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Cuando
un marino argentino ignoró la bandera de Estados Unidos en República Dominicana
Por Roberto Bardini
El 13 de enero de 1920, el gobierno y la Marina de Guerra de Argentina dan un
noble, atrevido y admirable ejemplo de solidaridad iberoamericana –casi sin
equivalente en todo el siglo XX– que ha sido cuidadosamente olvidado por nuestra
historia oficial.
Sucede en aguas del Caribe. El crucero 9 de Julio, ancla en el puerto de Santo
Domingo e ignora la bandera de Estados Unidos, que desde 1907 ocupa militarmente
al pequeño país antillano. Rinde honores, en cambio, al inexistente -en ese momento- pabellón de la República Dominicana.
Entre 1899 y 1920, los marines yanquis han desembarcado en Cuba, Honduras,
Nicaragua, Haití, México y Panamá. Y en varias ocasiones se quedan unos cuantos
años.
En el caso de Dominicana, permanecen hasta 1924. Es “para bien de los
dominicanos a pesar de ellos mismos”, escribe convencido el historiador
norteamericano Samuel Flagg Bemis en La diplomacia de Estados Unidos en América
Latina, publicado en 1943.
Pero la pequeña historia que culmina en Santo Domingo comienza, en realidad,
unos meses antes y en otro país. Exactamente el 24 de mayo de 1919, cuando muere
en Uruguay el embajador mexicano Juan Crisóstomo Ruiz, también concurrente en
Argentina.
El diplomático es mucho más conocido en toda América hispana por su seudónimo de
poeta, novelista y ensayista: Amado Nervo. El autor de La amada inmóvil y Raza
de bronce fallece a los 48 años.
El gobierno uruguayo decide que el cuerpo del poeta se traslade a Veracruz en el
crucero Uruguay. El presidente argentino Hipólito Yrigoyen acompaña el gesto y
dispone que el crucero 9 de Julio lo escolte hasta México.
El comandante de la nave argentina es un desconocido capitán de fragata. Se
llama Francisco Antonio de la Fuente y tiene 38 años. Ocho meses después
demostrará que es un auténtico oficial y caballero de mar.
Cumplida su misión, inicia el regreso. Tiene instrucciones de efectuar visitas
de cortesía en algunos países del Caribe.
El 6 de enero, cuando avista la costa de Santo Domingo, el capitán De la Fuente
enfrenta un dilema: debe realizar el saludo protocolar de 21 salvas a la bandera
nacional del puerto al que llega… Pero ve que en la fortaleza Ozama
[imagen], construida
por los españoles en el siglo XVI para vigilar el mar, ondea la bandera de
Estados Unidos.
Pide instrucciones por telégrafo al embajador argentino en Washington. El
diplomático se comunica con la cancillería en Buenos Aires. Y poco después, el
marino recibe un mensaje muy claro: por orden del presidente Yrigoyen, debe
saludar a la bandera dominicana.
Pero no existe esa bandera en el puerto… No importa. En el crucero hay varias y
De la Fuente encuentra una del país que visita. El 13 de enero, fondea frente a
Santo Domingo, hace izar el pabellón dominicano en el palo mayor y, ante la
vista del pueblo que se ha reunido en los muelles, dispara los 21 cañonazos de
rigor como saludo a una nación soberana.
Frente a este inesperado gesto de nobleza y respeto, los dominicanos enloquecen
y estallan en gritos de alegría. Inmediatamente se corre la voz y los pobladores
se lanzan a las calles, desafiando las ordenanzas de las fuerzas ocupantes.
Algunas personas juntan trozos de tela y los unen precariamente, componen los
colores de su enseña patria y la hacen flamear en el torreón de la fortaleza
Ozama para ser dignos de ese honor. Y cuando los marinos argentinos desembarcan,
la gente los abraza y les entrega ramos de flores.
Así, un viejo –para la época– presidente de 68 años, un poeta modernista y un
joven marino amalgaman ética, estética y épica, valores que casi nunca coinciden
con la política. Pero cuando lo hacen, son los ingredientes que al gesto más
pequeño le confieren dimensión de epopeya. Como esta simple historia de
soberanía nacional que honra al respetado y al que respeta.
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