Madre Tierra. Madre Patria. Madres del Dolor, del Paco, de Plaza de Mayo, y así
la lista sigue hasta hacerse por momentos interminable. Una larga hilera de
presencias imperceptibles. Invisibles. Y aquí encontré la palabra: “invisible”.
Es algo así como que ellas, nuestras madres, en un estado de perpetuidad
omnisciente, están allí, escudriñándonos como entre sombras, con ese afán único
e intransferible de proteger sin reservas el fruto de su vientre o del corazón.
¿Instinto de conservación?, ¿apego sin fecha de vencimiento? Ninguna respuesta a
estas preguntas parece ser convincente a la hora de explicar por qué las madres
están con frecuencia detrás de nosotros, luego de que sus cachorros (la imagen
del término me gusta porque en el parir, y en todo lo relacionado con la
alimentación materna, hay mucho de instinto animal), hayamos abandonado hace
décadas el pañal, ciertas palabrotas, la hora insalubre del boliche, la casa
materna. Porque si octubre es el mes en que nos acordamos de nuestras
progenitoras, acaso sea esta cuota de memoria anual la que nos libra del pecado
no ya Original, sino del yerro de acordarnos de ellas sólo una vez al año. Se
sabe: “madre hay una sola porque nadie aguantaría el dolor de perderla dos
veces”, ha dicho la escritora Isabel Allende con acertada sencillez. Y aquí
radica en potencia el grito ahogado que lanzamos en esa hora desdichada, y que
vendría a purgar eso de “¡Pobre mi madre querida, qué disgustos le daba!” Porque
en verdad, la madre, viene a simbolizar la esencia de ese ser al que le
agradecemos no sólo por habernos dado la existencia, sino por el hecho de
enseñarnos a sobrevivir en la selva de la duración. O en última instancia, a
comprender por qué, como una paradoja uterina, nadie sale vivo de esa vida que
nos dieron.
Y todo en general, por supuesto, porque hay madres también terribles,
vengativas, desalmadas, o en el peor de los casos, aquellas que, disquisiciones
psicológicas a parte, le han arrebatado a sus hijos la vida. Hay un caso de
rencor escalofriante. Es el de la emperatriz bizantina del siglo VIII, Santa
Irene, canonizada por la Iglesia ortodoxa con honores de reliquia. La historia
cuenta que Irene subió al poder a la muerte de su marido como regente de su hijo
Constantino, que a la sazón tenía diez años. Una década más tarde el hijo tuvo
que recurrir a un levantamiento militar para desalojar a su madre del trono,
pero poco después cayó en la debilidad filial de llamarla junto al él. La
emperatriz no sólo le quitó a su hijo el trono, sino que lo encarceló, lo acusó
de bígamo y le mandó a cegar. Y es que ha habido madres desalmadas, como el caso
de Juana Azurduy, la teniente coronel peruana quien perdió a sus cuatro hijos
devorados por el hambre y la peste, en plena lucha independentista.
También están las madres posesivas, como Leonor Acevedo, madre de Jorge Luis
Borges. Algunos biógrafos del escritor aseguran que la noche de bodas, Borges
debió pasarla en su casa materna por sugerencia de Leonor. Y aunque se oculte,
porque era negra y mujer, los argentinos tenemos nuestra Madre Patria: María
Remedios del Valle, quien combatió como un soldado más en la Guerra de la
Independencia y a quien Belgrano le otorgó el cargo de Capitana del Ejército,
aunque murió ciega y pobre mendigando en el Buenos Aires del siglo XIX.
“Parirás con dolor”, dijo Dios. Ni todos los Concilios del Vaticano, ni los
prosélitos de la Gestalt o del psicoanálisis han dado tan siquiera una
explicación acerca del dolor de parto que, como una maldición bíblica, o como un
sano complejo de culpa en los hijos, la mujer soportó con estoicismo a lo largo
de los siglos. Se ha dicho que la mujer es más fuerte que el varón. Esta verdad
de Perogrullo ni la peridural (las parturientas saben de lo que hablo) ha podido
desterrar. Porque el dolor de alumbramiento, más allá del umbral de padecimiento
de cada mujer, sólo para el hombre es comparable con una endodoncia sin
anestesia. O tal vez a algo peor. ¿Y las madres solteras? De esto quiero hablar
ahora. En la Argentina, la estadística dice que la relación entre cantidad de
mujeres y varones soleteros y con hijos es de 10 a 1; es decir, por cada diez
madres solteras, hay un padre desligado a un vínculo materno. Situación como la
que nos ocupa, deja al varón en desventaja por dos motivos: una capacidad
irregular para cumplir dos roles simultáneos, y su tendencia a la independencia.
¿Es cierto que la mujer, además de su instinto materno, posee cierta naturaleza
paterna? Pero el mismo estudio dice que tres de cada diez mujeres son jefas de
familia. Esto viene un tanto a poner en tela de juicio si las criaturas
abandonadas por largas horas en guarderías, o al cansancio extremo al que se
someten las madres por cumplir un doble rol, afecta la naturaleza de ambos.
Pero en definitiva, la imagen que perdura como una fotografía inalterable, y más
aun en vísperas de su día, es la de un ser provisto de una capacidad amatoria
acaso conmovedora (como el caso de madres que adoptan chicos con alguna
discapacidad), por momentos irracional. Hay una fábula que lo prueba y, quiérase
o no, aun mantiene viva la estandarización de una apología: cierto príncipe, de
un reino inimaginable, fue puesto a prueba por su amada, quien sin despecho, un
día le dijo: Si en verdad me amas, tráeme el corazón de tu madre y no te pediré
más. El soberano, sin dudar, montó en su caballo y cegado por el pedido fue en
búsqueda de aquella entraña. Pero una vez obtenida y antes de entregarla como un
trofeo, su caballo tropezó y murió. El amante, tendido en el suelo, escuchó la
voz del corazón de su madre que aún latiendo le decía: ¿te has lastimado hijo
mío?