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Bolívar
y la Argentina
Por José Luis Muñoz Azpiri (h) (*)
El 24 de julio de 1783 nacía en Caracas, Simón Bolívar. Nuestro
país declaró por Ley, el 24 de julio, como “Día Nacional de la
Integración de América Latina”, como si tal proyecto hubiera
sido patrimonio exclusivo del Gran Caraqueño. Consideramos que,
tal vez involuntariamente, se ha escamoteado la figura del
Capitán de los Andes en la presunción de que éste carecía de un
proyecto político y su lugar en la historia estuviera limitado
al de un Aníbal que realizaba estudios geológicos mientras
cruzaba la Cordillera. Es probable que la simpatía de la actual
administración con la República Bolivariana de Venezuela y la
creencia a una supuesta “amistad” entre los colosos
sudamericanos haya influido en esta decisión, pero consideramos
que las confusiones históricas poco aportan a la anhela unidad
hispanoamericana.
Paul Valery, censuró y desestimó a la historia por creer que
“exagera los reflejos y conduce al delirio de grandeza”. El
escritor aludía, sin duda, a la historia patriotera. Pero existe
otro tupo de interpretación del pasado que abomina de todo
chauvinismo y confunde la historia con una mermelada cosmopolita
y aséptica que resulta no menos peligrosa. La “exageración de
reflejos” no desaparece en este caso, sino que cambia de punto
de inserción. Si Bolívar manifestó simpatía por los americanos
del extremo meridional ¿cómo se explican, entonces, el episodio
de Guayaquil? ¿Cómo, la expulsión del ejército argentino del
Perú, en 1825? ¿Cómo, el despojo del Alto Perú, Atacama y
Tarija? ¿Cómo, el anhelo reiterado y explícito del Libertador
norteño de “pisotear” a Buenos Aires? ¿Cómo, su mofa de San
Martín, Arenales, Alvear, Alvarado, Díaz Vélez? Nada útil
obtendremos con transferir la “exageración” de Bolívar a
Rivadavia, y los tres o cuatro gatos doctrinarios que simulaban,
por entonces, ejercer funciones de gobierno en el Plata.
Rivadavia fue culpable de infinitos errores, pero no creemos que
deban imputarse en la cuenta de éstos ni el desastre de
Guayaquil ni el rapto de Bolivia, por ejemplo.
Bolívar se desplaza desde Angostura hacia Nueva Granada al saber
que San Martín ha cruzado los Andes y libertado a Chile. Dichos
laureles le quitan el sueño. Atraviesa entonces el brazo
oriental de la cordillera colombiana – después que los españoles
habían hecho lo propio, en sentido inverso, pero movido acaso
por celos de la gloria conquistada por el capitán argentino. Lo
cierto es que, después de Boyacá, el objetivo principal del
guerrero es el avance hacia el Sur y la ocupación de territorios
susceptibles de poder ser liberados por el ejército unido
argentino-chileno-peruano que comanda San Martín. A partir de
Guayaquil su sueño último y definido es la marcha hacia el Perú
y el Plata. De no haberse ensombrecido el panorama interno de la
Gran Colombia en 1825, habríamos tenido que librar una nueva
batalla de Tucumán contra el invasor venezolano.
El 8 de enero de 1823, Bolívar se halla en Pasto. Escribe una
carta a Santander donde define a Buenos Aires como “gobiernito
en manos de bochincheros”. El 29 de marzo envía una nueva misiva
al mismo, para comunicar que se le ha aconsejado marchar “hacia
Buenos Aires y Chile”. El 6 de mayo del año siguiente, firma una
nota en la cual se autotitula “alfarero de repúblicas”, y, al
lamentarse anticipadamente que las Provincias Unidas no le
enviarán refuerzos para concluir la guerra peruana, observa:
“Esa republiqueta (la Argentina) se parece a Tersites, que no
sabe más que enredar, maldecir e insultar”. El adjetivo
“republiqueta” no deja de entusiasmarlo y lo endilga
repetidamente, a partir de entonces, a Buenos Aires.
Quito ofrece un banquete a los vencedores de Pichincha. Bolívar
proclama en el mismo: “No tardará mucho el día en que pasearé el
pabellón triunfante de Colombia hasta el suelo argentino”.
Lavalle se pone de pie, entonces y le recuerda que la Argentina
es un país independiente (cuyas tropas han cabalgado, además,
victoriosas hasta el Ecuador). O´Leary, “Memorias”. V.II p.170.
El coronel porteño Manuel Rojas sostiene en una ocasión con
firmeza su mirada ante la del libertador. Éste pregunta -¿De
dónde es usted?- Tengo el honor de ser de Buenos Aires –contesta
el aludido-. Se le conoce por el aire –observa aquel- Es un aire
propio de hombres libres – concluye el interrogado. Bolívar,
como más tarde Benjamín Subercasseaux y otros hombres públicos y
escritores de equivalente estructura psicológica, supone que el
índice de la idiosincrasia porteña son la insolencia y la
petulancia.
El nudo y detalles del episodio de Guayaquil son ya conocidos.
Pueden resumirse en la confesión de San Martín a O´Higgins: El
libertador no es el hombre que pensábamos”. Debemos abrir, con
todo, un paréntesis en torno a la opinión, demasiado extendida
hoy día, de que San Martín era un hombre “terminado” cuando
concurrió a la entrevista. No hay tal. Viajó a Guayaquil –que no
pertenecía a Colombia- para afirmar precisamente el dominio del
Perú, del cual era Protector, sobre la ciudad; y en ésta, se
encontró impensadamente con el venezolano ¿Qué hacer con el
general intruso?
En vez de intimar a éste, como correspondía, el desalojo del
punto en 48 horas, pese a los dos mil argumentos con uniforme
con que habría intentado defenderlo, dio un paso atrás ¿Motivo?
El héroe de Bailén explicó su decisión satisfactoriamente: “No
podemos dar al mundo un humillante escándalo… Bolívar y yo no
cabemos en el Perú” ¿Conviene agitar aquí el socorrido fantasma
de “la guerra civil”. Dicha sombre no intimidó a Bolívar cuando
declaró la guerra al Perú, en 1829. La renuncia de San Martín
obedeció tan solo a su fidelidad a los principios éticos
inculcados en la escuela paterna y el ejército español. Quienes
hablan de “hombre terminado olvidan que, en ese momento, la
población de Guayaquil, a la cual llamaba Bolívar, “judía”,
volvía a éste la espalda; que la retaguardia del ejército
venezolano estaba a punto de insurreccionarse; que Pasto ardía
en deseos de sacudirse el yugo de la presión republicana y
levantarse en armas contra los invasores, como lo hizo más
tarde, alterando todo el dispositivo militar colombiano, en
tanto las deserciones en la tropa cundían por centenares. El
huésped del Guayas no era dueño ni del metro de tierra que
pisaba. Tan solo un año después pudo asomar la cabeza por el
verdadero Perú. Semanas antes, además, había recibido una carta
enérgica del Protector acerca de los derechos peruanos sobre
Guayaquil y la conveniencia de que los respetase, mientras
Monteagudo, ministro universal de San Martín, destituía del
cargo de jefe del ejército independiente a Sucre, el vencedor de
Pichincha, por un motivo parecido. No es ésta política para
“hombres terminados”.
El amo de la Gran Colombia no creyó sincero a San Martín en sus
propósitos de renuncia y supuso que se valía del artificio de
querer dimitir para coronarse como rey peruano. Tampoco
interpretó lealmente el ofrecimiento de servir bajo sus órdenes,
proposición de sesgo tan inaudito que resultaría increíble de no
haber sido certificada, posteriormente, por el propio autor.
Bolívar tenía fe en sultanes que guerreaban de lejos, contra los
españoles, en compañía de una o dos queridas, como Urdaneta,
pero no en San Martín. Resulta difícil creer, por otra parte, en
personajes que desbordan las dimensiones humanas. Ninguna
muestra de reconocimiento tuvo, para con el vencedor de
Chacabuco y Maipo cuando comprobó, en efecto, que este dimitía y
se expatriaba para dejarle el terreno libre.
A partir de entonces, se declara una suerte de duelo
colombiano-argentino. “Los argentinos, por lo general, son
altos, bien formados, llenos de inteligencia, y por su habla y
modales, muy seductores. Los colombianos, en cambio, se juzgan
superiores al resto de los americanos” (Paz Soldán, “Historia
del Perú independiente”) Caracas y Buenos Aires son los dos
polos del desafío. El Perú, liberado por San Martín, no solo no
presta apoyo a las tropas de Alvarado, el jefe sucesor de aquél,
sino anhela inclusive la derrota de éstos a manos de los
españoles, deseo que se cumple, infortunadamente, en Moqueguá y
Torata. La progresión de equívocos, recelos y odio culmina con
la expulsión de las tropas argentinas de territorio peruano, en
1825. Dos de nuestros jefes aparecen implicados en una
conspiración para desalojar o suprimir a Bolívar.
Lograda la victoria de Ayacucho, el ejército venezolano invade
el Alto Perú, territorio hasta entonces argentino. Sucre,
lugarteniente del césar, amaña un “congreso” en Potosí que
declara la independencia del territorio. No termina aquí el
despojo. Atacama y Tarija amplían el caudal del rapto; el héroe
de la ocupación de esta ciudad es un irlandés pintoresco,
uniforme militar, que se halla en connivencia con Sucre. Buenos
Aires envía a Potosí a dos delegados, Alvear y Díaz Vélez;
Bolívar los recibe y se mofa de ellos. Además, los engaña. El
haría cualquier cosa por satisfacer los deseos de la “republiqueta”,
pero el congreso de Bogotá y el gobierno peruano se lo impiden.
Antofagasta queda en manos suyas. El 11 de noviembre de 1825
escribe a Santander que Alvear le ha insinuado unir a Bolivia y
la Argentina bajo su nombre, un embuste que encubría, además, un
despropósito histórico. Los delegados solicitan, de acuerdo a
las instrucciones de la cancillería porteña, la colaboración de
los ocupantes de Potosí para combatir al Imperio del Brasil que
ocupa desde ocho años atrás, otra parte del territorio
argentino, la Banda Oriental o “Provincia de Montevideo”, como
se decía antes. Bolívar se niega a hacerlo. Teme la reacción
inglesa, aún cuando considere que el Imperio es enemigo secular
de las repúblicas españolas. Para entonces, vende a Londres las
minas del Alto Perú en dos millones y medio de pesos, propone al
gobierno peruano hacer lo mismo con tierras y propiedades y
escribe a Santander – carta del 17 de septiembre de 1825 – para
que enajene los yacimientos metalíferos de la Gran Colombia. Fue
idea política del libertador de Venezuela, según se desprende de
una carta a Santander, del 28 de junio del citado año, federar
toda la América española para constituir una especie de dominio
británico. Su casa militar era inglesa y tropas de Albión
decidieron las batallas e Boyacá, Carabobo y Pichincha. Al morir
proyectaba trasladarse en una fragata inglesa a Londres y acabar
en Europa sus días.
Los delegados argentinos escuchan, por último, una proposición
grotesca. El ejército “libertador” invadiría el Paraguay para
derrocar al “alzado de Francia” y devolvería el país a Buenos
Aires; la proposición era algo parecido a la que formuló Hitler
a Franco, en Hendaya, respecto del peñón de Gibraltar. Los
delegados argentinos quedaron atónitos ante la propuesta y
preguntaron qué agravio ha hecho el Paraguay a Colombia: “El
Paraguay suena mucho en Europa, sería una empresa de los tiempos
heroicos”, es la respuesta. Alvear comunica a Buenos Aires que
el presidente colombiano demostró estar poseído de “un secreto
resentimiento contra las Provincias Unidas” y que se ha quejado
de los comentarios de los periódicos porteños de Buenos Aires
acerca de su persona, así como de un brindis adverso que se
pronunció en un banquete. Era tomar por la joda a uno y otro
delegado. Los documentos que aluden a este “segundo Guayaquil”
tal como ha sido definida la Misión Alvear por un historiador,
fueron publicados por el Ministerio de Relaciones Exteriores
argentino en 1927 (“Misión Alvear al Alto Perú”).
Estas apreciaciones, que en nada desmerecen la figura del héroe
del norte, fueron extraídas de un estudio del padre del autor,
publicadas en “Claves de Historia Argentina” Buenos Aires,
Editorial Merlín, 1968, y no tienen ánimo de agravio, sino tan
solo aportar un poco de rigor histórico al discurso
“latinoamericanista” tan en boga en nuestros días. Por otra
parte: “La justicia histórica no se mide al compás de la música
de un tango ni la temperatura afectiva hacia nuestro país es
índice del calor vital que sirve de sustento a la grandeza
humana o cívica.”
(*) Académico de Número. Instituto Nacional de Investigaciones
Históricas “Juan Manuel de Rosas”
Julio 2011