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Por Slavoj Zizek
Traducción por S. Seguí
La repetición, según Hegel, tiene un papel crucial
en la Historia: cuando algo sucede sólo una vez, puede ser descartado como un
accidente, algo que podría haberse evitado si la situación se hubiera manejado
de manera diferente; pero cuando el mismo evento se repite, se trata de una
señal de que un proceso histórico más profundo se está desarrollando. Cuando
Napoleón fue derrotado en Leipzig en 1813, pareció una cuestión de mala suerte;
pero cuando perdió de nuevo en Waterloo, estaba claro que su tiempo había
pasado. Lo mismo vale para la persistente crisis financiera. En septiembre de
2008, algunos la presentaron como una anomalía que podría corregirse mediante
una mejor reglamentación, etc., pero ahora que los signos de una crisis
financiera se repiten está claro que se trata de un fenómeno estructural.
Se nos dice una y otra vez que estamos viviendo una crisis de la deuda, y que
todos tenemos que compartir la carga y apretarnos el cinturón. Todos, es decir,
excepto los (muy) ricos. La idea de gravarlos más es tabú: si lo hiciéramos, nos
dicen, los ricos no tendrían ningún incentivo para invertir, se crearían menos
puestos de trabajo y todos sufriríamos. La única manera de salvarnos en estos
tiempos difíciles es empobrecer más a los pobres y enriquecer a los ricos. ¿Qué
deberían hacer los pobres? ¿Qué pueden hacer?
A pesar de que los disturbios en el Reino Unido los desencadenó el sospechoso
incidente del tiroteo a Mark Duggan, todos coinciden en que expresan una
inquietud más profunda. Pero, ¿de qué tipo? Al igual que en la quema de
automóviles en las banlieues de París en 2005, los amotinados del Reino Unido no
tienen ningún mensaje que transmitir. (Un claro contraste con las
manifestaciones masivas estudiantiles de noviembre de 2010, que también fueron
violentas. Los estudiantes dejaron claro que rechazaban las reformas de la
educación superior que se proponían). Por esta razón, es difícil concebir a los
alborotadores del Reino Unido en términos marxistas, como ejemplo de la
aparición de un sujeto revolucionario; encajan mucho mejor con el concepto
hegeliano de «chusma», es decir, los que están fuera del espacio social
organizado y que sólo pueden expresar su descontento por medio de arrebatos
“irracionales” de violencia destructiva, lo que Hegel llamó “negatividad
abstracta”.
Hay un viejo cuento sobre un trabajador sospechoso de robo: todas las noches, al
salir de la fábrica, inspeccionaban cuidadosamente la carretilla que empujaba.
Los guardias no encontraban nada, siempre estaba vacía. Por último, cayeron en
la cuenta: lo que el trabajador estaba robando eran las propias carretillas. Los
guardias obviaban la verdad evidente, del mismo modo que han hecho los
comentaristas de los disturbios. Se nos ha dicho que la desintegración de los
regímenes comunistas, en la década de 1990, marcó el fin de las ideologías: el
tiempo de los grandes proyectos ideológicos que culminaron en catástrofes
totalitarias había terminado, y habríamos entrado en una nueva era de políticas
racionales y pragmáticas. Si el tópico de que vivimos en una era posideológica
es cierto en algún sentido, ello es visible en este reciente brote de violencia.
Ha sido una protesta de grado cero, una acción violenta sin ninguna exigencia.
En su intento desesperado de encontrar significado en los disturbios, los
sociólogos y editorialistas han ofuscado el enigma que presentan los disturbios.
Los manifestantes, aunque socialmente desfavorecidos y excluidos de facto, no
vivían al borde de la inanición. Personas en mucha peor situación material, para
no hablar de situaciones de opresión física e ideológica, han sido capaces de
organizarse en fuerza política dotada de programas claros. El hecho de que los
alborotadores no tengan programa es pues en sí mismo un dato que exige
interpretación y que nos dice mucho acerca de nuestra situación
política-ideológica y del tipo de sociedad en que vivimos, una sociedad que
celebra la posibilidad de elección, pero cuya única alternativa posible al
vigente consenso es un ciego acting out. La oposición al sistema ya no puede
articularse en forma de una alternativa realista, o siquiera como un proyecto
utópico, sino que sólo puede tomar la forma de un arrebato sin sentido. ¿Qué
sentido tiene celebrar nuestra libertad de elección cuando la única opción está
entre la aceptación de las reglas del juego y la violencia (auto)destructiva?
Alain Badiou sostiene que vivimos en un espacio social que se experimenta cada
vez más como “sin mundo”: en este espacio, la única forma que puede tomar la
protesta es la violencia sin sentido. Tal vez es éste uno de los principales
peligros del capitalismo: aunque en virtud de su ser global abarca el mundo
entero, sostiene una constelación ideológica “sin mundo” en la que se encuentran
personas privadas de su modo de localizar significados. La lección fundamental
de la globalización es que el capitalismo puede acomodarse a todas las
civilizaciones, de la cristiana a la hindú o budista, del Este al Oeste: no hay
una visión capitalista global, ni una civilización capitalista en sentido
estricto. La dimensión global del capitalismo representa la verdad sin sentido.
La primera conclusión que puede extraerse de los disturbios, por lo tanto, es
que tanto las reacciones conservadoras como las liberales ante el descontento no
son suficientes. La reacción conservadora ha sido predecible: no hay
justificación para este tipo de vandalismo, es preciso usar todos los medios
necesarios para restaurar el orden, para evitar más explosiones de este tipo no
hace falta más tolerancia y ayuda social sino disciplina, trabajo duro y sentido
de la responsabilidad. Lo malo de este relato no es sólo que hace caso omiso de
la desesperada situación social que empuja a los jóvenes a estallidos de
violencia, sino, tal vez más importante, que no tiene en cuenta la forma en que
estos arrebatos se hacen eco de las premisas ocultas de la misma ideología
conservadora. Cuando en la década de 1990, los conservadores lanzaron su campaña
de “vuelta a lo básico”, su complemento obsceno fue revelado por Norman Tebbitt:
“El hombre no es sólo un ser social, sino también un animal territorial; debemos
incluir en nuestros programas la satisfacción de estos instintos básicos
tribalistas y territoriales.”
Esto es lo que la ideología de “vuelta a lo básico” fue, realmente: la
liberación del bárbaro que acecha bajo nuestra sociedad aparentemente civilizada
y burguesa, mediante la satisfacción de sus “instintos básicos”. En la década de
1960, Herbert Marcuse introdujo el concepto de “desublimación represiva” para
explicar la llamada revolución sexual: era posible desublimar los impulsos,
darles rienda suelta y mantenerlos sujetos al mecanismo capitalista de control,
a saber, la industria del porno. En las calles británicas, durante los
disturbios, lo que vimos no eran personas reducidas a bestias, sino la forma
esquemática de la “bestia” producto de la ideología capitalista.
Mientras tanto, los progresistas de izquierda, igualmente predecibles, pegados a
los mantras de los programas sociales, las iniciativas de integración, el
abandono que ha privado a los inmigrantes de segunda y tercera generación de sus
perspectivas económicas y sociales: los brotes de violencia son el único modo
que tienen que articular su descontento. En lugar de caer nosotros mismos en
fantasías de venganza, debemos hacer un esfuerzo para comprender las causas
profundas de los estallidos. ¿Podemos siquiera imaginar lo que significa en un
barrio pobre ser joven, mestizo, sospechoso por sistema para la policía y
acosado por ésta, no sólo desempleado sino también no empleable, sin esperanza
de un futuro? La implicación es que las condiciones en que se encuentran estas
personas hacen inevitable que salgan a la calle. El problema de este relato, sin
embargo, es que sólo cuenta las condiciones objetivas de los disturbios. La
revuelta consiste en hacer una declaración subjetiva, declarar de manera
implícita cómo uno se relaciona con una sus propias condiciones objetivas.
Vivimos en una época cínica y es fácil imaginar a un manifestante que, atrapado
saqueando y quemando una tienda, si se le presiona para que exponga sus razones,
responda con el lenguaje utilizado por los trabajadores sociales y los
sociólogos, citando cuestiones como escasa movilidad social, inseguridad
creciente, desintegración de la autoridad paterna o falta de amor maternal en su
más tierna infancia. Él sabe lo que está haciendo, pero no obstante lo hace.
No tiene sentido reflexionar sobre cuál de estas dos reacciones, la conservadora
o la progresista, es la peor: como habría dicho Stalin, las dos son peores, y
eso incluye la advertencia dada por las dos partes de que el peligro real de
estas explosiones se encuentra en la reacción predeciblemente racista de la
“mayoría silenciosa”. Una de las formas de esta reacción fue la actividad
“tribal” de los vecinos locales (turco, caribeño, sikh) que rápidamente se
organizaron en unidades de vigilancia para proteger su propiedad. ¿Son los
comerciantes una pequeña burguesía dispuesta a defender su propiedad contra una
protesta genuina, aunque violenta, contra el sistema, o son representantes de la
clase obrera en lucha contra las fuerzas de desintegración social? Aquí también
deberíamos rechazar la exigencia de tomar partido. La verdad es que el conflicto
se dio entre dos polos de los más desfavorecidos: los que han conseguido
funcionar en el marco del sistema en oposición a aquellos que están demasiado
frustrados para seguir intentándolo. La violencia de los manifestantes estuvo
dirigida casi exclusivamente contra su propio grupo. Los coches quemados y las
tiendas saqueadas no lo fueron en los barrios ricos, sino en los propios barrios
de los manifestantes. El conflicto no es entre diferentes segmentos de la
sociedad; es, en su manifestación más radical, el conflicto entre una sociedad y
otra, entre los que tienen todo y que no tienen nada que perder; entre los que
no tienen ningún interés en su comunidad y aquéllos cuya apuesta es la más alta
posible.
Zygmunt Bauman ha caracterizado los disturbios como acciones de “consumidores
defectuosos y descalificados”: más que nada, una manifestación de un deseo
consumista violentamente escenificado, incapaz de realizarse del modo adecuado:
por la compra. Como tal, también contiene un momento de genuina protesta, en
forma de una irónica respuesta a la ideología consumista: “¡Nos invitan a
consumir, a la vez que nos privan de los medios para hacerlo adecuadamente; así
que lo estamos haciendo de la única manera que podemos!" Los disturbios son una
manifestación de la fuerza material de la ideología, lo que desdeciría la
llamada “sociedad posideológica”. Desde un punto de vista revolucionario, el
problema de los disturbios no es la violencia como tal, sino el hecho de que la
violencia no sea realmente autoasertiva. Es rabia impotente y desesperación
enmascaradas como exhibición de fuerza, es la envidia disfrazada de carnaval
triunfante.
Los disturbios deberían enmarcarse en relación con otro tipo de violencia que la
mayoría progresista actual percibe como una amenaza a nuestra forma de la vida:
los ataques terroristas y los atentados suicidas. En ambos casos, violencia y
contraviolencia se encuentran atrapadas en un círculo vicioso, cada una de ellas
generando las fuerzas que trata de combatir. En ambos casos, estamos hablando de
ciegos passages à l'acte, en los que la violencia es un reconocimiento implícito
de impotencia. Lo distinto es que, a diferencia de los disturbios del Reino
Unido o de París, los ataques terroristas se llevan a cabo al servicio del
Significado Absoluto que proporciona la religión.
¿Pero no fueron los levantamientos árabes un acto colectivo de resistencia que
evitó la falsa alternativa de violencia autodestructiva y fundamentalismo
religioso? Lamentablemente, el verano egipcio de 2011 será recordado como el fin
de la revolución, el momento en que su potencial emancipador fue sofocado. Sus
sepultureros han sido el ejército y los islamistas.
Los contornos del pacto entre el ejército (que sigue siendo el ejército de
Mubarak) y los islamistas (que fueron marginados en los primeros meses del
levantamiento, pero que están ganando terreno) son cada vez más claros: los
islamistas tolerarán los privilegios materiales del ejército y a cambio
proporcionarán la hegemonía ideológica. Los perdedores serán los progresistas
pro occidentales, demasiado débiles –a pesar de los fondos de la CIA que
reciben– para “promover la democracia”, así como los verdaderos agentes de los
acontecimientos de la primavera, la izquierda laica emergente que ha tratado
incesantemente de crear una red de organizaciones de la sociedad civil, de los
sindicatos a las feministas. Antes o después, la situación económica, que
empeora rápidamente, sacará a los pobres, en gran parte ausentes de las
protestas de la primavera, a las calles. Es probable que haya una nueva
explosión, que plantee la difícil pregunta de quiénes son los sujetos políticos
de Egipto capaces de canalizar la rabia de los pobres. ¿Quién va a traducirla a
un programa político: la nueva izquierda laica o los islamistas?
La reacción predominante de la opinión pública occidental ante el pacto entre
los islamistas y el ejército será sin duda una exhibición triunfal de sabiduría
cínica: se nos dirá que, como quedó claro en el caso de Irán (país no árabe),
los levantamientos populares en los países árabes siempre terminan en un
islamismo militante. Y Mubarak aparecerá como si hubiera sido un mal muy menor:
mejor seguir con el diablo conocido que enredar con la emancipación. Contra tal
cinismo, uno debería permanecer incondicionalmente fiel a la esencia radical-emancipatoria
del levantamiento egipcio.
Pero también es preciso evitar la tentación del narcisismo de la causa perdida:
es muy fácil admirar la belleza sublime de los levantamientos condenados al
fracaso. La izquierda de hoy se enfrenta al problema de la “negación
determinada”: ¿qué nuevo orden deberá sustituir al antiguo después del
levantamiento, cuando el sublime entusiasmo del primer momento se haya acabado?
En este contexto, el manifiesto de los indignados (1) españoles, emitido después
de las manifestaciones de mayo, es revelador. Lo primero que salta a la vista es
el tono deliberadamente apolítico: “Algunos de nosotros nos consideramos
progresistas, otros conservadores. Algunos de nosotros somos creyentes, otros
no. Algunos de nosotros tenemos ideologías claramente definidas, los demás son
apolíticos, pero todos estamos preocupados e indignados por las perspectivas
políticas, económicas y sociales que vemos a nuestro alrededor: la corrupción de
políticos, empresarios y banqueros, que nos deja indefensos, sin voz.”
Protestan en nombre de las verdades inalienables que deberían regir nuestra
sociedad: “el derecho a la vivienda, el empleo, la cultura, la salud, la
educación, la participación política, el desarrollo libre y personal y los
derechos del consumidor, para una vida sana y feliz.” En su rechazo de la
violencia, instan a una “evolución ética”. “En lugar de colocar el dinero por
encima de los seres humanos, lo pondremos de nuevo a nuestro servicio. Somos
personas, no productos. Yo no soy un producto de lo que compro, de por qué lo
compro y a quién se lo compro.”
¿Quiénes serán los agentes de esta revolución? Los indignados descartan a toda
la clase política, derecha e izquierda, como corrupta y poseída por el ansia de
poder, sin embargo, el manifiesto consiste en una serie de demandas… ¿dirigidas
a quién? No a la propia gente: los indignados (todavía) no afirman que nadie más
lo hará en su lugar, que ellos mismos tienen que ser el cambio que quieren ver.
Y ésta es la fatal debilidad de las recientes protestas: expresan una auténtica
rabia incapaz de transformarse en un programa positivo de cambio sociopolítico.
Expresan el espíritu de revuelta sin revolución.
La situación en Grecia parece más prometedora, probablemente debido a la
tradición reciente de autoorganización progresista (que desapareció en España
después de la caída del régimen de Franco). Pero también en Grecia el movimiento
de protesta muestra los límites de la autoorganización: los manifestantes
mantienen un espacio de libertad igualitaria, sin autoridad central que lo
regule, un espacio público donde a todos se les asigna el mismo tiempo de
intervención, y así sucesivamente. Cuando los manifestantes comenzaron a debatir
qué hacer a continuación, cómo ir más allá de la mera protesta, el consenso de
la mayoría fue que lo que se necesitaba no era un nuevo partido o un intento
directo de tomar el poder estatal, sino un movimiento cuyo objetivo sea ejercer
presión sobre los partidos políticos. Esto claramente no es suficiente para
imponer una reorganización de la vida social. Para conseguirlo se necesita un
organismo fuerte, capaz de tomar decisiones rápidas y ponerlas en práctica con
todo el rigor necesario.
Fuente: http://www.lrb.co.uk/2011/08/19/slavoj-zizek/shoplifters-of-the-world-unite
Tomado de http://firgoa.usc.es/drupal/node/49801
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