Horacio
Quiroga, catalogado como un escritor del género maldito, nació en Salto,
Uruguay, en 1878. Igual que a Poe, la vida se le reveló implacable desde
sus primeros años. En 1879 muere su padre, víctima de un accidente de caza,
y queda al cuidado de su madre, quien vuelve a casarse once años más tarde.
Luego de cuatro años en los que el niño se encariña con su padrastro, éste
es aquejado de una parálisis total que lo deja inmovilizado en una silla
de ruedas. Un día fatal atrae hacia sí su vieja escopeta de caza y accionándola
con el dedo del pie se dispara un tiro, en el momento en que el joven Horacio,
de dieciséis años, entraba en la habitación. El impacto moral sería imborrable.
Tal vez como lenitivo, Horacio decide dedicarse a la literatura. Bajo la
influencia de Leopoldo Lugones, Rubén Darío, Poe y Baudelaire, surgen sus
primeros poemas. Cargados de fantasía nerviosa, sadomasoquismo, fetichismo
y erotismo, sus paisanos se sintieron defraudados, pero este era sólo el
comienzo de Quiroga.
A los veinte años se enamora perdidamente de María Esther Jorkovsky y desea
casarse sin demora, pero el matrimonio no se concreta por la intervención,
quizás acertada, de su madre. Desde entonces, todas las mujeres de las que
se enamoraría el escritor se llamarían María.
Alboreaba el siglo XX cuando Quiroga viaja a París. Allí conoce a Rubén
Darío. En la Ciudad Luz dilapida su herencia al punto de recurrir a la caridad
para costearse el viaje de retorno. Ya de regreso publica su primer libro,
Los arrecifes de coral. No le llega el éxito pero su vocación de escritor
ya está decidida.
El fatalismo se impone nuevamente cuando su entrañable amigo Federico Ferrando
es retado a duelo por un miembro de un círculo literario rival al que había
fundado Horacio -el Consistorio del Gay Saber- a su regreso de Montevideo.
Otro impacto imborrable para la mente atribulada del escritor sería la visión
de la muerte de su amigo al dispararse la pistola cuando él mismo le estaba
enseñando su manejo. Acosado por la angustia, encuentra refugio en la casa
de su hermana, en Buenos Aires. Es Leopoldo Lugones quien lo ayuda a superar
este trance y le devuelve las ansias de consagrarse como escritor. Con él
viaja a las selvas misioneras en calidad de fotógrafo, en una misión de
investigación arqueológica. Corría el año 1903 y desde entonces anidaría
en él su anhelo por volver a la selva.
Quiroga
básico
Nació en Salto, Uruguay, el 31 de diciembre de 1878. En 1901
publica su primer libro, Los arrecifes de Coral. Dos años más
tarde, conoce Misiones, cuando acompaña a Leopoldo Lugones en
una expedición. Se instala en esa provincia, en 1906, con Ana
María Cirés, su primera esposa. Ejerce como juez de paz y ensaya
distintas plantaciones. Tras enviudar, regresa a Buenos Aires
en 1916. Publica Cuentos de amor, de locura y de muerte, Cuentos
de la selva, y Anaconda. Vuelve a Misiones en 1932, con su segunda
mujer y tres hijos. Enfermo de cáncer, su familia disgregada,
se suicida en un hospital de Buenos Aires, ingiriendo cianuro,
el 19 de febrero de 1937.
Quiroga
y las mujeres
Horacio Quiroga tenía una obsesión por las mujeres muy jóvenes,
incluso adolescentes. Su primer amor importante fue con la joven
María Esther Jorkovsky, en 1898. Aunque no pudo llegar a casarse
con ella, le dedicó dos obras: Las sacrificadas y Una estación
de amor. Después, se enamoró de una alumna, Ana María Cires,
con la que vivió en la selva y a quien dedicó su novela Historia
de un amor turbio. Finalmente, acabó casándose con María Eleva
Bravo -que era compañera de estudios de una de sus hijas, y
que también vivió un tiempo con él fuera de Buenos Aires, en
Misiones-, mujer que lo acompañó hasta el día de su muerte.
Saborea su primer
éxito en 1905 con la novela Los perseguidos. Colabora en Caras y Caretas
y en el suplemento literario del diario La Nación.
En 1906 ejerce
como profesor de literatura en una escuela. Se enamora de su alumna Ana
María Cirés, con quien se casa y viaja a la selva misionera, en donde construye
una casa y nacen dos hijos. Bajo el influjo de la apabullante suegra que
los había acompañado, los enfados conyugales se hacen cada vez más frecuentes
y el infortunio vuelve con el suicidio de su esposa. El escritor regresa
a Buenos Aires; encuentra consuelo en la educación de sus hijos y, en 1918,
surgen los Cuentos de la selva.
En su Decálogo del cuentista deja plasmadas sus ideas sobre el cuento como
unidad emocional y apunta sus modelos: Poe, Maupassant, Kipling y Chéjov.
La huella de estos maestros en Quiroga, su espíritu torturado y sensible,
y el sino fantástico y siniestro de su vida, modelaron una prosa amplia
y sobria que se aplica a describir la conducta de hombres y animales con
un criterio estético que se abre a los matices psicológicos.
Además de sus Cuentos de la selva, las obras Historia de un amor turbio
(1908); Cuentos de amor, de locura y de muerte (1918); El salvaje (1919);
Anaconda (1921); El desierto (1924); Los desterrados (1926); Pasado amor
(1929) y El más allá (1935); lo sitúan como uno de los cuentistas más destacados
de Latinoamérica.
Luego del fracaso de un segundo matrimonio, esta vez con María Elena Bravo,
compañera de colegio de su hija, con quien también se había trasladado a
la selva con documentación válida para ejercer funciones consulares; el
escritor regresó a Buenos Aires.
Ante la perspectiva de una enfermedad incurable, Horacio Quiroga se suicida
con una ingesta de cianuro el 19 de febrero de 1937.
Ilustración: Ricardo Ajler
Nota: La obra
de Horacio Quiroga es de dominio público en los países donde la duración
es de 70 años después de la muerte del autor.
Por Carlos Ares. Escritor
cultura@miradasalsur.com
Imagen: Horacio
Quiroga junto a su primera esposa,
Ana María Cirés, que había sido su alumna, y con quien viaja la la selva
misionera.
El aniversario del nacimiento
de Horacio Quiroga. Hombre de la selva, maestro del cuento rioplatense,
profesor, domador de serpientes, zapatero, ciclista, asesino y suicida;
la tragedia de Horacio Quiroga no terminó con su vida.
El deporte y las drogas, la escritura y la selva, la belleza y nunca la
felicidad, la fama sin la gloria, el éxito sin su alegría, el amor, la locura
y la muerte, distinguen la vida de Horacio Quiroga.
Con brutal puntualidad nació el 31 de diciembre de 1878, y en un preludio
de su suerte, ya a los dos meses de edad, su padre, don Prudencio Quiroga,
se voló la cabeza frente a sus ojos nuevos con una escopeta. Pero no fue
suicidio, fue nada más un accidente: don Prudencio volvía de caza y el arma
se disparó sola. Acaso el mínimo Horacio fuera demasiado pequeño como para
imprimir esa tragedia en su memoria... pero igual la tragedia se imprimió
en su vida hasta el final. Y lo siguió después.
Su cuna fue Salto, República Oriental del Uruguay, pero su patria fue el
modernismo de Rubén Darío y el hierro de los versos de don Leopoldo Lugones.
Así, allá en su pueblo, mientras pulía sus dotes de ciclista –su otra pasión
auténtica–, fundó con dos amigos, en una casa abandonada, el grupo de lectura
Los Tres Mosqueteros, al que pronto le sucedió la Revista de Salto, cuando
ya aparecían sus primeros poemas en otros medios de Montevideo.
Así, antes de que el siglo se terminara, Los Tres Mosqueteros emprenderían
un largo viaje rumbo a Barracas, República Argentina, hasta la casa de Lugones,
alucinados todavía por su ya célebre “Oda a la desnudez”. Eran días de rimas
y de métricas y de sueños continentales.
Y enseguida regresó a Salto,
para ya nunca volver. Como todo poeta de la hora que se pretenda poeta,
con 20 años, Quiroga se fue a París. Algún día le diría a Roberto J. Payró:
“Yo fui a París sólo por la bicicleta”. Y tal vez no mintiera. Una vez allá,
merodeó algunas presentaciones literarias, participó en conferencias, pero
más que nada paseó su camiseta del Club de Salto por cuanta competencia
europea se lo permitía. Después volvió. Volvió sin el frac ni la galera
con los que había partido, ni tampoco en primera clase. Trajo su bicicleta
intacta, pero llegó sin un centavo, y luciendo ya la mítica barba que sería
su imagen más allá de su muerte.
Cuentos Bicentenarios
- El almohadón de plumas, producción
CEPIA
Se instaló en Montevideo
y allí fundó el extraño Consistorio del Gay Saber, una especie de laboratorio
poético donde él y sus amigos experimentaban con los métodos del simbolismo,
el cloroformo y el hachís. Era, ya, el amor, la locura y la muerte.
Por entonces acabó su primer libro: Los arrecifes de coral. Se lo dedicó
a Lugones, claro. Allí ensayó algunos poemas, breves acuarelas y sus primeros
cuentos. Y estaba contento. En cartas a sus amigos, festejó su buena suerte
y sus paraísos artificiales. Pero la tragedia que lo acechaba desde la cuna,
seguía allí. Nada más que dormida, y a punto de despertar.
Una tarde de 1902, visitó a su muy querido amigo Federico Ferrando, quien
debía batirse a duelo en pocas horas, ofendido por un periodista de Montevideo.
En un gesto fraterno y honorable, Quiroga decidió acompañarlo, y antes de
partir, revisó las armas. Entonces, otra vez lo mismo aunque esta vez distinto.
Se trató de otro accidente, sí, pero… se le escapó un balazo y mató a su
amigo.
Pocas semanas después, impulsado por el dolor, como quien huye de sí, dejó
Montevideo y se mudó a Buenos Aires. A partir de entonces, sus cuentos se
enrarecieron y maduraron, y un nuevo vigor le abrió puertas o las derrumbó.
En la culta Buenos Aires de principios de siglo, Quiroga se abría un lugar.
Sus trabajos y su nombre aparecieron y se repitieron en las revistas El
Gladiador, Caras y Caretas, PBT, Tipos y Tipetes, Papel y Tinta. Ya era
Quiroga, y se daba cuenta.
Nadie como él, hasta entonces,
había hablado así de los derechos del escritor. Ya no se trataba, dice,
“de hambrear a los poetas por el sólo crimen de ser poetas”. Proliferaban
las revistas populares, los folletines, crecía la población, nacía la industria
editorial con todos sus apetitos, y él nada más quería la parte que le tocaba.
En ese empuje, más tarde, con la bendición de Lugones, y juntos, fundaron
en 1928 la Sociedad Argentina de Escritores. La SADE. En ese momento, en
el rentado ambiente literario de la hora, los apoyos fueron tibios y los
seguidores, pocos. Él no se rindió. Soñaba, escribía, sumaba y restaba.
En una carta enviada a su amigo Saldaña en 1910, Quiroga decía: “Vivo de
lo que escribo. Caras y Caretas me paga 40 pesos por página, y endilgo tres
páginas más o menos por mes. Total: 120 pesos mensuales”. Poco antes de
matarse, le confesó a su buen amigo Ezequiel Martínez Estrada: “Yo escribí
por motivos económicos”.
Y porque no pudo evitarlo.
Porque no supo qué hacer con sus demonios, con sus muertos y sus fantasmas.
Porque habitó un mundo poblado de serpientes, suicidas y maniáticos. Porque
la perla es una enfermedad de la ostra. Y porque él también tenía una esperanza.
Pero eran esperanzas vanas.
Trazado por la tragedia, el camino de su vida giró en círculos concéntricos,
y el centro era la tragedia.
Horacio Quiroga junto
a la pequeña Pitoca y su coatí
Por ejemplo: cuando tenía
veinte años, vivía en el Chaco con su familia, y allí vio morir a dos de
sus hermanos, víctimas de la fiebre tifoidea, y del aislamiento... Como
era de esperar, en cuanto pudo se fue de allí y juró no volver jamás.
En 1903 llegó a San Ignacio
como fotógrafo de una expedición a las ruinas Jesuíticas, y así, ahí, recuperó
de un saque la savia de la fuerza de la jungla, y todos los gritos de su
noche, que parecían llamarlo desde el fondo de sí mismo. Y entonces volvió.
Con las sobras de la herencia
paterna se compró algunas hectáreas en Saladito, cerca de Resistencia, ahí
nomás, en el mismo Chaco que se había comido a sus hermanos. Decía que iba
a plantar algodón y que sería rico. La aventura duró apenas un año y terminó
en un desastre económico tan rotundo como previsible.
Ahogado en deudas, vendió lo que le quedaba y construyó con lo que le sobraba
–y con sus propias manos– un rudo bungalow en las orillas del Paraná. En
plena selva. Y ahí ya sí… solo de toda soledad, fabricó su propio carbón
fertilizando la meseta pedregosa; destiló para sí un vino de naranjas; con
sus propias manos hizo una canoa y sus propios zapatos, mientras charlaba
con Anaconda, la serpiente que criaba en su jardín. Hasta que, así, un día
concluyó o descubrió que escribir era sólo eso: “Domar todos los elementos
de la naturaleza”.
Sin embargo, por mucho que aprendiera, mientras volaba sus propios cielos,
la pobreza lo acechaba como acecha la selva. “Yo no soy un comerciante,
soy un agricultor”, explicó para explicar por qué le iba tan mal en los
negocios.
Y ya que la locura parecía inevitable, por lo menos que no pasara hambre,
pensaba, tal vez, don Leopoldo Lugones, que intentando ayudarlo le consiguió
un puesto como profesor en el Normal número 8 de Buenos Aires, donde Quiroga,
enfrentado de golpe con la belleza múltiple de tanta juventud, poco tardó
en encantar a sus alumnas, y encantarse.
Una de ellas se llamaba Ana María Cirés y sería su primera esposa. Quiroga
tenía treinta y un años y la chica dieciocho y su familia se opuso pero
ellos se casaron igual y se fueron a vivir a San Ignacio, a su choza allá
en la selva, donde él experimentaba con hongos alucinógenos y tuvieron dos
hijos y después ella se suicidó. Al cabo de seis años de jungla y matrimonio,
Ana María Cirés bebió veneno, agonizó ocho días, y por fin se murió.
En 1916, Quiroga y sus dos hijos –Eglé y Darío– volvieron a Buenos Aires.
Ya nadie ignoraba su nombre en los circuitos literarios de la gran ciudad.
En 1908 la casa Moen había publicado su primera novela, y cada vez más las
revistas y los diarios requerían sus cuentos breves y feroces. Sin embargo,
aún así, acabó en un sótano de la calle Canning por la caridad de sus amigos.
Pero tantas limitaciones, no fueron en su cabeza sino más detonantes.
Acuciado por el hambre de sus hijos, por su propia desesperación, y por
las imposiciones formales de las revistas que le compraban; allí, en ese
sótano negro de la calle Canning, Quiroga talló a golpes de hacha sus mejores
cuentos. Y por un rato la suerte parecía que…
En 1917 salió la primera edición de Cuentos de amor, de locura y de muerte.
En 1918, Cuentos de la selva.
En 1921, Anaconda. En 1924, Los desterrados. Y en 1926 –en simultáneo con
Don Segundo sombra, de Ricardo Güiraldes, y El jorobadito, de Roberto Arlt–,
Quiroga alcanzó el cielo con sus manos con la aparición de Los desterrados.
Discutido por algunos, el público lo consagró en ventas y él brilló por
un instante. Compró una vieja y bella casa en Olivos, pasó largas temporadas
en Misiones, y siempre que regresó fue festejado por sus amigos y requerido
por la prensa. Y ahora también era vicecónsul del Uruguay. Eran los días
mejores.
Junto a María Helena Bravo, 1927, recién casados
en Vicente López. Revista Mundo Uruguayo, 1937.
Sería un hombre de la selva
pero era un hombre de su tiempo. Ya se notaba en su escritura la primera
oleada de la influencia norteamericana que marcaría con el tiempo estas
pampas del sur. El mismísimo Martínez Estrada habría de reconocer un día
que fue gracias a Quiroga que supo de Ernest Hemingway, de Francis Bret
Harte, de Ambrose Bierce, del buen Jack London, de O.Henry, y también del
Joseph Conrad que Borges moriría venerando. Apenas despuntaba el cine, en
1919, cuando todavía era considerado “un entretenimiento para el vulgo”,
pero él ya se deslumbraba y lo destacaba. Ese escritor era Quiroga, esa
clase de hombre.
Más o menos por entonces
probó de nuevo con el amor y vivió un apasionado romance que duró varios
meses con Alfonsina Storni. Y hasta le propuso irse con él, a vivir allá,
en su selva misionera… La historia dice que fue don Quinquela Martín el
que previno a Alfonsina sobre los serios riesgos de “irse a vivir con ese
loco”. Y ella le hizo caso, no fue. Dejó a Quiroga y trató de olvidarlo.
Aunque tampoco se salvó.
Él, Quiroga, en cambio, ya perdido en la locura del amor hasta la muerte,
con 48 años, se apasionó con todos sus nervios de María Elena Bravo, una
hermosa joven de 24, condiscípula de su propia hija... Estupor y murmullos,
y él, al que otra vez no le importaba nada, se casó con ella. De ese matrimonio
nacería su tercera hija, Pitoca. ¿Sería la felicidad?
No. Las cuentas ya no cerraban.
Discutido por sus colegas, siempre subestimado por la crítica, la cotización
de sus trabajos perdió vuelo, y cayó. Se lo contó a Martínez Estrada en
una carta: “Con esto de la pluma anduve también con quebrantos nutridos.
También en éste renglón sufrí una merma semejante, pues de 350 bajé a 100
por relato. Más: Crítica se hartó de mi colaboración con la tercera enviada,
que no publicó y tuve que rescatar con dificultad. Pasé a El Hogar, que
temo se harte también a la brevedad”.
Cada vez más pobre y más cansado, inició los trámites para su jubilación
y, en 1932, con su mujer y sus tres hijos, volvió a la selva de Misiones
dispuesto a quedarse para siempre y ser feliz por fin. ¿Será? Fueron en
auto. Se había comprado un Ford y partieron los cinco desde Olivos. Comenzaba
el final.
A poco de llegar, una vez allá, se complicaron sus problemas de salud, se
trabaron los trámites de su jubilación, y los celos fueron licuándole los
nervios, porque su mujer era demasiado joven y bella y no se satisfacía
así nomás.
En 1935, apareció en Buenos Aires su último libro, Más allá, mientras él,
en Misiones, veía que todo se terminaba. Al cabo de tres años de insoportable
convivencia, María Elena Bravo lo abandonó y se volvió a Buenos Aires. Quiroga
se derrumbó. Había visto demasiado, había sufrido lo suficiente, y ya no
esperaba nada. En una carta fechada el 29 de marzo de 1936, le dijo a Martínez
Estrada: “Sabe usted la importancia que tienen para mí su persona y sus
cartas. Voy quedando tan, tan cortito de afectos e ilusiones, que cada uno
de éstos que me abandona, me lleva verdaderos pedazos de vida”.
A fines de aquel año ’36, un dolor agudo en el estómago lo trajo de regreso
a Buenos Aires y fue internado para una serie de estudios en el Hospital
de Clínicas. Poco antes escribió: “Veo ahora un cuartito de hospital, donde
cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo
los observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento”.
Y, poco después, comprendieron sus amigos por qué mascullaba tanto aquella
frase de Dostoievski: “El que se atreve a matarse es Dios”.
El 18 de febrero de 1937, sus médicos le admitieron que tenía cáncer y que
no había cura. Dicen que él no dijo nada. Que esa noche salió a caminar,
que dio algunas vueltas, que volvió, que bebió un largo trago de cianuro,
y que nunca vio llegar la mañana del 19.
Pocos meses más tarde, en Mar del Plata, Alfonsina Storni se internaba en
el mar, y chau; y al año siguiente en un cuarto de un recreo del Tigre,
se mataba Leopoldo Lugones; y ya en 1939 se suicidó su hija Eglé, y todavía
en 1952 se mataría Darío, su hijo… como si su mismo amor, su propia locura,
y toda su muerte tuvieran que sobrevivirlo.
Es el creador
del cuento corto en Latinoamérica. Universalmente está considerado a la
par de Edgar Allan Poe. Fue también pionero en la crítica cinematográfica.
Cohabitó dos mundos: la ciudad y la selva.
Por Sylvia Saítta
El escritor Horacio Quiroga nació el último día del año 1878 en Salto, Uruguay;
fue el cuarto hijo de Pastora Forteza y Prudencio Quiroga, un descendiente
del caudillo riojano Facundo Quiroga. Desde muy pequeño, su vida estuvo
signada por la muerte trágica: tenía sólo un año cuando murió su padre.
Un tiro se disparó de su escopeta; en 1896 se suicidó el segundo marido
de su madre; en 1901 murieron dos de sus hermanos de fiebre tifoidea; al
año siguiente, mató accidentalmente a su mejor amigo cuando examinaba una
pistola. Después de una muy breve estadía en la cárcel correccional, Quiroga
dejó Uruguay para instalarse en Buenos Aires, donde asumió la nacionalidad
argentina en 1903.
Al borde de dos nacionalidades, entonces, Quiroga siempre fue considerado
por sus contemporáneos y por la crítica literaria como un fronterizo, un
escritor que supo construir dos espacios de pertenencia –la selva misionera
y la ciudad de Buenos Aires– que configuraron una identidad tensionada entre
el escritor y el pionero, el homo faber y el homo sapiens.
El encuentro de Quiroga con la selva ocurrió en 1903 cuando, siendo todavía
un joven poeta modernista y profesor de castellano en el Colegio Británico
de Buenos Aires, participó como fotógrafo en la expedición que el Ministerio
de Instrucción Pública encomendara al escritor Leopoldo Lugones para estudiar
las ruinas jesuíticas en Misiones. Los principales biógrafos de Quiroga,
sus amigos José María Delgado y Alberto Brignole, cuentan en Vida y obra
de Horacio Quiroga que la selva había devuelto a la ciudad a un Quiroga
bastante distinto: "Sus barbas más hirsutas y pobladas, dejaron de recortarse
en triángulo para adoptar la cuadratura agreste, preferida por los profetas
hebreos. En la diplomacia social, su conversación difícilmente abandonaba
la sequedad monosilábica y el retraimiento del chúcaro. Empezó así a diseñar
una silueta que el tiempo iría acentuando cada vez más: siempre, desde entonces,
daría la impresión, en el ámbito urbano, de un leñador montés que anda de
paso".
La corta estadía de Quiroga en Misiones devino viaje iniciático. A diferencia
de su decepcionante viaje a París de 1900 –hacia donde se embarcó como un
dandy pero del que regresó sin equipaje, con ropa usada y pasaje de tercera
clase–, la excursión a las ruinas jesuíticas marcó un doble comienzo: el
de su atracción por los modernos equipos en la reproducción de imágenes
–la fotografía y luego el cine–, y sobre todo, el de su intenso vínculo
con la selva misionera. Meses después, Quiroga regresó, como pionero, al
norte argentino. Si bien perdió el dinero que quedaba de su herencia paterna
en la siembra de algodón en el Chaco, donde había comprado terreno propio,
el proyecto se mantuvo y en 1906, esta vez con dinero de su madre, compró
varias hectáreas en los alrededores de San Ignacio, a orillas del río Paraná,
donde construyó su primera casa, instaló una huerta y montó su taller. Allí
vivió con su primera mujer, Ana María Cirés, con quien se casó en 1909 y
con quien tuvo dos hijos, Eglé y Darío; allí también –y años después del
suicidio de Cirés ocurrido en 1915–, vivió con su segunda esposa, Ana María
Bravo, con quien se casó en 1927 y con quien tuvo a su segunda hija, llamada
María Elena.
A partir de
su primera experiencia en el Chaco, Quiroga diseñó un mundo literario propio:
con "La insolación" dio inicio a sus cuentos del monte en los que predominan
–como afirma Jorge Lafforgue en la edición crítica Todos los cuentos– la
atmósfera tensa y los personajes parcos, que apenas pronuncian unas pocas
palabras y cuyas angustias son sugeridas antes que explicitadas.
Desde entonces, y hasta su muerte, el 19 de febrero de 1937 (tomó cianuro
en el Hospital de Clínicas al enterarse que padecía cancer), la vida y la
escritura de Quiroga transcurrieron entre la selva misionera y la ciudad
de Buenos Aires. En Misiones, Quiroga vivía la vida del pionero: levantó
las paredes de su propia casa, trabajó la tierra, transplantaba yerba, aprendió
a usar armas de caza, destiló naranjas y fabricó maíz quebrado, resina de
incienso por destilación seca, carbón, tintura de lapacho, mosaicos de bleck...
En cambio, la ciudad de Buenos Aires fue el ámbito del prestigio y de su
consagración como escritor. Desde la exitosa publicación de su libro Cuentos
de amor, de locura y de muerte en 1917, su nombre fue reconocido por el
gran público y respetado por sus pares. En sus estadías ciudadanas, Quiroga
participaba de las reuniones literarias y de las tertulias del grupo Anaconda,
creado en 1921 como sede de enlace entre escritores argentinos y uruguayos.
El año 1926 marcó su punto más alto de popularidad cuando la editorial y
revista Babel de Samuel Glusberg le dedicó un número de homenaje en el que
escribieron Alfonsina Storni, Benito Lynch, Baldomero Fernández Moreno,
Juana de Ibarbourou, entre otros.
Horacio Quiroga - La gallina degollada.
Producción: Agencia Radiofónica de Comunicación. Fuente: Radioteca.net
Un aquí y un
allá; dos casas, dos espacios de sociabilidad, dos ámbitos de pertenencia.
En ambos lugares, en Misiones y en Buenos Aires, Quiroga escribió sus cuentos,
sus ensayos breves y sus críticas cinematográficas, que enviaba a gran cantidad
de revistas, diarios y semanarios, donde se publicó la totalidad de su obra,
después recopilada en formato de libros: El crimen del otro (1904), Historia
de un amor turbio (1908), Los perseguidos (1905), Cuentos de amor, de locura
y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1918), El salvaje (1920), Anaconda
(1921), El desierto (1924), Los desterrados (1926), Pasado amor (1929),
Más allá (1935).
Sus incursiones en el periodismo habían comenzado en Salto, cuando colaboró
en las revistas Gil Blas y La revista, y fundó su propia publicación literaria,
Revista del Salto en 1897. Y continuaron en Buenos Aires, en diarios y numerosas
revistas populares como Caras y Caretas, Fray Mocho, PBT, El cuento ilustrado,
El hogar, La novela semanal, entre otras, donde Quiroga profesionalizó su
práctica literaria en el marco de un incipiente campo cultural regido por
las leyes del mercado. Se convirtió entonces en una de las figuras más representativas
del escritor profesional: en el periodismo, Quiroga adquirió un entrenamiento
inédito para sus predecesores convirtiéndose así en uno de los primeros
narradores que hizo de la literatura un oficio pues escribir fue siempre
su ocupación central; vivió de su trabajo y participó de la esfera pública
en tanto escritor.
En Caras y Caretas –la primera de las revistas misceláneas destinadas a
un público popular en el Río de la Plata– y a partir de 1905, Quiroga inauguró
el cuento breve y moderno en la literatura rioplatense: la extensión del
relato impuesta por la revista en función del espacio incidió en la economía
narrativa de sus cuentos. Fue el mismo Quiroga quien, en su artículo "La
crisis del cuento nacional" publicado en La Nación, reflexionó sobre sus
comienzos literarios en Caras y Caretas subrayando, precisamente, el modo
en que una imposición editorial se convirtió en "piedra de toque" de su
eficacia narrativa: "Luis Pardo, entonces jefe de redacción de Caras y Caretas,
fue quien exigió el cuento breve hasta un grado inaudito de severidad. El
cuento no debía pasar entonces de una página, incluyendo la ilustración
correspondiente. Todo lo que quedaba al cuentista para caracterizar a los
personajes, colocarlos en ambiente, arrancar al lector de su desgano habitual,
interesarlo, impresionarlo y sacudirlo, en una sola y estrecha página. Mejor
aún: 1.256 palabras. (...) Tal disciplina, impuesta aun a los artículos,
inflexible y brutal, fue sin embargo utilísima para los escritores noveles,
siempre propensos a diluir la frase por inexperiencia y por cobardía; y
para los cuentistas, obvio es decirlo, fue aquello una piedra de toque,
que no todos pudieron resistir".
Y en efecto,
intensidad y concisión son los términos que mejor definen el estilo de los
cuentos de Quiroga en los cuales, "los trucs del oficio" del "más difícil
de los géneros literarios", lo convirtieron en el más destacado discípulo
de Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant y Rudyard Kipling en el Río de la
Plata, a quienes reescribió, citó y tradujo en sus cuentos y en los textos
programáticos que acompañaron la escritura de la ficción. Tanto "El decálogo
del perfecto cuentista" –que retoma los principales argumentos del "Método
de composición" de Poe–, "El manual del perfecto cuentista" y "Los trucs
del pequeño cuentista" como también sus crónicas periodísticas sobre la
profesión literaria, la retórica del cuento o los vínculos entre literatura
y mercado, explicitan las principales características de una poética basada
en el cuidado estilístico, la precisión descriptiva, la ausencia de color
local y el uso del efecto en el final de los relatos.
A su vez, Buenos Aires implicó para Quiroga el encuentro con el cine, la
más moderna de las artes. "Cuando vivíamos en Buenos Aires –recuerda María
Elena Bravo–, íbamos al cine todos los días." Esta fascinación lo convirtió
en uno de los primeros críticos cinematográficos del Río de la Plata, actividad
que comenzó en 1918 con sus colaboraciones en la revista El Hogar, continuó
en Caras y Caretas –a cargo de la sección "Los estrenos cinematográficos"
a la que firmaba con el seudónimo "El esposo de Dorothy Phillips"–, sus
crónicas en La Nación y en la página semanal "El Cine" de Atlántida, en
1922, para finalizar nuevamente en El Hogar, en 1927. El nacimiento de las
estrellas cinematográficas –el incipiente star system de los años veinte–
fue quizás el aspecto que más tempranamente conmovió a Quiroga en tanto
espectador y crítico de cine. Si bien dedicó muchas notas al análisis del
lenguaje cinematográfico, al impacto del cine en las costumbres, al vínculo
entre el cine y el teatro, o a los malentendidos entre los intelectuales
y el cine, fueron los espectros en movimiento reflejados en la pantalla
los que supieron provocar no sólo su mirada analítica sino también, y sobre
todo, su imaginación fantástica. Porque es la dimensión fantasmal y mágica
del cine la que Quiroga captó en cuentos como "El espectro", "El vampiro",
y "El puritano", donde el cine sostiene la trama ficcional. En el cine,
Quiroga también aprendió una nueva manera de narrar pues incorporó a su
literatura tanto algunos de sus procedimientos centrales –el racconto, la
ruptura de la linealidad narrativa, la elipsis temporal, el uso de tiempos
y espacios diversos– como también nuevos temas y un nuevo sistema de personajes:
los actores y las actrices de cine se mezclan con los protagonistas de los
relatos; los personajes van al cine y se enamoran de las actrices que ven
en la pantalla; los argumentos de las películas se narran en el interior
del cuento.
Horacio Quiroga fue el primer espectador de la selva y el monte misioneros;
el precursor de la crítica cinematográfica en el Río de la Plata; el creador
del cuento breve y sus alrededores en la literatura latinoamericana. La
importancia de su literatura trasciende las fronteras nacionales por la
maestría con la que supo incorporar innovaciones formales fundamentales
para la historia del cuento literario y por la creación de un espacio ficcional
propio como el gran escenario del cambio cultural de comienzos del siglo
veinte.
Fuente: El Argentino
Horacio Quiroga: Entre personas
y personajes - Eduardo Mignona (1987)
Hace setenta años (1937/2007), el escritor uruguayo se suicidaba con cianuro.
El halo de muertes que rodeó su vida la transformó en un destino literario
y a su obra, en un eslabón de esa historia trágica. Aquí, la lectura de
un conflicto común a varios escritores.
La mujer había bebido una dosis de veneno suficiente, pero la muerte puede
ser tan intrincada e ingobernable como cualquier suceso de la vida. Por
eso la mujer, a la que se supone muy bella, tuvo una agonía de tres días.
Su marido la acompañó, tratando de rescatarla, le pidió perdón, no debieron
de faltar las frases de amor, las confesiones. Algunos se animan a sospechar
o imaginar que el hombre llevó un diario de esa agonía, que no pudo resistir
la tentación de escribir sobre ella. Cuando finalmente la mujer murió, el
hombre oscuro, insobornable, quemó toda su ropa, hizo desaparecer cualquier
objeto que hablara de su persona, destruyó sus fotos. En un supuesto álbum
familiar a la imagen de Ana María Cirés le corresponde una página en blanco.
Tal vez porque esa muerte le trajo a Horacio Quiroga la presencia de otras
muertes que se sucedieron de modo casi irreal en su biografía y le daban
la certeza atroz de que no habían terminado. Su destino estaba trazado como
el recorrido perfecto de una flecha. Esas que siempre dan en el blanco.
A setenta años de su suicidio, ocurrido el 19 de febrero de 1937, queda
claro que la muerte en Quiroga no es sólo un dato biográfico, sino la clave
para pensar su vida y su literatura. Un héroe griego que, lejos de elegir,
entiende que su principal oponente lo ha elegido a él.
Caer en la enumeración de sus muertes cercanas resulta inevitable: tenía
dos meses cuando su padre se mata en una cacería, accidentalmente, en Salto,
Uruguay, su lugar de nacimiento. Su padrastro se suicida cuando Quiroga
era un adolescente. En 1901, mueren dos de sus hermanos, de fiebre tifoidea.
Ese mismo año, mientras limpiaba un arma, una bala se dispara y ocasiona
la muerte de uno de sus amigos. Después vendrán los suicidios de su amiga
Alfonsina Storni y el ya relatado de su primera esposa. Le seguirán el de
otro colega y amigo, Leopoldo Lugones (1938) y el de los tres hijos de Quiroga,
ocurridos después de la muerte del escritor.
Estos hechos escenifican el conflicto vida/literatura. Una marca que envuelve
la vida de varios escritores donde los dos mundos compiten por su valor
de realidad. En uno de sus ensayos, Ricardo Piglia resumió estas tensiones:
"Esa fantasía extraña de los escritores de dejar de ser escritores o de
conseguir una experiencia que sea más intensa que lo que se supone que es
la experiencia de la literatura. Entonces la fantasía de la muerte de la
literatura es como el acceso a lo real mismo".
Casa donde vivió
Horacio Quiroga en Buenos Aires, ubicada en Avenida Belgrano
377. Foto Archivo General de la Nación (1946).
La decisión
de Horacio Quiroga de ir a vivir a la selva misionera podría pensarse como
la construcción de una experiencia que volviera minúscula la tarea de la
escritura. Frente al desafío que la selva presentaba, la idea de aventura
y el trabajo manual al que siempre quiso dedicarse, surgió en él la fantasía
de abandonar la tarea de escritor, como si el hecho de continuar siéndolo
potenciara su destino trágico. Tal vez pensaba que, al intentar mutar en
un "hombre común", el drama de la muerte habría de alejarse. De esa manera
podría eliminar el carácter excepcional de los escritores que sienten la
presión de escribir sobre la muerte.
Por supuesto,
no fue esto lo que ocurrió. Quiroga decidió su travesía en la selva como
el autor de una novela de aventuras, como el romántico personaje de un filme
de Werner Herzog o como un rousseauniano que quiere vivir en un mundo anterior
a la cultura pero después vuelve al papel, convierte esa experiencia en
materia literaria y se ubica, en la línea de fuego.
Jorge Lafforgue,
quien por estos días se encuentra editando el epistolario completo del escritor
uruguayo, comenta: "Lo que hace magistralmente Horacio Quiroga, por ejemplo
en el cuento ''A la deriva'' (1912), es contar ese momento donde la muerte
te está tocando los talones".
El precio de
escribir
Este hombre ha dejado de lado, por un momento, esos inventos con los que
esperaba conseguir algún dinero. Vuelve al papel para escribir, ahora, una
carta a Fernández Saldaña. Pone la fecha: 16 de marzo de 1911 y anota, como
cualquier persona preocupada por la economía doméstica: "Vivo de lo que
escribo. ''Caras y Caretas'' me paga $ 40 por página, y endilgo 3 páginas
más o menos por mes. Total $ 120 mensual. Con esto vivo bien".
Una página: 40 pesos. ¿Existe un modo más implacable de terminar con la
mística y la idealización de la tarea de escritor? El escritor profesional,
aquel que entiende que la literatura está atravesada por el dinero, sufre
de un modo más descarnado el conflicto vida/literatura. "Los escritores
del siglo XIX", explica Lafforgue, "veían la literatura como una actividad
secundaria en relación con la política. (Bartolomé) Mitre dirigía la guerra
del Paraguay mientras traducía La Divina Comedia. Con el pasaje del siglo
XIX al XX, surge la figura del escritor profesional, de la que Quiroga es
un pionero".
Como la poeta norteamericana Sylvia Plath, con quien Quiroga tiene varios
puntos en común a nivel biográfico, además del suicidio, la desesperación
por convertir la literatura en una actividad rentable, vuelve esta tarea
más cruda, más real y elimina toda posibilidad de refugio. Es una actividad
que se equipara a cualquier otro oficio, pero éste obliga a la soledad,
al silencio, al ensimismamiento, a la mirada permanente sobre los propios
fantasmas.
El extranjero
"Sólo conozco
mi escritorio y lo detesto", dijo la poeta austríaca Ingeborg Bachmann.
"¿Qué quién me obliga? Nadie, por supuesto. Es una compulsión, una obsesión,
una condena, un castigo." Pero también afirma: "Yo existo sólo cuando escribo,
no soy nada cuando no escribo, soy completamente extraña a mí misma, desentono
conmigo misma cuando no escribo".
El escritor, alejado de la invención literaria, es un ser desubicado, que
no termina de adaptarse a la vida que le atrae y que la literatura le quita
como posibilidad de disfrute. Como si la literatura provocara una vida plagada
de incomodidades.
Al
cumplirse treinta años de la muerte de Quiroga, Rodolfo Walsh fue a San
Ignacio y entrevistó a algunos vecinos del escritor que resultaron poco
benévolos al referirse al autor de Anaconda: "Quiroga araba de frac y comía
cosas raras. En los carnavales usaba una fumigadora para empapar a los transeúntes
desde su fortacho. Juez de paz, se olvidaba de inscribir los nacimientos
y hasta hoy sigue apareciendo gente que no estaba anotada en ninguna parte".
Más allá de
que Walsh señalara la dudosa certeza de estos comentarios, Quiroga no se
adaptaba a vivir como un misionero más, por el contrario, profundizaba su
condición de "raro".
Quiroga descubre una historia allí donde el acostumbramiento que produce
la realidad suele diluirla. En su literatura, lo extraordinario surge con
total naturalidad. La locura aparece como una expresión de lo fantástico.
Las muertes accidentales (o no) que rodean su vida pueden esconderse en
un almohadón de plumas. Quiroga ve tragedia donde otros ven normalidad.
Además le ocurren episodios que parecen salidos de los libros y construye
su vida de un modo literario. Piglia ha señalado cómo sujetos invadidos
por la literatura encuentran escenas que han leído, plasmadas en sus vidas.
Y se anima a decir algo más: "Para mí es mucho más interesante la literatura
que la vida. Primero porque tiene una forma más elegante, y segundo, porque
es una experiencia mucho más intensa".
¿Qué le habría contestado Quiroga? Tal vez se habría parado frente a él
con su mameluco sucio, el que usaba a la hora de enfrascarse en sus inventos,
y le habría mostrado el cadáver de sus hijos, de su esposa, de su padre,
de sus amigos. l no pudo elegir entre vida y literatura: la primera se le
impuso de manera contundente.
Puntos finales
Hacia 1934,
Quiroga deja de escribir. Lafforgue refiere que en la correspondencia a
César Tiempo confiesa: "Yo ya escribí cien cuentos y dije todo lo que tenía
que decir". A través del epistolario, continúa Lafforgue, se ven en sus
últimos años de vida una serie de tensiones que, aunque habían estado siempre
presentes, explotaron en esta etapa.
El escritor italiano Cesare Pavese termina su diario El oficio de vivir
con esta frase: "No palabras. Un gesto. No escribiré más". En 1950, a los
41 años, se mata con una dosis de somníferos.
La muerte y la idea de suicidio están, desde el comienzo, en la literatura
de Alejandra Pizarnik. En la única obra de teatro
que escribió, Los poseídos por las lilas, el personaje de Carol termina
diciendo: "No quiero hablar, quiero vivir". Hablar equivale a escribir;
varias veces los personajes de Pizarnik repiten este verso: "Estoy escribiendo
con la voz". Dejar de escribir habría implicado, una vez más, salir a la
vida, pero Pizarnik también encontró en las pastillas el final de su historia.
El escritor que finalmente consigue abandonar la literatura pensando que
así se librará de su estigma de extranjero permanente, no hace más que confirmar
que fuera de la literatura no es posible vivir. O así lo parece.
Historia Clínica
- Capítulo 6 - Horacio Quiroga
Sylvia Plath
era una rubia tan bella como cualquier estrella de cine. A los 31 años,
vivía con sus dos hijos en Londres, en la que había sido la casa de W. B.
Yeats. Se estaba convirtiendo en la escritora que siempre había soñado ser.
Así lo manifestaba en las cartas que le enviaba a su madre: "Soy una escritora
genial". Por fin alcanzaba el reconocimiento profesional que debería haberla
convertido en una mujer feliz. Pero, tras su divorcio del poeta inglés,
Ted Hughes, sus ideales de construir una vida perfecta se derrumbaron. Esta
rubia que leía Medea y decía que no quería dedicarse solamente al cuidado
de sus hijos, sino escribir y ser famosa, metió la cabeza en el horno la
noche del 11 de febrero de 1963 y murió por inhalación de gas. Otro modo
de decir que con la literatura tampoco no alcanza.
Y puede que sea la literatura la que aliente esta idea extrema, la que despierte
la lucidez para no ser indulgente con los propios fracasos.
La escritora inglesa Virginia Woolf no podía, en plena sociedad victoriana,
hablar de los abusos que había sufrido en la infancia, ni de su homosexualidad.
Tampoco pudo soportar esas voces que, según ella, no le permitían escribir
bien. Que una de las principales exponentes del "fluir de la conciencia",
técnica que utiliza la voz y el pensamiento de sus personajes como punto
de vista narrativo, haya padecido de alucinaciones auditivas, parece un
chiste de humor negro. Virginia Woolf, refugiada en el campo, escribiendo,
tampoco era feliz. Se llenó los bolsillos de piedras y murió ahogada.
Quiroga, personaje literario
El hombre está, ahora, en la cama de un hospital. Lo cuida un enfermero
parecido a Quasimodo; esta escena de su vida tiene, también, el tono gótico
de sus cuentos. Días atrás, en una carta, manifestaba ciertas esperanzas
de curación pero cuentan que él escuchaba disimuladamente al médico mientras
éste declaraba que la operación no era posible. Este hombre no tiene ganas
de vivir otra agonía. Prefiere el veneno, como Madame Bovary.
Borges dijo alguna vez: "Horacio Quiroga es, en realidad, una superstición
uruguaya. La invención de sus cuentos es mala, la emoción nula y la ejecución
de una incomparable torpeza". Tal vez Borges habría sido un lector fascinado
de la vida de Quiroga si la hubiera encontrado, al azar, en alguno de los
tomos de su biblioteca y Quiroga se hubiera llamado Kilpatrick o Vincent
Moon. Es más, Quiroga podría haber sido un personaje borgeano, de esos que
jamás escapan a la circularidad de su destino.
La única vez que ví a Quiroga in corpore fue en una esquina de Buenos Aires.
Lo había leído tanto, sabía tanto de él, que me resultó imposible no reconocerlo
con su barba, su expresión adusta, casi belicosa. Su pedido silencioso de
que lo dejaran en paz ya que el destino no lo había hecho. Era inevitable
ver, mientras él esperaba el paso de un taxi sin pasajero, que su cara había
estado retrocediendo dentro del marco de la barba. Continuaban quedando
la nariz insolente y la mirada clara e impasible que imponía distancias.
Y cuando apareció el coche y Quiroga revolcó su abrigo oscuro para subirse
recordé un verso de Borges, de aquellos de los tiempos de la revista Martín
Fierro, cuando Borges padecía felizmente fervor de Buenos Aires, y que dice,
en mi recuerdo, "el general Quiroga va en coche al muere".
Conversación del enfermo
Estoy seguro de que en aquel viaje -al hospital, según supe- él ya sospechaba
lo que yo sabía. Un común amigo, Julio Payró, muy querido por mí, se carteaba
con Quiroga y éste lo visitó brevemente, a su estilo, cuando bajó de la
selva para consultar médicos en Buenos Aires.
Hay quien afirma, audazmente, que a veces, en una por millón, el paciente
tiene un promedio intelectual superior al del médico. Éste fue el caso de
Quiroga. El director del hospital, que ya había afilado el bisturí, estuvo
conversando con el enfermo en el jardín del hospital. Quiroga mostró la
malsana curiosidad de enterarse de la gravedad de su dolencia. Y obtuvo
sonrisas, optimismo, circunloquios, engaños mal disfrazados. Quiroga supo
que la operación proyectada era una simple y dolorosa postergación de la
muerte.
Prefirió una
agonía más breve y abandonó por la noche el hospital para comprar los bastantes
gramos de cianuro para eludir para siempre la insistencia de una vida compleja
y admirable, ahora ya inútil.
Poco después de que las cenizas de Quiroga viajaran hasta su ciudad natal,
Salto, Uruguay, dos amigos suyos desde la mocedad, Delgado y Brignone, publicaron
una biografía del escritor. Me detengo aquí para comprobar y decir que esta
biografía impresionante por su fidelidad, por el hecho de que sus autores
por medio de una permanente amistad que se mantenía por cauce postal hasta
la muerte del biografiado, mantiene hoy su carácter de única. La tuve, la
perdí en vaya a saber cuál de mis traslados. Ahí, en ella, está todo Quiroga
desde los insinceros, decadentes Arrecifes de coral y el derrotado viaje
a París hasta su muerte en el refugio de un hospital.
Luego, pasado el tiempo de silencio e ignorancia que es costumbre otorgar
e imponer a los difuntos que importaron, se sucedieron muchos libros sobre
Quiroga y varios críticos e intelectuales de diversa especie viajaron a
la selva misionera con el absurdo propósito de ver allí algo que se le hubiera
escapado al maestro.
Mucho antes, un gran escritor se instaló durante meses en una casa próxima
a la que habitaba el cuentista genial. Proximidad que fue aceptada con la
condición de que las visitas se realizaran solamente cuando Quiroga estuviera
con un humor propicio. Para anunciar estos no frecuentes estados de ánimo,
el uruguayo izaba una bandera.
Pero ni los pre-muerte
ni los post agregaron nada de importancia a la biografía de Brignone y Delgado,
nunca reeditada -que yo sepa- e imposible de encontrar ni en librerías de
viejo ni en bibliotecas de amigos.
Cuando su obra ya era definitiva, hecha con cuentos tremendos escritos sin
tremendismo, con cuentos para niños inteligentes que delatan una escondida
y rebelde ternura, con un par de mediocres novelas que confirman su insincero
aserto de que una novela es sólo un cuento alargado, aceptó la tentación
de bajar a Buenos Aires. Dejaba detrás las alegres fatigas del machete y
la congoja de una muerte trágica que tal vez, sin quererlo, él mismo había
estado conjurando al exigir a otros el coraje incansable en la lucha con
el destino, coraje que él mantuvo hasta el fin.
Este viaje a la capital tuvo forzosamente la calidad de una visita más o
menos larga. Quiroga era ya padre e hijo de la selva y no resistió mucho
su llamado.
Aquel viaje visita tuvo tres consecuencias que, sin duda, afectaron al escritor
con intensidad diversa.
La más importante y nada literaria fue provocada por la imprudencia de su
hija Eglé -maravillosa persona- al presentarle a una compañera de colegio,
muchacha de gran belleza. Poco tiempo después, Quiroga se casó con ella
y la llevó, como cazador y presa, a su casa en la selva norteña.
La segunda consistió en una larga temporada de fiestas y reuniones en las
que admiradores, y aspirantes a buenos discípulos rodearon al maestro tanto
en su residencia de las afueras, en la localidad de Vicente López, como
en hogares y restaurantes porteños. Aquí el hombre huraño, tan parco en
tolerar visitas y habituado a cerrar las puertas de la casa recia y humilde
que había construido con sus manos, bajó la guardia, supo ser amable, cordial
y receptivo. Confirmaba que su tarea de escritor no había sido vana y tenía
a su lado la hermosura demasiado blanca, demasiado rubia, de su nueva esposa.
Tantos meses de merecida dicha tenían que provocar la tercera consecuencia.
Ahora, una aparente digresión: otro suicida famoso, Hemingway, obtuvo, más
o menos un año después de volarse la cabeza, un curioso reconocimiento a
su obra y a su vida. Cáfilas de criticones, de fracasados, de adictos incurables
a la envidia se abalanzaron con furia a la conquista de espacio en diarios
y revistas para atacar al muerto.
Hienas comecadáveres
Recuerdo que la ola de baba verdosa llegó a tal altura que la revista Life
cedió una doble página a Malcolm Cowley para que intentara un dique contra
las hienas comecadáveres.
El
hermano Quiroga. Cartas de Quiroga a Martínez Estrada
Presentación y selección de textos: Oscar Rodríguez Ortiz
Edición Biblioteca Ayacucho, Gobierno de Venezuela
ISBN: 980-276-279-2
Esta
no es ni una biografía ni una semblanza acerca de un gran escritor
o un maestro del cuento hispanoamericano. El libro que Ezequiel
Martínez Estrada (1895-1964) dedicó a Quiroga, se parece más
bien a los bocetos o apuntes de los pintores, a los aguafuertes
de un expresionista. Le interesaba, ante todo, el enigma vital
de un hombre, no tanto el de autor famoso que, sin embargo,
redujo su vida, como lo hizo en sus cuentos, a lo esencial:
se descivilizó para lograr una sustancia y ésta lo consiguió
al final solitario y desesperado ante la naturaleza y sí mismo.
Buena parte del ensayo se funda en la correspondencia que a
Martínez Estrada enviara Quiroga entre 1934 y 1937 –hasta once
días antes de su suicidio–. Esta edición reúne en un solo libro
los apuntes de quien se coloca no ante un venerable artista
sino ante un hermano y los textos completos de las cartas a
las que se alude, resultando ambos dos trabajos de suprema intensidad.
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Este artículo
fue reforzado con un dibujo que representaba a Hemingway desnudo y muerto,
tenazmente visitado por cucarachas, moscas, toda la sabandija pensable.
Tal vez hubiera alguna rata en el festín.
Algo muy parecido ocurrió con Quiroga vivo.
Paridos a consecuencia de un cruce misteriosamente fértil entre dos viejas
prostitutas llamadas envidia y ambición, decenas de enanitos declararon
perimido el arte de Quiroga. Era necesario que los cuentos del maestro se
hicieran a un lado en la historia literaria para dar paso a los que ellos,
los nuevos y novísimos, pergeñaban para deleite propio y de la pretendida
elite en que flotaban. Es decir, que los relatos quiroguianos, de ciudad
o selva, que son para mí grabados en metal, exentos de adornos, se olvidaran
para aplaudir acuarelas pintadas en el país de algún abanico.
El maestro cometió el error de darse por enterado y publicó una respuesta
que era desafío y afirmación. Sucedió lo inevitable. Ya ni Funes el memorioso
recuerda los nombres ni los engendros de los aspirantes a iconoclastas.
Todos los cuentos
de Quiroga, cualquiera fuera su tema, están construidos de manera impecable.
Pero debo señalar que aquellos que se sitúan en Misiones están impregnados
del misterio, la pobreza, la amenaza latente de la selva. Allí es imposible
descubrir arte por el arte, regodeos puramente literarios.
Porque la selva amparaba el horror del que supo el escritor y que venció
la ferocidad de su individualismo. Supo de la miserable sobrevida -o persistencia
del no morir- de los mensú, de sus sufrimientos callados porque conocían
la esterilidad de expresarlas con la dulzura exótica de su idioma guaraní.
Tal vez, raras veces, se les escapara un "añamembuí" dirigido al patrón
invisible y de crueldad cotidiana e interminable. O al capataz de revólver
y látigo; o al destino tan sabio en torturar y en suprimir explicaciones.
Para el mensú,
mantenido siempre al borde de la agonía, el patrón nunca visto tenía forma
de hombre, pero era una empresa lejana e inubicable, una oficina con aire
acondicionado, una compañía que seguiría floreciente mientras la selva conservara
árboles para hachar y hombres para ir desangrando.
El aire acondicionado
es brujería impensable para esclavos famélicos cuya soñada fuga estaba vedada
por policía mercenaria, asesina y privada, por perros expertos en alcanzar
gargantas de fugitivos. El aire acondicionado es indispensable en las lejanas
oficinas de los gringos porque en Misiones la temperatura diurna es de 45
centígrados a la sombra para declinar, cuando desfallece el sol, a cinco
grados bajo cero.
Pero la explotación de hombres tiene una muy rigurosa cobertura legal. Cada
mensú tiene que firmar un papel, la contrata, por el que se compromete a
trabajar en los obrajes durante un tiempo determinado y en las condiciones
que disponga el patrón oculto.
Excusa del analfabeto
Horacio Quiroga - Potro
salvaje. Producción Radio Educación del Mayab (México). Fuente
Radioteca.net
Allí no se acepta la excusa de analfabetismo: hay que firmar con una cruz,
un garabato o con la huella del pulgar. Y luego reventar de cansancio o
paludismo o por gracia de Dios, que todo lo ve. Terminada la contrata, los
supervivientes, llenos de sana alegría y libres como pájaros, se embarcan
hasta Posadas, capital de Misiones, para festejar. Los acompaña, cariñoso,
un subcapataz. Allí pasan algunos días y, sobre todo, noches. La caña corre,
las mujeres abundan y todas casualmente se llaman Venérea. El sub simula
acompañarlos en la gran orgía y aguarda con paciencia de buitre. No muchas
horas después todos los mensú están borrachos y endeudados hasta el cuello.
Porque también en Posadas la empresa es generosa y fía, como les fiaba en
el clásico y canallesco almacén del obraje. El buitre está atento y sabe
actuar. Las deudas de la fiesta quedan saldadas si la víctima firma otra
contrata. Días después, los mensú remontan el río, amontonados como animales,
y vuelven, por otros dos o tres años, al martirio del infierno breve.
Termino con una confesión. En uno de sus cuentos, llamado La bofetada, Quiroga
escribe que un mensú, amenazado por el revólver de un capataz rubio, le
hace saltar mano y arma con un voleo certero del machete. Luego le obliga
a caminar, chorreando sangre, hasta que el gringo cae exánime. Entonces
el mensú se dirige en busca de la frontera de Brasil.
La violencia me repugnó siempre. Pero mientras leía el cuento mis simpatías
acompañaban al mensú durante su viaje al destierro.
"Morir como tú, Horacio, en tus cabales,
y así como siempre en tus cuentos, no está mal;
un rayo a tiempo y se acabó la feria...
Allá dirán
No se vive en la selva impunemente,
ni cara al Paraná.
Bien por tu mano firme, gran Horacio...
Allá dirán.
Más pudre el miedo, Horacio, que la muerte
que a las espaldas va.
Bebiste bien, que luego sonreirás..". (1)
Tal vez no sea casual que Horacio Quiroga haya nacido el último día del
año 1878. Este hecho es todo un símbolo de lo que sería una vida signada
por últimos días.
El fallecimiento de su padre, Prudencio Quiroga, a pocos meses de ese 31
de Diciembre, el suicidio de su padrastro, Asensio Barcos, ante sus ojos
de quince años, la muerte de su amigo Federico Ferrari, al dispararse accidentalmente
el revólver que Quiroga examinaba, los suicidios de su primera mujer, Ana
María Cires, quien se quitó la vida ingiriendo una fuerte dosis de veneno;
su propio suicido, al saber que padecía cáncer y los de quienes lo siguieron,
su amigo y maestro Leopoldo Lugones, su gran amor Alfonsina Storni y sus
hijos Egle y Darío, años después. La muerte fue protagonista en su obra
y acompañó a los personajes de sus cuentos. En algunos casos resignadamente,
en otros con violenta desesperación.
"Más al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pié izquierdo resbaló
sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete
se le escapaba de la mano. Mientras caía el hombre tuvo la impresión sumamente
lejana de no ver el machete de plano en le suelo…. Sólo que tras el antebrazo,
e inmediatamente debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad
de la hoja del machete, pero el resto no se veía (...) Va a morir. Fría,
fatal e ineludiblemente va a morir…" (2)
Inmediatamente después de la muerte de su amigo, Quiroga abandonó Montevideo,
refugiándose en la casa de su hermana María, en Buenos Aires. Allí comenzó
a trabajar como profesor de castellano en el Colegio Británico y a publicar
sus primeros cuentos en revistas como Caras y Caretas. Un año más tarde
llegó a Misiones, como fotógrafo de la excursión de estudio que el Ministerio
de Instrucción Pública le había encomendado a Leopoldo Lugones. Cuando Quiroga
pisó la selva, en medio de un ataque de asma, supo de inmediato que ese
sería el lugar que elegiría para vivir y seguir con su obsesión, la de contar
historias.
En 1901 publicó su primer libro, Los arrecifes de Coral, dedicado a Leopoldo
Lugones Combinación de prosa y verso, 52 composiciones agrupadas en 18 poemas,
30 páginas de prosa lírica y 4 cuentos. Este libro resumía el clima literario
del momento y a la vez aquí empoezan a perfilarse algunos de los conflictos
permanentes en toda su obra, la lucha del hombre con la naturaleza o con
otros hombres.
En 1904 publicó el libro de cuentos El crimen del otro, influido por sus
lecturas de Edgar Allan Poe, y Guy Maupassant. Aquí comenzó a alejarse del
preciosismo modernista y el cambio fue dándose a medida que se sumergía
en una realidad dolorosa. El cuento que da el título a la obra presenta
similitudes con el de Edgar Allan Poe, "El barril de amontillado".
En 1905 publicó Los perseguidos, una novela sobre un caso psiquiátrico y
tras un período marcado por tendencias naturalistas, como las de su novela
Historia de un amor turbio, de 1908, compró unas tierras en Misiones y se
instaló con su primera esposa en una casa que él mismo construyó en Iviraromí,
cerca de las Ruinas jesuíticas de San Ignacio. Allí vivió hasta 1916. La
selva misionera lo atrapó y se convirtió en escenario de sus célebres Cuentos
de la selva y de Los desterrados, entre otras obras que dieron cuenta de
su propia vida en ese medio inhóspito donde tuvo que clavar y desarmar cien
veces la misma canoa, reparar las goteras del techo de su casa, pescar,
fabricar sus propias anilinas para tinturas, cavar pozos de agua, confeccionar
sus zapatos, y conversar con "Anaconda", la víbora que criaba en su jardín,
que fuera protagonista de varias de sus historias. Allí supo que escribir
era un oficio arduo y no un arrebato de inspiración.
"No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego.
Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a
la mitad del camino. (...) Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente
hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te
distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses
del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una
verdad absoluta, aunque no lo sea." (3)
Con la publicación de Cuentos de amor, de locura y de muerte, en 1917, Quiroga
dio la primera muestra de su genio y empezó a recorrer el camino que lo
llevaría a consagrarse como el gran maestro de la narración breve latinoamericana.
Cuentos que, si bien revelan la influencia de Edgar Allan Poe, resultan
originales por el uso de una prosa tensa, donde no empleaó adjetivos grandilocuentes
y la sobriedad fue causa del mayor momento de síntesis narrativa.
Es en este libro donde se presentan claramente definidas, todas y cada una
de sus obsesiones recurrentes. Predominan los cuentos misioneros, la fascinación
de Quiroga por la muerte en la que vivió enfrascado y los personajes marcadamente
trágicos, con relatos magistrales como "A la deriva", " La gallina degollada",
o "El almohadón de plumas".
Alicia
fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que
remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad,
pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente
de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. (...) Los dos días
finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente
encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa,
no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado
de los eternos pasos de Jordán. (4)
En 1918 publicó Cuentos de la selva, un clásico de la literatura escrita
para niños. El paisaje misionero fue escenario y los animales protagonistas.
Quiroga consiguió aquí una interesante mezcla de ternura y humor entre lo
fantástico y lo real.
Los ocho cuentos de este volumen contienen una moraleja, por lo que puede
decirse que son también una aproximación a la fábula, con una intención
moralizadora sugerida sutilmente. Los animales aparecen humanizados por
una gran eficacia expresiva, frases precisas y con imágenes plásticas certeras.
Fue este libro una especie de agradecimiento del hombre a los animales,
y por otro lado también se expresa la lucha de los animales contra la devastación
del hombre, pero mostrando valores como la amistad y la solidaridad.
"...Como la piel del Surubí es muy bonita, y las manchas oscuras que tiene
se parecen a las de una víbora, el Surubí nado una hora pasando y repasando
ante los yacarés, que lo admiraban con la boca abierta. Los yacarés lo acompañaron
luego hasta su gruta, y le dieron las gracias infinidad de veces. Volvieron
después a su paraje. Los pescados volvieron también, los yacarés vivieron
y viven todavía muy felices, porque se han acostumbrado al fin a ver pasar
vapores y buques que llevan naranjas. Pero no quieren saber nada de buques
de guerra." (5)
En 1920, publicó Las sacrificadas, adaptación teatral de "Una estación de
amor", un cuento que se había publicado en Cuentos de amor, de locura y
de muerte. Obra que se estrenó en el teatro Apolo en el año 1921, coincidentemente
con la publicación de Anaconda, una colección de cuentos que continuaba
con las historias ocurridas en Misiones, mostrando una visión de la selva
desde la perspectiva de los animales, pero con un tono diferente a la de
los Cuentos de la selva, alejándose de la fábula infantil y presentando
la imagen sombría de la naturaleza que marcaría las obras.
En 1928 Quiroga se enamoró de una adolescente, amiga de su hija Eglé: María
Elena Bravo, 30 años menos que el escritor, permaneció junto a él en la
selva, hasta que lo abandonó en 1936. En 1936 publicó la novela "Pasado
amor", de carácter autobiográfico, donde narraba aquella relación y los
obstáculos que debieron sortear.
Los relatos contenidos en El desierto, de 1924 y Los desterrados, de 1929
reflejaron el creciente pesimismo de Quiroga, que aumentaría ante el deterioro
progresivo de su salud y la estrechez económica producto de su dificultad
para vender sus trabajos y su carácter excéntrico que hizo que no fuese
querido por los nuevos intelectuales, quienes capitaneados por Jorge Luis
Borges, lo consideraban "antiguo" y le cerraban puertas. Por entonces sólo
vivía de los 50 pesos que el gobierno de Uruguay le pagaba por un cargo
de Cónsul Honorario, fruto de una gestión realizada por escritores amigos.
Los cuentos de El desierto están agrupados en tres grupos diferenciados.
En el primero, mediante relatos misioneros, presentó el escenario, los personajes:
padre e hijos y su manera de vivir y relacionarse, desde la muerte de la
madre. Los cuentos del segundo grupo son historias de amor como "'Una conquista".
"Silvina y Montt" y "'El espectro". El tercer grupo consta de cinco cuentos
donde se encuentran los notables "El potro salvaje" y "Juan Darién".
"...Los piques son, por lo general, más inofensivos que las víboras, las
uras y los mismos barigüis. Caminan empinados por la piel, y de pronto la
perforan con gran rapidez, llegan a la carne viva, donde fabrican una bolsita
que llenan de huevos. Ni la extracción del pique o la nidada suelen ser
molestas, ni sus heridas se echan a perder más de lo necesario. Pero de
cien piques limpios hay uno que aporta una infección, y cuidado entonces
con ella." (6)
Los desterrados, es, según la crítica el libro más acabado y armónico de
Quiroga. Aquí el autor se acercó al trabajador de la selva, al peón de las
plantaciones y su vida de jornales de hambre y miseria. Recogió aquí, ocho
ficciones de la cuales unas describen el ambiente, como "El regreso de anaconda"
donde dejó muy clara su denuncia contra el hombre que "ha sido, es y será
el más cruel enemigo de la selva"; y otras a los estereotipos de la selva,
a quienes llamó desterrados y retrató magníficamente en cuentos como "El
hombre muerto", "El techo de incienso" o "'Los destiladores de naranjas".
Sus últimos libros fueron el punto culminante de ese impulso creador, que
a Quiroga se lo ofreció su propia tragedia.. La muerte, la soledad, la decadencia,
el fracaso y la lucha por evitarlos, que fue una constante en el autor y
sus personajes, se hizo carne con su máxima expresión.
Más allá, su última publicación de 1935, fue una obra premonitora donde
predomina el pesimismo y la angustia, la muerte y el misterio. El cuento
"El hijo", es uno de lo más bellos y perfectos que se hayan escrito en la
lengua española, porque Quiroga aquí logró trascender el dolor y la tragedia,
utilizando el amor paternal y la ternura en forma tajante, dándole el justo
corte dramático y desgarrador.
"...Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo,
el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto
de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de
sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad. Sonríe
de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo .A nadie ha encontrado,
y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con
las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace
al sol, muerto desde las diez de la mañana." (7)
En 1936, los insoportables dolores de estómago, obligaron a Quiroga a internarse
en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires. "No veo el día, amigo, de volver
a San Ignacio" le escribió a Isidoro Escalera, que era su amigo y casero.
Cinco meses más tarde, al saber del diagnóstico definitivo, salió a dar
un paseo por la ciudad. Regresó al hospital por la noche y en la madrugada,
el cianuro que había ingerido ya había hecho su efecto mortal.
__________________
Notas:
* (1) Alfonsina Storni, "A Horacio"
* (2) "El Hombre muerto", de Los desterrados
* (3) "Decálogo del perfecto cuentista", de Cuentos de amor, de locura y
de muerte
* (4) "El almohadón de plumas", de Cuentos de amor, de locura y de muerte
* (5) "La guerra de los yacarés", de Cuentos de la selva.
* (6) "El desierto", de El desierto.
* (7) "El hijo", de Los desterrados.
Fuentes bibliografías:
* Jitrik, Noé. Horacio Quiroga. Una obra de experiencia y riesgo. Buenos
Aires.,
* Ediciones Culturales Argentinas, 1959.
* Orgambide, Pedro. Horacio Quiroga, el hombre y su obra, 1954
Así, con diáfana sencillez está escrito en la piedra junto al río Uruguay
(en Salto) en recuerdo al padre del cuento latinoaméricano. A cincuenta
y siete años de la muerte de Horacio Quiroga queda en pie una monumental
obra literaria que sobresale por su dimensión universal y que tiene increíble
vigencia, tanto como la de Poe, Chejov, Maupassant, Gorki, Kipling. "El
destino no es ciego -sus resoluciones fatales obedecen a una armonía todavía
inaccesible para nosotros, a una felicidad superior oculta en las sombras";
escribió alguna vez Quiroga y ese destino, que en todo momento le negó su
misericordia, y una dosis infame de cianuro acabaron con su vida un 19 de
enero de 1937 a la manera de sus mejores cuentos. "Quien se atreve a matarse
es Dios", había leído en Dostoievsky, pero Quiroga no creía en Dios y su
vida y su obra fueron un diálogo implacable, seductor y obcecado con la
muerte y con ese Dios que rechazaba, aferrado a una moral paradójicamente
religiosa. Pero es precisamente desde ese doble juego de agnosticismo y
religiosidad, desde ese coqueteo de amor, de locura y de muerte que surge
su forma favorita de expresión, el cuento, que da la justa medida de su
genio.
El maleficio de Quiroga comenzó cuando contaba dos meses de edad (1879)
con la muerte de su padre al disparársele accidentalmente su escopeta. En
1891 Ascenso Bargo, su padrastro, se suicida con una escopeta. En 1902 Horacio
Quiroga mata accidentalmente con su revólver a su mejor amigo Federico Ferrando.
En 1915 se suicida su primera esposa Ana María Cires. También se suicida
Leopoldo Lugones a quien Quiroga admiraba, y Alfonsina Storni por quien
sostuvo una profunda pasión. El 19 de febrero de 1937 se suicida Quiroga
y en 1939 se suicida su hija Egle. Años después, su hijo Darío también haría
lo mismo. Es verdad que el aspecto fatalista y trágico de su vida conmueve
y seduce tanto como su creación literaria, pero la intención de este artículo
no es el análisis somero de uno u otro, sino una reflexión a vuelo de pájaro
tendiente a recordar y recuperar la contemporáneidad de Quiroga a través
del cuento, su mayor exponente, por lo directo y vivo hasta la violencia
de su manera de decir las cosas.
A Quiroga le preocupaba más el valor expresivo de la palabra que lo puramente
gramatical y académico, por lo cual se le ha tachado muchas veces de "escribir
mal". A pesar de todo, "su narrativa sigue siendo la construcción más vigorosa
-más duramente vigorosa- de la literatura de ficción hispanoaméricana hasta
su época". Como diría Julio Cortázar al respecto, "Quiroga figura entre
los narradores capaces a la vez de escribir tensamente y demostrar intensamente,
única forma de que un cuento sea eficaz, haga blanco en el lector y se clave
en la memoria".
"La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba brumoso
por las quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca del patio,
deslumbrada por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que
adormecía los ojos parpadeantes de los fox-terriers." La insolación de Cuentos
de amor de locura y de muerte . Es tal vez en este cuento, La Insolación,
donde Quiroga alcanza la cima de su arte narrativo con un estilo sobrio
y conciso y una triple capacidad para sentir con intensidad, atraer la atención
y comunicar con energías los sentimientos. "Cuando cayó del todo la noche,
la tortuga vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba
el cielo y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil y cerró entonces
los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había
podido salvar al hombre que había sido bueno con ella". La tortuga gigante
de Cuentos de la Selva Cuentos de la Selva, 1918. Los animales como protagonistas;
muestra la gratitud y amistad con el hombre, mezcla de ternura y humor entre
la fantasía y lo real.
Aproximación a la fábula, pues los ocho cuentos que componen este volumen
contienen una moraleja. "Debe ser hora de dormir...-murmuró Anaconda. Y
pensando deponer suavemente la cabeza a lo largo de sus huevos la aplastó
contra el suelo en el sueño final". El regreso de Anaconda. Anaconda y El
Regreso de Anaconda: singular espiritualización del mundo animal; un mundo
de selvas, fieras, víboras, fiebre, donde el hombre y la serpiente se debaten
con la muerte entrando en el otro mundo por el portal de un eterno sueño.
Luego seguirán El Desierto (1924), Los Desterrados (1926) narraciones centradas
en hombres duros que se matan bebiendo alcohol de las lámparas, cuando no
matan a sus propios hijos, víctimas del delirio. Y ófinalmente El más allá
(1935), su libro póstumo. A cincuenta y siete años de la muerte del escritor,
que vivió a caballo entre Uruguay y Argentina, el lector que como yo , reflexione
un momento entre todas las lecturas posibles de la vida y obra de Quiroga
no podrá dejar de seducirse por esa mezcla contradictoria de repulsión-fascinación
emparentada con el embrujo que ejercía sobre el autor, el amor y la muerte,
donde encontró su lenguaje.
Una secreta adoración hacia un universo localista al margen del mundo, hacia
donde descendió Quiroga atormentado y perseguido hasta el paroxismo por
la hostilidad del medio desvastador y esa especie de aura de fatalidad que
lo acompañara durante toda su vida, pero que sin embargo le otorgaron con
asombrosa vitalidad una razón de vivir. Hoy lo recordamos con tremenda vigencia
por la dimensión universal de su obra. Como dijo Borges: "un idioma es tradición,
un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos".
Quizás estas pocas líneas de análisis seguramente resulten insuficientes
como para conformar un panorama completo de uno de los grandes padres de
la cultura contemporánea.
[Según la legislación argentina
vigente la obra de Horacio Quiroga (1878-1937) se encuentra bajo dominio
público]
Por Horacio Quiroga
Una mañana de abril Luis Rohán se detuvo en Florida y Bartolomé Mitre.
La noche anterior había vuelto a Buenos Aires, después de año y medio
de ausencia. Sentía así mayor el disgusto del aire maloliente, de la
escoba matinal sacudiendo en las narices, del vaho pesadísimo de los
sótanos de las confiterías. El bello día hacíale echar de menos su vida
de allá. La mañana era admirable, con una de esas temperaturas de otoño
que, sobrado frescas para una larga estación a la sombra, piden el sol
durante dos cuadras nada más. La angosta franja de cielo recuadrada
en lo alto, evocábale la inmensidad de sus mañanas de campo, sus tempranas
recorridas de monte, donde no se oían ruidos sino roces, en el aire
húmedo y picante de hongos y troncos carcomidos.
De pronto sintióse cogido del brazo.
-¡Hola, Rohán! ¿De dónde diablos sale? Hace más de ocho años que no
lo veo... Ocho, no; cuatro o cinco, qué se yo... ¿De dónde sale?
Quien le detenía era un muchacho de antes, asombrosamente gordo y de
frente estrechísima, al cual lo ligaba tanta amistad como la que tuviera
con el cartero; pero siendo el muchacho de carácter alegre, creíase
obligado a apretarle el brazo, lleno de afectuosa sorpresa.
-Del campo -repuso Rohán-. Hace cinco años que estoy allá...
-¿En la Pampa, no? No sé quién me dijo...
-No, en San Luis... ¿Y usted?
-Bien. Es decir, regular... Cada vez más flaco -agregó riéndose, como
se ríe un gordo que sabe bien que habla en broma de la flacura-. Pero
usted, -prosiguió- cuénteme: ¿qué hace allá? ¿Una estancia, no? No sé
quién me dijo... ¡También! ¡Sólo a usted se le ocurre irse a vivir al
campo! Usted fue siempre raro, es cierto... ¿A que usted mismo trabaja?
-A veces.
-¿Y sabe arar?
-Un poco.
-¿Y usted mismo ara?
-A veces...
-¡Qué notable!... ¿Y para qué?
El muchacho obeso gozaba, muy contento, a pesar de la tortura del cuello
que lo congestionaba, del pantalón que bajo el chaleco lo ceñía hasta
el pecho, ahogándolo. Sentíase felicísimo con la ocasión de un hombre
raro que no se ofendía de sus risas.
-Sí, el otro día leía una cosa parecida... Astorga, eh? Tolstoi, eh?
Qué bueno!
Y a pesar de todo era un buen muchacho quien le hablaba, lo que hacía
pensar de nuevo a Rohán en la dosis de corrupción civilizadora que se
necesita para convertir en ese imbécil escéptico a un honrado muchacho.
Por ventura, Juárez había pasado a mejor tema, informando a Rohán en
tres minutos de una infinidad de cosas que éste nunca hubiera soñado
averiguar. Rohán lo oía como se oye sin querer, cuando uno está distraído,
la charla lejana de los peones en la chacra. De pronto Juárez notó que
la mirada de su amigo pasaba fija sobre él, y callándose miró a su vez.
Dos chicas de luto avanzaban por la vereda de enfrente. Caminaban con
la firme armonía de paso que adquieren las hermanas, el cuerpo erguido
y las cabezas serias y decididas. Pasaron sin mirar, la vista fija adelante.
Rohán las siguió con los ojos.
-Son las Elizalde -dijo Juárez, bajando a la calle para estorbar menos
y conversar mejor-. Qué tiempo que no las veía! Las conoce?
-Un poco...
-No lo vieron. Son monas chicas, sobre todo la más alta. Es la menor.
Viven en San Fernando... Están muy pobres.
-Yo creía que tenían fortuna...
-Sí, en otro tiempo. El padre estaba bastante bien. Aunque con el tren
que llevaban... Tenía hipotecado todo. Murió hace cerca de un año.
Rohán no pudo menos de hacerle notar:
-Bien enterado...
El muchacho obeso soltó una gran carcajada, echándose adelante de risa
cómo una mujer.
-¡No tanto, no sea tan malo! -repuso-. ¡Hay que dejar de ser pobres,
amigo Rohán! No todos tenemos la suerte de heredar estancias... aunque
tengamos que arar -añadió con otra carcajada, sujetándose de las solapas
de Rohán con cariñosa confianza.
Se fijó en el traje de éste.
-No trabaja con esta ropa, ¿verdad?... ¿Por qué no viene de botas?
Pero Rohán se había cansado ya del excelente animalito, y caminaba solo.
Lo que Juárez ignoraba es que Rohán conocía excesivamente a las de Elizalde.
Tras una amistad de diez años con la casa, Eglé, la menor, había sido
su novia. La había querido inmensamente. Y allí estaban, sin embargo;
ella paseando con su hermana su belleza de soltera, y él, soltero también,
trabajando en el campo a doscientas leguas de Buenos Aires. ¡Eglé!...
Repetíase el nombre en voz baja, con la facilidad de quien antes ha
pronunciado mucho una palabra en distintos estados de ánimo. Pero, a
pesar de que esas dos sílabas conocidísimas le evocaban distintamente
las escenas de amor en que las pronunció con más deseo, constataba que
de toda la vieja pasión no le quedaba sino el cariño al nombre, nada
más. Y lo murmuraba, sintiendo únicamente al oírlo una dulzura oscura
de palabra que antes expresó mucho, como los idiotas que con la vista
fija repiten horas enteras:
-Mamá...
-¡Cuánto la he querido! -se decía, esforzándose en vano por conmoverse.
Recordaba las circunstancias en que se había sentido más feliz; se veía
a sí mismo, la vera a ella, veía su boca, su expresión... Pero todo
esto con excesiva prolijidad, esforzándose más en recordar la escena
que sus sensaciones, como quien trata de fijarse bien en una cosa para,
contarla después a un amigo.
Caminaba siempre, pensando en ella, cuando se le ocurrió de pronto ir
a verla.
¿Por qué no? Aunque después del rompimiento no había vuelto más a casa
de Eglé, aquél había sido provocado por causas tan particulares de ellos
dos, que no halló inconveniencia en hacerlo. Sintió sobre todo viva
curiosidad de ver qué emoción sería la suya cuando se miraran en plenos
ojos... Y de nuevo evocaba la mirada de amor de Eglé, deteníala largo
rato ante la suya, tratando inútilmente de revivir su dicha de aquellos
momentos. Sabía por Juárez que vivían en San Fernando; costaríale poco
averiguar dónde.
Al día siguiente, a las tres, estaba en Retiro. Ahora que se acercaba
a ella, que iba a verla antes de una hora, sentíase emocionado. Anticipaba
mentalmente su llegada, la sorpresa, las primeras palabras, la ambigua
situación... Volvía en sí, y suspiraba hondamente para recobrar su pleno
equilibrio. Pero al rato recomenzaba el proceso -retrospectivo esta
vez-; y así, con los ojos fijos en la ventanilla, mientras las chacras,
las quintas y las casetas del guardavía colocábanse sucesivamente bajo
su visual, volvió al pasado.
II
Rohán
conoció a la familia de Elizalde cuando tenía veinte años. Acababa de
suspender sus estudios de ingeniería, en el comienzo, verdad es, pero
no por eso con menos disgusto de su padre, el cual desde el fondo de
la estancia mandóle decir tranquilamente que, puesto que quería ser
libre, nada más justo que viviera por su cuenta y riesgo. Rohán, por
su parte, halló muy razonable la meditación paterna, y poco después
lograba instalarse en el Ministerio de Obras Públicas, en calidad de
dibujante. Muy pobre, pero libre. Su padre entregóse sobre esa curiosa
libertad, a las constantes cavilaciones que provoca la falta de ambición
de un hijo inteligente, en un padre ignorante, trabajador y económico.
Hubo al fin de condensar el irresoluble problema en la fórmula más irresoluble
aún: "Cómo de un padre como yo... " Y no se preocupó más de su hijo.
Hizo bien, porque éste tampoco se preocupaba de sí mismo. Un año después
conocía a Lola y Mercedes Elizalde, y la manifiesta simpatía de la familia
llevábalo a frecuentar los días de recibo, y más tarde las comidas íntimas.
Indudablemente, en la afable recepción de la madre influía, como un
suspiro de posible felicidad, la fortuna venidera de cierto joven amigo;
pero, aparte de este detalle íntimamente familiar, la dueña da casa
estimaba bien a Rohán -a de Rohán, como decía Mercedes.
Mercedes solía ir apresuradamente a su encuentro, recibiéndolo con una
profunda reverencia de otros siglos, como convenía ante el vástago de
tan noble alcurnia. Hablábale a veces en tercera persona, sin dirigirse
a él. Tenía diez y siete años. Era muy bella, bastante delgada de cara.
Sus ojos largos y sombríos daban a su semblante, cuando estaba distraída
con malestar, una expresión de sufrimiento antiguo, cuya fatiga dolorosa
ha quedado en el rostro, expresión de una edad mucho mayor, y común
en las muchachas inteligentes que se han desarrollado muy pronto.
Sus nervios la mataban. Siendo criatura, había soñado que un pájaro
le devoraba las manos a picotazos. Nunca pudo recordar ese sueño sin
revivir la vieja angustia y esconder las manos. Cuando tenía quince
años adquirió la costumbre de acostarse vestida, después de comer. A
la una se levantaba, la casa en silencio. Iba a la sala, paseaba aburrida,
tocaba un momento el piano a la sordina, miraba uno a uno los cuadros,
deteniéndose ante ellos largo rato como si nunca los hubiera visto;
y después de una hora volvía más aburrida a la cama.
Estando nerviosa, su tormento eran las manos: no sabía qué hacer con
ellas. Rohán se reía al notarlo, y Mercedes le hacía horribles muecas
que la indignación de la madre jamás podía contener. Cuanto más se burlaba
Rohán, más exageraba Mercedes, aunque sabía bien que se ponía colorada
y en ridículo.
En la segunda o tercera visita de Rohán, la señora habíale preguntado
con afectuosa indiscreción si descendía de los duques de Rohán, de Francia.
Rohán, que en ese instante se miraba las uñas de cerca, respondió:
-No, señora; mi abuelo era zapatero-Y levantó la vista, mirando tranquilamente
a la señora-.
La familia cruzó entre sí una rápida ojeada, aprestándose a defender
altivamente la casta contra el agresivo sujeto. Pero pronto hubieron
de convencerse de que Rohán parecía tener sobrada discreción -tal vez
un poco despreciativa-, para agredir de ese modo.
Lola tenía veintidós años cuando Rohán la conoció. Era más bien gruesa,
bastante miope, y tan blanca que sus brazos daban la impresión de estar
siempre fríos. Era poco inteligente, pero con tal equilibrio mental,
que no erraba casi nunca. Vestía muy bien, con innata noción del gusto.
Esto escapaba a Mercedes, demasiado aguda en sus predilecciones, lo
que la llenaba de fraternal envidia.
Lola no era rápida de ingenio, ni le agradaba el flirteo espiritual
en que su hermana amaba precipitarse. Lo cual no obstaba para que se
sonriera al oírla, pero lo hacía plácidamente, como si suspirara caminando.
Como había en ella toda la preocupación y cordura vigilante de una madre,
tenía predilección por Eglé, de nueve años, bien que representara menos.
Cuidaba de ella con prolijidad de hermana mayor, soltera y sensata,
que hacía reír a la madre. La criatura comía a su lado, buscando el
apoyo de sus ojos cuando estaba indecisa. Lola era quien la arreglaba
todas las mañanas para ir al colegio. Sentada en una silla baja, con
la criatura de pie entre sus muslos, observaba sin fatigarse el distinto
efecto de sus lazos, con la atención estudiosa de las mujeres que observaban
de cerca un paño.
Rohán conoció apenas al padre. Rara vez lo hallaba, ni aún en la mesa.
Era un hombre bajo, y delgado, de color cetrino y ademanes bruscos.
Parecía simpatizar muy poco con Rohán.
La madre tenía, bajo el aparente descuido de su bonachona negligencia
de obesa, la naturaleza sensata, campesina y calculista de las que salen
las hijas histéricas.
III
Indudablemente, dado
el modo de ser de Mercedes, era ésta, de las dos hermanas, aquella con
quien Rohán se hallaba más a gusto. En efecto, Mercedes y Rohán se querían
cordialmente. Ni uno ni otro se esforzaban en buscar más plausible motivo
a su afecto. Alguna vez, sin embargo, llevaron la gracia un poco lejos.
-¿Qué respondería usted, señorita Mercedes, si yo le dijera un día que
la quiero?
-Y si el señor de Rohán estuviera seguro de que yo lo quiero, ¿qué me
diría?
Tras lo cual se echaban a reír, como era conveniente. Pero como fuera
de estos momentos de excesiva proximidad, Rohán no estaba absolutamente
enamorado de ella, las cosas quedaban ahí. La madre miraba a veces al
muchacho sorprendida de su terquedad. Si en verdad todos sabían que
Rohán era únicamente amigo de ellos, bien podría él comprender por qué
le habían abierto la casa con esa soltura. Rohán lo comprendía muy bien;
pero como contaba escasamente con su corazón, y nada con la fortuna
a venir, hallaba muy satisfactoria esa equívoca situación.
En cuanto a la pequeña Eglé, sus relaciones con ella se limitaban a
muy poca cosa: medio minuto de conversación, los miércoles de tarde,
cuando la criatura volvía del colegio con la sirvienta. Rohán las encontraba
indefectiblemente en Piedras, entre Victoria y Alsina. El cruzaba la
vereda y Eglé se detenía. Al principio, Rohán se contentaba con preguntarle
cómo estaban en la casa y con enviar recuerdos. Una noche Mercedes lo
fastidió dos horas con alusiones a ciertas citas que él tenía en la
calle. Apenas al fin se había él dado cuenta de que se refería a sus
encuentros con Eglé. El miércoles siguiente, al hallar a ésta, recordó
la broma y habló gravemente a la criatura, en el preciso sentido de
que se encontraba profundamente dispuesto a dar un beso a su novia,
Eglé. Desde entonces ge decidido por Mercedes que Rohán besaría a Eglé
siempre que la hallara en la calle, cual concernía a un conquistador.
-Sus conquistas habituales son mejores; ¿verdad, Rohán? -preguntábale
Mercedes con afectuosa languidez.
-A veces.
-¡Es usted tan buen mozo!
-Lo cual me alegra, porque hemos decidido con Eglé que los besos que
le doy no son para ella...
-¡Ah, no! ¡Si es por eso, puede evitarlos, amigo! -cortó Mercedes desdeñosamente.
Poco después Rohán se olvidó de esto, y cuando encontraba a Eglé seguía
por su vereda, contentándose las más de las veces con enviar a la criatura
cortada un grave saludo con el sombrero.
IV
En estas circunstancias Rohán recibió una carta de afuera. Su padre,
cansado de la falta de aspiración de su hijo, decidíase a enviarlo a
Europa por un par de años. "Creo que volverás más inútil aún; pero me
quedará el consuelo de haber hecho lo posible por ti".
El viaje parecióle bien a Rohán. Estaba harto de planos, lotes, colonias
y tinta colorada. Además, hacía dos meses que comenzaba a preocuparle
su estómago. Heredero, por parte de madre, de una notable dosis de neuropatías,
había salvado hasta entonces su digestión. Verdad es que su misma tolerancia
gástrica fuera excesiva, pues no hubo "bismark" ni caviar bastante especioso
para sus trasnochadas.
Tenía, como todos los muchachos, el temor de debilitarse si no compensaba
seis u ocho horas nocturnas -a veces de charla, únicamente- con terribles
alimentos. Esa noche tenía pesadillas y se levantaba al día siguiente
con la frente caliente y la boca amarga; pero muy satisfecho de haber
repuesto las fuerzas perdidas. Luego había suspendido las cenas; mas
el estómago, maltratado sobrado tiempo, continuaba mal.
Acogió de este modo el viaje a Europa, por lo que se refiere a su digestión,
como uno de los tantos extraordinarios remedios con que cavilan los
dispépticos, -que nada les exigen, por su parte-. Ésto no obstó para
que la víspera de su viaje comiera en lo de Elizalde todo aquello que
es capaz de ofrecer una dueña de casa a un huésped sano y distinguido,
y con más solícita razón a uno delicado de estómago.
-Un poquito de esto, Rohán; es muy liviano.
-Presumo que no, señora. Gracias.
-¡Pero un poquito, no más! ¡No puede hacerle nada!
-Me va a hacer mal, señora...
-¡No importa! Pruebe un poquito.
Rohán comía, y los cariñosos ofrecimientos continuaban, pues no hay
en el mundo dueña de casa a la cual sea posible hacer comprender que
uno es enfermo del estómago, o que no es precisamente cortés exigir
una pésima noche en homenaje a la comida que se nos da. Una señora que
sirve su mesa no hallará jamás otro motivo al rechazo de un plato, que
la timidez del huésped. Este tiene el fatal deber de halagar debida
mente a la señora por el honor que le hace, y de aquí la espantable
respuesta que acababa de dar la de Elizalde a Rohán:
-No importa que le haga daño...
Rohán, fastidiado, comió sin resistir más, y dos horas después tenía
el ineludible puño cerrado en la boca del estómago. Su desgano aumentó,
sin que el piano de Mercedes lo animara. Mercedes tocaba bien, sobre
todo lo sentimental. Era ése uno de los fenómenos que más habían preocupado
a Rohán. Constábale que Mercedes no sentía la música -de Chopin, por
ejemplo-. Y sin embargo, la interpretaba perfectamente. Rohán se preguntaba
cómo podía de ese modo sentirla tan bien en homenaje a los hombres,
sin que ella misma la sintiera; y concluía pensando que -si en vez de
ser conocido por melancólico, se tuviera por frívolo a Chopin, la joven
tocaría de muy distinto modo. El nocturno concluyó.
-¿Qué hace ahí, Rohán? -se volvió la ejecutante.
-Nada.
-¿Nada? ¿De veras?
-Nada. ¿Quiere que haga alguna cosa?
-Sí, váyase al balcón. Está horrible la noche.
-¿Le duele el estómago, Rohán? -intervino la madre.
-Un poco, señora...
-No es nada. Yo a veces siento así... Pero debería cuidarse un poco
más. ¡Usted es muy desarreglado!
A Rohán, que sentía aún el gordo dedo de la madre hundiéndole a la fuerza
en la garganta su comida, le hizo rabiosa gracia el consejo. Sacó una
silla al balcón y se sentó.
Adentro, conversaron un rato y después de un momentáneo silencio, se
levantó la voz de Lola, mientras su hermana la acompañaba al piano.
La voz de Lola no era expresiva, y aún ajustaba medianamente. Pero,
como todo lo que ella hacía, sus melodías tenían para Rohán una legítima
seducción: voz de muchacha honrada que no se esfuerza por teatralizar,
y que por esto mismo está llena de encanto.
V
Casa
de Horacio Quiroga en San Ignacio, Misiones
Entretanto, la pequeña
Eglé había salido al balcón. Rohán, ganado por la belleza de la noche,
atrajo la criatura a sí, y comenzó distraído a acariciarle el cabello.
Poco a poco Eglé se fue aproximando a su amigo; y al rato, al bajar
Rohán la mirada, vio los ojos azules de Eglé fijos en los suyos con
una expresión de hondo examen, -o más bien que habiendo comenzado siendo
examen, ahora no era sino una honda contemplación.
La criatura, al verse observada, miró a otro lado. Rohán detuvo la mano
que la acariciaba y Eglé se apretó más a él.
-¿Se va? -le preguntó.
-Sí, mañana -respondió Rohán-, jugando ahora con el cuello de Eglé.
-¿Se va? -repitió la pequeña al cabo de un momento.
-Sí, mi novia, sí... -repuso al fin Rohán, un poco sorprendido. Notaba
algo anormal en su pequeña amiga. La criatura volvió a mirarlo, pero
apartó en seguida los ojos. Un momento después los alzó de nuevo, dilatados.
-¿Usted me quiere? -le preguntó Eglé con la voz tomada.
-Te quiero mucho, Eglé...
Ella lo miró hasta el fondo con desconfiada angustia. Luego agregó,
mirando a otro lado, en un como doloroso convencimiento adquirido desde
hacía largo tiempo:
-Yo lo quiero mucho...
Rohán la atrajo más a sí y la besó enternecido:
-Eglé...
-¡Lo querré siempre!... -continuó Eglé, casi por llorar. Rodeó con su
brazo el cuello de Rohán, y se mantuvo así estrechada a él. Rohán, mucho
más conmovido de lo que hubiera creído, le preguntó en voz muy baja:
-Y cuando seas grande, ¿me querrás?
La criatura movió a uno y otro lado la cabeza, a modo de las mujeres
ya formadas, cuando la pregunta lleva ya en sí su dolorosa respuesta:
-¡Sí, sí!...
-¿Y te casarás conmigo?
Eglé no respondió; pero unió más su cara a la de él, estremecida. Sus
ojos fijos, llenos de lágrimas, contaron a la luna muy alta esa insuperable
dicha que nunca, nunca había de llegar. No hablaba ya, abrazándole siempre
y con su mejilla húmeda apretada a la de Rohán.
Rohán no sabía qué hacer. ¿Qué decir a la pequeña? Sentíase un poco
en ridículo. Hasta que por fin la voz de Mercedes lo llamó adentro.
Había concluido la música, y era imperdonable que un hombre bien educado,
como había ciertas presunciones para creerlo en Rohán, hiciera tan mezquino
caso de sus amigas que querían distraerlo.
-No, oía todo. Muy bien, Lola... Lástima grande que cuando vuelva no
la oiré más.
-¿Por qué?
-Porque usted estará casada.
-¿Usted cree? -saltó Mercedes-. Con ese de ahora no; es demasiado informal
para Lola. A mí me gustaría... ¿Me lo pasas, Lola?
Rohán observó:
-Si estuviera tan seguro de vivir cien años como de que la voy a hallar
soltera...
Mercedes entornó los ojos, y muy lentamente: -El señor Rohán me parece...
-¿Qué?
-¡Oiga! -prorrumpió-. Esto va a decir usted: "De nieve están cubiertos
mis cabellos"...
La madre sacudió los hombros ante el continuo disparatar y se fue adentro.
Lola, desde el sofá en que se oprimía los ojos, ya con sueño, continuó:
"Un año ausente de tus ojos bellos...".
-¿Cuáles? -preguntó Rohán.
- ¡Bah! -repuso Mercedes, hamacándose; con las manos entre las rodillas-:
Mis ojos no, señor duque... -Y lo miraba insistentemente, levantando
los ojos a él desde el puf, con una de esas sonrisitas irónicas que
nos hacen pensar si no hemos perdido antes, mucho antes, alguna ocasión
que ya no nos concederán.
Por fin, seriamente, Rohán se despidió. Eglé que estaba apoyada muy
derecha de espaldas en la cola del piano. Rohán se inclinó y le levantó
el mentón.
-Adiós, Eglé.
-Adiós...
-¿Me quieres dar un beso? -le dijo con una segura sonrisa de hombre
que sabe dominar bien la situación.
Pero la criatura lo miró en los ojos tan desconsoladamente, que Rohán
se avergonzó de su sonrisa y no la besó.
VI
El viaje de Rohán duró ocho años. Después de una larga temporada de
idilios montmartrenses -y en bohardillas, para más carácter, a ejemplo
de todos los muchachos americanos que van muy jóvenes a París-, dedicóse
a conocer bien la pintura. Frecuentó museos y talleres con la asiduidad
exagerada de quien trata de convencerse de este modo de un amor que
no siente mucho; leyó cuanto es posible leer sobre arte, y al cabo de
tres años de esta efervescencia de erudición, un libro cualquiera le
hizo ver de otro modo las cosas, e ingresó en un taller de fotograbados,
con el fin de hacerse honradamente útil. Lo primero que hizo fue comprar
una blusa azul, y lo segundo pasear orgullosamente con ella. Siguió
dos meses el aprendizaje.
Aprendió cosas preciosas para un obrero, pero absolutamente superfluas
para él. Compró una máquina completa de fotograbados para trabajar luego,
aunque sabía muy bien que todo eso era en él una monstruosa farsa. Hasta
que al fin, devorado de repugnancia ante sus diarios sofismas, abandonó
todo.
Su padre, bastante encantado de esa febril procura de vocación, común
en los seres que no tienen fuerzas para seguir la que verdaderamente
sienten, esperaba.
Pero, entretanto, el estómago de su hijo, que había dejado a éste en
paz esos largos años, volvía a digerir por su cuenta. Tras la dispepsia
llegaron los estados neurasténicos, y con éstos la desesperante obsesión
de sentirlos. Y los microbios, y el terror a la tuberculosis. Fueron
tres años duros, sin hacer absolutamente nada -pensar no es tarea para
un neurasténico-, que Rohán digirió tan penosamente como su kéfir.
VII
Un día, sin embargo, saliendo de su casa, entró en una panadería y compró
cinco céntimos de pan que comió hasta la última migaja. Hacía una semana
que no tomaba sino tres tazas de yogurt por día. Pero tras largas horas
de cavilaciones al respecto, había contado éstas por fin en el siguiente
razonamiento:
"Todo trastorno de un estómago lesionado cede a un régimen adecuado
al carácter de esos trastornos: dieta, leche, bismuto, bicarbonato.
Yo he ensayado todo y no he sentido el menor alivio. Si mi estómago
estuviera verdaderamente enfermo, al cabo de un mes de severo régimen
debería sentirme infaliblemente mejor; poco, tal vez, pero mejor. Y
he aquí que un simple trago de agua me hace tanto daño como una comida
completa. Lo que es absurdamente ilógico. Luego, yo no tengo nada en
el estómago".
Tal acaeció. Salvo el malestar de la glotonería, nada sintió con su
pan, y desde el día siguiente se encontraba curado, y con la convicción
de que nunca más dejaría a su estómago preocuparse.
Sano ya, no volvió a pensar en erudiciones farsantes ni azules blusas
de trabajo. Veía claro muchas cosas por la sencilla razón de haber pagado
su tributo de zonceras y por tener sobre todo ocho años más. No buscaba
más vocaciones, comenzando ya a sentir oscuramente la suya, que debía
ser más adelante una profunda y enfermiza sinceridad consigo mismo.
Pero tampoco se hallaba con ánimo para nada, y al cabo de este tiempo
volvió.
Durante su estada había sostenido con las de Elizalde poca correspondencia.
Recibió de Mercedes cinco o seis cartas, que él contestó con gran retardo.
En los primeros cuatro años envió una sola, pues quería romper con todos
sus recuerdos de América para vivir más puramente las impresiones de
París. Luego, la sinceridad naciente fue borrando poco a poco todo aquello
que no era suyo, y en este estado escribió a Mercedes una larga carta
llena de cariño, dándole cuenta de una infinidad de cosas nimias, prueba
de que se sentía más bueno y más contento.
Mercedes le respondió con igual extensión. Supo así que Lola se había
casado, pero que en cambio ella, a pesar de "su belleza", corría gran
riesgo de no hacerlo nunca. "Tengo ya veintiséis años y usted está tan
lejos! ¿Se compuso del todo de su estómago?", etc., etc.
VIII
Ciertamente, una de las primeras visitas de Rohán al volver fue para
las de Elizalde. Apenas lo entrevió Mercedes desde el comedor, gritó
hacia adentro:
-¡Mamá, mamá! ¡Rohán está aquí! ¡El duque de Rohán, mamá!
Y se precipitó a su encuentro.
-¡Ya no podía más, amiga! -tendió las manos Rohán-. ¡Por fin la veo!
-Y yo me moría. ¿No se encontró con papá? Se fue hace cuatro meses.
¿Cómo le fue?, cuénteme. ¿Cómo le fue?
-Divinamente. -Y tuvo que responder a las febriles preguntas de asombrosa
incongruencia de la joven.
La madre había llegado. De pronto Mercedes se interrumpió:
-¿Y Eglé? ¿Eglé, mamá?...
Eglé entraba ya, y Rohán se sorprendió de reconocer perfectamente su
rostro del cual no creía acordarse más. Solamente la belleza un poco
angelical de la criatura se había humanizado, más hermosa ahora por
más tangible, más deseable y por estar al lado nuestro. Se dieron la
mano amistosamente.
-¡Cierto, si apenas se conocen! -observó Mercedes-. ¿Te acuerdas de
Rohán, Eglé?
-Me acuerdo -respondió Eglé sonriendo.
Rohán se acordó también; pero la joven había apartado tranquilamente
los ojos y miraba al patio.
Después de dos horas Rohán se levantó para irse.
-Se queda a comer, ¿verdad? -lo detuvo tumultuosamente Mercedes. La
joven lo observaba desde hacía un momento.
-Le hallo la expresión cansada... ¿Enfermo, no? Sí, ya sé que estuvo
enfermo... Pero no es eso: fatigado, no cansado... ¿Por qué no, mamá?
-levantó las cejas, al ver que su madre se encogía de hombros-. Puede
estar fatigado, sin... ¿Qué edad tiene? -se volvió de golpe a Rohán.
-Veintiocho años.
-Vamos a ver, dígame cómo estoy yo. -Y se paró frente a él, con las
manos cruzadas atrás-. ¡Veamos! ¿Soy tan linda como antes? -agregó nerviosa
ya por la proximidad y el examen.
-Un poco más...
-¿Por qué un poco más? ¿Y por qué lo dice de ese modo?
Pero como él se contentaba con sonreír, Mercedes le hizo de soslayo
un mohín con los ojos entornados, levantando la nariz.
Luego, en la mesa, la madre lo retuvo media hora, preguntándole una
porción de cosas de Europa que ella sabía tan bien como él; y no obstante
darse cuenta del desgano con que Rohán le respondía por eso mismo, persistía
en su empeño.
Al fin tuvo lástima de Rohán y lo dejó ir a la sala, con la majestuosa
y protectora tolerancia que las madres acuerdan a los hombres para que
pasen a la sala donde están sus hijas. Mercedes tocaba el piano a vuelo
tendido.
-¿Le dejó ya mamá? ¡Qué horror! Sea bueno, siéntese aquí, cerquita de
mí. ¿Cómo le fue de amores?
-Muy mal. Usted sabe bien...
-¡No, no, en serio! ¿Cómo le fue?
-Mal.
-¿De veras? -le preguntó con cariño.
-De veras.
La joven lo miró pensativa.
-Es raro...
-¿Por qué?
-No sé, me parece...
Rohán se rió.
-No obstante, usted, amiga, nunca se enamoró de mí.
-Oh! Yo soy diferente... Eso es distinto.
Fuera de que -agregó después de un instante-,a pesar de mis vestidos
y de lo que el duque de Rohán me atribuye amablemente, él tampoco se
ha enamorado de mí.
Se miraron sonriendo.
-¿Quién sabe? -rompió él.
-¿Quién sabe? -repitió ella-. ¿Que más? -continuó, comenzando a turbarse.
-¿Cómo, qué más?
-Sí, diga otra cosa.
-¡Pero no sé nada!
-¡Dígame cualquier cosa, pronto! -concluyó la joven, ya alterada.
Era un crimen abusar de ella, y Rohán sus pendió el juego.
-¡Esos nervios, amiga!
-¿Qué nervios?
-Los suyos.
-¿Qué tienen mis nervios?
Estaba lanzada de nuevo Pero comenzó por encogerse desdeñosamente de
hombros.
-¡Qué aburrido que está usted hoy, Rohán! ¡Eglé! -se volvió a ésta que,
de pie, delante del piano, recordaba un vals con un dedo-. Siéntate
aquí. Ahora Rohán nos va a contar una cosa nueva.
Eglé se sentó, y las dos hermanas, atentas, esperaron.
El las miró sorprendido; pasó un momento, y la situación se hizo tan
francamente ridícula, que se echaron a reír, levantándose.
IX
Rohán
continuó visitando con frecuencia a las de Elizalde. A pesar de los
años transcurridos, el carácter especial de su amistad con Mercedes
no cambió, aunque tal vez ahora las constantes provocaciones de la joven
habían cobrado una forma más lánguida, más retorcida, más segura, en
que se sentía ahora a la mujer formada.
Así, en una de estas ocasiones, Mercedes se obstinó en que Rohán le
contara algún amor suyo. Cansado ya de rehusarse, aquél empezó de golpe:
-Había una vez una madre que tenía dos hijas, con la mayor de las cuales...
Mercedes escuchaba, inmovilizada en una de esas profundas atenciones
que hacen sospechar en seguida que se está pensando en otra cosa.
Muy pronto lo interrumpió:
-¿La quiso mucho?
-Mucho.
La joven quedó callada y satisfecha.
-Dígame -añadió-, ¿usted cree que a mí me hubiera podido querer así?
-Creo que no.
-¿Por qué?
-Porque usted no me hubiera querido como ella, primero; después...
Mercedes se echó a reír.
-¡Imposible! Dice muy bien. Hubiera sido preciso... ¿verdad? Sí, sin
duda... ¿Y si yo lo hubiera querido? -le preguntó con los ojos y la
sonrisa entera mareados.
Rohán acercó a ella el taburete hasta tocarle las rodillas.
-Veamos -dijo-. Adivine lo que tengo ganas de hacer en este momento.
-Diga.
-Suponga.
-¡No, diga!
-¡No, suponga!
Se sonrieron un largo momento, mirándose; y Rohán pudo seguir línea
por línea el cambio del semblante de la joven, que con los ojos siempre
entornados se iba poniendo gradualmente seria, como cuando ya comienza
la emoción.
Seguramente Rohán ya no era el muchacho de antes, y la joven sentía
que ahora no dominaba ella la situación. Sin embargo, y con todo, se
atrevió.
-¿... un beso?...
Rohán sintió el fustazo de la provocación, y los dedos se le crisparon.
Resopló profundamente y optó por levantarse, poniendo, al hacerlo, una
mano en las rodillas de la joven.
Mercedes siguió con los ojos su paseo, y al rato insistió aún, arrastrando
la sílaba:
-¿Sí?...
-¡Pero es idiota lo que está haciendo! -se volvió bruscamente Rohán
a ella con la voz dura-. Usted bien sabe que no quiero, ¿verdad? ¿A
qué esas zonceras? Y sobre todo, terrible amiga, le juro que no estoy
absolutamente enamorado de usted.
Mercedes lo miraba siempre, pero evidentemente sin estar ya en la situación,
con esa peculiaridad femenina de apartarse de la emoción del momento,
por honda que sea, para imaginar las posibles consecuencias de un cambio
de situación: si ella hubiera respondido otra cosa, si él la hubiera
besado, etc., etc.
Pero Eglé llegaba felizmente, y todo pasó.
Cuando Rohán se fue, Mercedes le tendió sus manos en el vestíbulo, muy
tranquila y alegre.
-¿Hasta mañana, no? Es decir, hasta el lunes.¿Pero por qué no viene
mañana? No lo comeremos ... ¿Usted me hace el amor, Rohán?
-De ninguna manera. En cambio, es muy posible lo contrario.
La joven lo miró un instante asombrada. Llevóse las manos a las faldas
y le hizo una profunda reverencia, tarareando:
-Matantiru-liru-liru...
-Adiós -se rió Rohán. Pero como ella se mantenía humildísima, él le
hizo a su vez una grave reverencia.
X
Su amistad con Eglé, en cambio, era bastante fría. Trató de serle agradable
por vanidad, al principio, luego sinceramente, al encarnar en la espléndida
mujer de ahora a la criatura que le había llorado su amor hacía ocho
años. Aunque estaba seguro de que todo lo anterior fuera una enfermiza
ternura de la pequeña porque su grande amigo se iba a ir muy lejos,
la indiferencia de ahora -tan justa, sin embargo- le parecía excesiva.
Una noche, observándola en silencio, deploró hasta el fondo del alma
no volver a ocho años atrás. La veía de perfil, apoyada de brazos sobre
la cola del piano, el busto fuertemente coloreado por la pantalla punzó.
Hojeaba las músicas, completamente entregada a sus ojos, en su serena
y firme soledad de cuerpo deseable que tiene la perfecta seguridad de
que no lo podemos tocar.
-Usted ha cambiado mucho, Eglé -rompió él después de un largo silencio.
-¡Yo! -se volvió la joven, sorprendida.
-Sí, usted; usted era más alegre antes... Verdad es que hablo de muchos
años atrás.
-Es posible... Pero ahora soy tan alegre como antes -añadió con una
sonrisa.
Rohán no insistió, y callaron. En el fondo, él no quería hablar; pero
se sentía a su pesar arrastrado a hacerlo.
-Lo que noto -agregó al rato- es que usted era más expansiva.
Eglé se puso seria, sin responder.
-Por lo menos me quería más -concluyó Rohán, que aunque se esforzaba
en ser natural, sentía él mismo su voz tomada.
Esta vez la joven volvió la cara a él, levantando las cejas de extrañeza.
-¿Más?...
-Me parece que sí -sonrió él con esfuerzo.
-Aun creo que recuerdo la fecha...
Eglé hizo un ligero gesto de desagrado y dejó el piano, sentándose.
Hubo un largo silencio.
-¿Cómo se acuerda de eso? -preguntó la joven al rato.
-No sé; me he acordado. Pero le ruego -agregó él fastidiado por el disgusto
frío de los ojos de Eglé, y, sobre todo, por su fracaso- que no vea
más allá de lo que he dicho. Me acordé no sé por qué, un recuerdo, ¡qué
sé yo! Supongo que no creerá que hablé de eso como un reproche.
-¡Lo que lamento -concluyó alterado- es haberme acordado estúpidamente
de eso!
Se había levantado, paseándose con las manos en los bolsillos. Pero
los dedos le cosquilleaban demasiado para tenerlos inmóviles. Cada vez
que pasaba frente a la vitrina, se detenía un momento, hacía girar dos
o tres chucherías, para recomenzar a la vuelta siguiente con los mismos
muñecos.
-¡Usted no creerá que lo odio! -rompió de pronto Eglé con una sonrisa
forzada.
-¡No, no es eso; bien lo sabe!
En ese momento Mercedes entró de la calle.
-¡Rohán, lo que he visto! ¿Y mamá? ¡Pronto, el té! ¡Me muero de hambre;
de hambre, Rohán!
Voló adentro, volvió sin sombrero y se sentó frente a su amigo.
-Rohán... mi amigo Rohán... Verá -le dijo tocándole apenas la mano-:
¿Sabe a quién vi hoy? A Olmos, el gordísimo Olmos. ¿Por qué no viene
un día con él?
Pero se interrumpió, observando a Rohán con atención.
-¿Qué tiene usted hoy? -le dijo.
Rohán se encogió ligeramente de hombros.
-¿Qué tiene? -prosiguió la joven-. ¡Qué horror, dígame algo! ¿Lola se
encontró esta mañana con usted? Yo lo quiero mucho, Rohán...
Pero éste estaba lleno de rabia con toda la casa, no hablaba una palabra,
de modo que Mercedes tuvo que declarar, apretándose la cabeza, que su
amigo estaba completamente imposible.
Rohán se fue casi en seguida y Eglé, más próxima a él, lo acompañó hasta
el vestíbulo. Al despedirse, Eglé lo miró.
-¿Está enojado? -le dijo.
-¡Absolutamente! -repuso Rohán-. Pero le juro que jamás volveré a acordarme
de nada.
Se fue, rabioso ahora consigo mismo por su respuesta que lo alejaba
para siempre de Eglé.
-Soy un imbécil -se decía.
Lloviznaba, y la garúa desmenuzada que irisaba su traje iba oscureciendo
poco a poco el asfalto.
Caminó sin fijarse por dónde, y al llegar a la esquina de su casa se
detuvo un momento; pero se decidió a continuar, vagando. No tenía sueño,
y sí demasiado malhumor para acostarse a reconstruir escenas de tormento.
Por fin, a las dos, entró en su casa, y con el portazo que dio pareció
haber hallado un escape al hondo disgusto de sí mismo.
-¡Mejor! ¡Así se acabó todo! Eglé...
XI
Rohán pasó una semana sin ir a lo de las Elizalde. Lo que continuaba
mortificándolo no era tanto la frialdad de Eglé como lo que él llamaba
su torpeza de hombre de veintiocho años. "Me he entregado en diez minutos;
ni siquiera he podido sostener la voz." Fueron siete días de vanidad
herida: y en el fondo, sin que él se diera cuenta, de su creciente amor
a Eglé. A todo lo cual se agregó su estómago. Rohán había adquirido,
tras su extraordinaria cura en Europa, la convicción de que nunca más
su estómago volvería a, inquietarlo porque él no quería. Cuando de repente
constató, casi con más fastidio por el fracaso de su razonamiento que
por su malestar mismo, que, a pesar de todo, las cosas retornaban.
Comenzó a despertarse con dolor en la cintura y el cuerpo molido, no
obstante un sueño masivo de nueve horas. El apetito, imposible. Sin
embargo, no quiso rendirse. Penetrábase con toda clara voluntad, de
su aforismo de antes: "No tengo absolutamente nada en el estómago."
No quería caer en la antigua tortura del estudio incisivo de cada síntoma.
Su estómago, no enfermo, debía entrar en seguida en la norma que le
imponía su claro diagnóstico.
Pero no hubo psicologías posibles. A los diez días una nueva crisis,
si bien pasajera, reinstalábase con su angustioso séquito, y Rohán se
resignó humanamente a sufrirla. Pidió licencia de un mes en el ministerio,
donde había vuelto a ingresar, esta vez como subjefe de división.
Después de dos semanas de decaimiento, náuseas y chuchos, no quiso dejar
pasar más tiempo sin ir a lo de las Elizalde. Recibiéronle con un mar
de reproches por su ingratitud.
-¡Cómo ha cambiado en pocos día?! -decíale la madre.- ¿Su estómago,
otra vez? Es horrible, yo sé. Lo único, lo único es un régimen.
-¿No le hace mal el cigarro? -le preguntó Eglé.
Rohán volvió los ojos a ella y se asombró de la naturalidad con que
Eglé lo miraba.
-No, muy poco...
-¿Por qué no se va, Rohán? -exclamó bruscamente Mercedes, que se había
mantenido alejada en la sombra.
-¡Mercedes! -exclamó la madre severamente.
-¿Qué, mamá? -contestó tranquila la joven, afrontándola. Y de nuevo,
más cortante aún:
-¿Por qué no se va, Rohán?
La madre, suspiró levantándose pesadamente del sofá. -El día que usted
le haga caso a esa chica -explicó a Rohán- está perdido. Y al pasar
al lado de su hija extendió la mano para calmar esa cabeza loca; pero
la joven apartó la cara, como si temiera ser quemada.
Eglé siguió a su madre. Pasado un momento, Rohán fue a sentarse al lado
de Mercedes.
-¿Por qué quiere que me vaya? -le preguntó.
La joven sombría, lo miraba con los ojos entrecerrados.
-¡Váyase!
-De ningún modo, si no me dice por qué.
-¡Váyase!
Rohán la miró detenidamente.
-Cuidado -le dijo en voz baja- porque va a llorar.
Mercedes se encogió de hombros. Luego agregó desdeñosamente:
-Porqué lo quiero demasiado, ¿verdad?
Y casi sin transición, volviéndose a Rohán, de frente:
-¡Veamos!, sea franco.
- Veamos -asintió él, acercándose más.
-¿Usted es franco?
-Franco.
-¿No va a mentir?
-No voy a mentir.
Mercedes lo miró hasta el fondo sin que ni uno ni otro perdieran su
gravedad.
-¿Usted cree que lo quiero? -dijo ella por fin.
Rohán le contestó seriamente:
-No.
-¿Verdad?
-Verdad.
La joven lo observaba sin verlo, como en la vez anterior, pensando en
lo que habría sucedido si él hubiese respondido...
Rohán acababa de ponerse de pie, cuando Mercedes le tendió las manos.
-Levánteme -le dijo.
Rohán notó claro el cambió de su voz. Prestó oído: Eglé tocaba el piano
en la sala. La levantó entonces, y aprovechando el mismo impulso, cruzó
sus manos detrás de la cintura de la joven y la besó en la boca. Ella
lo rechazó bruscamente. Rohán se compuso maquinalmente la corbata y
entró en la sala.
Cuando después de media hora Mercedes fue a su vez a la sala, la madre
defendía a Europa de Rohán, que mostraba una agresión extremada, si
bien riéndose.
-¡Pero vamos a ver! -objetaba la madre.-¿Por qué dice eso? Usted ha
estado ocho años, es inteligente, sabe francés... Sí, sí, no te rías,
Eglé; podría haber vivido mucho allá y no saberlo, verdad? ¿Y por qué
no le gusta? ¡Qué hombre!
-Sí, me gusta...
-¡Pero hace un momento decía lo contrario!
-No, señora; me refería a las mujeres.
-iSalga! ¡Si usted mismo no cree lo que está diciendo!
-Le juro que sí.
-¡Sobre todo lo que decía hoy!
-Eso más que nada. Figúrese que una vez... Aunque un poco espantada,
se reía de los disparates de Rohán. En un instante de silencio, Mercedes
levantó la voz:
-Rohán que es tan inteligente, debe saberlo.
El sarcasmo de la voz fue tan visible que todos se volvieron a ella.
-¿Otra vez, mi hija? -prorrumpió la madre sorprendida. La joven, sin
dignarse responderle, no apartaba los ojos de Rohán.
-Se supone todo lo contrario, ¿no? -sonrióse éste, inseguro.
-¿Y cómo quiere que se lo diga? -clamó Mercedes con rabia.
Rohán se encontró violento, a pesar de su confianza con la familia.
-¿Qué le ha hecho? -le preguntó inquieta la madre.
-Nada, absolutamente nada... -respondió él, temiendo horriblemente en
su interior una escapada de nervios de su amiga. Y como ésta no apartaba
de él sus ojos de sombrío combate, apresuróse a reanudar la discusión.
Al conciliado final de ella, Rohán se volvió a Eglé, que había tenido
los ojos fijos en él mientras hablaba.
-Y a usted, ¿le gusta Europa?
-¡Sí, mucho! -le contestó ella sonriendo.
Tras sus ataques paradójicos -pero ataques siempre- Rohán había temido
que Eglé quisiera halagarlo, poniéndose servilmente de su parte. Sintióse
orgulloso de ella.
-¡Ah! nos olvidábamos de decirle -detuvo la madre a Rohán, al despedirse.-
El martes nos vamos a la quinta. Hace mucho calor aquí, y mi corazón...
¿Irá pronto a vernos? ¿Sigue un régimen, no? Cuídese mucho; yo sé lo
que es el estómago. Lola, el primer año de casada, sufrió también horriblemente.
Ahora lo hallo mucho mejor -concluyó observándolo.
-Sí, señora, de noche; pero mañana recomienza la fiesta. En fin, hasta
pronto.
Mercedes se había acostado ya, de pésimo humor. Eglé lo acompaño otra
vez.
-¿Irá pronto? -le dijo al darle la mano.
Rohán la miró y vio sus ojos azules turbados, a pesar de la tranquilidad
de la voz. Los párpados le temblaban imperceptiblemente. El detuvo la
mano en la suya.
-¿De veras? -le dijo en voz baja.
Eglé la desprendió con una sonrisa.
-De veras.
Rohán salió caminando apresuradamente, loco de contento. No veía otra
cosa que su último momento con Eglé, su pequeña Eglé, desahogando su
bullente felicidad en acelerada marcha y apretones de puño dentro de
los bolsillos hasta reírse él mismo de su entusiasmo.
XII
Al día siguiente, ya a las dos, estaba en lo de las Elizalde. Pero no
pudo ver a Mercedes ni a Eglé, pues ambas habían ido después de almorzar
a la quinta a arreglar un poco aquello. Tuvo así que resignarse a perder
un cuarto de hora con la madre.
-¡Qué horror, Rohán! Tiene un semblante atroz! ¿Pasó mala noche, no?
-añadió fijándose en el sobretodo de aquél-. ¡Bájese el cuello, por
lo menos! -concluyó riendo.
Pero Rohán tenía demasiada experiencia de sus fríos para condescender
con la maternal solicitud; ni aún sacó la mano de los bolsillos. Tuvo
que irse, fastidiado de su fracaso.
Pasaron luego ocho días malos. Al fin, repuesto, fue a Constitución,
y veinticinco minutos de viaje pareciéronle abrumadoramente largos.
Dos o tres veces miró inquieto el sol, temiendo llegar demasiado tarde.
Quería verla en plena luz, ver bien sus ojos, con el ligero fruncimiento
de cejas que le era habitual cuando miraba con atento cariño. Llegó
a Lomas, transpuso el puente sin apresurarse -ahora que iba a verla-,
como si se debiera ese sacrificio de amor. Desde la primer curva de
la avenida Meeks distinguió el blanco grupo en la vereda -la madre y
Eglé sentadas en el banco de piedra, Mercedes recostada con las manos
a la espalda en un paraíso-. Al cruzar la calle lo reconocieron. Mercedes
avanzó a su encuentro afectando no verlo, para evitar la ridícula y
cariñosa situación de dos amigos que reconociédose de lejos no pueden
dejar de reírse.
La joven lo recibió como si no recordara más su última noche.
-¿Sanó ya? ¡Qué felicidad! ¡Qué aburrimiento, Rohán! Se queda a comer,
verdad? ¿Sí? ¿Se quedará?
Como la insistencia estaba llena de la más cordial buena fe, y su intención,
por otro lado, no era otra, respondió que sí. En cambio, notó desde
la primer mirada que Eglé no quería acordarse de nada. Saludó a Rohán
rápidamente, volviéndose en seguida a comentar con su madre de un grupo
que pasaba por la vereda de enfrente. La indiferencia era excesiva para
ser sincera; pero aún así Rohán sufrió un golpe doloroso. Prosiguió
charlando con Mercedes, sin dejar ver en lo más mínimo su desengaño.
Al revés de lo que le acontecía cuando estaba solo, en que todas sus
emociones transparentábanse en el semblante, en presencia de gente disimulaba
aquéllas perfectamente.
-¡Qué tarde divina! -suspiró al rato la madre mirando al cielo-. No
sé por qué no vivimos aquí siempre... ¿Caminemos, le parece?
Se pusieron en marcha, siguiendo la Avenida hacia Témperley. A cada
instante tenían que apartarse ante el ciclismo titubeante de chicas
con capota blanca caída atrás, cuyas ayas prestaban el hombro dormido
al incipiente equilibrio. No siendo posible marchar sosegadamente, tomaron
una avenida transversal, al oeste.
Caminaban despacio; Mercedes y Eglé iban adelante, dejando jugar los
brazos pendientes alrededor de las caderas. Cantaban en voz baja. De
pronto Mercedes se quejó:
-¡Eglé, por favor!...
Eglé tenía muy poca voz y aún afinaba mal. Acostumbrada a las protestas
musicales de su hermana, sonrióse sin interrumpirse. Rohán miró a Eglé
con profunda ternura.
-Qué tarde! -tornó a repetir la madre, como si jamás hubiera visto una
tarde igual. Todos se detuvieron, sin embargo, volviéndose hacia el
camino recorrido.
El crepúsculo era realmente apacible en su frescura húmeda de quinta.
La calle adoquinada, limpia por el aguacero del mediodía, albeaba todavía
en el centro de la calzada, entre la doble fila de paraísos y álamos,
cuyo follaje sombrío oscurecía ya las veredas. No hacía viento; todos
los molinos estaban inmóviles. Las voces, cortadas, se oían claras y
distintas en las quintas vecinas -las voces de mujer sobre todo. A pesar
del olor a carbón que enviaba la vía, llegaba hasta ellos de vez en
cuando, en vahos purísimos, el fresco olor de los eucaliptos de Témperley,
cuya masa pizarrosa se confundía al suroeste con el cielo. Una tenue
neblina esfumaba las frondas quietas, adormecía el paisaje, dando al
atardecer moroso y sin viento una tranquilidad edénica.
Volvieron lentamente, y era ya de noche cuando llegaron a la quinta.
Después de comer repitióse el paseo; esta vez Rohán al lado de Eglé,
dirigiendo juntos la marcha hacia Témperley.
-¡Cuidado, Rohán! -alzó Mercedes la voz tras ellos. Ambos volvieron
el rostro. Mercedes, que avanzaba con la cabeza al aire, articulaba
lentamente:
-"Había una vez un joven pobre que amaba"...
La insinuación era demasiado directa para que los jóvenes no se sonrieran;
pero continuaron serios, embargados por esa precipitación fuera de tiempo.
Rohán tenía locos deseos de aclarar su situación -quererse francamente.
Pero temía con horror dar otro paso en falso. Después de la primera
noche en que habló con Eglé, al recordarle el cariño que ella le había
tenido, sentía siempre la vergüenza de que Eglé creyera que él había
evocado fatuamente su apasionamiento de criatura para exigirle su amor
de mujer.
Caminaban uno al lado del otro, muy ocupados en observar atentamente
cada carruaje del corso. Pronto pasaron el límite de éste. Eglé, seria
miraba obstinadamente la calle, los ojos agrandados en una expresión
de inquieta espera.
-Poca animación, -dijo de pronto Rohán. Sabía bien que no la iba a engañar
con esa frase indiferente y que ambos se conocían turbados; pero no
le se ocurrió nada mejor. Eglé se lo agradeció en su interior.
-Sí, muy poca -repuso-, Y con la tarde tan linda.
Callaron de nuevo.
-¿Le agrada que haya venido? -dijo de pronto Rohán, con la voz un poco
baja y ronca de cariño.
Eglé arrugó la frente, tardando un momento en contestar.
-¿Por qué? -preguntó al fin.
-¡Por lo pronto -respondió él secamente - porque creía que eso le iba
a agradar! -Tiró el cigarro y se abotonó el saco con los dedos nerviosos.
-¡Francamente -agregó- es usted admirable! Si no temiera disgustarla
más de lo que le disgustan mis ridiculeces, le diría el nombre justo
de lo que está haciendo.
La joven se rebeló.
-¿Qué hago yo?
Rohán la miró con toda la rabia que despertaba en él ese vil coqueteo.
-¡Lástima que no pueda decirle nada! -concluyó amargamente, volviendo
los ojos a la calle.
Prosiguieron, mudos. Detuviéronse debajo de un farol, mirando ambos
obstinadamente a Mercedes y la madre, que avanzaban lentamente hacia
ellos, bajo el umbroso cenador de los paraísos.
Eglé se volvió a él.
-¿He hecho mal? -le preguntó con la voz sumisa.
-¡Claro! -respondió él violentamente sin volverse. Y continuó mirando
a lo lejos, el ceño contraído y dolorido hasta el fondo del alma.
Volvieron -Rohán esta vez con Mercedes-, pero presa de un seco mutismo.
Cuando llegaron a la quinta detuviéronse agrupados en el portón, y la
familia entera saludó a sus vecinas, también en la verja. Rohán se hallaba
de espaldas
a la calle.
-¡Pero Rohán, salude a las de enfrente! - le dijo Mercedes rápidamente
y en voz baja, sin dejar de inclinarse y sonreír a las vecina.
-¡Oh, no tengo ganas! -respondió Rohán fastidiado. A pesar de las instancias
de Mercedes para que se quedara a comer, marchóse en seguida a la estación.
Se abrió un poco brutalmente camino entre los tercetos y cuartetos del
brazo que colmaban el andén, subió en el primer tren que pasó y cerró
los ojos, hundiéndose amargamente en ese derrumbe total de su corazón,
porque comprendía que después de lo que había dicho no le era ya posible
recomenzar jamás.
XIII
Pasaron dos meses. Rohán y Eglé gastaban sus nervios simulando perfecta
indiferencia. Cuando la conversación era general, y sobre todo cuando
el grupo prestaba atención a una sola persona, observábanse furtivamente.
A veces sus miradas se encontraban, y desde ese momento ambos insistían
infantilmente en dirigirse la palabra con la más clara expresión de
naturalidad, para que Rohán no supiera... para que Eglé no llegara a
creer..., etc.
Se llamaban a veces por el nombre de un extremo a otro del comedor,
a fin de darse prueba de cabal dominio de sí. Pero ambos sabían que,
a pesar de esto, no lograban engañarse uno a otro y que su amor continuaba
creciendo en el fondo de esas bravatas.
Una mañana, después de ocho días de ausencia de Lomas, Rohán se encontró
con la familia en el centro y tuvo que acompañarla a la estación. Dos
o tres choques picantes con Mercedes lo distrajeron felizmente de la
inmediación excesiva de Eglé, sentada a su frente. En el andén logró
aislarse con Mercedes en un ambiguo y mareante tete a tete, forzando
a tal punto la libertad de historias que ella le concedía, que la joven
tuvo que advertirle dos o tres veces que era absolutamente imposible
seguir oyéndolo.
Llegaron caminando hasta la locomotora, y el crudo resplandor del día
les hizo volver en seguida adentro, a la sedante luz tamizada en que
los ojos descansaban. Sobre el portland luciente sus pasos resonaban
claros a contratiempo. Una carcajada que Mercedes no pudo contener se
propagó nítida hasta el portón de entrada.
Al sonar la campana, Rohán subió con ellas un momento, sentándose al
lado de la madre. Eglé se colocó junto a la ventanilla, mirando hacia
el portón. Mercedes, el busto erguido, cruzó la sombrilla bajo las rodillas,
como si fuera en auto sentada en el medio. Tenía la mirada febril y
se mordía sin cesar los labios por dentro. Rohán miró el reloj.
-¡Cuándo va a vernos, Rohán! -quejóse la madre, aunque en verdad la
queja era por el calor que hervía dentro de su enorme corsé-. Hace quince
días que ha desaparecido. ¿Está enfermo otra vez?
-No, señora, iré pronto...
-¿De veras?
-Sí, mamá, mañana - afirmó brevemente Mercedes.
-¿Lo esperamos uno de estos días? -continuó la madre, sin hacer caso
de su hija.
-¡Mamá, te digo!... -sacudió Mercedes la cabeza impacientada.
-Muy bien; iré mañana, señora. Como su señorita hija tiene especial
empeño en que vaya...
-¡Ah, no! -lo detuvo la joven-. ¡Ah, no! Yo no deseo absolutamente nada;
¡muchas gracias! Solamente -añadió mirando fastidiada a otra parte-
que de Rohán se muere por ir.
Rohán vio claramente a dónde iba, y la desafió.
-¿Por ir, nada más?
-¡Y por Eglé! -acentuó claramente Mercedes.
Eglé volvió la cabeza y lanzó a Rohán una disgustada y fría mirada.
La madre levantó la vista a su hija mayor, con perfecta incomprensión
de madre que-no quiere comprender.
-¡Nada, mamá! -respondió Mercedes a esa muda interrogación-. Hablo con
Rohán.
Rohán, por su parte, mortificado, no hallaba qué decir.
-¡Qué penetración! -se le ocurrió al fin, consciente mientras se le
ocurría, lo decía y acababa de decirlo, de que aquello era una vulgaridad.
La joven lo comprendió también y su boca se entreabrió en una cruel
sonrisa.
-Hubiera creído que los hombres son más inte... ocurrentes -se corrigió.
-¡Mercedes! -clamó la madre.
-¡Bueno, inteligentes!, ¡In-te-li-gen-tes! ¡Así! ¡Yo no tengo la culpa
si Rohán dice pavadas!
Continuaba desafiante, la sombrilla perfectamente equilibrada entre
las manos. La madre miró a Rohán, y Eglé volvióse de perfil a su hermana;
pero como ésta seguía vibrante, cambió con Rohán una sonrisa forzada,
riéndose en seguida con la madre. Cruzóse de piernas y se arrellanó
en su rincón, seria de nuevo.
El tren partía. Rohán cruzó un rápido saludo de manos con la madre y
Eglé; y tuvo que detenerse allí, porque Mercedes, por toda respuesta
a su mano extendida, se había contentado con encogerse de hombros.
XIV
Pasaron quince días después de este encuentro antes que Rohán fuera
a Lomas. Pero soportó alegremente los duros reproches de ingratitud
por su ausencia, a pesar de que el saludo de Mercedes no había sido
de lo más cordial.
-¡Qué alegre está hoy! -observó al fin Mercedes, volviendo a medias
la cabeza a él.
-Sí, hoy estoy bien -respondió Rohán. Y acercándose a ella, muy cordial-:
Sólo me hace falta su cariño.
Mercedes echó la cabeza atrás, entornando los ojos.
-¿No se va a morir, Rohán?
Rohán fue y se detuvo francamente ante ella:
-Hagamos las paces -le dijo con lealtad.
Pero tan cerca de ella estaba, que sintió el perfume de su carne distendiéndole
los nervios en una ola de profunda languidez. Recorrió una por una sus
facciones y se detuvo en la boca entreabierta de la joven. Mercedes
hizo a su vez el mismo examen de facciones, deteniéndose también por
fin en la boca de él. Pero tuvieron que apartarse; un muchachote pecoso
pasó por la vereda en bicicleta, volvió la cabeza sobre el hombro y
miró fijamente a Mercedes.
Eglé y la madre, muy separadas, retornaban lentamente del breve paseo
a la esquina.
Comenzaba a anochecer. Rohán, que en las dos o tres veces que fuera
a Lomas los domingos de tarde, había tenido la dicha de hallar a las
de Elizalde sin deseos de pasear en el corso, tuvo entonces que resignarse
a entrar con ellas, oprimidos en la estrecha caja del brek, saludando,
cubriéndose de polvo, sin más diversión para Rohán que ver las eternas
e insistentes miradas masculinas a Eglé.
El enojo de Mercedes con su amigo no cesaba. Más tarde, en la mesa,
se refería siempre a de Rohán con incisiva negligencia.
-¿Te fijaste, mamá, en las de Santa Coloma? Ya no saben cómo mirarnos.
La menor nos devoraba con los ojos. A menos que mirara a de Rohán -añadió,
haciendo correr dos dedos su copa sobre el mantel.
Pero Rohán habíase dispuesto a responder con obstinada buena fe.
-¿Cree?... -dijo-. No es muy posible, porque no me conocen... No me
fijé.
-Es una dicha -sonrió la joven compasiva.
Continuaba mortificándolo, no obstante el visible cansancio de Rohán
por esa agresión sin fin. La madre intervino inútilmente dos o tres
veces. Los sarcasmos de Mercedes, exasperados por la porfiada mansedumbre
de Rohán, llegaban ya a un grado intolerable, cuando de pronto la joven
levantó el mantel y miró bajo la mesa:
-No se estire tanto, Rohán, que me va a tocar los pies.
Rohán se volvió sorprendido, y en ese instante sintió su propio pie
estrechado, entre dos zapatos de charol. Mercedes, inmóvil, lo miraba
con una turbia expresión de provocación y mareo.
Antes que Rohán hubiera tenido tiempo de hacer el menor movimiento,
Mercedes había retirado sus pies sin hacer ruido.
-No alcanzo, Mercedes... -respondió Rohán.
Aunque quiso hablar ligeramente, su voz a él mismo le sonó a falso.
Eglé miró a su hermana con atención. La madre, fastidiada al fin, dijo
que esas no eran las bromas más adecuadas en una niña... aunque se tratase
de Rohán.
Este se echó a reír.
-¿Soy tan poco peligroso?
La madre miró a todos.
-¿Quién ha dicho eso? ¡Oh, por favor, Rohán! Quiero decir que aún para
usted, que es de la casa y juega con ella misma, esas bromas son demasiado
fuertes. ¡Sobre todo en una niña! -insistió severa, señalando a su hija
con el mentón.
-¡Bueno, mamá! ¡Bueno, mamá! Me arrepiento de todo. Quiero ser juiciosísima,
más juiciosa que Eglé. Perdón, mamá; perdón, Rohán...
La madre miró a Rohán con lástima por la ligereza de su hija, aunque
también con visible orgullo. Evidentemente tenía debilidad por Mercedes.
Los antebrazos volvieron tranquilos al mantel. A pesar de la paz, la
noche pesaba un poco sobre los nervios de Mercedes. Quería estar seria,
y de pronto rompía en una carcajada timpánica, bruscamente cortada.
Un rato después no pudo más, y durante dos minutos se rió con el ritmo
en cascada y contagioso de las chicas histéricas. Mientras nadie hablaba,
las carcajadas decrecían hasta perderse y la joven quedaba inmóvil,
como abismada. Pero en cuanto se decía cualquier cosa, la risa volvía
a jugar convulsiva en sus hombros. Por fin sus nervios se aplacaron,
si bien la joven tuvo que evitar por largo rato mirar a nadie.
Habían concluido de cenar, entretanto. Eglé, la cara apoyada en la mano,
hacía cimbrar un bol. El lamento del cristal surgía temblando del agua
irisada y ondulaba en el aire con una pureza de diapasón.
-Mi hija, deja eso -habíale dicho la madre, cuidadosa de la corrección.
Pero Eglé, pensativa, no suspendió su juego.
-¿Y si fuéramos a la estación? -rompió Mercedes, serenada ya-. ¿Vamos,
Rohán? ¿Mamá? ¿Eglé?...
No era aquella una solución extraordinaria, pero Rohán la aceptó de
buen grado. La madre fue un momento a arreglarse, seguida de Eglé.
-¡Venga, Rohán! -exclamó Mercedes, componiéndose rápidamente la falda-.
Vamos a esperarlos en la puerta. Déme el brazo, para probarme que no
está enojado conmigo.
Antes de llegar a la verja, Rohán se detuvo ante la joven, cogióla de
las manos y la miró en plenos ojos. Ella intentó débilmente echarse
atrás; pero como él no se movía, respondió a la mirada de su amigo con
una esforzada sonrisa.
-¡Qué lástima! -murmuró balanceándola ligeramente. La recogió de la
cintura y aproximó su cara. Mercedes no intentó desprender su boca,
ni devolvió el beso. Sintió un largo instante sus labios oprimidos,
gustando así, inmóvil, el mismo fuego que Rohán, abrasándose en su boca.
Cuando éste desprendió la suya, Mercedes se desprendió también de sus
brazos, y siguió lentamente hacia la verja. Apoyóse de espaldas en un
paraíso y miró la luna sin pestañear. Rohán, frente a ella, se sentó
en el banco de piedra, sin ánimo para dirigirle una sola palabra.
-¡Qué hermosa noche! -murmuró Mercedes.
Rohán no respondió. Al rato la joven, con la mirada fija siempre en
la luna, añadió lenta:
-¿Usted sabe que Eglé lo quiere?
Rohán sintió una instantánea y profunda ternura por Mercedes; le pareció
que había equivocado su amor hasta ese momento; que era a ella, a Mercedes,
a quien quería.
-¿Tiene celos de usted? -murmuró.
Por toda respuesta, la joven se encogió ligeramente de hombros. La luna
de plata agrandaba sus ojos fijos. Pasó un nuevo rato de completa inmovilidad.
-Tengo ganas de llorar -dijo Mercedes suavemente.
Rohán se levantó. Su cariño llegaba ahora a la compasión, a esa profunda
compasión hecha de un verdadero río de ternura que brota del corazón
masculino tocado en ciertas fibras; esa misma compasión que nos hace
decir, sin motivo alguno para ello, acariciando a la mujer amada: "¡Pobrecita!
¡Pobre, mi amor!"...
A tiempo de levantarse, se contuvo: la madre y Eglé, llegaban, ésta
con distinto peinado. Rohán la miró con la impresión de haber dejado
de verla por varios meses, y sobre todo como si hubiera perdido el recuerdo
de su hermosura.
La observó encantado, y con una honda inspiración a la sola idea de
poder llegar un día a besarla.
XV
La estación desbordaba de gente. Habiendo entrado por el pasadizo norte,
tuvieron que detenerse allí, en la más absoluta imposibilidad de dar
otro paso. No quedó a las de Elizalde otra acción que medir a las paseantes
de una ojeada, y cambiar a su respecto breves palabras. Rohán, por su
parte, admiraba la paciencia con que las chicas soportaban el examen.
De lejos sabían aquéllas que al llegar allí iban a ser desmenuzadas;
y sin embargo las pobres muchachas, incontestablemente mal vestidas,
avanzaban sin la menor turbación hacia las de Elizalde, erectas e impasibles
en la seguridad de su vestir intachable. Rohán, en disposición de ternezas
esa noche, sentía gran simpatía por las pobres chicas.
Un riente saludo de sus amigas hacia el andén opuesto, lo distrajo.
-Crucemos -dijo la madre-. Son las de Olivar; vamos a charlar un momento.
Sobre todo, era más distinguido pasear por allá. Abriéronse paso como
les fue posible y los dos grupos se unieron. No obstante poder caminar
ahora en paz, el runruneo de enfrente atraía sus ojos, y entre la conversación
general, los comentarios proseguían, esta vez con saña doble por tratarse
de las familias comm'il faut.
Desde allí parecía a Rohán más espantoso el rodeo ovino de los paseantes.
Iban de un lado a otro, dándose vuelta infaliblemente en cada extremo
del andén, como si allí concluyera el mundo.
Hacíanlo con lentitud solemne, las caras enrojecidas y sudorosas. Ese
lento y obstinado vaivén, visto tras el enrejado de alambre, daba a
Rohán una impresión de maniobra porfiada e irracional que ya nos ha
acongojado en pesadilla. Y a través de todo esto, los rápidos ululando
a toda velocidad, con su cola de viento que montaba los papeles de la
vía sobre el andén y hundía los vestidos entre los muslos.
Por fin se retiraron. Eglé y Rohán marchaban adelante, sin cruzar una
palabra. También la joven regresaba pensativa.
-¿Se divirtió? -rompió Rohán.
-No mucho -respondió Eglé, llevándose las manos a las sienes.
-¿Le duele la cabeza?...
-No, me pesa un poco. ¡Qué aburrimiento! No sé cómo a Mercedes le gusta
eso...
-Ella tiene otro modo de ser... A mí tampoco me divierte.
-Yo creía que sí...
-Absolutamente.
Se callaron. Al cabo de un rato, Rohán observó:
-Curioso que tengamos el mismo gusto...
Porque a pesar del silencio de Eglé, habíale parecido a Rohán notar
en el brek, primero; luego en la mesa, y un momento antes en la estación,
ciertas miradas de fugitiva y honda fijeza, y que la joven había tenido
la precaución de disimular todo lo posible. "Esta noche me quiere -se
dijo. Y el demonio de la impulsividad que nos ha hecho perder tantas
ocasiones por no contemporizar" - le subió incontenible desde el corazón.
-¿Oyó lo que le dije?
-¡Eglé! -llamó la madre desde atrás en ese instante. La joven se volvió.
-¿Qué?
-No caminen tan ligero...
-Oí -respondió despacio Eglé, mirando al mismo tiempo a su madre, mientras
agregaba en alta voz-: Bueno, ya vamos a llegar...
Rohán vio por tercera vez el camino abierto, pero recordó también los
desencantos anteriores. "Apenas le diga algo concreto, se dijo, se va
a cerrar de nuevo. Sentíase rabioso ahora-: Si piensa que le voy a dar
ese gusto, ¡estúpida!..."
Como siempre, en estos casos, forzaba la expresión, para afianzarse
así en un estado de odio ficticio que se creaba él mismo para resistir
mejor.
Llegaron a la quinta, mudos de nuevo. Fueron todos a la sala, donde
Mercedes tocó el piano con mucha más apacibilidad de la que hacían presentir
sus nervios de esa tarde. Momentos después Eglé reemplazaba a su hermana,
y Rohán quedaba solo con ella en el salón. La joven prosiguió tocando;
pero poco a poco sus piezas no alcanzaron ni a la mitad, concretándose
luego a ligar acordes. Hasta que al fin se volvió a Rohán:
-¿Qué quiere que toque?
-Lo que usted quiera...
Al oír la nueva pieza, Rohán se sorprendió. Era una cosa vieja, no oída
hacía mucho tiempo, y a cuya época volvió de golpe, recorriendo en un
segundo todos los cambios sobrevenidos.
Cuando concluyó:
-Qué tiempo que no oía esto... ¿Creo que se lo he oído tocar a usted
antes? -la interrogó.
-Cierto, es verdad -asintió Eglé. Y sin apartar los ojos de la partitura:
-Mercedes lo tocaba la noche en que usted se fue.
La evocación era demasiado viva para que no lo tornara fosco de golpe.
Desde el sofá -la cabeza echada atrás- la veía de perfil. Sus ojos,
que bajaba fugazmente al teclado, estaban contraídos por la luz de frente
y el esfuerzo de la lectura. Ahora que la atención de su trabajo la
hacía olvidarse de su fisonomía, sus rasgos se acentuaban con un gesto
un poco duro que debía de ser indudablemente su expresión natural a
solas.
Rohán recorría detalle a detalle su cuerpo. El más nimio tenía para
él en ese instante una sugestión incisiva; y como notara un alfiler
salido a medias del cuello del vestido, eso solo inundó su pecho con
una profunda ola de viril ternura. Sentía deseos locos de abrazarla,
de protegerla, y la misma bizarra compasión de antes le traía a la boca:
"¡Pobre! ¡pobre!"
Se lanzó en la sima que se abría ante él: -¿Qué edad tenía usted cuando
yo me fui?
El pretexto para recomenzar era infantil; pero la efusión de su amor
lo entregaba como un niño.
-Ocho años. Era muy chica... -agregó Eglé.
-¡Sí, ya sé! -replicó él secamente. No he querido decir nada.
Eglé detuvo su mirada en la de él un segundo, pero el tiempo suficiente
para que Rohán, por cuarta vez en el día, percibiera la intensa expresión
ya aludida.
-Lo he dicho sin intención -se excusó Eglé.
-Creo -murmuró Rohán.
Pero siempre sin apartar los ojos del mismo punto de la música, la joven
agregó:
-¿Porque lo quería mucho, verdad?
-Sí -afirmó él. Y acentuó con doloroso sarcasmo-: Me quería mucho...
Pero a pesar suyo, la verdad de su gran cariño lo entregó en otro tumultuoso
impulso:
-¿Se acuerda del balcón?
-Me acuerdo... -murmuró Eglé, aproximando más la cabeza a la difícil
música.
Rohán, con el cielo abierto de golpe, se levantó, fue a su lado y puso
torpemente su mano sobre la de Eglé.
-¿Me quiere siempre? -le preguntó con la voz tomadísima de emoción.
Eglé alzó la cabeza y lo miró sonriente y turbada de felicidad:
-Siempre...
Rohán se inclinó entonces sobre ella, levantóle la cara del mentón y
unió su boca a la suya. El beso fue tan largo, tan apretado, que Eglé
salió de él fatigada, rendida por ese amor que entregaba al fin en un
beso.
Después de media hora se levantaron y salieron al balcón. No sabían
qué decirse de alegría; se miraban riendo.
En la noche clara, la luna brillaba, luminosa sobre su inmensa dicha.
El jardín, húmedo al fin de rocío, elevaba al cielo su serena esperanza.
Mercedes, desde la verja, los vio.
-¿Por qué no bajan, Eglé? Está fresco aquí...
-No podemos -contestó Rohán.
-No podemos -repitió Eglé.
Mercedes, después de observarlos un momento, habló con la madre en voz
baja y subieron juntas.
XVI
A la mañana siguiente Mercedes se levantó más temprano que de costumbre.
Eglé, con la sábana a los pies, dormía aún. Se desayunó desganada y
bajó al jardín. La mañana, fresca y llena de sol, le hizo entornar los
ojos, todavía no bien despiertos. Caminó un rato distraída de aquí para
allá, sin resolución precisa ni vaga de hacer nada. Al fin se detuvo,
suspiró profundamente oprimiéndose la cintura con las manos y miró a
todos lados, aburrida. No sabía qué hacer.
Pensó un momento en tocar el piano, pero sentíase llena de pereza de
hacer ruido ella misma. Concluyó por subir a su cuarto y volvió con
un libro. Sentóse en un banco y releyó atentamente el título cuatro
o cinco veces con la mente vaga. Vio así una hormiga que cruzaba el
sendero y la siguió con los ojos hasta que se perdió en el césped. Luego
levantó la cabeza y el sol le hizo cerrar los ojos. Trató de afrontarlo,
usando su mano de pantalla, y por mucho que se esforzó, aún cerrando
del todo un ojo y abriendo el otro apenas, la luz la deslumbraba. Resignóse
y se sentó de costado, la cabeza en la mano. Entretúvose largo rato
con las conchillas, que desparramaba en semicírculo. Su zapato provocó
en seguida su atención y extendió ambos pies cuanto le fue posible.
Quedóse un momento mirándolos, pensativa. Luego, más pensativa aún,
subió lentamente las faldas hasta media pierna. De pronto las dejó caer
con un movimiento brusco, mirando inquieta alrededor.
Volvió al libro, abriólo al azar y no entendió una palabra. Lo dejó
a un lado desganada, abrazóse las rodillas cruzadas y tornó a suspirar,
mirando a todos lados. ¿Qué hacer? Decidióse al fin a ir a despertar
a su hermana, ocupación siempre grata para otra hermana aburrida. Subió
de nuevo, abrió la ventana de par en par y sacudió a Eglé del hombro.
-¡Son las diez, Eglé!
Eglé murmuró sin abrir los ojos, tratando de volverse a la pared:
-Tengo sueño... -Pero su hermana cerró el tibio camino con el brazo.
-¡No, levántate! ¡Si vieras!... Estoy más aburrida...
Eglé entregóse sin hacer más resistencia. Se vistió en silencio con
prolijo esmero, mirándose larga y pensativamente en el espejo, como
si no recordara ya su cara. Ya peinada salió al balcón, pasando el brazo
por la cintura de su hermana. El sol, más fuerte ya, blanqueaba la avenida
caliente y desierta. En la esquina, un brek cruzó la bocacalle, tronó
un momento sobre los adoquines y enmudeció de nuevo en el polvo del
callejón. Las hermanas tendieron el busto afuera, pero no pudieron conocer
a los viajeros.
-Tengo sueño todavía... -murmuró Eglé-. Si me hubieras dejado dormir...
Mercedes se animó de pronto:
-¿Vamos al centro?
-Mamá no va a querer.
-No importa; vamos a pedirle -y arrastró a su hermana abajo. En efecto,
la madre se opuso resueltamente; el día anterior habían vuelto a las
dos de la tarde y era bastante.
-¡Pero Lola! -se quejó Mercedes-. ¡No sabemos qué hacer!
Desde pequeña, en los momentos de ternura, Mercedes llamaba a su madre
por el nombre.
Perdida, pues, la única esperanza de distracción, las jóvenes se miraron
desconsoladas. Pero cuando hubieron subido de nuevo:
-¿Y si lo llamáramos a Rohán? -propuso Mercedes como un hallazgo.
-No -repuso brevemente Eglé-. Va a venir esta noche...
-¡Cierto! No me acordaba... Señora de Rohán ... Queda muy bien. ¿Cuándo
te casas?
Su voz había cambiado un poco. Eglé no respondió.
-¿Sí?... -continuó su hermana-. Pues yo lo llamo por teléfono.
-¡Mamá! -levantó Eglé la voz-: Dile a Mercedes que no haga eso.
-¿Qué cosa? -respondió la madre.
-Quiere llamar a Rohán para que venga...
-¡Mercedes! -clamó la señora desde abajo.
-¿Por qué, mamá? ¿Acaso porque sea novio de Eglé, va a dejar de ser
amigo nuestro?
-No; pero no está bien.
-¿Pero por qué?
-¡Porque sí, mi hija! ¡No seas ridícula! La joven miró entonces fijamente
a su hermana, entornando los ojos.
-No lo voy a comer, a tu Rohán...
-Creo lo mismo... -repuso Eglé tranquilamente.
-¿Qué crees?
-Que no lo vas a comer.
-¡No! ¡Puedes estar segura! ¡No te tocaré absolutamente a tu Rohán!
-insistió Mercedes.
-Creo lo mismo.
-¡Crees!... ¡Dime, por favor! ¿Tienes celos de mí?
Eglé, sin responderle, se levantó con la expresión dolorida.
-¡Mamá! ¡Dile a Mercedes que me deje en paz!
-¡Mercedes!
-¡Nada, mamá! ¡Es Eglé! ¡No se le puede decir nada! ¡Muy bien! Quédate
con tu amor, te dejo. Pero puedes estar segura, mi hija, de que nadie
te disputará tu felicidad.
Toda esa tarde perduró la acritud fraternal. Pero al caer la noche fueron
juntas a la verja, y los comentarios cambiados forzosamente por hábito,
trajeron insensiblemente la paz.
XVII
Rohán visitaba al principio los jueves, y en los primeros tiempos la
semana le parecía terriblemente larga.
Como siempre se quedaba a comer allá, el miércoles de noche, al sentarse
a la mesa en su casa, se acordaba contento: Mañana no como aquí; es
jueves. - Y al evocar a Eglé a su lado, riéndose cada vez que le "pasaba
el pan por indicación de su madre, sentíase completamente dichoso por
ir a verla al día siguiente.
En las demás horas, fuera de los momentos de aguda pasión, el recuerdo
normal de Eglé no le producía más que un grande contento de sí mismo,
y una reposada claridad para ver y juzgar las cosas. Pero era sobre
todo en las circunstancias íntimas: al acostarse, al levantarse, cuando
evocaba a su novia; y al hacer o pensar algo bueno que ella ignoraba,
o al escuchar algún vago elogio de él.
- Si ella oyera... pensaba en seguida.
Por fin el jueves tomaba el tren, acordándose a veces de los viajes
que hiciera antes, cuando trataba de convencerse de que Eglé le era
indiferente y bajaba en Lomas para ver sólo a las de Elizalde.
Eglé lo esperaba; y a la hora, no antes, porque los días eran largos
y la verja sin ligustro, comenzaban su dúo en el jardín.
-Amor, amor mío! - estrechábale Rohán la cara entre las manos.
Eglé, sonriendo, cedía a las sacudidas con que él apoyaba cada palabra
con cariño. Por momentos quedábase ella seria y lo miraba atentamente,
como si resolviera un problema de dudas sobre el amor de Rohán, o hundiéndose
en una de las femeninas y características desviaciones de pensamiento.
Rohán sostenía él examen, pensando a su vez en su extrema felicidad
el día que Eglé fuera suya. Y ante esta inconfundible expresión, Eglé
se entregaba, arrimando su frente al cuello de él. Cuando Eglé sonreía
así -mientras
Rohán le sostenía alta la cara del mentón-, Rohán sentía bramar dentro
de sí, pugnando por escapárseles, los leones del deseo, y tenía que
quedar un rato inmóvil, recostado al pecho de su novia para aplacar
a aquéllos con hondas inspiraciones.
-Eglé, mi alma...
-¡Sí, tuya, tuya! -murmuraba ella.
-Si vieras lo que he sufrido...
-¡Y yo!...
Quedaban un momento graves, estrechándose más.
-Mi amor...
-Sí...
-¿Para siempre?
-Para siempre.
-¿Para mañana?
-Sí, sí...
-¿Y para un año?
-Para un año.
-¿Y para muchos años?
Eglé se reía, demasiado dichosa ya para continuar el juego que ahogaban
al fin con sus labios.
En otros momentos, Rohán:
-De lo que estoy seguro es de quererte mucho más que tú a mí.
-¡No es verdad! -protestaba Eglé.
-Completamente cierto. Y si...
- ¡No, no! Yo te quiero más. ¡Si vieras!...
-Dime -cambiaba él entonces de posición para mirarla de frente-: ¿Por
qué no querías hacerme ver que me querías?
Ella, contraída, se echaba sobre el pecho de Rohán.
-¡Te quería tanto! -murmuraba. Rohán la besaba en la nuca, apartando
el cabello con los labios para alcanzar más alto. Y añadía:
-¿Creías que yo me acordaba de aquella noche, cuando eras chica?
-No, no...
-Sin embargo, no hay otro motivo... ¿Y me querías mucho entonces?
-¡Mucho, mucho!...
-¿Menos que ahora?
-¡Más!...
-¿Es decir que ahora me quieres menos?
-iOh, malo! -se incorporaba ella por fin, probándole en largos y húmedos
besos su error.
Naturalmente, evocaban a cada rato los menores detalles de sus choques
anteriores, pero sin lograr nunca ponerse de acuerdo sobre las causas.
Lo que para Rohán era evidente, para Eglé no eran sino insidiosos sofismas
de aquél.
En resumen, todo había pasado por mala interpretación de Rohán, según
ella, y por coqueterías de Eglé, según él.
-¡Pero no! ¡Te juro que no! -protestaba la joven.
-¡Pero sí! -porfiaba él-. Te gustaba que te quisiera.
-¡Ya lo creo! -se reía Eglé abrazándolo,
-Y si te gustaba que yo te quisiera y tú me querías, ¿por qué hacías
eso?
-No sé, te juro que no sé...
-¡Yo lo sé, en cambio!
-¡Dime!
-No quiero -respondía él atrayéndola.
-¡Dime, dime!
-No quiero...
Y sobre su boca y su cuello susurraba:
-No quiero... no quiero... no quiero... - tan bien, que los leones volvían
a bramar, trayendo la tregua necesaria.
Pero al rato:
Quisiera saber qué se ha hecho de la personita impasible de antes...
Eglé se reía, dichosa. Constituía una de las más frescas impresiones
de Rohán, el haberla presentido así, profundamente afectiva.
-¿Ya no hay más gestos de reina, parece, señorita?
-¡No, no!... ¿Y me querrás mucho tiempo, tú?
-¡Psss!... Doce años.
-¡Qué horror!
-Sí; pero como tengo once más que tú, en verdad son aún veintitrés de
amor. Once años... ¿mucho, verdad?
-¡Cállate!...
-¿Aunque nos casemos?
-¡Oh! -clamaba ella entonces, si bien aproximando a Rohán su cara echada
atrás, y en su boca aquella sonrisa con una sola comisura de los labios,
que Rohán absorbía en un mudo, hondo y estremecido beso que arrancaba
un ronco bramido a sus leones.
A veces, sin embargo, la charla era muy seria.
-Supondrás -asegurábale él- que deseo para ti la misma libertad que
para mí. Si quieres ir a un baile, hazlo. Ten la plena seguridad de
que te quiero bastante más de lo necesario para hacerte la ofensa de
creer que vas expresamente a un baile a enamorarte. Y a este respecto,
otra cosa: Si alguna vez llegamos a ir juntos, no daremos el cargante
espectáculo de meterle a la gente por las narices nuestro amor y nuestras
inseparables personas. Tú bailarás por tu lado, y yo por el mío, fuera
de los momentos en que tengamos natural deseo de estar uno al lado del
otro; ¿te parece?
Eglé asentía, aunque no hubiera deseado que él hablara así. Y como quedaba
mirándolo, hundida de nuevo en su giro de pensamientos deductivos, él
observaba:
-¿Te da pena que no sea celoso?
Eglé se recostaba en su hombro sin responderle.
-No desees verme celoso -sonreía él acariciándola-. Te aseguro que no
es agradable.
Luego Eglé, que suponía a Rohán excesivamente afecto a las mujeres,
ponía en él sus ojos de duda y fe:
-No me importa que hayas querido; lo que deseo es que me quieras a mi.
-Sí, a ti sola... a-ti-so-la. Y tú -añadió él en esta ocasión, observándola-:
¿Has querido alguna vez?
Tras una breve pausa, Eglé respondió:
-Sí, creí querer... Pero ahora que sé como te quiero a ti, veo que no
amaba.
Su cabeza y su brazo izquierdo habíanse de nuevo estrechado al cuello
de Rohán. Éste, seguro de que Eglé no le mentiría, la besó agradecido
de la confianza que en él mostraba.
A las once generalmente volvían al salón. Eglé tocaba el piano, con
ritmo no siempre justo por la insistencia de Rohán en apoderarse de
una mano, cuando alcanzaba en los bajos hasta él. La madre y Mercedes
se aburrían discretamente.
A las doce y veinte en punto se iba, pues no quería perder el último
tren al centro y verse obligado a dormir en Adrogué, como ya le había
acaecido dos veces.
XVIII
Pasaron así dos largos meses, y Rohán comenzó a hallar un poco largas
sus visitas. Se retiraba cansado siempre, la cintura dolorida por las
torceduras del busto en el banco, y a la mañana siguiente -como llegaba
a su casa a la una y media y no se dormía hasta una hora después- levantábase
tarde, lo que no era de su agrado. En consecuencia, dijo una noche a
Eglé que en adelante tomaría el tren de las once y cuarenta. Eglé levantó
los ojos con dolorosa extrañeza, y lo miró largo rato, mientras en sus
ojos nacían,
morían y tornaban a renacer sus dudas sobre el amor de Rohán. Rohán
la miraba tranquilo a su vez, seguro de que en sus ojos Eglé no leería
más que la natural y firme decisión de no cansarse demasiado... sin
ningún otro motivo.
Eglé sonrió al fin débilmente, como las personas que consienten, convencidas
sin embargo de que ellas tienen razón, y buscó el cuello de él.
-Yo no me cansaría de estar con mi novia... murmuró.
-¡Qué sabes tú! -se sonrió Rohán, alzando el rostro oculto en su pecho-.
Son cosas nuestras... Tú no sabes nada. Además, esto es típico de las
mujeres. Todo el amor a nosotros está en ustedes únicamente: "No importa
que él se fatigue o sufra; estando conmigo me da placer, y, por lo tanto,
debe quedarse". ¿No es esto? Vamos, vamos... ¡Si te quiero siempre igual!
-Antes no te cansabas...
-Porque era al principio.
Eglé no comprendía y levantaba de nuevo los ojos. Rohán reafirmaba lo
que acababa de decir con las sencillas razones de que por natural entusiasmo
de comienzos del amor, sentíase antes más excitado e incansable. Aunque
se daba cuenta de que esa verdad no era posible para una mujer enamorada,
vale decir con peor interpretación de la habitual, a pesar de eso no
podía menos de ser sincero con ella.
Dos semanas después, Rohán llegó a lo de las Elizalde a las siete y
media. Habíase quedado más de lo acostumbrado en la Dirección de Tierras,
estudiando ciertos perfiles de pozos artesianos que acababan de llegar
del Sur a su división. Y en su entusiasmo por las mechas y sondajes,
entretuvo largo rato a Eglé con los proyectos de lo que harían en la
estancia cuando fueran algún día a vivir allá.
-Luego -concluyó besándole las palmas de las manos- éste es el motivo
de haber llegado tarde. ¿Me perdonas?
Eglé perdonaba, con la misma débil sonrisa. Y en sus ojos Rohán leía
claramente la triste certeza de que él la quería cada vez menos. Ella
se lo decía a veces y él se echaba a reír.
-No, te juro que no... Es que ustedes sienten el amor de un modo muy
distinto del nuestro. ¿No has leído por casualidad la "Historia de los
Gabsdy" de Kipling?
-No, ¿qué dice?
-Algo muy parecido a lo que nos pasa... A lo que nos pasó, Eglé, mi
vida... ¿Verdad? - la estrechaba de nuevo.
Pero como a la visita siguiente llegaba otra vez a las siete y media,
y lo mismo las veces siguientes, Eglé, paseando sola a su espera por
el jardín, sentía que se derrumbaba su felicidad de dos meses, porque
el amor de Rohán se iba apagando poco a poco, y no la visitaba sino
por no hacerla sufrir si le decía que ya no la quería más.
XIX
Una tarde, Rohán quedó muy sorprendido de no ver a Eglé esperándolo.
-Ha salido, pronto vuelve -le dijo la madre-. La menor de las Olmos
estuvo hace una hora... Usted sabe la amistad que tienen con Eglé. Quería
a toda costa que fuera a comer con ella... Es su cumpleaños, y nunca
ha faltado mi hija. Al fin Eglé consintió en ir un rato, esperando estar
de vuelta antes de que usted llegara. Ha venido temprano hoy -concluyó
mirando el reloj.
-Sí, señora...
-Espero, Rohán...
-¡Oh! -se rió Rohán con franqueza-. ¡Supondrá que no soy tan chico!
-Ya va a venir -prosiguió la señora-. No puede demorar. Entretanto,
¿por qué no tocas el piano, Mercedes? Hace un año que no se te oye.
La joven comenzó, mientras la madre subía al primer piso. Desde que
Rohán tenía amores con Eglé, su amistad con Mercedes había perdido del
todo la turbulencia de antes. Ahora hablaban juiciosamente, sin el menor
recuerdo ni en la voz ni en los ojos de sus equívocos días. Acaso Rohán
hubiera hallado modo y ocasión de fustigar un poquito aquellos nervios
locos; pero la joven afectaba tal disposición a no ver ahora en Rohán
sino un sencillo y querido hermano, que éste no quiso insistir.
Esa noche, sin la presencia absorbente de Eglé, mal dormidos recuerdos
despertaban agudos, mientras la miraba tocar. Había engrosado. La cintura
quedaba ahora alta sobre el taburete. La falda, echada de lado, ceñía
tirante los muslos, y bajo la axila la blusa tensa formaba pliegues.
Conocíase claramente su fraternidad con Eglé en la igualdad de expresión
cuando leía música: los mismos ojos entornados con esfuerzo de miopía,
e idéntica dureza en la boca. Cuando concluyó su Tosca, Rohán acercóse
al piano.
-¿No toca más?
-No -respondió la joven, recorriendo de nuevo con los ojos la música
ejecutada-. Si usted quiere, sí...; pero no tengo ganas.
-No, gracias...
La joven se levantó sin mirarlo, oprimióse las sienes con la punta de
los dedos, por costumbre de persona que ha sufrido jaquecas, y se recostó
de brazos en la cola del piano, hojeando partituras. Rohán, con la rodilla
encima del taburete, la miraba, mientras sus leones despertados comenzaban
a asomarse a sus ojos. Dejó el taburete y fue a su lado.
-¿Interesante, esa partitura?...
-Sí, estoy viendo...
Rohán se aproximó más.
-Qué raro, todo esto... -señaló con el mentón un trozo cualquiera de
la música.
-No, eso es fácil... Esto es mucho más difícil -señaló Mercedes con
el dedo.
Rohán extendió la mano y se apoderó del dedo. Sin pronunciar una palabra,
la joven lo retiró y bajó la cabeza a las líneas inferiores de la página.
Durante un rato ambos quedaron inmóviles. Rohán veía sin mirar la mejilla
de Mercedes enrojecida junto a la oreja, y con las narices dilatadas
respiraba hasta el fondo de su ser el perfume mareante. Lentamente rodeó
con el brazo la cintura de Mercedes, aproximando en silencio su cabeza
a la de ella. Al sentir el contacto, la joven se estremeció; subió los
ojos en la página y su expresión se contrajo con desagrado, mientras
el fuego de sus orejas invadía la mejilla entera. Corno el brazo continuaba
oprimiendo sin mover un dedo, la joven intentó llevar la mano atrás
para desprenderse. Pero se detuvo y quedó inmóvil, más abrazada aún.
Rohán ciñó todavía el brazo, y vibrando de escalofríos puso sus labios
en el cuello de Mercedes. La joven se oprimió todo lo que pudo contra
el piano.
-Déjame! -murmuró.
Ante este tuteo inesperado, Rohán, con todos los leones en rugidos,
la estrechó más.
-¡Déjame! -se quejó de nuevo Mercedes. Y esta vez logró llegar con su
mano a la cintura y desprenderse, yendo a caer sentada en el sofá.
Rohán la siguió y, mudo, atrájola violentamente a sí. La besaba aquí
y allá con un pequeño gemido de deseo exasperado en cada beso. Al fin
ella desprendió su boca y recostó su cabeza en la de él.
-Tú no me quieres... -murmuró con lágrimas en la voz, pero estrechándolo
furiosamente al mismo tiempo.
-Sí, te quiero...
-¡No, no me quieres!
Rohán quiso decir algo, pero no halló una sola palabra. Mercedes midió
su silencio.
-¡No, no me quieres! -repitió de nuevo fríamente, y levantándose a tiempo
que llegaban la madre y Eglé.
Al ver a Eglé, Rohán sintió hacia ella súbita e inmensa ternura; ternura
de marido, no de novio, algo de íntimo agradecimiento y mucho de honda
protección, sentimiento que conocen los casados al día siguiente de
haber sido muy injustos con su mujer.
XX
El jueves siguiente Rohán llegó un poco más tarde aún. Días atrás había
adquirido cuantos catálogos de aparatos de sondaje existían en plaza.
No bastándole esto, al salir de la oficina iba a una u otra casa; examinaba
válvulas, grúas, diamantes; calculaba calibres y desgastes, todo con
la atención y el tierno entusiasmo de un aficionado pobre que remueve
un costoso mecanismo.
Como temprano o tarde llegaríale la ocasión de abrir todos los pozos
imaginables en la estancia de su padre, su ánimo industrial, pasando
sobre mechas y sondas, llegaba hasta Eglé, ante la certeza de trabajar
dichosamente un día, ella a su lado.
Contento de fe en sí mismo apresurábase a ir a Constitución; y de este
modo, llegando tarde a Lomas, Eglé lo recibía lastimada. No le decía
nada; pero Rohán notaba en su primera mirada y sobre todo en el modo
de reclinar la cabeza en su cuello, que el desaliento proseguía. Rohán
pensaba a su vez en la visible injusticia de su novia deseando, a costa
de todo lo importante que él pudiera hacer en Buenos Aires, tenerlo
con ella. Sabía que si hablaran desahogándose, todo pasaría; pero el
mudo sufrimiento de Eglé, en vez de despertar su compasión, hacíale
sentir más la sinrazón de esa pena. Y de este modo, no obstante los
momentos claros, continuaban sufriendo a la par.
Ese jueves, por fin, decidióse. Díjole todo lo que ella sentía y lo
que sentía él.
-En el fondo -concluyó Rohán, acariciándola para mitigar la dura verdad-
no hay sino el terrible egoísmo del amor de ustedes. Poco les importa
la dicha personal, independiente del amor usufructuado, del hombre que
quieren.
Lo único que aman es su propia felicidad, la que les proporciona el
hombre querido con su presencia. Por lo pronto, no es esto hallazgo
mío... Con esta sola excepción -concluía pasándole la mano por la garganta.
Rohán no se había aún habituado a la sensación del terso cutis de Eglé,
y cada vez que lo tocaba le sorprendía su suavidad. El encanto salíale
de tal modo a los ojos, que ella comenzaba siempre a sonreír cuando
él se disponía a acariciarla de ese modo.
-No, no es eso... -murmuraba esta vez Eglé recostando su cara a la de
él-. Es que tú no me quieres como antes...
-¡Te quiero!
-¡No, no!
-¡Sí, sí!
-Vienes porque tienes lástima, nada más, de tu pobrecita Eglé...
-¿Lástima, verdad?... A ver, bien de cerca.
-¡Oh! ¡Así no vale! -protestaba ella ahogada de besos.
-¿Olvidamos todo, entonces?
-¿Vendrás más temprano?
-Eso no. De veras -agregaba seriamente-, te juro que tengo que hacer.
-Todos los días que vienes...
-Y los otros. ¿Olvidamos?
-Sí, olvidamos.
Y la paz se selló en esa ocasión con tal sacudida amorosa, que las peinetas
de Eglé se desprendieron y el cabello cayó, cambiando instantáneamente
su compostura de novia en frescura de recién casada.
Bajaron al jardín. Rohán a cada instante le detenía, echábale la cabeza
atrás del mentón, y sobre el rostro de Eglé, bañado por la luna, en
que la dicha reencontrada delatábase con arrobada expresión, surgía
la lenta y divina sonrisa con una sola comisura de los labios.
-Mi amor, mi amor querido...
-Sí, sí...
-Mi alma...
-¡Toda tuya!...
-¿No te cansa?
-¿Qué? -retiraba ella la cara, temerosa.
-Lo que te digo; no sé decirte otra cosa...
-¡Oh!...
-Sí, sí... Mi amor, mi vida, mi alma querida...
Pero en esos torrentes de ternura, la boca, la nuca, el cuerpo entero
de Eglé oprimido al suyo mantenía a sus leones en un constante bramido.
Cuando aquéllos se enloquecían, Rohán conteníalos rompiéndose las manos
como en un torno tras la cintura de Eglé. Mas la dicha de haberse hallado
de nuevo era demasiado fuerte para desprenderse uno de otro, y así los
leones tornaban a soltarse, poniendo en cada dedo de Rohán un haz vibrante
de nervios enloquecidos.
Esa noche, en un instante de tregua, Rohán echó una ojeada alrededor:
-Sentémonos, ¿quieres? Estoy cansado...
Rohán se sentó primero y al sentarse Eglé la atrajo suavemente a sí.
Eglé resistió oprimiendo su boca a la de él, y cayó en el banco a su
lado.
Rohán, el alma y la voz turbadas, insistió:
-Sí, mi alma, sí...
-No... no... -gimió ella.
Los leones enmudecieron de golpe. Ella lo sintió, sin adivinar claramente
la causa, y redobló sus besos con muda congoja. Pero él se levantó.
-Es inútil ya -dijo con fría voz-. Estoy muerto.
Eglé quedó helada.
-¡Qué tienes! -murmuró.
-Nada... Vamos adentro... Me voy.
Eglé se levantó muda y marchó a su lado. Después de caminar diez pasos
lo detuvo de la mano, mirándolo consternada:
-¡No te vayas así!, ..
-¡Muy gracioso! -rompió él con la voz trémula por la violencia que se
hacía-. Hoy no te parecía bien... Que te besara, sí, pero eso no...
Sabías que no debías hacer eso... Que te besara, sí, porque está permitido;
pero eso no. Como si fuera diferente... ¿Te manchaba más que un beso
que te sentara en las rodillas?
Eglé lo miraba angustiada en los ojos.
-¡Dime! -reanudó él-. ¿Te creías deshonrada por eso?
-No...
-¡Y entonces!... Lo que me da rabia es el cálculo...
-¡Oh!...
- ...¡Sí, el cálculo, el dogma de ustedes! Cuando después de una hora
de cariño siento la necesidad de tenerte más cerca de mí, te acuerdas
de que has aprendido que las mujeres no deben permitir eso... ¡Y conmigo,
como te quiero yo!
-¡No, te juro!...
-Pero y si me quieres y crees que te quiero,¿por qué no quisiste? Esto
es lo que me indigna: ¡que te hayas resistido, no porque no lo desearas,
sino porque habías aprendido que no debías hacer eso!
Llegaban ya hacia la casa; pero se detuvo bruscamente,
-Es imposible que me vaya así... Caminemos un rato.
Caminaron apartados, mudos. De pronto Eglé murmuró en voz baja y lenta:
-Lo que te aseguro es que pocas novias harían lo que hago yo...
Rohán no respondió en seguida, profundamente herido por el simulado
candor de Eglé.
-¿Tú crees que los novios no besan a sus novias? -preguntó al fin con'
amargura.
-No me refiero a eso... -repuso Eglé mirándolo con triste firmeza-.
Digo que pocas novias soportarían lo que me estás diciendo!...
Rohán se encogió de hombros. Seguía rabioso, con temor de hablar y decir
algo de que después debiera arrepentirse.
Hasta ese instante habían girado sin cesar alrededor de un macizo. Poco
a poco la costumbre les hizo extender el radio y llegaron así cerca
del banco en que acababan de escollar. Rohán que iba a la izquierda
de ella, esquivó el banco, cortándole el paso hacia otro sendero. Eglé
se detuvo a medias y buscó sus ojos, pero él no la miró. Entonces ella
lo detuvo.
-¡Mira! -le dijo con súbita y angustiada decisión-. Hace dos años yo
tuve un novio... Y por la resistencia que hice es que todavía soy digna
de ti.
La primera impresión de Rohán fue desastrosa; nunca le había dicho ella
que hubiera tenido novio. Pero casi en el mismo instante, midió la nobleza
de la pobre criatura al hablarle así.
-Muy bien... Te agradezco mucho lo que acabas de decirme. Pero yo también
te juro que si hubieras hecho lo que yo quería hoy, siempre serías para
mí tan digna de mí y de ti misma como ahora -concluyó-. Y recogiéndola
con tiernísimo respeto:
-Bueno, mi amor, se acabó...
Eglé se recostó a él, temblando en escalofríos que le recorrían todo
el cuerpo. Un momento después Rohán sentía en el cuello una gota tibia.
Profundamente enternecido:
-No, mi alma...
Ella entonces se oprimió más, conteniendo sus sollozos.
-¡Te quiero tanto!...
-¡Si yo también te quiero! Bueno, se acabó...
-¡Estoy tan contenta de habértelo dicho!...
Prosiguieron caminando cogidos de la cintura, entregándose en oprimidos
besos el consuelo de su amor lastimado. Poco a poco, sin embargo, las
caricias de Rohán disminuían, mientras su expresión cambiaba. Eglé lo
notó, y deteniéndose ante él lo miró con honda súplica. Rohán, inmóvil,
soportó fríamente el examen. Luego se desprendió, reanudando la marcha.
-Lo más doloroso para mí -rompió de pronto-, es que hayas necesitado
acordarte de otro para defenderte de mí...
-¡Oh! -lo detuvo Eglé, apartándose. Rohán la atrajo en seguida.
-No, no... No quise decir eso... No sé lo que me digo... ¡Perdóname!
Eglé lo besó con honda pasión, repitiéndole de nuevo, pero ahora con
dolorosísima evidencia, como si se lo dijera a sí misma:
-¡Te quiero tanto!...
Pero el tormento de Rohán proseguía. Volvía y revolvía, mientras caminaban,
lo que acababa de decir a Eglé. Apenas concluida su frase, había sentido
él mismo su ofensa. Pero por algo lo dije -obstinábase-. Al fin creyó
ver claro.
-Vuelvo, sin embargo, sobre lo que te he dicho -rompió de nuevo-. Me
turbé hoy y no supe qué responderte... Dime, ¿por qué me dijiste hace
un rato que habías tenido novio?
Eglé, hundida en su quebranto, no pudo entrar en seguida en la argumentación
de Rohán, y quedó inerte, mirándolo. Pero él, frío, insistió:
-¿Por qué me evocaste el recuerdo de la resistencia que debiste hacer
antes, en pos de lo que quería hacer yo?
Indudablemente estaba en lo cierto. Eglé, llena de angustia por la injusticia
de Rohán, se había apoyado en su doloroso recuerdo para que su novio
comprendiera el peligro que corría con él queriéndolo como lo quería.
Eglé vio también que ése era -no obstante la dureza con que Rohán lo
había planteado- el único motivo de habérselo dicho. Durante un rato
quedaron mirándose, mientras seguían mutuamente en sus ojos sus pensamientos
hermanos.
-¡Dime! -la recogió bruscamente- Dímelo con toda franqueza: ¿Me quieres
mucho, mucho?
-¡Oh, no sabes cuánto!
-¿Me quieres a mí únicamente?
Eglé apartó la cara, lo miró angustiado y volvió a recostarla sin decir
una palabra, en el pecho de Rohán.
-¿Únicamente? -insistió Rohán..
Ella entonces lo estrechó, vibrando de transida convicción.
-¡Sí! ¡Sí!... ¡No sabes, no sabes cuánto te quiero!...
Esta vez, y por el resto de la noche, la paz no se interrumpió.
XXI
En el tren, Rohán volvió a evocar uno a uno los incidentes de esa noche.
Sobre todas las cosas, sentíase satisfecho de Eglé. Veía siempre su
expresión de sufrimiento y decisión final, a pesar de todo lo que él
pudiera creer, cuando le dijo aquello, después que él la había querido
sentar en las rodillas...
Y de pronto, con la instantaneidad del rayo, vio al otro, queriendo
hacer lo mismo, en el mismo banco... ¡He aquí por fin el verdadero motivo
que la llevó a confiarse! Esa coincidencia, ese mismo rugido masculino
que tornaba a repetirse en el mismo banco, había provocado el sufrimiento
de Eglé!
Como si lo hubieran empujado bruscamente por la espalda estando distraído,
el corazón se le paró. Vio con una intensidad terrible a Eglé resistiendo,
y al otro recogiéndola: "Sí, sí... " El cuadro se le fijaba casi hasta
la alucinación.
No veía nada del otro, ningún rasgo; pero sentía en él al hombre, al
hombre ardido de deseo, asaltando... ¡A Eglé!... Sintió un odio brutal,
odio tan impulsivo y a flor de animalidad, que fijando sin querer la
vista en un pasajero de negro que veía de espaldas, tuvo la plena seguridad
de matarlo, si hubiera sido el otro... Pero no seguridad de fría convicción
adquirida en casa tras complicado raciocinio, sino el impulso que sentía
en ese instante mismo, en los ojos y en los dedos; una certeza convulsiva
en las manos al encarnar al otro en el sujeto... Veía a Eglé, besándolo
como lo besaba a él, mirándolo como lo miraba a él, la sonrisa con una
sola comisura...
Respiró violentamente porque sentía un ardiente empuje interno que le
echaba la sangre afuera. Pero el banco volvía... volvía... No se veía
ahora él sentado con Eglé: lo veía al otro... Y revivía todas sus situaciones
de mayor cariño con su novia, pero ocupando la sombra maldita su lugar.
Evocó sus más íntimos recuerdos -de detalles nimios a veces- que le
probaban fundamentalmente el amor de Eglé. Y veía en las mismas situaciones
al otro con ella, las mismas circunstancias en que Eglé le decía ex-ac-tamen-te
lo que le había dicho a él, a Rohán...
Se daba cuenta de que se deslizaba por una pendiente de locura; pero
no podía ni quería tampoco dominarse.
Tuve que resistir"... El sabía qué quería decir esto; sabía lo que es
atacar, la violencia arrolladora que hay en un novio. Y el otro había
querido sentar a Eglé... ¡A ella, maldición!
La misma desgraciada frase de Eglé lo exasperaba: "Tuve que hacer resistencia"...
Eso suponía besos otorgados por Eglé... Volvía a detenerse bruscamente,
con la sensación de estallar si continuaba evocando. La garganta, reseca,
dolíale. Sentía él mismo el calor que irradiaba su cuerpo, y la cara
le abrasaba. Cada cuadro sostenido suspendíale la respiración, hasta
recobrarla violentamente al afrontar el límite de su tolerancia imaginativa.
Por fin llegó a Constitución y tomó el tranvía, momentáneamente aplacado;
pero una vez inmóvil, el análisis recomenzó. Lo que dominaba en toda
esa tortura era el odio al otro, el violento acceso de destrozar al
que nos tocó a nuestra mujer. Y más fríamente, la seguridad adquirida
en esos momentos de matar a su mujer el primer día que llegara a darle
verdadero motivo de celos.
Comenzaba a apaciguarse. Lo que me amarga -decíase--no es que haya tenido
novio, y que éste haya tratado de hacer lo que todos nosotros; sino
pudiera haberle respondido, si al principio de nuestra amistad me dice
sencillamente que había tenido novio? Pero, casualmente, y tarde ya,
se le ocurre confesármelo en la forma más terrible y evocadora para
un hombre...
Súbitamente evocó el rostro de Eglé, desesperada de verlo tan injusto:
-"Mira: yo tuve un novio; y por la resistencia que hice"...
Rohán saboreó en toda su pureza la noble angustia de Eglé, al entregarle
en esas palabras su modo entero de ser.
Una caricia de frescura calmante recorrió sus nervios doloridos. Comprendió
plenamente la cantidad de amor honrado y de fe en su inteligencia que
suponía esa confesión, después de lo que él había querido hacer. Y una
nueva caricia, esta vez de dicha recuperada, suavizó su alma. Vale mucho
más de lo que yo creía -se dijo-. No sé qué muchacha, repleta de besos
desviados e hipocresías de amor, hubiera sido capaz de esa sinceridad...
Pero una sola palabra evocada lo precipitó de nuevo en el abismo. "Resistí"...
¡Sí, claro! Eso quería decir caricias insistentes del otro, cada vez
más oprimidas...
La intensidad de la evocación fue tan incisiva, y tal el odio al otro
retratado en su semblante, que un sujeto en quien Rohán tenía la vista
fija sin darse cuenta de ello, lo miró de mal talante.
Sintióse por fin calmado. De toda esa horrible noche no veía ni sentía
sino el doloroso valor de su novia, que le aseguraba en aquel sollozo
de sinceridad, la paz inconmovible del porvenir.
Pero, a punto de dormirse, arrobado por esta cucha, vio de repente al
otro, vestido de negro, en su lugar. Quiso arrancarse a la alucinación,
y no pudo conseguirlo; al otro era a quien besaba Eglé. Al otro era
a quien miraba con los ojos entornados... Y en sus tres horas de insomnio
recidivaron -más agudas y quemantes-, todas sus torturas de esa noche.
XXII
Cuando tres días más tarde Rohán fue a Lomas, mantuvo largo rato estrechada
a Eglé sin pronunciar una palabra, como si en esos tres siglos de infierno
hubiera perdido la noción de su existencia real.
En esos tres días, lo único que lo había consolado era la seguridad
de que estando con ella, sintiéndola suya, olvidaría todo. En ese instante
era de él, toda de él, únicamente suya. Cuando de pronto, al sentir
la mano de Eglé sobre su cabeza, vio nítidamente al otro en su lugar,
en otra circunstancia idéntica a la actual.
Se apartó bruscamente y comenzó a pasear. Sintió, más que vio, la desolación
de su novia inmóvil, y vio de nuevo al otro, caminando una cierta vez
como él caminaba ahora, y a Eglé, la misma Eglé que quería calmarlo
como a él en ese instante...
-¡Pero qué tienes! -gimió Eglé.
Exactamente eso había dicho al otro!
-¡Déjame! -clamó, arrancándose violentamente-. ¿No ves que me vuelvo
loco?
Y, efectivamente, temía volverse loco si esa atroz pesadilla continuaba.
Todo: el salón, su dolor, el silencio agravado por el tenue silbido
del gas, toda esa situación había sido ya vivida por el otro...
Dejóse caer al lado de ella, los codos sobre las rodillas, y se cubrió
la cara con las manos. Eso mismo había hecho el otro... Sintió el brazo
de Eglé alrededor de su cuello.
-¡No, por favor! -clamó de nuevo levantándose-. ¡No me digas, no me
hagas nada!
Con un violento esfuerzo pudo detenerse en esa pendiente de locura,
y fue por fin exhausto a hundir la cabeza en el pecho de su novia.
-¡Pero dime! ¡Dime qué tienes! -gimió ella.
-No me veo a mí... -murmuró él.
Eglé no oyó bien. -¿Qué?...
-No me veo a tu lado; veo al otro...
Ella lo estrechó con hondo amor y compasión.
-Si me conocieras más -dijo- comprenderías qué distinto fue aquello
de esto... ! del amor que te tengo a tí!... Yo era muy chica... Papá
se empeñó...
-¡No, no me digas nada! No quiero saber una palabra... ¡Si no me importa
que lo hayas querido! ¡Lo que no quiero es que te haya tocado!
Eglé, sin responderle, levantóle a la fuerza la cabeza, y le tendió
los brazos y la boca con un estremecimiento tal, que fue para Rohán
lo que el primer soplo con olor a tierra mojada en una asfixiante depresión
de tempestad. Y ella:
-¡No te figuras, no te imaginas cuánto te quiero!...
Y él:
-¡Y tú no sabes qué necesidad tengo de que me quieras!
En ningún otro momento Rohán habría lanzado esa exclamación. Pero ahora
la sentía de tal modo, había surgido con tal atormentada sinceridad
de su alma, que los ojos de Eglé se nublaron también de lágrimas.
-¡Y pensar -meditó él dolorosamente en voz alta- que he necesitado de
todo este infierno para apreciar cuánto te quiero!...
XXIII
Al día siguiente se levantó Rohán con el espíritu tranquilo. Cuando
dijo a Eglé, la noche anterior, que había necesitado todo aquel infierno
para darse cuenta de cuánto la quería, no había hecho sino expresar
ese sentimiento en la misma forma con que él se lo había dicho a sí
mismo. Sus torturas habíanse caracterizado, como es natural, por súbitos
saltos de odio a amor, y viceversa; y esto con la rapidez y la falta
de transición que conocen bien las personas que han visitado, por dos
segundos siquiera, el infierno de los celos. Había comprobado, a expensas
de sus torturas, que amaba a Eglé mucho más de lo que él se imaginaba.
-¡Y no haberme dado cuenta antes de cuánto la quiero! ¡Yo que le decía
que fuera tranquilamente a bailar!...
En resumen, como tras una pesadilla que rememoramos después en todos
sus detalles para apreciar más la dicha real, gozaba retropensando.
Recordó entonces aquella ocasión en que al preguntar por curiosidad
a su novia si alguna vez había querido, Eglé había respondido: "Una
vez creí... Pero ahora que te quiero a ti, veo que me equivocaba"...
Rohán quedó frío. Era el otro, sin duda...
¿Por qué Eglé no le había dicho entonces que había tenido novio?
El veneno había entrado ya. Evocó en un segundo todas sus certidumbres
de la honradez de su novia compradas tras días de martirio, y ni una
siquiera resistió a esta pregunta:
-¿Por qué me ocultó que había tenido novio? La primera forma: -¿Por
qué no me dijo?, -hubiera pasado sin morderlo; pero por qué me ocultó,
sobraba para aguzar hasta la raíz los colmillos de sus celos.
Recomenzó el ciclo de dudas, comprendiendo que por mucho tiempo no recuperaría
su confianza en Eglé, él que no había soñado siquiera en averiguar qué
había hecho ella durante sus ocho años de ausencia, por creerla incapaz
de engañarlo. Y, sin embargo, le había ocultado... ¿Pero por qué, por
qué motivo lo había ocultado?
Con esa terrible esencia de los celos de arrastrarnos a las probabilidades
mínimas, a los raciocinios de excepción, por los cuales una mirada distraída
de nuestra mujer a un individuo que está en el palco vecino, basta para
hacernos dudar brutalmente de diez años de amor y cuatro hijos, Rohán
encontraba ahora en los menores detalles de su amistad en la casa, una
prueba de la constante preocupación de Eglé y de toda la familia para
que él no supiera aquello. Pero ¿por qué? ¿Qué había pasado allí para
ocultárselo de ese modo?...
Su inteligencia le advertía muy claro que no era ése el modo de razonar;
pero su amor hiperestesiado y pervertido por los celos, le pedía a gritos
raciocinios de esa especie. Su claro juicio le afirmaba: -Eglé no me
lo dijo al principio, únicamente por motivos de seducción en las luchas
de amor: no haber querido nunca es un encanto más. Más tarde no tuvo
valor para decírmelo, temiendo el disgusto que me daría.
¿Cómo exigir más violencia de sinceridad de un alma femenina?
Pero la perversión deductiva desviaba a tal punto las menores palabras
sueltas y silencios recordados, que se enfangaba en las más abominables
suposiciones donde rodaban Eglé, Mercedes, la madre, hasta detenerse
con un resoplido en ese vértigo de Iodo.
En sus momentos de mayor odio a Eglé, había creído hallar un derivativo
evocando a su hermana. El recuerdo de Mercedes, que en otras ocasiones
lo excitaba siempre, disgustábale ahora. Mejor dicho, le daba asco.
Lo cual no hacía sino reafirmarlo en la convicción de que amaba a Eglé
muchísimo más de lo que él suponía.
fue a Lomas en este estado de ánimo. Como en esos días últimos, su novia
lo miró con dolorosa atención al ir a su encuentro. Al ver sus ojos
no tuvo duda de que otra noche de angustia la esperaba. Rohán, contraído,
le puso por toda caricia la mano en el cuello.
-Necesito hablar contigo. Quedémonos aquí ... Dime: ¿Por qué no-me-di-jis-te
que habías tenido novio?
Eglé, helada:
-Ya te dije la otra noche...
-No me dijiste nada.
-Sí... Quise decírtelo siempre, desde la primera noche; pero no tuve
valor...
-Perfectamente. Pero ¿por qué no tenías valor?
Acentuó tanto la atormentada duda, que Eglé irguió la cabeza y lo miró
desesperada de tanta insistente tortura. Echó el brazo atrás buscando
el banco y se dejó caer con la cara entre las manos.
-Sin embargo, eso no es respuesta -insistió él-. Dime esto, nada más:
¿Por-qué-no-tu-viste-valor para decírmelo?
-¡No, por favor!... -gimió Eglé, volviéndose al otro lado. Pero Rohán
tenía tras él tres días de emponzoñada amargura, y cada noble evasiva
de Eglé era una nueva inyección de veneno en la herida emponzoñada.
-¡Eso no es responder! ¡No es!... ¡Qué diablos! ¡Cuando uno compra una
cosa, tiene el derecho de saber si ha sido usada o no!
-¡Oh! -exclamó Eglé-, echándose de brazos sobre el respaldo del banco.
Bruscamente Rohán se dio cuenta de su brutalidad, y comenzó a pasearse
henchido de rabia. "La he herido horriblemente... -se decía-. Si ha
sido usada..."
Y al percibir nítidamente que era a ella, su Eglé pura y adorada, a
quien concluía de insultar así, la violenta reacción lo echó a los pies
de su novia.
-Eglé... mi alma... Perdón... Perdóname...
Al atraerla sintió en sus manos los senos de Eglé, y este contacto acrecentó
en ese instante la pureza de su ternura.
-Mi vida... perdón... Mi Eglé...
Eglé cedió al fin, aunque manteniendo los ojos cerrados. Temblaba en
un escalofrío constante. Rohán levantóle a la fuerza la frente, y la
besó con apasionada, honda y grave pasión. Eglé contenía los sollozos
a duras penas y Rohán sentía sus mejillas mojadas. Y el pensamiento
de que esas lágrimas eran provocadas por él -un miserable- ceñíale la
garganta en un nudo de enloquecedora piedad. Tanto dijo e hizo, que
al fin Eglé sonrió.
-¡Que no vuelva esto!...
-¡No, jamás! Hacerte sufrir así... -Y adorándose a través de sus ojos
húmedos, concluyeron en una rendida dicha de cabezas recostadas.
Pero, a pesar de ello, Eglé había sufrido demasiado para no quedar agotada
por el resto de la noche.
XXIV
Ese día Rohán salió a las cuatro del Ministerio. Sonreía sólo al suponer
la dicha de Eglé viéndolo llegar así, todo amor y sana paz, ella que
vivía pensando angustiada en los ojos que tendría Rohán al llegar, pues
ellos le daban en seguida la norma de su estado. En efecto, halló la
inquietud prevista; y aún más, notó cambiada a Eglé: la boca sin gracia,
el labio superior amarillento, y las pestañas de sus ojos azules agrupadas
desigualmente.
-¡Mi amor!... ¿Has estado llorando?
Eglé, con una débil y fatigada sonrisa, se recostó a él.
-No... Esta tarde... No sé lo que tenía... ¡Tenía tanto miedo de que
llegaras mal!... ¡Pero nunca, nunca más, ¿verdad?
-¡No, nunca, nunca! ¡Ya se acabó todo!
-Hace un momento pensaba: Jamás podremos ser felices... Hoy va a llegar
como el otro día, peor aún -se estrechó a él-. Y si vieras lo que sufro
después, cuando te vas... ¡Pero nunca más, ¿no? No podría vivir así...
-Sí, y seremos felices, muy felices!
Subieron luego al salón y Eglé tocó el piano, bajo cuya influencia Rohán
sabía bien que sus esperanzas reconquistadas lo llevarían a un definitivo
porvenir de profunda felicidad conyugal. Después de comer bajaron de
nuevo al jardín.
Las horas pasaban, repitiéndose las mismas cosas que para su dicha tenían
siempre inesperada novedad.
Desde el incidente del banco, los leones de Rohán no habían rugido.
Temía excesivamente hallar en el jardín el lejano eco de antes, y la
cicatrización de sus heridas era demasiado reciente para reabrirlas
con el bramido rival. Pero esa noche,, después de cinco horas de novia,
sus leones rompieron la cadena al fin. Con violento esfuerzo consiguió,
sin embargo, retirar la boca, los brazos, pero haciendo dar a Eglé del
hombro -en desahogo de crispado cariño- una violenta vuelta sobre sí
misma. Atrájola acto continuo, y al hacerlo creyó notar en los ojos
de Eglé un velo de tristeza, como ante una pasada situación dolorosa
de que no queremos acordarnos.
Súbitamente Rohán sintió al otro en la mirada de Eglé. ¡También él había
hecho eso mismo! Quedó inmóvil, pero ya Eglé había notado sus ojos cambiados
y le echaba los brazos al cuello.
Rohán la contuvo.
-¿Sabes lo que es curioso? -exclamó-. Esto: que la menor caricia mía
tiene el hermoso don de hacerte acordar del otro!
-¡Oh, no! ¡Te juro que no! -le echó Eglé los brazos consternada.
-¡Como sea! ¡Es de lo más encantador para un novio!
Ella tendió las manos a él.
-¡No! -la detuvo Rohán, sujetándole las muñecas-. ¡Basta por hoy!
Todo el tormento infamante había retornado, y comprendió que le sería
imposible quedarse un momento más.
-Me voy... -se volvió a ella-. ¿Quieres traerme el sombrero? Diles que
pierdo el tren. Caminaron hacia la verja, sin hablar, y Eglé le devolvía
muerta su rápido beso.
XXV
Apenas a la tarde siguiente se calmó Rohán. Pero entonces dióse cuenta
clara de su proceder. Cada noche de visita había sido un repetido tormento
para Eglé; y lo que era más espantoso, siempre, siempre tomando por
blanco de bajas dudas la honradez de su novia, arrastrándola por la
fuerza a que palpara con él todo lo que es posible pensar de una novia
cuando se tiene celos...
Llegaba la reacción. La maldita pesadilla de ver constantemente a Eglé
con el otro en situaciones idénticas a las suyas, iba ya perdiendo su
ciega facultad de tormento, en fuerza de analizar un millón de veces
su esencia. La noche anterior había tornado, es verdad; pero ahora que
se hallaba bien, sentía imposible una recaída. Dominábale sobre todo
un gran deseo de hacerse perdonar por Eglé.
De pronto acordóse, como de una cosa muy lejana, de sus sondajes y pozos
artesianos. ¡Pobres mis mechas! -murmuró sonriendo-. Y pensó en los
bellos trabajos que haría un día -ella a su lado-, pero no a la manera
de antes, cuando la conocía únicamente en la sala, sino ahora que había
adquirido, tras ruda prueba, la seguridad de su modo de ser.
Retiróse muy temprano del Ministerio y voló a Constitución, tomando
el tren de las tres y cuarenta y cuatro. Como era temprano y Eglé no
lo esperaba aún, bajó en Bánfield y prosiguió a Lomas a pie, despacio
y feliz. Y al evocar a Eglé, acercándose a él -la mirada angustiada
de temor como siempre-, su certeza de paz final liquidóse en extrema
ternura.
Eglé concluía de vestirse cuando llegó y tuvo que esperar cinco largos
minutos, tal vez un poco desilusionado por no haberla visto salir a
su encuentro. Por fin entró su novia, y Rohán, que iba hacia ella, se
detuvo inmóvil ante su semblante.
-¿Qué tienes? -le preguntó.
-Nada -repuso Eglé. Su voz era clara, pero no tenía entonación alguna.
Rohán la miró fijamente y tuvo la intuición desolada de que todo había
concluido. Se sentó a pesar de todo; pero como la joven no se movía,
Rohán se puso otra vez de pie.
-¿Qué tienes? -volvió él a murmurar.
-Nada -repitió Eglé.
Rohán dio entonces dos pasos y se detuvo frente a ella.
-¿Quieres que rompamos?...
Ella no respondió.
-Podías habérmelo dicho antes -murmuró Rohán, yendo a coger su sombrero.
-Mira -le dijo Eglé, con la voz rota de embargo-: Yo creo que no podremos
ser felices así... Mejor es que dejemos...
-Como quieras... Pero te juro -agregó deteniéndose- que te he querido
como tú no te imaginas...Te he querido... Luego la ruptura estaba hecha
ya. Eglé se dejó caer sobre el taburete, muerta.
-No... Mejor es concluir...
Rohán salió, sin ver a la madre ni a Mercedes, discretamente disimuladas.
Miró las plantas conocidísimas, la manga abandonada sobre el césped,
el banco en que ella había estado sentada sola ocho días antes. Se acabó...
Se acabó...
¡Ya nunca más! ¡Nunca más Eglé lo miraría como antes! ¡Nunca más diría:
mi Eglé!... ¡Ya nunca, nunca más tendría el don de verla sufrir por
un solo gesto suyo!... ¡Y hoy, cómo la quería! ¡Hoy, que estaba dispuesto
a adorarla para siempre, haberla perdido!
"¡Te he perdido, mi alma, Eglé mía!" -murmuraba, llorándose a sí mismo
con la voz. Imaginó a Eglé, echándose de brazos en el piano apenas él
se fuera, desolada por sus tres meses de esperanzas concluidas con la
ida de Rohán.
Jamás volvería ella tampoco a oírlo:
-¡Mi Eglé, mi vida!...
Tuvo un desesperado impulso de regresar. ¡Sí, Eglé lo quería a pesar
de todo! Y cuanto más lo comprendía, más comparaba la felicidad que
pudo haber tenido con su desolación actual.
Llegó a detenerse en una esquina, titubeando. Pero se contuvo y siguió
hacia la estación.
-Mi destino de siempre... -murmuró amargamente-. Darme cuenta del valor
de lo que tengo cuando ya lo he perdido.
Subió en el tren que llegaba, dueño otra vez de sí. Nunca más volvería.
Al partir el convoy miró por última vez los arriates, las araucarias,
la verja, como miramos al emprender un largo viaje las cosas en que
jamás nos fijamos, pero que sabemos están en adelante ligadas para siempre
al recuerdo del lugar donde amamos y sufrimos por largos años.
Rohán se restregó los ojos -la vista un poco irritada-, y miró el paisaje.
Salían de Victoria y dentro de un momento llegaría a San Fernando. Había
evocado sus recuerdos con tal intensidad que se sentía aún oprimido.
¡Cinco años transcurridos!... -sé dijo-. Creería que han pasado cien.
Iba a verla. Se dio también cuenta de que no había pensado una sola
vez en ir a ver a Eglé Elizalde, o simplemente a Eglé, sino a verla.
Efecto de costumbre -pensó-. Pero a despecho de esa costumbre, sintió
en el estómago esa característica angustia que provoca la emoción de
la espera. Dio su nombre a la sirvienta; pero como ésta no pareciera
haber descifrado poco ni mucho su apellido, el visitante se encogió
ligeramente de hombros y extendió su tarjeta.
Una puerta se abrió en el vestíbulo.
-¿Quién es? -preguntó impaciente una voz.
"Mercedes... -se dijo Rohán-. Quisiera ver el gesto que hace..."
Un momento después se le hacía pasar a la sala.
La sala estaba fría y desierta y olía a fresco barniz de muebles. Bien
puesta, pero con una limpieza y orden excesivos, como sala costosa de
gente no rica que la mantiene cerrada para que no se deteriore. A excepción
de una vitrina
y dos o tres pinturas de Mercedes, todo lo demás era nuevo para Rohán.
Al cabo de un cuarto de hora se abrió la puerta y Mercedes avanzó, ostensiblemente
incierta sobre la recepción que debía hacer a su ex amigo. Pero al ver
la sonrisa de Rohán, Mercedes le extendió muy franca sus dos manos.
-¡Qué gusto nos da!... ¡Cuánto tiempo!
-Sí, mucho... He querido venir varias veces, y siempre una cosa u otra...
Suponía -como supongo aún-, que mi visita no...
-¡Qué ocurrencia!... ¿Por qué? ¿Nunca más nos hemos visto, verdad? -preguntó.
-Nunca. Es decir, ayer las vi a usted y a Eglé.
-¿Sí?... No lo vimos...
La puerta tornó a abrirse y entró la madre. Apenas vio Rohán su aire
lento y grave, comprendió que la señora esperaba ante todo que la condoliera
por la pérdida irreparable que había sufrido... Así lo hizo Rohán, y
la dama
suspiró.
-¡En fin!... ¡Pero qué grata sorpresa, Rohán!
-He tenido muchísimo gusto... Acabo de decir a Mercedes que temía.
-¡Oh! ¡Cállese, por favor! Usted no tenía que temer nada. Bien sabe
el cariño con que lo hemos recibido siempre en casa... Siempre nos extrañábamos...
con Elizalde -sus ojos se apartaron un momento- de que usted, por su
disgusto con Eglé, no hubiera vuelto más a vernos.
-Yo también, le juro... Pero poco después me fui al campo, y al principio
estaba aún algo sensible.
-¡Qué muchachos!... -Y agregó seria: -Supimos no sé por quién, que su
papá había muerto....
-Sí, señora; hace ya casi cinco años.
-¿Y usted vive allá? Eso sabíamos.
Y agregó con sencilla curiosidad:
-¿Quedaron ustedes en buena posición?
-Sí, soy hijo único... ¿No tendría el gusto de ver a Eglé?
-¡Oh, no faltaba más, Rohán! ¡Mercedes Anda a ver qué hace tu hermana.
-Y volviendo la cabeza a medias a Rohán, añadió:
-Dile que está bien como está...! Que no se arregle tanto!
Rohán sonrió también al recuerdo, y un momento después entraba Eglé.
Contra lo que esperaba, sólo sintió al mirarla gran curiosidad.
Había gastado toda la emoción que pudiera haber sentido, reviviéndola
una hora antes. Eglé lo saludó con perfecta naturalidad. Dijéronse:
-¿Cómo le va? a un tiempo, y se sentaron, mirándose con franca sonrisa.
-Está igual -rompió Eglé después de un instante de curiosa atención-.
No ha cambiado nada.
Eglé tampoco había cambiado; pero sus cinco años más se conocían claro
en la acentuación de los rasgos, y sobre todo en su tranquilo dominio
para mirar.
-¿Hacía mucho que no lo veías? -se volvió la madre a Eglé.
-Sí, mucho. -Volvieron a mirarse sonriendo-.
Rohán continuó:
-No sabía que vivieran en San Fernando...
-Sí, hace ocho meses... Poco después de morir papá.
Durante media hora la conversación prosiguió muy cordial.
-¡Mercedes!... ¿Una taza de café, Rohán? -recordó la madre-. ¿Y su estómago?
-se rió.
-Bien, no siento nada ya... Sí, café.
Mercedes tornó a salir y al rato la madre se levantó.
-Me permite, Rohán? Desconfío mucho de la habilidad de mi hija...
Rohán y Eglé quedaron solos. Rohán rompió, muy cordial:
-¿Quién nos hubiera dicho, verdad? Volver a vernos a los cinco años...
Eglé se sonrió.
-¡Cierto!... Yo creía que nunca más nos veríamos...
Pero es peligroso jugar con los pretéritos. Yo creía. Eso era antes,
cuando iba a Lomas... Otra vez se hallaba ante ella, su Eglé...
El posesivo le evocó de nuevo la tarde final en que salió desesperado
de la quinta, amargándose la boca con ese mismo su Eglé, que ya nunca
más podía decir. Recordó tan vivamente su dolor de entonces, que la
tranquilidad actual le echó del pecho en un suspiro de desahogo afectuoso:
-¡Cuánto la he querido!
Eglé lo miró de costado, devolviéndole su sonrisa.
-¡No fue usted solo, me parece!...
Apartó la vista y Rohán la observó rápida y atentamente. Era ella, sin
duda; la misma boca, el mismo firme seno, las mismas cejas que se levantaban
con cariñosa extrañeza. Pero la mirada... La mirada era otra; no cambiada
en esencia, pero sí revelando claramente en su aplomo que los cinco
años de experiencia no habían pasado impunemente.
"Sabe muchas cosas más que antes... " -pensó Rohán-. Pero ella:
-¿Usted se fue en seguida al campo, no?
-Sí. Poco después, cuando salí del Ministerio... -Y un súbito recuerdo
le hizo exclamar jovialmente-: ¿Se acuerda de los pozos artesianos?
Eglé se rió.
-Me acuerdo... Esta mañana, por casualidad, e acordé también de una
cosa.
-¿Qué?
-Cuando yo era chica, lo que usted me dijo en la calle una vez.
-Sí, ya habíamos empezado... -murmuró él-. Hace trece años...
Pero el café llegaba, y poco después Rohán quedaba solo con la madre.
-¿Cómo la halla a Eglé?
-Igual... No ha cambiado nada.
La señora parecía ahora abismada.
-Usted no se figura cuánto lo ha querido Eglé -agregó triste y gravemente.
-Lo mismo le dije a su hija cuando le parecí demasiado difícil -pensó
Rohán. Pero la señora insistía:
-Creo que nunca más volverá Eglé a querer a nadie como lo quiso a usted...
-¡No fui yo quien rompió, sin embargo! - exclamó Rohán. La madre sacudió
la cabeza con cariñosa lástima.
-¡Hablar así a su edad, Rohán!... ¡Eran cosas de Eglé! ¿Qué juicio quiere
usted que tenga una chica a los 17 años?
Esperó respuesta, en vano.
-Dígame, Rohán... Si en vez de pasar eso antes, hubiera pasado ahora,
¡serían ustedes muy felices, se lo aseguro!
-Lo creo -sonrió Rohán con amargura-. Pero han pasado cinco años.
Por tercera vez la madre alzó a él sus ojos de compasiva y protectora
experiencia.
-¡Qué muchachos!...
-¿Estas iniciales? -preguntó Rohán, que acababa de notar cuatro letras:
A.M. y E.E. grabadas en un caracol de montaña con el que jugaba distraído.
-Son de Eglé, de Córdoba -repuso la madre con negligente sonrisa-. Es
un recuerdo... No sé cómo está aquí... Tuvo amores con él; pero estoy
segura de que nunca lo quiso...
Lo que la madre no recordaba en su insinuante filosofía, había costado
a Rohán muchas alucinaciones de jardines y bancos para olvidarse de
que no era él ese primer amor.
Las dos hermanas salían ya, y Rohán se despidió.
-Lo que es esta vez -le dijo la madre con solemne cariño, tomándole
las dos manos-, ¡júreme venir a vernos a menudo! Usted no sabe cuántas
veces nos hemos acordado de usted! ¿Lo promete?... ¿Conoce bien el camino?
¡Eglé! Acompáñalo hasta la esquina...
Rohán prometió volver. Pero estaba seguro de lo contrario. Llegó a tiempo
a la estación y subió en el tren, con mortal frío en el alma. No cabía
duda; su fortuna atraía ahora inmensamente a la madre y Eglé tenía ya
veintidós años y no quería quedar soltera... Recordó a su Eglé de antes,
tan joven, y su sinceridad esencial sacudida por el amor, que hubiera
hecho de ella una admirable mujer. Ahora era tarde. Por su parte él
tenía treinta y tres años, y se hallaba completamente tranquilo de espíritu,
trabajando en paz.
Destemplado por el atardecer hundióse en su rincón, evocó las dos horas
pasadas, página final de una historia cuya amargura no quería por nada
volver a vivir. Mientras miraba por la ventanilla, en el crepúsculo
frío, las flores heladas de cardo que se desmenuzaban volando al paso
del tren, recordó la vieja balada:
"Cuando la tierra se enfermó, el cielo se puso gris y los bosques se
pudrieron por la lluvia, el hombre muerto volvió, una tarde de otoño,
a ver de nuevo lo que había amado."
No, no...Había comprado muy cara su felicidad actual para desear perderla.
Arrellanóse bien en el asiento y suspiró de satisfacción, pensando que
dos días después estaría tranquilo en la estancia.
Una larga frecuentación de personas dedicadas entre nosotros a escribir
cuentos, y alguna experiencia personal al respecto, me han sugerido
más de una vez la sospecha de si no hay, en el arte de escribir cuentos,
algunos trucos de oficio, algunas recetas de cómodo uso y efecto seguro,
y si no podrían ellos ser formulados para pasatiempo de las muchas personas
cuyas ocupaciones serias no les permiten perfeccionarse en una profesión
mal retribuida por lo general y no siempre bien vista.
Esta frecuentación de los cuentistas, los comentarios oídos, el haber
sido confidente de sus luchas, inquietudes y desesperanzas, han traído
a mi ánimo la convicción de que, salvo contadas excepciones en que un
cuento sale bien sin recurso alguno, todos los restantes se realizan
por medio de recetas o trucos de procedimiento al alcance de todos,
siempre, claro está, que se conozcan su ubicación y su fin.
Varios amigos me han alentado a emprender este trabajo, que podríamos
llamar de divulgación literaria, si lo de literario no fuera un término
muy avanzado para una anagnosia elemental.
Un día, pues, emprenderé esta obra altruista, por cualquiera de sus
lados, y piadosa, desde otros puntos de vista.
Hoy apuntaré algunos de los trucos que me han parecido hallarse más
a flor de ojo. Hubiera sido mi deseo citar los cuentos nacionales cuyos
párrafos extracto más adelante. Otra vez será. Contentémonos por ahora
con exponer tres o cuatro recetas de las más usuales y seguras, convencidos
de que ellas facilitarán la práctica cómoda y casera de lo que se ha
venido a llamar el más difícil de los géneros literarios.
Comenzaremos por el final. Me he convencido de que, del mismo modo que
en el soneto, el cuento empieza por el fin. Nada en el mundo parecería
más fácil que hallar la frase final para una historia que, precisamente,
acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más dificil.
Encontré una vez a un amigo mío, excelente cuentista, llorando, de codos
sobre un cuento que no podía terminar. Faltábale sólo la frase final.
Pero no la veía, sollozaba, sin lograr verla así tampoco.
He observado que el llanto sirve por lo general en literatura para vivir
el cuento, al modo ruso; pero no para escribirlo. Podría asegurarse
a ojos cerrados que toda historia que hace sollozar a su autor al escribirla,
admite matemáticamente esta frase final:
"¡Estaba muerta!".
Por no recordarla a tiempo su autor, hemos visto fracasar más de un
cuento de gran fuerza. El artista muy sensible debe tener siempre listos,
cómo lágrimas en la punta de su lápiz, los admirativos.
Las frases breves son indispensables para finalizar los cuentos de emoción
recóndita o contenida. Una de ellas es:
"Nunca volvieron a verse".
Puede ser más contenida aun:
"Sólo ella volvió el rostro".
Y cuando la amargura y un cierto desdén superior priman en el autor,
cabe esta sencilla frase:
"Y así continuaron viviendo".
Otra frase de espíritu semejante a la anterior, aunque más cortante
de estilo:
"Fue lo que hicieron".
Y ésta, por fin, que por demostrar gran dominio de sí e irónica suficiencia
en el género, no recomendaría a los principiantes:
"El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas si tiene importancia para
los personajes".
Esto no obstante, existe un truco para finalizar un cuento, que no es
precisamente final, de gran efecto siempre y muy grato a los prosistas
que escriben también en verso. Es este el truco del "leit-motiv".
Final: "Allá a lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego apagaba
sus últimas llamas...".
Comienzo del cuento: "Silbando entre las pajas, el fuego invadía el
campo, levantando grandes llamaradas. La criatura dormía...".
De mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el comienzo
del cuento no es, como muchos desean creerlo, una tarea elemental. "Todo
es comenzar". Nada más cierto, pero hay que hacerlo. Para comenzar se
necesita, en el noventa y nueve por ciento de los casos, saber a dónde
se va. "La primera palabra de un cuento -se ha dicho- debe ya estar
escrita con miras al final".
De acuerdo con este canon, he notado que el comienzo exabrupto, como
si ya el lector conociera parte de la historia que le vamos a narrar,
proporciona al cuento insólito vigor. Y he notado asimismo que la iniciación
con oraciones complementarias favorece grandemente estos comienzos.
Un ejemplo:
"Como Elena no estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla
fríamente, fue a coger su sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió
de hombros".
Yo tuve siempre la impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes
posibilidades de triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba?
¿Qué cosa no le concedió Elena? ¿Qué motivos tenía él para pedírselo?
¿Y por qué observó fríamente a Elena, en vez de hacerlo furiosamente,
como era lógico de esperar?
Véase todo lo que del cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención
del lector ya ha sido cogida por sorpresa, y esto constituye un desideratum,
en el arte de contar.
He anotado algunas variantes a este truco de las frases secundarias.
De óptimo efecto suele ser el comienzo condicional:
"De haberla conocido a tiempo, el diputado hubiera ganado un saludo,
y la reelección. Pero perdió ambas cosas".
A semejanza del ejemplo anterior, nada sabemos de estos personajes presentados
como ya conocidos nuestros, ni de quién fuera tan influyente dama a
quien el diputado no reconoció. El truco del interés está, precisamente
en ello.
"Como acababa de llover, el agua goteaba aún por los cristales. Y el
seguir las líneas con el dedo fue la diversión mayor que desde su matrimonio
hubiera tenido la recién casada".
Nadie supone que la luna de miel pueda mostrarse tan parca de dulzura
al punto de hallarla por fin a lo largo de un vidrio en una tarde de
lluvia.
De estas pequeñas diabluras está constituido el arte de contar. En un
tiempo se acudió a menudo, como a un procedimiento eficacísimo, al comienzo
del cuento en diálogo. Hoy el misterio del diálogo se ha desvanecido
del todo. Tal vez dos o tres frases agudas arrastren todavía; pero si
pasan de cuatro el lector salta en seguida. "No cansar". Tal es, a mi
modo de ver, el apotegma inicial del perfecto cuentista. El tiempo es
demasiado breve en esta miserable vida para perdérselo de un modo más
miserable aun.
De acuerdo con mis impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truco
más eficaz (o eficiente, como se dice en la Escuela Normal), se lo halla
en el uso de dos viejas fórmulas abandonadas, y a las que en un tiempo,
sin embargo, se entregaron con toda su buena fe los viejos cuentistas.
Ellas son:
"Era una hermosa noche de primavera" y "Había una vez...".
¿Qué intriga nos anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas,
a fuerza de ingenuas, que las que despiertan estas dos sencillas y calmas
frases? Nada en nuestro interior se violenta con ellas. Nada prometen
ni nada sugieren a nuestro instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo,
confiar en su éxito... si el resto vale. Después de meditarlo mucho,
no he hallado a ambas recetas más que un inconveniente: el de despertar
terriblemente la malicia de los cultores del cuento. Esta malicia profesional
es la misma con que se acogería el anuncio de un hombre al que se dispusiera
a revelar la belleza de una dama vulgarmente encubierta: "¡Cuidado!
¡Es hermosísima!".
Existe un truco singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de
frescura cuando se lo usa con mala fe.
Este truco es el del lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura
el lugar común. "Pálido como la muerte" y "Dar la mano derecha por obtener
algo" son dos bien característicos.
Llamamos lugar común de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente
por el más puro sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva
a loar en verso el encanto de las grietas de los ladrillos del andén
de la estación del pueblecito de Cucullú, y la impresión sufrida por
estos mismos ladrillos el día que la novia de nuestro amigo, a la que
sólo conocíamos de vista, por casualidad los pisó.
Esta es la buena fe. La mala fe se reconoce en la falta de correlación
entre la frase hecha y el sentimiento o circunstancia que la inspiran.
Ponerse pálido como la muerte ante el cadáver de la novia es un lugar
común. Deja de serlo cuando al ver perfectamente viva a la novia de
nuestro amigo, palidecemos hasta la muerte.
"Yo insistía en quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo se negaba.
Y, con un breve saludo, saltó al tren, enfangada hasta el tobillo. Era
la primera vez que yo la veía; no me había seducido, ni interesado,
ni he vuelto más a verla. Pero lo que ella ignora es que, en aquel momento,
yo hubiera dado con gusto la mano derecha por quitarle el barro de los
zapatos".
Es natural y propio de un varón perder su mano por un amor, una vida
o un beso. No lo es ya tanto darla por ver de cerca los zapatos de una
desconocida. Sorprende la frase fuera de su ubicación psicológica habitual;
y aquí está la mala fe.
El tiempo es breve. No son pocos los trucos que quedan por examinar.
Creo firmemente que si añadimos a los ya estudiados el truco de la contraposición
de adjetivos, el del color local, el truco de las ciencias técnicas,
el del estilista sobrio, el del folklore, y algunos más que no escapan
a la malicia de los colegas, facilitarán todos ellos en gran medida
la confección casera, rápida y sin fallas, de nuestros mejores cuentos
nacionales...
Decálogo del perfecto cuentista
I - Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios
mismo.
II - Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla.
Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
III - Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo
es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la
personalidad es una larga paciencia.
IV - Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor
con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
V - No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde
vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi
la importancia de las tres últimas.
VI - Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el
río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que
las apuntadas para expresarla.
Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre
sí consonantes o asonantes.
VII - No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color
adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo
tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII - Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta
el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas
viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector.
Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad
absoluta, aunque no lo sea.
IX - No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala
luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado
en arte a la mitad del camino.
X - No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará
tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para
el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido
uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.