, podremos ayudarle.
-A tu patrón no le gusta salir demasiado lejos.
-No -dijo el muchacho-, pero yo veré algo que él no podrá ver: un ave
trabajando, por ejemplo. Así haré que salga siguiendo a los dorados.
-¿Tan mala tiene la vista?
-Está casi ciego.
-Es extraño-dijo el viejo-. Jamás ha ido a la pesca de tortugas. Eso es lo que
mata los ojos.
-Pero usted ha ido a la pesca de tortugas durante varios años, por la costa de
los Mosquitos, y tiene buena vista.
-Yo soy un viejo extraño.
-Pero, ¿ahora se siente bastante fuerte como para un pez realmente grande?
-Creo que sí. Y hay muchos trucos.
-Vamos a llevar las cosas a casa -dijo el muchacho-. Luego cogeré la atarraya y
me iré a buscar las sardinas.
Hemingway nunca quiso dejar su casa en Cuba
(EFE, 09/03/07) LA HABANA - La periodista Valerie Hemingway, que fue secretaria
del célebre escritor estadounidense Ernest Hemingway hasta su muerte, reveló
ayer que cuando el autor de El viejo y el mar se fue de Cuba, en 1961,
"realmente esperaba regresar" porque en la isla "estaban su casa, sus amigos,
sus animales y su barco".
Valerie Hemingway, de origen irlandés, se encuentra en Cuba con el propósito de
realizar una nota periodística sobre la isla y visitar Finca Vigía, que fue la
casa del escritor durante más de 21 años y donde ella trabajó con él y aprendió
periodismo durante una estancia de seis meses, en 1960.
Tras su primera visita a Cuba en 1928, Ernest Hemingway pasó largas temporadas
en la isla, donde mantuvo su casa hasta que se suicidó, en Idaho (EE.UU.), en
julio de 1961, disparándose un escopetazo. La periodista ofreció anteayer la
conferencia "¿Qué aprendí de Hemingway para convertirme en periodista?" en el
Instituto Internacional de Periodismo José Martí, de La Habana.
"Su casa estaba aquí y él quería estar aquí, pero las circunstancias cambiaron y
a los norteamericanos no se les permitía regresar a Cuba, y creo que eso aumentó
su depresión", señaló la periodista, que saltó a la fama cuando hace poco
publicó Running with the Bulls , un libro de memorias en el que narra su tiempo
junto a la extravagante familia del Nobel y en particular junto al hijo médico
del escritor, Gregory, que fue su esposo.
Consejos
"Escribe sólo de lo que conozcas, concéntrate en lo que sabes", rememoró la
mujer a la hora de recordar los consejos que le dio su mentor cuando ella tenía
20 años y él ya era un autor consagrado. Ser exactos, chequear una y otra vez
los hechos, observar con detenimiento y mantener la curiosidad, le aconsejó
además.
Valerie y Hemingway se conocieron en 1959, en España. Entonces, ella trataba de
entrevistarlo y el escritor le ofreció un trabajo mecanografiando originales y
respondiendo cartas.
La periodista viajó a Cuba por primera vez el 25 de enero de 1960 y luego volvió
a la isla tras la muerte del novelista, en 1961, acompañando a la viuda del
escritor, Mary Welsh, para cumplir la última voluntad de Hemingway de donar
Finca Vigía al gobierno cubano.
La casa, situada en la localidad de San Francisco de Paula, al sudeste de La
Habana, fue convertida en 1962 en un museo que conserva una colección de más de
22.000 objetos personales de Hemingway, entre fotos, trofeos de caza,
documentos, implementos deportivos, armas, libros, su barco El Pilar y el
diploma del Premio Nobel de Literatura, que recibió en 1954.
Recogieron el
aparejo del bote. El viejo se echó el mástil al hombro y el muchacho cargó la
caja de madera de los enrollados sedales pardos de apretada malla, el bichero y
el arpón con su mango. La caja de las carnadas estaba bajo la popa, junto a la
porra que usaba para rematar a los peces grandes cuando los arrimaba al bote.
Nadie sería capaz de robarle nada al viejo; pero era mejor llevar la vela y los
sedales gruesos, puesto que el rolo los dañaba, y aunque estaba seguro de que
ninguno de la localidad le robaría nada, el viejo pensaba que el arpón y el
bichero eran tentaciones, y que no había por qué dejarlos en el bote.
Marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo y entraron; la puerta
estaba abierta. El viejo inclinó el mástil con su vela arrollada contra la pared
y el muchacho puso la caja y el resto del aparejo junto a él. El mástil era casi
tan largo como la habitación única de la choza. Esta última estaba hecha de las
recias pencas de la palma real que llaman guano, y había una cama, una mesa, una
silla y un lugar en el piso de tierra para cocinar con carbón. En las paredes,
de pardas, aplastadas y superpuestas hojas de guano de resistente fibra, había
una imagen en colores del Sagrado Corazón de Jesús y otra de la Virgen del
Cobre. Estas eran reliquias de su esposa. En otro tiempo había habido una
desvaída foto de su esposa en la pared, pero la había quitado porque le hacía
sentirse demasiado solo el verla, y ahora estaba en el estante del rincón, bajo
su camisa limpia.
-¿Qué tiene para comer? -preguntó el muchacho.
-Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco?
-No. Comeré en casa. ¿Quiere que le encienda la candela?
-No. Yo la encenderé luego. O quizás coma el arroz frío.
-¿Puedo llevarme la atarraya?
-Desde luego.
No había ninguna atarraya. El muchacho recordaba que la habían vendido. Pero
todos los días pasaban por esta ficción. No había ninguna cazuela de arroz
amarillo con pescado, y el muchacho lo sabía igualmente.
-El ochenta y cinco es un número de suerte -dijo el viejo-. ¿Qué te parece si me
vieras volver con un pez que, en canal, pesara más de mil libras?
-Voy a coger la atarraya y saldré a pescar las sardinas. ¿Se quedará sentado al
sol, a la puerta?
-Sí. Tengo ahí el periódico de ayer y voy a leer los resultados de los partidos
de béisbol.
El muchacho se preguntó si el "periódico de ayer" no sería también una ficción.
Pero el viejo lo sacó de debajo de la cama.
-Perico me lo dio en la bodega -explicó.
-Volveré cuando haya cogido las sardinas. Guardaré las suyas junto con las mías
en el hielo y por la mañana nos las repartiremos. Cuando yo vuelva, me contará
lo del béisbol.
-Los Yankees de Nueva York no pueden perder.
-Pero yo les tengo miedo a los Indios de Cleveland.
-Ten fe en los Yankees de Nueva York, hijo, piensa en el gran DiMaggio.
-Les tengo miedo a los Tigres de Detroit y a los Indios de Cleveland.
-Ten cuidado, no vayas a tenerles miedo también a los Rojos de Cincinnatti y a
los White Sox de Chicago.
-Usted estudia eso y me lo cuenta cuando vuelva.
-¿Crees que debiéramos comprar unos billetes de la lotería que terminen en un
ochenta y cinco? Mañana hace el día ochenta y cinco.
-Podemos hacerlo -dijo el muchacho-. Pero, ¿qué me dice de su gran récord, el
ochenta y siete?
-No podría suceder dos veces. ¿Crees que puedas encontrar un ochenta y cinco?
-Puedo pedirlo.
-Un billete entero. Eso hace dos pesos y medio. ¿Quién podría prestárnoslos?
-Eso es fácil. Yo siempre encuentro quien me preste dos pesos y medio.
-Creo que yo también. Pero trato de no pediir prestado. Primero pides prestado;
luego pides limosna.
-Abríguese, viejo -dijo el muchacho-. Recuerde que estamos en septiembre.
-El mes en que vienen los grandes peces -dijo el viejo-. En mayo cualquiera es
pescador.
-Ahora voy por las sardinas -dijo el muchacho.
Cuando volvió el muchacho, el viejo estaba dormido en la silla. El sol se estaba
poniendo. El muchacho cogió de la cama la frazada del viejo y se la echó sobre
los hombros. Eran unos hombros extraños, todavía poderosos, aunque muy viejos, y
el cuello era también fuerte todavía, y las arrugas no se veían tanto cuando el
viejo estaba dormido y con la cabeza derribada hacia adelante. Su camisa había
sido remendada tantas veces, que estaba como la vela; y los remiendos,
descoloridos por el sol, eran de varios tonos. La cabeza del hombre era, sin
embargo, muy vieja y con sus ojos cerrados no había vida en su rostro. El
periódico yacía sobre sus rodillas y el peso de sus brazos lo sujetaba allí
contra la brisa del atardecer. Estaba descalzo.
El muchacho lo dejó allí, y cuando volvió, el viejo estaba todavía dormido.
-Despierte, viejo -dijo el muchacho, y puso su mano en una de las rodillas de
éste.
El viejo abrió los ojos y por un momento fue como si regresara de muy lejos.
Luego sonrió.
-¿Qué traes? -preguntó.
-La comida -dijo el muchacho-. Vamos a comer.
-No tengo mucha hambre.
-Vamos, venga a comer. No puede pescar sin comer.
-Habrá que hacerlo -dijo el viejo, levantándose y cogiendo el periódico y
doblándolo. Luego empezó a doblar la frazada.
-No se quite la frazada -dijo el muchacho-. Mientras yo viva, usted no saldrá a
pescar sin comer.
-Entonces vive mucho tiempo, y cuídate -dijo el viejo-. ¿Qué vamos a comer?
-Frijoles negros con arroz, plátanos fritos y un poco de asado.
El muchacho lo había traído de La Terraza en una cantina. Traía en el bolsillo
dos juegos de cubiertos, cada uno envuelto en una servilleta de papel.
-¿Quién te ha dado esto?
-Martín. El dueño.
-Tengo que darle las gracias.
-Ya yo se las he dado -dijo el muchacho-. No tiene que dárselas usted.
-Le daré la ventrecha de un gran pescado -dijo el viejo-. ¿Ha hecho esto por
nosotros más de una vez?
-Creo que si.
-Entonces tendré que darle más que la ventrecha. Es muy considerado con
nosotros.
-Mandó dos cervezas.
-Me gusta más la cerveza en lata.
-Lo sé. Pero ésta es en botella. Cerveza Hatuey. Y yo devuelvo las botellas.
-Muy amable de tu parte -dijo el viejo-. ¿Comemos?
-Es lo que yo proponía -le dijo el muchacho. No he querido abrir la cantina
hasta que estuviera usted listo.
-Ya estoy listo -dijo el viejo-. Sólo necesitaba tiempo para lavarme.
"¿Dónde se lava?", pensó el muchacho. El pozo del pueblo estaba a dos cuadras de
distancia, camino abajo. "Debí de haberle traído agua -pensó el muchacho-, y
jabón, y una buena toalla. ¿Por qué seré tan desconsiderado? Tengo que
conseguirle otra camisa y un yáquet para el invierno, y alguna clase de zapatos,
y otra frazada."
-Tu asado es excelente -dijo el viejo.
-Hábleme de béisbol -le pidió el muchacho.
-En la Liga Americana, como te dije, los Yankees- dijo el viejo muy contento.
-Hoy perdieron -le dijo el muchacho.
-Eso no significa nada. El gran DiMaggio vuelve a ser lo que era.
-Tienen otros hombres en el equipo.
-Naturalmente. Pero con él la cosa es diferente. En la otra liga, entre el
Brooklyn y el Filadelfia, tengo que quedarme con el Brooklyn.
Pero luego pienso en Dick Sisler y en aquellos lineazos suyos en el viejo
parque.
-Nunca hubo nada como ellos. Jamás he visto a nadie mandar la pelota tan lejos.
-¿Recuerdas cuando venía a La Terraza? Yo quería llevarlo a pescar, pero era
demasiado tímido para proponérselo. Luego te pedí a ti que se lo propusieras, y
tú eras también demasiado tímido.
-Lo sé. Fue un gran error. Pudo haber ido con nosotros. Luego eso nos hubiera
quedado para toda la vida.
-Me hubiese gustado llevar a pescar al gran DiMaggio -dijo el viejo-. Dicen que
su padre era pescador. Quizás fuese tan pobre como nosotros y comprendiera.
-El padre del gran Sisler no fue nunca pobre, y jugó en las Grandes Ligas cuando
tenía mi edad. -Cuando yo tenía tu edad me hallaba de marinero en un velero de
altura que iba al África, y he visto leones en las playas al atardecer.
-Lo sé. Usted me lo ha contado.
-¿Hablamos de África o de béisbol?
-Mejor de béisbol -dijo el muchacho-. Hábleme del gran John J. McGraw.
-A veces, en los viejos tiempos, solía venir también a La Terraza. Pero era rudo
y bocón, y difícil cuando estaba bebido. No sólo pensaba en la pelota, sino
también en los caballos. Por lo menos llevaba listas de caballos constantemente
en el bolsillo y con frecuencia pronunciaba nombres de caballos por teléfono.
-Era un gran director -dijo el muchacho-. Mi padre cree que era el más grande.
¿Quién es realmente mejor director: Luque o Mike González?
-Creo que son iguales.
-El mejor pescador es usted.
-No. Conozco otros mejores.
-Qué va -dijo el muchacho- Hay muchos buenos pescadores y algunos grandes
pescadores. Pero como usted, ninguno.
-Gracias. Me haces feliz. Ojalá no se presente un pez tan grande que nos haga
quedar mal.
-No existe tal pez, si está usted tan fuerte como dice.
-Quizá no esté tan fuerte como creo -dijo el viejo-. Pero conozco muchos trucos,
y tengo voluntad.
-Ahora debiera ir a acostarse para estar descansado por la mañana. Yo llevaré
otra vez las cosas a La Terraza.
-Entonces buenas noches. Te despertaré por la mañana.
-Usted es mi despertador -dijo el muchacho.
-La edad es mi despenador -dijo el viejo-. ¿Por qué los viejos se despertarán
tan temprano? ¿Será para tener un día más largo?
-No lo sé -dijo el muchacho-. Lo único que sé es que los jovencitos duermen
profundamente y hasta tarde.
-Lo recuerdo -dijo el viejo-. Té despertaré temprano.
-No me gusta que el patrón me despierte. Es como si yo fuera inferior.
-Comprendo.
-Que duerma bien, viejo.
El muchacho salió. Habían comido sin luz en la mesa, y el viejo se quitó el
pantalón y se fue a la cama a oscuras. Enrolló el pantalón para hacer una
almohada, y puso luego el periódico dentro. Se envolvió en la frazada y durmió
sobre los otros periódicos viejos que cubrían los muelles de la cama.
Se quedó dormido enseguida y soñó con África, en la época en que era muchacho, y
con las largas playas doradas y las playas blancas, tan blancas que lastimaban
los ojos, y los altos promontorios y las grandes montañas pardas. Vivía entonces
todas las noches a lo largo de aquella costa y en sus sueños sentía el rugido de
las olas contra la rompiente y veía venir a través de ellas los botes de los
nativos. Sentía el olor a brea y estopa de la cubierta mientras dormía, y sentía
el olor de África que la brisa de tierra traía por la mañana.
Generalmente, cuando olía la brisa de tierra, despertaba y se vestía, y se iba a
despertar al muchacho. Pero esta noche el olor de la brisa de tierra vino muy
temprano y él sabía que era demasiado temprano en su sueño, y siguió soñando
para ver los blancos picos de las islas que se levantaban del mar. Y luego
soñaba con los diferentes puertos y fondeaderos de las Islas Canarias.
No soñaba ya con tormentas, ni con mujeres, ni con grandes acontecimientos, ni
con grandes peces, ni con peleas, ni con competiciones de fuerza, ni con su
esposa. Sólo soñaba ya con lugares, y con los leones en la playa. Jugaban como
gatitos a la luz del crepúsculo y él les tenía cariño lo mismo que al muchacho.
No soñaba jamás con el muchacho. Simplemente despertaba, miraba por la puerta
abierta a la luna y desenrollaba su pantalón y se lo ponía. Orinaba junto a la
choza y luego subía al camino a despertar al muchacho. Temblaba por el frío de
la mañana. Pero sabía que temblando se calentaría y que pronto estaría remando.
La puerta de la casa donde vivía el muchacho no estaba cerrada con llave; la
abrió calladamente y entró descalzo. El muchacho estaba dormido en un catre en
el primer cuarto, y el viejo podía verlo claramente a la luz de la luna
moribunda. Le cogió con suavidad un pie y lo apretó hasta que el muchacho
despertó y se volvió y lo miró. El viejo le hizo una seña con la cabeza y el
muchacho cogió su pantalón de la silla junto a la cama y, sentándose en ella, se
lo puso.
El viejo salió afuera, y el muchacho vino tras él. Estaba soñoliento y el viejo
le echó el brazo sobre los hombros y dijo:
-Lo siento.
-Qué va -dijo el muchacho-. Es lo que debe hacer un hombre.
Marcharon camino abajo hasta la cabaña del viejo; y a todo lo largo del camino,
en la oscuridad, se veían hombres descalzos portando los mástiles de sus botes.
Cuando llegaron a la choza del viejo, el muchacho cogió de la cesta los rollos
del sedal, el arpón y el bichero; y el viejo llevó el mástil con la vela
arrollada al hombro.
-¿Quiere usted café? -preguntó el muchacho.
-Pondremos el aparejo en el bote y luego tomaremos un poco.
Tomaron café en latas de leche condensada en un puesto que abría temprano y
servía a los pescadores.
-¿Qué tal ha dormido, viejo? -preguntó el muchacho. Ahora estaba despertando
aunque todavía le era difícil dejar su sueño.
-Muy bien, Manolín -dijo el viejo-. Hoy me siento confiado.
-Lo mismo yo -dijo el muchacho-. Ahora voy a buscar sus sardinas y las mías y
sus carnadas frescas. El dueño trae él mismo el aparejo. No quiere nunca que
nadie lleve nada.
-Somos diferentes -dijo el viejo-. Yo te dejaba llevar las cosas cuando tenías
cinco años.
-Lo sé -dijo el muchacho-. Vuelvo enseguida. Tome otro café. Aquí tenemos
crédito.
Salió, descalzo, por las rocas de coral hasta la nevera donde se guardaban las
carnadas.
El viejo tomó lentamente su café. Era lo único que bebería en todo el día, y
sabía que debía tomarlo. Hacía mucho tiempo que le mortificaba comer, y jamás
llevaba un almuerzo. Tenía una botella de agua en la proa del bote, y eso era lo
único que necesitaba para todo el día.
El muchacho estaba de regreso con las sardinas y las dos carnadas envueltas en
un periódico, y bajaron por la vereda hasta el bote, sintiendo la arena con
piedrecitas debajo de los pies, y levantaron el bote y lo empujaron al agua.
-Buena suerte, viejo.
-Buena suerte dijo el viejo. Ajustó las amarras de los remos a los toletes, y
echándose adelante contra los remos, empezó a remar, y salió del puerto en la
oscuridad. Había otros botes de otras playas que salían a la mar, y el viejo
sentía sumergirse las palas de los remos y empujar, aunque no podía verlos ahora
que la luna se había ocultado detrás de las lomas.
A veces alguien hablaba en un bote. Pero en su mayoría los botes iban en
silencio, salvo por el rumor de los remos. Se desplegaron después de haber
salido de la boca del puerto, y cada uno se dirigió hacia aquella parte del
océano donde esperaba encontrar peces. El viejo sabía que se alejaría mucho de
la costa y dejó atrás el olor a tierra y entró remando en el limpio olor matinal
del océano. Vio la fosforescencia de los sargazos en el agua mientras remaba
sobre aquella parte del océano que los pescadores llaman "el gran hoyo" porque
se producía una súbita hondonada de setecientas brazas, donde se congregaba toda
suerte de peces debido al remolino que hacía la corriente contra las escabrosas
paredes del lecho del océano. Había aquí concentraciones de camarones y peces de
carnada, y a veces manadas de calamares en los hoyos más profundos, y de noche
se levantaban a la superficie, donde todos los peces merodeadores se cebaban en
ellos.
En la oscuridad el viejo podía sentir venir la mañana y, mientras remaba, oía el
tembloroso rumor de los peces voladores que salían del agua y el siseo que sus
rígidas alas hacían surcando el aire en la oscuridad. Sentía una gran atracción
por los peces voladores, que eran sus principales amigos en el océano. Sentía
compasión por las aves; especialmente por las pequeñas, delicadas y oscuras
golondrinas de mar que andaban siempre volando y buscando, y casi nunca
encontraban, y pensó: "Las aves llevan una vida más dura que nosotros, salvo las
de rapiña y las grandes y fuertes. ¿Por qué habrán hecho pájaros tan delicados y
tan finos como esas golondrinas de mar, cuando el océano es capaz de tanta
crueldad? La mar es dulce y hermosa. Pero puede ser cruel, y se encoleriza muy
súbitamente, y esos pájaros que vuelan picando y cazando, con sus tristes
vocecillas, son demasiado delicados para la mar."
Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces
los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una
mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores
para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón
se cotizaban alto, empleaban el articulo masculino, le llamaban el mar. Hablaban
del mar como de un contendiente o un lugar, o a un enemigo. Pero el viejo lo
concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía
o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no
podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.
Remaba firme y seguidamente, y no le costaba un esfuerzo excesivo porque se
mantenía en su límite de velocidad, y la superficie del océano era plana, salvo
por los ocasionales remolinos de la corriente. Dejaba que la corriente hiciera
un tercio de su trabajo; y cuando empezó a clarear, vio que se hallaba ya más
lejos de lo que había esperado estar a esa hora.
"Durante una semana -pensó- he trabajado en las profundas hondonadas, y no hice
nada. Hoy trabajaré allá donde están las manchas de bonitos y albacoras, y acaso
haya un pez grande con ellos."
Antes de que se hiciera realmente de día, había sacado sus carnadas y estaba
derivando con la corriente. Un cebo llegaba a una profundidad de cuarenta
brazas. El segundo, a sesenta y cinco, y el tercero y el cuarto descendían hasta
el agua azul a cien y ciento veinticinco brazas.
Cada cebo pendía cabeza abajo con el asta o tallo del anzuelo dentro del pescado
que servía de carnada, sólidamente cosido y amarrado; toda la parte saliente del
anzuelo, la curva y el garfio, estaba recubierta de sardinas frescas. Cada
sardina había sido empalada por los ojos, de modo que hacían una semiguirnalda
en el acero saliente. No había ninguna parte del anzuelo que pudiera dar a un
gran pez la impresión de que no era algo sabroso y de olor apetecible.
El muchacho le había dado dos pequeños bonitos frescos, que colgaban de los
sedales más profundos como plomadas, y en los otros tenía una abultada cojinúa y
un cibele que habían sido usados antes, pero estaban en buen estado y las
excelentes sardinas les prestaban aroma y atracción. Cada sedal, del espesor de
un lápiz grande, iba enroscado a una varilla verdosa, de modo que cualquier
tirón o picada al cebo haría sumergir la varilla; y cada sedal tenía dos adujas
o rollos de cuarenta brazas que podían empatarse a los rollos de repuesto, de
modo que, si era necesario, un pez podía llevarse más de trescientas brazas.
El hombre vio ahora descender las tres varillas sobre la borda del bote y remó
suavemente para mantener los sedales estirados y a su debida profundidad. Era
día pleno y el sol podía salir en cualquier momento.
El sol se levantó tenuemente del mar y el viejo pudo ver los otros botes,
bajitos en el agua, y bien hacia la costa, desplegados a través de la corriente.
El sol se tornó más brillante y su resplandor cayó sobre el agua; luego, al
levantarse más en el cielo, el plano mar lo hizo rebotar contra los ojos del
viejo, hasta causarle daño; y siguió remando sin mirarlo. Miraba al agua y
vigilaba los sedales que se sumergían verticalmente en la tiniebla de ésta. Los
mantenía más rectos que nadie, de manera que a cada nivel en la tiniebla de la
corriente hubiera un cebo esperando, exactamente donde él quería que estuviera,
por cualquier pez que pasara por allí. Otros los dejaban correr a la deriva con
la corriente y a veces estaban a sesenta brazas cuando los pescadores creían que
estaban a cien.
"Pero -pensó el viejo-, yo los mantengo con precisión. Lo que pasa es que ya no
tengo suerte. Pero, ¿quién sabe? Acaso hoy. Cada día es un nuevo día. Es mejor
tener suerte Pero yo prefiero ser exacto. Luego, cuando venga la suerte, estaré
dispuesto."
El sol estaba en ese momento a dos horas de altura, y no le hacía tanto daño a
los ojos mirar al este. Ahora sólo había tres botes a la vista, y lucían muy
bajo y muy lejos hacia la orilla.
"Toda mi vida me ha hecho daño en los ojos el sol naciente -pensó-. Sin embargo,
todavía están fuertes. Al atardecer, puedo mirarlo de frente sin deslumbrarme. Y
por la tarde tiene más fuerza. Pero por la mañana es doloroso."
Justamente entonces, vino una de esas aves marinas llamadas fragatas con sus
largas alas negras girando en el cielo sobre él. Hizo una rápida picada,
ladeándose hacia abajo, con sus alas tendidas hacia atrás, y luego siguió
girando nuevamente.
-Ha cogido algo -dijo en voz alta el viejo-. No sólo está mirando.
Remó lentamente y con firmeza hacia donde estaba el ave trazando círculos. No se
apuró y mantuvo los sedales verticalmente. Pero había forzado un poco la marcha
a favor de la corriente, de modo que todavía estaba pescando con corrección,
pero más lejos de lo que hubiera pescado si no tratara de guiarse por el ave.
El ave se elevó más en el aire y volvió a girar, con sus alas inmóviles. Luego
picó de súbito, y el viejo vio una partida de peces voladores que brotaban del
agua y navegaban desesperadamente sobre la superficie.
-Dorados -dijo en voz alta el viejo-. Dorados grandes.
Montó los remos y sacó un pequeño sedal de debajo de la proa. Tenía un alambre y
un anzuelo de tamaño mediano, y lo cebó con una de las sardinas. Lo soltó por
sobre la borda y lo amarró a una argolla a popa. Luego cebó el otro sedal y lo
dejó enrollado a la sombra de la proa. Volvió a remar y a mirar al ave negra de
largas alas que ahora trabajaba a poca altura sobre el agua.
Mientras él miraba, el ave picó de nuevo ladeando sus alas para el buceo, y
luego salió agitándolas fiera y sutilmente, siguiendo a los peces voladores. El
viejo podía ver la leve comba que formaba en el agua el dorado grande siguiendo
a los peces fugitivos. Los dorados corrían, disparados, bajo el vuelo de los
peces y estarían, corriendo velozmente, en el lugar donde cayeran los peces
voladores. "Es un gran bando de dorados -pensó-. Están desplegados ampliamente:
pocas probabilidades de escapar tienen los peces voladores. El ave no tiene
oportunidad. Los peces voladores son demasiado grandes para ella, y van
demasiado velozmente."
El hombre observó cómo los peces voladores irrumpían una y otra vez, y los
inútiles movimientos del ave. "Esa mancha de peces se me ha escapado -pensó-. Se
están alejando demasiado rápidamente, y van demasiado lejos. Pero acaso coja
alguno extraviado, y es posible que mi pez grande esté en sus alrededores. Mi
pescado grande tiene que estar en alguna parte."
Las nubes se levantaban ahora sobre la tierra como montañas, y la costa era sólo
una larga línea verde con las lomas azul-grises detrás de ella. El agua era
ahora de un azul profundo, tan oscuro que casi resultaba violado. Al bajar la
vista, vio el color rojo del plancton en el agua oscura, y la extraña luz que
ahora daba el sol. Examinó sus sedales, y los vio descender rectamente hacia
abajo, y perderse de vista; y se sintió feliz viendo tanto plancton, porque eso
significaba que había peces.
La extraña luz que el sol hacia en el agua, ahora que el sol estaba más alto,
significaba buen tiempo, y lo mismo la forma de las nubes sobre la tierra. Pero
el ave estaba ahora casi fuera del alcance de la vista y en la superficie del
agua no aparecían más que algunos parches de amarillo sargazo requemado por el
sol, y la violada, redondeada, iridiscente y gelatinosa vejiga de una medusa que
flotaba a corta distancia del bote. Flotaba alegremente como una burbuja con sus
largos y mortíferos filamentos purpurinos a remolque por espacio de una yarda.
-Agua mala -dijo el hombre-. Pura.
Desde donde se balanceaba suavemente contra sus remos, bajó la vista hacia el
agua y vio los diminutos peces que tenían el color de los largos filamentos y
nadaban entre ellos y bajo la breve sombra que hacía la burbuja en su movimiento
a la deriva. Eran inmunes a su veneno. Pero el hombre, no, y cuando algunos de
los filamentos se enredaban en el cordel y permanecían allí, viscosos y
violados, mientras el viejo laboraba por levantar un pez, sufría verdugones y
excoriaciones en los brazos y manos, como los que producen el guao y la hiedra
venenosa. Pero estos envenenamientos por el agua mala actuaban rápidamente y
como latigazos.
Las burbujas iridiscentes eran bellas. Pero eran la cosa más falsa del mar, y el
viejo gozaba viendo cómo se las comían las tortugas marinas. Las tortugas las
veían, se les acercaban por delante, luego cerraban los ojos, de modo que, con
su carapacho, estaban completamente protegidas, y se las comían con filamentos y
todo. El viejo gustaba de ver a las tortugas comiéndoselas y gustaba de caminar
sobre ellas en la playa, después de una tormenta, oírlas reventar cuando les
ponía encima sus pies callosos.
Le encantaban las tortugas verdes y los careyes con su elegancia y velocidad, y
su gran valor; y sentía un amistoso desdén por las estúpidas tortugas llamadas
caguamas, amarillosas en su carapacho, extrañas en sus copulaciones, y comiendo
muy contentas con sus ojos cerrados.
No sentía ningún misticismo acerca de las tortugas, aunque había navegado muchos
años en barcos tortugueros. Les tenía lástima; lástima sentía hasta de los
grandes "baúles", que eran tan largos como el bote y pesaban una tonelada. Por
lo general, la gente no tiene piedad de las tortugas porque el corazón de una
tortuga sigue latiendo varias horas después que han sido muertas. Pero el viejo
pensó: "También yo tengo un corazón así, y mis pies y mis manos son como los
suyos." Se comía sus blancos huevos para darse fuerza. Los comía todo el mes de
mayo para estar fuerte en septiembre y salir en busca de los peces
verdaderamente grandes.
También tomaba a diario una taza de aceite de hígado de tiburón sacándolo del
tanque que había en la barraca donde muchos de los pescadores guardaban su
aparejo. Estaba allí, para todos los pescadores que lo quisieran. La mayoría de
los pescadores detestaban su sabor. Pero no era peor que levantarse a las horas
en que se levantaban, y era muy bueno contra todos los catarros y gripes, y era
bueno para sus ojos.
Ahora el viejo alzó la vista y vio que el ave estaba girando de nuevo en el
aire.
-Ha encontrado peces -dijo en voz alta. Ningún pez volador rompía la superficie
y no había desparramo de peces de carnada. Pero mientras miraba el anciano, un
pequeño bonito se levantó en el aire, giró y cayó de cabeza en el agua. El
bonito emitió unos destellos de plata al sol, y después que hubo vuelto al agua,
otro y otro más se levantaron, y estaban brincando en todas las direcciones,
batiendo el agua y dando largos saltos detrás de sus presas, cercándolas,
espantándolas.
"Si no van demasiado rápidos, los alcanzaréis, pensó el viejo, y vio la mancha
batiendo el agua, de modo que era blanca de espuma, y ahora el ave picaba y
buceaba en busca de los peces, forzados a subir a la superficie por el pánico.
-El ave es una gran ayuda -dijo el viejo. Justamente entonces el sedal de popa
se tensó bajo su pie, en el punto donde había guardado un rollo de sedal, y
soltó los remos y tanteó el sedal para ver qué fuerza tenían los tirones del
pequeño bonito; y sujetando firmemente el sedal, empezó a levantarlo. El
retemblor iba en aumento según tiraba, y pudo ver en el agua el negro-azul del
pez, y el oro de sus costados, antes de levantarlo sobre la borda y echarlo en
el bote.
Quedó tendido a popa, al sol, compacto y en forma de bala, sus grandes ojos sin
inteligencia mirando fijamente mientras dejaba su vida contra la tablazón del
bote con los rápidos y temblorosos golpes de su cola. El viejo le pegó en la
cabeza para que no siguiera sufriendo, y le dio una patada. El cuerpo del pez
temblaba todavía a la sombra de popa.
-Bonito -dijo en voz alta-. Hará una linda carnada. Debe de pesar diez libras.
No recordaba cuánto tiempo hacia que había empezado a hablar solo en voz alta
cuando no tenía a nadie con quien hablar. En los viejos tiempos, cuando estaba
solo, cantaba; a veces, de noche, cuando hacía su guardia al timón de las
chalupas y los tortugueros, cantaba también. Probablemente había empezado a
hablar en voz alta cuando se había ido el muchacho. Pero no recordaba. Cuando él
y el muchacho pescaban juntos, por lo general hablaban únicamente cuando era
necesario. Hablaban de noche o cuando los cogía el mal tiempo. Se consideraba
una virtud no hablar innecesariamente en el mar, y el viejo siempre lo había
reconocido así y lo respetaba. Pero ahora expresaba sus pensamientos en voz alta
muchas veces, puesto que no había nadie a quien pudiera mortificar.
-Si los otros me oyeran hablar en voz alta, creerían que estoy loco -dijo-.
Pero, puesto que no estoy loco, no me importa. Los ricos tienen radios que les
hablan en sus embarcaciones y les dan las noticias del béisbol.
"Ésta no es hora de pensar en el béisbol -pensó-. Ahora hay que pensar en una
sola cosa. Aquella para la que he nacido. Pudiera haber un pez grande en torno a
esa mancha. Sólo he cogido un bonito extraviado de los que estaban comiendo.
Pero están trabajando rápidamente y a lo lejos. Todo lo que asoma hoy a la
superficie viaja muy rápidamente y hacia el nordeste. ¿Será la hora? ¿O será
alguna señal del tiempo, que yo no conozco?" Ahora no podía ver el verdor de la
costa; sólo las cimas de las verdes colinas que asomaban blancas como si
estuvieran coronadas de nieve, y las nubes parecían altas montañas de nieve
sobre ellas. El mar estaba muy oscuro, y la luz hacía prisma en el agua. Y las
miríadas de lunares del plancton eran anuladas ahora por al alto sol, y el viejo
sólo veía los grandes y profundos prismas en el agua azul que tenía una milla de
profundidad, y en la que sus largos sedales descendían verticalmente.
Los pescadores llamaban bonitos a todos los peces de esa especie, y sólo
distinguían entre ellos por sus nombres propios cuando venían a cambiarlos por
carnadas. Los bonitos estaban de nuevo abajo. El sol calentaba fuertemente y el
viejo lo sentía en la parte de atrás del cuello, y sentía el sudor que le corría
por la espalda mientras remaba.
"Pudiera dejarme ir a la deriva -pensó-, y dormir, y echar un lazo al dedo gordo
del pie para despertar si pican. Pero hoy hace ochenta y cinco días, y tengo que
aprovechar el tiempo."
Justamente entonces, mientras vigilaba los sedales, vio que una de las varillas
se sumergía vivamente.
-Sí -dijo-. Sí -y montó los remos sin golpear el bote.
Cogió el sedal y lo sujetó suavemente entre el índice y el pulgar de su mano
derecha. No sintió tensión, ni peso, y aguantó ligeramente. Luego volvió a
sentirlo. Esta vez fue un tirón de tanteo, ni sólido, ni fuerte; y el viejo se
dio cuenta, exactamente, de lo que era. A cien brazas más abajo, una aguja
estaba comiendo las sardinas que cubrían la punta y el cabo del anzuelo en el
punto donde el anzuelo, forjado a mano, sobresalía de la cabeza del pequeño
bonito.
El viejo sujetó delicada y blandamente el sedal, y con la mano izquierda lo
soltó del palito verde. Ahora podía dejarlo correr entre sus dedos sin que el
pez sintiera ninguna tensión.
A esta distancia de la costa, en este mes, debe de ser enorme -pensó el viejo-.
Cómelas, pez. Cómelas. Por favor, cómelas. Están de lo más frescas; y tú, ahí, a
seiscientos pies en el agua fría y a oscuras. Da otra vuelta en la oscuridad y
vuelve a comértelas."
Sentía el leve y delicado tirar; y luego, un tirón más fuerte cuando la cabeza
de una sardina debía de haber sido más difícil de arrancar del anzuelo. Luego,
nada.
-Vamos, ven -dijo el viejo en voz alta-. Da otra vuelta. Da otra vuelta. Ven a
olerlas. ¿Verdad que son sabrosas? Cómetelas ahora, y luego tendrás un bonito.
Duro y frío y sabroso. No seas tímido, pez. Cómetelas.
Esperó con el sedal entre el índice y el pulgar, vigilándolo, y vigilando los
otros al mismo tiempo, pues el pez pudiera virar arriba o abajo. Luego volvió a
sentir la misma y suave tracción.
-Lo cogerá -dijo el viejo en voz alta-. Dios lo ayude a cogerlo.
No lo cogió, sin embargo. Se fue y el viejo no sintió nada más.
-No puede haberse ido -dijo-. ¡No se puede haber ido, maldito! Está dando una
vuelta. Es posible que haya sido enganchado alguna otra vez y que recuerde algo
de eso.
Luego sintió un suave contacto en el sedal y de nuevo fue feliz.
-No ha sido más que una vuelta -dijo-. Lo cogerá.
Era feliz sintiéndolo tirar suavemente, y luego tuvo la sensación de algo duro e
increíblemente pesado. Era el peso del pez, y dejó que el sedal se deslizara
abajo, abajo, llevándose los dos primeros rollos de reserva. Según descendía,
deslizándose suavemente entre los dedos del viejo, todavía él podía sentir el
gran peso, aunque la presión de su índice y de su pulgar era casi imperceptible.
-¡Qué pez! -dijo-. Lo lleva atravesado en la boca, y se está yendo con él.
"Luego virará y se lo tragará", pensó. No dijo esto porque sabía que cuando uno
dice una buena cosa, posiblemente no suceda. Sabía que éste era un pez enorme, y
se lo imaginó alejándose en la tiniebla con el bonito atravesado en la boca. En
ese momento sintió que había dejado de moverse, pero el peso persistía todavía.
Luego el peso fue en aumento, y el viejo le dio más sedal. Acentuó la presión
del índice y el pulgar por un momento, y el peso fue en aumento. Y el sedal
descendía verticalmente.
-Lo ha cogido -dijo-. Ahora dejaré que se lo coma a su gusto.
Dejó que el sedal se deslizara entre sus dedos mientras bajaba la mano izquierda
y amarraba el extremo suelto de los dos rollos de reserva al lazo de los rollos
de reserva del otro sedal. Ahora estaba listo. Tenía tres rollos de cuarenta
brazas de sedal en reserva, además del que estaba usando.
-Come un poquito más -dijo-. Come bien.
"Cómetelo de modo que la punta del anzuelo penetre en tu corazón y te mate
-pensó-. Sube sin cuidado y déjame clavarte el arpón. Bueno. ¿Estás listo?
¿Llevas suficiente tiempo a la mesa?"
-¡Ahora! -dijo en voz alta y tiró fuerte con ambas manos; ganó un metro de
sedal; luego tiró de nuevo, y de nuevo, balanceando cada brazo alternativamente
y girando sobre sí mismo.
No sucedió nada. El pez seguía, simplemente, alejándose con lentitud, y el viejo
no podía levantarlo ni una pulgada. Su sedal era fuerte; era cordel catalán y
nuevo, de este año, hecho para peces pesados, y lo sujetó contra su espalda
hasta que estuvo tan tirante que soltó gotas de agua.
Luego empezó a hacer un lento sonido de siseo en el agua.
El viejo seguía sujetándolo, alineándose contra el banco e inclinándose hacia
atrás. El bote empezó a moverse lentamente hacia el noroeste.
El pez seguía moviéndose sin cesar y viajaban ahora lentamente en el agua
tranquila. Los otros cebos estaban todavía en el agua, pero no había nada que
hacer.
-Ojalá estuviera aquí el muchacho -dijo en voz alta-. Voy a remolque de un pez
grande, y yo soy la bita de remolque. Podría amarrar el sedal. Pero entonces
pudiera romperlo. Debo aguantarlo todo lo posible y darle sedal cuando lo
necesite. Gracias a Dios, que va hacia adelante, y no hacia abajo. No sé qué
haré si decide ir hacia abajo. Pero algo haré. Puedo hacer muchas cosas.
Sujetó el sedal contra su espalda y observó su sesgo en el agua; el bote seguía
moviéndose ininterrumpidamente hacia el noroeste.
"Esto lo matará -pensó el viejo-. Alguna vez tendrá que parar."
Pero, cuatro horas después, el pez seguía tirando, llevando el bote a remolque,
y el viejo estaba todavía sólidamente afincado, con el sedal atravesado a la
espalda.
-Eran las doce del día cuando lo enganché -dijo-. Y todavía no lo he visto ni
una sola vez.
Se había calado fuertemente el sombrero de yarey en la cabeza antes de enganchar
al pez; ahora el sombrero le cortaba la frente. Tenía sed. Se arrodilló y,
cuidando de no sacudir el sedal, estiró el brazo cuanto pudo por debajo de la
proa, y cogió la botella de agua. La abrió y bebió un poco. Luego reposó contra
la proa. Descansó sentado en la vela y el palo que había quitado de la carlinga,
y trató de no pensar: sólo aguantar.
Luego miró hacia atrás y vio que no había tierra alguna a la vista. "Eso no
importa -pensó-. Siempre podré orientarme por el resplandor de La Habana.
Todavía quedan dos horas de sol, y posiblemente suba antes de la puesta del sol.
Si no, acaso suba al venir la luna. Si no hace eso, puede que suba a la salida
del sol. No tengo calambres, y me siento fuerte. Él es quien tiene el anzuelo en
la boca. Pero para tirar así, tiene que ser un pez de marca mayor. Debe de
llevar la boca fuertemente cerrada contra el alambre. Me gustaría verlo. Me
gustaría verlo aunque sólo fuera una vez para saber con quién tengo que
entendérmelas."
El pez no varió su curso ni su dirección en toda la noche; al menos, hasta donde
el hombre podía juzgar, guiado por las estrellas. Después de la puesta del sol
hacía frío, y el sudor se había secado en su espalda, sus brazos y sus piernas.
De día había cogido el saco que cubría la caja de las carnadas y lo había
tendido a secar al sol. Después de la puesta del sol, se lo enrolló al cuello de
modo que le caía sobre la espalda. Se lo deslizó con cuidado por debajo del
sedal, que ahora le cruzaba los hombros. El saco mullía el sedal, y el hombre
había encontrado la manera de inclinarse hacia adelante contra la proa en una
postura que casi le resultaba confortable. La postura era, en realidad, tan sólo
un poco menos intolerable, pero la concibió como casi confortable.
"No puedo hacer nada con él, y él no puede hacer nada conmigo -pensó-. Al menos
mientras siga este juego."
Una vez se enderezó, orinó por sobre la borda, miró a las estrellas y verificó
el rumbo. El sedal lucía como una lista fosforescente en el agua, que se
extendía, recta, partiendo de sus hombros. Ahora iban más lentamente y el fulgor
de La Habana no era tan fuerte. Esto le indicaba que la corriente debía de estar
arrastrándolo hacia el este. "Si pierdo el resplandor de La Habana, será que
estamos yendo más hacia el este", pensó, pues si el rumbo del pez se mantuviera
invariable vería el fulgor, durante muchas horas más.
"Me pregunto quién habrá ganado hoy en las Grandes Ligas -pensó-. Sería
maravilloso tener un radio portátil para enterarse." Luego reflexionó: "Piensa
en esto; piensa en lo que estás haciendo. No hagas ninguna estupidez." A poco,
dijo en voz alta:
-Ojalá estuviera aquí el muchacho. Para ayudarme y para que viera esto.
"Nadie debiera estar solo en su vejez -pensó. Pero es inevitable. Tengo que
acordarme de comer el bonito antes de que se eche a perder, a fin de conservar
las fuerzas. Recuerda: por poca gana que tengas, tendrás que comerlo por la
mañana. Recuerda", se dijo.
Durante la noche acudieron delfines en torno al bote. Los sentía rolando y
resoplando. Podía percibir la diferencia entre el sonido del soplo del macho y
el suspirante soplo de la hembra.
-Son buena gente –dijo-. Juegan y bromean y se hacen el amor. Son nuestros
hermanos, como los peces voladores.
Entonces empezó a sentir lástima por el gran pez que había enganchado. "Es
maravilloso y extraño, y quién sabe qué edad tendrá -pensó-. Jamás he cogido un
pez tan fuerte, ni que se portara de un modo tan extraño. Puede que sea
demasiado prudente para subir a la superficie. Brincando y precipitándose
locamente pudiera acabar conmigo. Pero es posible que haya sido enganchado ya
muchas veces y que sepa que ésta es la manera de pelear. No puede saber que no
hay más que un hombre contra él, ni que este hombre es un anciano. Pero, ¡qué
pez más grande! y qué bien lo pagarán en el mercado, si su carne es buena. Cogió
la carnada como un macho, y tira como un macho, y no hay pánico en su manera de
pelear. Me pregunto si tendrá algún plan o si estará, como yo, en la
desesperación."
Recordó aquella vez en que había enganchado una de las dos agujas que iban en
pareja. El macho dejaba siempre que la hembra comiera primero, y el pez
enganchado, la hembra, presentó una pelea fiera, desesperada y llena de pánico,
que no tardó en agotarla. Durante todo ese tiempo, el macho permaneció con ella,
cruzando el sedal y girando con ella en la superficie. Había permanecido tan
cerca, que el viejo había temido que cortara el sedal con la cola, que era
afilada como una guadaña y casi de la misma forma y tamaño. Cuando el viejo la
había enganchado con el bichero, la había golpeado sujetando su mandíbula en
forma de espada y de áspero borde, y golpeado en la cabeza hasta que su color se
había tornado como el de la parte de atrás de los espejos; y luego cuando, con
ayuda del muchacho, la había izado a bordo, el macho había permanecido junto al
bote. Después, mientras el viejo levantaba los sedales y preparaba el arpón, el
macho dio un brinco en el aire junto al bote para ver dónde estaba la hembra. Y
luego se había sumergido en la profundidad con sus alas azul-rojizas, que eran
sus aletas pectorales, desplegadas ampliamente y mostrando todas sus franjas del
mismo color. "Era hermoso", recordaba el viejo. Y se había quedado junto a su
hembra.
"Es lo más triste que he visto jamás en ellos -pensó-. El muchacho también había
sentido tristeza, y le pedimos perdón a la hembra y le abrimos el vientre
prontamente."
-Ojalá estuviera aquí el muchacho -dijo en voz alta, y se acomodó contra las
redondeadas tablas de la proa y sintió la fuerza del gran pez en el sedal que
sujetaba contra sus hombros, moviéndose sin cesar hacia no sabía dónde: a donde
el pez hubiese elegido.
"Por mi traición ha tenido que tomar una decisión", pensó el viejo.
Su decisión había sido permanecer en aguas profundas y tenebrosas, lejos de
todas las trampas y cebos y traiciones. Mi decisión fue ir allá a buscarlo, más
allá de toda gente. Más allá de toda gente en el mundo. Ahora estamos solos uno
para el otro y así ha sido desde el mediodía. Y nadie que venga a valernos, ni a
él ni a mí.
"Tal vez yo no debiera ser pescador -pensó-. Pero para eso he nacido. Tengo que
recordar, sin falta, comerme el bonito tan pronto como sea de día"
Algo antes del amanecer cogió uno de los sedales que tenía detrás. Sintió que el
palito se rompía y que el sedal empezaba a correr precipitadamente sobre la
regala del bote. En la oscuridad sacó el cuchillo de la funda y, echando toda la
presión del pez sobre el hombro izquierdo, se inclinó hacia atrás y cortó el
sedal contra la madera de la regala. Luego cortó el otro sedal más próximo, y en
la oscuridad sujetó los extremos sueltos de los rollos de reserva. Trabajó
diestramente con una sola mano y puso su pie sobre los rollos para sujetarlos
mientras apretaba los nudos. Ahora tenía seis rollos de reserva. Había dos de
cada carnada, que había cortado, y los dos del cebo que había cogido el pez. Y
todos estaban enlazados.
"Tan pronto como sea de día -pensó-, me llegaré hasta el cebo de cuarenta brazas
y lo cortaré también y enlazaré los rollos de reserva. Habré perdido doscientas
brazas del buen cordel catalán y los anzuelos y alambres. Eso puede ser
reemplazado. Pero este pez, ¿quién lo reemplaza? Si engancho otros peces,
pudiera soltarse. Me pregunto qué peces habrán sido los que acaban de picar.
Pudiera ser una aguja, o un emperador o un tiburón. No llegué a tomarle el peso.
Tuve que deshacerme de él demasiado pronto."
En voz alta dijo:
-Me gustaría que el muchacho estuviera aquí.
"Pero el muchacho no está contigo", pensó.
"No cuentas más que contigo mismo, y harías bien en llegarte hasta el último
sedal, aunque sea en la oscuridad y empalmar los dos rollos de reserva"
Fue
lo que hizo. Fue difícil en la oscuridad, y una vez el pez dio un tirón que lo
lanzó de bruces, y le causó una herida bajo el ojo. La sangre le corrió un poco
por la mejilla. Pero se coaguló y se secó antes de llegar a su barbilla, y el
hombre volvió a la proa y se apoyó contra la madera. Ajustó el saco y manipuló
cuidadosamente el sedal de modo que pasara por otra parte de sus hombros y,
sujetándolo en éstos, tanteó con cuidado la tracción del pez y luego metió la
mano en el agua para sentir la velocidad del bote.
"Me pregunto por qué habrá dado ese nuevo impulso -pensó-. El alambre debe de
haber resbalado sobre la comba de su lomo. Con seguridad su lomo no puede
dolerle tanto como me duele el mío. Pero no puede seguir tirando eternamente de
este bote por grande que sea. Ahora todo lo que pudiera estorbar está despejado
y tengo una gran reserva de sedal: no hay mas que pedir."
-Pez -dijo, dulcemente en voz alta-, seguiré hasta la muerte.
"Y él seguirá también conmigo, me imagino", pensó el viejo, y se puso a esperar
a que fuera de día. Ahora, a esta hora próxima al amanecer, hacía frío, y se
apretó contra la madera en busca de calor. "Voy a aguantar tanto como él",
pensó. Y, con la primera luz, el sedal se extendió a los lejos y hacia abajo en
el agua. El bote se movía sin cesar y cuando se levanto el primer filo de sol
fue a posarse sobre el hombro derecho del viejo.
-Se ha dirigido hacia el norte -dijo el viejo.
"La corriente nos habrá desviado mucho al este -pensó-. Ojalá virara con la
corriente. Eso indicaría que se estaba cansando."
Cuando el sol se hubo levantado más, el viejo se dio cuenta de que el pez no se
estaba cansando. Sólo una señal favorable, el sesgo del sedal, indicaba que
nadaba a menos profundidad. Eso no significaba, necesariamente, que fuera a
brincar a la superficie. Pero pudiera hacerlo.
-Dios quiera que suba -dijo el viejo-. Tengo suficiente sedal para manejarlo.
"Puede que si aumento un poquito la tensión le duela y surja a la superficie
-pensó-. Ahora que es de día, conviene que salga para que llene de aire los
sacos a lo largo de su espinazo y no pueda luego descender a morir a las
profundidades."
Trató de aumentar la tensión, pero el sedal había sido estirado ya todo lo que
daba desde que había enganchado al pez y, al inclinarse hacia atrás sintió la
dura tensión de la cuerda y se dio cuenta de que no podía aumentarla. "Tengo que
tener cuidado de no sacudirlo -pensó-. Cada sacudida ensancha la herida que hace
el anzuelo y, si brinca, pudiera soltarlo. De todos modos me siento mejor al
venir el sol y por esta vez no tengo que mirarlo de frente."
Había algas amarillas en el sedal, pero el viejo sabía que eso no hacía más que
aumentar la resistencia del bote, y el viejo se alegró. Eran las algas amarillas
del Golfo -el sargazo- las que habían producido tanta fosforescencia de noche.
-Pez -dijo-, yo te quiero y te respeto muchísimo. Pero acabaré con tu vida antes
de que termine este día…
"Ojalá", pensó.
Un pajarito vino volando hacia el bote, procedente del norte. Era una especie de
curruca que volaba muy bajo sobre el agua. El viejo se dio cuenta de que estaba
muy cansado. El pájaro llegó hasta la popa del bote y descansó allí. Luego voló
en torno a la cabeza del viejo y fue a posarse en el sedal, donde estaba más
cómodo.
-¿Qué edad tienes? -preguntó el viejo al pájaro-. ¿Es éste tu primer viaje?
El pájaro lo miró al oírlo hablar. Estaba demasiado cansado siquiera para
examinar el sedal y se balanceó asiéndose fuertemente a él con sus delicadas
patas.
-Estás firme -le dijo el viejo-. Demasiado firme. Después de una noche sin
viento no debieras estar tan cansado. ¿A qué vienen los pájaros?
"Los gavilanes -pensó- salen al mar a esperarlos." Pero no le dijo nada de esto
al pajarito, que de todos modos no podía entenderlo y que ya tendría tiempo de
conocer a los gavilanes.
-Descansa, pajarito, descansa -dijo-. Luego ve a correr fortuna como cualquier
hombre o pájaro o pez.
Lo estimulaba a hablar porque su espalda se había endurecido de noche y ahora le
dolía realmente.
-Quédate en mi casa si quieres, pajarito -dijo-. Lamento que no pueda izar la
vela y llevarte a tierra, con la suave brisa que se está levantando. Pero estas
con un amigo.
Justamente entonces el pez dio una súbita sacudida; el viejo fue a dar contra la
proa; y hubiera caído por la borda si no se hubiera aferrado y soltado un poco
de sedal.
El pájaro levantó el vuelo cuando el sedal se sacudió, y el viejo ni siquiera lo
había visto irse. Palpó cuidadosamente el sedal con la mano derecha y notó que
su mano sangraba.
-Algo la ha lastimado -dijo en voz alta, y tiró del sedal para ver si podía
virar al pez. Pero cuando llegaba a su máxima tensión, sujetó firme y se echó
hacia atrás para formar contrapeso.
-Ahora lo estás sintiendo, pez -dijo-. Y bien sabe Dios que también yo lo
siento.
Miró en derredor a ver si veía al pájaro, porque le hubiera gustado tenerlo de
compañero. El pájaro se había ido.
"No te has quedado mucho tiempo -pensó el viejo-. Pero a donde vas, va a ser más
difícil, hasta que llegues a la costa. ¿Cómo me habré dejado cortar por esa
rápida sacudida del pez? Me debo de estar volviendo estúpido. O quizá sea que
estaba mirando al pájaro y pensando en él. Ahora prestaré atención a mi trabajo
y luego me comeré el bonito para que las fuerzas no me fallen."
-Ojalá estuviera aquí el muchacho, y que tuviera un poco de sal -dijo en voz
alta.
Pasando la presión del sedal al hombro izquierdo y arrodillándose con cuidado,
lavó la mano en el mar y la mantuvo allí sumergida, por más de un minuto, viendo
correr la sangre y deshacerse en estela, y el continuo movimiento del agua
contra su mano al moverse el bote.
-Ahora va mucho más lentamente -dijo.
Al viejo le hubiera gustado mantener la mano en el agua salada por más tiempo,
pero temía otra súbita sacudida del pez y se levantó y se afianzó y alzó la mano
contra el sol. Era sólo un roce del sedal lo que había cortado su carne. Pero
era en la parte con que tenía que trabajar. El viejo sabia que antes de que esto
terminara necesitaría sus manos, y no le gustaba nada estar herido antes de
empezar.
-Ahora -dijo, cuando su mano se hubo secado- tengo que comer ese pequeño bonito.
Puedo alcanzarlo con el bichero y comérmelo aquí tranquilamente.
Se arrodilló y halló el bonito bajo la popa con el bichero y lo atrajo hacia sí
evitando que se enredara en los rollos de sedal. Sujetando el sedal nuevamente
con el hombro izquierdo y apoyándose en el brazo izquierdo, sacó el bonito del
garfio del bichero y puso de nuevo el bichero en su lugar. Plantó una rodilla
sobre el pescado y arrancó tiras de carne oscura longitudinalmente desde la
parte posterior de la cabeza hasta la cola. Eran tiras en forma de cuña y las
arrancó desde la proximidad del espinazo hasta el borde del vientre. Cuando hubo
arrancado seis tiras las tendió en la madera de la popa, limpió su cuchillo en
el pantalón y levantó el resto del bonito por la cola y lo tiró por sobre la
borda.
-No creo que pueda comerme uno entero -dijo, y cortó por la mitad una de las
tiras.
Sentía la firme tensión del sedal y su mano izquierda tenía calambre. La corrió
hacia arriba sobre el duro sedal y la miró con disgusto.
-¿Qué clase de mano es ésta? -dijo-. Puedes coger calambre si quieres. Puedes
convenirse en una garra. De nada te va a servir.
"Vamos", pensó, y miró al agua oscura y al sesgo del sedal. "Cómetelo ahora y le
dará fuerza a la mano. No es culpa de la mano, y llevas muchas horas con el pez.
Pero puedes quedarte siempre con él. Cómete ahora el bonito."
Cogió un pedazo, se lo llevó a la boca y lo masticó lentamente. No era
desagradable.
"Mastícalo bien -pensó-, y no pierdas ningún jugo. Con un poco de limón o lima o
con sal no estaría mal."
-¿Cómo te sientes, mano? -preguntó a la que tenía calambre y que estaba casi
rígida como un cadáver-. Ahora comeré un poco para ti.
Comió la otra parte del pedazo que había cortado en dos. La masticó con cuidado
y luego escupió el pellejo.
-¿Cómo va eso, mano? ¿O es demasiado pronto para saberlo?
Cogió otro pedazo entero y lo masticó.
"Es un pez fuerte y de calidad -pensó-. Tuve suerte de engancharlo a él, en vez
de a un dorado. El dorado es demasiado dulce. Éste no es nada dulce y guarda
toda la fuerza.
"Sin embargo, hay que ser práctico -pensó-. Otra cosa no tiene sentido. Ojalá
tuviera un poco de sal. Y no sé si el sol secará o pudrirá lo que me queda. Por
tanto, será mejor que me lo coma todo aunque no tengo hambre. El pez sigue
tirando firme y tranquilamente. Me comeré todo el bonito y entonces estaré
preparado."
-Ten paciencia, mano -dijo-. Esto lo hago por ti.
"Me gustaría dar de comer al pez -pensó-. Es mi hermano. Pero tengo que matarlo
y cobrar fuerzas para hacerlo." Lenta y deliberadamente se comió todas las tiras
en forma de coda del pescado.
Se enderezó, limpiándose la mano en el pantalón.
-Ahora -dijo-, mano, puedes soltar el sedal. Yo sujetaré al pez con el brazo
hasta que se te pase esa bobería.
Puso su pie izquierdo sobre el pesado sedal que había aguantado la mano
izquierda y se echó hacia atrás para llevar con la espalda la presión.
-Dios quiera que se me quite el calambre -dijo-. Porque no sé qué hará el pez.
"Pero parece tranquilo -pensó-, y sigue su plan. Pero, ¿cuál será su plan? ¿Y
cuál es el mío? El mío tendré que improvisarlo de acuerdo con el suyo, porque es
un pez muy grande. Si brinca, podré matarlo. Pero no acaba de salir de allá
abajo. Entonces, seguiré con él allá abajo."
Se frotó la mano que tenía calambre contra el pantalón y trató de obligar los
dedos. Pero éstos se resistían a abrirse. "Puede que se abra con el sol -pensó-.
Puede que se abra cuando el fuerte bonito crudo haya sido digerido. Si la
necesito, la abriré cueste lo que cueste. Pero no quiero abrirla ahora por la
fuerza. Que se abra por sí misma y que vuelva por su voluntad. Después de todo,
abusé mucho de ella de noche cuando era necesario soltar y empatar los varios
sedales."
Miró por sobre el mar y ahora se dio cuenta de cuán solo se encontraba. Pero
veía los prismas en el agua profunda y oscura, el sedal estirado adelante y la
extraña ondulación de la calma. Las nubes se estaban acumulando ahora para la
brisa, y miró adelante y vio una bandada de patos salvajes que se proyectaban
contra el cielo sobre el agua, luego formaban un borrón y volvían a destacarse
como un aguafuerte; y se dio cuenta de que nadie está jamás solo en el mar.
Recordó cómo algunos hombres temían hallarse fuera de la vista de tierra en un
botecito; y en los mares de súbito mal tiempo tenían razón. Pero ahora era el
tiempo de los ciclones, y cuando no hay ciclón en el tiempo de los ciclones es
el mejor tiempo del año.
"Si hay ciclón, siempre puede uno ver las señales varios días antes en el mar.
En tierra no las ven porque no saben reconocerlas –pensó-. En tierra debe
notarse también por la forma de las nubes. Pero ahora no hay ciclón a la vista."
Miró al cielo y vio la formación de los blancos cúmulos, como sabrosas pilas de
mantecado, y más arriba se veían las tenues plumas de los cirros contra el alto
de septiembre.
-Brisa ligera -dijo-. Mejor tiempo para mí que para ti, pez.
Su mano izquierda estaba todavía presa del calambre, pero la iba soltando poco a
poco.
"Detesto el calambre -pensó-. Es una traición del propio cuerpo. Es humillante
ante los demás tener diarrea producida por envenenamiento de promaínas o vomitar
por lo mismo. Pero el calambre lo humilla a uno, especialmente cuando está solo.
"Si el muchacho estuviera aquí podría frotarme la mano y soltarla, desde el
antebrazo -pensó-. Pero ya se soltará."
Luego palpó con la mano derecha para conocer la diferencia de tensión en el
sedal; después vio que el sesgo cambiaba en el agua. Seguidamente, al inclinarse
contra el muslo, vio que cobraba un lento sesgo ascendente.
-Está subiendo -dijo-. Vamos, mano. Ven, te lo pido.
[EN PROTECCION DE LOS DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE EL VIEJO Y EL
MAR]