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Conferencia
pronunciada en el congreso llamado "De los psicoanalistas de lengua romance" en
1951.
Aquí estamos todavía en lo de amaestrar las orejas para eI término
sujeto. El que nos da ocasión para ello permanecerá anónimo, lo
cual nos ahorra tener que remitir a todos los pasajes en que nos
distinguimos más, adelante.
La pregunta por parte de Freud el caso de Dora, si se la quisiera
considerar como cerrada aquí, sería el beneficio neto de nuestro
esfuerzo por abrir de nuevo el estudio de la transferencia al salir
del informe presentado bajo este título por Daniel Lagache, donde
la idea nueva era dar cuenta de ella por el efecto Zeigarnik. Era
una idea bien a propósito para gustar en un tiempo en que eI psicoanálisis
parecía escaso de coartadas.
Habiéndose permitido eI colega no nombrado replicar al autor del
informe que también la transferencia podría ser invocada en ese
efecto, creímos encontrar en ello ocasión favorable para hablar
de psicoanálisis.
Hemos tenido que recortar algo, puesto que también nos adelantábamos
aquí mucho sobre lo que hemos podido, en cuanto a la transferencia,
enunciar desde entonces (1966).
Nuestro colega B. .., por su observación de que el efecto Zeigarnik
parecería depender de la transferencia más de lo que la determina,
ha introducido lo que podríamos llamar los hechos de resistencia
en la experiencia psicotécnica. Su alcance consiste en poner en
valor la primacía de la relación de sujeto a sujeto en todas las
reacciones del individuo en cuanto que son humanas, y la dominancia
de esta relación en toda puesta a prueba de las disposiciones individuales,
ya se trate de una prueba definida por las condiciones de una tarea
o de una situación.
Por lo que hace a la experiencia psicoanalítica debe comprenderse
que se desarrolla entera en esa relación de sujeto a sujeto dando
a entender con ello que conserva una dimensión irreductible a toda
psicología considerada como una objetivación de ciertas propiedades
del individuo.
En un psicoanálisis, en efecto, el sujeto, hablando con propiedad,
se constituye por un discurso donde la mera presencia del psicoanalista
aporta antes de toda intervención, la dimensión del diálogo.
Por mucha irresponsabilidad, incluso por mucha incoherencia que
las convenciones de la regla vengan a dar al principio de este discurso,
es claro que esto no son sino artificios de hidráulico (ver observación
de Dora) con el fin de asegurar el paso de ciertos diques, y que
su curso debe proseguirse según las leyes de una gravitación que
le es propia y que se llama la verdad. Es éste en efecto el nombre
de ese movimiento ideal que el discurso introduce en la realidad.
En una palabra, el psicoanálisis es una experiencia dialéctica,
y esta noción debe prevalecer cuando se plantea la cuestión de la
naturaleza de la transferencia.
Prosiguiendo mi asunto, en este sentido no tendré otro designio
que el de mostrar por un ejemplo a que clase de proposiciones se
podría llegar. Pero me permitiré primero algunas observaciones que
me parecen urgentes para la dirección presente de nuestros esfuerzos
de elaboración teórica, y en la medida en que interesan las responsabilidades
que nos confiere el momento de la historia que vivimos, no menos
que la tradición cuya custodia nos está confiada.
Que encarar con nosotros el psicoanálisis como dialéctica debe presentarse
como una orientación propia de nuestra reflexión, ¿no podemos ver
en ello algún desconocimiento de un dato inmediato, incluso del
hecho de sentido común de que en éI no se hace uso sino de palabras
-y reconocer, en la atención privilegiada concedida a la función
de los rasgos mudos del comportamiento en la maniobra psicológica,
una preferencia del análisis por un punto de vista en que el sujeto
no es ya sino objeto? Si hay en efecto desconocimiento, debemos
interrogarlo según los métodos que emplearíamos en todo caso semejante.
Es sabido que yo me inclino a pensar que en el momento en que la
psicología, y con ella todas las ciencias del hombre, han sufrido,
aunque sea contra su voluntad o incluso sin saberlo, un profundo
reajuste de sus puntos de vista por las nociones nacidas del psicoanálisis,
parece producirse entre los psicoanalistas un movimiento inverso
que yo expresaría en los siguientes términos.
Si Freud tomó la responsabilidad -contra Hesíodo, para quien las
enfermedades enviadas por Zeus avanzan hacia los hombres en silencio-
de mostrarnos que hay enfermedades que hablan y de hacernos entender
la verdad de lo que dicen, parece que esta verdad, a medida que
se nos presenta más claramente su relación con un momento de la
historia y con una crisis de las instituciones, inspira un temor
creciente a los practicantes que perpetúan su técnica.
Los vemos pues, bajo toda clase de formas que van desde el pietismo
hasta los ideales de la eficiencia mas vulgar, pasando por la gama
de propedéuticas naturalistas, refugiarse bajo el ala de un psicologismo
que, cosificando al ser humano, llegaría a desaguisados al lado
de los cuales los del cientificismo físico no serían sino bagatelas.
Pues debido precisamente al poder de los resortes manifestados por
el análisis, no será nada menos que un nuevo tipo de enajenación
del hombre el que pasará a la realidad, tanto por el esfuerzo de
una creencia colectiva como por la acción de selección de técnicas
que tendrían todo el alcance formativo propio de los ritos: en suma
un homo psychologicus cuyo peligro denuncio.
Planteo a propósito de éI la cuestión de saber si nos dejaremos
fascinar por su fabricación o si, volviendo a pensar la obra de
Freud, no podremos volver a encontrar el sentido auténtico de su
iniciativa y el medio de mantener su valor saludable.
Quiero precisar aquí, si es que hay necesidad de ello, que estas
preguntas no van dirigidas para nada a un trabajo como el de nuestro
amigo Lagache: prudencia en el método, escrúpuIo en el proceso,
abertura en las conclusiones, todo aquí nos da ejemplo de la distancia
mantenida entre nuestra praxis y la psicología. Fundaré mi demostración
en el caso de Dora, por representar en la experiencia todavía nueva
de la transferencia el primero en que Freud reconoce que el análisis
tiene en ella su parte.
Es notable que nadie hasta ahora haya subrayado que el caso de Dora
es expuesto por Freud bajo la forma de una serie de inversiones
dialécticas. No se trata de un artificio de ordenamiento para un
material acerca del cual Freud formula aquí de manera decisiva que
su aparición queda abandonada al capricho del paciente. Se trata
de una escansión de las estructuras en que se transmita para el
sujeto la verdad, y que no tocan solamente a su comprensión de las
cosas, sino a su posición misma en cuanto sujeto del que los "objetos"
son función. Es decir que el concepto de la exposición es idéntico
al progreso del sujeto, o sea a la realidad de la curación.
Ahora bien, es la primera vez que Freud da el concepto del obstáculo
contra el que ha venido a estrellarse el análisis bajo el término
de transferencia. Esto por sí solo da cuando menos su valor de vuelta
a las fuentes al examen que emprendemos de las relaciones dialécticas
que constituyeron el momento del fracaso. Por donde vamos a intentar
definir en términos de pura dialéctica la transferencia de la que
se dice que es negativa en el sujeto, así como la operación del
analista que la interpreta.
Tendremos qué pasar sin embargo por todas las fases que llevaron
a ese momento, como también perfilarlo sobre las anticipaciones
problemáticas que, en los datos del caso, nos indican dónde hubiera
podido encontrar su resolución lograda. Encontramos así:
Un primer desarrollo, ejemplar por cuanto somos arrastrados de golpe
al plano de la afirmación de la verdad. En efecto, después de una
primera puesta a prueba de Freud: ¿irá a mostrarse tan hipócrita
como el personaje paterno?, Dora se adentra en su requisitoria,
abriendo un expediente de recuerdos cuyo rigor contrasta con la
imprecisión biográfica propia de la neurosis. La señora K... y su
padre son amantes desde hace tantos y tantos años y lo disimulan
bajo ficciones a veces ridículas. Pero el colmo es que de este modo
ella queda entregada sin defensa a los galanteos del señor K...
ante los cuales su padre hace la vista gorda, convirtiéndola así
en objeto de un odioso cambalache.
Freud es demasiado avezado en la constancia de la mentira sociaI
para haberse dejado engañar, incluso de labios de un hombre que
en su opinión le debe una confianza total. No le ha sido pues difícil
apartar del espíritu de su paciente toda imputación de complacencia
para con esa mentira Pero al final de ese desarrollo se encuentra
colocado frente a la pregunta, por lo demás de un tipo clásico en
los comienzos del tratamiento: "Esos hechos están ahí, proceden
de Ia realidad y no de mí, ¿Qué quiere usted cambiar en ellos?"
A lo cual Freud responde por:
Una primera inversión dialéctica que no tiene nada que envidiar
al análisis hegeliano de la reivindicación del "alma bella" la que
se rebela contra el mundo en nombre de la ley del corazón: "mira,
le dice, cuál es tu propia parte en el desorden del que te quejas".
Y aparece entonces:
Un segundo desarrollo de la verdad: a saber que no es sólo por el
silencio, sino gracias a la complicidad de Dora misma, mas aun:
bajo su protección vigilante, como pudo durar la ficción que permitió
prolongarse a la relación de los dos amantes.
Aquí no sólo se ve la participación de Dora en la corte que le hace
el señor K..., sino que sus relaciones con los otros participantes
en la cuadrilla reciben una nueva luz por incluirse en una sutil
circulción de regalos preciosos, rescate de Ias carencias de prestaciones
sexuales, la cual, partiendo de su padre hacia la señora X..., retorna
a la paciente por las disponibilidades que libera en el señor B...,
sin perjuicio de las munificencias que le vienen directamenre de
la fuente primera, bajo la forma de los dones paralelos en que el
burgés encuentra clásicamente la especie de prenda mas apropiada
para unir a la reparación debida a la mujer legítima el cuidado
del patrimonio (observemos que la presencia del personaje de la
esposa se reduœ aquí a este enganchamiento lateral a la cadena de
los intercambios).
Al mismo tiempo, la relación edípica se revela constituida en Dora
por una identificación al padre, que ha favorecido la impotencia
sexual de éste, experimentada además por Dora como idéntica a la
prevalencia de su posición de fortuna: esto traicionado por la alusión
inconsciente que le permite la semántica de la palabra fortuna en
alemán: Vermögen. Esta identificación se transparenta en efecto
en todos los síntomas de conversión presentados por Dora, y su descubrimiento
inicia el levantamiento de muchos de éstos.
La pregunta se convierte pues en ésta: ¿qué significan sobre esta
base los celos súbitamente manifestados por Dora ante la relación
amorosa de su padre? Estos por presentarse bajo una forma tan preponderante,
requieren una explicación que rebasa sus motivos (p 50). Aquí se
sitúa:
La segunda inversión dialética, que Freud opera con la observación
de que no es aquí el objeto pretendido de los celos el que da su
verdadero motivo, uno que enmascara un interés hacia la persona
del objeto-rival, interés cuya naturaleza mucho menos asimilable
al discurso común no puede expresarse en él sino bajo su forma invertida
de donde surge:
Un tercer desarrollo de la verdad: Ia atracción fascinada de Dora.
hacia la señora K ("su cuerpo blanquísimo"), las confidencias que
recibe hasta un punto que quedará sin sondear sobre el estado de
sus relaciones con su marido, el hecho patente de sus intercambios
de buenos procedimientos como mutuas embajadoras de sus deseos respectivos
ante el padre de Dora.
Freud percibió la pregunta a la que llevaba este nuevo desarrollo.
Si ésta es pues la mujer cuya desposesión experimenta usted tan
amargamente, ¿cómo no le tiene rencor por la redoblada traición
de que sea de ella de quien partieron esas imputaciones de intriga
y de perversidad que todos comparten ahora para acusarla a usted
de embuste? ¿Cual es el motivo de esa lealtad que la lleva a guardarle
el secreto úItimo de sus relaciones? (a saber la iniciación sexual,
rastreable ya en las acusadores mismas de la señora K ) Con este
secreto seremos llevados en efecto:
A la tercera inversión dialéctica, la que nos daría el valor real
del objeto que es la señora K para Dora. Es decir no un individuo,
sino un misterio, el misterio de su propia femineidad, queremos
decir de su femineidad corporal, tal como aparece sin velos en el
segundo de los dos sueños cuyo estudio forma la segunda parte de
la exposición del caso Dora, sueños a los cuales rogamos remitirse
para ver hasta que punto su interpretación se simplifica con nuestro
comentario
Ya a nuestro alcance nos aparece el mojón alrededor del cual debe
girar nuestro carro para invertir una última vez su carrera. Es
aquella imagen, la más lejana que alcanza Dora de su primera infancia
(en una observación de Freud, incluso como ésta interrumpida, ¿no
le han caído siempre entre las manos todas las claves?): es Dora,
probablemente todavía infans, chupandose el pulgar izquierdo, al
tiempo que con la mano derecha tironea la oreja de su hermano, un
año y medio mayor que ella.
Parece que tuviésemos aquí la matriz imaginaria en la que han venido
a vaciarse todas las situaciones que Dora ha desarrollado en su
vida; verdadera ilustración de la teoría, todavía por nacer en Freud,
de los automatismos de repetición. Podemos tomar con ella la medida
de lo que significan ahora para ella la mujer y el hombre.
La mujer es el objeto imposible de desprender de un primitivo deseo
oral en el que sin embargo es preciso que aprenda a reconocer su
propia naturaleza genital. (Se asombra uno aquí de que Freud no
vea que la determinación de la afonía durante las, ausencias del
señor K. . . (p. 36) expresa el violento llamado de la pulsión erótica
oral en eI encuentro a solas con la señora K..., sin que haya necesidad
de invocar la percepción de la fellatio sufrida por el padre (p.
44), cuando cada quien sabe que el "cunnilingus" es el artificio
más comúnmente adoptado por los "señores con fortuna" a quienes
empiezan a abandonarle sus fuerzas.) Para tener acceso a este reconocimiento
de su femineidad, le sería necesario realizar la asunción de su
propio cuerpo a falta de la cual permanece abierta a la fragmentación
funcional (para referirnos al aporte teórico del estadio del espejo),
que constituye los síntomas de conversión.
Pero para realizar la condición de este acceso, no ha contado sino
con el único expediente que, según nos muestra la imagen original,
le ofrece una apertura hacia el objeto, a saber el compañero masculino
al cual la diferencia de edades le permite identificarse en esa
enajenación primordial en la que el sujeto se reconoce como yo [je]..
.
Asi pues Dora se ha identificado al señor K. . . como está identificándose
a Freud mismo (el hecho de que fuese el despertar del sueño "de
transferencia" cuando percibió el olor de humo que pertenece a los
dos hombres no indica, como dijo Freud, p. 67 que se tratase de
alguna identificaón mas reprimida, sino más bien que esa alucinación
correspondía al estadio crepuscular del retorno al yo). Y todas
sus relaciones con los dos hombres manifiestan esa agresividad en
la que vemos la dimensión propia de la enajenación narcisista
Sigue pues siendo cierto, como piensa Freud, que el retorno a la
reivindicación pasional para con el padre representa una regresión
en comparación con las relaciones esbozadas con el señor K.
Pero ese homenaje del que Freud entrevé el poder saludable para
Dora no podría ser recibido por ella como manifestación del deseo
sino a condición de que se aceptase a sí misma como objeto del deseo,
es decir después que hubiese agotado el sentido de lo que busca
en la señora K..
lgual que para toda mujer y por razones que están en el fundamento
mismo de los intercambios sociales más elementales (aquellos mismos
que Dora formula en las quejas de su rebeldía), el problema de su
condición es en el fondo aceptarse como objeto del deseo del hombre,
y es éste para Dora el misterio que motiva su idolatría hacia la
señora K , así como en su larga meditación ante la Madonna y su
recurso al adorador lejano, la empuja hacia la solución que el cristianismo
ha dado a este callejón sin salida subjetivo, haciendo de la mujer
objeto de un deseo divino o un objeto trascendente del deseo, lo
que viene a ser lo mismo
Si Freud en una tercera inversión dialéctica hubiese pues orientado
a Dora hacia el reconocimiento de lo que era para ella la señora
K ., obteniendo la confesión de los últimos secretos de su relación
con ella, ¿qué prestigio no habría ganado él mismo (no hacemos sino
tocar aquí la cuestión del sentido de la transferencia positiva),
abriendo así el camino al reconocimiento del objeto viril? Esta
no es mi opinión, sino la de Freud (p 107)
Pero el hecho de que su falla fuese fatal para el tratamiento, lo
atribuye a la acción de la transferencia (pág. 103-107), al error
que le hizo posponer su interpretación (p 106) siendo así que, como
pudo comprobarlo posteriormente, sólo tenía dos horas por delante
para evitar sus efectos (p 106).
Pero cada vez que vuelve a invocar esa explicación, que tomará el
desarrollo que todos saben en la doctrina, una nota a pie de página
viene a añadir un recurso a su insuficiente apreciación del nexo
homosexual que unía a Dora con la señora K. .
¿Qué significa esto sino que la segunda razón no se le aparece como
la primera de derecho sino en 1923, mientras que la primera en orden
dio sus frutos en su pensamiento a partir de 1905, fecha de publicación
del caso Dora?
En cuanto a nosotros, ¿qué partido tomar? Creerle ciertamente por
las dos razones y tratar de captar lo que pueda deducirse de su
síntesis.
Se encuentra entonces esto. Freud confiesa que durante mucho tiempo
no pudo encontrarse con esa tendencia homosexual (que sin embargo
nos dice eso tan constante en los histéricos que no se podría en
ellos exagerar su papel subjetivo) sin caer en un desaliento (p.
107, n.), que le hacía incapaz de actuar sobre este punto de manera
satisfactoria.
Esto proviene, diremos nosotros, de un prejuicio, aquel mismo que
falsea en su comienzo la concepción del complejo de Edipo haciéndolo
considerar como natural y no como normativa la prevalencia del personaje
paterno: es el mismo que se expresa simplemente en el conocido estribillo:
"Como el hilo es para la aguja, la muchacha es para el muchacho."
Freud tiene hacia el señor K. una simpatía que viene de lejos, puesto
que fue él quien le trajo al padre de Dora (p.18), y que se expresa
en numerosas apreciaciones (p.27 n.). Después del fracaso del tratamiento,
se empeña en seguir soñando con una "victoria del amor" (p.99).
En lo que §e refiere a Dora, su participación personal en el interés
que le inspira es confesada en muchos lugares de la observación.
A decir verdad, le hace vibrar con un estremecimiento que, rebasando
las digresiones teóricas, alza este texto, entre las monografías
psicopatológicas que constituyen un género de nuestra literatura,
al tono de una Princesa de Cleves presa de una mordaza infernal.
Es por haberse puesto un poco excesivamente en el Iugar del señor
K... por lo que Freud esta vez no logró conmover al Aqueronte.
Freud en razón de su contratransferencia vuelve demasiado constantemente
sobre el amor que el señor K... inspiraría a Dora, y es singular
ver como interpreta siempre en el sentido de la confesión las respuestas
sin embargo muy variadas que le opone Dora. La sesión en que cree
haberla reducido a "no contradecirlo ya" (p.93) y al final de la
cual cree poder expresarle su satisfacción, Dora la concluye en
un tono bien diferente. "No veo que haya salido a luz nada de particular",
dice, y es al principio de la próxima cuando se despedirá de él.
¿Qué sucedió pues en la escena de la declaración al borde del lago,
que fue la catástrofe por donde Dora entró en la enfermedad, arrastrando
a todo el mundo a reconocerla como enferma, lo cual responde irónicanente
a su rechazo de proseguir su función de sostén para su común dolencia
(no todos los "beneficios" de la neurosis son para el exclusivo
provecho del neurótico)?
Basta como en toda interpretación válida con atenerse al texto para
comprenderlo. El señor K... sólo tuvo tiempo de colocar algunas
palabras, es cierto que fueron decisivas: "Mi mujer no es nada para
mí" Y ya su hazaña recibía su justa recompensa: una soberbia bofetada,
la misma cuyo contragolpe experimentará Dora mucho después del tratamiento
en una neuralgia transitoria viene a indicar al torpe: "Si ella
no es nada para usted, ¿qué es pues usted para mí?".
Y desde este momento ¿qué sería para ella ese fantoche que acaba
sin embargo de romper el hechizo en que vive ella desde hace años?.
La fantasía latente de embarazo que seguirá a esta escena no es
una objeción para nuestra interpretación: es notorio que se produce
en las histéricas justamente en función de su identificación viril.
Por la misma trampa en la que se hunde en un desplazamiento mas
insidioso. va a desaparecer Freud. Dora se aleja con la sonrisa
de la Gioconda e incluso cuando reaparezca Freud no tendrá la ingenuidad
de creer en una intención de regreso.
En ese momento ella ha logrado que todos reconozcan la verdad de
la cual sin embargo ella sabe que no es, por muy verídica que sea,
la verdad última, y habrá conseguido precipitar por el puro maná
de su presencia al desdichado señor K... bajo las ruedas de un coche.
La sedación de sus síntomas, obtenida en Ia segunda fase de su curación,
se ha mantenido sin embargo. Así la detención del proceso dialéctico
arroja como saldo un aparente retroceso, pero las posiciones reasumidas
no pueden ser sostenidas sino por una afirmativa del yo, que puede
ser considerada como un progreso.
¿Qué es finalmente esa transferencia de la que Freud dice en algún
sitio que su trabajo se prosigue invisible detrás del progreso del
tratamiento y cuyos efectos por lo demas "escapan a la demostración"
(p.67)?" ¿No puede aquí considerársela como una entidad totalmente
relativa a la contratransferencia definida como la suma de los prejuicios,
de las pasiones, de las perplejidades, incluso de la insuficiente
información del anaIista en tal momento del proceso dialéctico?
¿Nos lo dice Freud mismo (p.105) que Dora hubiera podido transferir
sobre él al personaje paterno si éI hubiese sido lo bastante tonto
como para creer en la versión de las cosas que le presentaba el
padre?
Dicho de otra manera, la transferencia no es nada real en el sujeto,
sino la aparición, en un momento de estancamiento de la dialéctica
analítica, de los modos permanentes según los cuales constituye
sus objetos.
¿Que es entonces interpretar la transferencia? No otra cosa que
llenar con un engaño el vacío de ese punto muerto. Pero este engaño
es útil, pues aunque falaz, vuelve a lanzar el proceso.
La negación con que Dora habría acogido la observación por parte
de Freud de que ella le imputaba las mismas intenciones que había
manifestado el señor K. . ., no hubiese cambiado nada al alcance
de sus efectos. La oposición misma que habría engendrado habría
orientado probablemente a Dora, a pesar de Freud, en la dirección
favorable: la que la habría conocido al objeto de su interés real.
Y el hecho de haberse puesto en juego en persona como sustituto
del señor K... habría preservado a Freud de insistir demasiado sobre
el valor de las proposiciones de matrimonio de aquél.
Aquí la transferencia no remite a ninguna propiedad misteriosa de
la afectividad, e incluso cuando se delata bajo un aspecto de emoción,
éste no toma su sentido sino en función del momento dialéctico en
que se produce.
Pero este momento es poco significativo puesto que traduce comúnmente
un error del analista, aunque solo fuese el de querer demasiado
el bien del paciente, cuyo peligro ha denunciado muchas veces Freud
mismo.
Así la neutralidad analítica toma su sentido auténtico de la posición
del puro dialéctico que, sabiendo que todo lo que es real es racional
(e inversamente), sabe que todo lo que existe, y hasta el mal contra
el que lucha, es y seguirá siendo siempre equivalente en el nivel
de su particularidad, y que no hay progreso para el sujeto si no
a por la integración a que llega de su posición en lo Universal:
técnicamente por la proyección de su pasado en un discurso en devenir.
El caso de Dora parece privilegiado para nuestra demostración en
que tratándose de una histérica, la pantalla del yo es en ella bastante
transparente para que en ninguna parte, como dijo Freud, sea más
bajo el umbral entre el inconsciente y el consciente, o mejor dicho
entre el discurso analítico y la palabra del síntoma.
Creemos sin embargo que la transferencia tiene siempre el mismo
sentido de indicar los momentos de errancia y también de orientación
del analista, el mismo valor para volvernos a llamar al orden de
nuestro papel: un no actuar positivo con vistas a la ortodramatización
de la subjetividad del paciente.