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“Como
eran incultos, la obra no la tocaron”
La mujer del cineasta vive en Estados Unidos y hasta ayer nunca había declarado.
Contó cómo encontró el departamento sobre la calle Federico Lacroze luego del
secuestro. Leyó un mensaje de Diego, el hijo de ambos.
Por Alejandra Dandan
Juana Sapire intentó regresar a Buenos Aires con el retorno de la democracia.
Estuvo dos años, pero entonces decidió volverse a Estados Unidos. Es sonidista,
ahora retirada. Era la mujer de Raymundo Gleyzer. Nunca declaró. Nunca hasta
ayer, en la audiencia por los crímenes cometidos en el centro clandestino de
detención El Vesubio, donde estuvo secuestrado el cineasta. Juana llegó al
departamento de Raymundo poco después de la desaparición. “Se llevaron todo,
arrasaron, hasta la cucharita de la azucarera se llevaron, todo se afanaron,
pero como eran incultos e ignorantes se robaron el televisor, pero la obra de
Raymundo no la tocaron.” Y dijo: “La obra perdura, la obra se ve y Raymundo va a
seguir honrando la vida”. Y miró a los represores: “A ellos habría que
preguntarles –dijo–: me gustaría mucho que ellos me digan a mí qué pasó con
Raymundo, ellos lo sabrán”.
Juana entró a la audiencia vestida con la remera de Hijos, aquella con la
leyenda de “Yo me pongo la camiseta por el juicio y castigo”. La había pedido
unos días antes. Se sentó en el auditorio de Comodoro Py, con el pelo corto y
colorado, el remerón prendido al cuerpo, en cierta forma protegido, frente a los
ojos de los siete represores imputados en la causa que la seguían atentos a
pocos metros de distancia.
“A Raymundo lo secuestraron el 27 de mayo de 1976 de su departamento en la calle
Federico Lacroze 1935 –dijo cuando empezó–. De su casa robaron todo, pero no se
llevaron las películas”, explicó. Raymundo había vuelto de Estados Unidos, días
antes se la encontró para entregarle a Diego, el hijo de ambos, entonces de poco
más de tres años. “No me lo llevo más a casa –le dijo entonces a Juana–. La cosa
está peligrosa.”
Juana trabajó como sonidista de sus películas. Durante la audiencia, el fiscal
Félix Crous le preguntó por ese trabajo. Pidió una semblanza del trabajo de cine
para entender por qué la represión lo buscaba. El iba con su cámara, dijo ella,
“yo con el sonido, como decía él, una idea en la cabeza, una cámara en la mano y
ahí íbamos a grabar”. Retrataban y testificaban la situación de la gente, acá y
en toda Latinoamérica. A los 34 años la producción de Raymundo era bastante,
dijo, las películas que dejó fueron sobre los pobres de la tierra. Iban al Cerro
Colorado de Córdoba, donde la gente tenía otras historias. “Lo que molestaba era
la verdad, saber que uno no hizo nada malo, peligrosas eran las ideas, por eso
la represión.”
Pasaban cine en las villas. “Para que vea la gente –dijo–, era cine de la base,
porque la gente no iba al cine. Teníamos un proyector de 16 milímetros que era
un armatoste, a veces nos iba bien, se discutía con la gente, se hacía charlas
debates y a veces venía la policía y nos teníamos que ir escapados.” Como el
proyector era tan pesado, solían acudir a algún compañero con auto para los
traslados, que solía pasarla mal cuando llegaba la hora de las corridas. “Pero
nunca dejábamos el equipo”, agregó como lo hizo durante la audiencia, como
vocera de cosas que ella misma aprendió. “‘El equipo nunca se deja’, decía
Raymundo.”
Metros atrás, un vidrio dividía la sala en dos partes. De un lado los abogados
defensores, abogados de la querella y represores; del otro, quienes se acercan a
presenciar las audiencias. Greta Gleyzer se quedó sentada en la primera fila. La
hermana de Raymundo escuchaba a Juana, sentada en el mismo lugar donde ella
misma había declarado semanas atrás. Estuvieron juntas cuando desapareció
Raymundo. Greta contó que antes de entrar al departamento decidieron ir a la
comisaría del barrio porque no querían entrar solas. El comisario le dijo
entonces: “Mire, señora, tengo veinte casos de estos por día, así que mejor
diríjase ante los responsables de todo esto”. Ella le preguntó: “¿A quién si no
es la comisaría del barrio?”. El comisario le dijo: a las fuerzas militares,
ellos son los responsables de esto. “¿Sabés qué pidieron los abogados
defensores? –dice ella, ahora–. Que el tribunal averigüe si esa comisaría tuvo
20 casos por día, y el nombre del comisario.” Como si eso todavía fuese no solo
necesario, sino posible.
Juana seguía sentada delante. El pelo colorado se movía una y otra vez en
dirección a las sillas donde estaba ubicado Pedro Durán Sáenz, jefe de El
Vesubio en 1977, y Humberto Gamen, dos de los tres militares acusados, de un
grupo que incluye además a cinco penitenciarios, los únicos que cumplen prisión
efectiva. “¿No me mira? –dijo en un momento a uno de ellos–. ¿Qué le pasa? ¿Está
dormido?”
Hasta poco antes del secuestro, Gleyzer estuvo en Estados Unidos, le dijeron que
no vuelva, pero lo hizo. El día del secuestro almorzó con su madre, contento
porque había conseguido un contrato de Unesco para grabar documentales en Africa
durante dos años. Pasó por Sica, el Sindicato de la Industria Cinematográfica,
sus compañeros lo vieron. Luego no lo volvieron a ver.
“Raymundo era muy simpático con los vecinos”, explicó Juana. El día del
secuestro, a su vecina de al lado le llamó la atención el movimiento de la casa.
“Dice que había como quince de estas basuras adelante”, dijo Juana. La vecina
les preguntó si había una mudanza y los represores le respondieron que sí: “Acá
hay mudanza para rato”.
Gleyzer estuvo secuestrado con Haroldo Conti, gente de lo mejor, dijo su mujer,
en manos de gente de lo peor. “Una vez logró entrar un sacerdote muy viejito
–dijo en alusión al padre Castellani–. Conti estaba tan destruido que no pudo
hacer nada por él, pero en ese momento, me contó después Greta, escuchó una voz
encadenada a una pared: ‘Padre’, le dijo, ‘soy Raymundo Gleyzer, dígale a mi
familia que estoy bien’.”
Diego, su hijo, no estuvo en la audiencia, pero su madre leyó una carta en su
nombre. “Por culpa de ustedes me tuve que ir del país”, decía mientras
mencionaba a los represores como ratas o hablaba del alma, de reencarnaciones y
de posibles perdones. “El los perdonó –dijo Juana poco después–, pero yo no los
perdono ni nada; él cree que en otra vida Dios los va a juzgar, yo quiero lo
peor para ustedes. Tendrían que matarse solos, yo no soportaría una vida con
tanta indignidad.”
Después del secuestro de Raymundo, Juana intentó alguna vez volver al
departamento para buscar alguna muda, alguna cosa de su hijo. Frente al
departamento solía haber algún Ford Falcon estacionado. En esos momentos, si
estaba en taxi seguía de largo. “Ese mes fue como una neblina para mí”, dijo,
sólo trataba de cuidar a Diego hasta que tomó un avión a Perú, el exilio más
cerca, donde pasó nueve meses de “angustia total”, cada vez que le preguntaban
por Raymundo.
Explicó por qué no volvió al país. “En aquella época, la de Alfonsín, era
imposible estar acá. Los jueces de entonces no eran tan amables como ustedes, no
nos miraban a los ojos, por eso nos fuimos”, sostuvo.
La audiencia fue breve. Juana habló de pedazos demasiados rotos de su historia.
Cargó varias veces contra los represores. El TOF 4 la dejó hablar. El abogado de
un represor pidió que la testigo no se burle de la defensa. “Yo no me burlé de
la defensa, señores –explicó Juana en lo que por momentos tuvo una fuerza
potente para lo que son las protocolares imágenes del juicio–. Lo que yo digo es
que no sé cómo tenés cara para defender a esta basura.” Y siguió. Los defensores
volvieron a pedir la intervención del TOF 4. El público la aplaudió del otro
lado del vidrio. Juana insistió. La defensa habló de desorden. “¡Desorden vas a
tener si querés esperarme afuera!”, respondió Juana. Y entonces la defensa pidió
que todo conste en actas. Juana pidió la palabra.
–Todavía me falta decir algo –dijo, y se paró.
–Adelante –le respondieron.
–Compañero Raymundo Gleyzer –declaró–: ¡Presente!
En el fondo respondieron: “¡Presente! Ahora y siempre”
Página|12, 30/08/10
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