Volodia Teitelboim. La dialéctica del regreso

Por Mónica Patricia Blanco

Volodia Teitelboim narra en el libro En el país prohibido (Sin el permiso de Pinochet) su regreso a Chile, después de catorce años, de forma clandestina en las postrimerías del Régimen que la Junta Militar presidida por Augusto Pinochet Ugarte implantara luego de tomar el poder de facto, el 11 de setiembre de 1973, provocando con este hecho la muerte del entonces presidente constitucional Salvador Allende.

En el exilio fija su residencia en la capital de Rusia desde donde dirige el programa Escucha Chile en Radio Moscú, utilizando esta emisión radiofónica como órgano de difusión de la reorganización del Partido Comunista y, fundamentalmente, para la denuncia de los graves episodios que acaecían en su país contra la ciudadanía toda, siendo los delitos de Lesa Humanidad ejecutados en el desarrollo del plan de Terrorismo de Estado implantado por el gobierno los que actualizaban de manera imperiosa la necesidad de declarar a viva voz las aberraciones a las que estaba sometida la población de entonces.

Ya desde el inicio el autor nos permite asomarnos, como vista desde una ventana que ofrece una mirada privilegiada, al retrato de un presidente que en su decadencia describe la hostilidad que profesa hacia el mismo Teitelboim:

“-Era un experto en lavar cerebros a los chilenos ingenuos, exponiendo su ideología demagógica con apariencia de hombre bonachón y afable, que más parecía cura de pueblo que comunista. Este agente soviético disfrazaba con una facilidad impresionante su traición a Chile, y en cada oportunidad que encontraba circunstancias propicias hacía creer a los chilenos las dulzuras del comunismo, al que ensalzaba con su adormecedor “canto de sirena”. (1)

En su audaz derrotero, a partir de la toma de decisión de ingresar a su tierra natal arriesgando la vida hasta la llegada en penumbras, evocando su partida sin adioses y su retorno sin bienvenidas -secretamente y a destiempo- , Teitelboim compara en varios pasajes del libro la travesía personal con el mítico viaje de Ulises, Odisea que confiesa llevar a cabo acompañado por el miedo:

“Entonces, señor mío, lo importante es vencer el miedo. He ahí un traidor solapado”. (2)

Lejano a la heroicidad y con mirada introspectiva, en el mar del inconsciente bucea hasta llevar a la luz lo que concientiza al hablarse en términos de dictamen:

“Tú no eres un héroe. Nadie nace héroe. Tampoco trates de serlo”. (3)

Versado en estrategia, vencer la estratagema que ideada como persecución gubernamental planificada hacia los ciudadanos declarados “no deseables” en el país ha sido declarada lo sitúa en la superación de su exilio, en compañero no testigo del insilio de los que permanecieron dentro de las fronteras y posicionarse ante la propia complementariedad entre los que fueron equiparados, desde el interior al exterior, a parias hindúes o pertenecientes a una categoría análoga a los negros del África del Sur: posición ratificada por algunos obispos de la iglesia chilena quienes sostuvieron que estos sujetos (exiliados, insiliados) pertenecían a un “apartheid” cívico. El regreso, en Teitelboim, representa asumir la culpa gravosa, la auto-sentencia, de retornar vivo a un territorio en el que muchos hermanos han perecido condenados a muerte en la inmediatez de su captura o por consecuencia de las secuelas que largas sesiones de tortura han dejado en sus cuerpos. La impronta psicológica, la patología de la cacería, ha inscripto el drama en los cuerpos individuales y desarrollado la tragedia colectiva.

El Régimen denunciado a través de las páginas de este libro extiende su poder de modo tentacular, articulando la metodología de persecución, secuestro, tortura y muerte especialmente a quienes realizaran actividad política, proscripta en aquel momento, paralelamente al quehacer habitual.
Marta Ugarte Román es descripta como una maestra amante de la poesía, a quien:

“la vida era una cosa muy respetable y no había que perderla en frivolidad ni en sensualidades. Atribuía al trabajo revolucionario un sentido casi religioso”. (4)

Ugarte Román fue hallada muerta, tendida en la playa, con la espina dorsal quebrada. El autor la recuerda al escuchar la canción “Alfonsina y el mar” en la que repara mediante un símil: una poetisa argentina que se suicida en el mar, una poetisa chilena revolucionaria muerta a orillas del mar, dejando ambas su huella en la arena, una señal para las generaciones futuras.

Planteado en términos de la dicotomía orden/desorden el gobierno de Pinochet establece la delimitación en zonas de pobreza y riqueza desde la capital, Santiago, a la periferia. Esta selección a partir del trazado urbano se enmascara con un impulso renovador, cuya doctrina sustentada en altas esferas alude a la modernización mediante autopistas de circunvalación que son utilizadas como verdaderas zonas de segregación: a un lado la ciudad pujante, con edificios pertenecientes al centro administrativo-financiero, y al otro lado, la ciudad secreta con sus poblaciones marginales.

“El poeta peruano César Vallejo decía que nadie sabe cuán inmensas cantidades de dinero cuesta ser pobre. Si quieren tener una aproximación, asómense a esa parte del Santiago suntuoso y se darán una idea”. (5)

La negación de la participación de la población, cuya plena conciencia sobre el carácter fundador de los pobres que se traduce en actividad creadora a partir de la cultura obrera, siendo ellos quienes refundan la ciudad que otrora, hacia el siglo xvi, fuera tarea de los conquistadores españoles es otro rasgo característico de este período; desconocer su existencia mediante un vacío de visibilidad, la pérdida del reconocimiento de los factores identitarios definido en su presencia perceptible culmina en lo que el autor precisa como desocupación- descontento- represión mediante la irrisión y el desprecio hacia cualquier tentativa de organización popular.

El lenguaje, como vía de expresión de la ideología dominante pone de manifiesto la aparición de nuevos términos, especialmente la utilización de siglas que aluden a la privatización de la gestión de algunos organismos pertenecientes al estado y a la regulación de las funciones de sus agentes. Teitelboim enfatiza en la irrupción de anglicismos, resabios de una intervención en la política del gobierno de países acreedores del mismo. La expresión “neolindeza” es utilizada por el autor para destacar con ironía el impacto que observa en la vida cotidiana de ciertas locuciones enlazadas a la vida y a la muerte cuyo significado opera en la representación del imaginario social, cualidad de visión caleidoscópica de la realidad chilena en la que la existencia dependía del grado de silencio de sus habitantes:

“La gente del pueblo usa diariamente los vocablos: apagón, operativo, barricadas, repre y depre, gurkas, mitin relámpago, panfleto, volanteo, fierros, seguimiento, ratoneras, relegación, referentes, cúpulas, coyuntura, recursos de amparo, querellas, huelgas de hambre, ayuno, enfrentamiento”. (6)

A partir de la filosofía de dirección del Estado de raíz castrense con su correspondiente proceso de militarización infiltrado en las capas civiles, la implementación del programa ultraconservador se fundará sobre la base de que la soberanía no reside en el pueblo sino en las Fuerzas Armadas. Tampoco se consultará la voluntad de los uniformados, la desconfianza del Comandante en Jefe se hará extensiva a sus propios cuadros: los servicios de Inteligencia no respetarán jerarquías, los dossiers del generalato hacia sus subordinados así lo confirman, adjudicando a la “seguridad nacional” el papel de eje rector protegiendo a la nación de las “debilidades civiles y de quienes vistiendo el honroso uniforme pasen a las filas del enemigo”, por lo que se propicia la tendencia a estabilizar un discurso en el que todo Estado moderno que aspire al mayor grado de eficiencia debe adjudicar a las Fuerzas Armadas un papel activo al punto tal de institucionalizar su participación en las decisiones políticas sobre la conducción de los destinos del país.

La presión psicológica no era infundada, la plana mayor conocía a la perfección el origen social de la milicia de menor rango, las órdenes de reprimir se cumplirían indefectiblemente sobre la ciudadanía en la que se hallaban los allegados y seres queridos. Un ejercicio de comprobación de lealtad hacia el régimen era la demostración que el propio Jefe de Estado declamaba al confesar públicamente que había ordenado la detención de varios familiares directos, anteponiendo el interés supremo, el bien común, al bienestar particular.

Un importante punto de resistencia se encuentra en las universidades, manifestándose en plena disidencia con la teoría de Pinochet de refundar el Estado, quien como primera medida designó rectores-delegados:

“Pinochet quebró el criterio de los autoritarismos marciales e inventó un sistema nuevo.
En el hecho se autonombraba superrector de todas las universidades y, a la vez designaba generales, almirantes, hasta coroneles para que cumplieran la tarea de convertirlas en Departamentos de la Seguridad Nacional y de la Guerra Interna”. (7)

Con la intención de recrearlas para que de ellas surja una nueva intelectualidad cuyo sentido vector sería la aplicación del ideario contribuido por noveles graduados, transformándolos en apéndices del sistema, en el caso de la Universidad de Chile durante los tres primeros años fue tutelada por la Fuerza Aérea y en los once años siguientes por el Ejército.

Hacia finales de 1973, y sólo como adelanto de lo que se manifestaría durante los intervalos sucesivos, se había eliminado el 25 % de los docentes, el 15 % de los funcionarios y expulsado a unos 20 mil estudiantes.

Una excepción “civil” la constituyó el nombramiento de José Luis Federici como Rector, quien decretó el allanamiento de varias facultades. La funcionalidad y obediencia al gobierno a partir de una irrestricta adhesión a la administración militar –señala - era la condición sine qua non para el acceso a estos cargos de alta jerarquía académica.

Plantear el tema de la Verdad, en términos de filosofía política invita a adentrarse en el pensamiento de autores contemporáneos y su incidencia teórico-práctica en las dictaduras modernas de Latinoamérica.

Partiendo del análisis que Jacques Derrida efectúa en su libro De l’esprit donde plantea el problema de la relación entre Heidegger y el nazismo, Teitelboim se detiene en la enunciación del vínculo que el filósofo francés advierte entre la ideología nazi y ciertas instituciones:

“El nazismo -sostiene- sólo pudo desarrollarse con la complicidad, diferenciada, pero decisiva, de algunos Estados “democráticos”, de determinadas instituciones universitarias y religiosas”. (8)

El componente ideológico que constituye vertebralmente las formas dictatoriales requiere la colaboración de otras ideas afines, las cuales resultarían a la postre, eficaces en tanto refuerzan o justifican las acciones de una corriente política que se define autocrática.

A tal efecto, el autor refiere que:

“Heidegger creía que el pensamiento debía conservar toda su pureza especulativa, ser el pensar por el pensar, sin buscar resultados positivos ni aplicaciones pragmáticas. En Chile de este tiempo –aunque se proclame el primado de la praxis- se da vuelta la espalda a la realidad por el irracionalismo de muchas proposiciones políticas formuladas en nombre de cálculos equivocados, como la búsqueda del diálogo con una puerta cerrada, los Acuerdos Nacionales míticos, las negociaciones hijas del ensimismamiento y la caída en el vértigo de las soluciones imposibles”.

“Heidegger no era general. Pero cuando fue nombrado rector de la Universidad de Friburgo puso en práctica la política de reestructuración universitaria. Denunció a los colegas que políticamente no le inspiraban confianza, a los intelectuales liberales demócratas del círculo de Max Weber y a uno que recibió después el Premio Nobel, el químico Staudiger, al cual acusó de pacifista y de opositor al militarismo alemán”. (9)

Así, la descontextualización de las formas de razonamiento y exploración de las diversas causas que se originan a partir del prejuicio acuden como un modo facilitador de condicionantes de la vida ciudadana: desde la conducción de la universidad se plantea el asedio a quienes se opongan a obedecer las directrices sustentadas sobre la base de aproximaciones forzadas, devenidas en correlatos anacrónicos.

El rol de la prensa tributaria a la consolidación del gobierno, fue tutelar desde los medios, en especial el gráfico -cuyos editoriales serían multiplicados en los espacios radiales y televisivos- comparando mediante la utilización de imágenes los últimos meses de la presidencia de Allende presentando una visión apocalíptica que contrastaba con el orden impuesto en el gobierno de Pinochet. Estas representaciones inducían a la opinión pública a generar adhesiones; y en especial a difundir la política de privatización de lo público como medio de progreso. El ascenso social como resultante de la activación de la movilidad de las clases sociales se efectuaría a partir del aumento del empleo en el sector privado; de allí que el modelo de tercerización sería trasplantado a los ámbitos de energía, explotación minera, comunicaciones, transporte, educación y salud.
Los titulares del diario de mayor tirada en esta etapa, El Mercurio y su cadena de diarios de provincia, anunciaban con beneplácito la apertura a capitales extranjeros con franquicias sin antecedentes en el país, además la capitalización de los pagarés de la deuda externa que actuaban como un efectivo mecanismo para apoderarse de los activos estatales, contribuyeron a una desnacionalización del patrimonio estatal.

Con vistas a reestructurar la economía distinguiéndose del carácter otorgado en la anterior administración, las medidas anunciadas por estos medios fueron interesadamente alabadas. Las bondades del liberalismo económico, el dominio del mercado “dinámico y fuerte”, y la paradójica concentración del capital son expresadas en El Mercurio:

“La política de privatización es esencial para el desarrollo de una efectiva libertad económica y de una moderna democracia, caracterizada de una dispersión en el poder”. (10)

Sobre este tópico, Teitelboim relata la actuación de la Comisión Trilateral, integrada por intereses políticos y financieros de Estados Unidos, Europa Occidental y Japón. Llamada al cambio estructural más importante del siglo, esta Comisión sugiere que mediante la liquidación de las empresas estatales se facilitaría el ingreso de nuevos capitales transnacionales a favor de una regularización del mercado y las finanzas; de este modo se transformarían las deudas nominales en control real sobre los bienes físicos de la nación. El resultado de esta política llevada a cabo por el gobierno concluyó en la entrega de las empresas estatales y privadas de mayor rentabilidad puestas a disposición de estos países acreedores, ya que de hecho, la deuda externa podría considerarse incobrable.

El ingreso de los llamados capitales extranjeros que darían real impulso a la economía no hizo más que acentuar la brecha en la desigual distribución del ingreso.

La aplicación de contratos de trabajo en condiciones desventajosas, la pérdida de los beneficios y del derecho al reclamo, la desocupación y el desempleo sólo contribuyeron a fomentar una economía de subsistencia a la que el ex –obrero se vio obligado a recurrir.

En este sentido, la clase obrera pierde la denominación histórica que se configura en su misma dignidad: desde la legislación laboral como táctica de ataque a las organizaciones sindicales (aquellas que no han sido cooptadas por el gobierno) se ordena suprimir la palabra “obrero” en los contratos y tratados. De este modo, se pretende disolver bajo la forma “nación” no sólo una clase social, sino también el concepto de “lucha de clases”.

Bajo el manto homogeneizador se escurre la distinción. A pesar de lo enunciado el papel de la Prensa de oposición fue obsecuente en muchos casos evitando las denuncias; sin embargo el Colegio de Periodistas desarrolló una lucha sin pausas en la defensa de la libertad de expresión censurada en la Constitución de 1980 en la que se prohibía la edición y circulación de publicaciones sin la venia del régimen, con especial cuidado en temas referentes a los Derechos Humanos y Economía.

En la medida en que desde el Estado se constituye un aparato represor, los delitos cometidos por éste adquieren nuevas configuraciones, inéditas en el Código Civil y en el Código Penal. En la inminencia de su aplicación la sociedad observa sin llegar a asimilar nuevas situaciones que, también reformadoras en su curso, son recibidas sin obtener una denominación precisa para que encuentren espacio dentro de la vida social:

“Esto sucede en una nación atravesada por multitud de situaciones límites, oscuras. ¿Existe el padre, el hijo desaparecido? ¿Esa mujer es casada o viuda? ¿Aquel niño es huérfano o no?”. (11)

Los múltiples atravesamientos que configuran un modo de ser y sentir, la percepción propia y del entorno dentro de la trama en la que se desenvuelve la vida de un sujeto entendido como un núcleo que en su participación histórica incide en la capacidad de respuesta frente a diversos ataques que embisten contra su integridad se vio diseccionada a partir de un modelo innovador de exclusión social. Este sujeto, recortado de su presente sistemática y metodológicamente, reacciona en concordancia a el no reconocimiento empático, situación que resignifica al “otro”; tal modificación apareja el enquistamiento de la Otredad, amurallamiento interno que pone énfasis en la Mismidad como recurso de supervivencia, reduciendo la alternancia que revitaliza el vínculo necesario de la relación del “yo” con el “otro”.

El modelo de Estado disciplinante despliega una serie de mecanismos que ejercen el control o regulación de la propia actividad, la de los sujetos subordinados y el colectivo.

Desde esta perspectiva el discurso que se desenvuelve para su sustento, se basa en la fijación de signos, símbolos y representaciones que apelan a situaciones traumáticas alojadas en la memoria del conjunto que explican el trasvase a los diferentes planos sociales.

Términos como: rebeldía, desobediencia, castigo; enemigo interno, quebrantamiento de la paz social, necesidad de protección; generan una reelaboración en la que se intensifica la aceptación de situaciones inadmisibles en otros contextos, por ejemplo la utilización de léxico bélico para describir la toma del poder por asalto como resultante de una “guerra”:

“Sacando a colación palabras de opositores, Pinochet declaró a la Prensa: ‘Yo vengo diciendo desde hace mucho rato que estamos en una guerra. Eso no lo capta la gente. La gente vive en otro mundo. Estamos en una guerra entre los demócratas y los comunistas totalitarios. Es una guerra a muerte’”. (12)

Esta forma de suplantación del lenguaje marcial al civil, implica la conformidad, o por lo menos, la admisión de la pena de muerte como solución a un determinado estado de cosas. Entonces, ¿quién es el enemigo?, ¿qué grado de responsabilidad en acciones dudosas tiene este “otro”, que ni siquiera existe un nombre para su delito?

En lo substancial se consolida un modo de reclusión interna que se justifica en tanto que es deseable que tal sacrificio culmine con la “eliminación” de aquellos que han llevado a la nación a esta situación. La realidad ya no es fruto de la experiencia.

Volodia Teitelboim supera la contradicción entre el tránsito histórico de su pueblo y el propio tránsito del devenir de su exilio. Y es que en él, retorno significa cruce desde la escritura, conciliadora interpelación: una forma de restituir lo que en su partida llevó consigo.

No se trata de contrastar la simplicidad de las imágenes últimas al panorama del reencuentro, actualidad comprometida desde el afuera, sino de explicar el cambio mediante el mantenimiento de la identidad aunque el conjunto haya cambiado. En su esfuerzo por comprender la coexistencia de los contrarios el exilio político es exilio espiritual; y dada la naturaleza de las causas de la proscripción metódicamente, entonces, trasciende las barreras espacio/ tiempo y se sitúa partícipe de un proceso que llega a su fin.

Cual Ulises rechazó el fruto ofrecido por los Lotófagos, Chile –su Ítaca- no pertenece al reino de la desmemoria: en él Zeus se repliega en sus palabras, se desdice y rectifica:

“-No olvides la matanza de los hijos y de los hermanos, ámense los unos a los otros como anteriormente y haya paz y riqueza en gran abundancia"(13)

NOTAS
(1) Pinochet U., Augusto. (1980). El día decisivo. Santiago, Chile: Editorial Andrés Bello, segunda edición. 49-51
(2) Teitelboim, Volodia. (1988). En el país prohibido, sin el permiso de Pinochet. Barcelona, España: Plaza y Janés Editores S.A., primera edición. 22.
(3) Ibidem ant; 39.
(4) Ibidem ant; 41.
(5) Ibidem ant; 48.
(6) Ibidem ant; 66.
(7) Ibidem ant; 80.
(8) Ibidem ant; 89.
(9) Ibidem ant; 93.
(10)Ibidem ant; 123.
(11)Ibidem ant; 189.
(12)Ibidem ant; 235.
(13) Homero. (2005). La Odisea. Madrid, España: Alianza Editorial. 316.


* Volodia Teitelboim. Abogado, político, periodista, crítico literario, poeta y escritor chileno.
Nació en Chillán, Región del Biobío, Chile, el 16 de marzo de 1916.
Ligado desde su juventud al Partido Comunista de Chile, estudió abogacía en la Universidad Nacional de Chile, ejerciendo esa profesión y proyectándose en su carrera política.
En la década del 40 sufrió persecución, cárcel y luego exilio debido a la Ley de Democracia promulgada durante el gobierno de Gabriel González Videla. A su regreso entre 1951 y 1965 fue electo diputado, al finalizar este mandato asumió como Senador Nacional por su partido hasta el golpe de estado encabezado por Augusto Pinochet Ugarte el 11 de septiembre de 1973 con el que se produce el quiebre del orden constitucional derrocando al Presidente en ejercicio Salvador Allende. Este suceso produjo un nuevo exilio, se trasladó a Moscú, Rusia, desde donde emitió el programa Escucha Chile. Retornó clandestinamente a su país en 1988.
En 1989 fue electo Secretario General del Partido Comunista, cargo que sostuvo hasta 1994.
Recibió el Premio de los Juegos Florales en 1931 y el Premio Nacional de Literatura de Chile en 2002.
Su obra abarca ensayo, poesía y novela, destacándose como biógrafo de Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Gabriela Mistral y Vicente García Huidobro.
Fundó el diario El Siglo y las revistas Aurora y Araucaria de Chile.
Entre sus obras se encuentra:
Antología de poesía chilena, 1935; El amanecer del capitalismo. La conquista de América, 1943; Hijo del salitre, 1952; La semilla en la arena. Pisagua, 1957; Hombre y Hombre, 1969; El Oficio ciudadano, 1973; El pan de las Estrellas, 1973; La Lucha Continúa, Pólvora del Exilio, 1976; Narradores Chilenos del Exilio. 1978; La Guerra Interna, 1979; Neruda, 1984; La Palabra y la Sangre, 1986; El Corazón Escrito, 1986; En el País Prohibido (Sin el Permiso de Pinochet), 1988; Gabriela Mistral, Pública y Secreta, 1991; Huidobro, La Marcha Infinita, 1993; Los Dos Borges, 1996; Un Muchacho del Siglo XX, 1997; Notas de un Concierto Europeo, 1997; Voy a Vivirme, 1998; La Gran Guerra de Chile y Otra que Nunca Existió, 2000; Noches de Radio, 2001; Ulises llega en Locomotora, 2002.
Falleció a los 91 años, en Santiago, Chile, el 31 de enero de 2008. Sus restos fueron velados en el ex Congreso Nacional de Chile.

Mónica Patricia Blanco pertenece al staff de Analecta Literaria

Julio 2011
 



Algunos textos de Volodia Teitelboim

[Imagen: Volodia Teitelboim junto a Salvador Allende y Pablo Neruda]

En el País Prohibido

(Sin el Permiso de Pinochet)

Te delatará la voz

-No vayas. Es una locura. Irás a la muerte –me dice uno de los pocos amigos que están en el secreto del proyecto.
-Iré. Trataré de que no me maten. Observaré todas las reglas de la precaución. Entraré sin que nadie se percate de que soy yo.
-Difícil. Eres gordo. Eres calvo. Tienes la cara redonda, inconfundible. Te delatará la voz. Hace muchos años que hablas por radio. La policía te la conoce muy bien. Tiene la orden de grabar tus programas. Nadie pude disimular ni la voz ni el paso. Y tu voz y tu paso son demasiado característicos, despaciosos como los de un señor que no tiene apuro. Te reconocerán a la legua. Toma en cuenta que estás hace tiempo en la mira de su fusil.
-Y he sobrevivido catorce años…
-Y seguirás sobreviviendo no sé cuántos más, siempre que no te vayas a meter a la boca del lobo. No desafíes al destino. Recuerda que te la tiene jurada. Y un odio parido. Estás en la lista negra. Ya lo dijo en su Día decisivo que tú fuiste uno de los motivos para dar el golpe.
-Pretextos, exageraciones, cuentos. Los motivos fueron otros, por cierto un millón de veces más fuertes y verdaderos.
-Te quitó la casa por constituir un peligro para la seguridad nacional.
-¡Qué culpa tiene la pobre! Estaba vieja, llovida. Era de adobe triste, como decía don Pablo.
-La culpa no es de la casa. Es tuya. Además tenías en ella un polvorín.
-Sí, mi biblioteca. Era lo único que realmente valía, aparte de un cuadro de Roberto Matta que, sin duda, los horrorizó.
-¿Lo sientes?
-Lo siento.
-¿No sientes más que te quitarán la nacionalidad, otra muestra del aprecio que siente por ti el caballero?
-No.
-¿Por qué no?
-Porque la nacionalidad no se puede quitar. Lo de ellos es un acto administrativo. No te dan pasaporte. Declaran la ficción de que no eres más chileno, pero yo seguiré siendo chileno hasta la muerte y hasta después de ella.
-No fuiste el único agraciado que recibió tamaña condecoración.
-No fui el único agraciado. Por esos días –setiembre de 1976- apareció en el Diario Oficial una lista de cancelaciones de nacionalidad. Afectaba, entre otros, a Luis Figueroa, el Presidente de la Central Única de Trabajadores. Poco después lo sepultaron en Estocolmo. Lo mató el cáncer. Y un poco lo mató Pinochet. Pero Lucho Figueroa vivió y murió como chileno. Seguirá siéndolo. La desnacionalización fue la antesala de su muerte.
-Lo fue en el caso de Orlando Letelier.
-Respecto a él la desnacionalización fue la antesala del asesinato.
-Sí, diez días después, lo mandaron a los quintos infiernos de los optimistas irredimibles.
-De los optimistas cósmicos. Así lo llamó alguien en Estados Unidos.
-Pero se la buscó… ¿Recuerdas las palabras de Orlando, el 10 de setiembre de 1976, en el Madison Square Garden, de Nueva York, en aquel último acto de solidaridad en que participó?
-Cuesta olvidarlas. “… después de esta decisión de los generales fascistas me siento más chileno que nunca –dijo con voz de barítono-, porque nosotros somos los verdaderos chilenos, los portadores de las tradiciones de O’Higgins, Balmaceda, Allende, Neruda, Gabriela Mistral, Víctor Jara y Claudo Arrau, mientras los militares fascistas son los enemigos de Chile, los traidores que vendieron nuestro país a los extranjeros. Yo nací chileno, soy chileno y como chileno también moriré…”
-Y murió como chileno completamente destrozado once días después, junto a su secretaria norteamericana Ronnie Moffit, en su auto donde, obedeciendo a Pinochet, Manuel Contreras (Herodes mandó a Pilatos, Pilatos mandó a su gente…) dio las órdenes de poner la bomba a Hans Petersen Silva, alias Juan Andrés Wilson, alias Kenneth Enyart, alias William Rose. En este caso cuatro tipos son uno solo. ¿Su verdadero nombre? Michael Vernon Townley. Patentaron la marca del asesinato para el extranjero. El procedimiento fue le mismo con el cual después mataron en Buenos Aires al general Prats y a su esposa Sofía. ¿Sabías tú entonces que exactamente un año antes que a Letelier, Townley debía matar en México a Carlos Altamirano y a ti?
-Entonces no lo sabía. Lo supe después que lo declaró Townley en el proceso por el asesinato de Letelier. “El general Contreras me dijo que en la Ciudad de México iba a haber una reunión sobre los derechos humanos, en la cual miembros de los partidos Socialista y Comunista de Chile se juntarían para organizar la opinión pública mundial contra Chile. El general Contreras quería eliminar a algunos que iban a asistir a la reunión. Entre esas dos personas había que incluir a Carlos Altamirano y Volodia Teitelboim. El general Contreras me dijo que contactara con exiliados anticastristas para que me ayudaran…” Las órdenes del jefe de la DINA le daban licencia para matar más gente. Townley se sentía el agente 007. Estaba orgulloso de ser autor de un invento para manejar bombas poderosas por radio control.
-¿Trabajaba solo?
-Trabajaba con un equipo. En su expedición iban su mujer, Mariana Callejas, y el cubano Virgilio Paz.
-¿Percibiste entonces algún signo de peligro?
-No. Ninguno. Circulaba muy suelto de cuerpo. Aunque el ministro del Interior de México, a petición del presidente del Partido Revolucionario Institucional, Jesús Reyes Heroles, uno de los patrocinantes de la reunión, había dispuesto protección policial, todo se desarrollaba en verdad como si no existiera ninguna amenaza. Las sesiones de la Comisión Internacional investigadora de los Crímenes de la Junta Militar en Chile se celebraban en el “Hotel del Prado”, repleto de turistas y de niños con uniforme de gimnasia, que jugaban en los ascensores, a la espera de participar en una olimpíada infantil. En el ascensor me encontré con un diplomático chileno que yo conocía, Mardones Restat, quien en ese momento continuaba en el Servicio Exterior. No tenía yo ganas de saludarlo.
Y él me dijo sonriendo:
-Te estás portando mal.
-¿Tú creías que te estabas portando bien?
-Ni bien ni mal. Me portaba como si viniera cayendo de la Luna.


No entrarán los tiburones

-No tanto.
-¿Qué quieres? Imagínate el cuadro de aquel momento. México había roto relaciones inmediatamente después del golpe. Los sempiternos crédulos pensábamos que allí no podría alcanzarnos la larga mano huesuda de la DINA. Nadábamos en un mar de gente tan bondadosa, tan amiga y tan preocupada por lo que acontecía en Chile que no se nos pasaba por la mente que pudieran penetrar en sus aguas los tiburones, los famosos killers. Nos movíamos entre diputados escandinavos, polacos y alemanes; canónigos belgas, Premios Nobel norteamericanos, como George Wald; abogados franceses, soviéticos, árabes; senadores colombianos, japoneses; dirigentes sindicales de Australia, profesores de Derecho de Cuba, España, Hungría; miembros de la Corte Suprema de Italia, como Lucio Mario Luzzato; el embajador sueco Harald Edelstam, más, más juristas, jueces del Tribunal en lo criminal de nueva York, rectores de universidades, sociólogos, obispos. No faltaban los escritores. Había unos no del todo insignificantes: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez. En ese ambiente todo nuestro pensamiento era Chile…, no la muerte, es decir, nuestra propia muerte.
-Pero si Chile era el reino de la muerte. Había allí tanta muerte que alcanzaba para exportarla, para que llegara hasta el “Hotel del Prado”. Allí la Muerte le echaría una mirada familiar, de reconocimiento, en el hall de ingreso, junto a la fuente, al mural de Diego Rivera, donde el pintor niño le da la mano a una esqueleta bien vestida (su madre). Allí estaba pintado el símbolo de la muerte, que podía subir en cualquier momento al segundo piso y matarlos a todos ustedes.
-A todos no. Los que debían venir eran asesinos selectivos.
-No. Tenían una lista abierta. Algunos con nombres y apellidos. Otros podían agregarse sobre el terreno, según órdenes enviadas desde Santiago, escogiendo discrecionalmente entre los chilenos presentes.
-Chilenos había para regodearse… No podrían quejarse por falta de blancos. Y disponían de algunas famas: la Tencha. A Hortensia Bussi la habían amenazado con todo. Y allí estaba, no como una viuda doliente. Alzaba la bandera. Allí estaba Orlando Letelier. No sabía entonces que figuraba en la lista de los condenados. Fue uno de los primeros en intervenir. E hizo un discurso testimonial tremendo. Los dejó en pelotas. Recordó que entre los prisioneros de la provincia de Magallanes que conoció en el campo de concentración de Río Chico, en Dawson, no hubo ninguno que no hubiera sido torturado. Alguien anotó ese discurso en la cuenta regresiva.
Estaba allí Luis Figueroa. Se refirió sobre todo a la liquidación de los derechos sindicales. No sabía tampoco que la suerte lo estaba esperando en la esquina norte del mundo, con cargo a otras cuentas pendientes.
Estaba Clodomiro Almeyda, que volvió a los calabozos de Pinochet trece años después.
Estaban Pedro Vuskovic, Benjamín Teplisky, Hugo Vigorena, Jorge Arrate, Luis Maira, el general Sergio Poblete, la diputado Gladys Marín. Ella entonces era secretaria general de las Juventudes Comunistas. Empezó preguntándose: “¿Podrá nuestra voz ser la voz de miles de jóvenes que hoy se presentan ante ustedes para mostrar cómo se pretende asesinar a una generación? ¿Podrá nuestra voz tener las tonalidades del llanto contenido, de la decisión, del ruido de los puños que se aprietan, de la ira, de la voluntad de vencer?” No sabía Gladys que un año más tarde ella también sería esposa de un desaparecido. No sabía que iba a engrosar el grupo de por sí numeroso de las viudas presentes en aquella reunión. No sólo la viuda de Salvador Allende. También Moy Victoria Morales, viuda de Tohá; Ángela Jeria, viuda del general de Aviación Alberto Bachelet; Roly Baltianski, viuda de Ricardo García Posada, gerente general de la compañía de cobre “Salvador” y ex funcionario de las Naciones Unidas. No todas guardaban luto. Pero en esa sala las viudas eran muchas.
Allí estaba Eduardo Novoa Monreal, que, junto con Armando Arce y James F. Petras, reprodujo el sofisticado cuadro de la intervención norteamericana en los asuntos internos de Chile, la conspiración de la CIA y de las corporaciones multinacionales.
Muchos de los asistentes venían saliendo maltrechos, con los huesos rotos, de los campos de concentración, de las cárceles, víctimas de torturas.
Rodrigo Rojas rememoró en esa sala que el 12 de octubre de 1973 , a las 3 de la madrugada, fue sacado del camarín, bajo la puerta de la maratón en el Estadio Nacional, y el oficial a cargo del pelotón le anunció que su sentencia de muerte se cumplirá de inmediato. Una hora y media más tarde lo amarraron a un árbol, con la vista vendada, y sintió la voz del oficial que ordenaba a los soldados disparar. Escuchó las descargas. Ninguna le había dado en el cuerpo. Entonces tuvo miedo.
En esa reunión de México había muchos sobrevivientes de simulacros de fusilamientos, realizados según todas las reglas del arte.
Luis Alberto Corvalán -un muchacho capaz y encantador-, hijo del secretario general del Partido Comunista, pagó el precio de su parentesco. Estuvo entre los miles que pasaron la prueba del Estadio Nacional. En la sala de interrogatorios de los “Tratamientos Intensivos- Caracol Sur-Chago 2”, lo estrellaron innumerables veces contra la muralla. Otros lo golpeaban. Después la picana eléctrica, los garrotazos con los tontos de goma. Comenzaban las preguntas. Le conectaban electrodos a los genitales, los pies, las manos, los oídos, la boca, los ojos, las sienes, el ano, mientras seguían dándole en la cabeza y en el estómago. Se desmayó varias veces. Le tiraban agua para reanimarlo. Y continuar flagelándolo. En el instante en que le quitaron la venda distinguió difusamente uniformes de aviación, carabineros, ejército. Eran doce torturadores. Sangraba de la cabeza y de la cara. Le preguntaron por el paradero de su padre, que ya había sido detenido. Después estuvo en el campo de concentración de Chacabuco. A ese joven no le pudieron meter la muerte en el alma. Pero sí en el corazón. Unos pocos años más tarde, una noche, recibí un llamado telefónico angustioso, urgente, desde Sofía. Era Julio Alegría, hermano de Fernando. Me comunicaba que Luis Alberto Corvalán acababa de morir, de repente. El corazón herido se le había parado. Y en Chile llovían los desaparecimientos.
-¿Y a ese país quieres ir?
-Sí. Precisamente a ese país.


Invocación a un viejo ciego

En aquel primer día de retorno a Chile noté que había caído en los lazos de la nostalgia, Circe peligrosa que nunca me atrapó mientras estaba afuera.
El cassette del automóvil nos transmite un mensaje especial. Una cantante griega entona en español: “Yo deseo que regreses pronto, que pronto a nuestro hogar regreses…” Si lo canta tan melodiosamente una compatriota de Ulises, démosle las gracias y tomémoslo por un mensaje de la Odisea.
¿No podríamos escuchar durante cinco minutos al hombre del largo viaje de regreso, que habló del tiempo atormentado e imperioso del círculo errante que escapa al conocimiento de los sentidos?
¿Hacia dónde vamos por el camino cerrado?
Todavía seguimos escuchando a la griega, con letra del ciego Homero. No es un canto al olvido. El país está dominado por los lotófagos. Según el antiguo poeta, comer loto causa la pérdida de la memoria. Que Palas Athenea nos proteja, aunque sospecho que si no rememoramos nosotros mismos, que si no nos ponemos inteligentes por cuenta propia, ninguna diosa podrá salvarnos.
En Chile hay gente lotófaga no sólo entre los lotófagos.
¡Mirar con los dos ojos! Polifemo y sus cíclopes, que ven poco, porque tienen un solo ojo, tratan de aprisionar eternamente al país en su gruta calabozo. Habrá que cegar el ojo único con un madero puntudo, empujado por la fuerza de todos. ¿Cuándo?
“Mientras más profunda es la indiferencia del hombre, está más ávida de olvido”
Hemos vuelto para recordarlo todo, para reencontrar a Penélope, que es la Patria. Se necesita la fuerza de la memoria y la fuerza de Ulises –que es el pueblo mismo- y su llegada combatiente para que elimine a flechazos a los usurpadores de su casa.
La cantante griega no ha terminado su cassette.
Todo el camino es recuerdo.


Hallazgo de una desaparecida

La gente que me conoce sabe que soy un hombre empapelado. En verdad, lo único que he tenido en mi vida, y sin lo cual creo que no podría vivir, son libros. Entre todos los estragos que me causó el golpe –insignificantes si se los compara con quienes perdieron la vida, fueron flagelados, encarcelados y conocieron otras delicadezas de los alzados -anoto el destino de mi biblioteca. Carecía de magnificencia. No tenía piezas bibliográficas, obras de arte ni tomos miniados ni litografías primorosas ni gran número de volúmenes dedicados.
En ella estaba contenida la biografía de un pequeño y desamparado lector, que descubrió la magia de la letra impresa a partir de los cinco o seis años en los cuentos Calleja, en la colección Araluce, el Tesoro de la Juventud, los libros de aventuras de Emilio Salgari y de Julio Verne. (Todavía no se han esfumado del todo las escenas sueltas de La vuelta al mundo en ochenta días, Miguel Strogoff, Veinte mil leguas de viaje submarino, La isla misteriosa. No se me han borrado las imágenes del Capitán Nemo, Phileas Fogg y el servicial Passepartout, que me parecen ahora unos promotores involuntarios y superdotados de las tentaculares agencias de turismo que pueblan el mapamundi, con el cual trabajó un hombre convencido que para viajar tal vez lo más estimulante es la fantasía.)
Pero sobre todo comencé a sospechar lo que era la vida, con sus extrañezas y estratagemas, con sus tragedias y locuras, con sus impudicias e inspiraciones, con su carne y su poesía, en un viejo tomote de tapas gruesas. Yo no sé cómo llegó a aquella descarada casa de tres patios de Curicó, donde el niño junto al muro divisorio, bajo la sombra fresca del roble, al lado de una pequeña ciudad construida de barro, se sentaba en el suelo, afirmando la espalda en el árbol gigante, para saber cómo Dios había creado el mundo. Se embebía de los desencuentros y reencuentros de José con sus hermanos; en las batallas del hondero David; en la poesía amorosa de su hijo Salomón. Lo estremecía el alarido de los profetas por la justicia. Vivía paso a paso el vía crucis de un hombre del linaje del rey músico y guerrero, ese niño que vino al mundo con un mensaje, pagó con su vida por transmitirlo y todavía su recado se continúa escuchando. Creo que de la Biblia se me escapaba su sentido divino, pero me fascinaba e inducía a cien relecturas su pulpa terrenal. Es hasta hoy un “Libro de los Libros” sobre la lucha de los hombres; una acumulación de historias místicas y carnales, de ruindades, crímenes y “asaltos al cielo”, de endemoniada psicología humana, de sociología práctica. Es un barco cargado de sueños y de visiones celestiales que sigue viajando por el mundo.
Fui un lector omnívoro y escaso de fondos. Más que un traje nuevo aprecié siempre una novela conmovedora o un poema que te dejaba tiritando. De algún modo misterioso conseguía comprar Veinte poemas de Amor y una Canción Desesperada. De por medio estaba todo Alejandro Dumas accesible, los folletinistas en boga y a su vez todos los libros válidos, aquellos que hablaban por el hombre, empezando por los borrascosos rusos del siglo XlX.
Hablo de una biblioteca como biografía de un joven pobre porque la vida se afirmaba en la vida y también en las páginas que consumía como el mejor pan para el espíritu. No podía ni de lejos comprar todos los libros que ansiaba leer. Me comí toda la biblioteca del liceo. Ya adolescente, en Santiago pasaba tardes enteras en la Biblioteca Nacional dirigiendo los descubrimientos de los nuevos, de los escritores europeos del siglo XX, de la Revolución Estética, deseando afirmar mi cultura poética. Empresa vana; pero todo eso iba sedimentándose. Era como un légamo que se empozaba en el fondo. Confieso que me atraía más la literatura universal que la chilena. Sólo después vine a descubrir esta última y a colocarla en su sitio.
Con los primeros irrisorios salarios empecé a comprar las colecciones de novelas que editaba “Zig Zag” a un peso cuarenta. Y luego los que lanzó la recién fundada “Ercilla”. Publicaba semanalmente libros toscos, pésimamente presentados e impresos, pero que muchas veces tenían buena sustancia, a precios más o menos módicos, al alcance de un bolsillo flaco. Así se fue formando la personalísima biblioteca desarrapada pero entrañable de un muchacho que vivía a palos con el águila. Fueron entrando los libros políticos, las colecciones de Marx, Engels, Lenin, los volúmenes de historia, que patentizaban esa voraz curiosidad por el mundo que agitaba a un lector glotón y marginal.
Ella fue creciendo durante cuarenta años. Con el transcurso de un largo tiempo se transformó en una biblioteca respetable, que representaba en papel algo así como mi alter ego, aunque los autores de los libros que tenía sumaban una multitud de nombres ajenos. Y los explotaba como a trabajadores útiles. Se convirtieron en útiles de labranza. No pasaba día sin que pasara largas horas entre los estantes semirruinosos, de pobre madera de pino, sobrecargados, embobado con la riqueza de su conversación, con la amenidad de las cosas que me contaban y gozando de la alegría suscitada por ese torrente de vida encerrado en la muchedumbre de sus páginas.
Al sobrevenir el golpe de Estado, estando yo muy lejos, pensé en la gente una y mil veces, en los conocidos y desconocidos sometidos al desangre. Pero también en mis amigos, cuya sangre no se ve, pero circula por sus páginas, porque hablan de la sangre, del corazón de los hombres. Estaba seguro que, como las personas de carne y hueso, serían víctimas de la venganza de los “vencedores”. No hacía falta ser adivino para imaginarlo.

Inmediatamente después del 11 llegó la soldadesca a mi casa. No sé bien si a buscarme a mí, no sé si pesquisando armas imaginarias, que los inducían a levantar los pisos y abrir la tierra del patio. Se encontraron sobre todo con los libros indefensos. Se dieron el placer de los autos de fe. Se llevaron algunos. Mi secretaria de entonces, junto con unos amigos, cuando la tropa abandonaba la casa, se hacía presente para intentar una operación de salvataje. Lo supe por ella. En verdad después no tuve mayores noticias de esas criaturas abandonadas, que si no sucumben a causa de los fabricantes de hogueras, pueden caer también devoradas por las polillas, por el tiempo comedor de papel viejo y por la humedad, tan enemiga de la cultura y del invento de Guttenberg.
De regreso a Santiago, tras catorce años, jugando a las perdidas, atando pequeños y remotos cabos, pugnando por descubrir una pista, pido a mis amigos muy cercanos que realicen averiguaciones sobre el destino de la biblioteca. Lo hago casi por cumplir un trámite ante mí mismo, conforme al dicho que no hay peor gestión que la que no se hace. Resta un adarme de esperanza, pero lo más lógico es pensar que aquella biblioteca se extravió, pereció por el fuego, se dispersó, se pudrió con el tiempo y desapareció para siempre.
Al cabo de unos días recibo la noticia sorprendente: una parte de la biblioteca sobrevive. Poco antes que llegara la patrulla del auto de fe para el incendio final, se realizó el último de los sucesivos viajes en la camioneta de aquellos amigos que se jugaron la vida en la tarea de salvar libros, durante los días en que los chilenos caían llenando morgues o cementerios ocultos. Los libros que escaparon a la muerte estaban guardados en más de treinta grandes cajas. No sé cómo agradecerlo. Me parece casi un milagro.
El otro milagro sería que se hubieran mantenido indemnes en su encierro secreto. Los pobres debían esconder su peligrosa y culpable identidad, ser libros ilegales como aquel que los había coleccionado. Continuaba siendo una biblioteca de materias muy variables, de autores diferentes, muchos de ellos sin filiación política, que, por lo tanto, no merecía que se los condenara al infierno.
El segundo descubrimiento debía revelar el estado actual de los libros. Varios compañeros se dedicaron a la tarea de desempacar los volúmenes almacenados en esas cajas clandestinas durante tantos años. La información que se me dio por quienes realizaron la indagación fue que la mayoría se conservaba en decoroso estado y podrían seguir con su misión de aclarar el espíritu de cualquier lector interesado. A esos camaradas de buena voluntad les pedí algo más: que solicitaran al hombre que se arriesgó velando por la biblioteca y que tuvo el coraje, la paciencia y el valor espiritual de guardarla, sana y salva, durante catorce años, que contara aunque fuera lacónicamente, la historia de la aventura desconocida y las peripecias vividas por los libros y sus custodios durante aquel período.
Se convirtieron en seres errantes. Pasaron por varios domicilios. Algunas familias que al principio los acogieron tuvieron miedo. Los libros ideológicamente más comprometidos fueron separados. Pero el temor de esos años continuaba mordiendo y hubo que mudarlos varias veces de casa. Allí fueron los vagabundos buscando nuevos refugios, hasta que el protector decidió por fin llevarlos a un lugar que estimó más seguro, bajo su responsabilidad directa.
Un día llegó a verlo un compañero que, a nombre de la dirección del Partido, pidió que le entregara las colecciones de clásicos marxistas. Partió con ellas. Ninguno de mis interlocutores sabe hasta ahora dónde se encuentran. Tal vez cayeron bajo las razzias de estos años, para las cuales el trío de hombres célebres merecía fogatas de primera clase. Tiempo después, dudando tal vez de que algún día el propietario de esa biblioteca alcanzara a presentarse para recuperarla y pensando quizá que era una lástima que permaneciese silenciosa, inerte, herméticamente oculta, sin prestar el servicio social que le corresponde por su propia naturaleza, hizo una selección de textos, adaptada al caso y al establecimiento. Y los donó a un instituto de enseñanza. Lo hizo a fin que los estudiantes pudieran leer esas páginas y se encontrasen con escritores que en el Chile actual no son tan habituales. Creo que procedió bien, porque los libros son para los lectores, no para los autos de fe ni las polillas.
Pedí a las amigas y los amigos que revisaban la biblioteca bien guardada que emprendieran una empresa de romanos: no quería salir del país sin tener la nómina de la obras que la componían. Dedicaron agotadoras jornadas a la tarea. Tal vez los gratifique espiritualmente saber el sobrecogimiento con que leí y repasé esas extensas listas atestadas con los nombres de las obras y los autores. Fue para mí como un viaje por las lecturas de cuarenta o cincuenta años, con todas las asociaciones, recuerdos y emociones que volvían desde el pasado. Tuve una comprobación sobre la fuerza, el poder y el amor de la memoria afectiva. Fui reconociendo uno a uno los títulos, visualizando sus portadas, aunque todavía no he vuelto a ver ninguno de esos libros. Aún no han llegado a mis manos ni he podido tenerlos ante mis ojos, pero, a pesar de que son varios miles, conservo en mi retentiva la cara de cada uno de ellos y siento que no se ha desvanecido el perfume de su palabra.
No creo que la moraleja de este episodio sea puramente personal. Por lo visto Chile ha tratado de guardar sus pequeños-grandes tesoros. No como el viejo avariento o usurero de las antiguas novelas, que sepulta sus monedones de oro y sus joyas, en un cofre secreto, enterrado en algún lugar que sólo él conoce. Aquí no hay anillos de oro ni piedras preciosas. Son simplemente libros, pobres obras de autores sospechosos pertenecientes a la biblioteca de un exiliado, de un apátrida que el artículo octavo de la Constitución declara fuera de la ley. En Chile hay muchas bibliotecas clandestinas, donde la mayor parte de las obras cometen el crimen de pertenecer a la literatura universal.
No podía ni quería viajar con esos libros redescubiertos. No debían desterrarse. Habían estado en buenas manos desde 1973. Escribí unas cartas para ser entregadas después de mi partida a fin que otras manos amigas se hicieran cargo de ellos, los sacaran de las cajas, los distribuyeran en estantes, en ciertos cuartos de la casa donde pudieran curiosear los niños, que, a poca distancia del tercer milenio, quizá sintiera de pronto el llamado de algunos nombres, como un imán magnético, o los hojearan intrigados para saber las cosas que cuentan, como comenzó a hacerlo otro niño en las primeras décadas del siglo.
 

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