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Osvaldo
Guglielmino, el ítalo mapuche
Por Enrique Manson *
Fue el poeta Atilio Castelpoggi, porteño y gangoso, que cantaba tangos y
recitaba sin pudor alguno, el que calificó a Osvaldo Guglielmino como ítalo
mapuche. Sin duda al vate, que suponía que al cruzar la General Paz las naves
caían al vacío, le sorprendía el indigenismo de este gringo del oeste
bonaerense.
Osvaldo nació pehuajense, aunque fue parido en French a unos pocos kilómetros, y
como tal, cercano geográficamente al linqueño Jauretche, con quien tuvo tanto en
común. Guglielmino sigue siendo hombre de su patria chica, aunque viva en el
Barrio Norte porteño y aunque sea uno de los visionarios de la Patria Grande. De
esa Patria Grande que se va consolidando en nuestros días, cuando el metalúrgico
Lula De Silva dijo, en presencia del aymara Evo Morales, de la militante de la
JUP de los setenta Cristina Fernández, del milico patriota Hugo Chávez y del
tupasaurio Pepe Mugica, aquello de que antes éramos enemigos y ahora estamos
unidos.
Hijo de panadero, parece que su apellido gringo se origina en un Wilhelm tedesco.
Fue a la escuela primaria de pantalón corto y sabañones producidos por los
helados vientos sureros, en épocas en que –recuerda- “la birome no existía”. De
esos años, cuenta que le pasó “como le suele ocurrir a mucha gente, como le pasó
al gran Dante Alighieri- había faltado la maestra de otro curso, y trajeron a
los chicos al mío. A mi lado sentaron a una rubiecita que me llamó la atención y
no pude dejar de mirarla. Y sentí que algo pasaba dentro de mí. Era ese
sentimiento nuevo, seguramente, a pesar de ser tan joven en que empieza la
diferencia de los sexos en la vida, pero pleno de espiritualidad y belleza. No
podía sacarle la mirada. Eso quedó prendido en mí.” Más adelante, su
espiritualidad se inclinaría a una morocha, Nelly la compañera de su vida.
Se recibió de maestro en la Normal pehuajense, y su padre, a quien no imaginamos
como aquellos maestros de pala anarquistas que elaboraban irreverentes
cañoncitos, vigilantes y bolas de fraile, le pudo costear estudios superiores.
Se graduó en Letras en la Universidad de La Plata, la que la leyenda supone
creación de Joaquín V. González, y que Osvaldo demostró que fue fundada por
Rafael Hernández, el hermano menor de Martín Fierro.
Profesor y rector de su Colegio Nacional de Pehuajó, fue convocado por el
ministro Anglada para ocupar la Dirección de Fomento y Estímulo Cultural a
mediados de 1955. Osvaldo aceptó con poco sentido de la oportunidad. Buenos
Aires había sido bombardeaba heroicamente por aviadores argentinos, y el
gobierno de Juan Perón cayó en septiembre del mismo año. No faltó quien creyera
que el maestro pehuajense era uno de los principales sostenes del tirano prófugo
y, si había ganado sus cargos docentes por concurso, los perdió por bando
militar.
Continuó entonces, desde una pequeña librería de su pueblo, la larga lucha por
una revolución cultural. La que había levantado banderas de soberanía política,
independencia económica y justicia social, y que debía proyectarse hacia una
integración de los pueblos hermanos de esta parte de América. La integración de
una infinidad de Pehuajós, que sumara a gringos y a mapuches, a nietos de Martín
Fierro, que después de la derrota de Pavón habían debido dejar la lanza, pero
luchaban en los nuevos tiempos, con huelgas y sabotajes. Así habían de lograr,
luego de dieciocho largos años, que volviera “algún criollo” –que penaba a
quince mil kilómetros- “en esta tierra a mandar”.
Su pasión por Martín Fierro, lo llevó más allá de la literatura, que sin embargo
nunca abandonó. Autor de poemas, como Ida y vuelta de Juan sin ropa (1949),
Canto fundamental (1967), Poemas de la tierra (1987), y de ficciones y ensayos
como una biografía de Rafael Hernández (1954), Las leguas amargas (1972), Perón,
Jauretche y el revisionismo cultural (1998), sin descuidar la dramaturgia.
Durante la tercera presidencia de Perón fue subsecretario de Cultura de la
Nación.
Comprometido con el rescate de la identidad argentina enfrentó la falsa
dicotomía sarmientina y publicó, en los años ochenta, un periódico de corta
tirada y más corta vida que ostentaba orgullosamente el título de Barbarie.
Luego cayó, como tantos, en la trampa del candidato que se disfrazaba de
Facundo, y que le prometió una recuperación de nuestra identidad cultural, así
como prometía una revolución productiva. Naturalmente, desengañado se apartó
rápidamente. El embaucador debería agradecer la edad provecta del poeta, porque
su santa furia daba como para degollarlo a la criolla.
Hombre de tierra adentro, no por ello desconocía el alma de la ciudad en que
vive. Así escribió, con el seudónimo de Sotero Barroso, con el que se disimulaba
durante la tiranía criminal del 76, su Canto a la vida rante:
Ha de volver la rante, la querida
Con los viejos laburos de la yeca
Y habrá de ser varón a cara y seca
Pa pitar ese faso de la vida
Durante los años oscuros colaboró activamente en el semi clandestino Pueblo
Entero, que publicaba su gran amigo Fermín Chávez.
Siempre creyó que la educación era una parte de la cultura, por eso le sacó al
farsante de Anillaco la promesa incumplida de convertir al organismo del Palacio
Sarmiento en ministerio de Cultura, con Educación como una rama subordinada.
También soñó, alguna vez, con la creación de una universidad inspirada en el
pensamiento nacional, para formar los técnicos, los profesionales y, sobre todo,
los pensadores, que se inspiraran en la identidad de nuestro pueblo. Que miraran
el mundo desde aquí, y que de ese modo fueran instrumentos de la recuperación
nacional.
Sus taitantos años no le han quebrado el espíritu ni la iniciativa, y sigue
impulsando proyectos que bajo otras formas, son nuevas iniciativas para
recuperar nuestra identidad cultural, gringa y mapuche, además de hispana y de
todos los orígenes que han formado esta patria mestiza. Dios ha querido darle
larga vida y pudo ver en estos años una Patria que, seguramente no hubiera
esperado ver después de demasiados desengaños. Tanto ha sido el entusiasmo que
lo mantiene vivo, que sigue produciendo como en su juventud. Acaba de dar a
conocer La voz, obra sobre el Morocho del Abasto en la que junta lo literario
con lo histórico, ya que desarrolla una teoría que vincula al zorzal con Pehuajó.
Su amor por el gran poema nacional lo ha llevado a escribir, una versión para
niños: Martincito Fierro.
Cuando el 28 de mayo de 2006 nos dejara el gran historiador nogoyaense, escribió
su despedida en sentido soneto:
Fermín Chávez, tal vez con estos versos
Pueda llegar a vos donde arribaste,
A ese mundo distinto, y te olvidaste
De estos afanes nuestros tan diversos.
Ahora andamos, hermano, en Universos
Diferentes los dos. Vos te alejaste
Pero igual yo te escribo aunque dejaste
De estar aquí, y andamos muy dispersos.
Mas sigues con nosotros todavía
En tus libros de lucha compañera
Del bien, de la Verdad, de la Poesía.
Estás aquí en tu casa justiciera
Por el Pueblo y la Patria y por el Día
De ser nosotros según Dios lo quiera.
[Publicado en Caras y Caretas, agosto 2010]
En busca de Osvaldo Guglielmino... escritor (entrevista):
http://www.laopinion-rafaela.com.ar/opinion/2010/07/29/u072903.php
* Enrique Manson es escritor y docente
universitario.
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