Chau,
“pueta” Sosa
Por Roberto Bardini
En los años 70, se comentaba en el ambiente universitario de Honduras que el
poeta Roberto Sosa llevaba en su maletín negro “poemas, queso y un revólver
calibre 38”. El 23 de mayo se murió a los 81 años en esa tierra que amó casi
hasta la desesperación y ahora vendrán los homenajes que durante mucho tiempo le
retacearon en vida. Lo traicionó ese corazón grande, generoso y corajudo –pero
también muy dolido– que ojalá hubiera latido muchos años más.
Nos presentaron en Tegucigalpa una noche de julio de 1977, en una reunión en la
casa de Víctor Meza, un valiente académico que había conocido a Joe Baxter en
Suiza a mediados de los años 60. Meza era columnista del diario Tiempo, jefe de
Relaciones Públicas de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras y director
de la editorial universitaria, donde yo trabajaba. Aquella noche estaban el
poeta Rigoberto Paredes y el escritor Eduardo Bähr, también llamado “Beer”.
Fue amistad a primera vista. Eran hombres talentosos e irreverentes, con un
humor más filoso que una espada samurai, que festejaban las ocurrencias a
carcajadas y bebían whisky como si sus estómagos no tuvieran fondo.
Sosa era de Yoro, departamento del norte hondureño, donde –según me dijo–
“llovían peces y aviones”. Me contó que de niño había conocido a un caballo que
iba a una cantina, se acercaba a la barra y tomaba “guaro”, el aguardiente
nacional, más adecuado para cauterizar heridas de bala o machete. También me
explicó que en Honduras “el plomo flota, el corcho se hunde, se fríen las
camisas y se planchan los huevos”. A él le decían “Sosa cáustica” y al paso de
los días, ya en confianza, me apodó “Ronberto Bacardini”.
Más tarde, fue mi jefe en la editorial universitaria. A fines de 1980 me
expulsaron del país junto con otros tres argentinos que trabajaban en la
Universidad: Eduardo Halliburton, Carlos María Vilas y Patricio Castiglione. Y
al año siguiente, el nuevo rector –un “cachureco” (conservador) del Partido
Nacional al que Sosa bautizó como “Rata Negra”– le pidió la renuncia. Con el “pueta”,
como también le decían a Roberto, nos seguimos viendo en México.
Durante mucho tiempo ignorado por la cultura oficial –más municipal que
nacional– Sosa es el poeta hondureño más reconocido fuera de las fronteras de su
país. Autor de catorce libros, sus poemas se tradujeron al alemán, chino,
francés, inglés, italiano, japonés y ruso.
En 1968 ganó el premio español Adonais con su obra Los Pobres y se convirtió en
el primer latinoamericano no residente en España en recibirlo. En 1971 obtuvo el
premio Casa de las Américas con su poemario Un Mundo para todos Dividido. En
1990 el Ministerio de Cultura de Francia le otorgó la Orden de las Artes y las
Letras en el Grado de Caballero. Fue profesor de literatura hispanoamericana y
escritor residente en el Upper Montclair College de Nueva Jersey y, poco antes
de fallecer, recibió la noticia de que le entregarían el premio Rafael Alberti.
De origen humilde y desprotegido económicamente durante muchos años, Roberto
Sosa ha muerto como vivió: pobre. Y como una reparación tardía fue velado en el
auditorio de la Universidad que lo expulsó tres décadas atrás.
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