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El
gran silencio
Por Germán Ojeda
Cuando intento acordarme de lo que sucedió en la cárcel de Córdoba en el
primer año de la dictadura, la primera imagen sensorial que se me viene a la
memoria es la del silencio. Un gran, profundo, solemne, sobrecogido
silencio.
En todas las cárceles es habitual el silencio. Pero en el caso de Córdoba,
el silencio sobrevenido en el terrible marzo de ese año feroz resultó un
contraste muy notorio, ya que hasta el momento del golpe la cárcel había
sido (tanto para comunes como para políticos) un lugar bastante ruidoso,
abierto (lo que puede entenderse por “apertura” en el encierro),
dicharachero, con mucha comunicación con familiares y amigos, que podían
entrar incluso hasta el pabellón. Claro que los muros eran reales, las rejas
duras, y el dolor de la tortura previa en el D2 tardaba en calmarse. Claro
que se sufría, y se soñaba con la lejana libertad perdida, y con los ideales
que otros llevarían adelante en nuestra ausencia, pero mucho de ese dolor
quedaba mitigado por la cálida y tranquila convivencia en el pabellón, lejos
de la guardia.
A partir del 24 de marzo de 1976, y paulatinamente en los días siguientes,
se fue instaurando el gran silencio.
Primero vino la guardia interna y nos quitó discos, libros, material de
trabajo, al tiempo que nos informaba de que estábamos “hasta nueva orden”
incomunicados. Luego, una semana más tarde, intervino por fin el ejército.
Lo primero que se oyó fue el ruido del helicóptero. Gustosos como son de la
parafernalia, pusieron a dar vueltas sobre nuestro patio a un helicóptero
artillado, amenazadoramente bajo. Luego, mandaron subir a un soldadito (el
diminutivo es mío, y a propósito) arriba de los baños del patio, arañándose
con los alambres de púa, para apostarse allí con una ametralladora pesada. Y
a continuación, hicieron salir a los presos encolumnados; para que los
oficiales, entonces, iniciaran el rito colectivo de la tortura. Se divertían
pegando hasta cansarse, mientras dentro del pabellón los encargados de la
requisa destrozaban todo, tiraban la ropa a la basura, despanzurraban los
colchones, las mantas, las almohadas, y se llevaban hasta el último papel u
objeto que pudiera parecerles que nos ayudaba a sobrevivir.
A partir de ese momento, se instauró el gran silencio. Entraban los
militares cuando querían, sobre todo de noche, armados con las temibles
gomas de “amansar gente”, sin olvidar las pistolas (en una ocasión, dando
culatazos, a un tenientito se le escurrió el arma; resbalando por el suelo,
fue a parar a los pies de un compañero, quien supo permanecer impasible. Por
un momento pensé que buscaban una excusa, como la que en otra ocasión
supieron utilizar). Entraban en los pabellones armados, desgañitándose con
sus gritos histéricos pretendidamente marciales, y nos obligaban a cantar
sus canciones “patrióticas”, bien fuerte y con voz gutural, acaso para
romper, manchar, violar el silencio que nos cobijaba, y a veces se pasaban
largas horas sin otra diversión que pegar, pegar y pegar, sin más límite que
la madrugada y el cansancio inevitable del torturador. Fruto de tanto
ensañamiento, una noche el compañero Pablo Balustra acabó en la enfermería,
parapléjico. (Lo que no habría de ser impedimento para que lo fusilaran
posteriormente, argumentando que ¡se quiso fugar!).
El silencio es duro como una roca. Sobreviene no tanto por el miedo (en
situaciones límites te endureces, y más aún si has optado por un compromiso
militante), como por la sensación de estar desamparado, en medio del
temporal, a merced de la bestia, arrinconado junto a los compañeros, con
quienes comienza a establecerse un código de susurros, de complicidades
secretas, con el supremo objetivo de sobrevivir y salir indemnes del
sacrificio.
Había silencio en los pabellones, en la resignada espera de la próxima
paliza, restañando heridas. Había silencio público, que aprendimos a romper
con el lenguaje de manos, tan propio de los códigos tumberos, y del que
muchos llegamos a ser expertos por nuestra necesidad de comunicarnos. Así,
por ese canal que acertadamente podíamos llamar “digital”, nos enteramos el
19 de mayo de que habían sacado a seis compañeros (no me olvido el deletreo
angustioso de los nombres; entrañable Chicato, mi joven amigo), y que no
habían regresado, ni regresarían jamás. El silencio, a partir de entonces,
adquirió resonancias huecas de cementerio.
Había silencio en los reclamos: Un compañero pidió una vez ir al médico
(padecía una enfermedad crónica), y lo reiteró infructuosamente en varias
ocasiones. Los guardias se disculpaban: No tenían autorización. Hasta que
llegó un militar: Ordenó salir al quejoso, y lo llevó a la enfermería entre
una cortina de golpes, obligándole a hacer saltos de rana, cuerpo a tierra,
golpe y más golpe, hasta que al fin llegaron ante el médico. Muy
profesionalmente, el solicitado doctor preguntó: “¿Qué le duele?” “Ahora,
todo, doctor”, respondió el preso. “Pues tómese esta pastillita”, le recetó
el galeno, antes de pasar a la siguiente consulta. El preso volvió al
pabellón, bajo otra lluvia de golpes, y cuando por fin se cerró la gran
puerta de rejas, se oyó al milico gritar: “Esto les va a pasar a todos los
que quieran ir al médico. ¡Muéranse ahí adentro!”.
Pero no le dimos el gusto: No nos morimos. Murieron varios, sí, pero bajo
las balas o en la tortura atroz. Nadie, por miedo o por angustia, por la
incerteza del mañana, por no saber si amanecería. No nos vencieron con sus
gomazos, ni siquiera con sus balas, mucho menos con el aislamiento y la
tortura psicológica. Guardamos silencio entonces, pero las palabras se nos
quedaron enteras dentro, con todas las ganas de pronunciarlas, y fruto de
esa contenida verborragia es, entre otros, este esbozado testimonio.
Había silencio en el patio, a pesar de que los comunes seguían saliendo a
jugar al fútbol, y el Manco Cateto la descosía y Sangrecita hacía alarde de
músculos. La misma alegría de antes, pero ahora cubierta por una grisácea
sábana de silencio ajeno, la vaga tristeza ambiental de un sitio donde hay
que mirar de soslayo para no enfrentar la cara del terror y el odio, donde
la muerte pasea su sombra imprecisa en el lento transcurrir de las horas.
El mismo patio donde, el 5 de julio, esa muerte cobró forma en el tiro
brutal cuya secuencia vi desde la ventana, contra el rostro impotente de
Paco, y las escobas no podían luego con la cantidad enorme de sangre
generosa que llenaba los canalones, la acequia, la pared agredida, el patio
entero sembrado de rojo, manchado para siempre.
El silencio lo rompían ellos, cuando entraban a pegar. Contestábamos con
silencio, hasta que el dolor atroz nos arrancaba un grito, que luego por
consigna debía amplificarse (no por real dejaba de ser aspamentoso), con la
ingenua esperanza de que tantos gritos de madrugada incomodarían o
apiadarían a los vecinos, y eso acabaría por poner freno a la tortura.
Hubo silencio pequeñamente roto cuando el compañero Miguel Ángel Barrera, a
quien llamábamos Tarzán, me pidió un favor. Una anécdota extraña, que si yo
fuera creyente consideraría un mensaje directo de la Divinidad, haber
servido de instrumento involuntario de los inextricables planes de ese Dios,
tan caprichoso y cruel.
El asunto fue que a Tarzán (compañero obrero, militante de base del PRT,
casi ingenuo en su compromiso transparente de lucha) le había surgido de
pronto un cierto misticismo indefinible, y, ansioso por consolidarlo, quería
añadirle la savia del conocimiento. Como el sabía que yo tenía algún rasgo
religioso en mi pasado, me pidió que le diera unas charlas acerca de la
religión, el cristianismo, el sentido de la vida. Yo le dije que podía darle
clases “eclécticas”, más racionales que místicas, de historia y teoría
religiosa, pero él igual lo aceptó complacido.
Comencé entonces mis clases por el relato bíblico, mitológico, de la
creación del mundo, la noción del pecado, el exilio primigenio, que a la vez
es la raíz del conocimiento, ya que son los hijos de Caín los que
desarrollan la agricultura, las artes, etc. Expliqué la teología paulina del
sacrificio cristiano, como expiación redentora. Y el profundo sentido
liberador de la prédica del Nazareno, su mensaje de amor y abnegación. Me di
cuenta entonces de hasta qué punto me estaba comprometiendo en lo que estaba
contando, cuento o exégesis, teoría o mito, mensaje profundo. “Profe, eso
que me cuenta es muy hermoso”, me dijo Tarzán. “Habla de amor, de amistad,
de nobleza, de solidaridad… de tantas cosas que hacen tanta falta… ”.
Le expuse entonces la parábola del grano de trigo: Si no muere, si no se
rompe bajo la tierra, no germinará ni dará su fruto. Es la teoría cristiana
de la muerte sacrificial: dar la vida por los otros, por los compañeros, por
el mundo. Quedaba una última lección: El dogma de la resurrección de los
muertos, sin la cual el mensaje cristiano pierde (según San Pablo) todo su
sentido. No hubo tiempo.
Tarzán tenía una hijita recién nacida, a la que no había llegado a conocer.
Soñaba con verla, día tras día. Se le ocurrió, ingenuamente, que para el
domingo 20 de junio, día del padre, seguramente los milicos (“que no deben
ser tan malos”), se apiadarían y nos darían visita, y sobre todo a los
padres que podrían ver a sus hijitos. Con esa ilusión se fue a dormir la
noche del 19.
En la madrugada del 20, como a las seis de la mañana, resonaron voces en la
reja: “¡Prisionero Barrera!”, le reclamaban. Con los ojos legañosos, las
zapatillas mal atadas, la camisa fuera de los pantalones, se dirigió a la
puerta, con las manos atrás. Fue la última vez que lo vi.
Lo mataron en el parque Sarmiento, en otro simulacro de fuga. Junto a él,
mataron al casi niño compañero Claudio Zorrilla, a mi antigua amiga y luego
compañera militante Mirta Abdón, y a otra chica de apellido Barberis a quien
yo no conocía.
En mi desolación posterior, dentro del más profundo silencio, pensé que tal
vez Tarzán murió confortado por el recuerdo de mis palabras, y la promesa de
una vida trascendente. O, al menos, que en el último momento pensaría
simplemente en qué hermosas cosas pueden contarse en los ratos de soledad
compartida. Y eso, es la única verdad. Soy yo el que te digo gracias,
querido Tarzán.
Agosto 2010