La madre que nos parió

Por Guillermo Marín *

Madre Tierra. Madre Patria. Madres del Dolor, del Paco, de Plaza de Mayo, y así la lista sigue hasta hacerse por momentos interminable. Una larga hilera de presencias imperceptibles. Invisibles. Y aquí encontré la palabra: “invisible”. Es algo así como que ellas, nuestras madres, en un estado de perpetuidad omnisciente, están allí, escudriñándonos como entre sombras, con ese afán único e intransferible de proteger sin reservas el fruto de su vientre o del corazón. ¿Instinto de conservación?, ¿apego sin fecha de vencimiento? Ninguna respuesta a estas preguntas parece ser convincente a la hora de explicar por qué las madres están con frecuencia detrás de nosotros, luego de que sus cachorros (la imagen del término me gusta porque en el parir, y en todo lo relacionado con la alimentación materna, hay mucho de instinto animal), hayamos abandonado hace décadas el pañal, ciertas palabrotas, la hora insalubre del boliche, la casa materna. Porque si octubre es el mes en que nos acordamos de nuestras progenitoras, acaso sea esta cuota de memoria anual la que nos libra del pecado no ya Original, sino del yerro de acordarnos de ellas sólo una vez al año. Se sabe: “madre hay una sola porque nadie aguantaría el dolor de perderla dos veces”, ha dicho la escritora Isabel Allende con acertada sencillez. Y aquí radica en potencia el grito ahogado que lanzamos en esa hora desdichada, y que vendría a purgar eso de “¡Pobre mi madre querida, qué disgustos le daba!” Porque en verdad, la madre, viene a simbolizar la esencia de ese ser al que le agradecemos no sólo por habernos dado la existencia, sino por el hecho de enseñarnos a sobrevivir en la selva de la duración. O en última instancia, a comprender por qué, como una paradoja uterina, nadie sale vivo de esa vida que nos dieron.

Y todo en general, por supuesto, porque hay madres también terribles, vengativas, desalmadas, o en el peor de los casos, aquellas que, disquisiciones psicológicas a parte, le han arrebatado a sus hijos la vida. Hay un caso de rencor escalofriante. Es el de la emperatriz bizantina del siglo VIII, Santa Irene, canonizada por la Iglesia ortodoxa con honores de reliquia. La historia cuenta que Irene subió al poder a la muerte de su marido como regente de su hijo Constantino, que a la sazón tenía diez años. Una década más tarde el hijo tuvo que recurrir a un levantamiento militar para desalojar a su madre del trono, pero poco después cayó en la debilidad filial de llamarla junto al él. La emperatriz no sólo le quitó a su hijo el trono, sino que lo encarceló, lo acusó de bígamo y le mandó a cegar. Y es que ha habido madres desalmadas, como el caso de Juana Azurduy, la teniente coronel peruana quien perdió a sus cuatro hijos devorados por el hambre y la peste, en plena lucha independentista.

También están las madres posesivas, como Leonor Acevedo, madre de Jorge Luis Borges. Algunos biógrafos del escritor aseguran que la noche de bodas, Borges debió pasarla en su casa materna por sugerencia de Leonor. Y aunque se oculte, porque era negra y mujer, los argentinos tenemos nuestra Madre Patria: María Remedios del Valle, quien combatió como un soldado más en la Guerra de la Independencia y a quien Belgrano le otorgó el cargo de Capitana del Ejército, aunque murió ciega y pobre mendigando en el Buenos Aires del siglo XIX.

“Parirás con dolor”, dijo Dios. Ni todos los Concilios del Vaticano, ni los prosélitos de la Gestalt o del psicoanálisis han dado tan siquiera una explicación acerca del dolor de parto que, como una maldición bíblica, o como un sano complejo de culpa en los hijos, la mujer soportó con estoicismo a lo largo de los siglos. Se ha dicho que la mujer es más fuerte que el varón. Esta verdad de Perogrullo ni la peridural (las parturientas saben de lo que hablo) ha podido desterrar. Porque el dolor de alumbramiento, más allá del umbral de padecimiento de cada mujer, sólo para el hombre es comparable con una endodoncia sin anestesia. O tal vez a algo peor. ¿Y las madres solteras? De esto quiero hablar ahora. En la Argentina, la estadística dice que la relación entre cantidad de mujeres y varones soleteros y con hijos es de 10 a 1; es decir, por cada diez madres solteras, hay un padre desligado a un vínculo materno. Situación como la que nos ocupa, deja al varón en desventaja por dos motivos: una capacidad irregular para cumplir dos roles simultáneos, y su tendencia a la independencia. ¿Es cierto que la mujer, además de su instinto materno, posee cierta naturaleza paterna? Pero el mismo estudio dice que tres de cada diez mujeres son jefas de familia. Esto viene un tanto a poner en tela de juicio si las criaturas abandonadas por largas horas en guarderías, o al cansancio extremo al que se someten las madres por cumplir un doble rol, afecta la naturaleza de ambos.

Pero en definitiva, la imagen que perdura como una fotografía inalterable, y más aun en vísperas de su día, es la de un ser provisto de una capacidad amatoria acaso conmovedora (como el caso de madres que adoptan chicos con alguna discapacidad), por momentos irracional. Hay una fábula que lo prueba y, quiérase o no, aun mantiene viva la estandarización de una apología: cierto príncipe, de un reino inimaginable, fue puesto a prueba por su amada, quien sin despecho, un día le dijo: Si en verdad me amas, tráeme el corazón de tu madre y no te pediré más. El soberano, sin dudar, montó en su caballo y cegado por el pedido fue en búsqueda de aquella entraña. Pero una vez obtenida y antes de entregarla como un trofeo, su caballo tropezó y murió. El amante, tendido en el suelo, escuchó la voz del corazón de su madre que aún latiendo le decía: ¿te has lastimado hijo mío?

*Periodista y biógrafo
desechosdelcielo@gmail.com

[Imagen: Oswaldo Guayasamín: "Maternidad"]
 

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