ALGO DE MI MISMO
(AUTOBIOGRAFIA)
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CAPÍTULO
4
EL INTERREGNO
El joven que se aleja cada día
más y más del Oriente...
Wordsworth
Y en el otoño del 98 entré en una especie de sueño dorado al empezar a levantar,
como si nada, los magníficos naipes que el destino quería repartirme. Los
viejos referentes de mi juventud aún permanecían. Allí estaban mis queridos
tíos, la casita de las tres viejas damas y, en un rincón, la figura que
junto al fuego escribía tranquilamente su novela con el manuscrito en las
rodillas. Fue en una merienda muy sosegada, en este círculo, donde me presentaron
a Mary Kingsley, la mujer más valiente que he conocido. Charlamos largo
durante el té y después, de camino a casa, seguimos la charla; ella me hablaba
de los caníbales del oeste de África y cosas así. Al final, olvidándome
del mundo, le dije: «Suba a mi habitación y allí seguimos hablando.» Ella
asintió, como lo habría hecho un hombre; y después, como si hubiera recordado
algo de repente, dijo: «¡Huy! Se me olvidaba que soy una mujer, me temo
que no debo». Y me di cuenta de que yo iba a tener que redescubrir todo
mi mundo.
Algunos -muy pocos- de los que pertenecían a él habían muerto, pero los
demás estaban dispuestos a vivir como mínimo veinte años más. Mujeres blancas
se levantaban y le servían a uno. Todo era muy precipitado y difícil de
entender.
Pero mi haber de libros era bastante conocido en ciertos ámbitos, y era
notable la demanda de originales míos. No recuerdo que moviera un solo dedo
para conseguir nada: todo me venía. Fui, a invitación suya, a ver a Mowbray
Morris, editor del Macmillan's Magazine, quien me preguntó qué edad tenía
y, cuando le dije que a finales de año iba a cumplir veinticuatro, no se
lo podía creer. Se quedó con un cuento indio y con algunos poemas, que,
con buen criterio, retocó un poco. Salió todo en el mismo número del Magazine,
lo uno con mi nombre y lo otro con el de «Yussuf». Todo esto me confirmó
la sensación, que luego he tenido más veces a lo largo de mi vida, de que
«No soy yo, es la misericordia del Señor».
Después me pidieron más cuentos y el editor de la St. Jame's Gazette me
pidió artículos sueltos con y sin firma. Me resultaba más fácil gracias
al entrenamiento de los folletines de la Civil and Military y, de un modo
u otro, me sentía mejor con un periódico bajo el brazo.
En aquella época me hicieron una entrevista para un semanario, y mientras
me la hacían tenía la impresión de que no estaba en mi sitio: era yo el
que debía estar entrevistando al entrevistador. Poco después, ese mismo
semanario me hizo una oferta que no vi oportuno aceptar, y entonces anunció
que estaba «empezando a creérmelo». Pero dejando muy claro, eso sí, que
los primeros en darme motivos habían sido ellos. Como en ese momento estaba
abrumado, por no decir aterrorizado, de la buena suerte que tenía, aquel
apunte me dio confianza. Si eso era lo que el mundo exterior pensaba de
mí, estupendo. Porque, naturalmente, yo creía que el mundo entero estaba
pendiente sólo de mí, igual que cada soldado cree ser el centro de la batalla.
Mientras tanto, había encontrado alojamiento en calle Villiers, en el Strand,
donde hace cuarenta y seis años las costumbres y las gentes eran primitivas
y apasionadas. Mi apartamento era pequeño y no demasiado limpio ni bien
cuidado, pero desde mi mesa se veía, por la ventana, el teatro de variedades
Gatti y, por el montante de abanico de su entrada, casi hasta el escenario.
Desde un lado del edificio, los trenes de Charing Cross me atronaban los
sueños. Desde el otro, el bullicio del Strand. Frente a la ventana, el Padre
Támesis, al pie de la Torre Vieja, con su tráfico para arriba y para abajo.
Al principio andaba tan confundido y me administré tan mal que, durante
un tiempo, me encontré con que me debían dinero por encargos que había escrito,
pero estaba sin fondos. Toda reclamación de dinero, por muy justificada
que esté, deja mala impresión; mi querida tía, o alguna de las tres viejas
damas, me lo habrían dado sin dudarlo, pero pedirlo era como reconocer un
fracaso nada más empezar. El alquiler estaba pagado, tenía un traje que
ponerme y no tenía nada que empeñar salvo una colección de camisas sin marca,
compradas una en cada puerto, así que improvisé para arreglármelas con el
poco dinero que tenía en el bolsillo.
Mi apartamento estaba encima de un local de Harris el Rey de las Salchichas,
que, por dos peniques, daba salchichas con puré de patata como para aguantar
todo el día, siempre que uno cenara luego con gente amable que no viviera
a base de salchichas. Por otros dos peniques se podía cenar de verdad. También
por dos peniques se podía fumar el excelente tabaco de aquella época, si
no se aficionaba uno al «Shag», que costaba tres peniques, o le daba por
el «Turkish», que costaba seis. Por cuatro peniques se entraba en el Gatti
y el precio incluía una cerveza rubia o negra.
Fue allí donde, en compañía de una camarera, anciana pero muy derecha, que
trabajaba en un pub cercano, escuché las canciones, incisivas e irresistibles,
de los Lion y los Mammoth Comiques y las no menos «incisivas» estridencias
de las Bessies & Bellas, a quienes oía discutir con los cocheros, debajo
de mi ventana, cuando corrían de un teatro a otro. Alguna vez, una de las
cantantes nos deleitó con una versión de viva voz de «lo que acaba de pasarme
ahí fuera, aunque ustedes no se lo crean», para después arrancarse con una
de sus improvisaciones. ¡Claro que podíamos creérnoslo! Lo más probable
era que muchos de los del público hubiéramos sido testigos del jaleo que
había habido a la entrada, al llegar ella.
No podía yo ni soñar con imitar esos monólogos, pero el humo, el estruendo
y la camaradería relajada del Gatti me dieron la pauta de cierto tipo de
canción. Al Soldado Raso de la India me parecía conocerlo bastante bien.
Su Hermano Inglés (por lo general, de la Guardia) se sentaba y cantaba a
mi lado cualquier noche que yo decidiera ir, y el coro griego eran los comentarios
de mi camarera, profunda y desapasionadamente versada en el conocimiento
de toda la maldad que veía desde detrás del zinc que se pasaba la vida limpiando.
(Años después escribí un poema titulado «María, ten piedad de las mujeres»,
basado en lo que me contó de «una amiga mía que se equivocó de hombre».)
En aquel momento lo que escribí fue el primero de unos poemas llamados «Baladas
de cuartel» que le mostré a Henley, del Scots -lo que luego fue el National
Observer-, y me pidió más. Y así pasé a ser, durante un tiempo, uno de los
afortunados que se reunían en un pequeño restaurante cerca de Leicester
Square a arreglar el mundo literario hasta las tantas de la madrugada.
Admiraba mucho el verso y la prosa de Henley. Si fuera posible un comercio
así en una próxima vida, de buena gana daría gran parte de lo que he escrito
por un solo pensamiento, glosa, evocación o como se le quiera llamar, de
los que escribió acerca de Las mil y una noches en un pequeño libro de ensayos
y reseñas.
Por lo que respecta a su verso libre, una vez, con la ayuda de un poco de
Chianti, saqué a relucir la vieja idea de que el verso libre era como pescar
con anzuelos sin punta. La respuesta fue inmediata: «Lo importante es la
cadencia». Tenía razón; pero, para mí, sólo él la dominaba, como Maestro
Artesano que se había pagado el aprendizaje.
Los defectos de Henley los sacaron a la luz amigos queridos suyos y, por
supuesto, después de morir él. Yo tuve la suerte de conocer sólo al Henley
amable, generoso, joya de editor capaz de destacar lo mejor de su cuadra
con palabras que asombraban al más pintado. Mostraba, además, un desprecio
integral hacia Gladstone y todo tipo de liberalismo. Un comité de investigación
gubernamental examinaba en aquellos días un caso clarísimo de asesinato
entre miembros de la Liga Irlandesa y había exculpado a toda la cuadrilla.
Escribí, sobre eso, un poema nada comedido que titulé «¡Inocentes!», que
al principio el Times parecía dispuesto a publicar, pero después rechazó.
Me recomendaron que lo llevara a una revista mensual de variedades editada
por un tal Frank Harris, que resultó ser el único ser humano con quien era
imposible que me llevara bien. También él se espantó de los poemas. Se los
mandé entonces a Henley, que como no tenía el más mínimo sentido de la decencia
política los publicó en su Observer. Tras un prudente intervalo, el Times
los sacó completos. Esto me recordaba mucho algunas de mis experiencias
en la India y me dio todavía más confianza.
Para mi orgullo resulté elegido miembro del club Savile -«El pequeño Savile»,
que entonces estaba en Picadilly- y el día de mi presentación cené nada
menos que con Hardy y con Walter Besant. Aquel día se acrecentó mi gratitud
a Besant, y recordaréis que ya le debía bastante. Su opinión particular
sobre los editores le estaba haciendo fundar, si no la había fundado ya,
la Sociedad de Autores. Me aconsejó que tuviera un agente literario y me
mandó al suyo propio: A. P Watt, que tenía un hijo de mi edad. El padre
tomó las riendas de mis asuntos inmediata y muy sabiamente y, al morir,
su hijo lo sucedió. No recuerdo que en más de cuarenta años tuviéramos ninguna
diferencia que no se solucionara con tres minutos de conversación. Esto
también se lo debí a Besant.
Pero su bondad no acababa ahí. Con aquella barba que era como de escarcha
y aquellos anteojos que centelleaban, se sentaba a hablar sabiamente de
lo incomprensible que era el mundo nuevo. Había buena conversación en el
Savile. Gran parte de ella era el desconsiderado toma y daca del taller
cuando los modelos ya se han ido y se despelleja a los maestros y se critican
todas las tendencias menos la propia. Pero Besant veía más lejos y me recomendó
«no andar a la greña». Me dijo que si me unía a un grupo tendría que separarme
del otro y que al final todo acaba como «en los colegios de niñas, que se
sacan la lengua unas a otras al pasar»: también en eso tenía razón. Señores
de una edad muy respetable malbarataban su energía y su buen nombre en contar
«intrigas» contra ellos y en hablar de quienes les habían apuñalado y de
aquéllos a quienes ellos querían apuñalar. (Me recordaban un poco a los
funcionarios jubilados que, en mi antigua oficina, lloraban por no haber
recibido los honores que esperaban.) Parecía que lo mejor era quedarse al
margen. Por esta razón no he criticado nunca, ni directa ni indirectamente,
la obra de ningún compañero de oficio, ni animado a ningún hombre o mujer
a que lo hiciera, como tampoco he abordado a nadie que se pudiera ver en
la obligación de comentar lo mío. Mi relación con los contemporáneos ha
sido, desde el principio hasta el final, muy limitada.
Del «pequeño Savile» recuerdo mucha amabilidad y tolerancia. Estaba, por
supuesto, Gosse, con susceptibilidad felina para detectar el ambiente que
había, pero muy valiente cuando se trataba de defender la buena literatura;
el humor grave y amargo de Hardy; Andrew Lang, solitario en apariencia,
pero -había que conocerlo en eso- más amable con uno cuando más distanciado
parecía; Eustace Balfour, grande y adorable, y uno de los contertulios más
amenos, que murió demasiado pronto; Rider Haggard, a quien le tomé cariño
enseguida, porque era la clase de persona que desde el primer momento despierta
admiración en los niños y desde el primer momento inspira confianza a los
mayores, y contaba chistes, la mayoría sobre sí mismo, con los que nos partíamos
de risa; Saintsbury, un monumento a la sabiduría y genialidad, a quien reverenciaré
toda mi vida: un intelectual de verdad, que también dominaba el arte de
la buena vida. Recuerdo un desayuno en el Albany, con él y con Walter Pollock,
del Saturday Review, para el que trajo una exquisitez oriental especialmente
endemoniada que cocinamos al fuego de nuestra ignorancia común. ¡Estaba
estupenda! Nunca sabré por qué aquellos dos hombres se tomaron la molestia
de reparar en mi existencia; sólo sé que terminé fiándome del todo del juicio
de Saintsbury cuando se trataba de las cuestiones mayores de técnica literaria.
Hacia el final de su vida, me fue de gran ayuda en el ensayo «Las pruebas
de la Sagrada Escritura», que habría sido en vano sin sus libros. Lo conocí
en Bath, cuando preparaba, con erudición sólo comparable a su seriedad,
la bodega de la Casa de Muñecas de la Reina. Sacó una botella de Tokay auténtico,
que probé, y me lucí cuando dije que me sabía a vino medicinal. Cierto que
se limitó a llamarme blasfemo, pero lo que pensó prefiero no imaginármelo.
Había cantidad de hombres buenos en el Savile, pero la peculiaridad y el
rostro de los que he nombrado son los que más fácilmente me vienen a la
memoria.
Mi vida en casa -había un abismo entre Picadilly y la calle Villiers- era
diferente, en la sorpresa constante de aquellos primeros meses de mi vuelta
a Inglaterra. Ese período fue en su totalidad, como ya he dicho, un sueño
en el. que me sentía capaz de mover montañas, invadir fortalezas y andar
sobre las aguas. Y sin embargo era tan ignorante que no sabía que, cuando
la niebla envolvía Londres, había trenes que podían llevarme a la luz y
al sol de unos cuantos kilómetros a las afueras. Una vez, me pasé cinco
días sin ver por la ventana nada más que mi cara en el espejo negro como
el azabache del cristal. Cuando la niebla se disipó un poco, me asomé y
vi a un hombre de pie enfrente del pub donde trabajaba la camarera. A aquel
hombre, de pronto, se le puso el pecho de un rojo claro, como el de un petirrojo,
y se cayó al suelo, porque se acababa de clavar un cuchillo en el cuello.
En pocos minutos, más bien segundos, llegó una ambulancia y se llevó el
cadáver. Un empleado de por allí echó un cubo de agua hirviendo que hizo
correr la sangre hacia la alcantarilla y los curiosos que se había agolpado
se dispersaron.
Uno llegaba a familiarizarse con aquella ambulancia (que venía de algún
lugar a la espalda de St. Clement Danes) y con la policía de la división
Este, incluso en Picadilly Circus, donde, en cualquier momento, después
de las diez y media de la noche, podía verse a las fuerzas de orden público
en litigio con las «señoras». Y por entre todo el trajín y el griterío de
las prostitutas se abrían camino, de vuelta del teatro, el pío propietario
inglés y su familia, con la mirada fija al frente, como quien no ha visto
nada.
En mi casa vivía también, entre otros, uno de los Lions Comiques del Gatti.
Un artista con una idea muy clara de lo que era el arte. Según él, «había
que enganchar al público» (lo de «transmitir mensaje» vendría más tarde)
«pero, aparte de eso, un hombre necesita tener donde agarrarse y yo lo tendría,
si no fuera por el maldito whisky, pero, si me lo quitan, la vida es un
pajolero lío». Y la mía sin duda lo era; pero, en buena medida, mi entrenamiento
en la India me servía de escudo.
No paraban de asegurarme, tanto de viva voz como en recortes de prensa -que
son una droga que no recomiendo a los jóvenes-, que «desde Dickens no se
había visto nada» comparable a «mi meteórica llegada a la fama», etc. (Pero
estaba vacunado, si no inmune, contra lo más rotundos comentarios de prensa.)
Y ahí estaba mi retrato, que se iba a pintar para la Real Academia, en prueba
de mi notoriedad. (Sólo que me opuse, como un mahometano, a que me retrataran,
por temor al mal de ojo, y así conseguí que el bombo no fuera excesivo.)
Y ahí estaban los montones de cartas con opiniones de todo tipo. (Si las
hubiera contestado todas habría sido como volver a mi antigua mesa de trabajo.)
Y allí estaban las proposiciones de «cierta gente importante», pesada y
sin escrúpulos como tratantes de caballos, que me decían que «tenía la pelota
a los pies» y que sólo tenía que darle la patada -que consistía en repetir
la misma canción y en llevar por caminos imposibles a personajes que ya
había «creado»- para lograr todas clase de fines apetecibles. Pero en mi
mundo anterior había visto malearse y quedarse atrás a hombres, lo mismo
que a caballos. Lo único que estaba claro en aquel embrollo era que estaba
ganando dinero, mucho más de cuatrocientas rupias al mes, y cuando mi cartilla
me dijo que tenía ahorradas mil libras justas, no cabía de felicidad en
el Strand. Había planeado un libro «para aprovechar la coyuntura del mercado».
Tuve el buen sentido suficiente para desechar la idea. Lo que más necesitaba
era que mi familia viniera y viese lo que estaba siendo de su hijo. Lo hicieron,
en una visita relámpago, y mi «pajolero lío» tuvo algo de sentido.
Como siempre, parecían no aconsejar nada ni meterse en nada, pero allí estaban
los dos, mi padre con la actitud sagaz y sabia de los de Yorkshire y mi
madre, celta por los cuatro costados y llena de pasión. Ambos, tan inmensamente
comprensivos que, salvo cuando se trataba de asuntos menores, apenas si
necesitábamos palabras.
Creo que puedo decir, en honor a la verdad, que ellos eran el único público
por el que en aquel entonces sentía algún respeto. Y así fue hasta que murieron,
cuando yo ya tenía cuarenta y cinco años. Su visita facilitó las cosas y
me confirmó algo que llevaba tiempo barruntando: parecía bastante fácil
«enganchar al público», pero ¿qué se conseguía, aparte de acalorarse en
el intento? (No caí en que mis dos abuelos habían sido ministros hasta que
la familia me lo recordó.) Había estado trabajando en el borrador de un
poema que más tarde se llamó «La bandera inglesa» y me había atascado en
un verso que tenía que ser clave pero se empeñaba en quedar «flojo». Como
era normal entre nosotros, pregunté, como hablando conmigo mismo: ¿qué es
lo que quiero decir? Al instante, mi madre -movía mucho las manos al hablardijo:
«Lo que intentas expresar es: “¿Qué saben de Inglaterra los que sólo conocen
Inglaterra?”». Mi padre lo confirmó. El resto del poema me fue fácil: no
eran más que imágenes vistas, como si dijéramos, desde la cubierta de un
barco que casi navegaba solo.
En las siguientes conversaciones les expuse mi idea de intentar contarles
a los ingleses algo sobre el mundo de fuera de Inglaterra, no directamente,
sino de una manera implícita.
Lo comprendieron, y sin dejarme acabar mi madre resumió: «Ya sé: “Les descubrió
su nido de cisne entre los juncos.” Gracias por hacérnoslo saber, hijo.»
La cuestión quedó así zanjada, y cuando Lord Tennyson (a quien no tuve,
ay, la suerte de conocer) expresó su aprobación del poema al publicarse,
lo tomé como señal de buena suerte. A mucha gente que no tiene más remedio
que hacer un trabajo en concreto, se le desarrolla una facilidad técnica
que le da ventaja sobre otros compañeros menos preparados. Mi trabajo en
las redacciones de los periódicos me había enseñado a concebir una idea
al detalle, quedármela en la cabeza y trabajar en ella, fragmento a fragmento,
en cualquier lugar. La aglomeración y el traqueteo de los antiguos autobuses
tirados por caballos habían acunado muy bien ese tipo de cavilación. Poco
a poco la idea original crecía hasta convertirse en un largo y vago esquema
-o catálogo de almacén militar, si se quiere- del alcance total y significado
de las cosas y los esfuerzos y los orígenes a lo largo y ancho del Imperio.
Concebía la idea, igual que hago con casi todas, bajo especie de semicírculo
de edificios y templos destacados sobre un mar, pero de sueños. Fuese como
fuese, una vez que lo tenía todo en la cabeza, dejaba de sentir la necesidad
de «enganchar al público» en abstracto.
De la misma manera, en mis paseos más allá de la calle Villiers, había conocido
a algunos hombres y a alguna que otra mujer por los que no sentía el más
mínimo afecto. Hablaban demasiado bajo o demasiado alto y se dedicaban a
perniciosas variedades de sedición con tal de quedar siempre a salvo. La
mayoría parecía suministrar lujos a una aristocracia cuya destrucción proclamaban
a voz en grito desear. Se mofaban de mis pobres dioses orientales y aseguraban
que los violentos ingleses de la India se pasaban la vida «oprimiendo» a
los indígenas. (Esto lo decían en un país donde las niñas blancas de dieciséis
años, por entre doce y catorce libras de salario anual, subían cuatro plantas
con quince o veinte litros de agua para el baño, en un solo viaje.)
Hasta el más sutil de ellos tenía planes, que me contaban, de «quitarle
a Inglaterra las armas cuando no esté mirando -como un niño travieso- para
que cuando quiera pelear se dé cuenta de que no puede.» (Desde entonces
se ha llegado lejos por ese camino.) Por lo demás su objetivo era la penetración
intelectual y pacífica y la creación, en cuchitriles sin ventilación, de
lo que hoy se llamarían «células». En colaboración con esa clase acomodada
había multitud de liberales mitad largos de miras, mitad largos de lengua,
que daban consejos trufados de eslóganes muy nobles pero disgregadores,
y se preocupaban de vivir pero que muy bien. Les seguían el juego varios
periódicos, nada mal escritos por cierto, que tenían una habilidad envidiable
para enturbiar o tergiversar todo lo que no convenía a sus biliosas doctrinas.
Tal y como yo la veía, la situación general prometía un interesante «andar
a la greña» en que no tenía que tomar parte activa, porque, pasado el primer
momento de esplendor, mi trabajo habitual parecía tener el don de escarnecer
per se justo a la gente que menos me gustaba. Y además tuve la suerte de
que no se me tomara en serio durante algún tiempo. Se hablaba, razonablemente,
de peleas y adhesiones; y aquel genio, J. K. S., hermano de Herbert Stephen,
se encargó de Rider Haggard y de mí en un epigrama que habría dado cualquier
cosa por haber escrito yo mismo. En él se pedía que llegaran días mejores
en que
Se deje de admirar
el talento de un Asno
y las pifias excéntricas
que comete un muchacho.
Y, juntos, pelma y joven
callen amordazados.
No arrullará más Kipling
y no hará el ridi Haggard.
Recorrió jocosamente
los periódicos y todavía queda algún eco. Como le advertí a Haggard, puede
que su aroma perdure cuando se haya olvidado todo menos nuestros curiosos
nombres.
Algunos críticos irreprochables también me echaron una mano con su teoría
de que había llegado a donde estaba sólo por una serie de golpes de suerte.
Hubo uno muy amable que se tomó, incluso, algunas molestias, incluida una
buena cena, para comprobar personalmente «lo que yo había leído». No tuve
más remedio que confirmar sus peores sospechas, porque ya me habían «pescado»
de esa manera, una vez, en el Club del Punjab, hasta que mi examinador se
dio cuenta de que le estaba tomando el pelo y me persiguió por todo el recinto.
(A los jóvenes hay que tenerles mucho respeto. Cuando se enfadan, tienen
poco que perder.)
Pero con todo aquel jaleo de trabajo hecho o previsto, encargos, distracciones,
emociones y confusiones de todo tipo, mi salud se volvió a resentir. En
la India había caído enfermo dos veces, como consecuencia directa del exceso
de trabajo más las fiebres y la disentería, pero esta vez la desidia y la
depresión dieron lugar a una gripe auténtica, durante la cual todos mis
microbios indios se cogieron de las manos para cantar a coro durante un
mes en la oscuridad de la calle Villiers.
Así que me embarqué para Italia, donde coincidí con Lord Dufferin, el embajador
inglés, que había sido virrey de la India y había conocido a mi familia.
Yo, además, había escrito un poema llamado «La canción de las mujeres» sobre
la dedicación de la señora Dufferin a la maternidad de la mujer india, que
les gustó a los dos. Él era la amabilidad personificada y me hospedó en
su villa cerca de Nápoles, donde un día, al caer la tarde, habló -al principio
dirigiéndose a mí y después como en sueños- de su trabajo en la India, Canadá
y el mundo entero. Yo había visto la maquinaria administrativa desde abajo,
tal cual, recalentada, pero era la primera vez que escuchaba a alguien que
la había controlado desde arriba. Y al contrario que la mayoría de los virreyes,
Lord Dufferin sabía. De todas sus revelaciones y recuerdos, la frase que
más grabada se me ha quedado es: «Así que, ya ve usted, no hay lugar (¿o
dijo autorización?) para las buenas intenciones en el trabajo de uno.»
Italia, sin embargo, no era suficiente. Lo que yo necesitaba era poner tierra
por medio y reordenarme. En aquellos tiempos no se hacían cruceros, pero
deposité mi confianza en Cook, porque el gran J. M. en persona -el de los
labios apretados y la ceja levantada- había sido huésped de mi padre en
Lahore mientras negociaba con el gobierno de la India su deseo de encargarse
de la peregrinación anual a la Meca. De haberlo conseguido se habrían salvado
muchas vidas y quizá se habrían evitado una o dos guerras. En sus oficinas
estudiaron con amabilidad mis planes y las conexiones entre los distintos
vapores.
Primero navegué hasta Ciudad del Cabo en un gigantesco transatlántico de
tres mil toneladas llamado The Moor, sin saber que me llevaba allí el Destino.
A bordo conocí a un capitán que iba tomar posesión en Simonstown y que en
Madeira habría deseado pasar los dos años de su nombramiento hasta arriba
de vino. Lo acompañé durante un día muy movido y una noche más movida todavía,
que pusieron los cimientos de una amistad para siempre.
En 1891 Ciudad del Cabo era un lugar pequeño, soñoliento y descuidado, en
el que todavía daban al pavimento las balaustradas de algunas casas holandesas
antiguas. Alguna que otra vaca se paseaba por las calles principales, que
estaban llenas de negros como los que mi aya me había enseñado que tenían
el pelo rizado y dormían en una postura tal que a los demonios les resultaba
fácil entrar en sus cuerpos. Pero también había muchos malayos que eran
musulmanes peculiares, con sus propias mezquitas y cuyas mujeres, vestidas
de mil colores, vendían flores en los bordillos de las aceras y se dedicaban
a lavar.
El seco olor a especias de la tierra y la limpia bofetada del sol me fueron
devolviendo la salud. El capitán me presentó en la sociedad naval de Simonstown,
donde el viento del suroeste sopla cinco días a la semana y el almirante
de la estación de Ciudad del Cabo vivía espléndidamente con al menos un
par de tortugas marinas vivas que ataba al final del pequeño embarcadero
de madera para que nadaran hasta estar listas para hacercon ellas sopa de
tortuga. Me fascinaba el club naval y las historias que contaban los oficiales
jóvenes. Fue allí donde presencié una de las mayores trifulcas que he visto
en mi vida. Se armó por una amable sugerencia hecha a un teniente de navío
recién ascendido: había que apartar un poco el mastelero de proa de una
cañonera de juguete que tenía. Y la discusión acabó con todos los muebles
cambiados de sitio. (¿Quién iba a decirme que a los pocos años conocería
Simonstown como la palma de mi mano y que le dedicaría buena parte de mi
vida y de mi amor a la gloriosa tierra que la rodea?)
Después de un almuerzo de despedida entre ráfagas de arena blanca que tiraban
al suelo hasta a los indígenas, y donde un mono airado bajó de las rocas
y al pararse se quedó metido hasta la cintura en un lecho de azucenas, mi
capitán y yo nos separamos. «Nos veremos», me dijo el capitán, «y, si alguna
vez quiere ir de crucero, no tiene más que decírmelo.»
Unos días antes de partir para Australia almorcé, en un restaurante de la
calle Adderley, al lado de tres hombres. Me dijeron que uno de ellos era
Cecil Rhodes, de quien, en el Moor, no se había parado de hablar en todo
el viaje. No se me ocurrió acercarme a charlar con él, y a menudo me he
preguntado por qué.
El segundo barco se llamaba The Doric, iba medio vacío y se pasó veinticuatro
días seguidos, con sus noches, casi consiguiendo llenar de agua sus barcazas
en un balanceo y vaciarlas en el siguiente contra las escotillas del salón.
Tanto el cielo como el mar aparecían grises y desolados en aquella difícil
travesía a Melbourne. Poco después me encontraba en una tierra nueva, con
olores nuevos y entre gente que insistía, para mi gusto demasiado, en que
ellos también eran «nuevos». Nadie es nuevo en este mundo tan viejo.
El periódico más importante me hizo el gran honor de enviarme a la Copa
de Melbourne, pero yo ya había hecho antes información de carreras y sabía
que no era lo mío. Me interesaba más la gente de mediana edad que había
dedicado su vida a fundar y administrar el país. Hablaban entre ellos sin
rodeos y usaban una jerga política que para mí era nueva. Se aprendía más,
como suele suceder, de lo que se decían unos a otros, o de lo que daban
por supuesto, que de cien preguntas que se le hubieran hecho. Una noche
de calor, asistí a un congreso en que el partido laborista debatió si los
botes salvavidas que tanto se necesitaban debían comprársele a Inglaterra
o el pedido debía posponerse hasta que los botes pudieran construirse en
Australia siguiendo un criterio laborista y a precios laboristas.
A partir de ese momento mis recuerdos de Australia son una mezcla de trenes
en que se pasaba, a horas intempestivas, de un ancho de vía estatal demasiado
exclusivo a otro; inmensos cielos y primitivas salas de recreo en las que
bebía té caliente y comía carne de oveja mientras que de vez en cuando un
aire cálido, parecido al loo del Punjab, era un fragor que irrumpía desde
el vacío. Me pareció un país difícil, al que hacían aún más difícil sus
habitantes, quienes, quizá por el calor, siempre parecían tener los nervios
a flor de piel.
Estuve también en Sidney, ciudad llena de multitudes ociosas en mangas de
camisa y de picnic todo el día. Decían ser nuevos y jóvenes, pero que algún
día harían cosas maravillosas, y vaya si cumplieron la promesa. Después
fui a Hobart, en Tasmania, a presentar mis respetos a Sir George Grey, que
había sido gobernador de Ciudad del Cabo en los días de la rebelión. Era
muy viejo y sabio y previsor y tenía la amabilidad de los que, de un modo
u otro, son fuertes.
Me fui luego a Nueva Zelanda, en un vapor (se cruzaban siempre los grandes
océanos en embarcaciones costeras, pequeñas e inseguras) y en Wellington
vi, justo donde me avisaron que iba a aparecer, el delfín de manchas blancas
que se había impuesto la obligación de escoltar los barcos hasta el puerto.
Estaba protegido por el Gobierno, que lo consideraba sagrado, pero años
después algún bestia lo hirió de un disparo y no se le volvió a ver.
Wellington me reveló otro mundo de gente amable, gente que era, o me parecía,
más homogénea que los australianos. Eran altos, de pestañas largas y extraordinariamente
bien parecidos. Puede que no fuese objetivo, y es que lo menos diez guapas
muchachas me dieron un paseo en gran canoa, a la luz de la luna, por las
aguas quietas del puerto de Wellington y en general todo el mundo se desvivía
por ayudarme, enseñarme, distraerme o para que me sintiera a gusto. De hecho,
siempre ha sido así. Por eso no es mérito mío que en mi obra salgan muchos
detalles concretos. Un amigo me acusó, hace mucho tiempo, de haber disfrutado
de «salario de príncipe y trato de embajador» y de no saber apreciarlo;
me llegó a llamar, entre otras cosas, «perro ingrato». Pero, ¿qué podría
haber hecho -os pregunto- que no fuese continuar mi obra e intentar que
siguiera agradando a quienes la encontraban agradable? No se puede pagar
lo impagable a base de sonrisas y apretones de mano.
Desde Wellington fui al norte en dirección a Auckland en un coche tirado
por una pequeña yegua gris y con un conductor de lo más taciturno. Se iba
por el monte y acababa de haber lluvias. Cruzamos veintitrés veces en un
día un río desbordado y salimos a las grandes llanuras donde los caballos
salvajes se nos quedaban mirando y se enredaban las patas en las largas
crines y daban coces y relinchaban. En una de las paradas que hicimos me
dieron de comer un pájaro asado con la piel crujiente como la del cerdo,
y sin alas ni señal de haberlas tenido. Era un kiwi, un áptero. Tendría
que haber guardado su esqueleto, pues muy pocas personas se han comido un
áptero. Luego el cochero estalló -eso mismo lo había visto yo otras veces
en lugares apartados- como a veces les pasa a los solitarios: vimos un cráneo
de caballo al borde del camino y empezó a soltar blasfemias terribles pero
sin pasión alguna; llevaba, decía, mucho tiempo viendo aquel cráneo al pasar
a caballo o en coche. Y en eso veía que estaba condenado a que le ocurriera
siempre lo mismo, y por qué demonios venía yo a hablarle de tantos lugares
extranjeros y lejanos como había visto. Pese a todo, me pidió que le siguiera
contando.
Había acariciado la idea de ir desde Auckland a Samoa, a visitar a Robert
Louis Stevenson, que me había hecho el honor de hablarme por carta de mis
cuentos. Es más, yo era Maestro de la Logia R. L. S. Aún hoy creo que pasaría
ampliamente la prueba oral o escrita sobre La caja equivocada, que, como
sabe cualquier miembro, es el libro de iniciación. La primera vez que lo
leí fue en un hotel pequeño de Boston, en el 89, donde un camarero negro
estuvo a punto de echarme del comedor por farfullar sobre la comida.
Pero Auckland, tranquila y adorable al sol, parecía el final del viaje organizado,
porque el capitán del barco frutero que podía o no ir a Samoa según el momento
estaba tan aplicadamente borracho que decidí encaminarme hacia el sur y
volver a la India. Lo único que me llevé de la magia de Auckland fue el
rostro y la voz de una mujer que me puso una cerveza en un pequeño hotel.
Aquel rostro y aquella voz se me quedaron en algún rincón de la memoria
hasta que a los diez años, en un tren de cercanías de las afueras de Ciudad
del Cabo, oí a un oficialillo de Simonstown hablarle a su acompañante acerca
una mujer neozelandesa que «nunca tuvo reparos en ayudar a un desprotegido
ni en pisar un escorpión». Fueron esas palabras -de la misma manera que
al sacar un tronco de una pila se viene toda abajo- las que me despertaron
la clave de aquel rostro y aquella voz de Auckland, que me inspiraron un
cuento llamado «La señora Bathurs», cuento que salió fluido, suave y ordenado
como los troncos flotan río abajo.
En otro pequeño vapor, por mares más fríos y revueltos, llegué a Isla Sur,
habitada principalmente por escoceses, su ganado y un viento de mil demonios.
Salimos de ella desde el Faro del Fin del Mundo, Invercargill, una tarde
oscura y de borrasca en que el general Booth, del Ejército de Salvación,
subió a bordo. Lo vi, al anochecer, dar vueltas por el embarcadero, que
era bastante inestable, y con la capa vuelta hacia arriba, como un tulipán,
sobre el pelo gris, mientras tocaba un pandero ante la multitud que se había
congregado para despedirlo con llantos, canciones y oraciones.
Zarpamos y enseguida estábamos en el Pacífico Sur. Nos pasamos casi una
semana dando bandazos de lado a lado del barco, se partió la popa y el pequeño
salón se llenó de un palmo o dos de agua. No recuerdo que se comiese a hora
fija. El camarote del general estaba cerca del mío y, en los intervalos
entre los golpes de arriba y las cataratas de abajo, se le oía roncar como
un elefante herido, y es que en todos los sentidos era un hombre grande.
No volví a verlo hasta que subí al P & O de Colombo a Adelaida, que resultó
estar también bajo su mando. En éste todo el mundo desembarcaba en botes
de remos y en barcas pequeñas, para acelerar la llegada a la India. Él daba
órdenes desde la cubierta de arriba y un gesto suyo con el brazo extendido
-lo bajaba, autoritario, una y otra vez- me llamó la atención, hasta que
vi que una mujer acurrucada en el tambor de ruedas del barco tenía las enaguas
levantadas por encima de la rodilla. En aquella época la mujer decente iba
vestida del cuello al empeine. Enseguida se dio cuenta de qué era lo que
le molestaba al general, se ajustó la falda y aquí paz y después gloria.
Hablé mucho con el general Booth durante aquel viaje y, como el joven imbécil
que yo era, le hice saber lo que me había parecido su actuación en el muelle
de Invercargill. «Jovencito», me respondió frunciendo el ceño, «si tuviera
que andar con las manos y tocar el pandero con los pies para ganarle al
Señor un solo espíritu, aprendería a hacerlo».
Tenía todo el derecho del mundo («si del modo que sea puedo salvar a algunos»)
y tuve la honradez de pedirle disculpas. Me habló de los comienzos de su
misión y de cómo podía terminar en la cárcel si sus cuentas eran sometidas
a algún tipo de inspección oficial; y de cómo su trabajo tenía que ser el
despotismo unipersonal, supervisado sólo por el Señor. (Algo muy parecido
dijo san Pablo y, sin duda, Mahoma.)
«Entonces -le pregunté- ¿por qué no impide que las chicas de su Ejército
de Salvación se vayan a la India, a vivir solas entre los indígenas y al
estilo de los indígenas?». Y le conté un poco cómo se vive en los pueblos
de la India. La defensa del déspota fue muy humana: «Pero, ¿qué puedo hacer
yo? -replicó-. Las chicas se van a ir de todos modos, es imposible impedírselo.»
Creo que esta llamarada inicial de entusiasmo se racionalizó más tarde,
pero no antes de que algunas vidas se malograran. Le tuve gran respeto y
admiración a este hombre que tenía la cabeza de Isaías y el fuego de Mahoma,
pero, como éste último, estaba bastante confundido con respecto a las mujeres.
La siguiente vez que nos vimos fue en Oxford, donde estaban entregando los
títulos. Se dirigió a mí con su toga de doctor, que le daba majestuosidad,
y me dijo: «¿Qué tal va su alma, jovencito?»
Siempre he apreciado al Ejército de Salvación, cuyo trabajo fuera de Inglaterra
he tenido ocasión de ver en parte. Es, claro, el blanco de todas las objeciones
que puedan poner la ciencia y las creencias tradicionales, pero me imagino
que cuando un espíritu se concibe como renacido debe soportar agonías nada
científicas ni tradicionales. Haggard, que había trabajado con él y para
el Ejército en varias ocasiones, me dijo que no hay nada comparable a viajar
bajo su cuidado, aunque sea por el simple lujo de su asistencia, amabilidad
y buena voluntad.
Desde Colombo pasé al extremo sur de la India, que no conocía, y estuve
cuatro días con sus noches en la panza de un tren donde no entendía ni una
palabra de la lengua que se hablaba. Después vino el norte abierto y Lahore,
donde iba a pasar unos días visitando a mi familia. Estaban a punto de volverse
para siempre a Inglaterra; así que era mi última visita al único hogar de
verdad que hasta entonces había tenido.
CAPÍTULO
5
LA COMISIÓN DE PRESUPUESTOS
Después a Bombay, donde mi aya, tan vieja pero tan poco cambiada, me recibió
con lágrimas y bendiciones; y después a Londres, a contraer matrimonio en
enero del 92, en medio de una epidemia de gripe tan grande que los enterradores
se había quedado sin caballos negros y los muertos tenían que conformarse
con caballos marrones. Los vivos estaban casi todos en cama. (Todavía no
sabíamos que aquella epidemia era el primer aviso de que la peste, que llevaba
generaciones olvidada, estaba saliendo de la China.)
Todo esto me afectó como habría afectado a cualquier joven: mi mayor preocupación
era salir del foco de la epidemia lo antes posible, porque ¿acaso no era
yo una persona importante?, ¿es que no tenía varios miles -por lo menos
dos- de libras puestas a plazo fijo?, ¿y no me había aconsejado el mismísimo
director del banco que invirtiera parte de mi «capital» en acciones? Pero
yo preferí invertir, una vez más, en billetes de la Cook -ahora para dos-
y hacer un viaje alrededor del mundo. Todo planeado hasta el último detalle.
Nos casamos en la iglesia con campanario en forma de lápiz de Langham Place,
y los únicos invitados fueron Goose, Henry James y mi primo Ambrose Poynter.
Para escándalo del pertiguero, nada más salir de la iglesia mi mujer se
fue a casa de su madre a darle las medicinas y yo a un desayuno de celebración
de la boda, con Ambrose Poynter. Al volver a recogerla vi en la calle, bajo
la lluvia, un encarte de periódico que anunciaba, como era costumbre en
aquellos tiempos felices, mi matrimonio, lo que me hizo sentirme incómodo
e indefenso.
Unos días después estábamos ya en la alfombra mágica que nos iba a llevar
alrededor del mundo, empezando por un Canadá totalmente nevado. Uno de los
regalos de boda había sido un generoso frasco lleno de whisky pero con un
problema de incontinencia: goteó en la maleta, entre las camisas de franela,
y perfumó el vagón entero antes de que descubriéramos la causa. Todos los
pasajeros estaban ya apiadándose de la pobre chiquilla que había unido su
vida a la de aquel desvergonzado alcohólico. Y en ese ambiente irreal, inocentes
de nosotros, llegamos a Vancouver, donde pensando en el futuro y como muestra
de lo ricos que éramos compramos, o eso creíamos, ocho hectáreas de un páramo
llamado Vancouver Norte, hoy parte de la ciudad. Sólo años después vimos
que había gato encerrado y, después de pagar impuestos por el terreno durante
tanto tiempo, nos enteramos de que pertenecía a otra persona. El único consuelo
que recibimos de los sonrientes habitantes de Vancouver fue: «Se lo compraron
a Steve, ¿no? Ja, ja. ¡A Steve! No tendrían que haberle comprado nada a
Steve, no, a Steve no.» Y así el bueno de Steve nos enseñó a no especular
con bienes inmuebles.
De allí a Yokohama, donde un hombre y su esposa nos trataron, porque sí
y sin debernos nada, con toda la amabilidad del mundo. Nos hicieron sentirnos
más que bienvenidos en su casa y se aseguraron de que viéramos el Japón
en la época de las glicinias y las peonías. Nos sorprendió allí un terremoto
-que resultó ser profético- un día de calor, al amanecer. Salimos corriendo
al jardín y vimos que una alta cryptomeria movía la cabeza hacia adelante
y hacia atrás como si dijera «ya lo decía yo», aunque la verdad es que no
había dicho nada. Un poco después, una mañana de lluvia fui a la sucursal
de mi banco en Yokohama a retirar un poco de mi sólida fortuna. El director
me dijo: «¿Por qué no saca usted más? Es igual de fácil.» Le dije que era
demasiado descuidado para llevar mucho dinero encima, pero que iba a mirar
mis cuentas y volvería por la tarde. Lo hice, pero en ese corto intervalo
el banco, según explicaba una nota en la puerta cerrada, había quebrado.
(Sí, habría sido mejor invertir mi capital como sugirió el director de la
sucursal de Londres.)
Volví con la noticia a la mujer con la que llevaba casado tres meses y al
niño que esperaba. Exceptuando lo que había sacado por la mañana -el director
había sido todo lo explícito que la lealtad le había permitido-, los vales
de la Cook que quedaban y lo que había en los baúles, no teníamos nada.
Con carácter de urgencia se constituyó una Comisión de Presupuestos que
nos hizo conocernos más que otros en una vida entera de matrimonio solvente.
La conclusión fue que había que batirse en retirada -o huir, si se prefiere-.
¿Qué nos devolvería la Cook por los vales, sin incluir el precio de los
sueños perdidos? «Hasta la última libra que ha pagado, por supuesto», me
dijeron en la sucursal de Yokohama. «Ha sido mala suerte y... aquí tiene
su reembolso.»
De vuelta, pues, a través del Pacífico Norte, por Canadá, donde el deshielo
nos pisaba los talones, hasta llegar a las afueras de una pequeña ciudad
de Nueva Inglaterra donde el abuelo paterno de mi mujer, francés, se había
instalado en su día en una finca. El paisaje era de osatura montañosa, con
bosques, y estaba dividido en granjas de entre dos y ochocientas hectáreas
de tierra estéril. Las carreteras, abiertas en el barro, conectaban casas
de madera blanca donde los miembros mayores de las familias estaban pluriempleados
para pagar la hipoteca salvaje. Los más jóvenes se habían ido. También había
muchas casas abandonadas, algunas en ruinas y otras ya reducidas a una chimenea
de piedra o unos simples hoyos en la hierba rodeados de lilas invencibles.
En una pequeña granja había una vivienda a la que llamaban «Bliss Cottage»,
casi siempre habitada por un hombre que trabajaba para otros por temporadas.
Tenía un piso y medio, cuatro metros de alto hasta el tejado y otros cuatro
de largo e, incluyendo la cocina y la leñera, unos cinco de ancho en total.
El agua le llegaba de una fuente vecinal y por una sola tubería de un centímetro
de ancho. Pero la casa estaba habitable y tenía un sótano amplio, un poco
húmedo. El alquiler era de diez dólares o dos libras al mes.
La alquilamos y la amueblamos con una simplicidad precursora del sistema
de venta a plazos por pago del alquiler. Compramos una enorme estufa de
aire caliente, de segunda o tercera mano, que instalamos en el sótano; hicimos
generosos agujeros en el poco grueso suelo para los tubos de hojalata de
veinte centímetros de la estufa (todavía no comprendo cómo es que no salimos
ardiendo mientras dormíamos cualquier noche de invierno) y nos quedamos
muy contentos de nosotros mismos.
A medida que el verano de Nueva Inglaterra dejaba paso al otoño, corté y
apilé ramas de abeto alrededor del umbral de la cabaña y conseguí hacer
un pequeño parapeto para cuando hiciera falta. Cuando llegó el pleno invierno
y se oían las campanillas de los trineos por aquel universo blanco que nos
había engullido, nos sentimos seguros. A veces teníamos criada. Otras, a
la criada le parecía que aquella soledad era demasiado para ella y se iba
sin avisar, una incluso dejándose el baúl. No nos preocupábamos. Los platos
no tienen más que dos lados y limpiar sartenes y cacerolas tiene tan poco
misterio como hacer muy bien las camas. Cuando la cañería se helaba, nos
poníamos nuestros abrigos de piel de coatí y la descongelábamos con el calor
de una vela. En el cuarto del ático no había sitio para la cuna, así que
decidimos que la tapa del baúl haría las veces. No envidiábamos a nadie,
ni siquiera cuando había mofetas en el sótano y, dado que sabíamos cómo
son, nos quedábamos quietos hasta que decidían marcharse.
Pero a nuestros vecinos no les hacía gracia nuestra conducta. Tenían ahí
a un extranjero de raza enemiga, que les habían dicho que era capaz de «sacar
más de cien dólares de un tintero de diez centavos» y del que «hablaban
los periódicos» y que se había casado con «una Balestier». ¿Acaso su abuela
no vivía aún en casa de los Balestier, donde «el viejo Balestier», en lugar
de criar ganado, había construido una casa grande donde se cenaba tarde
con ropa especial y con vino tinto como los franceses en lugar de whisky
como Dios manda? Pues resultaba que ese inglés, con el pretexto de haber
perdido dinero, había instalado a su esposa «precisamente en el pueblo de
ella», en «Bliss Cottage». Olía a chamusquina, así que nos vigilaron en
secreto como sólo los campesinos ingleses o de Nueva Inglaterra saben hacerlo,
y si toleraban a aquel inglés era por «la chica de los Balestier».
Pero, con aquella primera crisis, nos habíamos llevado el primer chasco
de nuestras cortas vidas y la Comisión de Presupuestos tomó la decisión,
nunca revocada, de que en lo sucesivo había que ser dueños de lo poco o
mucho que se tuviera.
Cuando empezó a entrar dinero de la venta de cuentos y libros, lo primero
que hicimos fue recuperar las Baladas de cuartel, los Cuentos de las colinas
y los seis libros en rústica que había vendido para poder abandonar la India
en el 89. No fue barato pero, al recobrarlos, en «Bliss Cottage» se respiraba
mejor.
Tardamos bastante en darnos cuenta de los horrores que la gente pensaba
que hacíamos. Desde su punto de vista tenían razón, y además eran prácticos,
como demuestra lo que voy a contar. Un día llegó a «Bliss Cottage» un desconocido.
La conversación empezó así:
-Usted es Kipling, ¿verdad?
Reconocí que sí.
-Y es escritor, ¿verdad?
No podía negarlo. (Larga pausa.)
-Entonces, vive para entretener a la gente.
En realidad, era la pura verdad. Se puso muy tieso en el pescante del coche
y añadió:
-O sea, que tiene que agradar para vivir, me imagino.
Era cierto. (Me acordé del ayudante de Voluntarios de Lahore.)
-Entonces -siguió-, hay que ponerse en el caso de que un día usted no pudiera
entretener a la gente. Enfermedad, accidente, cualquier cosa, y entonces,
qué sería de ustedes... de los dos.
Empezaba a comprender y él a rebuscar en el bolsillo de su chaqueta.
-Por si llegara un caso así es importante un seguro. Bueno, represento a...
bla, bla, bla.
Me gustó la manera de vender, la Compañía era fiable, e hice efectivo mi
primer seguro norteamericano. Leuconoë coincidía con Horacio en que no hay
que confiar en el futuro.
No todas las visitas se andaban con tanto tacto. Venían reporteros de periódicos
de Boston, que me imagino que se creían civilizados, y exigían entrevistas.
Yo les respondía que no tenía nada que decir. «Si no tiene nada que decir,
algo le atribuiremos.» Se iban y mentían en cantidad, ya que traían órdenes
de «conseguir la entrevista». En aquella época todavía me resultaba inaudito,
y eso que la prensa no había tomado aún el giro de estos últimos años.
Mi estudio en «Bliss Cottage» tenía cuatro metros cuadrados y entre diciembre
y abril la nieve acumulada llegaba hasta el alféizar de la ventana. Había
escrito un cuento sobre la vida en los bosques de la India en el que aparecía
un muchacho que había sido criado por lobos. En la incierta calma del invierno
del 92, el eco de ese cuento se me mezcló con el vago recuerdo de los leones
de la Masonería de la revista de mi infancia y con una frase de El lirio
Nada de Rider Haggard. Tras hacerme una idea del argumento principal, la
pluma hizo el resto y vi cómo empezaba a escribir historias sobre Mowgli
y los animales, lo que luego sería El libro de la selva.
Una vez que me lancé, no parecía haber motivo para parar, pero había aprendido
a distinguir entre los magistrales impulsos de mi Daimon y los de la electricidad
casera que viene de lo que podríamos llamar escritura «por fricción». Recuerdo
que tiré dos cuentos y quedé más satisfecho con los demás. Y, lo que es
más importante, a mi padre le pareció que estaban bien escritos.
Mi primer hijo -fue niña- nació en una noche de medio metro de nieve, el
29 de diciembre de 1892. Como el cumpleaños de su madre era el 30 y el mío
el 31, la felicitamos por su sentido de la oportunidad y pasó sus primeros
días en la tapa del baúl y tomaba el sol en la terraza de madera. Su nacimiento
nos puso en contacto con el mejor amigo que tuve en Nueva Inglaterra, el
doctor Conland.
Parecía que «Bliss Cottage» se estaba quedando un poco pequeña, así que,
la siguiente primavera, la Comisión de Presupuestos «consideró un terreno
y lo compró» -nada menos que cuatro hectáreas- en una rocosa colina sobre
un valle hacia el Wantastiquet, la montaña con árboles que corre paralela
al río Connecticut.
Aquel verano vino de Quebec Jean Pigeon, con siete paisanos suyos; en media
hora montaron un tinglado para usar ellos mismos de vivienda y se pusieron
a construirnos una casa que llamamos «Naulakha». Tenía más de veinte metros
de largo por siete y medio de ancho, sobre unos cimientos de roca y elevados
que nos daban un sótano ventilado y a prueba de mofetas. El resto era de
madera; el tejado y las fachadas de tablas finas de un verde apagado y partidas
a mano; ventanas, muchas y amplias. También quedó amplio, sólo que demasiado,
el ático abierto, como noté cuando era demasiado tarde. Pigeon me preguntó
si quería que la terminaran por dentro con madera de fresno o de cerezo.
Por ignorancia elegí la de fresno y me perdí la que quizá sea la madera
de interior más agradable que hay. Eran días de opulencia, no se escatimaba
la madera y se podía conseguir la mejor carpintería del mundo por poco dinero.
Después hicimos un camino hasta la carretera. Hacía falta dinamita para
suavizar los desniveles y un fontanero de lo más apacible trajo varios cartuchos
que sonaban bajo el asiento de su coche entre los barrenos. Nos metimos,
como pájaros carpinteros, en el agujero más profundo y cercano y después,
como necesitábamos agua, pusimos una mecha de doce centímetros a ocho metros
de hondo bajo el granito, que en ninguna zona de Nueva Inglaterra tiene
menos de ocho metros, aunque hay quien dice que más e incluso mucho más.
Más arriba pusimos un molino que nos daba bastante agua y que gruñía y crujía
por las noches, así que le quitamos las bisagras de abajo, lo enganchamos
a dos yuntas de bueyes y lo derribamos como si hubiera sido la columna de
la Vendôme, lo que moralmente valía por la mitad del costo de la construcción.
Una bomba de poca presión, que yo tenía el repugnante deber de engrasar,
fue su sucesora. Estas experiencias despertaron nuestro interés, que perdura
hasta hoy, por el trabajo con madera, piedra, cemento y toda esa maravilla
de materiales.
Los caballos formaban parte de nuestra vida porque «Bliss Cottage» estaba
a cinco kilómetros del pueblo y a ochocientos metros de la casa nueva. Nuestro
ayudante fiel, llamado Marco Aurelio, era negro y filosófico y nos esperaba
en el coche como los automóviles esperan hoy al dueño, y cuando se cansaba
de estar de pie se echaba con cuidado y se ponía a dormir entre las varas.
Cuando terminábamos con él le atábamos las riendas cortas y lo mandábamos
tirando ya solo del coche carretera abajo hasta la puerta del establo, donde
terminaba de echar su cabezada hasta que alguien fuese a desvestirlo y acostarlo.
Había una pandilla de caballos por la zona, incluido un semental viejo y
manso con una pata permanentemente herida que se pasó el crepúsculo de su
vida tirando de una máquina que cortaba madera para nosotros.
Intenté plasmar algo de la diversión y el sabor de aquellos días en un cuento
titulado «Un delegado a pie», donde todos los personajes son del mundo de
los caballos.
Descubrí que a mi mujer le encantaban los caballos trotones. Dio la casualidad
de que en nuestro primer invierno de «Naulakha» fue a mirar la estufa que,
con la garantía de seguridad recién sellada, le soltó una llamarada en la
cara y le produjo quemaduras graves. Tardó en recuperarse y el doctor Conland
sugirió que necesitaba estímulo. Había estado yo en negociaciones para comprar
una pareja de jóvenes hermanos, macho y hembra, de la raza Morgan, marrones,
buenos para un trote de cuatro o cinco kilómetros. Después del consejo de
Conland, cerré el trato. Cuando se lo dije a ella, pensó que probarlos la
consolaría y, esa misma tarde, se dejó un ojo libre de vendas y los probó
sobre una nieve de más de medio metro y con poca luz, mientras yo sufría
montado a su lado. Pero Nip y Tuck eran todoterreno y el «estímulo» fue
un éxito. Después de aquello ya nos llevaron siempre por toda la zona.
No hace falta exagerar la soledad y el vacío de la vida en el campo. Se
estaba quedando sin habitantes y todavía no los habían sustituido los náufragos
de la Europa del Este ni los ricos de ciudad que más tarde comprarían «fincas
de recreo». Lo que podría haber dado tipos, singularidades y vitalidad se
frustraba en aquella desolación como el árbol con gangrena pone las ramas
en jarras y en la corteza podrida le crecen como un musgo la crueldad y
las creencias raras nacidas de la soledad al borde de la locura.
Una excursión de un día hasta las estribaciones del Wantastiquet, la montaña
guardiana que bordea el río, nos llevó a una granja donde nos recibió la
típica lugareña de ojos salvajes y frente hundida. Al final de un paisaje
vacío se veía nuestra «Naulakha» montada en su colina como un barquito encima
de una ola, allá a lo lejos. La mujer dijo con rudeza: «Ustedes son los
de las luces nuevas que hay al otro lado del valle, me imagino. No saben
la tranquilidad que me han dado este invierno. No pondrán cortinas, ¿verdad?».
Así que, mientras vivimos allí, la gran fachada de «Naulakha» que daba a
ella siempre estuvo iluminada de noche, y sin cortinas.
Distinto era el pueblo donde comprábamos. Vermont era por tradición un estado
«seco». Por eso había en casi todas las oficinas una botella y un vaso de
enjuagarse los dientes a la vista de todos, y en armarios disimulados o
en cajones la botella de whisky. Los negocios se hacían y cerraban con buches
de alcohol puro seguidos de un brindis con agua fría. Después ambas partes
masticaban clavo, pero no sé si era para engañar a la ley, que a nadie le
importaba, o para engañar a sus mujeres, a las que tenían mucho miedo; a
las mujeres, hasta que tenían edad universitaria, las instruían las solteronas
del lugar.
Hubo, sin embargo, que abandonar un sugestivo proyecto de club de campo
porque a más de un hombre que habría tenido derecho a pertenecer a él no
se le podía confiar una botella de whisky. En las granjas, por supuesto,
se bebía sidra, de varias graduaciones, y a veces se alcanzaban extremos
de borrachera casi demenciales. Yo veía en todo esto un componente hipócrita
y furtivo tan dañino como muchos otros aspectos de la vida norteamericana
de aquellos tiempos.
Administrativamente existía una interminable y meticulosa legalidad con
un sinfín de instituciones semijudiciales, pero ni rastro de cumplimiento
de la ley ni idea de para qué se hacen las leyes. En materia de negocios,
trasporte y organización, muy poco de lo que conocí era seguro, puntual
u organizado, pero esto ellos no lo sabían y no lo habrían creído aunque
se lo hubiera dicho un santo. En cuanto a la población, a Estados Unidos
llegaba alrededor de un millón de almas al año. Era mano de obra barata,
casi esclava, que de haber faltado habría parado toda la maquinaria, y se
les trataba con una dureza que me horrorizaba. Los irlandeses habían dejado
el comercio y se metían en «política», que iba mejor con sus instintos de
secretismo, pillaje y denuncias anónimas. Los italianos todavía eran mano
de obra, para hacer los tranvías, pero estaban ascendiendo, con pequeñas
tiendas y actividades curiosas, a la posición dominante que ocupan hoy en
una sociedad bien organizada. Los alemanes, que habían precedido incluso
a los irlandeses, se consideraban americanos de pura cepa y hablaban con
desprecio gutural de lo que ellos consideraban la «basura extranjera». Quedaba
en segundo término, aunque él no lo supiera, el «genuino» norteamericano
que podía seguir la pista de su linaje tres o cuatro generaciones y que,
aunque no controlaba nada y le importaba todavía menos, sostenía que la
falta de respeto por la ley en general no era «genuina» de su país, cuya
moral, estética y literatura defendía. Decía también, casi automáticamente,
que todos los extranjeros podían y debían «ser convertidos» pronto en «buenos
norteamericanos». Pero a ningún inmigrante le importaba lo que el genuino
decía o cómo lo decía. El inmigrante estaba ocupado en ganar o perder dinero.
La política del país era tediosa. Para los pocos que miraban más allá de
sus fronteras, Inglaterra seguía siendo el oscuro enemigo mortal al que
temer y del que había que cuidarse. Se encargaban de eso los irlandeses,
cuya segunda religión era el odio; los libros escolares de historia, los
oradores, los distinguidos miembros del Senado y sobre todo la prensa. Resultó
que uno de los pocos embajadores norteamericanos en Londres con capacidad
autocrítica nacional, John Hay, tenía la casa de verano a pocas horas de
tren de la nuestra. Alguna vez fuimos a verlo y hablé de todo esto con él.
Me dio una explicación convincente. Me dijo, y son palabras textuales suyas
que recuerdo, que lo que de verdad unía a los cuarenta y cuatro estados
que formaban en aquella época la Unión era el odio a Inglaterra, único factor
común posible a una población tan enorme y variada. «Así que a todo el que
llega en barco le decimos: “¿Ves allí a lo lejos, hacia el Este, a esa gran
abusona? Pues es Inglaterra. Ódiala y serás un buen norteamericano.”»
Ese odio es razonable según el principio de «si no puedes continuar el idilio,
empieza una discusión». Y en todo caso agravaba de vez en cuando la vacuidad
que asolaba la vida nacional en relación con los imponderables exteriores.
Pero no me di cuenta de lo exhaustivamente que estaban explotando esta doctrina
hasta que fuimos a Washington en el 95, donde conocí a Theodore Roosevelt,
entonces secretario de Estado de Marina de los Estados Unidos (nunca se
me quedó el nombre del ministro). Me gustó desde el primer momento y puse
mucha fe en él. Venía al hotel dando gracias a Dios en voz alta por no tener
una sola gota de sangre británica, porque sus antepasados eran holandeses
y de una secta calvinista doperiana o algo por el estilo. Naturalmente le
conté historias preciosas de sus tíos y tías de Sudáfrica -sólo que yo los
llamaba titos y titas-, que se creían los únicos holandeses legítimos del
mundo y llamaban a gente como Roosevelt «malditos hollanders». Entonces
se ponía muy elocuente e íbamos juntos al zoo, donde él hablaba de los osos
pardos que había visto. En ese momento le habían encargado que equipase
a su país con una Marina en condiciones. No servía para nada la colección
de piezas inconexas y de adquisiciones aisladas que tenían. Le pregunté
cómo se las iba a apañar, porque a los norteamericanos no les gustan los
impuestos. «Lo conseguiré de Inglaterra», fue la desarmante respuesta. Y
hasta cierto punto así ocurrió. La bien instruida y obediente prensa explicó
cómo Inglaterra -traidora y envidiosa como siempre- estaba acechando a la
vuelta de la esquina para atacar las desprotegidas costas de la Libertad
y cómo con ese fin estaba preparando etc. etc. etc. (Esto en el 95, cuando
Inglaterra no podía ni con lo suyo.) Pero el truco funcionó y todos los
oradores y senadores empezaron a dar discursos, como el Hannibal Chollops
colectivo que eran. Recuerdo que la mujer de un senador que, aparte de su
ideas políticas, era bastante civilizado, me invitó a pasarme por el Senado
y escuchar cómo su marido «le tiraba de la cola al león». Me pareció una
extraña forma de distraerse para ofrecerle a un visitante. No pude ir, pero
leí su discurso. (Ahora -otoño del 35- también he leído con interés las
disculpas del secretario de Estado norteamericano ante la Alemania nazi
por los comentarios desfavorables que hizo un juez del tribunal de orden
público de Nueva York.) Pero los días que pasamos en Washington fueron magníficos,
espaciosos y cordiales. A la ciudad, al margen de la política, no la había
privado Alá del sentido del humor en general, y la comida era de ensueño.
A través de Roosevelt conocí al profesor Langley, del Instituto Smithson.
Era un anciano que, cuando aún no se usaba la gasolina, había construido
un modelo de avión que funcionaba con un motor minúsculo de caldera inmediata,
una maravilla de delicada artesanía. Al probarlo voló doscientos metros
y se hundió en las aguas del Potomac, lo que causó gran regocijo y sátiras
en la prensa del país. Langley las aguantó con calma y me dijo que, aunque
él ya no viviría para entonces, yo sí vería cómo el avión terminaba siendo
un medio normal de transporte.
El Instituto Smithson, sobre todo su faceta etnológica, era interesante
de visitar.
Cualquier país, como cualquier persona, tiene un lado vanidoso, de otro
modo no podría vivir consigo mismo; pero nunca he comprendido cómo el pueblo
moderno que de un modo más absoluto ha arrebatado la tierra a los indígenas
puede creer ser de verdad una noble comunidad que da ejemplo al resto del
mundo cruel. Cuando le contaba esta perplejidad mía, Roosevelt me llevaba
la contraria con unas voces que hacían temblar las vitrinas llenas de restos
indios.
Volví a verlo en Inglaterra, poco después de que su país se quedara con
las Filipinas, y él, como una anciana con hijo único, siempre estaba deseando
aconsejar a Inglaterra en cuestiones coloniales. Y la verdad es que acertaba
bastante: su especialidad era el momento que vivía Egipto; y su máxima,
«gobierna o vete». Consultó con varias personas hasta dónde podía atreverse
en los discursos. Yo le aseguré que los ingleses recibirían bien todo lo
que dijera, pero que eran genéticamente inmunes a los consejos.
Nunca volví a verlo, pero nos carteamos durante años en los tiempos en que,
ya presidente, le quitó Panamá a un homólogo suyo al que llamaba «pitecántropo».
Y también durante la Guerra, en un momento de la cual conocí a dos de sus
hijos, que son todos encantadores. Mi idea personal de él es que era un
hombre mucho más importante de lo que su pueblo creyó o en aquel momento
supo aprovechar, y que tanto a él como al país les habría ido mucho mejor
de haber nacido veinte años después.
Mientras tanto la vida seguía en «Bliss Cottage» y, en cuanto se terminaron
las obras, en «Naulakha». A la primera vino un día Sam McClure, en quien
decían que se había inspirado Stevenson para el personaje de Pinkerton de
El saqueador, pero que en persona era mucho más original. Había sido de
todo, desde buhonero hasta fotógrafo ambulante, y había mantenido intacta
su genialidad sin presunciones. Llegó con la idea de editar una revista
que se llamara como él. Creo que nos pasamos doce horas hablando -igual
fueron diecisiete- hasta que la idea terminó de perfilarse. McClure, como
Roosevelt, se adelantaba a su época: miraba con rigor prácticas e imposturas
inaceptables que empezaban a ser bendecidas porque daban dinero. A la gente
de entonces le parecía que eso era «remover el estiércol» y no sirvió de
mucho. Me caía bien McClure y lo admiraba mucho, porque era de las pocas
personas que, con tres palabras y media, son capaces de hacer una frase
clara y directa como el agua de una fuente. Y no me disgustó nada su arriesgada
oferta de quedarse con todo lo que yo escribiera a partir de aquel momento,
a un precio que me parecía tentador. Pero la Comisión de Presupuestos decidió
que no había que negociar con la obra aún no escrita. (En este sentido,
encomiendo seriamente a la atención de los jóvenes ambiciosos una cita del
capítulo 33 del Eclesiastés que dice: «No te entregues a nadie mientras
estés vivo y te quede aliento».)
A «Naulakha» vino, un día de lluvia, un hombre joven y alto llamado Frank
Doubleday, de la editorial neoyorquina Scribner, que proponía, entre otras
cosas, la edición de mis obras completas hasta entonces. Lo importante lo
acepta o lo rechaza uno con criterios personales e ilógicos. Nos gustó el
joven desde el primer momento, y tanto él como su esposa empezaron a ser
de nuestros mejores amigos. En su momento, cuando estaba creando lo que
sería la gran empresa Doubleday, Page & Co. y después Doubleday, Doran &
Co., decidí que fuese mi editar para toda Norteamérica, con lo que me evité
muchas distracciones el resto de mi vida. Gracias a no pocos resquicios
intencionados que tenía la ley de propiedad intelectual norteamericana,
había mucho campo para que los listos no sólo robaran, lo que era natural,
sino que hincharan, trufaran y embellecieran lo robado con cosas que el
autor no había escrito. Al principio de pasarme esto, me quedaba muy preocupado;
después ya me reía. Frank Doubleday cambatía a los piratas con ediciones
cada vez más asequibles, con lo que el botín les lucía menos. La moralidad
de aquellos caballeros era como la que, años después, tendrían sus hermanos
los contrabandistas. Como una vez me dijo uno de los altos cargos de la
Sociedad de Autores -ni siquiera él le veía la gracia- cuando intenté hacerles
ver un abuso más flagrante de lo normal: «Pensamos que daría dinero, así
que lo hicimos.» Ésa era su religión. Puedo decir sin miedo a equivocarme
que los piratas norteamericanos han ganado, con mi obra, la mitad de lo
que a veces me acusan a mí de haber ganado en el mercado legítimo del país.
Mi padre vino a ver cómo nos las arreglábamos en aquel mundo tan raro y
me di con él una vuelta por Quebec, donde le sorprendió que, con una temperatura
de 35 grados, todo el mundo fuese muy vestido, como era costumbre en aquella
época. Después fuimos a Boston a ver a Charles Eliot Norton, viejo amigo
suyo de Harvard, a cuyas hijas había conocido yo de niño en «The Grange».
Eran de clase alta y vivían muy bien, como brahmanes de Boston, pero Norton,
lleno de premoniciones sobre el futuro del espíritu de su país, sentía que
el mundo tradicional se hundía, como los caballos presienten los temblores
de tierra.
Nos contó una historia de su pasado en Nueva Inglaterra. Otro profesor y
él, que viajaban por el país en coche de caballos discutiendo temas morales
y elevados, pararon en la granja de un anciano al que conocían bien y que,
con el mutismo típico de Nueva Inglaterra, fue a darle de beber al caballo
con un cubo. Los dos hombres siguieron hablando en el coche y en medio de
la conversación uno de ellos dijo: «Bueno, pues según Montaigne» y una cita.
Y desde delante del caballo, donde el hombre le sostenía el cubo, se oyó:
«No fue Montaigne. Fue Mon-tes-quieu.» Y llevaba razón.
Norton decía que eso había sido a mediados o finales de los setenta. También
nosotros dos anduvimos en coche de caballo por el otro lado de la Shady
Hill y no nos pasó nada así. Y Norton hablaba de Emerson y Wendell Holmes
y Longfellow y los Alcott y otros escritores importantes de su juventud,
mientras volvíamos a su biblioteca y ojeaba los libros y hacía comentarios
de verdadero erudito.
Pero lo que más me chocaba, y a él le pasaba un poco igual, era de qué poco
había servido, ante la invasión extranjera, todo el esfuerzo autóctono de
la generación anterior. Fue entonces cuando empecé a preguntarme si Abraham
Lincoln no habría matado en la Guerra Civil a demasiados norteamericanos
en beneficio de los sustitutos continentales importados a toda prisa. Esto
es una tremenda herejía, pero sé de hombres y mujeres que la han barruntado.
De los inmigrantes al viejo estilo, a los más débiles los mató o malogró
el largo viaje en barco de aquella época. Pero cuando el vapor empezó a
ser lo normal, a finales de los sesenta o principios de los setenta, el
cargamento humano podía llegar perjudicado o enfermo, pero llegaba a puerto
en un par de semanas o así. Y mientras, moría un millón de norteamericanos
que ya estaban más o menos aclimatados.
No sé cómo, entre 1892 y 1896 nos las ingeniamos para costearnos dos visitas
relámpago a Inglaterra, donde mi familia se había retirado a vivir en Wiltshire.
En aquellos viajes terminamos por odiar del todo el frío del Atlántico Norte.
En uno de ellos el barco casi se sube encima de una ballena, que se sumergió
justo a tiempo para evitarnos y me miró a la cara con un ojo inolvidable,
pequeño, del tamaño del de un buey. Los miembros de la Logia R. L. S. recordarán
lo que William Dent Pitman encontró de «soberbio e indefinible» en la maniquí
de cera de la peluquería. Cuando estaba ilustrando los cuentos de Precisamente
así, recordé y traté de dibujar aquel ojo.
Una o dos veces estuvimos, en verano, en Gloucester (Massachusetts), donde
asistí a la misa anual en memoria de los ahogados o desaparecidos de la
flota de goletas del bacalao, industria que por aquel entonces tenía su
centro en Gloucester.
Resultó que nuestro amigo el doctor Conland había servido en esa flota cuando
era joven, y como una cosa lleva siempre a otra, es lo que pasa, me puse
a escribir un librito que se llamó Capitanes intrépidos. Yo me limité a
eso, a escribirlo, porque los detalles los ponía el doctor. El libro nos
obligó a viajar -para regocijo suyo al escapar de la aburrida respetabilidad
de nuestro pueblo- a la costa, y a los viejos muelles en forma de T del
puerto de Boston y a las comidas raras de las cantinas para marineros, donde
revivió su juventud entre antiguos compañeros de barco o familiares de éstos.
Fueron tan hospitalarios que a algún patrón le ayudamos a remolcar por el
puerto goletas de tres y cuatro mástiles con carbón de Pocahontas. Nos subimos
a todos los barcos que tenían aspecto de poder inspirarnos y lo pasamos
de maravilla. Conseguimos cartas de navegación tanto viejas como en uso,
y útiles elementales como los que se usaban para pescar por los bancos de
Terranova, y una brújula estropeada que todavía guardo con cariño. (Además,
por pura casualidad, tuve el asco de ver la primera arcada y el vómito de
agua mezclada con polvillo de carbón iridiscente de la bodega de un barco,
un cascarón de hierro estropeado y medio hundido en el amarre.) Y Conland
consiguió un gran bacalao y los cuchillos que se usan para almacenarlos
en la bodega y me hizo una demostración anatómica y quirúrgica tal que no
pudiera equivocarme al describirlo en el libro. También recuperó viejas
historias y listas de las goletas amadas que habían naufragado o se habían
hundido. Yo le pedía más y más detalles, no sólo para la publicación, sino
por el gusto de oírlos. Me hizo volver -Dios lo perdone- en un pesquero
del abadejo, que es diez veces peor que cualquier pesquero del bacalao.
Me moría del mareo, incluso después de que intentaran revivirme con un trozo
de abadejo congelado.
Por si esto no era suficiente, cuando quise que al final del cuento unos
personajes viajaran en el menor tiempo posible desde San Francisco a Nueva
York, le escribí a un alto cargo de las líneas ferroviarias al que conocía,
preguntándole qué haría él personalmente. El buen hombre me mandó un horario-itinerario
completo con paradas para el agua, cambios de máquina, kilometraje, condiciones
de las vías, climatología, que ni un muerto podía fallar con ese horario.
Mis personajes llegaron triunfantes, y entonces a ese alto cargo de la realidad
le emocionó tanto la lectura del libro que convocó sus máquinas y a sus
hombres, enganchó su propio vagón privado y se propuso mejorar mi tiempo
en la misma ruta, y lo consiguió. Con lo cual el libro dejaba de ser verídico.
Me había propuesto reflejar algo de una atmósfera local norteamericana que
se estaba empezando a perder. Gracias a Conland, casi lo consigo.
Un millón de años después -puede que sólo cuarenta años después- un gran
magnate de la industria cinematográfica entró en tratos conmigo por los
derechos del libro para una película. Al final de la conversación mi Daimon
me animó a preguntar si se proponía introducir mucho sex appeal en la magna
producción. «Pues claro», respondió. Me lo imaginé: una hembra de bacalao
felizmente casada pone alrededor de tres millones de huevos de una vez.
Más o menos eso le dije. Y él a mí: «Ah ¿es que trata de eso?» Y siguió
hablando de «ideales». Conland llevaba muerto bastante tiempo, pero recé
para que dondequiera que estuviese hubiera oído aquello.
Y así, con esta irrealidad dentro y fuera de casa, pasaron cuatro años en
los que había publicado bastante poesía y bastante prosa. Más importante
aún, había conocido un rincón de los Estados Unidos en calidad de propietario,
que es la única manera de enterarse un poco de cómo es un país. Los turistas
pueden llevarse impresiones, pero es la experiencia de las pequeñas cosas
y tareas de cada época del año (como poner rejillas para las moscas o tuberías
para la estufa, comprar bizcochos y que los vecinos te den lecciones) la
que impregna de verdad la memoria visual. Eran gente interesante, pero tras
su trabajo frenético había siempre, a mi juicio, un inmenso aburrimiento
inconfesable -el peso muerto de lo material convertido con vehemencia en
divinidad, que lo que hacía era aburrir cada vez más, y con más saña, a
los adoradores. La influencia intelectual de los emigrantes del Continente
estaba por llegar. En aquel momento estaban todavía ligados más o menos
a la tradición y las escuelas inglesas, y la raza semita no había levantado
todavía un Sión demasiado confortable. Por lo que a mí respecta, sentía
que el ambiente me era un poco hostil. Parecían tener la idea de que yo
estaba «haciendo dinero» a costa de América -la prueba eran la casa nueva
y los caballos- y no estaba lo bastante agradecido por mis privilegios.
Mis visitas a Inglaterra y lo que allí me decían me convencieron de que
en el panorama inglés podían estar gestándose unos cambios que valía la
pena presenciar. En una reunión de la Comisión de Presupuestos se llegó
a la conclusión de que «Naulakha», aunque apetecible, era sólo «una casa»
y no «la casa» de nuestros sueños. Así que soltamos amarras y, con otra
hija pequeña, nacida con las nevadas del principio de la primavera y hermosa
del solecito de la terraza, nos embarcamos para Inglaterra, después de pagar
todas las cuentas. Como escribió Emerson:
¿Quieres cerrarle al mal todas las puertas?
Paga como si Dios tendiese las facturas.
La primavera del 96 nos halló en Torquay, donde encontramos un alojamiento
que parecía demasiado bueno para ser verdad. Era una casa grande y luminosa,
con habitaciones amplias en las que entraba el sol, y con un jardín de árboles
frondosos y un camino hacia el sur que iba llevando al mar limpio de los
acantilados de Marychurch. En los últimos treinta años habían vivido en
ella tres solteronas. La alquilamos con ilusión. Fue entonces cuando hicimos
dos notables descubrimientos: todo el mundo estaba aprendiendo a montar
en un cacharro llamado «bicicleta». En Torquay había un pequeño circuito
de ceniza donde, a ciertas horas, los hombres y mujeres daban vueltas y
vueltas solemnemente en ellas. Los sastres ofrecían trajes especiales para
este deporte. Alguien -creo que fue Sam McClure desde Américanos había regalado
un tándem que con su doble manillar era constante motivo de discusión familiar.
Y nos ejercitábamos en ese potro de tortura, creyendo cada uno que al otro
le gustaba. Llegamos a montar por calles vacías y aburridas en las que adelantábamos
o nos cruzábamos carruajes, sin caernos nunca. Pero un día de suerte la
bicicleta derrapó y nos tiró en mitad de la carretera. Casi antes de levantarnos
nos confesamos mutuamente lo poco que nos gustaba aquel trasto; a pie, empujamos
aquella araña del demonio hasta casa y no volvimos a usarla.
La otra revelación fue por una depresión progresiva que nos sumió a los
dos en una penumbra espiritual y una pena en el corazón que ambos achacábamos
a aquel clima templado y que, sin decirle nada al otro, combatimos durante
semanas. Era el feng shui -el espíritu de la casa- que ensombrecía la luz
del sol y se apoderaba de nosotros nada más entrar, hasta en las palabras
que no lográbamos decir.
La conversación sobre una cisterna dudosa motivó la confesión mutua. «Pues
yo creía que te gustaba la casa.» «Yo, en cambio, hubiera jurado que a quien
le gustaba era a ti», ése fue el estribillo de la letanía. Con el pretexto
de la cisterna, pagamos y huimos. Más de treinta años después, de paseo
en coche nos aventuramos por el carril que lleva a la casa y vimos al jardinero
y a su mujer, que no habían cambiado casi, al mismo sol del patio de la
cuadra. Tampoco había cambiado el aire general de desánimo profundo de las
habitaciones abiertas al sol.
Pero fue en Torquay donde se me ocurrió la idea de empezar unos opúsculos
o parábolas acerca de la educación de los jóvenes. Éstas, debo reconocer
que no por voluntad mía, llegaron a ser una serie de cuentos titulada Stalkey
y Cía. Mi queridísmo director del colegio, Cormell Price, que ya se había
convertido en «Tío Crom» o simplemente en «Crommy», vino a casa por esa
época y hablamos de temas escolares en general. Me dijo, con aquella risa
contenida que yo de sobra y con motivo me conocía, que tendría que pasar
algún tiempo antes de que mis parábolas tuviesen aceptación. Por su apariencia,
de hecho, se las juzgó ofensivas, desconectadas de la realidad y bastante
«brutales». Esto me llevó a preguntarme, y no por primera vez, en qué rincón
del cuerpo guardan las personas mayores sus recuerdos del colegio.
Al hablar del pasado con «Crommy» le ultrajé por lo malo y escaso de nuestra
comida en Westward Ho! A lo que él replicó: «Bueno, bueno. Es que éramos
más pobres que las ratas. ¿Tú recuerdas que alguien llevara dinero encima
alguna vez? Yo no. Por otro lado, un muchacho que está siempre hambriento
se preocupa más de su estómago que de otras cosas.» (En la Guerra de los
Bóers aprendí que la virtud de un batallón que vive de dos «galletas del
ejército» y media al día es intachable.) Hablamos luego de enfermedades
y epidemias, que nosotros no habíamos conocido, y dijo: «Me imagino que
estabais tan sanos porque pasabais más tiempo al aire libre que los ponis
de Dartmoor.» Stalkey y Cía. se convirtió en antepasado ilegítimo de ciertas
narraciones sobre la vida escolar cuyos protagonistas viven experiencias
que por suerte yo no tuve. Todavía (año 1935) sigue siendo leído y me parece
una serie de episodios muy considerable.
Nuestra huida de Torquay terminó casi por instinto en Rottingdean donde
los queridos tíos tenían una casa de verano y donde había pasado yo los
últimos días antes de volver a la India, hacía catorce años. En 1882 no
había más que un autobús al día desde Brighton, que tardaba cuarenta minutos,
y cuando un forastero llegaba al llano del pueblo los niños le sacaban la
lengua. Las lomas caían casi hasta la calle única que había y se extendían
hacia el este sin parar hasta Russia Hill, sobre Newhaven. En el 96 había
cambiado poco. Mi primo, Stanley Baldwin, se había casado con la hija mayor
de los Ridsdale, que vivían en «The Dene», la casa grande que flanqueaba
uno de los lados del llano. La de mi tío, «North End House», dominaba el
otro lado; y una tercera casa, enfrente de la iglesia, seguía a la espera
de que alguien tomara posesión de ella según lo decretara el destino. El
matrimonio Baldwin nos permitió disfrutar de la alegre y joven hermandad
de «The Dene» y sus amistades.
La tía y el tío nos habían dicho que querían que naciera en su casa el hijo
que esperábamos. Y se fueron de ella hasta que mi hijo John llegó en una
noche cálida de agosto del 97, bajo lo que parecían signos propicios. Mientras
tanto habíamos alquilado, por intervención directa del destino, esa tercera
casa del llano, frente a la iglesia. Estaba en una especie de islote, rodeada
de una tapia de pedernal, que en aquel momento nos pareció suficientemente
alta, y de varios árboles de acebo, muy crecidos. Pequeña y no demasiado
bien hecha, era barata y no pedíamos más, porque todavía nos acordábamos
del pequeño suceso de Yokohama. Enseguida fue feliz la relación entre las
tres casas que tenía allí la familia: se podía arrojar una pelota de cricket
desde cualquiera de ellas a otra y, aparte de tener que salir a las dos
de la noche a ayudar a una cría de zorro bastante boba que se había quedado
atrapada en el desagüe, no recuerdo ninguna otra alarma o tener que salir
si no era de excursión con el carro de faena lleno de niños entremezclados,
los de Stanley Baldwin y los nuestros, y soltarlos en el corazón sano y
seguro de la loma maternal y que merendaran manchándose bien de mermelada.
Aquellas lomas me inspiraron un poema titulado «Sussex». Hoy en día, la
zona entre Rottingdean y Newhaven se ha convertido casi toda en un suburbio
horroroso.
Cuando los Burne-Jones volvieron a su «North End House» todo iba mejor que
mejor. El mundo de mi tío naturalmente no era el mío, pero su corazón y
su cerebro eran lo suficientemente grandes como para albergar cualquier
universo, y no dudaba un ápice que cada cual tenía que hacer lo suyo de
la manera que le pareciese. Su risa fresca, su deleite en las pequeñas cosas
y la interminable guerra de bromas que nos traíamos, eran un buen entretenimiento
después del trabajo. Y cuando los primos Phil, hijo suyo, Stephen Balwdin
y yo íbamos a la playa y volvíamos describiendo a los bañistas gordos, él
los dibujaba con barrigas colgando y revolcándose en el rebalaje. Fue una
época magnífica, en la que era fácil trabajar mucho y bien.
Ya en «Bliss Cottage» había tenido una vaga idea sobre un niño irlandés,
nacido en la India y mezclado con la vida indígena. Maduré la idea sólo
hasta convertirlo en hijo de un soldado raso de un batallón irlandés, y
lo bauticé Kim del Rishti, nombre corto, para ser irlandés quiero decir.
Una vez hecho esto di por bueno, como el señor Micawber de David Copperfield,
haber firmado para el futuro ese pagaré, y me pasé años sin empezar el cuento.
Mientras tanto mis padres habían dejado para siempre la India y estaban
bien instalados en una pequeña casa de piedra cerca de Tisbury, en Wiltshire.
La casa tenía un establo pequeño y limpio, de paredes de piedra y uno o
dos cobertizos ideales para trabajar la arcilla y la escayola, que no son
para dentro de la casa. Más tarde mi padre montó un tabernáculo de latón
al que puso una techumbre y allí colocó sus carpetas de dibujos, sus librotes
de arquitectura y fotografia; buriles, cinceles, espátulas, pinturas, secantes,
barnices y cientos de otros artículos que estaba prohibido tocarle y que
todo trabajador manual de buen sentido colecciona. (Lo detallo porque viene
al caso.)
Cerca de la casa estaba «Fonthill», la mansión de Alfred Morrison, el millonario
coleccionista de todo tipo de objetos bellos mientras su esposa se contentaba
con simples piedras preciosas y semipreciosas. Mi padre no dependía de tesoros
como aquéllos o los que había en casas como «Clouds», donde vivía, a unos
kilómetros, la familia Wyndham. Creo que tanto él como mi madre fueron felices
en los años de Inglaterra: sabían muy bien lo que no necesitaban, como sabía
yo que al ir a verlos no tenía que cantar aquello de: «Detente y vuelve
atrás, tiempo que vuelas».
En un otoño gris y de mucho viento, Kim insistió en volver y me lo llevé
para conversar sobre él con mi padre y que, entre el humo mezclado de su
tabaco y el mío, terminase de surgir como el genio de la lámpara. Cuanto
más explorábamos sus posibilidades, más riqueza de detalles descubríamos.
No sé qué proporción del iceberg es la que hay bajo el agua, pero Kim, en
la versión definitiva, es una décima parte de lo que se planeó aquel día.
En cuanto a la forma, sólo tenía una posibilidad el autor, que pensaba que
lo que era bueno para Cervantes también lo era para él. Claro que su madre
le dijo: «¡Conmigo no te parapetes en Cervantes, que sabes que eres incapaz
de inventarte un argumento!».
Así que volví a casa con mucha más fuerza y Kim supo valerse por sí mismo.
El único problema era mantenerlo dentro de los límites. Nosotros ya le conocíamos
todos los pasos, todo lo que veía y olía en sus andanzas y a qué gente conocía
en ellas. Solamente una vez, que yo recuerde, tuve que molestar a la Secretaría
de la India, que en la sede de Londres tiene quince mil metros cuadrados
de libros y documentos en el sótano, y fue en relación a un manual de magia
india que sentí sinceramente no poder robar. Son muy estrictos con los recibos.
En la casa de Rottingdean, el viento del suroeste soplaba día y noche y
las estúpidas ventanas se salían del marco. (Por lo que la Comisión juró
que nunca compraría una casa con ventanas de sube y baja. Cf. Charles Reade
sobre este tema.) Pero a mí no me preocupaba. Yo tenía la luz del sol del
este y si quería más podía ir a «The Gables», en Tisbury. Finalmente informé
de que Kim ya estaba terminado. «¿Quién ha parado; él, o tú?», me preguntó
mi padre. Y cuando le dije que había sido él, me dijo: «Entonces no estará
mal del todo».
No se daba mi padre la menor importancia por sus sugerencias, recuerdos
o confirmaciones, ni siquiera por ese toque único de sol bajo que hace que,
en el crepúsculo, tengan luz todos los detalles de la escena de la carretera
del Grand Trunk. El Himalaya lo pinté entero yo solo, como dicen los niños.
Y también la evocación del museo de Lahore, del que fui subdirector durante
seis semanas; sin sueldo, pero inmensamente importante. Y el medio capítulo
del Lama sentado en las sombras verdiazuladas, al pie del glaciar, contándole
a Kim historias de los Jatakas, que era verdaderamente hermoso pero, como
hubiera dicho mi profesor de humanidades, «otiose», y tuve que suprimirlo
con gran dolor de mi alma.
Pero el colmo de la diversión fue cuando, en 1902, se publicó una versión
ilustrada de mis obras y mi padre se encargó de Kim. Tenía la idea de hacer
placas de bajorrelieves y fotografiarlas después. Hubo que ir a convencer
al fotógrafo local, que hasta el momento se especializaba en marineros rasos
de la línea de vapores con el pelo también raso de gomina y uniforme ceñidísimo,
y reconducirlo por el arduo camino de fotografiar cosas muertas y sacarles
un poco de vida. El hombre estaba un poco desconcertado al principio, pero
tenía allí al mejor maestro posible y lo llegó a comprender. El estiércol
accidental del patio se notaba bastante, aunque una leal doncella lo combatía
escobón y cubo en ristre, y por eso mi madre permitió que soltáramos el
lío de dibujos a medio hacer en las sillas y los sofás. Naturalmente cuando
mi padre vio las pruebas finales se mostró convencido de que «habría que
repetirlo todo desde el principio», más o menos lo que yo pensé del relato
al verlo en letra impresa; pero, si es posible, tanto él como yo repetiremos
el trabajo en un mundo mejor, y hasta tal punto que impresionará hasta a
los arcángeles.
Hay una imagen de él que recuerdo perfectamente: en el tabernáculo de latón
buscaba grandes fotos de arquitectura india para algún detalle sin importancia
de la esquina de una de las placas. Cuando entré, levantó la vista y, acariciándose
la barba absorto en sus pensamientos, citó: «Sólo con la belleza que consigas,
ya rondas lo mejor que Dios creó.» El mayor regalo de los muchos que la
vida me ha hecho es el de saber apreciarlos en el momento, no con remordimiento
cuando ya es demasiado tarde. Supongo que por eso me impacienta un poco
el canibalismo sutil que se practica hoy.
Y con esto dejo de hablar de Kim, que ha dado la talla durante treinta y
cinco años. Hay mucha belleza en él y no poca sabiduría, y lo mejor de ambas
se lo debo a mi padre.
Se me hizo un honor tan alto como aterrador cuando, a mis treinta y tres
años -en 1897-, fui designado miembro del Athenaeum, conforme al segundo
punto de su reglamento, que contempla la admisión, sin votación previa,
de personas distinguidas. Le pedí consejo a Burne-Jones sobre qué hacer.
«Yo no ceno allí a menudo», me dijo. «Hasta a mí me da un poco de miedo,
pero lo superaremos juntos.» Y la noche indicada fuimos a la cena. Que yo
recuerde, éramos las únicas personas que había en el enorme comedor. Porque
en aquella época el Athenaeum, hasta que uno llegaba a conocerlo, era como
una catedral entre misa y misa. Pero fuera como fuese cené allí y colgué
mi sombrero en la percha número 33 (luego lo fui cambiando). No tardé mucho
en darme cuenta de que si a uno le interesaba cualquier cosa, desde la forja
de anclas hasta la falsificación de antigüedades, encontraba allí al mayor
experto del mundo en ese tema. Me las arreglé para caer en una agradable
mesa junto a la ventana y reservada para un viejo general que había empezado
como guardiamarina en Crimea antes de formar parte de la Guardia. En sus
últimos años se había convertido en intrépido regatista, entre otras cosas,
y me comentó con exactitud los errores técnicos de los cuentos míos que
le habían interesado. Llegué a apreciarlo mucho, como a otros cuatro o cinco
de la misma mesa.
Recuerdo que una tarde Parsons, de Turbinia, me dijo si quería ver arder
un diamante. La demostración tuvo lugar en una habitación llena de cables
y células eléctricas (no recuerdo el voltaje total) y todo fue bien por
un rato. La punta del diamante burbujeó como una coliflor gratinada. Después
hubo una llamarada y un ruido y todos terminamos en el suelo y a oscuras.
Pero Parsons dijo que no era culpa del diamante.
Entre otras autoridades de la querida, vieja y sucia sala de billar de la
planta de abajo, estaba Hercules Read, de la sección de antigüedades orientales
del Museo Británico. Era muy elegante, pero malvivía con un sueldo inferior
incluso al de otros conservadores de museo; y mi padre lo había sido. (Nota:
es verdad que los ingleses tienen que desconfiar y menospreciar todas las
artes y la mayoría de las ciencias, porque su grandeza moral se basa en
esa indiferencia, pero el raquitismo de los presupuestos llega a ser excesivo.)
En estos momentos no almuerzo muy a menudo en el Athenaeum, donde tengo
la sensación de que la mayoría de los miembros son escandalosamente jóvenes,
ya sean nombrados conforme al punto segundo o mediante votación de los compañeros
igualmente niños. Y además no me gusta que me llamen «Sir Rudyard».
La vida ha hecho que mi bienestar espiritual dependa absolutamente del Club
como concepto social. Tres ingleses, el Athenaeum, el Carlton y el Beefsteak
se han ajustado a mis necesidades, pero el Beefsteak es el que más me ha
aportado. Allí las reuniones eran imprevisibles y cada cual podía decir
lo que quisiera en todo momento sin que nadie se lo tomara al pie de la
letra. Podía uno coincidir a la mesa con gente de cinco profesiones distintas,
desde magistrados a piratas del teatro. Otras veces eran tres colegas entre
sí, que habían llegado a la ciudad casi por casualidad y se incorporaban
a una tertulia larga y amena en la que se hablaba de medio mundo. Al final
se iban encantados de sí mismos y de la compañía. Una vez, cuando ya me
temía que iba a tener que cenar solo, entró un socio al que nunca había
visto ni he vuelto a ver después. Era experto en aves protegidas. Cuando
nos despedimos, lo que yo no sabía de santuarios de pájaros era porque no
merecía la pena saberlo. Pero lo mejor era cuando algo o alguien, de repente,
motivaba una guasa colectiva y teníamos que estar rápidos de ingenio para
defendernos.
No hay pueblo más dotado que el inglés para colar en la conversación tonterías
de verdad y que tengan gracia y vengan a cuento. Los norteamericanos tienden
demasiado a la anécdota y los franceses son demasiado retóricos para este
juego ligero. Ninguno de los dos países tiene el don de conversar tan abiertamente
en broma como nosotros.
Cuando vivía en la calle Villiers me hice amigo de la sección de caña de
un selecto club de pescadores que se reunía en la parte de atrás de una
tienda de tabaco. Eran casi todos pequeños comerciantes aficionados a la
pesca del gobio, el albur y peces así, pero también tenían el don, como
me imagino que lo tenían sus antepasados de los tiempos de Addison.
El Doctor Johnson dijo una vez que «no se reciben cartas en la tumba». Seguro
que, aunque no lo dijo, también lamentó que ahí tampoco haya clubs.
CAPÍTULO
6
SUDÁFRICA
Pero andaba, en el fondo, preocupado por lo que decían que estaba pasando
fuera de Inglaterra. (Los habitantes de ese país nunca han mirado más allá
del sitio al que se van de vacaciones.) Había también problemas en Sudáfrica
después del levantamiento de Jameson, que garantizaba, según me escribían,
más problemas. En general uno tenía la sensación del bíblico «rumor de algo
que sale de la morera», como si la realidad tomase posiciones lo mismo que
las tropas. Y en esto llegaron las bodas de diamante de la Reina Victoria
en el trono, y hubo cierto optimismo que me alarmó. El resultado, por mi
parte, fue un poema titulado «Himno al final de la celebración» que publicó
el Times en el 97, al final de los fastos del aniversario. Venía a ser un
nuzzur-wattu o conjuro contra el mal de ojo y, dado el conservadurismo de
los ingleses, se usó en los coros y otros lugares de canto, mucho después
de que tanto nuestro Ejército como nuestra Armada, en nombre de la «paz»,
se hubieran vuelto inofensivos. Lo escribí justo antes de irme de maniobras
con mi amigo el capitán de la Armada E. H. Bayly. A la vuelta, me pareció
que era el momento de publicarlo, así que, después de hacer una o dos correcciones,
lo di al Times. Digo que lo di, porque por ese tipo de trabajo no cobraba
nada. No es que importe mucho lo que la gente piense de uno después de muerto,
pero no me gustaría que personas cuya opinión tuve en estima pensaran que
cobré dinero por poemas sobre Joseph Chamberlain, Rhodes, Lord Milner, o
por cualquiera de los poemas sudafricanos del Times.
Fue la preocupación que sentía la que nos llevó, en el invierno del 97,
a Ciudad del Cabo, adonde nos acompañó mi padre. Allí vivimos en una casa
de alquiler de Wynberg, regentada por una irlandesa, que obedecía fielmente
los instintos de su raza y repartía miserias y molestias a su alrededor
a cambio de buenos dineros. Pero los niños crecían y el color, la luz y
las costumbres casi orientales de aquel país nos ganaron el corazón para
años venideros.
Fue allí donde por vez primera tuve ocasión de hablar con Rhodes. Era más
callado que un colegial de quince años. Jameson y él, según noté más tarde,
se comunicaban por telepatía. Pero Jameson no estaba con él en aquel momento.
Rhodes solía hacer de pronto preguntas bruscas, tan desconcertantes como
las de los niños, o las del emperador romano que en realidad parecía. Sin
venir a cuento me preguntó: «¿Cuál es su mayor sueño?» Le contesté que él
formaba parte de ellos y creo que le dije que había bajado a ver cómo iban
las cosas. Me enseñó algunas de sus nuevas plantaciones de fruta de la península,
antiguas casas holandesas maravillosas, remansadas en una tranquilidad absoluta.
Se lamentó de lo difícil que era conseguir madera resistente para las cajas,
y de los defectos de los trabajadores indígenas. Pero estaba decidido a
convertir en realidad su deseo de una industria frutera para la Colonia,
y los ayudantes que había elegido consiguieron muy pronto que así fuese.
La Colonia no le debió en esto nada a ningún Ministerio dutch. La peculiaridad
racial de los dutch -se habían puesto ese gentilicio y llamaban hollanders
a los habitantes de los Países Bajos- consistía en quedarse con el mayor
número posible de explotaciones de lo que se producía para ellos, poner
todo tipo de obstáculos al desarrollo y sacar de éste todo el dinero que
podían. En lo cual no eran ni mejores ni peores que muchos de los de su
religión. Iba contra su credo intentar combatir las enfermedades del ganado,
bañar a las ovejas, luchar contra las plagas de langosta, lo que, en un
país fundamentalmente dedicado al pastoreo, tenía su inconveniente. Ciudad
del Cabo, como gran centro distribuidor, estaba dominado en muchos aspectos
por comerciantes bastante nerviosos que querían quedar bien con los clientes
del interior y que llegaban a tener cargos públicos como el de alcalde.
Y las consecuencias del levantamiento de Jameson tenían asustada a mucha
gente.
Durante la guerra de Sudáfrica, mi puesto ante los soldados llegó a ser
oficiosamente superior al de la mayoría de los generales. Hacía falta dinero
para que las tropas del frente tuvieran las comodidades mínimas, y con este
fin el Daily Mail empezó lo que acaso fue un antecedente de las actuales
«campañas publicitarias». Se convino que yo debía pedir donativos. El periódico
se encargaba de lo demás. Mi poema (“El mendigo distraído») contenía elementos
de apelación directa, pero, tal como se señaló, le faltaba «poesía». Sir
Arthur Sullivan le puso una música que no tenía nada que envidiar a la de
los organillos de feria. Todo el mundo podía hacer lo que quisiera con él,
recitarlo, cantarlo, salmodiarlo, con tal de que los donativos y beneficios
se ingresasen en la cuenta general -el «Fondo del Mendigo Distraído»-, que
se cerró con alrededor de un cuarto de millón de libras. Una parte se dedicó
a tabaco. En aquella época se fumaba más en pipa que cigarros, y la marca
más popular era una de picadura -aunque también podía mascarse- llamada
Hignett's True Affection. Mi bono para el almacén de Ciudad del Cabo incluía
todo el tabaco que quisiera. Lo demás, por el estilo. Atareados sargentos
de Ingenieros, en almacenes abarrotados, daban prioridad a mis telegramas.
En el tren me guardaban el asiento los soldados británicos en mangas de
camisa, y los del destacamento colonial, que no son precisamente dóciles,
se peleaban por mi pequeño equipaje y me lo llevaban servicialmente. Y era
persona gratissima en un hospital de Wynberg donde las enfermeras habían
descubierto que tenía facilidad para conseguirles pijamas. Un día le llevé
un lote de pijamas a la enfermera que no era (me confundí con las capas
rojas) y, como sabía que eran urgentes, le dije en voz alta: «Hermana, tengo
aquí sus pijamas». Y aquella vez no hubo agradecimiento ni amabilidad.
De mi atractiva situación se derivó cierta intimidad superficial, agradable
y a veces desagradable, con todo tipo de gente; y sólo en una ocasión recibí
un desaire. Iba a Bloemfontein, que acababa de caer, en un vagón incautado
a los bóers, quienes habían llenado el suelo de tripas de oveja y cebollas
y en la pared habían puesto caricaturas de Chamberlain en la horca. Casi
todo lo demás era madera. Detrás de nosotros, en vagón descubierto, venían
unos soldados ingleses a los que el gracioso de la compañía estaba entreteniendo
con la imitación de cómo los oficiales les ordenaban clavar las herraduras.
A la caída de la tarde, aquel mismo soldado me dio un par de bengalas de
tres mechas que, al menos, nos sirvieron de luz para la cena. Le pregunté
cómo había conseguido objetos tan codiciados. Contestó: «Mire usted, Gobernador,
yo no le he preguntado de dónde saca el tabaco que acaba de fumarse. Así
que haga el puñetero favor de dejarme en paz.»
En ese mismo tren fantasma, el asistente de un oficial indio -mahometano-
tenía problemas de conciencia. «¿Será legítimo que un musulmán coma la carne
de ternera en lata que proporciona el Gobierno?» Le dije que, en caso de
guerra contra los infieles, el Corán permite cierta flexibilidad en el cumplimiento,
así que no debía dudarlo. A la mañana siguiente, apareció junto a mi litera
con la taza de té que los indios toman por la mañana. El agua caliente debió
de robarla de la locomotora, porque no había ni una gota en toda la zona.
Le pregunté cómo había ocurrido el milagro y me contestó con una sonrisa
parecida a las de mi propio Kadir Baksh: «Millar, Sahib.» Lo que significaba
que la había encontrado o «creado».
Mi viaje a Bloemfontein fue por orden de Lord Roberts, quien me enviaba
allí para que informase y siguiese indicaciones. Éstas me las dieron en
la estación dos desconocidos que ya habrían de ser amigos míos para siempre,
H. A. Gwynne, que entonces era corresponsal-jefe de la agencia Reuter, y
Perceval Landon, del Times. «Tiene que ayudarnos a dirigir un periódico
para las tropas», me dijeron, y enseguida me llevaron a la «redacción» recién
incautada, ya que Bloemfontein acababa de caer a la manera de los bóers,
como habría caído un colegio. Los cajistas y el resto del personal eran
también prisioneros nuestros, lo que los tenía bastante contrariados, especialmente
a la mujer del ex director, una alemana de lengua viperina. En cuanto vimos
a un cajista, le mandamos componer la proclama oficial de Lord Roberts al
muy castigado enemigo. Tuve la satisfacción de recoger del suelo una información
detallada de cómo nuestra artillería había puesto en combate a la guarnición
de Su Majestad; y las pruebas de un artículo verdaderamente duro contra
mí mismo.
Durante aquella tregua hubo mucho tráfico de proclamas -y de paquetes de
mantequilla a media corona-. Utilizábamos todas las planchas de plomo de
los anuncios de comestibles agotados hacía mucho, o de los de carbón o charcutería
(los polvos de maquillaje eran el único lujo que les quedaba a las tiendas
de Bloemfontein), y llenábamos las entrelíneas con nuestras propias aportaciones,
que se completaban con el trabajo sin ganas de aquellos hombres que entraban
y nos daban un ejemplar muy bien impreso, casi siempre difamatorio.
Julian Ralph, el mejor americano, codirigía conmigo aquel periódico. Un
día, a un hijo suyo, ya mayor, le dio una fiebre con muy mala pinta de tifoidea.
Buscamos a un médico competente y detuvimos a uno alemán que -así sería
el terror que le inspiraban nuestras armas tras el «apresamiento»- preguntó
con arrogancia: «¿Y quién me paga si voy?». Nadie parecía saberlo, pero
algunos sí le explicaron quién le iba a pagar si perdía tiempo por el camino.
Le miró el abdomen al muchacho y dijo alegremente: «Por supuesto que es
tifus». Entonces se planteó el problema de cómo llevarlo al hospital, que
estaba abarrotado de casos así al haber cortado los bóers el suministro
de agua. Lo primero que había que hacer era bajarle la fiebre con fricciones
de alcohol. Nos quedamos parados hasta que un genio -creo recordar que Landon-
dijo: «Tengo entendido que, por aquí, la mujer de uno de los oficiales lleva
flequillo postizo». No tuvo que dar más pistas para que uno de los hombres
se fuese por las calles anchas y polvorientas y la encontrara enseguida,
con flequillo y todo. Era difícil imaginar cómo demonios había llegado hasta
allí, pero era una señora de primerísima categoría. «Venga a mi habitación»,
dijo, y al entregar el impagable frasco, se limitó a suspirar: «No lo gasten
del todo, salvo que no haya más remedio». Conseguimos que, de treinta y
nueve y medio que tenía, la temperatura del muchacho bajase generosamente
a treinta y siete y medio y lo llevamos al hospital, donde resultó que al
final no tenía tifus, sólo una mala fiebre típica de aquel campo.
Creo que en Bloemfontein hubo, en total, ocho mil casos de fiebres tifoideas.
Me enteraba a menudo de que las banderas nacionales «de gala» estaban siendo
«útiles» al mismo tiempo. Eran demasiados los muertos que se iban a la tumba
envueltos en mantas del Ejército.
Fue excesivo el número de muertes por enfermedad, y buena parte de la responsabilidad
fue nuestra, del descuido total, de la burocracia, de la ignorancia. Yo
he visto a toda una unidad de caballería llegar al campamento a medianoche,
con una lluvia torrencial, y que un idiota, para quitarse problemas, los
metiera en un hospital de tifus que acababa de ser evacuado. El resultado
fue que, al mes, había treinta casos más. He visto a hombres beber agua
sin depurar del río Modder, pocos metros más abajo de donde se descomponían
las mulas muertas; y la organización y 'emplazamiento de las letrinas se
consideraba «trabajo de los negros». El mando médico más importante de cualquier
batallón debería ser el de Comandante Superior de Letrinas.
Al tifus había que añadir la disentería, cuyo olor es aún más nauseabundo
que el de la carne humana en descomposición. Las tiendas de los enfermos
de disentería se olían a kilómetros. Y no debe olvidarse que, hasta que
llevamos allí las enfermedades, aquella tierra enorme, cocida de sol, era
un lugar antiséptico y esterilizado. Tanto era así que, con frecuencia,
las heridas de máuser en el abdomen, si estaban limpias, sólo obligaban
a pasar un semana sin tomar nada sólido. De esto me enteré en un tren-hospital,
donde tuve que apartar del rancho normal a una avalancha de «abdominales»
de muy mal humor. Estábamos, en aquel momento, recogiendo víctimas de un
pequeño suceso llamado Paardeberg, y la lista de muertos -que en realidad
fue de unos dos mil- se rebajó cuidadosamente para evitarle el impacto a
la ciudadanía inglesa. Una noche, mientras duraban las tareas, tropecé en
la oscuridad, cerca del tren, y caí de lleno sobre un hombre. Sólo me llené
las manos de grava. Él me dijo serenamente que tenía «la cadera rota, señor.
Espero que usted no se haya hecho daño». Nunca llegué a saber cómo se llamaba
aquel Philip Sidney anónimo. Eran gente magnífica, incluso a la hora de
morir, aquellos hombres y muchachos del reemplazo que habían sido porteros
de casas, o ex mayordomos, o simples ciudadanos de veinte años.
Pero volviendo a Bloemfontein. En un descanso de las tareas editoriales,
nada más salir de la ciudad me encontré con el «jinete solitario» de las
novelas. Era conductor -sargento de Intendencia- y me contó que a «la flor
y nata del Ejército británico» le acababan de tender una emboscada, con
resultado desastroso. Sólo añadió que había sido en el puesto llamado de
Sanna y, notablemente impresionado, siguió de largo. Hasta entonces, yo
había supuesto que la flor y nata de aquel ejército estaba en la retaguardia,
dedicada a leer nuestro periódico; pero es que, muy poco después, vi a un
oficial al que, en los tiempos de la India, llamaban «el Sardina». Estaba
tranquilo, pero con el uniforme más bien deshilachado, raído, hecho jirones
por las balas. Sí, en su puesto habían tenido problemas, pero de momento
era más fuerte la admiración profesional.
«¿Que qué ha pasado? Que nos han acorralado en un barranco, y como quien
va al teatro, ya sabe usted: “Las butacas de patio, por la izquierda; las
de primer piso, por la derecha.” Nada, que sin más hemos caído en la trampa
y ha sido “Infantería, por este lado; Artillería, por la derecha, si son
tan amables.” ¡Un trabajo magnífico! ¿Que cuántas víctimas? Lo menos mil
doscientas, calculo, y cuatro -tal vez seis- oficiales. Una operación lo
que se dice profesional. Es lo que pasa cuando uno sigue al pie de la letra
la estrategia previa.» Y, con más elogios al enemigo, siguió también de
largo.
A la vuelta a Bloemfontein, la gente aseguraba que ochenta mil bóers iban
a rodear pronto la ciudad, y la oficina del Censor de Prensa (Lord Stanley,
hoy Derby) se abarrotaba de personas desesperadas por poner un telegrama
a Ciudad del Cabo. Una de esas personas, que no era de los nuestros, mandó
telegrafiar «el tiempo aquí variable», y Stanley, a quien le preocupaba
la suerte que algunos de sus propios amigos podían correr en aquella emboscada,
reconvino al caballero.
“El Sardina» tenía razón cuando hablaba de las estrategias seguidas al pie
de la letra. Se habían destinado columnas móviles por todo el país para
que los británicos demostraran lo amables que querían ser con los mal encaminados
bóers. Pero a los bóers del Transvaal, como no son pájaros de ciudad, les
importaba poco la «caída» de la capital del Estado Libre y se desperdigaban
por el campo, con la jaca y el máuser.
Así que tuvo que haber batalla, que se llamó la Batalla de Kari Siding.
Participó en ella toda la plantilla del Bloemfontein Friend. A mí me destinaron
a un carro que conducía un indígena y en el que llevábamos la mayoría de
las bebidas. Me acompañaba un famoso corresponsal de guerra. Aquel inmenso
paisaje pálido se tragó a siete mil soldados sin dejar rastro, a lo largo
de un frente de once mil kilómetros. Por el camino vimos una fila de trincheras
vacías, limpias, hondas, con el parapeto bien hecho en sentido contrario
al de la metralla. Un joven oficial de la Guardia, recién ascendido a mayor
honorario -y bastante dolido con el periódico porque habíamos puesto «secundario»-
las estudió con interés. Eran los primeros esbozos de los refugios subterráneos,
pero tanto él como nosotros estuvimos un rato mirándolas. Los alemanes las
habían diseñado secundum artero, pero el bóer había preferido el campo abierto
al alcance de su jaca. Al final llegamos a una casa de campo, solitaria
en mitad de un valle y en la que ondeaban, como mínimo, cinco banderas blancas.
Detrás de la montaña se oían tiroteos y, de vez en cuando, un cañonazo.
«Aquí», dijo mi guía y protector, «nos bajamos y seguimos a pie. El conductor
nos esperará en la casa». Pero éste se negó, a gritos. «¡No, sañor. Ellos
disparar. Ellos disparar a mí!» «Pero si han puesto banderas blancas por
todas partes», le dijimos. «¡Síí, sañor. Por eso mismo!», respondió, y prefirió
quedarse con sus mulas detrás de un barranco discretamente alejado, y allí
esperar a que volviéramos.
En la casa -y enseguida se verá por qué doy tantos detalles- había dos hombres
y creo que dos mujeres, que nos recibieron con indiferencia. Salimos luego
a un desierto lleno de sol y de lejanías, donde de vez en cuando se oía
un disparo aislado. Lo que menos me gustaba era la sensación de que tiraban
a dar: de ser, como de hecho éramos, el blanco de aquellas balas. «¿Por
qué nos disparan?», le pregunté a mi amigo. «Porque creen que somos la Unidad
Algo de Caballería Ligera. Que tendría que estar justo al pie de este monte.
Recé por que la verdadera Unidad Algo se fuese a cualquier otra parte, como
enseguida hizo, ya que los tiros a dar amainaron y un colono que andaba
por allí, y que se moría de aburrimiento, se nos acercó con noticias de
un frente lejano: «No, no pasa nada y no hay nadie a la vista». Entonces
hubo más disparos y un acercamiento sumamente cauteloso al borde de un gran
hoyo donde pastaban ovejas. Algunas de las cuales empezaron a caerse y a
patalear patas arriba. «Eso es que los dos bandos están haciendo prácticas
de tiro», dijo mi compañero. «¿Calcula usted a qué distancia?», le pregunté.
«A unos doscientos metros el más cercano. Eso es demasiado cerca, hoy en
día. Nunca verá usted un tiro a menos distancia. Es imposible, con los rifles
modernos. Nos quedaremos aquí hasta que se oiga algo mayor.» Los dos bandos
hicieron un razonable intervalo para comer, interrumpido de vez en cuando
por tiros de fusil. Entonces se oyó lo que sin duda era una granada; ridícula
como el piar de un pollito en aquella inmensidad, pero que levantó mucha
tierra. «¡Krupp del calibre 4 ó 5 y a máxima distancia!», exclamó el experto.
«Todavía creen que somos la Caballería Ligera. A partir de ahora las lanzarán
con cierta regularidad.» Y así fue, rigurosamente: cada veinte minutos o
así, una granada se hundía en nuestra ladera. Seguimos esperando, sin ver
nada en aquel vacío y oyendo sólo un ligero rumor, como el del viento en
las llamas, que venía de distintos puntos de las montañas indiferentes.
Entonces empezaron los cañonazos. Desagradables proyectiles del 1, diez
por serie (que se encasquillaban, por lo general, al sexto). En la tierra
blanda, se hundían con ruido sordo. Contra las rocas, los proyectiles estallan
y hacen un ruido como el chillido de los gatos cuando se pelean. Por primera
vez, a mi amigo parecía interesarle aquello. «Si estos son sus cañones,
Pretoria es nuestra», diagnosticó. Miré detrás de mí -toda la extensión
sudafricana hasta Ciudad del Cabo- y parecía muy lejos. Pensé que esa distancia
la podría haber recorrido en cinco minutos, en circunstancias normales.
Pero no con aquel fuego a conciencia detrás. Los cañones volvieron a disparar
contra un escollo de rocas, para mayor esplendor de las granadas. Pasó a
toda prisa, en menos de dos minutos, una fila de jacas con la cola muy pegada
y los jinetes muy agachados. Y desaparecieron hacia el norte. «Nuestros
cañones», dijo el corresponsal. «Espero que sea Le Gallais. Ahora sí que
no tardaremos.» El absurdo Krupp se pasó todo este tiempo rozándonos fielmente,
a falta de la Caballería Ligera, y, si llega a tener un par de horas más,
nos pudo haber herido a alguno. Entonces a la izquierda, casi a nuestros
pies, un pequeño bosque de la ladera se llenó de humo de nuestra metralla,
como se llena de humo el bigote de un fumador. Fue de lo más impresionante
y duró más de veinte minutos. Después hubo un silencio. Y movimiento de
hombres y caballos que subían por nuestro lado de la montaña. Y desde el
cobertizo al que habíamos estado disparando, empezaron a venirles ráfagas
a ellos. Más jacas bóers pasaron por el horizonte; por fin unos últimos
cañonazos a la derecha y un pequeño friso de lejanas jacas asustadas, ya
fuera del alcance de los disparos.
“Maffeesh», dijo el corresponsal y se puso a escribir apoyado en la rodilla.
«Nos los hemos quitado de encima.»
Dejamos a nuestra infantería persiguiendo hombres a jaca hacia el ecuador
y volvimos a la casa. Desde el barranco en que nos había esperado el conductor,
alguien disparó con rifle nada más subirnos al carro, y el conductor arreó
a las mulas por las rocas, con riesgo para nuestras sagradas botellas.
Llegamos a Bloemfontein y nos abordó Gwynne con el parte completo: ciento
veinticinco bajas y la opinión general de que «French era una especie de
carnicero», y la historia de cómo el general de caballería se había negado
en redondo a destrozar los caballos haciéndolos galopar por rocas peladas
«sólo por unos malditos bóers».
Meses después, me llegó el recorte de un periódico norteamericano con una
información procedente de Ginebra -que ya entonces era la apestada sede
de la propaganda- y en la que se explicaba cómo yo y algunos oficiales -con
nombres, fecha y lugar exacto- habíamos entrado en una casa de campo donde
había dos hombres y tres mujeres. Habíamos sacado a las mujeres de debajo
de las camas, donde se habían escondido (puedo jurar que ninguna Tantie
Sannie de aquella época cabía debajo de ninguna cama) y, después de dejarles
cien metros de ventaja, les habíamos disparado mientras corrían.
Aun así, aquella barbaridad me sorprendió más por cómica que por relevante.
Pero, a esas alturas, tendría que haber aprendido que los alemanes creen
que todos son de su misma condición. Habían introducido el matiz aquél de
los «cien metros de ventaja» en reconocimiento a nuestro sentido nacional
del juego limpio.
Desde el punto de vista económico, la guerra fue ridícula. Corrimos con
los gastos de cuidado y mantenimiento de todo el que vivía en territorio
bóer, incluidos las mujeres y los niños. Lo cual convirtieron en historias
terribles de atrocidades en campos de concentración.
Una de las acusaciones más explotadas fue la de nuestra crueldad deliberada
al obligar a que las tiendas y cuartos de los prisioneros se orientaran
al norte. Una señorita llamada Hobhouse, entre otros, protestó mucho por
esto, pero había que disculparla.
Un día estábamos presumiendo de nuestra pequeña casa, «Woolsack», recién
construida, con una gran señora que iba de camino al interior del país,
donde le estaban haciendo la suya. Mi mujer dijo que la despensa daba al
sur. Tiene que ser el cuarto más fresco cuando uno vive al sur del ecuador.
La gran señora sopesó un rato la herejía. Y, con el gesto de desprecio británico
que zanja cualquier absurdo, farfulló: «No dejaré que eso me dé igual a
mí».
Algunas de las comodidades de la vida militar se introdujeron en los campos
de prisioneros y las mujeres volvieron a la vida civil sabiendo lo que eran
los corsés, las medias, los neceseres y otros accesorios que los maridos
y los sacerdotes veían con malos ojos. Como mujeres no eran muy guapas,
pero hacían que sus hombres lucharan, y sabían bien cómo batallar en su
propio terreno.
En el toma y daca del combate, nuestros soldados aprendieron a ponderar
el distinto mérito de los generales a los que se enfrentaban. Tal como recuerdo
la clasificación, De Wet, con doscientos cincuenta hombres, era peligroso.
Con el doble, era fácil que cayera por su propio peso. Smuts, que había
estudiado en Cambridge y que me aseguraban que en combate iba con traje
negro, los pantalones remangados hasta las rodillas y con chistera, podía
controlar quinientos hombres, pero, con más, se aturrullaba. Y así sucesivamente.
Tuve la suerte de conocer a Smuts, en el Ritz, cuando ya era general británico
durante la Primera Guerra Mundial. Meditando sobre las cosas vistas y sufridas,
me dijo que verse perseguido por el desierto, en una jaca, obliga al hombre
a pensar deprisa y que quizá el señor Balfour -no era todavía conde- habría
mejorado mucho con una experiencia así.
Cada mando tenía su propia reputación en el campo de batalla y nos intimidaban
más cuantas más canas peinaban. Había un veterano contingente venido de
Wakkerstroom con el que había que tener cuidado. Podía decirse que mataban
para ganarse las habichuelas. Los jóvenes no eran tan buenos. Y había contingentes
extranjeros que seguían luchando a la manera europera. A éstos, los bóers
tenían la inteligencia de ponerlos en vanguardia, de la que ellos se apartaban.
Hubo un ataque en el que los Zarps -la policía del Transvaal- fueron muy
valientes y murieron casi todos. Pero lo sentimos mucho, porque la mayoría
eran suecos.
Alguna vez hicimos prisioneros extranjeros. De entre ellos recuerdo a un
francés que iba de voluntario por puro odio lógico a los ingleses. Pero,
al ser profesional, no podía evitar decirnos cómo debíamos librar las batallas.
No solía fallar, pero era un poco arisco.
La «guerra» se fue volviendo un sucio estercolero de «consideraciones políticas»,
reformas sociales y de vivienda, orfelinatos y absurdos diversos. Es posible,
aunque lo dudo, que desde el principio hasta el final de la guerra matáramos
a cuatro mil bóers. Nuestras propias bajas, principalmente por enfermedades
evitables, debieron de multiplicar por seis esa cifra.
Los oficiales jóvenes coincidían en que aquella experiencia debía ser un
«ensayo general de lujo para Armageddon». Pero se equivocaban en las conclusiones
prácticas. El disparo individual y a larga distancia predominaría en el
futuro: nunca se acercaría un bando al otro más de ochocientos metros. Y
la caballería sería fundamental. Fue por esto por lo que, al descubrir que
la infantería no podría alcanzar a hombres que iban en jacas, creamos una
caballería de ochenta mil hombres, única hasta entonces en el mundo. Pero
ésta no sirvió de nada en Europa occidental. Los planes de reforma pasaron
bastante por alto el preparar a la artillería para el combate con alambradas,
porque no las había en Magersfontein. Este descuido de las alambradas en
los planes de la reforma se debió a que son menos accesibles para llevar
a caballo municiones. Los cañones y la rápida artillería ligera de Lord
Dundonald agotaban su propia carga de granadas en tres o cuatro minutos.
En el hotel de Bloemfontein, muy destruido, donde vivían los corresponsales
y de vez en cuando había oficiales, se oía discutir abierta y acaloradamente
según el curso de los acontecimientos. Pero, como nadie podía imaginar que
el mundo estaba a punto de estallar y como en aquellas tierras no funcionaban
nuestros aparatos de radio, todos dábamos palos de ciego.
La «guerra» se fue acabando por derroteros políticos. El Hermano Bóer -y
todos los soldados lo llamaban así- estaba dispuesto a todo menos a morir.
Nuestros hombres no comprendían por qué razón tenían que desaparecer en
la persecución de comandos dispersos o morirse de asco en los fortines,
y a esto le siguió una especie de en qué mano das desmoralizador de rendiciones
alternas, complicado con el intercambio de tabaco del Ejército por brandy
bóer. Nada de esto benefició a ninguno de los dos bandos.
Al final nos vimos teniendo que pedir perdón a un pueblo profundamente indignado,
al cual habíamos dado todo tipo de asistencia sanitaria durante un año o
dos; y que ahora esperaba, y recibía, colectas de toda clase y la dotación
técnica y material para una agricultura que nunca había tenido. Los dejamos
en situación de defender y expandir su afán primitivo de dominio racial
y encima teníamos que dar gracias a Dios «por habernos librado de unos miserables».
En medio de tantos sucesos y cambios, bajábamos todos los años desde la
paz de Inglaterra a la paz todavía mayor de «The Woolsack», donde pasábamos
seis meses: a la vida bajo los robles cuyas ramas cubrían el patio y en
las que las ardillas enseñaban a trepar a sus crías; a la tranquilidad de
las tardes de calor en las que la caída de una bellota era casi como un
disparo. A un lado de la casa había un bosquecillo de pinos y eucaliptos
que mezclaban sus intensos olores; y en frente, el jardín, en el que cualquier
cosa que plantáramos en mayo, ya había crecido y florecido en diciembre.
Al fondo se perdía una estribación de la meseta y sus sotos de álamos plateados,
al borde de barrancos escarpados. Para llegar a la casa de Rhodes, «Groote
Schuur», había un sendero empinado y lleno de hortensias, que en otoño -la
primavera inglesa- se adensaban en una especie de río sólido y azul. A este
paraíso nos trasladábamos todos los años, por diciembre, desde 1900 a 1907,
con todo el equipo de aya, criadas y niños, de tal modo que éstos llegaron
a conocer y por tanto, como tales niños, a adueñarse de los barcos de la
Union Castle, camareros incluidos; y, si cambiábamos de aya, aleccionaban
al reemplazo sobre el modo de disponer los camarotes para un largo viaje
y «dónde iba cada cosa». Por cierto que perdimos a dos ayas y a una cocinera
muy querida, que se nos fueron casando. Aquellos mares cálidos lo propiciaban.
Tanto en el viaje de ida como en el de vuelta, la vida a bordo era una mera
prolongación de Sudáfrica y sus atractivos. Había muchos judíos de las montañas
del Rand; colonizadores; comisionados indígenas que trataban con basutos
o zulúes; gente que había participado en las Guerras Matabeles y en la fundación
de Rhodesia; exploradores; políticos de todo signo, cada uno convencido
de lo suyo; y también oficiales del Ejército, uno de los cuales, inesperadamente,
me contó una preciosa historia en la que luego basé un cuento titulado «Los
pequeños zorros», tan minucioso de datos verídicos que hubo un inspector
de policía de Port Sudan que me escribió, asombrado, preguntándome cómo
había conseguido saber los nombres exactos de los perros de la jauría misma
de la que él, de joven, había sido montero. Le contesté que me había limitado
a charlar con el dueño.
También Jameson hizo el viaje a Inglaterra con nosotros una vez y se dignó
sentarse a nuestra mesa. El primer día, además, comían con nosotros una
señora muy inglesa y sus dos bellas hijas. La madre se quejó, con toda la
razón, de lo mala que era aquella comida y dijo que le parecía rancho de
presidio. Jameson puntualizó: «No, señora; dada mi condición de ex presidiario,
le puedo asegurar que ésta es mucho peor». En la comida siguiente ya tuvimos
toda la mesa para nosotros.
Pero el viaje de ida tenía el aliciente más divertido y era la coincidencia
de la Navidad con el paso del ecuador, donde no cabía nostalgia: los camareros
escribían con jabón estupendas felicitaciones en los espejos y se hacía
una magnífica fiesta de disfraces. A partir de ahí, cuando ya se divisaba
bien a proa la Cruz del Sur, guardábamos la ropa de invierno, seguros de
que no la íbamos a necesitar hasta mayo. Distinguíamos nuestra querida montaña
y enseguida estábamos en casa viendo lo que el jardín había cambiado en
nuestra ausencia. Descalzos, hacíamos una breve visita a «Strubenheim»,
la casa de nuestros vecinos los Struben, que invariablemente tenían consentidos
de puro cariño a nuestros hijos. Volvíamos a la amplia sonrisa de la lavandera
malaya, y a la facilidad de retomar un modo de vida.
Vida que era feliz, sobre todo la de los niños, que podían jugar con todos
los animales de la finca de Rhodes. En la colina estaban los leones, Alice
y Jumbo, cuyos rugidos por la mañana eran la señal de que había que levantarse.
El cercado de las cebras, que lo compartían con el avestruz, estaba justo
detrás de «The Woolsack», una ladera de unas cuantas hectáreas. Las cebras
siempre estaban jugando a pelearse, como los leones y los unicornios del
escudo real; el juego consistía en morderle la pata al otro, por debajo
de la rodilla, si no la doblaba a tiempo. Cuando querían cambiar de aires,
no había valla que las retuviese. Jameson y yo vimos a una familia de tres,
que volvían de una excursión. En el camino se encontraron con que les impedía
el paso un cercado, de postes muy recios y alambres bien tensados salvo
en un punto en que estaban más flojos, por encima de un canal. Ahí el papá
se arrodilló, metió la cabeza bajo el alambre hasta que le llegó a la cruz,
lo levantó y así pudo pasar. La mamá y el pequeño hicieron lo mismo. Al
verlo, una jaca vieja que estaba moliendo hierba pensó que también ella
podría escaparse, pero a lo más que llegó fue a empujar el poste con la
culata y volver la cabeza de vez en cuando, extrañada de que no cediese.
Era, como dijo Jameson, la alegoría perfecta del bóer y el británico.
Cerca de la casa, había en una cuadra una llama que escupía, peculiaridad
que nuestros hijos descubrieron enseguida. Pero no la conocían los otros
niños que venían de visita. Así que, si les decían que se acercaran a ella
y le gritaran, lo hacían... una vez. Porque os podéis imaginar lo que pasaba.
Pero el visitante que más nos llamaba la atención era un antílope africano
de más de tres metros. Saltaba la verja, de casi dos de alto y se metía
en el pequeño huerto de melocotones; como tenía los cuernos retorcidos,
enganchaba una rama repleta, la arrancaba de un tirón y se comía los melocotones,
dejando los huesos, y saltaba otra vez la valla, ligero como un pájaro,
camino de la montaña. Una noche, de vuelta a casa después de cenar, lo vimos
al borde del jardín, gigantesco a la luz de la luna, y tuvimos que dar un
rodeo de puntillas, descalzos por la tierra caliente y roja; porque sabíamos
que, hacía unos días, los vigilantes le habían llenado de perdigones uno
de los cuartos traseros por perseguir al cocinero de un vecino.
El acompañante de los niños cuando iban de paseo era un bulldog -Jumbo-
de aspecto terrorífico y al que los bantúes le cedían siempre el paso. Corría
la leyenda de que había mordido a un indígena y que, cuando lo soltó, llevaba
un trozo de indígena en la boca. Solía echarse en cualquier sitio de la
casa y, cuando alguien lo pisaba, se excusaba con bastante desprecio. Los
niños le daban pan de pasas y, cuando se acordaban de que las pasas eran
indigestas, se las sacaban una a una de detrás de los últimos dientes, mientras
el perro tenía cuidado de dejar bien abiertas las fauces llenas de baba.
También un cachorro de león fue como de la familia, un invierno. Se lo habían
quitado con palos de escoba a su madre, Alice, que había querido devorarlo
cuando nació. Lo llevaron a «Groote Schuur», donde, aunque lo cuidó de mala
gana una perra madrastra (le vería al cachorro, como es lógico, las uñas
de felino), se quedó demasiado flaco. Mi mujer insinuó que podía recuperarse
si se le cuidaba. «Estupendo», dijo Rhodes, «lo enviaremos a “The Woolsack”
y así podrá intentarlo usted». Vino a casa, con jaula de hierro forjado,
madre adoptiva y todo. A ésta última la destituyó mi mujer, que salió a
comprar guantes resistentes y los biberones más grandes que hubiera, y con
ellos lo alimentó. A él le parecía muy bien el procedimiento y no paraba
de chupar del biberón hasta que no quedaba ni una gota. Entonces se le daba
unas palmaditas en la barriga, como si fuera una sandía, para asegurarse
de que estaba llena, y a dormir. Así sobrevivió y creció en el cuarto que
le pusimos de leonera, al que no dejábamos que entraran los niños, para
que no le hicieran daño con sus caricias.
Cuando era más o menos del tamaño de un conejo grande, le salieron dientecillos
y empezó a dar unas toses mínimas que él estaba convencido de que eran rugidos.
Después tuvo raquitismo y me dijeron que fuera a ver a un especialista de
Ciudad del Cabo, a ver si él lo curaba. «Demasiada leche», dijo el experto.
«Denle caldo de cordero hervido, pero de verdad, hecho en casa, no de lata.»
Al principio ni lo probaba en el plato, pero mi mujer empezó a dárselo con
el dedo y le despellejó el dedo. Le tiramos de las orejas y lo dejamos solo,
con el plato, para que aprendiera los modales de la mesa. Se pasó la noche
llorando y, al día siguiente, tragó como un león y se recuperó de su enfermedad.
Pasó tres meses a sus anchas con nosotros, sin parar de hablar consigo mismo
mientras andaba de un lado para otro de la casa o del jardín, por donde
perseguía a las mariposas. Se adormilaba en el porche, de orientación norte-sur,
y yo lo veía mirar fijamente a la extensión africana. Siempre un poco retraído,
pero dócil con los niños, que en aquella época iban casi sin ropa. Al irnos
a Inglaterra, lo devolvimos en perfectas condiciones y estaba casi tan grande
como un bullterrier, aunque un poco más bajo. Tanto Jameson como Rhodes
estaban de viaje. Lo metieron en una jaula y le dieron de comer, como a
los otros de su familia, carnes mal descongeladas, que se llenaban de tierra
de la jaula, y al poco tiempo se murió de un cólico. Pero M'Slibaan, que
así tradujimos «Sullivan» al matabele, como correspondía a su ascendencia
matabele, siempre recibió honores como uno de los muchos espíritus amables
que habitaban «The Woolsack».
Los leones, como animales de compañía, suelen ser peligrosos a partir de
los seis meses de vida; pero conozco una excepción. Un hombre del interior
cuidó a una leona hasta que cumplió el año y entonces, con gran pena de
ambos, la llevó al zoo de Rhodes. Seis meses después, bajó a verla y, con
una hija que no sabía lo que era el miedo, entró a la jaula y la leona empezó
a hacerles fiestas, a tumbarse patas arriba y a ronronear, casi llorando
de alegría y de emoción. En teoría, por supuesto, tendría que haber matado
tanto a él como a la niña, pero salieron de la jaula sin un rasguño.
En la guerra tuvimos la suerte de que a nosotros no nos cortaran el agua,
y nuestra bañera era de ésas en las que uno se mete y se tumba a todo lo
largo. De ahí que también la usara Gwynne, asqueroso después de meses en
el campo africano de batalla. Se tenía que mantener a distancia como un
leproso. («Esto..., querría darme un baño. El uniforme lo he dejado en el
jardín. No, en el porche no. Se mueve ya de los bichos que tiene.») Muchos
otros hacían igual. Como decían los niños: «A esta casa viene mucha gente
sucia».
Cuando Rhodes andaba perfilando su proyecto de las becas para Oxford, solía
venir a casa y digamos que pensar en voz alta o hablar, sobre todo con mi
mujer, del lado financiero de la idea. Fue ella quien le sugirió que con
doscientas cincuenta libras un estudiante no podía mantenerse todo un curso
de la universidad, con sus largos intervalos. Así que Rhodes las subió a
trescientas libras. Yo le servía más que nada de suministrador de palabras,
porque se quedaba casi mudo. Una vez que había expuesto la idea -había que
conocer el código en que la expresaba-, decía: «¿Sabe usted lo que quiero
decir? Dígalo, dígalo usted». Yo lo decía y, si la frase no se ajustaba
del todo, él seguía dándole vueltas, cabizbajo, hasta que encontraba una
satisfactoria.
Su orden del día en «Groote Schuur» era más o menos así: el huésped de más
edad asignaba habitación a las personas que deseaban «verlo». No iban si
no era por una razón de peso y relacionada con el trabajo, y se quedaban
allí hasta que Rhodes los «veía», lo que podía ocurrir a los dos o tres
días. Los problemas de corazón lo obligaban a pasar mucho tiempo tumbado
en una gran hamaca del mirador de mármol, que daba a las montañas y a la
plantación de casi dos hectáreas de hortensias, que parecían incrustaciones
de lapislázuli en la hierba.
Decía: «Y bien, señor Tal. Ya le estoy viendo. ¿De qué se trata?». Y le
exponían el asunto.
Un hombre que tendía la línea de telégrafo entre Ciudad del Cabo y El Cairo
se encontró con que, en un tramo de doce kilómetros que bordeaba un lago,
las mujeres del lugar preferían el cobre al oro y lo cogían de los postes
para adornarse. ¿Qué se podía hacer? Cuando hubo terminado de exponer el
problema, Rhodes se giró pesadamente en la hamaca y le dijo: «Hay allí una
especie de lago, ¿no? Pues pase los cables por debajo del agua. No me moleste
con tonterías». El problema quedó arreglado y aquel hombre volvería por
allí a la menor ocasión.
Se conocía a mucha gente interesante en las comidas de «Groote Schuur»,
que a menudo terminaban con largas conversaciones sobre los días de la fundación
de Rhodesia.
Una vez, en plena guerra contra los matabeles, Rhodes, en compañía de otros
y de un guía, se aventuró a caballo más allá de lo seguro y tuvieron que
esconderse en unas cuevas. El lugar era claramente arriesgado y, en vista
de que unos airados matabeles los perseguían, tuvieron que salir. Pero el
guía, nada más llegar al exterior, dijo alguna estupidez relacionada con
que había que cuidar la «valiosa vida» de Rhodes. Entonces Rhodes se detuvo
y le dijo: «Aclaremos esto antes de seguir. Fue usted quien nos metió en
este lío, ¿no?» «Sí, señor, sí; pero por favor no se detenga.» «No. Un momento.
Por lo tanto, usted huye para salvar el propio pellejo, ¿no?» «Sí, señor,
igual que todos nosotros.» «De acuerdo. Sólo quería que quedara claro. Ahora
podemos seguir.» Y siguieron, pero se salvaron por los pelos. De esto me
enteré a su mesa, igual que de la respuesta retardada que le dio a un joven
oficial que quería saber qué opinión tenía de él y de su carrera. Rhodes
pospuso la respuesta hasta la cena y entonces, con aquella voz tan peculiar
suya, dijo que por supuesto aquel joven iba a tener mucho éxito, pero sólo
hasta cierto punto, porque pensaba más en su carrera que en el trabajo en
sí. Los treinta años siguientes corroboraron el veredicto.
CAPÍTULO
7
LA CASA PROPIA DE VERDAD
¿Cómo voy a apartarme de la lumbre
de hogar alguno,
si sé con qué ilusión y con qué ganas se hizo el mío?
Los fuegos
En todo aquel tiempo tan atareado, la Comisión de Presupuestos no dejó de
albergar la esperanza de tener una casa que pudiera llamar propia -un hogar
de verdad en el que quedarse- y, para buscarla, hubo que coger muchos trenes
y muchos carruajes de la época. No nos faltaron aventuras, alguna de ellas
desagradable, como cuando una «buena guardería» resultó ser un oscuro manicomio
que estaba discretamente al final de un callejón. Estuvimos dos o tres años
buscando, hasta que, un día de verano, un amigo vino a vernos y nos dijo:
«Harmsworth ha aparecido con uno de esos cacharros de motor. ¡Hay que probarlo!»
Fue un viaje de veinte minutos. Volvimos blancos de polvo y mareados del
ruido. Pero se nos quedó el gusanillo. Y una empresa muy audaz de Brighton
terminó alquilándonos un embrión de automóvil que llevaba la capota plegable
de las victorias, amortiguadores de coche de caballos, freno de coche de
caballos, un solo cilindro, correa de transmisión y arranque con manivela
y que podía ponerse a trece kilómetros por hora. El alquiler, incluido el
conductor, era de tres guineas y media por semana. Mi querida tía, que no
le tenía miedo a ningún invento, dijo enseguida que ella también quería.
Y allí íbamos los tres, en busca de casa, jugándonos la vida de un modo
que después, sólo de acordarme, me ha dado escalofríos. Lo cierto es que
llegamos a ir a Arundel y vuelta en el día, noventa y seis kilómetros en
total, en diez horas nada más. Igual que otros pioneros temerarios, fuimos
objeto del escándalo inicial de una opinión pública contraria. Los aristócratas,
cuando adelantábamos sus calesines de tracción a látigo, se ponían de pie
y nos maldecían. Los carros de los gitanos, los cochecitos de las niñeras,
las vagonetas de la cerveza, todo el mundo, menos los pobres caballos llenos
de paciencia -y de indiferencia a nuestro paso si hubieran estado sueltos-
se unían a la retahila de la malaventura, y el Times sacaba artículos sobre
el automóvil que eran paleolíticos.
Entonces me compré un coche de vapor, un Locomobile, cuyas características
conté fielmente en un relato titulado «Estrategia a vapor». Con ese coche,
de tanto ir a Sussex y volver, lo normal era que estuviéramos siempre al
borde de la extenuación o de la histeria. Después vino el primer modelo
de Lanchester, cuyo arranque, ya en aquella época, era perfecto. Pero no
había técnico, fabricante, propietario ni chófer que entendiera una palabra
de automóviles. Los directivos de la Lanchester, después de enviarles telegramas
cada vez más agresivos, terminaron por venir a casa como amigos -todos lo
éramos en aquellos comienzos- y se sentaron con nosotros junto al fuego
a conjeturar por qué le pasaba al coche lo que le pasaba. Una vez, el fabricante
se empeñó en llevarme, con orgullo -era su criatura más reciente-, nada
menos que a Worthing, donde el coche dijo basta delante de un solar en obras
en el que no había nadie. El solar lo pavimentamos de piezas en las que
creíamos que podía estar la avería. Después de dos horas de trabajo, reconstruimos
el coche. Nos empezó a escupir en las piernas agua hirviendo, pero tapamos
con un trapo el géiser y volvimos a casa de un tirón.
Fue, sin embargo, el torturador Locomobile el que nos llevó a la casa llamada
«Bateman». La habíamos visto anunciada y llegamos hasta allí por una carretera
que era un camino de cabras. Nada más ver la casa, la Comisión de Presupuestos
dijo: «Ésta es. Ésta es la casa que necesitamos. Tenemos que quedárnosla».
Entramos y notamos que el espíritu, el feng shui de la casa, era positivo.
Fuimos recorriendo los cuartos y no había sombra de penas ni ecos de miserias
o angustias contenidas, y eso que la parte «nueva» tenía trescientos años.
Para nuestra decepción, el dueño nos dijo que acaba de alquilarla. Por un
año. Nos fuimos, y por el camino nos íbamos repitiendo el uno al otro que,
en realidad, a ninguna persona sensata se le podía ocurrir irse a vivir
a aquel vallecillo de mala muerte. Con esa mentira nos estuvimos consolando
mientras hacíamos como que buscábamos otra casa hasta que, al año, la volvimos
a ver anunciada y la compramos.
Cuando todo estuvo firmado y pagado, el vendedor nos dijo: «Ahora ya puedo
preguntárselo a ustedes. ¿Cómo se las van a apañar para ir y venir con lo
lejos que está la estación? Hay lo menos seis kilómetros, y hasta aquí arriba
he llegado con los cuatro caballos agotados». «Pienso usar esta especie
de trasto», le respondí desde el asiento del Jane Cakebread, que era como
tenía el escaso honor de llamarse mi segundo Lanchester. «¡Ah! Este invento
no va a durar mucho», replicó. Años después me lo volví a encontrar y me
confesó que, si llega a saber lo que yo sabía, hubiera subido al doble el
precio de la casa. A los tres años de comprarla, ya no había que ir en tren.
A los siete, a una visita que vino en una lata de sardinas de menos potencia
oí que le decía nuestro chófer:
-¿Montañas? De Londres aquí ya no hay montañas.
La casa no era para enseñarla al servicio con lámpara de gas o con vela,
por lo que le pusimos corriente eléctrica, lo que en 1902 era todo un acontecimiento.
Tuvimos la suerte de conocer, en visita de fin de semana, a Sir William
Willcocks, el ingeniero de la presa de Asuán; unas obrillas de nada, hechas
en el Nilo. Para que no nos presumiera mucho, le contamos nuestro proyecto
de desatascar un molino de agua antiguo que había en la parte alta del jardín
y de usar su canalillo microscópico para que funcionara una turbina. No
hizo falta más. «¿Una presa?», preguntó. «¡Qué sabe usted de presas ni de
turbinas! Tendré yo que ir a ver. El lunes por la mañana se vino con nosotros,
estuvo viendo el arroyo y el canal del molino y calculó la cantidad exacta
de energía que podía dar la turbina. «Cuatro caballos y medio, ni uno más.»
Pero empezó a soltarme insultos egipcios por el estado del arroyo, el cual,
hasta aquel momento, me había parecido pintoresco. «Está obstaculizado por
los árboles y los arbustos. Córtelos y déles a las riberas una pendiente
del treinta por ciento. «Présteme un par de trabajadores egipcios y empiezo
mañana mismo», le contesté.
Dijo también que los cables de la luz no los pusiéramos con postes, sino
bajo tierra. Conseguimos un cable de alta mar que no había superado la prueba
de los doce mil voltios -nuestro voltaje era de ciento diez- y lo enterramos
a lo largo de una trinchera que iba del molino a la casa, doscientos metros
en total, y allí se pasó un cuarto de siglo funcionando. Al final de esos
años se encontraba un poco fatigado y los cojinetes de la turbina se habían
desgastado dos milímetros. Así que tanto al cable como a la turbina decidimos
darles una jubilación digna, y nunca hemos vuelto a tener nada tan infalible.
Del villorrio que había en lo alto de la montaña, sólo sabíamos, por las
guías, que los habitantes procedían de unas familias de contrabandistas
o ladrones de ganado y que se habían ido civilizando en las últimas tres
generaciones. Los que trabajaban para nosotros, a los que hoy supongo que
llamaríamos «obreros», se pusieron en huelga para exigir más paga de la
acordada, y lo hicieron justo cuando empezaba el trabajo de verdad. El maestro
de obras, contratista de todos ellos, de su misma raza y que muy pronto
se haría amigo nuestro, me dijo: «Creen que le tienen seguro y que no pierden
nada por intentarlo». Y era cierto. Tuve la calma suficiente para tener
en cuenta que eran buenos trabajadores y artistas, tanto de la piedra como
de la madera o de la tala de árboles, o del alcantarillado, o -y eso ya
es un don- del modelado estético del barro; gente mañosa, capaz de hacer
magia con cualquier material. Una vez puesta en marcha nuestra campaña de
electrificación, un contratista vino de Londres a meter un tubo de desagüe
en la presa, inocente en apariencia, del molino. Su equipo humano de importación
se encontró con que la médula de aquella obra de ladrillo estaba muy dura
y venía a ser tan atravesable como la obsidiana. Desistieron, no sin antes
haber dicho palabras muy fuertes. Pero uno cualquiera de «nuestros hombres»
había intuido exactamente qué era aquella médula y por dónde iba y, después
de debilitarla lo suficiente con el Lunnon, «hicieron magia» para meter
tranquilamente el tubo entre lo que quedaba.
Lo único que les impresionó fue cuando socavamos un poco los cimientos del
molino para instalar la turbina y vieron que estaba edificado sobre un escaso
estribo de troncos de olmo. El trozo que sacamos salió aparentemente tan
intacto como cuando lo habían puesto bajo el agua. Pero en menos de una
hora aquella viga grande, expuesta al aire, se volvió polvo blanquecino.
Los hombres miraban en corro asombrados. Había uno de ellos, que andaría
ya por los cincuenta años cuando nos conocimos, que era furtivo por linaje
y por instinto, un caballero que, cuando su necesidad de beber le apremiaba,
lo que no ocurría muy a menudo, se apartaba y la saciaba a solas; estaba
más «fundido con la Naturaleza» que muchos salones llenos de poetas. Se
convirtió en nuestro especial apoyo y consejero. Una vez quisimos trasplantar
un tilo y un olmo escocés al jardín correspondiente. No dijo una palabra
hasta que empezamos a hablar de llamar a un especialista de Londres. «Haga
lo que le parezca conveniente, pero yo de usted no lo haría», fue lo único
que dijo. Entendimos que él se haría cargo en cuanto la conjunción de los
astros fuera favorable. Reunió enseguida a cuatro parientes suyos -también
artistas- y nos quitó de enmedio. Los árboles se dejaron arrancar dócilmente.
Los transplantó y nos indicó las debidas precauciones para que crecieran
durante las dos o tres generaciones siguientes. Sujetó el tronco y la copa
con palos y cuerdas y nos pidió que los dejáramos así cuatro años. Todo
ocurrió tal y como él lo había previsto. Los árboles tienen ahora casi doce
metros de altura y nunca han decaído. De la misma manera se subió a un olmo
escocés bastante crecido que necesitaba un poco de disciplina y lo podó,
y todavía hoy tiene la forma redondeada que le dio él. En sus últimos años
-llegaría a vivir hasta los ochenta y cinco- escribió, tal como yo estoy
escribiendo ahora, su pasado, en el que había anécdotas suficientes para
muchos volúmenes impublicables. Hablaba de viejos amores, peleas, adulterios,
denuncias anónimas de «esa gente que sabía escribir» y venganzas tramadas
con minuciosidad oriental. De la pesca y caza furtivas hablaba ampliamente,
desde la compra de cocculus indicus para envenenar a los peces de los estanques,
hasta el arte de fabricar redes de seda para las truchas de los arroyos,
el mío entre ellos; redes de las que me dio un ejemplar. Hablaba también
de batallas -sin armas- con rudos guardas dé la época de los viejos bosques
de Lord Ashburnham, en los que se podía cazar ciervos leonados. Sus epopeyas
estaban ilustradas con dibujos de la naturaleza tal como él, desde luego,
la conocía a fondo. Contaba nocturnos y amaneceres, regresos sigilosos y
cómo pensaba coartadas una vez desnudo junto al fuego, mientras se le secaban
las ropas. Y cómo sería el siguiente crepúsculo, a cuyo amparo se volvía
a escabullir para seguir con su pasión. Su mujer, después de diez años de
trato con nosotros, evocaba también un pasado en el que se aceptaba la magia,
la hechicería y los filtros amorosos, que estuvieron muy solicitados hasta
mediados los años sesenta.
Nos contó ella un ritual nocturno en la casa de la hechicera local, donde
se mató un gallo negro con ritos y conjuros muy curiosos y «todo el tiempo
estaba allí, como si dijéramos, algo que intentaba llegar a nosotros desde
la oscuridad. Hoy no creo mucho en esas cosas, pero de soltera sí que creía».
Vivió noventa años y hasta el final mantuvo la discreción, el estilo y la
buena presencia, a pesar de lo pequeña que era, de una duquesa de las de
antes. También contamos con la ayuda de gente bastante interesante que trabajaba
por libre. Uno de ellos era un albañil cualificado, que me acuerdo que llevaba
un montón de monedas de oro en el bolsillo y que tuvo la amabilidad de construirnos
un muro, pero que tardó tanto que casi llegó a formar parte del equipo.
Cuando quisimos cavar un pozo frente a unas dependencias, dijo que era zahorí,
y soy testigo de que cuando cogió uno de los mangos de la horquilla de avellano,
y yo el otro, aquello empezó a moverse a pesar del esfuerzo que yo hacía
por sujetarlo, y marcó el lugar dónde había un manantial inagotable.
Después, de los bosques que lo saben todo y no cuentan nada nos llegaron
dos primitivos misteriosos y de piel morena. Se habían enterado. Cavarían
ese pozo porque tenían el don. Las herramientas que traían eran una enorme
artesa de madera, una polea portátil con los asideros curvos y suaves como
cuernos de buey y una azada de mango corto. Hicieron un círculo de ladrillos
en la tierra y, al principio con las manos, cavaron dentro del círculo.
Conforme el círculo se fue ahondando, poco a poco fueron sacando tierra
con la azada hasta que el agujero, perfectamente delimitado, como el interior
de un cañón, estuvo lo suficientemente hondo para utilizar la mayor artesa,
que un hermano desde abajo llenaba y el otro sacaba con la polea mágica.
Al detenernos, a los siete metros de hondo, habíamos sacado una pipa de
fumar de tiempos de Jacobo I, una cuchara de latón bastante gastada, de
tiempos de Cromwell, y al final de todo la mordaza de bronce de un bocado
de caballo.
En la limpieza de un viejo estanque que debía de haber sido una antigua
marguera o boca de mina, nos encontramos dos botellas isabelinas de cinco
litros de las que le gustaban a Cristopher Sly, nacaradas por la pátina
de los siglos. De lo más profundo del barro salió una cabeza de hacha neolítica
perfectamente pulimentada, que sólo tenía una mella en la hoja todavía agresiva.
Detallo todo esto para dar una idea de por qué, cuando mi primo Ambrose
Poynter me dijo que escribiera un cuento sobre los tiempos de la ocupación
romana, me pareció bien la idea. «Escribe», me dijo, «acerca de un viejo
centurión que cuenta sus experiencias a sus niños». «,Cómo se llama?», le
pregunté, porque siempre escribo mejor si es a partir de una referencia
concreta. «Parnesio», contestó mi primo; y el nombre se me quedó en la cabeza.
Estaba más ocupado en aquel momento con la Comisión de Presupuestos -que
se había ampliado a Obras Públicas y Comunicaciones-, pero, a su debido
tiempo, el nombre me volvió, en compañía de otros siete demonios incipientes.
Me salí un poco del Comité y empecé a «maquinar», estado en el cual me convertía
en «hermano de los dragones y compañero de los búhos». Justo al otro lado
de nuestra linde, en un pequeño valle que se perdía entre parajes desiertos,
estaba el escorial, bastante grande y lleno de matojos, de una fragua muy
antigua, que se suponía que había funcionado en tiempo de los fenicios y
de los romanos y, desde entonces, sin parar hasta mediados de siglo. Entre
los juncos y los helechos había todavía arrabios de hierro perdidos y, si
se escarbaba un poco en la hierba rasurada por los conejos, se podían ver
las estrechas calzadas para las caballerías, hechas en tiempo isabelino
con las escorias de la fundición, que tenían irisaciones azul pavorreal.
De este antiguo redondel de arena arrancaba lo que había sido una calzada,
que llegaba hasta nuestro campo y que era conocido como «el camino del cañón»,
y que la gente relacionaba con la época de la Armada Invencible. Cada rincón
de aquel lugar estaba lleno de fantasmas y de sombras. A nuestros hijos
les gustaba representar para nosotros, al aire libre, los trozos que recordaban
de El sueño de una noche de verano. Y un amigo les regaló una verdadera
canoa de corteza de abedul, que calaba lo menos ocho centímetros, en la
que se iban de aventura por el río. Cerca de la casa, en un pasto de regadío
había un invariable círculo de hierba oscura que parecía haber estado siempre
allí.
Ya véis con qué paciencia me iban siendo favorables las cartas. Las antigüedades
de nuestro valles aparecían en cualquier trabajo que hiciéramos en el campo
o el jardín. Terminé por admitir que la tierra, el agua, el aire y la gente
se habían confabulado para darme diez veces más de lo que yo podía asimilar,
aun cuando escribiera toda una historia de Inglaterra en relación con nuestro
valle.
Empecé a escribir deprisa, no sobre Parnesio, sino sobre una historia que
confusamente me habían contado acerca de un pequeño pirata del Báltico que
había ido con su galera hasta Pevensey y, frente a Beachy Head -donde en
la guerra, decían, se habían hundido barcos mercantes ingleses-, se cruzó
con la flota romana que abandonaba Britania a su suerte. Esta historia pudo
haberme servido de espoleta, pero los árboles impedían ver el bosque, así
que lo dejé.
Me fui con esta historia a la casita de Wiltshire, donde se habían instalado
mi padre y mi madre y conversé mucho con mi padre sobre ella. Me dijo, y
no por primera vez: «La mayoría de las cosas de este mundo terminan saliendo
si uno sabe dejar prudentemente que salgan solas». Jugábamos a las cartas
-él me había modelado un lama perfecto y un pequeño Kim para sujetar los
naipes- mientras mi madre trabajaba a nuestro lado o nos quedábamos todos,
cada uno con un libro, en el silencio de la total comprensión mutua. Una
noche, sin venir a cuento, me dijo mi padre: «Y tendrás que cotejar tus
fuentes un poco más, ¿no?» No me había caracterizado por eso precisamente,
en los tiempos de la Civil and Military Gazette.
Esto me puso en otra pista falsa. Escribí un cuento que contaba Daniel Defoe
en una fábrica de ladrillos; teníamos una de verdad, en aquella época, y
hacíamos ladrillos para casas de campo, del color exacto que queríamos.
El cuento trataba de cómo lo habían enviado a abordar al rey Jaime II, fondeado
en la desembocadura del Támesis, harto de una Inglaterra en la que ninguna
facción estaba con él. Me salieron unas páginas bastante trabajadas y de
cierto mérito, cargadas de referencias verídicas, pero con el sentimiento
que podría tener una garrota. Así que también dejé esta historia, por otra
que el Doctor Johnson les contaba a los niños sobre cómo se había escapado
de Escocia a toda prisa, para sorpresa de un tal Boswell. Estaba claro que
mi Daimon no servía cuando se trataba de fábricas de ladrillos ni de colegios.
Así que, como Alicia en el País de la Maravillas, me desentendí de todo
y pasé al otro lado. Sólo así la cosa empezó a hilvanarse y funcionar. Acometí
primero un relato sobre normandos y sajones. Después vendría Parnesio, salido
de un bosquecillo cercano a la fragua fenicia. Y el resto de los cuentos
de Puck salieron sucesivamente. Un día en que mi padre vino a casa, le leí
el de «Hal el del dibujo» y nada más terminar se acercó con la pluma, me
levantó de la mesa y empezó a hacer el dibujo del propio Hal. Le gustó aquel
cuento y su compañero «Lo que no era», de Prodigios y recompensas, que al
final embelleció notablemnete, sobre todo en lo tocante a un pintor italiano
cuyos frescos «nunca traspasaban el yeso». Lo de «saber dejar que las cosas
salieran solas» me dijo que no valía para los artistas plásticos.
Sobre «La mudanza de Dymchurch», cuento del que no me avergonzaba sentirme
orgulloso, me preguntó de dónde había sacado aquella iluminación. Había
llegado sola. Como obra en sí, aquel cuento y dos nocturnos de «Hierro frío»
(Prodigios y recompensas) son lo mejor que he escrito en ese estilo. Pero
en cambio, no sé por qué, «El tesoro y la ley», de Puck, siempre me ha parecido
un poco salido de madre.
El caso es que aquel cuento me supuso un pequeño triunfo que para mí fue
muy valioso. Había imaginado un pozo dentro del castillo de Pevensey, hacia
el año 1100, porque me convenía para el relato. Arqueológicamente, ese pozo
no ha existido hasta este año de 1935 en que las excavaciones lo han sacado
a la luz. Claro que sostengo que el truco había sido bastante razonable:
los castillos con suministro propio tienen que tener agua también propia.
Un poco más me arriesgué cuando, en los cuentos romanos, acuartelé a la
Cohorte Séptima de la Legión XXX (Ulpia Victrix) dentro del castillo y decidí
que desde allí los romanos tiraban con arco contra los pictos. Lo primero
se basaba en honrada «investigación». Lo segundo era legítima deducción.
Años después de publicado el cuento, se hicieron excavaciones arqueológicas
dentro del castillo y me enviaron unas puntas de flecha de cuatro lados
y destinadas claramente a matar, que habían encontrado in situ y, lo más
increíble de todo, una copia de la lápida conmemorativa ¡de la Séptima Cohorte
de la Legión xxx! Como me habían educado en un colegio suspicaz, sospeché
que se trataba de una broma; pero me aseguraron que la copia era auténtica.
Me embarqué en Prodigios y recompensas sin una idea muy clara. Historias
que contar tenía muchas, pero ¿cuántas iban a ser verídicas y cuántas «deducciones»?
Estaba ahí, además, la vieja norma: en cuanto veas que sabes hacer algo,
haz algo que no sepas.
Se me aclararon las dudas al terminar el primer cuento, «Hierro frío», que
me dio la clave: ¿qué otra cosa podía haber hecho?, que es el quid de toda
creación. Pero, dado que las historias las iban a leer niños antes de que
se supiese que eran para mayores, y dado que tenían que ser una especie
de compensación a la vez que el cierre de algunos aspectos de mi vieja vena
«imperialista», dispuse el material en tres o cuatro tintas y texturas superpuestas
que pudieran revelarse o no a la distinta luz de la edad, sexo o experiencia
del lector. Era como trabajar con laca y nácar, una combinación natural,
de la misma manera que el mosaico y el trampantojo, y procurar que no se
notaran las junturas.
Así, pues, llené el libro de alegorías y referencias concretas y verifiqué
los datos hasta un punto que le habría encantado a mi antiguo jefe. Intercalé
tres o cuatro tramos en verso que no estaban nada mal y el esqueleto de
una novela histórica, para que la terminase quien quisiera. Incluso camuflé
un criptograma cuya clave me temo que he olvidado del todo. Me lo pasé muy
bien y el libro debía de ser o muy bueno o muy malo, porque me fue saliendo
con la misma facilidad con que había salido Kim.
Entre los poemas de Recompensas había uno titulado «Si ... » que se salió
del libro y que se pasó tiempo recorriendo el mundo. Estaba basado en la
figura de Jameson y contenía consejos de perfección muy fáciles de dar.
Una vez dados, la mecánica de la época los hizo rodar como bola de nieve
hasta un extremo que me asustó. Los colegios y otros centros de enseñanza
adoptaron el poema para la pobre juventud, lo cual no me hizo ningún bien
con los jóvenes, al conocerlos luego («¿Por qué escribió usted aquello?
Me castigaron a copiarlo dos veces») Con «Si...» se hicieron tarjetas para
colgar en las oficinas y los dormitorios, lo ilustraron y antologaron hasta
la saciedad, veintisiete países del mundo lo tradujeron a sus veintisiete
idiomas y lo imprimieron de todas las maneras posibles.
Unos años después de la guerra, un señor muy amable me insinuó que mis dos
inocentes libritos podían haber contribuido a un cierto «canibalismo sutil».
Entendí que se refería a la exhumación de celebridades cuyo cadáver estaba
aún caliente, mujeres indefensas en especial y a las que se ataviaba con
deducciones rotundas y conclusiones sexuales para aprovechar la tendencia
del mercado. Fue una acusación terrrible y, en todo caso, pensé que eran
otros los que se habían cualificado como funerarios de aquel negocio.
El descanso, la recuperación y las muy queridas experiencias y anhelos,
durante los seis meses o así que pasábamos al año en Inglaterra, nos los
daban la casa y el campo y, de vez en cuando, el arroyo del fondo del jardín,
cuya corriente era arrolladora. Como era el que hacía funcionar la turbina
y como la pequeña presa que lo conducía al canalillo era una antigüedad
frágil, no era raro que hubiera que acudir a atenderlo sin demora y siempre
en el momento más inoportuno. Algunos bobos nos preguntaban: «zY en el campo
hay algo que hacer?» Siempre respondíamos: «En el campo hay de todo menos
tiempo para hacerlo».
Empezamos teniendo arrendatarios, dos o tres pequeños granjeros en aquel
poco espacio, que nos pudieron hacer creer que el trabajo del campo era
una mezcla de farsa, fraude y fondo perdido que le quitaba a uno la afición.
Después de bastantes experiencias, algunas de ellas cómicas, nos replegamos
y optamos por tener nuestro ganado en nuestro propio terreno, las grandes
vacas tintas de la raza de Sussex, de carne y no de leche. Al menos nuestras
inversiones servirían para algo, aunque sólo fuera para el gusto de verlas,
y las vacas no nos contaban mentiras. Rider Haggard venía a vernos algunas
veces con su gran sabiduría sobre el campo, y me acuerdo de que planté unos
manzanos en un viejo huerto que entonces teníamos arrendado a un irlandés,
quien enseguida metió allí una cabra tan ágil como hambrienta. Haggard,
de repente, descubrió la combinación una mañana, y con el don de la palabra
que tenía, nos dijo que meter cabras en un huerto era como meter allí al
demonio. No recuerdo qué dijo, aunque me parece que influí, acerca de nuestros
arrendatarios. Las visitas de Haggard eran siempre una alegría para nosotros
y para los niños, que iban detrás de él como perros de caza para que les
contara «más historias de Sudáfrica». Nunca ha habido un mejor narrador
oral, y para mi gusto nadie con una inventiva más seductora. Casualmente
nos dimos cuenta de que podíamos trabajar a gusto en compañía del otro,
y él me visitaba y yo lo visitaba a él con lo que estuviéramos escribiendo
y entre los dos podíamos imaginar historias a medias, la más rotunda prueba
de compenetración.
Me honró con su amistad, hasta que murió, el coronel Wemyss Feilden, que
por la misma época en que llegamos nosotros a «Bateman» se vino al pueblo
al heredar una preciosa casa de finales del dieciocho. Era todo un coronel
Newcome de espíritu; y más tímido y reservado que una solterona de Cranford;
y hasta sus ochenta y dos años me agotaba cuando dábamos caminatas juntos,
y mataba faisanes en pleno vuelo. Su carrera militar había empezado en la
Guardia Negra, en la cual, a las afueras de Delhi, durante la rebelión,
escuchó una mañana, mientras se estaba afeitando, que un joven llamado Roberts
había apresado, él sólo, un pabellón rebelde y que venía con la bandera
por el campo. «Todos salimos a verlo. El muchacho venía a caballo y muy
contento de sí mismo, y un soldado de ordenanza que venía tras él en otro
caballo traía la bandera. Lo vitoreamos con las caras llenas de espuma de
afeitar.»
Después de la rebelión el coronel se sintió cansado y, como tenía negocios
en Natal, se pasó un tiempo en Sudáfrica. Después luchó con los confederados
en la guerra civil de los Estados Unidos, y se casó con una sudista en Richmond
y el anillo lo hicieron de una moneda de oro inglesa, «porque en Richmond
no había oro en aquel momento». La señora Feilden, a sus setenta y cinco
años, era la viva explicación de todos los pasos que aquel hombre había
dado -y dejado de dar-. El coronel llegó a ser ayuda de campo de Lee y me
contó cómo en una noche de tormenta, al llegar a caballo con ciertos despachos,
Lee le ordenó quitarse la capa mojada y dejarla junto al fuego; al despertarse
de un sueño profundo, vio al general de rodillas junto al fuego secando
la capa. «Esto fue justo antes de la rendición», me dijo. «Habíamos dejado
de saltear tumbas y empezábamos a saltear cunas. Aquellos tres meses últimos
tuve a mis órdenes a quince mil muchachos de menos de diecisiete años y
no recuerdo haber visto sonreír a ninguno.»
Poco a poco fui sabiendo que había sido viajero y explorador ártico y que
estaba condecorado con la banda blanca del Polo y que había sido botánico
y naturalista de prestigio y, por encima de todo, él mismo.
Al enterarse, Rider Haggard no paró hasta que consiguó conocer al coronel.
Hicieron buenas migas nada más empezar a hablar; tenían en común los albores
de Sudáfrica. Una tarde Haggard nos contó que su hijo había nacido al límite
del territorio creo que zulú y era el primer niño blanco que nacía en aquella
zona. «Sí», dijo el coronel tranquilamente desde su esquina, «y yo y -dio
el nombre de dos militares- cabalgamos cuarenta y cinco kilómetros para
verlo. Hacía mucho que no veíamos un niño blanco». Haggard se acordó entonces
de la visita de aquellos desconocidos.
Y una vez vino a vernos, con su hija casada, la viuda de un oficial de la
caballería confederada. Ambas eran lo que se podía llamar «rebeldes irredentas».
No recuerdo por qué, la viuda mencionó un camino y una iglesia junto a un
río que había en Georgia. «¿Sigue allí?», dijo el coronel llamando aquella
iglesia por su nombre. «¿Por qué me lo pregunta?», replicó ella enseguida.
«Porque si mira usted en el banco tal y tal, verá allí mis iniciales. Las
grabé una noche en que la caballería de X metió allí los caballos.» Hubo
una pausa. «Por Dios, entonces ¿quién es usted?», le preguntó perpleja la
señora. Él se lo dijo.
«¿Conoció a mi marido?» «Estuve a sus órdenes. Era el único militar de carrera
de nuestro regimiento.» Ella no paró de hacerle preguntas y de nombrar muertos
de aquella época. «Venga conmigo», me dijo en voz baja la hija, «no nos
necesitan». Y se pasaron sin necesitarnos una hora larga.
Tarde o temprano recalaban por nuestra casa todo tipo de gentes. De la India,
por supuesto. De Ciudad del Cabo también, y más después de la Guerra de
los Bóers y nuestras estancias de seis meses al año allí. También gente
de Rodhesia, en los tiempos de la fundación de la provincia. Y de Australia,
gracias a planes de emigración que se sabía que el partido laborista nunca
aprobaría en sus legislaturas. Y de Canadá, donde la prioridad imperial
empezaba a destacar y Jameson, después de una amarga experiencia, maldijo
a aquel maestro de baile -Laurier- «que prostituyó todo el espectáculo».
Y de muchas islas y colonias importantes. Gentes de todas las procedencias,
cada uno con su historia, su dolor, su idea, su ideal o su aviso.
Vino un ex gobernador de las Filipinas que se había dedicado en cuerpo y
alma, durante años, a dar sentido a su cargo; y en un giro de las tornas
políticas de Washington lo habían destituido tan sin aviso como él no se
hubiera atrevido a hacer con uno de sus ayudantes indígenas. Recordé a no
pocos hombres cuyo trabajo y esperanzas les habían sido arrebatados de la
noche a la mañana y le comprendí muy de veras. Era especialmente divertido
lo que solía contarnos de los líderes políticos filipinos que se pasaban
el día escribiendo y gritando por la independencia y que luego, al anochecer,
iban a verlo para asegurarse de que era improbable que aquel espantoso favor
les fuera concedido, «porque entonces lo más seguro es que nos maten a casi
todos».
Lo difícil era separar mentalmente estas historias, pero el esfuerzo de
adaptar el espíritu a nuevas perspectivas era bueno para la inspiración.
Además de estas historias de viva voz, había otras que me llegaban por escrito,
tres cuartas partes de las cuales no servían para nada, pero había que echarles
un vistazo por la posibilidad de que tuvieran algún valor, máxime durante
los tres años previos a la guerra, años en que las advertencias fueron cada
vez mayores y más frecuentes y los sabios a quienes yo se las trasmitía
me decían «pero qué exagerado es usted».
Con mi trabajo se alternaban ráfagas de desmedida publicidad. A finales
de verano de 1906, por ejemplo, nos embarcamos para Canadá, a donde yo llevaba
muchos años sin ir y que me habían dicho que empezaba a liberarse de su
dependencia material y espiritual de los Estados Unidos. Nuestro barco era
de las líneas Allan y de los primeros en llevar turbinas y telegrafía sin
hilos. En el camarote del telégrafo, cuando cruzábamos como a tientas el
estrecho de Belle Isle, un barco de la misma compañía, a sesenta millas,
nos dijo en morse que la niebla era aún más espesa donde ellos estaban.
Un ingeniero joven dijo desde la puerta: «¿Con quién hablas? Pregúntale
si ha puesto ya a secar los calcetines». Y la vieja broma entre colegas
atravesó la densa niebla. Fue mi primera experiencia práctica con la telegrafía
sin hilos.
En Quebec conocimos a Sir William Van Horne, presidente de las líneas de
ferrocarril del Canadá, pero que cuando nuestro viaje de novios, quince
años antes, no era más que director del departamento que le había perdido
un baúl a mi mujer y había puesto patas arriba a su división para buscarlo.
Su tardía pero muy considerable compensación consistió en ponernos todo
un vagón Pullman, con mozo de color incluido, para que recorriéramos el
país enganchados a los trenes que quisiéramos y con el destino que nos apeteciera
y todo el tiempo que nos viniera en gana. Aceptamos e hicimos todo eso hasta
Vancouver y vuelta. Cuando queríamos dormir tranquilos, el vagón se quedaba
secretamente en vías muertas y sin ruido hasta por la mañana. A la hora
de comer, los cocineros de los grandes trenes correos, para los que era
un honor llevar nuestro vagón, nos preguntaban qué nos apetecía. (Era la
época del pato silvestre con arándanos.) Bastaba que pareciéramos querer
algo para que ese algo nos estuviera esperando a unos cuantos kilómetros
de recorrido. De este modo, y con estas comodidades, seguimos viajando,
cada vez mejor, y el proceso y el progreso eran un disfrute para William,
el mozo de color, que nos hacía de camarero, niñero, ayuda de cámara, mayordomo
y maestro de ceremonias. (Para colmo, mi mujer entendía su manera de hablar
y esto hizo que él terminara por encontrarse a gusto.) Mucha gente venía
a vernos en las estaciones, y había que preparar y dar toda clase de discursos
en los pueblos. En el caso de las visitas, William, medio oculto tras un
enorme ramo de flores, me decía: «Otra comitiva, jefe, y más regalitos para
la señora». Si había que dar discurso, me decía: «Hay que dar un discurso
en X. Siga con lo que está escribiendo, jefe, sólo tiene que sacar los pies
de la mesa y yo le limpio los zapatos mientras». Y así, con los zapatos
adecuados y bien limpios, el inmortal William me sacaba a escena.
En ciertos aspectos era un trabajo en público que resultaba un poco fastidioso,
pero en general merecía la pena. Me habían nombrado doctor honoris causa,
y era mi primer título, por la Universidad de Montreal. Me recibieron con
interés y, después del discurso que di, de elevado contenido moral, los
estudiantes me metieron en un coche de caballos un tanto endeble, en el
que se lanzaron por las calles. Un muchachito encantador que iba en el pescante
me dijo: «Nos ha dado usted un discurso que mataba de aburrimiento. Nos
podría contar ahora algo más entretenido». Lo único que supe contarles es
el miedo que tenía por la inseguridad del carruaje, que se caía a pedazos.
A algunos de aquellos muchachos los volví a ver, en el año 1915, cuando
cavaban trincheras en Francia.
No tengo palabras para dar una idea de la amabilidad y las buenas intenciones
que nos brindaban a cada paso de aquel viaje. Lo intenté, sin éxito, en
unas páginas que escribí sobre él (Cartas a la familia). Y lo más impresionante
era, siempre, algo que los canadienses parecían no notar: que de un lado
de la frontera imaginaria estaban la Seguridad, el Honor y la Obediencia,
y del otro quedaba la brutal falta de civilización. Y que, a pesar de todo,
Canadá admirase todo lo que llegara de los Estados Unidos. También sobre
esto traté de dar algún apunte en mis Cartas.
Antes de separarnos, William nos contó la historia de un amigo suyo, que
estaba deseando ser mozo de un Pullman «porque me había visto trabajar a
mí y se creía que él también podía, sólo con verme». (Ésa era la cantilena
del relato, como una campana de locomotora.) Ante la insistencia del amigo
no tuvo más remedio que agenciarle el ansiado puesto «en el vagón siguiente
al mío... y tuve que acostar pronto a mi gente, porque me pareció que no
iba a tardar en necesitarme, pero él creía que podía, sólo porque me había
visto, y entonces todos los de su vagón quisieron irse a dormir a la misma
hora, como pasa siempre, y él intentó, vaya si lo intentó, acomodarlos a
todos a la vez y no podía. No podía. No sabía hacerlo, y había creído que
sabía sólo porque me había visto a mí», etc., etc. «Y entonces se largó,
se largó sin más.» William hizo aquí una pausa larga.
«,Se tiró por la ventana?», le preguntamos.
«No, no. Nada de tirarse por la ventana aquella noche. Se metió en el cuarto
de las escobas, que allí fue donde di con él, y estaba llorando, y toda
la gente aporreándole la puerta y maldiciéndolo, porque querían irse a la
cama, y él no sabía, no sabía acomodarlos. Se había creído...», etc., etc.
«,Que qué pasó entonces? Pues que tuve que ir corriendo a acostarlos yo
a todos y les conté que su pobre negro estaba llorando a moco tendido, y
todos se rieron. A carcajadas se reían... Pero él se había creído que podía,
sólo porque me había visto a mí.»
Unas semanas antes de volver de aquel viaje maravilloso, me notificaron
que me había sido concedido el Premio Nobel de Literatura de aquel año.
Fue un gran honor, que yo no me esperaba en absoluto.
Hubo que ir a Estocolmo. Cuando ya estábamos en alta mar, el viejo rey de
Suecia se murió. Llegamos a la ciudad, blanca de nieve al sol, y nos encontramos
a todo el mundo en traje de etiqueta, que es el luto oficial de allí, y
que curiosamente impresiona. La tarde siguiente, a los premiados nos llevaron
para presentarnos ante el nuevo rey. En aquellas latitudes oscurece en invierno
a las tres, y estaba nevando. La mitad de las grandes dependencias del palacio
estaban a oscuras, porque era donde estaba el rey de cuerpo presente. Nos
condujeron por pasillos interminables que daban a patios oscuros en los
que la nieve blanqueaba las capas de los centinelas, la recámara de unos
cañones antiguos y las balas amontonadas al lado. Enseguida llegamos a una
zona más viva, ya con los pasillos y las salas encendidos, pero siempre
con el silencio de aquella corte, un silencio único en el mundo. En un gran
salón iluminado, el nuevo rey, con ojeras y la cara cansada, dedicó a cada
uno las palabras propias de la ocasión. Después la reina, que llevaba un
magnífico vestido de luto a lo María Estuardo, dijo también unas palabras.
Y salimos precedidos por unos oficiales de la Corte que andaban sin hacer
ruido, entre el silencio de las estancias, un silencio tan rotundo que a
los oficiales se les oía el tintineo de las condecoraciones del uniforme.
Nos dijeron que las últimas palabras del viejo rey habían sido «Que no se
cierren los teatros por mí», así que Estocolmo aquella noche disfrutó con
moderación de sus placeres, muy callada la ciudad bajo la nieve.
No amanecía hasta a las diez, y uno se quedaba en la cama mientras afuera
seguía oscuro y se escuchaba el brusco rechinar de los tranvías que llevaban
corriendo a la gente a la jornada de trabajo. Pero el modo de vida de aquel
país me pareció razonable, bien pensado y muy cómodo para todas las clases
sociales en lo que respecta a la alimentación, la vivienda y otros aspectos
menos vitales, pero no menos deseables, como es el caso de la atención prestada
a las artes. Yo sólo había conocido a los suecos como emigrantes de primera
clase en distintas partes del mundo. Al verlos en su tierra pude intuir
de dónde les venía la energía y la franqueza. La nieve y el frío no son
malos educadores.
En aquella época, en los baños públicos había mujeres muy formales contratadas
para lavar con espuma de jabón magnífica y con grandes manojos de virutas
de pino -si se piensa, la verdad es que la esponja es tan sucia como el
cepillo dental permanente de los europeos a los señores que quisieran el
baño más lujoso que pueda conocer la civilización. Pero los extranjeros
no siempre comprendían aquella costumbre. De ahí la anécdota que en una
estación de esquí me contó, con voz profunda y suave de contralto del norte,
una señora sueca que había aprendido y pronunciaba un inglés un tanto bíblico.
El principio de la historia es fácil de imaginar. El final era: «Y entonces
la vieja se allegó... llegó, a lavar a aquel hombre, pero él se airó...
se enfadó, se metió hasta el cuello en el agua y le dijo que se fuera, y
ella le decía, pero si he venido a lavarle, señor, y se disponía a hacerlo,
pero él se dio la vuelta y con los pies fuera le decía váyase, maldita sea.
Ella fue a decirle al director que había allí un loco que no se dejaba bañar.
Pero el director le contestó que no era un loco, sino que era inglés, y
que preferiría solo, que se lavaría él solo».
[EN PROTECCION DE LOS DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE ALGO DE
MI MISMO]
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