El federalismo argentino

Por Enrique Manson *

¡Viva la Santa Federación! ¡Mueran los salvajes unisex!, gritaba Inodoro Pereyra al confundir a Papa Noel con un mazorquero. Es que ya hoy está instalada en los ambientes populares la conciencia de que los malos de nuestra Historia –Rosas, los caudillos federales- no eran tan malos, ni los buenos –los pulcros unitarios de mentalidad europeizante, los liberales degolladores de Mitre y de Sarmiento- no eran tan buenos. Y sobre todo que los primeros estaban, justamente, más cerca de lo popular, mientras los cajetillas detestaban a la negrada del siglo XIX.

Ganada ya esa batalla, aparecieron los Académicos, nietos históricos de Mitre, los que piensan que Todo es (igual) Historia, y hasta los de cierta izquierda que sigue yendo del brazo de la Sociedad Rural. Todos ellos tratan de demostrar que Rosas no fue verdaderamente federal.

Es que, de pronto, lo federal había pasado a ser el emblema de lo sustancial de las luchas argentinas. Para ser federal había que vestirse de gaucho y asistir emocionado a la exposición de Palermo, en ese predio que el grotesco imitador de Facundo regaló a los dueños de la tierra en los 90.

Sin embargo Rosas sí fue federal. Lo fue, no en el sentido técnico copiado del modelo norteamericano, sino en lo que significaba la palabra federal en sus tiempos. El auténtico federalismo rioplatense tuvo características particulares. Si los Estados Unidos fueron una confederación de trece colonias iguales, con salida al mar, en el Río de La Plata la unidad federal se concretó alrededor de una provincia convocante, como Italia alrededor de la Casa de Saboya o Alemania en la que Prusia desempeñó ese rol.

Es cierto que los cabildos fundadores de los siglos XVI y XVII fueron el origen de las provincias, y que las huestes conquistadoras y sus descendientes indianos se manejaron con independencia del poder real. Pero ésta autonomía se refería al gobierno local. En el virreinato del Plata, el único virrey que salió de Buenos Aires durante su mandato fue Sobremonte, y no lo hizo en gira de inspección. Las ciudades del interior soportaron con tranquilidad este centralismo colonial que no provocaba perjuicios materiales al transcurrir de la vida aldeana.

Las cosas cambiaron cuando la apertura del puerto de Buenos Aires permitió que los mercados del interior fueran invadidos por manufacturas británicas de costo inferior a la producción nativa. Esta agresión económica favoreció la aparición de un federalismo que en última instancia amenazaba con desintegrar lo que había quedado del territorio virreinal.

Los intentos de integración, decíamos, se hicieron alrededor de una provincia convocante. La primera fue la Banda Oriental de Artigas con su Liga de los Pueblos Libres. Posteriormente, Juan Bautista Bustos primero y José María Paz después, procuraron hacerlo desde Córdoba. Ambos fracasaron. Lo mismo ocurriría cuando Urquiza trató de llevar el papel central a Entre Ríos. Pero el desequilibrio que producía el peso de Buenos Aires obligó a que ésta fuera el centro de todo proyecto integrador.

La de Rosas, no era, exactamente, una confederación. Las provincias se manejaban en lo interno con autonomía, pero la ciudad puerto regía algo más que las relaciones exteriores. Pero lo que Rosas quiso, y logró, fue construir la Patria argentina desde ese grupo de provincias disgregadas. Para ello cambió la política agresiva del puerto contra el interior por una política aduanera proteccionista, y agotó docenas de escribientes en la interminable correspondencia con la que convencía pacientemente a los caudillos que la Patria no era Santiago del Estero o Mendoza, sino algo más grande que era la Confederación Argentina. Aunque para las mentes codificadas de algunos abogados no fuera formalmente una Confederación. Para ello buscó y obtuvo el apoyo del pueblo y se les plantó a los gringos sin aflojar en la Vuelta de Obligado, cuando fue la ocasión.

Eso era entonces ser federal. Se había superado un federalismo desintegrador, del que no eran culpables las provincias, y se había consolidado una unidad nacional, que sobrevivió a la traición de Caseros. Ser federal era ser nacional. Ser federal era ser popular, y que las formas quedaran para los leguleyos de palabras huecas.

En los ’90 hubo una fiebre de federalismo. No sólo el presidente se disfrazaba de caudillo bárbaro, sino que so pretexto de una mayor efectividad en la gestión, se entregaba sin presupuesto la responsabilidad de la salud y la educación a provincias que no tenían recursos para sostenerlas. Se creaban veintitantos sistemas educativos en los que, al tiempo que caía la calidad del servicio y la crisis económico social expulsaba a los estudiantes del sistema, se diluía todo lo que oliera a unidad nacional y, con más razón, latinoamericana. El nuevo federalismo, so pretextos de autonomía, entregaba el manejo de provincias chicas a las oligarquías que disfrazaban de justicialismo un modelo conservador popular, y para fortalecer a las provincias frente a la Nación, se provincializaba el subsuelo que, de ese modo, fue más fácilmente a poder de los grandes monopolios petroleros que se dedicaron a vaciarlo, evitando cuidadosamente hacer inversiones que aseguraran el futuro energético.

Hoy no faltan los que buscan vestirse de federalismo para cuidar sus cuentas bancarias, alimentadas por la renta extraordinaria, el trabajo semi esclavo, y la descarga de glifosato en los bordes de los pueblitos. Y lo hacen vanagloriándose cerca de la estatua de Urquiza. De aquel general que se alió al enemigo en una guerra externa para defender sus negocios. No se dan cuenta que a sus espaldas los observa otra estatua. La del hombre que era estanciero, pero ante todo era un patriota. Aquel que con su pueblo de gauchos, negros y orilleros, nos dejó esta Patria. Aquel a quien San Martín legó su sable por la firmeza con que la había defendido de sus enemigos.

Pero eso es otra historia


Enero de 2011


* Profesor de Historia, funcionario en los ministerios de Educación de la Nación, de la Ciudad de Buenos Aires y de la provincia de Buenos Aires, docente universitario, autor, entre otros, de Argentina en el Mundo del Siglo XX y El Proceso a los argentinos

 

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