1947 - Discursos Perón y Evita


La muerte de Perón


Los derechos del trabajador


El 17 de octubre de 1945


El general en su laberinto - Parte 1


El general en su laberinto - Parte 2


El general en su laberinto - Parte 3


31 de marzo de 1973 - Entrevista Perón-Franco


20 de junio de 1973 - Masacre de Ezeiza


16 de junio de 1955 - Bombardel a Plaza de Mayo


La revolución fusiladora


20 de junio de 1973 - Salida de Perón de Madrid


25 de mayo de 1973 - Asunción de Cámpora


Ella


Publicidad FREJULI 1973 - Parte 1


Publicidad FREJULI 1973 - Parte 2


Documental del cubano Santiago Alvarez, 1973, Parte 1


Documental del cubano Santiago Alvarez, 1973, Parte 2


Documental del cubano Santiago Alvarez, 1973, Parte 3
 


Mensaje de Perón desde el exilio en 1958 al cumplirse dos años de los fusilamientos de 1956. Es uno de los tantos mensajes grabados en viejas cintas (luego fueron cassettes) con que el líder burlaba la proscripción y mantenía un contacto clandestino con miembros de la resistencia.

 


W. Iampietro y A. Pages - La Fuerza es el Derecho de las Bestias - Parte 1


W. Iampietro y A. Pages - La Fuerza es el Derecho de las Bestias - Parte 2


W. Iampietro y A. Pages - La Fuerza es el Derecho de las Bestias - Parte 3



Perón. Sinfonía del sentimiento, Leonardo Favio (parte 1)



Perón. Sinfonía del sentimiento, Leonardo Favio (parte 2)


 
Perón. Sinfonía del sentimiento, Leonardo Favio (parte 3)

El volumen de la historia

Por Fernando Martin Peña

A fines de 1999 o 2000, cuando hacíamos el ciclo El Independiente, con los responsables de la revista Haciendo Cine, estrenamos en el Atlas Recoleta el documental de Leonardo Favio Perón: Sinfonía de un sentimiento. El público abarrotó la sala en las dos funciones que fueron necesarias para exhibirlo completo. Los que no pudieron entrar, cantaron la marchita y sólo se aplacaron cuando el propio Leonardo Favio les explicó el problema. Cada una de las dos proyecciones tuvo varias horas de duración y en ambas estuvo Favio, pero de un modo particular. No quiso presentarla y llegó con la función apenas empezada. Me preguntó si podía verla desde la cabina y si podía indicarle cuál era el control de volumen del amplificador. Ya tenía problemas en la cadera y necesitaba bastón, pero eso no le impidió observar todo su film de pie por la ventanilla de la cabina. Cada vez que se escuchaba un discurso de Evita, subía el volumen hasta el tope. La primera vez entré para avisarle que saturaba un poco, pero se limitó a asentir feliz con la cabeza y entendí que estaba ahora dirigiendo a su público, como antes había dirigido su film. Las dos noches se fue, cálido y satisfecho, unos minutos antes de que la función terminara, sin sentir la necesidad de los aplausos.

09/09/12 Página|12, suplemento Radar


 
Montoneros, una historia, Andrés Di Tella


 
Evita, otra mirada


 
El golpe, crónica de una conspiración


El peronismo que el cine nos contó

Por Sergio Wolf
cultural@clarin.com

Antes de nacer como movimiento o de tener un liderazgo único o bifronte, el peronismo ya era un imaginario creado por el cine argentino. Quizás como resultado de su eficaz olfato para intuir y representar ciertas formas de lo popular, el director Manuel Romero se convirtió en el centinela que veía más lejos y profetizó el peronismo dos veces, de dos maneras diferentes. Primero, en Mujeres que trabajan (1938), disfrazando la alianza de clases bajo leves tramas románticas para estallar en un epílogo con revuelta popular por medio de masas de vendedoras de tienda. Y después, como si fuera una variación perfeccionada, en Elvira Fernández, vendedora de tienda (1942), donde una chica rubia hija del patrón de tienda y llamada Elvira -solo habría que cambiarle un par de letras para que se convierta en "Evita"- se pone al frente de las reivindicaciones de las empleadas. En películas posteriores, como Navidad de los pobres (1947), la intuición se volvió esclerosis, y el cine de Romero parece entrar en su "período oficialista", como lo llamó con perspicacia el crítico Rodrigo Tarruella.

Si antes el cine construía al peronismo como profecía o prefiguración, ahora era el peronismo el que hacía del cine argentino un "Estado". Un Estado para vigilar, premiar y castigar. El peso de la ley avanza desde la obligatoriedad de exhibición de películas argentinas, pasando por los subsidios, hasta llegar a la protección del cine, justo en 1949, cuando asume Raúl Alejandro Apold, el hombre que controlaba demasiado, en la Subsecretaría de Informaciones del Estado. Como al mirar los negativos fotográficos a trasluz, en los intersticios de la inflación productiva el cine del peronismo permite ver todo lo que estaba insinuado o maquillado, como el cartel que se le obligó a poner en el inicio de Apenas un delincuente (1948), de Hugo Fregonese, para que nadie creyera que un ladrón puede triunfar y disfrutar su triunfo mal habido. Contra lo que podía suponerse, una de las luchas más encarnizadas la libró Hugo Del Carril con Las aguas bajan turbias (1952): Apold hizo lo posible e imposible para evitar el rodaje y luego el estreno, sólo por transponer la novela de un escritor de filiación comunista.

La discusión acerca de si hubo o no un "cine de régimen" está asociada a la pregunta sobre el sentido de un "cine de Estado", en la medida en que el Estado busca instalar una moral y esa moral busca arbitrar modos de control. O dicho de otro modo: el Estado provee sólo si puede controlar los resultados de su provisión. Esa pretensión obligaba al peronismo a pensarse como sistema de representación, a definir de qué manera mostrarse. La unificación de los noticieros cinematográficos fue una de las herramientas -con Sucesos Argentinos al frente-, pero era una elección demasiado obvia. Así es que en una zona de las películas de ficción como la cantidad de versiones de clásicos literarios extranjeros parece ser donde menos ostensiblemente se puede ver el campo delimitado. En su número abultado, las versiones de clásicos literarios extranjeros parecen ir en contra de un proyecto que buscaba asimilar identidad, lengua y territorio, pero al mismo tiempo era un salvoconducto para evitar la mirada crítica de la nueva narrativa que surgió en esa década y que tardaría casi diez años en llegar al cine.

Proscripción y mitología

No deja de ser sorprendente el cambio que operó en la representación del trabajo. Si en el cine argentino de los 30 el trabajo había sido mostrado como un campo de reivindicación, o dando cuenta del esfuerzo que implicaba conseguirlo, hacia mediados de los años 40 ya funciona asociado a la idea de pertenencia y así se pulen las aristas conflictivas, disolviéndolas.

De manera casi simétrica, el período inmediatamente posterior al golpe militar del 55 invierte la mirada. Más allá de casos escasos de propaganda revanchista como el de Después del silencio (1956), de Lucas Demare, la proscripción lo construye como un fuera de campo, como en El jefe (1958), de Fernando Ayala.

Como antes con los nombres vedados o empujados al exilio -Marshall, Lamarque, Petrone-, cuando el peronismo creó una cierta idea de "cine de Estado", ahora el sistema de exclusiones provoca el nacimiento del cine militante que prolifera desde los márgenes y bajo la lógica del secreto. La ausencia absoluta del peronismo en el cine argentino en los años de la proscripción lo ubican más allá del campo de lo visible, es decir, lo construyen como omnipresente. Si había sido profecía, y luego Estado, ahora se volvía ausencia.

Esta presencia en los márgenes o arrabales del cine oficial argentino, se ejemplifica nítidamente con La hora de los hornos (1968/1971), en la que Fernando Solanas rearma el extenso montaje a partir de la idea del cine como objeto de funcionalidad política y coyuntural, añadiendo la famosa (y largamente discutida) escena del desenlace con Perón, cuando logra que pueda verse en un formato de sala cinematográfica. Es entonces cuando el peronismo se vuelve mitología. Por un lado, al exhibir una mitología de la resistencia, como en Operación Masacre (1973), de Jorge Cedrón, y cuya frase promocional rezaba: "18 años de lucha para que todos los argentinos pudieran verla". Por otro lado, por una mitología literalmente épica, como en Los hijos de Fierro (1975), que parece tanto mitificar como clausurar esa expectativa, anunciar un repliegue, así como en La familia unida espera la llegada de Hallewyn (1971), de Miguel Bejo, el desenlace alegórico y terrible, ese asado donde parece empezar a cocerse una generación, prefiguraba el desastre de la llegada de Perón a Ezeiza.

Frente al habitual efecto acrítico de las miradas mitologizadoras, en esos mismos años previos a la dictadura, Raymundo Gleyzer filma Los traidores (1973), que se constituye en uno de los pocos casos en que cierto sector de la dirigencia peronista (en este caso, un innominado sindicalismo) es visto irónicamente por alguien que no pertenece al peronismo. En este vaivén que va de la mirada vigilante del Estado a la mirada revanchista del excluido, Gleyzer recuperaba la mirada filosa de quien no pertenece y parece poder hablar libre de condicionamientos. Esa ironía está lejos, de todos modos, del tono farsesco y algo indulgente que le imprimió al peronismo Héctor Olivera en No habrá más penas ni olvido (1983), a partir de la empatía con la mirada de Osvaldo Soriano. Los años de la dictadura permitían ver que ya no había uno, sino dos peronismos.

Nostalgia y evocación

Con el retorno de la democracia, el peronismo abandonó la mitología épica para mutar en mitología nostálgica, tanto en casos de implosión dramática como el de Evita, quien quiere oír que oiga (1984), de Eduardo Mignogna, como en el del musical de ambición operística de El exilio de Gardel (1986), de Solanas.

Como si ya no hubiera espacio (ni físico ni político) para las utopías futuras, se vuelve hacia atrás, volviéndose pasado y memoria, como ocurría con El rigor del destino (1985), de Gerardo Vallejo. Como toda memoria nostálgica, toma la opción del recuerdo sentimental y obtura, una vez más pero de otro modo, la complejidad y heterogeneidad que caracterizaron desde siempre al peronismo.

Por eso resultan claves las últimas dos películas de Leonardo Favio. En Gatica, el mono (1993), toma el modelo de ascenso y caída del ídolo popular para dar cuenta del peronismo como época dorada asociada a las distorsiones y transformaciones de la infancia y a las imágenes tan grabadas como difuminadas. En Perón, sinfonía del sentimiento (1994-1999), la extensión desmesurada está sostenida en el afán educativo de una totalidad escolar y en el borde de lo kitsch, marcada por iconografías oficiales más que por relecturas de la historia, en un sistema apologético inverso al que había prohijado Eduardo Meilij una década antes, en Permiso para pensar (1988), haciendo una película que buceaba rabiosamente entre los pelos de la abrumadora propaganda oficial de los 40 y 50.

Si el Leonardo Favio narrador se convierte en un Leonardo Favio educador es en la medida en que el peronismo pasa de ser nostalgia personal a convertirse en nostalgia institucional. Ya las imágenes no están segregadas por el tamiz de la subjetividad o singularidad sino por una vocación que quiere dar cuenta de una experiencia colectiva.

La mirada retrospectiva abarcó la experiencia militante, donde también hubo un desplazamiento, desde la clave generacional que se aferra sólo a testimoniar, a dejar constancia de una marca colectiva, como en Cazadores de utopías (1994), de David Blaustein, hasta su versión ficcional, más reciente y áspera, menos unívoca, como en La vida por Perón (2005), de Sergio Bellotti. Allí se abre un último paso: el peronismo como relato ficcional.

El cine argentino siempre tuvo problemas para representar personajes históricos, del Sarmiento de Enrique Muiño al San Martín de Alfredo Alcón o al de Rubén Stella. La clave del cambio fue la que permitió la distancia, como para que, desde los inicios de los 90, la ficción cinematográfica pudiera apropiarse del peronismo, dialogar con el peronismo y con los discursos desde y sobre el peronismo, repensar sus íconos y hasta atreverse a la cotidianidad de Juan y Eva Perón, como se ve en Eva Perón (1996), de Juan Carlos Desanzo. El Perón que propone el guionista José Pablo Feinmann está ambiguamente inclinado por la conveniencia y no muy feliz de tener una personalidad tan fuerte a su lado.

Más allá de que los personajes sean antes ideas que personajes, en Eva Perón se marca una huella en el trabajo sobre los hechos y en la posibilidad de construir una dimensión privada de los personajes públicos, como si de allí en más las "grandes figuras" devenidas víctimas quedaran irremediablemente del lado del documental, como pasó con los producidos sobre Héctor G. Oesterheld o Rodolfo Walsh. La auto-conciencia de los varios peronismos todavía no ofreció miradas sobre Apold o López Rega.

Si el peronismo podía admitir la ficción debía aceptar no sólo rostros y tonos sino también la posibilidad de otros abordajes, menos centrales. De ahí a una perspectiva lateral, había apenas un paso. Ay, Juancito (2004), de Héctor Olivera, no trajo solamente otro rostro para Juan Perón (ya no el de Víctor Laplace, sino la sonrisa impostada de Jorge Marrale) sino la idea de que era posible narrar el peronismo desde una posición escorzada y oblicua como la de Juan Duarte. Si hay ficción hay recorte, y si hay recorte el problema empieza a ser cómo trazar ese corte. Quebrado el límite que distingue a los que pertenecen de los que no, el peronismo abandona su dimensión blindada y deviene maleable, ficcionalizable. Y la historia y la ficción pueden empezar a dialogar, cuando el cine deja de pensar en la palabra "verdad" para empezar a pensar en la palabra "hipótesis". No hay totalidad, sino versiones o relatos.

En este cruce donde ya no hay ambición de totalidad sino miradas laterales y nostálgicas, Pulqui, un instante en la patria de la felicidad (2007), el documental de Alejandro Fernández Mouján, da una nueva vuelta de tuerca y recupera la idea del peronismo como infancia y mito congelado, pero también como un territorio para inventar, un campo donde la imaginación se fusiona con el recuerdo y el pasado se actualiza, como se ve en las obras de Daniel Santoro. Recordar y construir, ser fiel a la verdad o reinventarla, ceñirse a una iconografía (incluida Eva Perón) o hacer que estalle en el aire el límite entre documental y ficción son las operaciones de Fernández Mouján. Ya está: el peronismo ya es relato. No tiene más propietarios, sino narradores.

Fuente: Clarín, 07/07/07



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