¿Por qué marginamos a personas con tartamudez?

Por Guillermo Marín*

Jorge, un chico gordo, salpicado por el acné, con anteojos casi cubriéndole el rostro se sienta todos los días, en el mismo banco, solo, en el fondo del salón. La maestra sabe que arrancarle una palabra de la boca implicaría una tarea titánica, tan trabajosa como acallar a los demás niños cuando arrojan como frutos podridos sus carcajadas. El chico gordo de anteojos intuye que su lenguaje oral está roto: la severa tartamudez lo ha empujado, primero, hacia el interior de un laberinto de sonidos fragmentados, luego, al silencio total. Pese a todo, ese chico de apellido Borges, pronto se convertirá en uno de los mayores prosélitos del genial escritor Miguel de Cervantes, acaso tan tartamudo como él.

En estos días, la Asociación Argentina de Tartamudez (AAT) lanzó un comunicado con un fuerte compromiso social: en 2011, la Argentina será, por primera vez, sede del Noveno Congreso Mundial de personas con disfluencia, término científico con el que se reconoce a aquellos individuos con trastornos de comunicación oral, y que se caracterizan por tener interrupciones involuntarias en la fluidez del habla. A la pregunta ¿qué es la tartamudez?, los expertos responden casi al unísono: “Es un trastorno del funcionamiento motor del habla, de base biológica –al hemisferio cerebral izquierdo le cuesta mantener los comandos del habla-, que se desencadena por factores de tipo motor, lingüístico o afectivo”. Según cifras oficiales, existe alrededor de un millón de personas que tartamudean en el país (un 1,5% de la población mundial padece disfluencia). Por supuesto, no hay estadísticas que informen acerca del grado de tolerancia que tiene el resto de la sociedad con aquellos que poseen esta clase de desorden verbal. En mayor o en menor medida, toda comunidad tiende a excluir a los habitantes que no se ajustan al patrón que establece el sistema: somos parte de una sociedad que no tiene tiempo de escuchar al ”otro”. Y en el peor de los casos, nos burlamos a costa de las limitaciones y los defectos del prójimo como si, ensañándonos contra quienes padecen alguna limitación o defecto, nos vacunáramos contra el riesgo de contraerlo.

Defecto tabú, los prejuicios sobre las personas que tartamudean posee un antecedente histórico: en la Grecia clásica, Demóstenes (384-322 a. C.), quien era objeto de burlas por su disfluencia, luchó contra ese defecto hasta convertirse en uno de los más grandes oradores de la época. La historia cuenta que el locutor ateniense, se colocaba piedras en la boca para lograr que su dicción brotase con mayor lentitud y, con ello, mejorar la naturalidad al hablar. Si bien desde entonces tanto las terapias como la prevención han alcanzado importantísimos avances, a la fecha, en los adultos, no se ha logrado curar la tartamudez. Aunque no todos los especialistas concuerdan entre sí cuando se trata de definir las causas que la provocan, flamantes estudios revelan que una de sus causas es neurofisiológica. “Padecen este trastorno cinco varones por cada mujer”, afirma Beatriz Biain de Touzet, fonoaudióloga, Presidenta Honoraria de la A.A.T. “Hay un elemento hereditario ligado con el sexo, pues se debe a una utilización distinta de las zonas cerebrales relacionadas con el lenguaje”, aclara la especialista. Pero a pesar de los logros terapéuticos obtenidos, quizás sorprenda lo poco que en la Argentina se ha alcanzado en materia de inclusión social sobre las personas con este tipo de dificultades. “No existe en nuestro país una legislación específica referida a la disfluencia. Pero puede suscribirse a la Ley contra la Discriminación que engloba a todas las diferencias y capacidades especiales”, me dice Touzet.

Es que los disfluentes adultos suelen relatarle a los especialistas, un conjunto de experiencias traumáticas que padecen o padecieron a lo largo de sus vidas (en la película El discurso del rey, recientemente estrenada, el personaje, tartamudo, confiesa una serie de traumas sufridos en su niñez y juventud), y que los han forzado a autosuprimirse como si fuesen seres desprovistos de un código común de comunicación. En la etapa escolar, por ejemplo, las vivencias dolorosas van desde las burlas de sus compañeros y la incomprensión docente (en general, los maestros y profesores no le dan al alumno el tiempo necesario para expresarse), hasta la frustrante situación del rechazo laboral (si bien no es recomendable que un disfluente trabaje en un call center, jamás queda explícito el motivo de la repulsa en otro tipo de actividades). A primera vista, pareciese ser que tener tartamudez implica haber recibido una condena bíblica, donde la mejor arma contra el mal es ocultarlo con la misma fuerza con la que se intenta darle claridad a las palabras. Sin embargo, estudios recientes indican que en los adultos, y en especial en los niños, la dificultad pude mejorarse y arrojar pronósticos alentadores. Los fonoaudiólogos explican que cuando el trastorno está instalado, el objetivo es darle al paciente técnicas que lo ayuden a hablar más cómodo y sin tensión: el punto está en aprender a hablar más sencillo, es decir, abolir toda clase de discursos atiborrados de estructuras oracionales complejas. Del mismo modo, los especialistas trabajan sobre las emociones ligadas al habla: la persona quiere hablar, pero el miedo a hacerlo la obliga a quedarse callada. Mientras más se cubra y se trate de ocultar el problema, más se tartamudeará. Entonces, como una paradoja frente al inconveniente, es vital elegir cómo tartamudear. “Uno puede preferir hacerlo con muy poco esfuerzo y sin tensión”, propone Joseph Sheehan, experto en trastornos del lenguaje, autor de “Mensaje al tartamudo”. No obstante, la clave radica, muy por encima de todo, en aceptarse a sí mismo ante el obstáculo que se intenta sortear.

La disfluencia no es una enfermedad. Pero sí una dificultad que produce una gran angustia sobre quienes la padecen. Wendell Johnson, una de las voces médicas más calificadas en la historia de la tartamudez confesó en 1930: “El tartamudeo es, tal vez, una de las influencias sociales más desmoralizantes, perplejas y aterradoras de nuestra cultura”. ¿Qué tanto la sociedad Argentina está dispuesta a cambiar esta realidad?

*Periodista
desechosdelcielo@gmail.com
 

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