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"Respeto
mucho la palabra 'militancia' que ahora parece recuperada"
Por Miguel Russo
mrusso@miradasalsur.com
Ricardo Piglia nació en Adrogué en 1940. Tiene publicadas cuatro novelas
(Respiración artificial, La ciudad ausente, Plata quemada y Blanco nocturno),
tres libros de cuentos (Nombre falso, La invasión y Prisión perpetua) y textos
teóricos: Crítica y ficción, Formas breves y El último lector. Es profesor de
literatura latinoamericana en Princeton. El origen de sus ficciones, sus
compromisos políticos y la visión apasionada de la actualidad.
Palermo, lo que Ricardo Piglia llama Palermo y cualquier otro denominaría
Recoleta o Barrio Norte, es, a las 3 de la tarde, un hervidero de gente que va
de un lado al otro deteniéndose un segundo en una y en todas las vidrieras.
Cuando abre la puerta de calle y, luego, diez pisos más arriba, la de su
estudio, se comprende por qué Piglia dijo “Palermo”. Es el mismo Palermo de
décadas atrás, de la charla con tiempo, sin poses ante supuestas cámaras de
televisión ni falsas expectativas. Es Piglia, un plato de cerezas, dos vasos y
una jarra con agua helada. Y una disposición a contar que, tomando como excusa
la salida de su última novela, Blanco nocturno, dispara todas las historias.
–Usted dijo que en Respiración artificial quería escribir la historia de un tío
y que en Blanco nocturno contó la historia de un primo. O es un enorme mentiroso
o tiene una familia fantástica.
–Todas las familias son fantásticas si uno lo piensa un poco. Mi madre tenía 12
hermanos. Y allí se repetían cosas que uno encuentra en cualquier familia: el
tío que se va, la muchacha rara, figuras que el propio relato familiar
construye. La familia es también como una especie de microsociedad donde siempre
hay historias épicas. De manera que si tuviera que contar todas las historias
que circulan en mi familia no me alcanzarían varias reencarnaciones. Claro que
algunas de esas historias son miscroscópicas.
–¿La del tío que se va, por ejemplo?
–Exacto, Respiración artificial . Yo tenía un tío que había tenido una historia
con una muchacha y había dejado a la mujer. La cosa es que después, al
escribirlo, el personaje va cambiando. Pero para mí el punto de partida de una
novela es un personaje.
–¿Sin principio, sin frase final?
–Nada, ni siquiera tengo trama. Tengo un personaje, en Respiración..., mi tío:
alguien que hacía un corte y no se sabía más de él. Blanco nocturno es la
historia de un primo por parte de mi padre. El tipo puso una fábrica y la cosa
no funcionó, pero él no lo aceptó y se quedó ahí adentro. Siempre pensé que
tenía que escribir alguna historia con él. La cosa es que la novela va hacia él,
es al revés de lo que uno puede imaginar. Hubo varias versiones. En algunas, la
historia empezaba con él. Pero en la definitiva, terminé por ir a buscar la
historia que quería contar. Como si fuera construyendo un relato que avanza
hacia donde me parece a mí que se concentra la historia.
–¿Por qué?
–No sé, no lo hice de forma deliberada, son modos. A mí me interesa mucho que el
relato tenga una dirección, porque como después prolifera, interiormente me
interesa que el relato vaya hacia algún lado, aunque sea de un modo hipotético.
–Usted anunció esta novela hace varios años, pero la escribió en poco tiempo.
¿Qué ocurrió en el medio?
–Yo tomo siempre muchas notas, muchas pequeñas investigaciones, cosas que voy
anotando a medida que imagino que estoy escribiendo una novela. Hasta que
después empiezo a escribirla de verdad. Escribo una versión, la dejo, la retomo.
Son modos, métodos de trabajo que ni siquiera planeo y son muy difíciles de
cambiar.
–¿Es consecuente con sus métodos?
–Totalmente, se me impone un hábito, una forma de escribir. Mejor dicho, me doy
cuenta de que en un personaje, en una historia o en una situación hay algo que
me interesa. Si no, no tendría sentido decidirse a escribir un libro. Tiene que
haber algo que uno no entiende bien. Ese enigma que a uno le produce un efecto
sentimental.
–El primo de la fábrica...
–En este caso había una relación de mucho afecto y mucha admiración por mi
primo. Claro que son cuestiones que después en la novela se diluyen; pero son
importantes en el arranque. La familia como una especie de laboratorio de
historias.
–¿Lo divierte su familia?
–Mucho. Mi familia es como una especie de modo de narrar que consiste en que
todo se justifica. Por ejemplo, si hubiese un asesino serial en la familia mi
madre diría “y bueno, siempre fue un poco nervioso”. Nunca se juzga a nadie,
incluso en situaciones muy extremas. Es una especie de código narrativamente
fantástico. Nunca nadie es condenado, siempre hay algo que lo explica, que
justifica las peores canalladas.
–¿Por eso en sus novelas nunca hay grandes culpables?
–Puede ser, no lo había pensado. Pero es que hay flujos, fluidos, cosas que se
construyen desde el imaginario de cada uno. Y eso le pasa a todos, no sólo a los
escritores: todos vivimos en un mundo de historias. Y esas historias muchas
veces tienen que ver con esos nudos que están ligados a la infancia. De allí
sale el personaje de Luca, ese primo que en la familia llamaban “Chiquito” y
medía como dos metros. Un personaje con una serie de elementos enigmáticos.
–Enigmáticos y desaforados: escribe los sueños en las paredes de la fábrica.
Algo que hasta podría tildarse de exageración narrativa.
–Y era así: escribía los sueños en las paredes. Y más: también es cierto que
tenía un patio interno que llenó de yerba usada que iba vaciando de los mates y
que el patio terminó pareciendo un prado. Pero la novela transforma todo ese
nudo real. Por eso creo que fui hacía ahí: era muy difícil narrativamente
empezar tan arriba.
–Otro que entra tarde en la novela es Emilio Renzi, su alter ego.¿Es posible
pensar una narración suya sin ese personaje?
–Al principio no pensaba meterlo. Pero siempre me siento narrativamente más
cómodo si aparece una perspectiva que da una versión diferente de lo que se está
narrando. Renzi aterriza en la trama como si no tuviera que ver con la
construcción de la historia. Es como un segundo narrador.
–Un narrador que nunca envejece...
–Es cierto.
–¿En qué edad Emilio Renzi es Ricardo Piglia?
–En esa edad en que está siempre, ese momento en que todavía no sabe qué va a
hacer, 25 ó 30 años, un momento de mucha circulación, de muchas pasiones
simultáneas, de muchos intereses. En realidad, casi todos los personajes
narrativos importantes de las novelas que leemos son de esa edad. En el caso de
Emilio Renzi, viéndolo así, sería un personaje que se quedó en los ’60, digamos.
–Bueno, zafó de la consabida consigna “se quedó en el ’45”...
–Avanzó unos quince años, sí, muy bien el tipo.
–¿Prefiere los ’60 a los ’70?
–Sí. Los ’70 son un efecto múltiple y no previsto de la manera en que eso
sucedió.
– Recién arrancada Blanco nocturno, en la cuarta página, el comisario Croce (uno
de sus personajes) dice, hablando del asesinado Tony Durán: “...era distinto,
aunque no fue por eso que lo mataron, sino porque se parecía a lo que nosotros
imaginábamos que tenía que ser”. Palabras más, palabras menos, el planteo de la
otredad que hace Sartre en el prólogo a Los condenados de la tierra, de Frantz
Fanon. Tomar los ’60 como paradigma, ¿es tomar como modelo el rol de un
intelectual como Sartre?
–Por supuesto. Ahora, ¿en qué consistiría ser ese intelectual? Escribir sin
buscar el reconocimiento inmediato ni un efecto de celebración instantánea.
Escribir sabiendo que allí hay algo de ruptura. Eso supone relaciones con la
tradición literaria, con la política, con ciertas estructuras definidas. No creo
que ese tipo de intelectual haya desaparecido, más allá del cambio en los
contenidos de intervención.
–¿No sería mejor del cambio en el mercado que busca otro tipo de intelectuales?
–En la escena general, los intelectuales parecen estar en una situación de
repliegue extremo o de sustitución por los periodistas. Muchos intelectuales van
a parar a ese lugar que se llama “opinión” en las secciones de los diarios.
Antes, esas posiciones eran más autónomas.
–¿Más militantes?
–Yo respeto mucho la palabra “militancia”, palabra que ahora parece haber sido
recuperada. Aunque nunca tuve una relación orgánica con los grupos políticos,
tenía relaciones, conversaciones muy interesantes. Y, habitualmente, volcaba mi
militancia en hacer revistas. Antes de la aparición de ERP y Montoneros, los
intelectuales eran convocados para hacer política en su ámbito. Y es algo que
sigo defendiendo. La política estaba ligada a prácticas específicas de los
individuos, no se trataba de que todos, como pasó luego, se proletarizaran o
tomaran las armas. En esa época, el tipo de relación que podía tener un
intelectual o un escritor con la política era siempre mucho más respetuosa de la
especificidad. Después, claro, en la especificidad había mucha discusión. Miro
mis libros y no veo signos de lo que podía estar de moda en la discusión de
izquierda en el momento en el que los escribía.
–¿Entonces?
–Escribía lo que me parecía que tenía que escribir y me divertía. Ellos me
decían hay que escribir “una” novela y yo les decía que me la trajeran, así la
copiaba. ¿Cómo sería esa novela?, les preguntaba. Y no me podían encontrar
ninguna. ¿Que podían traer, La condición humana, de Malraux; la primera novela
de Semprún donde ese mundo de la militancia política revolucionaria aparece con
fuerza; algunos cuentos de Andrés Rivera? No era necesario ser comunista para
escribir una novela como La condición humana, había que ser Malraux. Aclarado
esto, yo tuve al principio, cuando llegué a la Universidad, relaciones con el
grupo Praxis, que estaba ligado a Silvio Frondizi. Allí hice, en 1963, la
revista Liberación. Estaba cerca de Carlos Astrada, la dirigía Speroni que era
un dirigente sindical de la época del entrismo del trotskismo. Le hice
entrevistas a Portantiero, a Sebreli, a Rozitchner, aquellos con los que me
parecía que una revista tenía que tener conversaciones. Trataba de llevar a la
discusión política cuestiones que también tuvieran que ver con discusiones
culturales específicas. Eso fue una etapa, después estuve sin una conexión
directa y entonces apareció el maoísmo. Un tipo de crítica a la construcción
siniestra del stalinismo que no venía de las posiciones trotskistas, siempre un
poco voladoras, ni venía de la crítica de los ex comunistas que eran tipos muy
respetables pero con los cuales uno no terminaba de entender para quién jugaban.
La caracterización de Mao sobre los soviéticos como imperialistas abrió un
espacio de discusión nuevo. En ese momento, entro en conversaciones con la gente
de Vanguardia Comunista: Elías Semán, Rubén Kriskautsky, a quienes les dediqué
Respiración artificial , hoy dos detenidos desaparecidos. Primero hicimos una
revista que se llamaba Desacuerdo, porque estaba contra el Gran Acuerdo Nacional
de Lanusse. Después hicimos Los Libros, que en un principio tenía más autonomía.
Luego, la política la cruzó de tal manera que empezó a cambiar su perspectiva y
al final sí terminó muy comentada con grupos básicamente maoístas y del
Peronismo. Y mi intervención termina con la primera etapa de Punto de vista.
–Pero todo arrancó con Silvio Frondizi...
–En La Plata. Silvio Frondizi iba a enseñar ahí, daba un curso de Historia
Moderna. Y hacía unas intervenciones en la discusión histórica junto a Milcíades
Peña, ligados a lo que había sido el trotskismo originalmente en la Argentina. Y
también la ligazón con el cambio de perspectiva de los modelos revolucionarios
que pasaron de clase contra clase a las luchas anticoloniales. El maoísmo, los
vietnamitas y los cubanos le dieron un viraje a la discusión de la izquierda. Y
ése es un poco el marco de los ’60. Un marco de discusiones donde cultura y
política estaban planteadas de muchos modos. Uno de esos modos reflejaba que el
intelectual no era un tipo que hablaba de cualquier cosa. Sartre intervenía en
la discusión y en el plano donde él podía intervenir. Eso funda una tradición
importante: la de cómo llevar adelante una producción literaria manteniendo una
relación que no aparecía afectada directamente por los encargos de la historia.
Una vez, yo estaba dando un seminario sobre Borges en la Facultad, en Puán, y un
chico del trotskismo dijo “vamos a parar la clase porque aquí hay una elección y
nosotros queremos que nuestro partido...”, etcétera. Y yo le dije que no tenía
ningún problema si me decía que opinaba su partido sobre Borges. El pibe salió
corriendo. Por supuesto que era una provocación mía como diciendo “ustedes
vienen a hablar de qué, ¿de lo que ya sabemos?”. Esa relación tiene mucho que
ver con los distintos modos de entender el proceso político entre 1960 y 1982.
–Nuevamente el rol del intelectual...
–Un rol que estaba sintetizado en la frase de Guevara cuando le preguntaron qué
tenía que hacer un intelectual y él dijo “yo era médico”. Es decir, el
intelectual tenía que agarrar el fusil. Aún hoy cuesta entender que se entrara
en esa onda sin una capacidad crítica respecto de cómo había que discutir esos
problemas y cómo había ámbitos de discusión que no tenían por qué resolverse,
exclusivamente, de ese modo.
–¿Es un pase de factura a tipos como Rodolfo Walsh?
–No, no es un pase de factura, es un enigma, como ocurre con Gelman. Primero, es
un enigma la peronización. Fue muy sorpresiva la peronización sin una actitud
crítica, poniendo blanco sobre negro lo que verdaderamente debemos valorar del
peronismo. En el caso de Walsh, me parece que él trato siempre que su práctica
fuera lo que lo identificaba: hizo el periódico de la CGT y después conformó los
grupos de información alternativa. Esos son grandes aportes. Y la Carta Abierta
a la Junta, claro. Esa carta es lo que es porque está escrita cómo está escrita.
Es un ejemplo de la inutilidad de la retórica de izquierda. Un ejemplo de cómo
hay que escribir un discurso político. Es una intervención sobre las mentiras
del periodismo, sobre las mentiras de los medios, pero también es un ejemplo
para saber cómo hay que probar lo que uno dice. Tratemos de estar a la altura de
lo que es decir algo por escrito para decirlo como Walsh. El caso de Walsh me
parece muy complejo: es alguien que siempre estuvo muy atraído por la acción en
el sentido más pleno. En ningún sentido es un pase de factura.
–¿Hay ecos de aquella peronización en esta vuelta a la militancia?
–Miro con mucha atención la reivindicación de ciertas tradiciones, la presencia
de la gente joven participando. Pero una cosa es tomar al peronismo como un
cuerpo político en la disputa de los sectores tradicionales, un punto de
referencia importante en los conflictos que se dan en el interior de los modelos
posibles de construcción y otra asumirlo como un modelo revolucionario que todo
el mundo debe seguir y, además, entusiasmarse con la idea de que Perón los está
guiando o siguiendo. Es muy fácil decirlo ahora, pero eso es lo que me parecía
inocente desde el punto de vista político en los primeros ’70. Dicho esto, no me
parece el mismo asunto. En aquel momento ir hacía el peronismo estaba conectado
con la idea de que allí estaba el verdadero movimiento. Cualquiera que tuviera
un poco de experiencia política sabía lo difícil que era convencer de que la
cuestión de la estrategia guerrillera era muy contraria a la lógica del
peronismo de movimientos sindicales y luchas obreras.
–Exactamente desde el 3 de marzo de 1957, usted lleva un diario personal. ¿Va
volcando todas estas cosas allí o son anotaciones con sus perplejidades como
narrador?
–No, son perplejidades, sí, pero con respecto al presente y señales o rastros
que dejo para adelante. El diario es un registro muy aleatorio de algunas
discusiones en las cuales intervenía y que, en su momento, fueron muy intensas.
Tengo la formación política de aquella época y aquella tradición: la idea de
pensar que nuestra alternativa era la verdad en lo que pretendíamos como
política y que lo demás era una especie de confusión a la que nosotros mirábamos
con cierta distancia irónica. Y también con imposibilidades, porque eso
disfrazaba el hecho de que teníamos escasa intervención. Estos grupos caminaban
paralelamente a lo que estaba pasando y construían una teoría diciendo que eso
era muy importante. En aquel momento había como un horizonte de posibilidades
que hacía posible que un intelectual de izquierda viviera todo el tiempo
hablando de política y nunca refiriéndose a lo que estaba pasando en lo
cotidiano ni a saber quién era el intendente.
–¿Y ahora?
–Me parece que lo que está pasando ahora es una prueba de que se puede
intervenir en la política con posiciones que podríamos llamar de izquierda o
progresistas y negociar con individuos con los que uno no tiene ningún interés
en negociar y que eso forma parte de la política práctica de alianzas.
–Pero hay una diferencia profunda, al menos con los ’90, donde era muy fácil
pertenecer al progresismo y allí, en ese espacio, se daban cita quienes hoy se
transformaron en irreconciliables....
–No es diciendo “el enemigo” que aparece el enemigo. Pensando en el viejo
estilo, me parece que 2001 fue un punto de transformación importante; creo que
es una tradición de políticas y economías que desde 1955 hasta 2001, con breves
intervalos, trataron de arrasar este país. 2001 supuso una crisis grave y esa
crisis grave creó condiciones para situaciones impensables en otro momento. Si
uno mira los conflictos políticos en la Argentina con los criterios de larga
duración puede decir que en 1955 se produjo un corte que tenía como objetivo
poner a la Argentina en otro sistema, en otro plan, en otro tipo de experiencia
política y económica. Y que eso persistió con distintos tipos de manifestaciones
políticas hasta 2001, donde se produjo un quiebre profundo. Esa crisis generó
condiciones que yo entiendo mejor en el plano cultural. Allí veo cómo esas
crisis produjeron en el ámbito cultural muchos modos alternativos. Me parece que
se terminó con la idea de una cultura que solamente puede funcionar en
condiciones de riqueza. Eso no quiere decir que no haya que insistir en las
necesidades de financiación, pero lo mejor de la cultura argentina empezó a
funcionar por afuera de esa lógica, arreglándonos con lo que hay y fue y es muy
productivo todo eso. Lo mejor de la cultura se construyó en el interior de
“hacemos lo que podemos”, la gente de Eloísa Cartonera, las chicas de Belleza y
Felicidad o el grupo de Jacobi, cosas que empezaron a funcionar con una lógica
que no era la de estar en la línea central de la cultura, sino de estar donde se
está, a la intemperie.
–¿Y en el terreno político?
–Me parece que en la política también se produjo algo que, quizás, explique ese
hecho extraordinario de que Néstor Kirchner fuera elegido presidente en 2003.
Escuché su primer discurso, al asumir, cuando yo estaba visitando a mi madre en
Mar del Plata. Y me impresionó mucho lo que estaba diciendo. Él empezó a decir
cosas que eran nuevas, “somos hijos de las Madres de Plaza de Mayo”, cosas que
no se decían y que no decía un presidente. Y eso creó un cierto interés en el
desarrollo de esta cuestión. Eso fue como un renacimiento de la política
entendida como algo que no es solamente un mundo de canallas que buscan la
especulación.
–Se toma un año sabático y lo vivirá en el país. Es un año duro, con elecciones,
con una pelea fuerte por uno u otro modelo. Un año donde no parece que un
cuaderno o dos le alcancen para anotar cosas en su diario.
¿Piensa publicarlo en algún momento?
–Puede ser, pero en realidad yo prefiero intervenir en modo menos inmediato, no
me gusta el tipo de intervención al boleo. Posiblemente empiece a publicar lo
que estoy volcando ahora en mis diarios personales. No quiero repetir una
experiencia que valoro en otros pero que no me interesa mucho que es escribir
una columna y tener que estar atento a ella. La intervención tiene que partir de
lo propio para que tenga sentido. Me gusta la gente que habla de lo que sabe,
sean pescadores, jugadores de fútbol o albañiles. Después, hay discursos
colectivos generales que están muy bien y que tienen otra función. Pero hay que
escuchar a los que hablan de cosas que conocen porque las hacen. Es por ahí por
donde la cosa empieza a tener sentido.
16/01/11 Miradas al Sur
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