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El estadio del espejo como formador de la función del yo (je) [1949]
Jacques Lacan (Escritos 1)
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Comunicación
presentada en el XVI Congreso Internacional de Psicoanálisis, en Zurich, el 17
de julio de 1949.
El estadío del espejo como formador de la función del yo (je) tal
como se nos revela en la experiencia psicoanalítica
La concepción del estadio del espejo que introduje en nuestro último
congreso, hace trece años, por haber más o menos pasado desde entonces
al uso del grupo francés, no me pareció indigna de ser recordada a la
atención de ustedes: hoy especialmente en razón de las luces que aporta
sobre la función del yo [je] en la experiencia que de él nos da el psicoanálisis.
Experiencia de la que hay que decir que nos opone a toda filosofía derivada
directamente del cogito.
Acaso haya entre ustedes quienes recuerden el aspecto del comportamiento
de que partimos, iluminado por un hecho de psicología comparada: la
cría de hombre, a una edad en que se encuentra por poco tiempo, pero
todavía un tiempo, superado en inteligencia instrumental por el chimpancé,
reconoce ya sin embargo su imagen en el espejo como tal. Reconocimiento
señalado por la mímica iluminante del Aha-Erlebnis, en la que para Kohler
se expresa la apercepción situacional, tiempo esencial del acto de inteligencia.
Este acto, en efecto, lejos de agotarse, como en el mono, en el control,
una vez adquirido, de la inanidad de la imagen, rebota en seguida en
el niño en una serie de gestos en los que experimenta lúdicamente la
relación de los movimientos asumidos de la imagen con su medio ambiente
reflejado, y de ese complejo virtual a la realidad que reproduce, o
sea con su propio cuerpo y con las personas, incluso con los objetos,
que se encuentran junto a él.
Este acontecimiento puede producirse, como es sabido desde los trabajos
de Baldwin, desde la edad de seis meses, y su repetición ha atraído
con frecuencia nuestra meditación ante el espectáculo impresionante
de un lactante ante el espejo, que no tiene todavía dominio de la marcha,
ni siquiera de la postura en pie, pero que, a pesar del estorbo de algún
sostén humano o artificial (lo que solemos llamar unas andaderas), supera
en un jubiloso ajetreo las trabas de ese apoyo para suspender su actitud
en una postura mas o menos inclinada, y conseguir, para fijarlo, un
aspecto instantáneo de la imagen.
Esta actividad conserva para nosotros hasta la edad de dieciocho meses
el sentido que le damos, y que no es menos revelador de un dinamismo
libidinal, hasta entonces problemático, que de una estructura ontológica
del mundo humano que se inserta en nuestras reflexiones sobre el conocimiento
paranoico.
Basta para ello comprender el estadio del espejo como una identificación
en el sentido pleno que el análisis da a éste término: a saber, la transformación
producida en el sujeto cuando asume una imagen, cuya predestinación
a este efecto de fase está suficientemente indicada por el uso, en la
teoría, del término antiguo imago.
El hecho de que su imagen especular sea asumida jubilosamente por el
ser sumido todavía en la impotencia motriz y la dependencia de la lactancia
que es el hombrecito en ese estadio infans, nos parecerá por lo tanto
que manifiesta, en una situación ejemplar, la matriz simbólica en la
que el yo [je] se precipita en una forma primordial, antes de objetivarse
en la dialéctica de la identificación con el otro y antes de que el
lenguaje le restituya en lo universal su función de sujeto.
Esta forma por lo demás debería más bien designarse como yo-ideal, si
quisiéramos hacerla entrar en un registro conocido, en el sentido de
que será también el tronco de las identificaciones secundarias, cuyas
funciones de normalización libidinal reconocemos bajo ese término. Pero
el punto importante es que esta forma sitúa la instancia del yo, aún
desde antes de su determinación socia!, en una línea de ficción, irreductible
para siempre por el individuo solo; o más bien, que sólo asintóticamente
tocará el devenir del sujeto, cualquiera que sea el éxito de las síntesis
dialécticas por medio de las cuales tiene que resolver en cuanto yo
[je] su discordancia con respecto a su propia realidad.
Es que la forma total del cuerpo, gracias a la cual el sujeto se adelanta
en un espejismo a la maduración de su poder, no le es dada sino como
Gestalt, es decir en una exterioridad donde sin duda esa forma es mas
constituyente que constituida, pero donde sobre todo le aparece en un
relieve de estatura que la coagula y bajo una simetría que la invierte,
en oposición a la turbulencia de movimientos con que se experimenta
a sí mismo animándola. Así esta Gestalt, cuya pregnancia debe considerarse
como ligada a la especie, aunque su estilo motor sea todavía confundible,
por esos dos aspectos de su aparición simboliza la permanencia mental
del yo [je] al mismo tiempo que prefigura su destinación enajenadora;
está preñada todavía de las correspondencias que unen el yo [je] a la
estatua en que el hombre se proyecta como a los fantasmas que le dominan,
al autómata, en fin, en el cual, en una relación ambigua, tiende a redondearse
el mundo de su fabricación.
Para las imagos, en efecto, respecto de las cuales es nuestro privilegio
el ver perfilarse, en nuestra experiencia cotidiana y en la penumbra
de la eficacia simbólica, sus rostros velados, la imagen especular parece
ser el umbral del mundo visible, si hemos de dar crédito a la disposición
en espejo que presenta en la alucinación y en el sueño la imago del
cuerpo propio, ya se trate de sus rasgos individuales, incluso de sus
mutilaciones, o de sus proyecciones objetales, o si nos fijamos en el
papel del aparato del espejo en las apariciones del doble en que se
manifiestan realidades psíquicas, por lo demás heterogéneas.
Que una Gestalt sea capaz de efectos formativos sobre el organismo es
cosa que puede atestiguarse por una experimentación biológica, a su
vez tan ajena a la idea de causalidad psíquica que no puede resolverse
a formularla como tal. No por eso deja de reconocer que la maduración
de la gónada en la paloma tiene por condición necesaria la vista de
un congénere, sin que importe su sexo, y tan suficiente, que su efecto
se obtiene poniendo solamente al alcance del individuo el campo de reflexión
de un espejo. De igual manera, el paso, en la estirpe, del grillo peregrino
de la forma solitaria a la forma gregaria se obtiene exponiendo al individuo,
en cierto estadio, a la acción exclusivamente visual de una imagen similar,
con tal de que esté animada de movimientos de un estilo suficientemente
cercano al de los que son propios de su especie. Hechos que se inscriben
en un orden de identificación homeomórfica que quedaría envuelto en
la cuestión del sentido de la belleza como formativa y como erógena.
Pero los hechos del mimetismo, concebidos como de identificación heteromórfica,
no nos interesan menos aquí, por cuanto plantean el problema de la significación
del espacio para el organismo vivo, y los conceptos psicológicos no
parecen más impropios para aportar alguna luz sobre esta cuestión que
los ridículos esfuerzos intentados con vistas a reducirlos a la ley
pretendidamente suprema de la adaptación. Recordemos únicamente los
rayos que hizo fulgurar sobre el asunto el pensamiento (joven entonces
y en reciente ruptura de las prescripciones socioIógicas en que se había
formado) de un Roger Caillois, cuando bajo el termino de psicastenia
legendaria, subsumía el mimetismo morfológico en una obsesión del espacio
en su efecto desrealizante.
También nosotros hemos mostrado en la dialéctica social que estructura
como paranoico el conocimiento humano la razón que lo hace más autónomo
que el del animal con respecto al campo de fuerzas del deseo, pero también
que la determina en esa "poca realidad" que denuncia en ella la insatisfacción
surrealista (nota). Y estas reflexiones nos incitan a reconocer en la
captación espacial que manifiesta el estadio del espejo el efecto en
el hombre, premanente incluso a esa dialéctica, de una insuficiencia
orgánica de su realidad natural, si es que atribuimos algún sentido
al término "naturaleza".
La función del estadio del espejo se nos revela entonces como un caso
particular de la función de la imago, que es establecer, una relación
del organismo con su realidad o, como se ha dicho, Innenwelt con el
Umwelt.
Pero esta relación con la naturaleza está alterada en el hombre por
cierta dehiscencia del organismo en su seno, por una Discordia primordial
que traicionan los signos de malestar y la incoordinación motriz de
los meses neonatales. La noción objetiva del inacabamiento anatómico
del sistema piramidal como I de ciertas remanencias humorales del organismo
materno, confirma este punto de vista que formulamos como el dato de
una verdadera prematuración específica del nacimiento en el hombre.
Señalemos de pasada que este dato es reconocido como tal por los embriólogos,
bajo el termino de fetatización, para determinar la prevalencia de los
aparatos llamados superiores del neuroeje y especialmente de ese córtex
que las intervenciones psicoquirúrgicas nos llevaran a concebir como
el espejo intra-orgánico.
Este desarrollo es vivido como una dialéctica temporal que proyecta
decisivamente en historia la formación del individuo: el estadio del
espejo es un drama cuyo empuje interno se precipita de la insuficiencia
a la anticipación; y que para el sujeto, presa de la ilusión de la identificación
espacial, maquina las fantasías que se sucederán desde una imagen fragmentada
del cuerpo hasta una forma que llamaremos ortopédica de su totaIidad,
y a la armadura por fin asumida de una identidad enajenante, que va
a marcar con su estructura rígida todo su desarrollo mental. Así la
ruptura del círculo del Innenwelt al Umwelt engendra la cuadratura inagotable
de las reaseveraciones del yo.
Este cuerpo fragmentado, término que he hecho también aceptar en nuestro
sistema de referencias teóricas, se muestra regularmente en los sueños,
cuando la moción del análisis toca cierto nivel de desintegración agresiva
del individuo. Aparece entonces bajo la forma de miembros desunidos
y de esos órganos figurados en exoscopia, que adquieren alas y armas
para las persecuciones intestinas, los cuales fijó para siempre por
la pintura el visionario Jerónimo Bosco, en su ascensión durante el
siglo decimoquinto al cenit imaginario del hombre moderno. Pero esa
forma se muestra tangible en el plano orgánico mismo, en las líneas
de fragilización que definen la anatomía fantasiosa, manifiesta en los
síntomas de escisión esquizoide o de espasmo, de la histeria.
Correlativamente, la formación del yo [je] se simboliza oníricamente
por un campo fortificado, o hasta un estadio, distribuyendo desde el
ruedo interior hasta su recinto, hasta su contorno de cascajos y pantanos,
dos campos de lucha opuestos donde el sujeto se empecina en la búsqueda
del altivo y lejano castillo interior, cuya forma (a veces yuxtapuesta
en el mismo libreto) simboliza el ello de manera sobrecogedora. Y parejamente,
aquí en el plano mental, encontramos realizadas estas estructuras de
fábrica fortificada cuya metáfora surge espontáneamente, y como brotada
de los síntomas mismos del sujeto, para designar los mecanismos de inversión,
de aislamiento, de reduplicación, de anulación, de desplazamiento, de
la neurosis obsesiva.
Pero, de edificar sobre estos únicos datos subjetivos, y por poco que
los emancipemos de la condición de experiencia que hace. que los recibamos
de una técnica de lenguaje, nuestras tentativas. teóricas quedarían
expuestas al reproche de proyectado en lo impensable de un sujeto absoluto:
para eso hemos buscado en la hipótesis aquí fundada sobre una concurrencia
de datos objetivos la rejilla directriz de un método de reducción simbólica.
Este instaura en las defensas del yo un orden genético que responde
a los votos formulados por la señorita Anna Freud en la primera parte
de su gran obra, y sitúa (contra un prejuicio frecuentemente expresado)
la represión histórica y sus retornos en un estadio mas arcaico que
la inversión obsesiva y sus procesos aislantes, y estos a su vez como
previos a la enajenación paranoica que data del viraje del yo [je] especular
al yo [je] social.
Este momento en que termina el estadio del espejo inaugura, por la identificación
con la imago del semejante y el drama de los celos primordiales (tan
acertadamente valorizado por la escuela de Charlotte Bühler en los hechos
de transitivismo infantil), la dialéctica que desde entonces liga al
yo [je] con situaciones socialmente elaboradas.
Es este momento el que hace volcarse decisivamente todo el saber humano
en la mediatización por el deseo del otro, constituye sus objetos en
una equivalencia abstracta por la rivalidad del otro, y hace del yo
[je] ese aparato para el cual todo impulso de los instintos será un
peligro, aún cuando respondiese a una maduración natural; pues la normalización
misma de esa maduración depende desde ese momento en el hombre de un
expediente cultural: como se ve en lo que respecta al objeto sexual
en el complejo de Edipo.
El término "narcisismo primario" con el que la doctrina designa la carga
libidinal propia de ese momento, revela en sus inventores, a la luz
de nuestra concepción, el mas profundo sentimiento de las latencias,
de la semántica. Pero ella ilumina también la oposición dinámica que
trataron de definir de esa libido a la libido sexual, cuando invocaron
instintos de destrucción, y hasta de muerte, para explicar la relación
evidente de la libido narcisista con la función enajenadora del yo [je],
con la agresividad que se desprende de ella en toda relación con el
otro, aunque fuese la de la ayuda más samaritana.
Es que tocaron esa negatividad existencial, cuya realidad es tan vivamente
promovida por la filosofía contemporánea del ser y de la nada.
Pero esa filosofía no la aprehende desgraciadamente sino en los límites
de una self-sufficiency de la conciencia, que, por estar inscrita en
sus premisas, encadena a los desconocimientos constitutivos del yo la
ilusión de autonomía en que se confía. Juego del espíritu que, por alimentarse
singularmente de préstamos a la experiencia analítica, culmina en la
pretensión de asegurar un psicoanálisis existencial.
Al término de la empresa histórica de una sociedad por no reconocerse
ya otra función sino utilitaria, y en la angustia del individuo ante
la forma concentracionaria del lazo social cuyo surgimiento parece recompensar
ese esfuerzo, el existencialismo se juzga por las justificaciones que
da de los callejones sin salida subjetivos que efectivamente resultan
de ello: una libertad que no se afirma nunca tan auténticamente como
entre los muros de una cárcel, una exigencia de compromiso en la que
se expresa la impotencia de la pura conciencia para superar ninguna
situación, una idealización voyeurista-sádica de la relación sexual,
una personalidad que no se realiza sino en el suicidio, una conciencia
del otro que no se satisface sino por el asesinato hegeliano.
A estos enunciados se opone toda nuestra experiencia en la medida en
que nos aparta de concebir el yo como centrado sobre el sistema percepción-conciencia,
como organizado por el "principio de realidad" en que se formula el
prejuicio cientificista más opuesto a la dialéctica del conocimiento,
para indicarnos que partamos de la función de desconocimiento que lo
caracteriza en todas las estructuras tan fuertemente articuladas por
la señorita Anna Freud: pues si la Verneinung representa su forma patente,
latentes en su mayor parte quedarán sus efectos mientras no sean iluminados
por alguna luz reflejada en el plano de fatalidad, donde se manifiesta
el ello.
Así se comprende esa inercia propia de las formaciones del yo [je] en
las que puede verse la definición mas extensiva de la neurosis: del
mismo modo que la captación del sujeto por la situación da la fórmula
más general de la locura, de la que yace entre los muros de los manicomios
como de la que ensordece la tierra con su sonido y su furia.
Los sufrimientos de la neurosis y de la psicosis son para nosotros la
escuela de las pasiones del alma, del mismo modo que el fiel de la balanza
psicoanalítica, cuando calculamos la inclinación de la amenaza sobre
comunidades enteras, nos da el índice de amortización de las pasiones
de la civitas.
En ese punto de juntura de la naturaleza con la cultura que la antropología
de nuestros días escruta obstinadamente, solo el psicoanálisis reconoce
ese nudo de servidumbre imaginaria que el amor debe siempre volver a
deshacer o cortar de tajo.
Para tal obra, el sentimiento altruista es sin promesas para nosotros,
que sacamos a luz la agresividad que subtiende la acción del filántropo,
del idealista, del pedagogo, incluso del reformador.
En el recurso, que nosotros preservamos, del sujeto al sujeto, el psicoanálisis
puede acompañar al paciente hasta el límite extático del "tú eres eso",
donde se le revela la cifra de su destino mortal, pero no está en nuestro
solo poder de practicante, el conducirlo hasta ese momento en que empieza
el verdadero viaje.