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El
derrocamiento de Yrigoyen
Por Enrique Manson *
Primero vino Uriburo
Diciendo: yo lo acomodo
Pero lo arregló de un modo
Q’uera mejor el barullo.
Dejó arreglado lo suyo
Y empeoró lo de todos
Arturo Jauretche
El paso de los libres
El 6 de septiembre de 1930, cuando el general José Félix Uriburu entraba en la
Casa Rosada encabezando la marcha de los cadetes del Colegio militar, muchas
cosas terminaban y muchas otras comenzaban en la Argentina. Algunos
historiadores hablan del 6 de septiembre como del primer golpe militar, pintando
el período que corre entre la batalla de Pavón, en 1861, y 1930 como un largo
tiempo de estabilidad institucional, en que la democracia no fue conmovida por
intervención militar alguna. Sin embargo se trataba, en todo caso, del primer
golpe militar triunfante, y más precisamente, del primero del siglo XX.
La Causa y el Régimen
El Granero del Mundo, pese a sus instituciones pretendidamente republicanas, era
gobernado por la misma oligarquía terrateniente que manejaba el poder económico.
El rémington y los ferrocarriles habían permitido que el Ejército de línea
terminara con las montoneras, y los hijos de los gauchos federales debieron
guardar la lanza y los recuerdos de sus viejas luchas o soportar el castigo de
la frontera donde se matarían mutuamente con los indios, como tributo a la
civilización. Es lo que relata José Hernández en su Martín Fierro.
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Los inmigrantes, llegados por la atracción de la prosperidad económica y el
espejismo del fácil acceso a la tierra, no tenían expectativas políticas, de
modo que no fueron obstáculo para el régimen oligárquico. Pero, con el tiempo,
sus hijos, que no soñaban con el regreso al país de sus padres y sentían la
Argentina como propia, reclamaron una participación política que no era legítimo
negar. La Unión Cívica Radical y su caudillo, Hipólito Yrigoyen, enmarcaron la
exigencia, sumándolos a los hijos de los viejos federales, que ahora
reemplazaban la lanza por la libreta de enrolamiento.1
Yrigoyen era un caudillo que conservaba mucho de los que habían conducido a los
montoneros federales, con un patriotismo que se oponía a la condición
semicolonial del régimen, al que enfrentaba desde el principio de la voluntad
popular.
Tras la ley Sáenz Peña, los gobiernos radicales de Yrigoyen (1916-1922), Marcelo
T. de Alvear (1922-1928), y nuevamente Yrigoyen desde este último año, serían
tolerados de mala gana por la oligarquía., cuyo poder económico no había sido
afectado. Diversos factores acabarían con su paciencia y con la de otros actores
que llegarían a la escena política en 1930. Y que llegarían para quedarse.
El militarismo
Los militares no habían estado ausentes de la vida política. Desde las
Invasiones Inglesas, los patricios en la Revolución de Mayo, y las
revolucionarios de 1890, 1893 y 1905, los uniformados no habían mirado la
política desde afuera.
Sin embargo, algo de nuevo había desde el comienzo del siglo XX. Hasta entonces
lo habían hecho encuadrados en partidos políticos, y siguiendo a caudillos más o
menos carismáticos. Eran alsinistas o mitristas; roquistas o yrigoyenistas. Los
militares del 6 de septiembre, en cambio, fueron producto de la reforma del
ministro de Guerra de Roca, coronel Pablo Ricchieri. Su presencia suponía la
aparición de un fenómeno nuevo: el militarismo.
Sarmiento fue el primer presidente que quiso profesionalizar las fuerzas
armadas. Creó el Colegio Militar y la Escuela Naval, para una eficiente
formación de los oficiales. Ricchieri formó el ejército moderno. Su marco legal
fue la Ley Orgánica del Ejército Nº 4031, su modelo el ejército alemán, su
oportunidad, el peligro de guerra con Chile por el diferendo limítrofe.
El nuevo ejército sería “profesional”. Los militares abandonarían la política..
A ésto se agregó una actitud de menosprecio. El político se valía de tretas y
artimañas non sanctas para alcanzar sus objetivos. Todo lo contrario del honor
militar, propio de hombres consagrados al servicio exclusivo de la Patria, hasta
el punto de perder la vida. Alguna vez Carlos Pellegrini había dicho que el
militar “viste de otra manera (que la del civil), hasta habla y camina en otra
forma”2. Pero también se formaba en un internado, desarrollaba sus tareas en un
cuartel, se entretenía en un “casino”, y muchas veces se casaba con la hija de
un superior o la hermana de un camarada, por lo que se movía en un microclima
que, a lo largo de las décadas se fue haciendo más impermeable a toda influencia
civil.
Pellegrini agregaba que “a él le confiamos nuestra bandera, a él le damos la
llave de nuestras fortalezas, de nuestros arsenales; a él le entregamos nuestros
conscriptos... Con una señal de su espada se mueven nuestros batallones, se
abren nuestras fortalezas, baja o sube la bandera nacional. Y toda esta
autoridad, todo este privilegio se lo damos bajo una sola y única garantía: bajo
la garantía de su honor y su palabra. Sarmiento decía que ‘El Ejército es un
león que hay que tener enjaulado para soltarlo el día de la batalla’ Y esta
jaula, … es la disciplina,... y sus fieles guardianes son el honor y el deber.
Ay de la nación que debilite esa jaula,...que haga retirar esos guardianes: pues
ese día se habrá convertido esa institución, que es la garantía de las
libertades del país y de la tranquilidad pública, en un verdadero peligro, en
una amenaza nacional.”3
Pero si Pellegrini intentaba enjaular en la disciplina a los militares, no faltó
el poeta que exaltara su condición de nueva aristocracia por haber “sonado otra
vez, para bien del mundo, la hora de la espada”. Leopoldo Lugones afirmaba que
ésta “implantará la jerarquía indispensable que la democracia ha malogrado hasta
hoy, fatalmente derivada, por que es su consecuencia natural, hacia la demagogia
y el socialismo.”4
Las palabras del poeta cordobés encontraron algunos oídos bien dispuestos entre
los uniformados. La convicción de la superioridad de los militares y su destino
de nueva aristocracia se fue formando con las décadas. Esta convicción, más que
un presunto fascismo, impulsó la conducta de los uniformados, bien que con
distintas tonalidades ideológicas, en los gobiernos de 1943, 1955, 1962 y 1966.
Hasta culminar, con una trágica concreción que, queremos creer que el poeta no
hubiera suscripto, en 1976.
La crisis de Wall Street
No podemos entender los hechos de 1930 sin conocer sus causas externas. La
economía argentina había entrado en la crisis terminal para el sistema vigente.
Era universal y repercutía la dependencia que teníamos con el exterior.
Al terminar la Primera Guerra Mundial, en 1918, el esquema centro-periferia de
la división del poder económico había incorporado un nuevo componente. Los
Estados Unidos salieron convertidos en los mayores inversores y los mayores
acreedores. En 1918 los ingleses, franceses, italianos y sus socios estaban muy
endeudados con el joven gigante. A su vez, los países vencidos, condenados como
"culpables" a pagar las costas de la guerra, lo estaban mucho más. De ahí que si
las potencias europeas seguían siendo "centro" de las colonias y semicolonias de
la periferia, ahora aparecía un "centro” del "centro" en la potencia americana.
Los años de posguerra fueron de prosperidad en los Estados Unidos. Esta se
tradujo en crecimiento industrial, altos depósitos en los bancos y grandes
inversiones de pequeños y medianos ahorristas que dispararon hacia el cielo el
valor de los títulos y acciones. Pero la producción marchaba más rápido que la
capacidad de consumo del mercado. No era la exportación una solución en el mundo
hambreado de la posguerra. Los stocks crecieron vertiginosamente. Esto obligó a
bajar la producción, lo que trajo desocupación y caída de salarios, con lo cual
la capacidad de compra del mercado disminuía aún más. El círculo vicioso llevaba
al paro industrial.
Una chispa de desconfianza movilizó a los tenedores de acciones hacia la venta.
Los precios empezaron a bajar hasta convertirse en caída libre cuando la
desconfianza derivó en pánico5. Lo mismo pasaría con los bancos. Los ahorristas
comenzaron a retirar sus depósitos, y el proceso llegó al paroxismo cuando las
cajas se quedaron sin billetes. Con la quiebra de los principales bancos, la
crisis llegó al clímax.
La economía norteamericana comenzó entonces a reclamar el pago de las deudas y a
retirar las inversiones en el exterior. De ese modo, la crisis cruzó el
Atlántico y llegó a las devaluadas potencias europeas. De ellas se trasladaría a
la periferia. La crisis llegó de Inglaterra a la Argentina. Entre 1929 y 1932
nuestras exportaciones cayeron violentamente. “Los servicios del capital
extranjero" que habían representado entre "1925 y 1929 el 21,9% de la capacidad
de pagos exteriores, pasaron al 37,4% para el quinquenio 1930-19346
No estaban las cosas para seguir soportando al radicalismo. Figuras del
patriciado que no creían en la democracia -gobierno de la chusma y de los
demagogos- y que se sentían admirados por el orden establecido por las
dictaduras europeas, y jóvenes nacionalistas que suponían que solo la conducción
de un caudillo como Primo de Rivera, Mussolini o el mismo Hitler, podían salvar
al país de la decadencia y de la crisis buscaron un salvador. Algunos creyeron
encontrarlo en un general salteño y simplote que portaba bigotes de largas
guías.
El fascismo uriburista
Uriburu tenía un poder relativo sobre su revolución. Este se hallaba acotado por
los factores de poder que habían apoyado al derrocamiento del Peludo, pero que
desconfiaban de las inclinaciones "fascistas" del general. 7
No deja de ser cuestionable tal calificación. El general no creía en la
democracia, un sistema caótico manejado por demagogos venales. El pueblo, en su
opinión, no estaba capacitado para gobernar y debía obedecer a quienes habían
nacido para mandar. No en vano era miembro de una familia tradicional de Salta,
y formado en una institución verticalista como el Ejército. Para colmo, el poeta
Leopoldo Lugones había bendecido con su Hora de la espada el rol de los
uniformados en una futura Argentina post democrática.
Sin embargo, poco entendería Uriburu del fascismo. Sólo admiraba su
autoritarismo y su desprecio por la democracia. Más intelectual había sido la
formación de los jóvenes "nacionalistas" que lo acompañaron en las horas de
conspiración, ya que no en las de gobierno.
Se iniciaba una etapa en que a la dictadura seguiría y el fraude, y se renovaría
nuestra condición colonial con Gran Bretaña del que sería modelo el Tratado
Roca-Runciman. José Luis Torres la bautizó La Década Infame.
Septiembre de 2010
1Jauretche, Arturo. Los profetas del odio, pag. 52
2Discurso de Carlos Pellegrini en la Cámara de Diputados, en Rosa, José María,
Historia Argentina, tomo XI, pag. 60.
3Ibidem.
4Lugones, Leopoldo. El discurso de Ayacucho, en La Patria Fuerte.
5Galbraith, John K. Un viaje por la economía de nuestro tiempo, pag. 73.
6Ferrer, Aldo. La Economía Argentina, pag. 154.
7Fermín Chávez lo ha comparado acertadamente con otra “espada sin cabeza”,
Lavalle, tan desconocedor del liberalismo del siglo XIX como Uriburu del
fascismo del XX.
* Profesor de Historia, funcionario en los ministerios de Educación de la
Nación, de la Ciudad de Buenos Aires y de la provincia de Buenos Aires, docente
universitario, autor, entre otros, de
Argentina en el Mundo del Siglo XX y El Proceso a los argentinos
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