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Soberanía.
El síndrome de Gunga Din
Por Enrique Manson *
Cuando yo era chico tenía tías jóvenes que me trataban con el cariño y la
dedicación que suele darse al primer sobrino. De algún modo, ellas me
introdujeron en la admiración del cine de aventuras de la época. Aquel en que
los cowboys eran buenos y los indios malos, los soldados yanquis excelentes y
los alemanes y japoneses espantosos.
En ese marco, me llevaron a ver varias veces la película Gunga Din (nombre que
no se si escribo con la grafía correcta, pues mi dominio de las lenguas
orientales es más malo que el que tengo del castellano). Se trataba de un
heroico joven indio (hindú, decíamos entonces) que daba la vida tocando el
clarín para avisar a los ingleses y sus colaboradores nativos que se acercaban
los feroces enemigos que pretendían –nada menos- expulsar de la India a los
europeos y su civilización.
Yo era un niño, más ingenuo que hoy, y mis tías, adolescentes enamoradas de los
artistas de Hollywood. Fue más tarde que empecé a escuchar y comprender palabras
como cipayo, o imperialismo. Otros niños de mi edad, que hoy son como yo
sexagenarios, siguen empeñados en emocionarse con la heroica trompeta del joven
oriental y su entrega de la vida por el británico Imperio.
La Epopeya y la Nación
Hace una semana tuve el gusto de asistir a la presentación del libro La Gran
Epopeya de Pacho O’Donnell, y me emocioné, como no podía ser de otra manera, con
la celebración, la llamó Pacho, de Obligado. La combinación de las exposiciones
de los panelistas y el autor con la voz de Marian Farías Gómez cantando aquello
de Que los tiró a los gringos, j’una gran siete. Navegar tantos mares, venirse
al cuete. La presencia de los colorados de monte y de los patricios de Obligado.
Y, sobre todo, el hecho mismo de la presentación, me pegaron fuerte, y yo soy de
lágrima fácil para las emociones.
¿Y que opino del libro, yo que me dedico a la Historia? Para ser honesto, le
debo a Pacho mi juicio por que recién he leído una tercera parte, que de todas
maneras me gusta mucho y responde a lo que nos suele dar el autor en sus obras,
y supongo que ocurrirá lo mismo con lo que me falta leer.
Pero la celebración O’Donnellesca, coincide con un hecho que no embarga menos mi
entusiasmo: la gran celebración Patria que se realizará en
Obligado mismo, en
presencia de la Presidenta de la Nación, con la inauguración del monumento que
Obligado merece, y con la asistencia que descontamos masiva de militantes,
estudiosos y de hombres y mujeres de nuestro pueblo. De ese pueblo que está
recuperando el interés, y aún el amor, por la Historia.
Es que están cambiando cosas en nuestra Argentina y en nuestra América. En los
últimos años no sólo hemos salido de las cadenas económicas y políticas que nos
ataban a los poderes internacionales; no sólo hemos empezado a caminar hacia una
justicia que distribuya los bienes materiales, culturales y espirituales de modo
que no haya un solo argentino que no cuente con un piso de vida digno para sí y
para los suyos; no sólo estamos respondiendo a la remanida leyenda que dice que
los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra, al encerrar –juicios
mediante- a los peores criminales de nuestra historia. Hay algo más.
Nuestro pueblo está recuperando el orgullo de ser. No la estúpida vanidad de
creernos más que nadie, si no la confianza en que la Argentina –tan
insignificante como se quiera, diría Don Juan Manuel- no es menos que ninguno.
Así, el patrioterismo vacuo de las celebraciones formales y no sentidas, está
siendo reemplazado por el amor apasionado por lo nuestro. Que tiene mucho que
ver con el fervor con que gritamos, más que cantamos, la Marcha de San Lorenzo,
como lo vimos en mayo y como lo volvimos a ver en la despedida del gran
presidente que nos dejó hace días. Es que nos estamos reencontrando con nuestro
pasado, al mismo tiempo que con nuestra identidad de Nación. De esa Nación que,
bien dice el historiador profesional de apellido prócer, “las naciones se
construyen en circunstancias determinadas.” En nuestro caso, después de la
diáspora primera, cuando San Martín y Bolívar no lograron sumar a la
Independencia la Unidad continental, y la segunda, que partió en cuatro pedazos
al antiguo virreinato, fue justamente Rosas, el que delineó la Nación. Tras la
agresión porteña de 1809, cuando la apertura del puerto permitió que los
mercados del interior fueran invadidos por manufacturas británicas de costo
inferior a la producción nativa. Apareció un federalismo que en última instancia
amenazaba con desintegrar lo que había quedado del territorio virreinal. Fue el
Restaurador con una política aduanera que sin perjudicar a Buenos Aires permitía
la recuperación de las provincias, sumada a una abrumadora correspondencia a
través de la que instaló en los caudillos locales la conciencia de argentinidad,
y con la heroica resistencia contra los imperios a los que no cedió ni un tranco
de pollo, el que permitió la construcción de una Argentina que todavía no lo
era.
Obligado
En su crítica a los festejos de Obligado, el historiador mencionado dice, en la
vieja tribuna de doctrina, que se festeja una derrota. También afirma que “se
llegó a un acuerdo muy honroso…, en el que Rosas obtuvo lo que no pudo lograr en
el campo de batalla. Celebremos pues el éxito pacífico de la diplomacia y no el
fracaso de la guerra.” El problema es que guerra y diplomacia eran una unidad.
Una guerra es siempre una calamidad, pero hay guerras inevitables, sobre todo
cuando se nos vienen encima sin pedir permiso las dos primeras potencias de la
época, ayudadas por cómplices nativos. De la crítica parece surgir la idea de
que el Tirano, fracasó primero con los cañones, y eligió después la diplomacia.
Es algo parecido a lo del alumno del maestro Firpo que decía que un perro era
cuatro patas, dos orejas y una cola. El perro es un animal, que tiene patas,
cola y orejas. El conflicto con los imperios tuvo batallas y diplomacia. Se
trataba de una guerra colonial. En las guerras coloniales se enfrentan un
imperio con una colonia o con un país pequeño –en cuanto a su poderío-, y no son
movidas por odios o rivalidades nacionales. El agresor busca una ganancia. Puede
ser económica, puede buscarse el dominio de un punto de importancia estratégica,
y también se puede buscar la fácil conquista de prestigio.
Siempre se trata de una inversión. En dinero, en sangre, en materiales y
armamento. El costo no debe superar el beneficio esperado. Por eso, los
franceses hicieron la paz con Rosas en 1840, y abandonaron a sus colaboradores
nativos. Por eso la primera potencia del mundo abandonó Vietnam no muy
elegantemente, en la década de 1970. La resistencia de pueblos dispuestos a
luchar hasta sus últimos esfuerzos, quebró la voluntad de los imperios. Estaban
gastando demasiado en armas, en dinero, en sangre propia, en relación al botín
buscado.
La gloriosa batalla de Obligado fue el punto culminante de una guerra colonial.
En ella se destacó el heroísmo de los guerreros argentinos que, como diría San
Martín, no son empanadas que se comen sin más trabajo que abrir la boca. Pero
las guerras contra las potencias no se ganan sólo con heroísmo. No menos
necesaria es la conducción de un estadista que, como Juan Manuel de Rosas,
apoyado por su pueblo, condujo con firmeza y talento la guerra contra las dos
potencias de su época.
Es cierto que había argentinos que tenían “opiniones diferentes sobre como
organizar el país”, aunque es lamentable que quienes las tenían hubieran
gestionado la intrusión anglo francesa y, muchos de ellos, disfrutaran del
espectáculo de Obligado desde la borda de los barcos invasores. Esto fue juzgado
por San Martín con frases conocidas: americanos que por un indigno espíritu de
partido se unan al extranjero para humillar a su Patria.
Patriotismo, hoy
No nos sorprende la preocupación por el nacionalismo patológico del crítico. Nos
recuerda lo que decía Scalabrini Ortiz acerca de lo peligroso del nacionalismo,
pero del de las potencias imperiales. Es cierto que “nuestro actual gobierno
puede hacer uso de él”, y puede legítimamente pues es el gobierno que a
contrapelo del internacionalismo de las relaciones carnales con el Imperio de
hoy, levanta la bandera de la independencia basada en la integración continental
que soñaron San Martín y Bolívar, Artigas y Güemes, Rosas –el Gran Americano-, y
que no pudieron concretar Perón y Vargas a mediados del siglo pasado.
Las imágenes de los presidentes frenando el golpe racista y separatista de
Bolivia, y apoyando al presidente Rafael Correa, hace un par de meses (y esas
fueron victorias). La del presidente colombiano en el velorio de la Casa Rosada,
esperando a Hugo Chávez para abrazarse juntos al lado del patriota que los ayudó
a impedir una guerra fratricida., nos ponen ante un futuro, el único posible en
un mundo de continentes. Estaremos Unidos para no estar dominados.
A riesgo de repetitivo, y desde luego con palabras que no son mías, termino esta
reflexión con aquello de que si el gobierno municipal porteño les ha puesto
rejas a las estatuas de nuestros próceres, ellos, con San Martín y Bolívar al
frente, las han saltado, y han vuelto a cabalgar por América Latina.
19 de noviembre de 2010
* Profesor de Historia,
funcionario en los ministerios de Educación de la Nación, de la Ciudad de Buenos
Aires y de la provincia de Buenos Aires, docente universitario, autor, entre
otros, de
Argentina en el Mundo del Siglo XX y El Proceso a los argentinos