![]() |
|
El
último rugido en la selva de la filosofía
Agudo, polémico, descarnado, el trabajo de León Rozitchner supo tejer una
precursora alianza entre Merleau-Ponty, el joven Marx y el último Freud. El
adiós a un rebelde que siempre arriesgó la soledad por no dejar la crítica.
Por Silvina Friera
El ser del filósofo es pensar; encontrar el riesgo en esa punta del cuerno del
toro que el torero enfrenta en la lid. León Rozitchner, ese formidable torero
“aguafiestas” del pensamiento que murió ayer a los 87 años, arrojó escritos de
impiadosa iluminación y belleza. Avezado polemista que supo tejer una precursora
alianza entre Merleau-Ponty, el joven Marx y el último Freud, valiente en su
soledad, alerta contra todo aquello que pudiera anquilosar sus devastadoras
argumentaciones, fue el único intelectual que en 1982, desde su exilio
venezolano, se negó a firmar un documento en el que veinticinco intelectuales
también exiliados –pero en México–, reunidos en el Grupo de Discusión
Socialista, rescataban el hecho de que las islas Malvinas hubieran sido
“recuperadas”, aunque el manifiesto repudiara la dictadura militar. “Las
Malvinas es, entre muchos otros, uno de los eslabones que atenacean el secreto
político de una cadena férrea de ocultamientos y engaños que ciñe el cuerpo
despedazado y tumefacto a que ha quedado reducido eso que llamamos Patria”,
afirmó el filósofo, profesor y ensayista en Malvinas: de la guerra sucia a la
guerra limpia, libro que escribió durante su exilio y gran pieza disonante
dentro de la propia izquierda, que lo eximió de una “metida de pata tremenda” y
una declaración “lamentable”.
Un filósofo intempestivo
León era el “rey de la selva” de la filosofía argentina, un pensador en el borde
de lo teológico-político. Su muerte –ese cuerpo que se fue despidiendo desde
febrero, cuando fue internado, el mismo día en que murió David Viñas, su
compañero de ruta en la revista Contorno– no transforma automáticamente en
pretérito un corpus de trabajos que dialogan abiertamente con el presente y el
porvenir. Rozitchner trazó una senda, una apuesta de fondo y a fondo por la
emancipación, que ahora otros continuarán: mostrar que no hay práctica política
que se resuelva sin la pregunta fundamental de cómo pensar, como señalan María
Pía López y Diego Sztulwark en el prólogo de León Rozitchner. Acerca de la
derrota y de los vencidos (publicado por la editorial Cuadrata junto con
Ediciones de la Biblioteca Nacional). La escritura fue el laboratorio de un
estilo que se labró desde la capacidad para rasgar consensos intempestivamente.
Para aguijonear prematuramente. Si en los años ’60 el compás de la época, la
musiquita que empezaba a calar hondo en los oídos de muchos jóvenes militantes,
fue el entusiasmo por la lucha armada, Rozitchner prefería alertar sobre los
puntos ciegos y la tragedia inminente que se avecinaba. Si en los comienzos del
siglo XXI un variopinto coro de intelectuales y ex militantes condenó con
vehemencia la lucha armada, León argumentaba su legitimidad.
“La escritura tiene algo de sagrado –decía en uno de los ensayos reunidos en El
terror y la gracia, muchos de esos textos publicados en Página/12–. El misterio
de por qué hay más bien el ser y no la nada sólo adquiere sentido si nos
preguntamos por qué más bien hay alguien que soy yo y no la nada, por qué hay un
cuerpo que es el mío y no la nada. Eso es lo raro de lo raro. Es un misterio no
religioso –aunque la religión se haya apoderado de él– y en él reside el
fundamento de todo sentido. El Otro también es un misterio, tanto para él como
para uno mismo. La distancia entre uno mismo y los otros oculta el escándalo:
que se nos mate por millones en nombre de la democracia, de la religión, del
amor y de la justicia.” ¿Cómo se construye una posición, un modo de pensar tan
radicalmente original, una escritura que enlaza la relación con Dios, la ley, el
deseo, la madre, el cuerpo, la historia, el Otro? En el humus de esta
construcción habrá que imaginar a un niño criado en una mueblería de Chivilcoy,
donde nació en 1924, tal vez inaugurando ese gesto suyo de amagar con cerrar los
ojos –que se puede comprobar en varias fotos– para enfocar y comprender mejor.
Ese niño radiografiaba a sus padres, afinaba el oído con el yiddish y los
relatos de su abuelo rabino, llegado a fines del siglo XIX. Después llegarían
las caminatas iniciáticas por el centro porteño, su vivencia durante los
primeros años del peronismo –luego afirmaría que operó como facilitador de un
mundo popular al que la izquierda marxista, en sus múltiples versiones, le
proponía un camino más arduo–; su educación filosófica marxista, fenomenológica
y freudiana en París, donde se graduó en La Sorbona en 1952; sus estudios con
Merleau–Ponty y Claude Lévi-Strauss; sus lecturas de Max Scheller, sobre quien
escribió su tesis; y Marx.
Belleza y ferocidad
De regreso a Buenos Aires participó del grupo fundador de la revista Contorno,
junto a David Viñas, Ismael Viñas, Oscar Masotta y Noé Jitrik, en la década del
’50; pero también hay que apuntar, en la construcción de ese modo de pensar, la
experiencia de su paso por Cuba, el exilio en Caracas y sus clases en la
Facultad de Filosofía, en la Universidad Central de Venezuela, donde reflexionó
en torno de Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar, como productor de ideas
nuevas. La lectura de Rodríguez le había mostrado un problema: cómo pasar de la
primera revolución, la “revolución política” contra los godos que llevó a la
creación del Estado-nación, a la segunda, a la “revolución económica” que
incluya en el disfrute de la riqueza común a todos los postergados. Hay riesgo,
belleza y ferocidad en ese tono siempre punzante. León pensaba con el cuerpo y
desde el cuerpo en un puñado de libros capitales como Persona y comunidad
(1963), Moral burguesa y revolución (1963), Freud y los límites del
individualismo burgués (1972), Perón, entre la sangre y el tiempo (1985), Las
Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia (1996), La cosa y la cruz (1997)
y El terror y la gracia (2003), un puñado de ensayos hilvanados en torno del
genocidio, la muerte, el desplazamiento de lo femenino y el terror, entre otros
tópicos, reescribiendo junto con Freud, Marx, Lacan, Artaud, Macedonio
Fernández, Althusser y Severino Di Giovanni. El doctor en Filosofía en La
Sorbona no pensaba publicar ese libro. Lo confesó ante el suplemento Radar. “Me
da asco leerme, supone una autocomplacencia que siempre queda defraudada”,
aseguró el filósofo, acompañado –como siempre– por su infaltable pipa.
“Una traidora de clase”
No era un filósofo académico refugiado en abstracciones y en cierta medianía
intelectual. Pensar –para Rozitchner– implicaba la puesta en juego del cuerpo,
un coraje y una valentía que están moduladas por las ganas de infringir un
límite. “Al kirchnerismo hay que situarlo evidentemente en la derrota del pueblo
argentino que viene desde el apoyo que le dio al golpe militar, a la guerra de
Malvinas y a Menem. Esto constituye un derrotero que marca un fracaso político
monumental. Todavía estamos en la dificultad que conlleva salir de esa
destrucción. Entonces, ¿sobre qué fondo el kirchnerismo puede hacer una política
de transformación? Con los desechos de la derrota del campo popular, bienvenida
sea la aparición de este gobierno –subrayaba el filósofo–. En ese sentido, se
abre tenuemente una posibilidad distinta que es fundamental pensarla a partir
del campo de la política de derechos humanos. Cuando Kirchner hizo bajar el
cuadro de Videla al jefe del Ejército, la Argentina sintió un respiro de
liberación. Algo cambió en la subjetividad de cada uno de nosotros; dicho de
otra forma, nos sacamos el terror de adentro.” Como en cada línea que escribía,
a Rozitchner le obsesionaban las lógicas profundas de la opresión del hombre.
Uno de sus artículos periodísticos más notables, que quedará en la memoria de
muchos lectores, fue “Un nuevo modelo de pareja política”, el último que publicó
en este diario, el 10 de noviembre del año pasado. En ese texto advertía que si
bien Néstor Kirchner no había hecho la revolución económica que la izquierda
anhelaba, “inauguró una nueva genealogía en la historia popular argentina”
cuando afirmó que “somos hijos de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo”.
Rozitchner postulaba que Cristina Fernández y Kirchner plantearon un nuevo
modelo social de pareja política. “Cristina es un animal político femenino en
pie de igualdad con el animal político masculino de su marido Néstor, cosa que
no pasaba con Perón y Evita. Ocupa un rango superior a Evita en la escala de
Richter de la evolución femenina. Aquí las diferencias no se contraponen sino
que se complementan, como se complementan los cuerpos que al amarse se unen. De
allí surge, desde muy abajo, otro modelo político –tiránico o acogedor, según
sea la cifra– en los representantes del poder colectivo en el gobierno. Y por
eso también desde allí surge ese odio nuevo, tan feroz y mucho más intenso, que
se apoderó de gran parte de las clases media y alta argentinas.”
Aparte de la agudeza, hay que paladear el lenguaje del filósofo y ensayista,
detenerse en ciertas palabras. “Por eso, tantas mujeres sumisas y ahítas de alta
y media clase no nos ahorran sus miserias cuando se muestran al desnudo al
dirigirle sus obscenas diatribas: no ven lo que muestran. Son mujeres esclavas
del hombre que las ha adquirido –o ellas lo hicieron– y al que se han unido en
turbias transacciones, donde el tanto por ciento y las glándulas se han
fusionado en una extraña alquimia convertida en empuje que llaman ‘amoroso’
–continuaba Rozitchner–. La envidian a Cristina desde lo más profundo de sus
renunciamientos que el amor ‘conyugal’ exige pero no consuela. Cristina las pone
en evidencia a todas: se han quedado sin jeans que las ciñan, con el culo al
aire. Ella tiene, teniendo lo mismo o más de lo que ellas tienen, lo que a todas
juntas les falta. Pero saben que tampoco podrían nunca llegar a tenerlo. Por
eso, ellas no la envidian: la odian como a una traidora de clase –de clase de
mujeres, digo–. La han cubierto de insultos y desprecios: de las ignominias más
abyectas que nunca vi salir antes de esas boquitas pintadas de servil encono.
Cristina las pone fuera de quicio. Esto también constituye el suelo denso y
material de la política, tan unido a la lucha de clases entre ricos y pobres.
Ellas también son el resultado de la producción capitalista de sujetos en serie:
mercancías femeninas con formas humanas, con su valor de uso y su valor de
cambio.” Y vale recuperar cómo cierra este artículo y el rebote de su fraseo.
“Cristina Fernández-Kirchner ha prolongado y asumido como mujer-madre, y con el
hombre que fue su marido, un nuevo modelo social de pareja política. No es poco
para recuperar el origen materno del imaginario colectivo que busca una
sociabilidad distinta. De todos modos, habremos ahondado un lugar nuevo y más
fuerte si, para defendernos, la defendemos: no nos queda otra. Y no he sido ni
soy, por eso, ‘kirchnerista’.”
Una izquierda miope
Cuando se inició el conflicto con el “campo”, estuvo en la última movilización
en defensa del gobierno. “Nunca el problema de la Nación estuvo tan claramente
ligado a la terrenalidad geográfica material del suelo patrio. Pero faltó
referir el problema del campo a la expropiación del suelo nacional, que nos
pertenece a todos, diferente al de la patria que los terratenientes definen
–explicaba en una entrevista que le hizo el Colectivo Situaciones–. La
materialidad de la tierra expropiada está ligada a la materialidad de los
cuerpos sufrientes expropiados. La izquierda de todos los signos nunca partió de
ese nivel elemental para fundar, comprensiblemente para todos, la crítica a la
resolución 125”, cuestionaba León y levantaba su voz contra la expresión “más
miope y miserable de la izquierda, que sólo atinó a reafirmar sus consignas
revolucionarias para mantenerse neutral en ese enfrentamiento”.
Cada uno esculpe su rostro en el intercambio con el mundo y con los otros. León
deja un inmenso bagaje de filamentos corpóreos y afectivos; una obra incómoda y
por eso mismo reconfortante que atraviesa y desafía los modos dominantes del
pensar.
A León Rozitchner
El domingo 4 de septiembre, a las 2.00 a.m., falleció León Rozitchner. Tenía 87
años y desde hacía seis meses estaba internado en la Sala de Terapia Intensiva
del Cemic. Durante seis meses le dio pelea a la muerte. El funeral tiene lugar
en la Biblioteca Nacional.
León fue uno de los grandes pensadores de nuestro país y su obra influyó
significativamente en varias generaciones de intelectuales.
“Siempre apareciste
con una risa
y un nuevo acto de magia.
Siempre desapareciste
dejándonos tus manos
sobre la mesa.
Desaparecías
dejándonos tu baraja
en las manos.
Reaparecerás
con una nueva risa
que hará magia.”
Yves Berger
Desde siempre, tus amigos Gilou García Reinoso, Silvia Werthein, Graciela Guilis,
Vida Kamkhagi, Ana Berezin, Lucía Barbero, Juan Carlos Volnovich, Osvaldo Saidon,
Silvio I. Feldman, Mario Fuks.
La vehemencia de un pensador
Para Noé Jitrik, León Rozitchner era “un hombre de una enorme inquietud, un
pensador que se proponía pensar determinados problemas de la vida social y los
enfrentaba con mucha fuerza y vehemencia”. Compañeros de dirección editorial de
la revista Contorno, el reconocido crítico literario y escritor y el filósofo
mantuvieron “una relación muy estrecha”, aseguró Jitrik. “Fue sobre el final de
su carrera en la Facultad de Filosofía y Letras y en Francia, cuando estaba
haciendo el doctorado en Filosofía en París. León desempeñó un papel muy
importante en mi vida”, rememoró el hombre de letras, quien remarcó que su
compañero “tuvo una presencia muy fuerte en la filosofía argentina”. Entre otros
valores, el escritor planteó que “Rozitchner nunca fue un académico en el
sentido de la enseñanza de la filosofía ortodoxa, era un pensador que se
proponía pensar determinados problemas de la vida social y los enfrentaba con
mucha fuerza y vehemencia, un hombre de una inquietud enorme y una
insatisfacción intelectual que lo llevó a tratar de conciliar el marxismo y el
psicoanálisis, cuando recién en el mundo entero apenas se empezaba a pensar esa
conciliación”. El último tiempo los encontró distanciados por circunstancias
personales: “Y ahora se murió y me da mucha pena. Siento una especie de duelo
porque podríamos haber continuado la relación y aclararnos recíprocamente. Es
una pérdida seria para el pensamiento argentino”, concluyó, entre tristeza y
melancolía, Jitrik.
León
Por Osvaldo Bayer
Formábamos “los cinco”. Así nos llamábamos. Nos reuníamos todos los jueves en
“El Tugurio”, mi casita en Belgrano. Allí discutíamos desde el ocaso hasta la
medianoche. León Rozitchner, David Viñas, Tito Cossa, Osvaldo Soriano y yo. Fue
en los años noventa. El tema era siempre el país. Cuatro habíamos pasado la
dictadura en el exilio y Tito Cossa en el exilio interior, negado pero más
dramaturgo que nunca. Eran discusiones interminables que nos unían y nos
separaban. Pero al jueves siguientes estaba nuevamente brindando la comunidad
con una copa.
Recuerdo la picardía de Soriano, que llegaba último, por supuesto, y largaba
provocativamente el tema sobre la mesa. Para que se “agarraran” David y León. La
discusión comenzaba casi en voz baja y terminaba levantados gritándose
nuevamente. David y León. Los dos fallecidos este año. El primero en irse para
siempre fue el más joven de todos, Soriano, el inolvidable. Me acuerdo cuando
los cuatro del grupo fuimos al sanatorio a animarlo antes y después de la
operación. Pero se nos fue. Nuestra tristeza profunda ante lo injusto. El más
joven. El que más prometía. Y este año, David Viñas, en marzo, sin avisarnos. No
pudimos escuchar nunca más su voz ronca y su ironía de ser todos argentinos de
distinto origen pero ahí firmes, en la actualidad para protagonizarla. Y ahora,
León, el filósofo, el psicoanalista. Yo le daría el mejor de los títulos: el
Filósofo Rebelde.
El Filósofo Rebelde era un verdadero León. Un sabio. Sus estudios, profundos. Un
docente de la inquietud y el no conformismo. Amigo de la amistad, de la
intimidad de los pensamientos. Nos invitaba a su estudio allá cerca de las
Barrancas de Belgrano y cocinaba él. Tan buen filósofo como cocinero. Y su
compañera Claudia, tan joven, y sus dos mellicitas, un padre joven de la edad de
un abuelo pero con la fuerza increíble de su optimismo. Un judío capaz y tan
valiente de ser un crítico profundo de la política israelí para con los árabes
pero con un digno respeto a la cultura de sus ancestros.
Un ser humano sabio. Un León. Una pérdida total para sus amigos. De los cinco
quedamos dos: Tito Cossa y yo. Mantendremos siempre el recuerdo vivo de los tres
que ya nos han dejado. Adiós, León. Ya nos encontraremos.
El León en invierno
Por Eduardo Grüner
A todo león, dicen, le llega su invierno. Le llegó a este León, a Rozitchner, un
domingo triste de este mes de septiembre en que también había nacido, como yo.
Nos unía algo más, quiero creer, que el hecho de ser de Libra –y de todas
maneras, el equilibrio no era lo suyo, por suerte–. De él se dirá, en los
próximos días y semanas y meses, todo lo previsible e inevitable, lo que no se
podría sortear. La realidad –que no es lo mismo que la verdad– y la leyenda: su
paso por la Sorbona (“philosophe de la Sorbonne”, ironizaba sobre sí mismo,
recordando sin ira la “gastada” que le había propinado el concerge de su pensión
en París), en una época que le permitió codearse con Sartre o con Merleau-Ponty
en el Café de Flore. O su aventura de Contorno como miembro de esa “banda” de
intelectuales llamados “parricidas” que literalmente transformó el campo
cultural argentino (los Viñas, Alcalde, Correas, Jitrik, Masotta, Adelaida Gigli;
a Sebreli lo excluyo deliberadamente, por razones que no voy a discutir en las
actuales circunstancias). Su exilio en Venezuela durante la dictadura, y su
regreso a un país al que nunca abandonó realmente, y que siempre fue para él una
suerte de obsesión pasional, de desgarramiento, de gran amor atravesado por la
amargura, como debe ser todo auténtico gran amor. Y sus grandes temas, que se
escribirán con mayestáticas mayúsculas: el Terror, el Cuerpo, la Madre, que
transformaba en arietes teóricos y existenciales contra los babosos discursillos
del débil pensamiento “posmo” o contra las complicidades canallitas de la
mediocridad política imperante.
Se hablará de su estilo: “rugiente”, como corresponde. Los puños siempre
preparados para subrayar con golpes sobre la mesa palabras que precipitaban como
catarata una impugnación crítica tras otra, sin dejarnos respirar. No filosofaba
ni escribía a martillazos, sin embargo: quizás haya sido el pensador más
intrincadamente sutil que ha tenido el último medio siglo argentino,
coquetamente escondido detrás de un volumen iracundo que su voz modulaba
espontáneamente. Todo eso se dirá, o lo estoy diciendo yo, en un momento urgente
en que el dolor no me permite otra cosa que el refugio en las convenciones de un
discurso que no es el de la despedida, sino el egoísta de un afán de mantenerse
sobre los dos pies ante el hecho de que mi vida, a partir de hoy, será mucho más
pobre. Ya habrá tiempo, supongo, de intentar decir otras cosas: aquellas que son
sólo mías, las que nadie más podría decir. Aunque, pensándolo bien, ¿por qué?
¿Qué le daría, a mí o a nadie, ese privilegio? ¿No corresponde más bien ser uno
más entre los que, ante la necesidad irrenunciable de una toma de posición
teórica, crítica, política, se siga preguntando: “Che, y qué diría León”? No lo
sé: me quedan mil preguntas para hacerle, mil coincidencias para sostenerlas en
su aliento, mil diferencias para que me las refutara con ternura firme. Mientras
tanto, hay que mantener el oído abierto y alerta: puesto que se fue peleando
como cuadraba a su nombre de pila, sin haber aflojado jamás en su recusación
radical de las mierdas de este mundo, podemos estar seguros de que el eco de sus
rugidos nos seguirá habitando la cabeza y el cuerpo. Sería inútil y jactancioso
tratar de imitarlos. Podemos, sí, tener la garganta siempre lista. El no hubiera
querido mejor homenaje.
León, metafísico de la sensualidad
Por Horacio González
A León Rozitchner había que escucharlo. Incluso en el contestador de su teléfono
había una muestra de las reticencias amorosas con las que trataba el idioma.
Escuchar a León, en su propia voz, suponía percibir el sentimiento de un fraseo
en el momento mismo en que se estaba haciendo. Su forma de colocar la frase con
su escorzo interno creaba un cálido vacío ya preparado para el diálogo,
conteniendo anticipadamente al dialogante, al prójimo. Era un juego previo de
libertades en la conversación, que recorría la comprensión antropológica más que
analítica, sin privarse nunca del anatema. Al mundo le ofrecía su dádiva y
también lo estrujaba con sus blasfemias. Nunca una persona tan sensitiva y
amatoria blasfemó tanto. Vivió en la calle Cuba y su estudio estaba en la calle
Pampa. Eran las dos entidades sobre las que se interrogó con la pasión del
herético que buscaba sus raíces en la tierra, la revolución y la conciencia
lastimada.
Ninguna cuestión le era ajena. El tema que fuera, yacía en un mundo cuyos
cuadrantes aparecían como drama de un amor y odio, de guerra y paz, de cosa y
cruz, de terror y revelación, de cuerpo y creencia, de sangre y tiempo, de
recuperación de un pensar de las izquierdas y ver la subsistencia de un error
profundo en ellas, un error inscripto en toda lengua que no surgiera de un
interior anímico capaz del autorreconocimiento doloroso de sus posibilidades.
León fue la encarnación de una proteica izquierda argentina, pero sintió la
íntima obligación de ser el máximo crítico de esa misma izquierda argentina. En
La Rosa Blindada había aparecido, en discusión con su amigo John William Cooke,
su célebre admonición a una izquierda que no sabía descender al “nido de
víboras” de la subjetividad.
León no pudo nunca dejar de pulir el arte de la polémica. Pensó en el interior
de ellas. No pensó antes y polemizó después, sino que se constituyó polemizando.
Con Perón, con San Agustín, con los dichos de los invasores a Bahía de Cochinos,
con Murena, con Mallea, con los generales de las Malvinas, y en muy otro plano,
hasta con el propio Viñas, su antiguo compañero de aventuras, su viejo hermano
de Contorno, que moría el mismo día en que lo internaban a León.
Las recámaras secretas en que León procesó sus grandes arquetipos admonitorios
son las grandes religiones mundiales y las estupendas teorías del mundo moderno
insatisfecho. Cristianismo, judaísmo, psicoanálisis, fenomenología, marxismo...
gigantescas entidades del espíritu, desde las cuales y ante las cuales León
realizó su fenomenología de la vida cotidiana y del desarraigo. Había nacido en
Chivilcoy y fue un argentino universal, un judío argentino en cuya biografía
está escrita una saga nacional de nuevo tipo, abierta al sentido cósmico de una
materialidad iniciática que ubicó en una filosofía de la sensualidad y del
origen materno de toda lengua mundana.
Bastaba leerlo y escucharlo a León para percibir la dimensión de su drama
teórico, presente en el permanente sobresalto de su voz. En el grano original de
su escritura se hallaba el eco de sus grandes maestros, Lucien Goldman y Maurice
Merleau-Ponty. Decisivos mitos de fuerza ancestral inspiraron su tarea, su
crítica a los tres Edipos, el griego, el cristiano y el judío –al que prefería–
surgían no de una teorización (aunque la contuvieran) sino en medio de sucintas
efusiones del habla real y formas de escritura de una gracia sensual, lo que era
su sello. León polemizaba sobre la cercanía absoluta de lo que nos constituye
como lenguaje, como historia vivida, como acontecer actual. Y como todo gran
polemista, actuaba dentro de la piel de los pensamientos que cuestionaba. Como
lo reconoció en una entrevista, como adversario del pensamiento agustiniano o
del pensamiento peronista, tuvo que ser un poco San Agustín y un poco Perón.
Extraordinario ejemplo del pensar existencial de raíces judías libertarias, León
estaba sostenido por heterogéneos componentes de un psicoanálisis con rastros
del Max Scheler, al que criticara en sus tempranos trabajos; del joven Marx; del
Freud al que había que salvar del individualismo burgués e incluso, en los
últimos tiempos, confrontándose con un Levinas al que le dirigió certeros
reparos sin que dejara de haber en el crítico la misma sacralidad soterrada que
no quería que aflorara tan plenamente, como en cambio era el caso de su
criticado. Al distanciarse de Levinas, revelaba también sus nociones sobre el
prójimo y elaboraba una proximidad de otra índole, una razón inmanente a los
acontecimientos mundanos que es a la vez su crítica y que en los últimos años
había denominado “el comienzo en la experiencia del vivir materno, que es lo
único inmanente histórico desde el vamos”.
No es necesario llamar la atención sobre el atrevimiento y sorpresa de este
punto de partida, de este “desde el vamos”, forma coloquial argentina para
nombrar los comienzos, con el cual León Rozitchner pasaba desde la natalidad del
lenguaje hasta las imposibilidades de la historia. En su larga agonía, en esos
largos meses hospitalizado, donde sin hablar hablaba, León escuchaba todo. Había
recibido en el hospital su última obra publicada, un largo comentario a La
cuestión judía de Marx, nuevamente el tratamiento del asunto que lo obsesionaba
y lo obligaba a medirse con el marxismo de los orígenes, escribiendo y
recuperando de otra forma lo que el joven Marx había desechado.
León Rozitchner fue un pensador del margen de las instituciones, a las que
habitó como desterrado. En sí mismo era una institución, un fundador de idiomas
filosóficos que parecían impropios, fuera de la circulación habitual o de los
modos de pensar que cada época consagra apuradamente. Debemos contarlo en el
escaso número de los filósofos argentinos de nuestra época. La Argentina, la
Sensualidad y el Universo fueron su suelo, el sustento de una metafísica
amorosa, de una cosmogonía del sujeto desgarrado que va desde el solicitante
descolocado de la payada nacional hasta la persistencia, recurrente en él, de la
refundación del impulso reparatorio que siempre reclama la vida colectiva,
“entre el terror y la gracia”. Ha concluido un ciclo en la vida intelectual
argentina.
05/09/11 Página|12
El
cuerpo presente
Dos reflexiones sobre
el legado de Rozitchner.
Por Gregorio Kaminsky *
Hacer memoria no es, usualmente, mi fuerte. Es más, desconozco si la memoria se
“hace” o simplemente se “tiene”, si es un bien o un mal, un depósito o una
fábrica, una virtud o un defecto, una gloria o una vergüenza, el enemigo o la
otra cara del olvido. Pero atisbo modos de la vida, experiencias; sentidos que
franquean el carácter neblinoso de la duda y la incerteza, acciones que no
requieren fundarse exclusivamente con la evocación o el recuerdo. Esas
experiencias son trazos vividos de existencia, vida compartida, por lo que no se
hacen ni se tienen; es la existencia propia la que testimonia su presencia, aun
en el estado un tanto culposo del olvido moral o gnoseológico. La experiencia
vivida también dispone de una residencia ausente en la que puede existir. Desde
allí, en la morada de la existencia experimentada o, lo que es lo mismo,
experiencia existida-existente es de donde puedo evocar, hablar de León. Ni
recuerdos, ni memorias sino existencia-experiencia pura, pero no con la pureza
de los duros conceptos sino en el amasijo de los afectos y lo que ellos pueden
testimoniar: su capacidad de afectar y ser afectados.
Años sesenta, tenía dieciséis o diecisiete años, yo no había concluido la
escuela secundaria y, en medio de una universidad militarizada como antesala
primera de lo que se convertiría todo el país, participaba del coro de Filosofía
y Letras que ya había decidido separarse de la UBA y de la facultad homónima.
Dirigía el coro José Antonio Gallo y lo integraban jóvenes universitarios, todos
mayores que yo, algunos de ellos serían años después los integrantes de I
Musicisti y luego Les Luthiers. Entonaba discretamente motetes y madrigales, me
gustaba cantar Brahms, Mendelsohn y nunca el carnavalito quebradeño. Tras los
ensayos, dos veces a la semana, casi todos íbamos a tomar algo al bar más
próximo y allí se hablaba de música pero mucho más de política y de la
universidad, en particular lo que había quedado de ella luego de la luctuosa
Noche de los Bastones Largos.
Aprendí mucho con los afectos, de amistad, de música y, en la evanescencia de la
memoria, recuerdo que me había conmovido lo que, en una charla de
circunstancias, había contado un compañero. Comentó medio al pasar que estaba
estudiando “magchismo” en un grupo de estudios. Fueron varios días, o mejor, no
pocas reuniones en el bar los que me demoraron en descifrar qué era lo que
estudiaba el compañero de coro y de qué trataban esos grupos. Sus problemas
foniátricos se manifestaban en los ensayos del coro –lo advertía en el rostro de
Pepe, el director–, pero no adivinaba de qué se trataba, en qué consistía el “magchismo”.
Hasta que atiné a hacerle la incómoda, avergonzada pregunta. Me dijo que en los
grupos de estudio se estudiaban los textos de Kagl Magx y eso, es de imaginar,
antes que aclarar profundizó mis ignorancias. Todo esto me incomodaba porque
sentía que ponía al descubierto mis adolescencias y colocaba al amigo en
aprietos verbales.
Este laberinto semántico se disipó cuando, caminando por la calle y ante una
vidriera de una librería, leí un nombre más o menos similar en la tapa de un
libro: El Capital. A la siguiente reunión fui yo quien le preguntó, en aparente
conocimiento de autor y libro, si en el grupo de estudio estaban leyendo El
Capital. Su respuesta fue que hacía más de un año estaban estudiando un breve
texto del mismo autor: los Manuscritos de 1844. Poco tiempo después fui y compré
los Manuscritos; debí afrontar su lectura pero advertí –con los esfuerzos de la
intuición que siempre merodean los esfuerzos del desciframiento– que ésa era la
tarea en la que me embarcaba la próxima vida universitaria y política. Pasó poco
tiempo más y le pedí al compañero el teléfono de ese profesor. Y, en otro poco
tiempo, lo llamé. Tengo vagos recuerdos de los primeros encuentros, aunque de
inmediato me incorporé a uno de esos grupos. Las reuniones de los grupos de
estudio a los que frecuenté contaban con profesionales, especialistas de primer
nivel en sus áreas de estudio. Allí comencé a conocer –debería decir: comenzó a
resonar en mi cuerpo– la enajenación y el fetichismo, la dimensión del sujeto,
la cultura, la ideología; comencé a comprender que no existían las duras
equivalencias entre ser de izquierda y, por ejemplo, estar en el PC. Una
experiencia, cuyos alcances son imprecisos, es la que vincula el judaísmo con
una fuerte inflexión filosófico-cultural y no necesariamente una religiosa
inscripción maníaco ritualista. Leíamos y estudiábamos los textos, charlábamos y
discutíamos los acontecimientos de la época, siempre al calor y la vehemencia de
sus propias ideas. Allí, así, conocí a León.
Se incorporaría Hegel a la lectura y, tiempo después, Freud, siempre con la
óptica social, histórica, cultural que aún pocos autores habían provisto y que,
con posterioridad, sus seguidores continúan desproveyendo. Es la época en que
León escribía Freud y los límites del individualismo burgués, un libro que lo
menos que podemos decir es que ha sido subutilizado por freudianos y marxistas.
Un libro extenso y complejo, hasta de extenso y complejo título por el que
muchos han creído que se trataba de un libro sobre el individualismo burgués de
Freud. Es la época en que se radicalizan y polarizan las posiciones políticas.
Es el tiempo de las vanguardias armadas, del militarismo y nuestras críticas a
esos procedimientos. Tiempos de los imberbes peronistas.
Mientras tanto, en cuanto a mí ya había renunciado a la abogacía luego de un
breve paso por esa casa mortuoria y estudiaba filosofía en la universidad, una
filosofía poco asociada a lo que ya conocía del marxismo, salvo la Fenomenología
del Espíritu, de Hegel, y algunos pensadores de Frankfurt que estudiábamos con
Ansgar Klein, fallecido prematuramente. En los grupos, leímos y estudiamos al
detalle los Grundisse, fueron los tiempos de mi viva adhesión a todo aquello que
no tuviera siquiera algún tufillo estructuralista: para nosotros el ser social
no estaba estructurado como un lenguaje saussureano, dicotómico y binario.
Fueron tiempos tumultuosos.
Sobrevino la brutalidad militar. Vinieron luego los tiempos del exilio, él en
Caracas y muchos de nosotros en México. Prefirió la distancia y tierras más del
trópico. Nos visitamos bastante, de sus conferencias en la universidad donde yo
trabajaba salió lo que se convirtió en su libro Freud y el problema del poder.
También su pequeño ensayo sobre la guerra de las Malvinas, en respuesta a una
suerte de texto de argentinos residentes en México; allí aparezco en la lista y
él propinándome un mandoble político. Después vinieron los retornos, y Agustín,
y mucho más de Freud. Las disputas en el Conicet y en la Facultad de Filosofía y
Letras, o sea, entre la burocracia y la mediocridad. Como se ve, escribir sobre
–acerca de– León es algo que no puedo hacer con facilidad, no me sale, porque no
puedo colocarlo en el fixture intelectual, ni en el catálogo de los filósofos
nacionales o en el depósito del generalizado ninguneo local. Tampoco soy apto
para escribir de él porque me siento muy próximo para emprender una semblanza
teórica y porque lo personal es político... y es personal. No sé si León me
transmitió sabiduría o conocimientos, pero con los recursos (¿discursos?) de la
experiencia no requiero de la memoria para reconocer que es por León –eterna
beatitud– que llevo el sentido vívido de lo político en el sujeto, el magchismo
en el cuerpo.
* Profesor universitario, ensayista.
Una filosofía de la celebración
Por Veronica Gago
Cuando parí a Iván, Joaquín –de siete años entonces– le dijo a su propia mamá:
lo primero que pisó Iván no fue la tierra, sino el cuerpo de su mamá. Pensé
entonces en León. En que su filosofía era a la vez la más sutil y por eso la más
infantil. Joaquín intuía, ante un nacimiento, lo mismo que León filosofaba: que
el origen de la tierra es el cuerpo de la madre, que es otro modo de llamar a la
tierra donde se despliega, nutricia, la vida. León-niño era ese que no se había
diluido para dejar lugar a la palabra docta. León-niño, con su pasión amorosa y
sin pudor por su madre (que siempre pareció excesiva a muchxs, como un nombre
demasiado carnal para la filosofía), era el que estaba vivo y entregaba ese amor
primero como fuente del pensar a ese hombre ya más que adulto.
No puedo negar que si hasta entonces había leído y admirado a León fue recién
con la experiencia de ser madre que sentí en la carne más propia, en esa carne
conmovida por el griterío del alumbramiento y el desgarro del trance, la fuerza
secreta de su filosofía, como una explosiva obsesión primigenia, capaz de
intimidar con su desafiante niñez a la gran filosofía y dejarla muda con la
potencia afectiva que irradian sus palabras. Entonces también escuché de otra
manera su relación con lo femenino, una suerte de nietzscheísmo extremo. Si a
primera vista puede sospecharse de antifeminista semejante festejo de la
maternidad, la maternidad se vuelve otra cosa cuando deviene razón sintiente:
esa relación amorosa madre-hijo es simultáneamente sustrato de la racionalidad y
del lenguaje, espacio para anclar todo sentido. Contra el espiritualismo de
hombres que se creen emancipados por la vaporosa abstracción de los conceptos,
León sostenía la filosofía como un sistema de conceptos sumergidos en afectos
(como su admirado Lévi-Strauss, que admiraba el pensamiento salvaje en tanto
sistema de conceptos sumergidos en imágenes).
¿Es la madre la noción primera de cualquier materialismo? De ella –de la foto de
ella– León destilaba toda una teoría del cuerpo y las pasiones y, por tanto, del
conocimiento. La maternidad, entonces, no como mandato ni rol sino como conexión
con la potencia del cuerpo propio, que es capaz de ir más allá de sí y en ese
exceso dar cuerpo a una nueva vida. Un vitalismo de la carne capaz de empapar
con sus fluidos el lenguaje. En su relación, íntima y persistente, secreta algo
de esa voz tan capaz de decir aterciopeladamente cuestiones de gran alcance, que
se remontan al origen de las cosas, del mundo, de los hombres y mujeres, de las
religiones y de las palabras. Sin separarlas. Como si la abstracción del
pensamiento sólo fuese posible en medio de la carne para que no sea, como solía
decir, puro placer por humillar a los otros.
Encontré a muchas feministas que llegan a puntos similares a los de León.
Constaté con entusiasmo esta suerte de convergencia no sé si voluntaria. Como
Adrienne Rich, lectora del Marx joven, como León, que sostiene que para conectar
nuestro pensamiento y nuestro lenguaje con el cuerpo hay que empezar “por lo
material, por la materia, mama, madre, mutter, moeder, modder, etc. etc. (...)
Quizás sea éste el núcleo del proceso revolucionario”. El desdoblamiento y
tartamudeo en diversas lenguas conectan materia y madre, como una
palabra-talismán que se repite, como un mantra inmemorial que conserva su
capacidad de evocación sensual más allá de la variación de los idiomas.
Rosi Braidotti habla de “materialismo encantado” y León había ya acuñado la idea
de un “materialismo ensoñado”. Un mismo énfasis sobre lo indisociable del afecto
y su “carnosa existencia”. Silvia Rivera traza relaciones entre la lengua
materna indígena con la que se acunan y crían niñxs mestizxs y su negación
posterior como fuente de la colonización de la propia subjetividad (“el complejo
del aguayo”, lo ha llamado ella en una entrevista en este diario). Recuerdo
cuando le comenté este parentesco de ideas por teléfono a León. Y, refiriéndose
a Rivera, me dijo: “Hay que ser mina para decirlo tan bien”.
En el fondo, hay algo que podría llamarse femenino en su lengua. En su forma de
hacer justicia con las fantasías, de convocar adjetivos como turgente o
ensoñado, de volver imagen tibia el verbo cobijar o animar, y de afirmar que la
palabra poética prolonga la lengua materna como siempreviva.
Porque es el cuerpo el que recibe la respiración de esa voz, de esa
palabra-poesía. Y la celebra. Propone León: “Hagamos una prueba. Pronunciemos en
voz baja su nombre, evoquémosla adultos ahora como cuando niños lo hacíamos
repitiendo los sonidos de su boca que la nuestra modula (ma-má) y nos daremos
cuenta de cómo ese soplo cálido nos invade el cuerpo y somos nosotros su caja de
resonancia afectiva e imaginaria, nunca vacía, que sigue siendo el ‘elemento’,
el éter ensoñado por el cual circula todo lo que aún decimos: el cuerpo de
profundis la celebra todavía”.
La disputa de las figuras femeninas que el cristianismo llevó adelante iba, como
decía León, al centro del asunto: reemplazar la madre “caliente y gozosa” que
está en lo más profundo de nosotros, en ese origen que es siempre renovado y
abierto al mundo, por una madre virgen, estatuilla endurecida, de vestido
inexorablemente largo.
De esa generosidad materna, insistía, surge una hospitalidad incondicionada.
Pero no porque no tenga condiciones sino porque su desborde es la ocasión
iniciática de la celebración. También la experiencia concreta capaz de fundar
una economía de don sin medida, de reciprocidad amatoria. La infancia de los
pueblos no es, como suele decir la filosofía política despectivamente, el reino
del todos contra todos. León creía lo contrario y asociaba la forma social de la
emancipación de Marx con la infancia, como momento intolerable para el capital:
“En la infancia del niño todo hijo vive con la madre mientras ella lo amamanta y
lo arrulla, donde le da todo al hijo sin pedir nada a cambio, sin equivalente,
por amor al arte, sólo por el gusto amoroso de colmarlo en el acto en que al
darse ella misma se colma, potlatch donde se usufructúa toda la riqueza y se la
gasta en el placer compartido sin calcular nada –-incluida la “parte maldita,
ese excedente suntuoso que el Capital no tolera”–. La filosofía de León es una
filosofía de lo nuevo, que está siempre naciendo. Es una filosofía de la
celebración.
13/09/11 Página|12
“Un escritor audaz, un lector temible”
Antes de fallecer en septiembre pasado, León Rozitchner compiló los ensayos de
Materialismo ensoñado, que ahora publica Tinta Limón. El libro fue presentado en
la Biblioteca Nacional por Horacio González, Eduardo Grüner, Ricardo Abduca,
entre otros, y aquí se reproducen algunas de sus palabras.
El fundamento perdido
Por Eduardo Grüner *
León sabe muy bien que el fundamento perdido no es un Paraíso ídem al que
podríamos retornar. Célebremente ha dicho Borges que sólo se puede sentir
nostalgia de lo que nunca se ha tenido, y me permito imaginar que León podría
haber suscripto esa intuición. No se trata en efecto, para él, de nostalgia,
sino de recuperación de esa pérdida, de esa invisibilidad de la “madre
apalabrada” –como él la llama– en la “materia ensoñada” que podría hoy
“relampaguear en este instante de peligro”, si se me autoriza esa glosa de
Benjamin. Y permítaseme decir, de paso, que hay que tener mucho coraje y un gran
estilo, para atreverse a usar esas palabras –“ensoñada”, “ensoñación”–, que en
cualquier otro se deslizarían hacia el sentimentalismo cursi, mientras que en su
texto resuenan casi como trompetas llamando al combate. Casi como un jefe que
gritara: ¡al ataque, mis ensoñados! En fin, trato de retomar el hilo. La
metafísica occidental, decíamos –que no por llamarse metafísica ha estado menos
vinculada a muy materiales relaciones de producción y poder–, sin embargo ha
trabajado con ahínco para, literalmente, separar el alma del cuerpo. La
conciencia, dice León, ha devenido “ese éter (...) en el cual se inscriben todas
las palabras”, gracias a que ha sido anulada en ella su propio fundamento
material, sensible: “Esta es la paradoja: decir que un cuerpo habla y después
excluirlo de lo que las palabras dicen, como si el cuerpo no dijera nada”.
* Profesor UBA.
Signos corpóreos
Por Diego Sztulwark *
Algo que conmueve en la escritura de León queda inevitablemente sin respuesta.
Algo que no podemos dejar de interrogar en sus escritos, aunque sospechemos que
no será en la letra donde descifraremos la respuesta última que buscamos. Algo
que nos remite –a través del texto– a una esfera de animación que ya no
pertenece a los signos impresos en el papel, sino a otras superficies de
inscripción más hondas. Este reenvío tiene algo de autoexamen, de indagación de
la propia capacidad de sobrepasar un límite de lo pensable. Límite que comporta
–lo dice León más de una vez– una amenaza de muerte en el plano psíquico
individual, y en ocasiones, también, en el histórico político. Esa inquietud
insomne radicalizó en León, creo, una capacidad desmesurada de lectura. Lectura
de rostros, de gestos de los pensadores por él admirados, de los inmigrantes, de
los dirigentes políticos, de los amigos. Lejos de cualquier aplanamiento de la
vida en un fetiche textualista, este tipo de curiosidad expande la práctica de
la lectura hacia una pluralidad de signos corpóreos, para encontrar allí su
tránsito inmanente al lenguaje y al texto. Esta potenciación seguramente
refinada en la escena analítica hacía de León un conversador insólito, un
escritor audaz y un lector temible.
* Colectivo Situaciones.
Lengua, tierra, madre
Por Ricardo Abduca *
León Rozitchner buscaba que en el paso de representación a concepto no se
abandonaran lo sensible y lo imaginario. Después de La cosa y la cruz insistió,
en una serie de textos breves, como los incluidos en Materialismo ensoñado, en
tres términos con los que elaboró conceptos: la lengua, la tierra, la madre. “La
celebración” habla de las condiciones que dan lugar a la pregunta filosófica; en
vez de hospitalidad incondicional (Derrida) hay un origen más íntimo aún: la
unidad gozosa de la madre y el bebé, donde todo comenzó. No hemos sido arrojados
a este mundo; hemos sido celebrados, esperados, por nuestras madres. Si ha
habido “olvido del ser”, es del ser como materia, materia afectivamente cargada
desde el inicio de la vida de cada uno. “Celebremos poder recordar”, escribió,
ese núcleo originario que es la matriz elemental de las ganas, es decir del
deseo. Aunque lo que se celebra esté perdido: no somos bebés, y las madres se
mueren. Lo perdido puede recobrarse. Un ejemplo que quizás León hubiera
aprobado: el relato de Freud sobre el niño que balbuceaba “fort” cuando arrojaba
sus juguetes y “Da” cuando los recobraba. Se ha interpretado: “mamá se fue/mamá
está acá”. Matriz elemental, impronta primera que se va reiterando, más y más
compleja, en la vida del sujeto. Lo que estos textos celebran es la posibilidad
de recordar esa impronta primordial, en la que puede actualizarse la capacidad
de cada uno para sacar fuerzas de flaqueza. En lenguaje spinoziano, hacer del
padecer una afección activa.
Ese fort/Da elemental es un juego de lenguaje, como llamaba Wittgenstein al uso
del lenguaje haciendo cosas con palabras, forma simple del pensamiento y el
hacer cotidianos. Curiosamente, Wittgenstein parte de San Agustín, quien en las
Confesiones cree recordar cómo aprendió el lenguaje a partir de los gestos de
sus mayores. La etapa final del pensamiento de León también partió de Agustín,
pero criticándolo como ejemplo fundamental de la borradura de la impronta
materna-material; del desprecio por el cuerpo, y ante todo del cuerpo de la
mujer, expuesto en el mito cristiano de la concepción maculada.
* Antropólogo.
La gracia y el terror
Por Horacio González *
León pensaba a través de una serie de actos que no provenían de categorías
filosóficas establecidas o conceptos preexistentes, sino que como filósofo
antepredicativo, es decir, como el que siempre busca antes un material
originario y descatalogado, indagaba sobre el origen del ser. Pero tampoco era
éste un concepto que lo atraía, pues su idea de lo originario no se definía por
un concepto ubicable en un verbo que finalmente era el máximo consuelo de la
filosofía. En verdad, parecía estar situado, como algunos surrealistas, en el
momento originario en que de una ausencia de lengua se pasaba a un presencia del
lenguaje. Si había consuelo, en ese pasaje había que buscarlo. Pero quería
percibir ese momento mítico en su propia lengua, como el adulto que había
perdido, en su memoria infiel, el niño que había sido, y aún más, el momento de
ensueño en que el lenguaje aparecía como una suerte de empréstito cósmico que
era posible por la mediación de la madre, que actúa en un momento en que cuerpo,
sensualidad y lengua están en momento de natalidad. Momento desprotegido,
impuro, precategorial y amoroso, pero con un amor que no puede decirse sino en
el silencio de las entresílabas, remedando una fusión mística entre materia,
memoria y vida. Las religiones, que también sabían esto, para León se perdían en
la astucia de forjar figuras de interrupción al flujo amoroso, y también lo
llamaban amor, pero a costa de tomar el momento primordial de organización del
sentido como un truncamiento de la sensualidad, sustituyéndola por una
virginidad forjada en una de las formas menores de lo sagrado, es decir, la
alegoría de la concepción sin mácula. León entendió que ese pacto social que
rezaba por lo inmaculado era un cimiento civilizatorio que fundaba un mundo
amoroso al mismo tiempo que lo vaciaba o lo despojaba del derecho del adulto
–del filósofo involuntario que todos somos–, a volver una y otra vez a ese sitio
cósico originario para preguntar quiénes somos, o quién es este yo que ahora
pregunta por su cuerpo. Así, León inventó un lenguaje filosófico que emanaba de
una fuente erógena olvidada y que no se privaba de un plano sarcástico popular,
porque toda la filosofía que escribió, aun la más politizada que le conocimos,
trataba exclusivamente de gestar en la urdimbre de la lengua la reproducción de
ese momento expropiado que algunos pensaron como el inconsciente colectivo de la
humanidad, y él admitió considerarlo bajo el signo de una maternidad que, con su
llana locuacidad primera, hacía de la materia del mundo un sueño sin soñador,
una gracia asequible como infinito don compartido, pero –he allí su esfuerzo, su
militancia–, amenazado por la otra lengua que la humanidad dispone. La del
terror.
* Profesor UBA, director de la Biblioteca Nacional.
27/12/11 Página|12
Relacionado: La tragedia del athusserianismo teórico