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Perón. Sinfonía
del sentimiento, Leonardo Favio (parte 1)
Perón. Sinfonía
del sentimiento, Leonardo Favio (parte 2)
Perón. Sinfonía
del sentimiento, Leonardo Favio (parte 3)
El volumen de la historia
Por Fernando Martin Peña
A fines de 1999 o 2000, cuando hacíamos el ciclo El Independiente, con los
responsables de la revista Haciendo Cine, estrenamos en el Atlas Recoleta el
documental de Leonardo Favio Perón: Sinfonía de un sentimiento. El público
abarrotó la sala en las dos funciones que fueron necesarias para exhibirlo
completo. Los que no pudieron entrar, cantaron la marchita y sólo se aplacaron
cuando el propio Leonardo Favio les explicó el problema. Cada una de las dos
proyecciones tuvo varias horas de duración y en ambas estuvo Favio, pero de un
modo particular. No quiso presentarla y llegó con la función apenas empezada. Me
preguntó si podía verla desde la cabina y si podía indicarle cuál era el control
de volumen del amplificador. Ya tenía problemas en la cadera y necesitaba
bastón, pero eso no le impidió observar todo su film de pie por la ventanilla de
la cabina. Cada vez que se escuchaba un discurso de Evita, subía el volumen
hasta el tope. La primera vez entré para avisarle que saturaba un poco, pero se
limitó a asentir feliz con la cabeza y entendí que estaba ahora dirigiendo a su
público, como antes había dirigido su film. Las dos noches se fue, cálido y
satisfecho, unos minutos antes de que la función terminara, sin sentir la
necesidad de los aplausos.
09/09/12 Página|12, suplemento Radar
Montoneros,
una historia, Andrés Di Tella
Evita, otra
mirada
El golpe,
crónica de una conspiración
El
peronismo que el cine nos contó
Por Sergio Wolf
cultural@clarin.com
Antes de nacer como movimiento o de tener un liderazgo único
o bifronte, el peronismo ya era un imaginario creado por
el cine argentino. Quizás como resultado de su eficaz olfato
para intuir y representar ciertas formas de lo popular,
el director Manuel Romero se convirtió en el centinela que
veía más lejos y profetizó el peronismo dos veces, de dos
maneras diferentes. Primero, en Mujeres que trabajan (1938),
disfrazando la alianza de clases bajo leves tramas románticas
para estallar en un epílogo con revuelta popular por medio
de masas de vendedoras de tienda. Y después, como si fuera
una variación perfeccionada, en Elvira Fernández, vendedora
de tienda (1942), donde una chica rubia hija del patrón
de tienda y llamada Elvira -solo habría que cambiarle un
par de letras para que se convierta en "Evita"- se pone
al frente de las reivindicaciones de las empleadas. En películas
posteriores, como Navidad de los pobres (1947), la intuición
se volvió esclerosis, y el cine de Romero parece entrar
en su "período oficialista", como lo llamó con perspicacia
el crítico Rodrigo Tarruella.
Si antes el cine construía al peronismo como profecía o
prefiguración, ahora era el peronismo el que hacía del cine
argentino un "Estado". Un Estado para vigilar, premiar y
castigar. El peso de la ley avanza desde la obligatoriedad
de exhibición de películas argentinas, pasando por los subsidios,
hasta llegar a la protección del cine, justo en 1949, cuando
asume Raúl Alejandro Apold, el hombre que controlaba demasiado,
en la Subsecretaría de Informaciones del Estado. Como al
mirar los negativos fotográficos a trasluz, en los intersticios
de la inflación productiva el cine del peronismo permite
ver todo lo que estaba insinuado o maquillado, como el cartel
que se le obligó a poner en el inicio de Apenas un delincuente
(1948), de Hugo Fregonese, para que nadie creyera que un
ladrón puede triunfar y disfrutar su triunfo mal habido.
Contra lo que podía suponerse, una de las luchas más encarnizadas
la libró Hugo Del Carril con Las aguas bajan turbias (1952):
Apold hizo lo posible e imposible para evitar el rodaje
y luego el estreno, sólo por transponer la novela de un
escritor de filiación comunista.
La discusión acerca de
si hubo o no un "cine de régimen" está asociada a la pregunta
sobre el sentido de un "cine de Estado", en la medida en
que el Estado busca instalar una moral y esa moral busca
arbitrar modos de control. O dicho de otro modo: el Estado
provee sólo si puede controlar los resultados de su provisión.
Esa pretensión obligaba al peronismo a pensarse como sistema
de representación, a definir de qué manera mostrarse. La
unificación de los noticieros cinematográficos fue una de
las herramientas -con Sucesos Argentinos al frente-, pero
era una elección demasiado obvia. Así es que en una zona
de las películas de ficción como la cantidad de versiones
de clásicos literarios extranjeros parece ser donde menos
ostensiblemente se puede ver el campo delimitado. En su
número abultado, las versiones de clásicos literarios extranjeros
parecen ir en contra de un proyecto que buscaba asimilar
identidad, lengua y territorio, pero al mismo tiempo era
un salvoconducto para evitar la mirada crítica de la nueva
narrativa que surgió en esa década y que tardaría casi diez
años en llegar al cine.
Proscripción y mitología
No deja de ser sorprendente el cambio que operó en la representación
del trabajo. Si en el cine argentino de los 30 el trabajo
había sido mostrado como un campo de reivindicación, o dando
cuenta del esfuerzo que implicaba conseguirlo, hacia mediados
de los años 40 ya funciona asociado a la idea de pertenencia
y así se pulen las aristas conflictivas, disolviéndolas.
De manera casi simétrica, el período inmediatamente posterior
al golpe militar del 55 invierte la mirada. Más allá de
casos escasos de propaganda revanchista como el de Después
del silencio (1956), de Lucas Demare, la proscripción lo
construye como un fuera de campo, como en El jefe (1958),
de Fernando Ayala.
Como antes con los nombres vedados o empujados al exilio
-Marshall, Lamarque, Petrone-, cuando el peronismo creó
una cierta idea de "cine de Estado", ahora el sistema de
exclusiones provoca el nacimiento del cine militante que
prolifera desde los márgenes y bajo la lógica del secreto.
La ausencia absoluta del peronismo en el cine argentino
en los años de la proscripción lo ubican más allá del campo
de lo visible, es decir, lo construyen como omnipresente.
Si había sido profecía, y luego Estado, ahora se volvía
ausencia.
Esta presencia en los márgenes o arrabales del cine oficial
argentino, se ejemplifica nítidamente con La hora de los
hornos (1968/1971), en la que Fernando Solanas rearma el
extenso montaje a partir de la idea del cine como objeto
de funcionalidad política y coyuntural, añadiendo la famosa
(y largamente discutida) escena del desenlace con Perón,
cuando logra que pueda verse en un formato de sala cinematográfica.
Es entonces cuando el peronismo se vuelve mitología. Por
un lado, al exhibir una mitología de la resistencia, como
en Operación Masacre (1973), de Jorge Cedrón, y cuya frase
promocional rezaba: "18 años de lucha para que todos los
argentinos pudieran verla". Por otro lado, por una mitología
literalmente épica, como en Los hijos de Fierro (1975),
que parece tanto mitificar como clausurar esa expectativa,
anunciar un repliegue, así como en La familia unida espera
la llegada de Hallewyn (1971), de Miguel Bejo, el desenlace
alegórico y terrible, ese asado donde parece empezar a cocerse
una generación, prefiguraba el desastre de la llegada de
Perón a Ezeiza.
Frente al habitual efecto acrítico de las miradas mitologizadoras,
en esos mismos años previos a la dictadura, Raymundo Gleyzer
filma Los traidores (1973), que se constituye en uno de
los pocos casos en que cierto sector de la dirigencia peronista
(en este caso, un innominado sindicalismo) es visto irónicamente
por alguien que no pertenece al peronismo. En este vaivén
que va de la mirada vigilante del Estado a la mirada revanchista
del excluido, Gleyzer recuperaba la mirada filosa de quien
no pertenece y parece poder hablar libre de condicionamientos.
Esa ironía está lejos, de todos modos, del tono farsesco
y algo indulgente que le imprimió al peronismo Héctor Olivera
en No habrá más penas ni olvido (1983), a partir de la empatía
con la mirada de Osvaldo Soriano. Los años de la dictadura
permitían ver que ya no había uno, sino dos peronismos.
Nostalgia y evocación
Con el retorno de la democracia, el peronismo abandonó la
mitología épica para mutar en mitología nostálgica, tanto
en casos de implosión dramática como el de Evita, quien
quiere oír que oiga (1984), de Eduardo Mignogna, como en
el del musical de ambición operística de El exilio de Gardel
(1986), de Solanas.
Como si ya no hubiera espacio (ni físico ni político) para
las utopías futuras, se vuelve hacia atrás, volviéndose
pasado y memoria, como ocurría con El rigor del destino
(1985), de Gerardo Vallejo. Como toda memoria nostálgica,
toma la opción del recuerdo sentimental y obtura, una vez
más pero de otro modo, la complejidad y heterogeneidad que
caracterizaron desde siempre al peronismo.
Por eso resultan claves las últimas dos películas de Leonardo
Favio. En Gatica, el mono (1993), toma el modelo de ascenso
y caída del ídolo popular para dar cuenta del peronismo
como época dorada asociada a las distorsiones y transformaciones
de la infancia y a las imágenes tan grabadas como difuminadas.
En Perón, sinfonía del sentimiento (1994-1999), la extensión
desmesurada está sostenida en el afán educativo de una totalidad
escolar y en el borde de lo kitsch, marcada por iconografías
oficiales más que por relecturas de la historia, en un sistema
apologético inverso al que había prohijado Eduardo Meilij
una década antes, en Permiso para pensar (1988), haciendo
una película que buceaba rabiosamente entre los pelos de
la abrumadora propaganda oficial de los 40 y 50.
Si el Leonardo Favio narrador se convierte en un Leonardo
Favio educador es en la medida en que el peronismo pasa
de ser nostalgia personal a convertirse en nostalgia institucional.
Ya las imágenes no están segregadas por el tamiz de la subjetividad
o singularidad sino por una vocación que quiere dar cuenta
de una experiencia colectiva.
La mirada retrospectiva abarcó la experiencia militante,
donde también hubo un desplazamiento, desde la clave generacional
que se aferra sólo a testimoniar, a dejar constancia de
una marca colectiva, como en Cazadores de utopías (1994),
de David Blaustein, hasta su versión ficcional, más reciente
y áspera, menos unívoca, como en La vida por Perón (2005),
de Sergio Bellotti. Allí se abre un último paso: el peronismo
como relato ficcional.
El cine argentino siempre tuvo problemas para representar
personajes históricos, del Sarmiento de Enrique Muiño al
San Martín de Alfredo Alcón o al de Rubén Stella. La clave
del cambio fue la que permitió la distancia, como para que,
desde los inicios de los 90, la ficción cinematográfica
pudiera apropiarse del peronismo, dialogar con el peronismo
y con los discursos desde y sobre el peronismo, repensar
sus íconos y hasta atreverse a la cotidianidad de Juan y
Eva Perón, como se ve en Eva Perón (1996), de Juan Carlos
Desanzo. El Perón que propone el guionista José Pablo Feinmann
está ambiguamente inclinado por la conveniencia y no muy
feliz de tener una personalidad tan fuerte a su lado.
Más allá de que los personajes sean antes ideas que personajes,
en Eva Perón se marca una huella en el trabajo sobre los
hechos y en la posibilidad de construir una dimensión privada
de los personajes públicos, como si de allí en más las "grandes
figuras" devenidas víctimas quedaran irremediablemente del
lado del documental, como pasó con los producidos sobre
Héctor G. Oesterheld o Rodolfo Walsh. La auto-conciencia
de los varios peronismos todavía no ofreció miradas sobre
Apold o López Rega.
Si el peronismo podía admitir la ficción debía aceptar no
sólo rostros y tonos sino también la posibilidad de otros
abordajes, menos centrales. De ahí a una perspectiva lateral,
había apenas un paso. Ay, Juancito (2004), de Héctor Olivera,
no trajo solamente otro rostro para Juan Perón (ya no el
de Víctor Laplace, sino la sonrisa impostada de Jorge Marrale)
sino la idea de que era posible narrar el peronismo desde
una posición escorzada y oblicua como la de Juan Duarte.
Si hay ficción hay recorte, y si hay recorte el problema
empieza a ser cómo trazar ese corte. Quebrado el límite
que distingue a los que pertenecen de los que no, el peronismo
abandona su dimensión blindada y deviene maleable, ficcionalizable.
Y la historia y la ficción pueden empezar a dialogar, cuando
el cine deja de pensar en la palabra "verdad" para empezar
a pensar en la palabra "hipótesis". No hay totalidad, sino
versiones o relatos.
En este cruce donde ya no hay ambición de totalidad sino
miradas laterales y nostálgicas, Pulqui, un instante en
la patria de la felicidad (2007), el documental de Alejandro
Fernández Mouján, da una nueva vuelta de tuerca y recupera
la idea del peronismo como infancia y mito congelado, pero
también como un territorio para inventar, un campo donde
la imaginación se fusiona con el recuerdo y el pasado se
actualiza, como se ve en las obras de Daniel Santoro. Recordar
y construir, ser fiel a la verdad o reinventarla, ceñirse
a una iconografía (incluida Eva Perón) o hacer que estalle
en el aire el límite entre documental y ficción son las
operaciones de Fernández Mouján. Ya está: el peronismo ya
es relato. No tiene más propietarios, sino narradores.
Fuente: Clarín, 07/07/07