|
|
|
|
Parir en el Pozo de Banfield
El sobreviviente de La Noche de los Lápices dio detalles del cautiverio que
compartió con Gabriela Carriquiriborde, una desaparecida que pusieron en su
celda para que la cuidara hasta que diera a luz. Habló de otras dos embarazadas.
Por Alejandra Dandan
[Pablo Díaz dio su testimonio ayer en la causa sobre el plan sistemático para
apropiarse de hijos de desaparecidos.]
Acababan de preguntarle si para los guardias la situación de las embarazadas
podía pasar inadvertida. Pablo Díaz dijo que no. Que a tal punto no pasaban
inadvertidas que a ellos, que eran los más chicos, los secundarios de 15 o 16
años, les dieron el trabajo de cuidarlas. “Y una vez, (el médico represor Jorge)
Bergés entró diciéndoles a los guardias que respondan a nuestros llamados, que
las embarazadas en el centro clandestino eran como las ‘joyas de la abuela’.”
Pablo Díaz llevaba tiempo en el Pozo de Banfield, en una celda a la que por sus
dimensiones no se atreve ni siquiera ahora a nombrarla así. Permanecía tirado en
el piso. Había sido secuestrado en la madrugada del 21 de septiembre de 1976, a
pocos días de otros estudiantes secundarios de La Plata, lo que después se
recordó como La Noche de los Lápices. Pasó por el pozo de Arana y después por
ese espacio que reconoció años más tarde, en Banfield, donde no le hicieron más
interrogatorios porque los que estaban ahí sólo esperaban el turno para morir.
Ayer volvió a contar su historia ante el Tribunal Oral Federal 6, esta vez a la
luz del juicio por el plan sistemático de robo de bebés. En los Tribunales de
Retiro habló de tres embarazadas de las que supo o con las que tuvo contacto,
entre ellas Gabriela Carriquiriborde, a quien pusieron en su celda a comienzos
de diciembre de 1976 hasta que llegó el momento del parto.
“Cuando cerraron la puerta lo primero que vi fue esa figura muy chiquita, casi
de mi edad, de 21 o 22 años, con vendas y sogas que le colgaban –dijo Pablo–. Me
habían dado los trapos para que la limpie. Le salía líquido de la vagina. Ella
se limpiaba y me daba los trapos. Y cuando venían los guardias, les pedía que me
los cambien para seguir limpiándola.”
Estaban en el último piso del centro clandestino. Hasta entonces, Pablo había
permanecido todo el tiempo atado, las manos en la espalda, la venda que al
comienzo era un pulóver a esa altura eran algodones apretados con una cinta
elástica. Comía una vez cada tanto. En 90 días se bañó dos veces. Hacía mucho
calor, estaban desnudos, los guardias les robaban las ropas.
El miedo le impidió hablar en voz alta durante los primeros quince días de su
estadía en el centro. Cuando lo hizo, preguntó en voz alta por los que estaban
ahí. Empezó a darse cuenta de que estaban muchos militantes de la UES, entre
ellos Claudia Falcone, ubicada en la celda de atrás, del otro lado de la pared.
Cuando Gabriela entró a su celda supo que en algún lugar estaba su marido:
“Estoy con mi esposo, llamalo por favor”, me dice.
–¡¡Jorge!! ¡¡Jorge!!”
Dijo Pablo, y alguien contestó.
–¡Yo estoy con Gabriela, tu esposa! ¡Y voy a cuidarla!
Pablo nunca vio a Jorge, aunque varias veces hablaron a la distancia.
Tenía que limpiar a Gabriela y darle de comer. Bergés le había dicho que
golpeara las puertas cuando empezaran las contracciones. Que llamara
inmediatamente a los guardias. Como Pablo no sabía qué eran las contracciones,
preguntó a la cadena de voces: “¿Cuándo empiezan? ¿Cómo nos damos cuenta?” “De
pronto empecé a golpear la celda porque Gabriela decía: ‘¡Ahí viene mi hijo!
¡Viene mi hijo!’. Yo me asusté. Todos nos desatamos, y empezamos a golpear las
puertas porque le venía el hijo, porque lo quería tener”.
La guardia también gritó. “Yo estaba sin la venda, entraron, me tiran contra la
pared, yo ya no caminaba; estaba casi arrastrándome, me tiraron y me dijeron:
‘Vos vendate’.” En ese momento, sacaron a Gabriela arrastrándola en algo con
ruido a chapa. Alguno gritaba: ¡Llamen al doctor! ¡Llamen a la Jefatura!
¡Llévenla a la sala de parto! “Yo le seguía gritando a Gabriela que se calme, y
en un momento, cuando la iban a bajar se cae de la chapa y hace ruido, la
guardia se pone como loca: ¡Nos van a matar a todos si le pasa algo!”
La fiscalía y las querellas buscaron que Pablo diera cuenta de la sistematicidad
de esas prácticas. Ahí encontró sentido la frase sobre “las joyas de la abuela”.
O las medidas de precaución que los guardias tomaban con las embarazadas. O un
testimonio de Bergés en el que les dice a los guardias que si quieren divertirse
usen a las chicas, pero que no toquen a las embarazadas. O los datos sobre el
área de partos que funcionaba en el lugar. La defensa intentó argumentar que
Bergés era quien tomaba las decisiones sobre esas mujeres y sus cuerpos.
Cuando el ruido pasó, terminó el relato Pablo, de pronto se hizo un silencio:
“Todos nos quedamos como llorando, y al rato escucho el llanto de un bebé”.
Cuando volvieron los guardias, les preguntaron qué había pasado. “Nos dijeron
que nos quedáramos tranquilos: ‘La vamos a llevar a una granja. ¡No saben lo que
es la granja! ¡Está bárbara! ¡Ahí tienen de todo, es lo mejor que les podía
pasar!’ Así que brindamos –dijo Pablo–, nos pusimos contentos: y nunca más
volvimos a saber de ellos”.
Durante el tiempo que estuvo con Gabriela, Pablo supo poco de su vida. “No
hablábamos de eso –dijo–, ella me decía: ‘Pablo, vas a ser el padrino’”.
Jugaban. Gabriela le agarraba la mano y la ponía en la panza. “Decile a Jorge
que lo escuchás”, le pedía. Y entonces Pablo volvía al juego de las voces:
–¡Jorge, lo escucho!
–¡Está latiendo!
–-¡Se está moviendo!
Y Jorge respondía: Cuidala, decía. Limpiala.
Después del parto, dejó de escuchar a Gabriela, al niño, pero también dejó de
escuchar a Jorge. “De repente no tengo más registro, ni su voz ni su presencia.”
Seis días después, una embarazada llegaba a la celda de otra prisionera. Era
Stella Maris Montesano de Ogando, que en esos días dio a luz a su hijo, pero en
su caso volvió al pabellón. Estaba infectada, le habían dicho que se llevaban a
su hijo a un lugar para que pudiera estar mejor, y le dejaron el cordón
umbilical. “¡No puede ser!”, le decía Pablo a Claudia pared de por medio. Stella
Maris tenía una infección que ni siquiera estaba revisando el médico represor.
Dos días antes de Navidad, entró una nueva parturienta. En este caso la llevaron
a la celda de Claudia Falcone. Era Cristina Navajas de Santucho, Pablo Díaz la
vio de filón el día en el que dejó el centro clandestino, el 26 de diciembre de
1976, cuando les pidió a los guardias despedirse de Claudia Falcone.
“Me ponen enfrente de Claudia, cuando cierran la puerta me levanto el pulóver y
la veo desnuda, atada y ahí es cuando me dice que nunca iba a poder ser mujer
porque la habían violado... teniendo 16 años.”
Pablo pasó dos meses más como desaparecido antes del blanqueo en la Unidad 9 de
La Plata. Tiempo después entendió qué significaba la palabra desaparecido,
cuando envió a una de sus hermanas a la casa de los Falcone, intentando avisarle
a Claudia que él no estaba libre sino que seguía detenido.