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20
de noviembre, por fin
Roberto Bardini
El gobierno ha decretado como feriado patrio –por fin– al 20 de noviembre, Día
de la Soberanía Nacional, en homenaje a la Batalla de
Vuelta de Obligado. Ese día de 1845, tropas argentinas enfrentaron en
inferioridad de condiciones, en un recodo del Río Paraná, a las escuadras
navales de Inglaterra y Francia, las más poderosas de la época.
Es probable que muchos jóvenes comiencen ahora –también por fin– a indagar de
qué se trató aquella gesta patriótica, posiblemente la más silenciada de la
historia argentina.
En esa jornada épica, el general Lucio Mansilla disponía de 30 cañones de bajo
calibre que resultaban insignificantes ante los 99 cañones del enemigo. Sin
arrugarse, ordenó tender de una orilla del río a la otra tres gruesas cadenas
montadas sobre 24 botes para evitar el paso de los buques enemigos. El combate
duró ocho horas y los argentinos sufrieron la peor parte: 250 muertos, 400
heridos y 21 cañones destruidos. El propio Mansilla fue herido en el estómago
por esquirlas de metralla. Ingleses y franceses tuvieron, en comparación, pocas
bajas: 26 muertos y 86 heridos. Los atacantes incendiaron las lanchas que
sostenían las cadenas, pero los daños obligaron a la escuadra a permanecer 40
días en la Vuelta de Obligado para repararlos. Después, lograron pasar pero
fracasaron en su intento de ocupar las costas.
¿Y cuál ha sido la opinión de la izquierda argentina acerca del Día de la
Soberanía Nacional?
A lo largo del siglo veinte y en lo que va del actual, todas las agrupaciones
vecinales de izquierda que aún subsisten ignoraron la fecha, con la destacable
excepción de la llamada Izquierda Nacional. Salvo esta tendencia, las restantes
han estado más preocupadas por adaptar en estos pagos cimarrones el asalto al
Palacio de Invierno en Petrogrado, la insurrección espartaquista en la República
de Weimar o el levantamiento de los mineros de Asturias durante la Guerra Civil
de España.
Para esta izquierda –que siempre se ha caracterizado por tener los pies
firmemente plantados a diez metros de altura del suelo– el Día de la Soberanía
Nacional pertenece a las efemérides del fascismo criollo y, por tanto, merece su
desdén.
Lo paradójico es que, desde la vereda de enfrente, nuestro centenario
nacionalismo aborigen jamás logró la aplicación de un decreto así bajo los
añorados regímenes de los generales José Félix Uriburu y Agustín P. Justo. Y los
actuales herederos de aquel nacionalismo ni siquiera lo consiguieron con Juan
Carlos Onganía y los que, más tarde, se sucedieron bajo el autodenominado
Proceso de Reorganización Nacional, a quienes se dedicaron a servir civilmente
con subordinación, valor y obediencia debida.
Un desprendimiento de este nacionalismo nostálgico aún sobrevive, un poco
domesticado por los tiempos que corren. Mantiene su iconografía de principios de
siglo, recluido en lúgubres rincones mezcla de sacristía, seccional de policía y
catacumba iluminada por 20 vatios. Pero en este ámbito extemporáneo la
desavenencia se formula en voz baja, para no perder un módico presupuesto
mensual, un par de canapés en alguna recepción oficial y la posibilidad de salir
–muy de tanto en tanto– fotografiados en las inmediaciones de algún Secretario
de Estado.