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Juventud
y política. De la generación de los ’70 a la nueva militancia juvenil
kirchnerista
Por Sebastián Artola
Movimiento Martín Fierro. Juventud del Movimiento Santafesino por la
Justicia Social.
1)
Un nuevo fenómeno atraviesa la vida política nacional: la
emergencia de una militancia juvenil nacional, popular y kirchnerista.
En un ciclo corto que podemos trazar entre el conflicto con la Mesa de
Enlace y las patronales rurales hasta la puja por la Ley de Servicios de
Comunicación Audiovisual, hemos visto proliferar de manera creciente una
participación cada vez más masiva de jóvenes en movilizaciones y
convocatorias en apoyo a las iniciativas políticas del gobierno nacional.
De origen social diverso, con importante presencia de sectores medios pero
también con no menor protagonismo de sectores populares; nucleados a través
de disímiles experiencias organizativas, en muchos casos nacidas desde la
propia iniciativa de un puñado de militantes; con el predominio de una
fuerte apuesta a la “construcción desde abajo”; una agenda de inquietudes
que van desde los derechos humanos, la economía social, la cultura popular,
hasta las nuevas formas de comunicación y la renovación política; y una
identidad donde confluyen de manera diversa peronismo, izquierda, setentismo
y latinoamericanismo; este nuevo activismo juvenil se ha constituido en uno
de los sectores más dinámicos y novedosos del kirchnerismo.
Dinámico: en el sentido del carácter activo de la militancia, la rápida
capacidad de movilización, la consistencia organizativa y el sesgo creativo
de la intervención en el debate público, eso que ya varios analistas
denominan como “minoría intensa”; novedoso: en relación a que el
kirchnerismo es el único espacio de la política nacional que cuenta con este
tipo de militancia.
Por supuesto que el mismo se inscribe dentro de un proceso más general que
tiene que ver con la recomposición de la base de apoyo social al gobierno,
el cual se empezó a hacer visible durante los primeros meses de este año,
conformado principalmente por los sectores más humildes de nuestra sociedad,
donde fue decisiva una medida como la Asignación Universal por Hijo y el rol
persistente de los movimientos sociales afines al gobierno; los asalariados
formales, donde es clave la política oficial de alianza con las centrales
obreras y promoción del empleo y recuperación del poder adquisitivo del
salario a través de las paritarias y el Consejo del Salario Mínimo, Vital y
Móvil; y una franja en expansión de sectores medios progresistas, que dio
encarnadura social al debate contra el discurso mediático hegemónico y hoy
se moviliza por el matrimonio igualitario frente a la corporación
eclesiástica.
Sin embargo, es posible establecer algunos rasgos particulares que presenta
este nuevo activismo juvenil, a partir de un breve repaso por nuestra
historia reciente, que permita pasar en limpio algunas marcas que tallan
sobre este renovado vínculo entre juventud y participación política.
2)
En perspectiva de mediano plazo, los acontecimientos del 19 y 20 de
diciembre del 2001 y la política de derechos humanos del gobierno nacional,
significarán dos momentos más que importantes para la relación entre
juventud y política.
Los primeros, contienen un traspié decisivo al “no te metás” de los ‘80 y a
la antipolítica de los ’90. Estos días y los posteriores van a encontrar a
muchos jóvenes en las calles puteando no sólo contra un gobierno que una vez
más había defraudado las expectativas de cambio y respondía con represión a
las demandas populares, sino también desafiando a un sistema político que
excluía la participación social.
Sin dudas, este acontecimiento dejará huellas que marcan hasta incluso hoy
cierta dinámica de la política argentina, y sin el cual es difícil pensar la
etapa de cambios que se abrió a partir del 2003.
Para los jóvenes implicará un retorno al espacio público. De la mano del
enfrentamiento con la policía y la desobediencia al estado de sitio,
poníamos en cuestión el recurso del miedo para inmovilizar, que tan bien
había funcionado desde la dictadura, haciendo propio el reclamo – no sin los
grises y ambigüedades con que se planteaba éste - de una participación más
directa y protagónica en las decisiones colectivas, y una exigencia de
renovación política con un fuerte rechazo a la “clase política” neoliberal.
Y esto, creo, es una nota fuerte que dejó como saldo la puesta en crisis de
la representación política neoliberal en nuestro país.
La construcción de experiencias organizadas más sustantivas en términos
democráticos, con estructuras flexibles y abiertas, capaces de contener la
pluralidad y promover una vida interna que otorgue a la toma de decisiones
un fuerte carácter colectivo, es un rasgo muy propio de las características
que asumió la participación popular post diciembre del 2001.
Esto, por supuesto, no niega en sí mismo la representación o la constitución
de liderazgos, como muchos mal interpretaron. Lo que sí puso en debate
fueron los términos y los procesos a través de los cuales se fueron
constituyendo los mismos – desprendidos del sustrato popular, en proporción
a la captura de la política por la corporaciones económicas y mediáticas -,
exigiendo su reformulación desde el diálogo directo con las demandas
sociales y en procesos permanentes de abajo hacia arriba y viceversa.
La reconstrucción de la autoridad política a manos de Kirchner a partir del
2003 es ejemplo de ello. La definición de un nuevo vínculo entre política y
demandas populares; la interpelación desde el discurso oficial al sujeto
popular; la convocatoria a la movilización y a la acción directa para
respaldar medidas de gobierno; la toma de decisiones públicas con el oído
puesto en el reclamo social; y la apertura del Estado a los movimientos
sociales y a los organismos de derechos humanos; son muestras de los
términos en que se relegitima el liderazgo político y la representación
después del 2001.
Ahora bien, en la juventud esta sensibilidad es más intensa. La distancia
con que se fue fijando el vínculo con la política en los años de democracia,
explican buena parte de esta primera desconfianza. Hubo que esperar un
conflicto como el de la Mesa de Enlace, donde fue visible como nunca antes
qué poderes y sectores sociales renegaban de este gobierno, para que se
empiece a ver una creciente presencia juvenil en las manifestaciones de
apoyo a este proceso político.
Y, por supuesto, la Ley de Medios. La batalla por la democratización de la
información congregó a cientos de miles de jóvenes en la vigilia nocturna en
que se aprobó la ley en el Senado, en un claro acto de toma de la palabra,
tras años de estar sustraída por el discurso único y en donde el joven como
tal, durante el ciclo de captura de la política por los medios hegemónicos,
apareció estigmatizado según las épocas y las modas.
El año que lleva de una situación a la otra es el de la mayor proliferación
y crecimiento de adhesiones juveniles, a través de numerosas agrupaciones de
todo tipo o de experiencias novedosas como la de los “blogueros” o los
“autoconvocados 6-7-8”.
En segundo lugar, la política de derechos humanos llevada adelante desde el
2003 permitió empezar a suturar esa fractura generacional que produjo la
última dictadura cívico militar y el terrorismo de estado, y continuaron los
sucesivos gobiernos democráticos.
Quienes nacimos en los años de la dictadura crecimos “huérfanos” de un
relato político sobre los años ’60 y ’70. La política de derechos humanos
del alfonsinismo mientras duró, lo fue a condición de clausurar el debate y
la reflexión sobre lo sucedido en la década del setenta. La historia que se
construía demonizaba lo hecho en el pasado, para arrancar con las estelas
del horror de los últimos años de la dictadura y meterse enseguida en la
agenda de temas que definían el camino sobre el que iba a surcar el retorno
democrático al país.
Lo cierto es que sobre este manto de silencio, nuestra generación transitó
casi instintivamente un trabajoso camino de reconstrucción de un punto de
partida, constitutivo para cualquier identidad, que - por supuesto - nunca
es un inicio en el vacío, sino que se inscribe en una historia colectiva;
con la guía de la labor incansable, que en soledad y bajo la hegemonía
social de la teoría de los dos demonios, llevaron adelante sobrevivientes y
organismos de derechos humanos.
La nueva política de estado iniciada en el 2003 propició el encuentro entre
memoria histórica, política y derechos humanos. A partir de un presidente
que hacía visible su pertenencia a la generación de los setenta y se
consideraba “hijo de las Madres de Plaza de Mayo”; la derogación de las
leyes de Obediencia Debida, Punto Final y los Indultos; el retiro del cuadro
de Videla en la ESMA; la recuperación de nuevos nietos y el avance de los
juicios a los represores; nuestra generación, por primera vez, sintió de
manera sustantiva que algo tenía que ver con la de los ’70 y cada vez más
jóvenes se empezaron a reconocer como hijos de las Madres y su lucha.
Así, fue posible empezar a reponer la palabra política desde su dimensión
colectiva, solidaria y transformadora, a través del reestablecimiento del
puente histórico con la generación política de la que somos hijos.
Por supuesto, que esta apropiación de los setenta carga con un fuerte
desafío. Esto está en debate y en cómo lo resolvamos se encuentra una de las
claves para las posibilidades de resituar en términos generacionales el
vínculo entre juventud y política. Una relación lineal y acrítica con los
setenta, clausura más de lo que habilita a recrear una identidad política
juvenil que si quiere ser masiva debe dar cuenta de los cortes históricos,
de los cambios profundos y de las siempre renovadas demandas, intereses,
prácticas y representaciones que cada generación porta.
Es necesario un vínculo dinámico, abierto y creativo que resignifique el
legado de los 70, en función de la carga de historicidad que toda
construcción política popular y transformadora - para ser tal - debe
contener, pero que también permita proyectarlo hacia el contexto político
actual, haciéndolo profundamente contemporáneo, a través de dar cuenta de
las particularidades que caracterizan las prácticas políticas, sociales y
culturales del presente.
3)
Como parte del proceso de repolitización de la sociedad argentina que
produjo el kirchnerismo, un sector creciente de jóvenes comenzó a establecer
un renovado compromiso con la práctica política.
Este nuevo activismo juvenil - en proporción significativa, organizado en
las bisagras de las estructuras políticas oficiales del kirchnerismo - no
deja de señalar un debate que hace a los claroscuros de las lógicas sobre
las que se afirma la fuerza política propia del gobierno: la tensión entre
lo que podemos llamar como la “lógica de gestión” y la “lógica militante”.
Entendiendo por la primera la práctica circunscripta a la administración de
las cosas, de manera acrítica, despolitizada, y, en consecuencia, inhibida
del potencial transformador que todo lugar institucional tiene en el marco
de un proyecto político popular; y por la segunda, la noción de que la
política es una práctica colectiva que interviene de manera transformadora
sobre la realidad.
Por supuesto, que la presencia de la primera es propia de las
contradicciones de todo proceso de cambio y una marca profunda de la
herencia neoliberal de los ’90.
En cómo redefinamos esta ecuación también están cifradas las perspectivas
mediatas y de largo alcance de reformular el sistema político y fortalecer
los partidos, en clave de sustancializarlos, democratizarlos e
ideologizarlos, sobre el fondo de un renovado compromiso ciudadano con la
política y lo público; lo que siempre redunda en la posibilidad de un
horizonte más pleno para la democracia y, en paralelo, en el debilitamiento
de la capacidad de las corporaciones y los poderes económicos de someter a
los partidos políticos a sus intereses, aún a costa de las propias historias
de aquellos.
Ahora bien, el desafío para quienes afirmamos la militancia como concepto
central de la política es construir una idea de ésta que no niegue la
gestión, sino que la incorpore, imprimiéndole la politicidad, la dimensión
colectiva, la subjetivación y la inscripción social propia de la lógica
militante.
Tal vez ahí sea cuando la política despliega de manera más plena su
capacidad de transformación. Esto, claro, nos empuja a definir una nueva
idea militante. Una noción de militancia integral que comprenda dualidades
muchas veces planteadas en términos dicotómicos: gestión-transformación;
deliberación-decisión; pluralidad-homogeneidad; crítica-convicción;
pasión-responsabilidad; individualidad-totalidad;
horizontalidad-verticalidad; participación-representación.
Lo que implica resignificar la noción de militancia desde una perspectiva
profundamente democrática y popular: es decir, en tanto práctica encarnada
en el proceso popular, y no como exterioridad al mismo; promotora del
protagonismo colectivo en la construcción de toma de decisiones; y donde la
juventud se inscriba como parte del mismo – y no como un todo, que conduzca
a conocidos desacoples entre la práctica política y lo popular - desde una
concepción movimientista de la articulación del sujeto popular y los modos
en que despliega su participación política.
La oportunidad es histórica. Por primera vez, desde el retorno a la
democracia los jóvenes estamos ante la posibilidad de trazar una nueva
relación entre participación y política que nos permita forjar la primera
generación militante del siglo XXI; decisivo para las posibilidades
presentes y futuras de consolidar y profundizar un proyecto político de
nación, democrático y con justicia social.
Rosario, agosto de 2010
www.encuentroproyectonacional.blogspot.com
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