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“Los paradigmas de la Generación del 80 y
el Centenario” *
Por José Luis Muñoz Azpiri (h) **
Contrariamente a la América morena
que se extiende desde el sur del Río Bravo hasta el Cabo de Hornos, desde 1870
el predominio de la burguesía en Europa y Norteamérica era absoluto. La Gran
Nación latinoamericana, que en los albores de la emancipación pretendía
proyectarse como un sueño colectivo, constituía a mediados del siglo XIX una
anfictionía de pequeños estados que rivalizaban entre si y que apenas superaban
la categoría de feudos familiares. En Europa y los Estados Unidos, la clase
social surgida de los escombros del antiguo Régimen, impondrá sus criterios en
todos los aspectos de la vida por más de tres generaciones. La razón de su éxito
no se apoya únicamente en la prosperidad de los negocios, sino también en la
conciencia de ser una clase social benéfica, defensora de la libertad individual
dentro de un orden: positivo en Europa y puritano en los Estados Unidos. Esta
burguesía, que se enriquece de un modo extraordinario y defiende el capitalismo
como único sistema económico que permite el progreso dentro de la libertad
individual, construirá una falsa teoría antropológica para legitimar su
dominación sobre el Tercer Mundo: el evolucionismo spenceriano y un edificio
teórico que formule una “ciencia social” para justificar la defensa del
capitalismo de libre competencia: el positivismo.
Fue precisamente en Francia, con Augusto Comte (1798-1857) donde se funda esta
corriente filosófica y se da comienzo al desarrollo de la sociología, pero
fundamentada como una ciencia exacta, fuertemente influenciada por el sistema de
Newton, que intentaría formular las leyes tendientes a conservar el orden
social, gravemente cuestionado por sucesos como la Comuna de París. El núcleo de
esta filosofía lo constituye la ley de los tres estados en el desarrollo de la
Humanidad: el teológico, el metafísico y el positivo. Comte procuró desarrollar
un sistema de ideas generales de caracteres definitivos, que basó en esta ley de
los tres estadios sucesivos, concebida a través de la experiencia histórica y de
observaciones realizadas en el terreno de los procesos biológicos del hombre.
Intentó asimismo sistematizar el desarrollo social con el aporte de todos los
conocimientos científicos de la época, concibiendo de esta forma a la sociología
como una ciencia “dura”, colocándola en el estadio supremo del saber y elaboró
la doctrina del orden y el progreso.
Augusto Compte.
Alejandro Korn, positivista en sus primeros años pero más tarde crítico severo
de esta corriente, fue quién mejor definió el credo que intentó convertirse en
una religión laica. Consideraba que esta orientación filosófica había nacido y
se había definido bajo el imperio de la situación histórica dada en Europa desde
mediados del siglo XIX y que reemplazaba al clima de ideas propio del
romanticismo. Constituía una teoría del saber y una doctrina de la ciencia. Esta
corriente, más consagrada a los problemas científicos y sociales que a la
especulación metafísica pura, nutrió a la generación que gobernó al país entre
1880 y 1900 así como también a las clases dominantes del resto del
subcontinente. En el marco de la balcanización mencionada al comienzo, se
modelan los Estados o mejor dicho los fallidos estados Nacionales de la década
del 80: Rafael Núñez en Colombia, el general Roca en la Argentina, el coronel
Latorre en el Uruguay, Porfirio Díaz en México, Santa María en Chile, Alfaro en
el Ecuador, Guzmán Blanco en Venezuela y Ruy Barbosa en el Brasil instauran el
reinado de la prosperidad agraria o minera y la hegemonía del positivismo.
Pero también la otra orilla del Canal de la Mancha nutrió con maestros al
positivismo, tales como Herbert Spencer (1820-1903) y John Stuart Mill
(1806-1873), cuya preocupación, basada en la tradición utilitarista del
pensamiento británico, fue realizar la síntesis del pensamiento evolucionista.
Ambos aplicaron las teorías de Carlos Darwin quién elaboró su famosa doctrina
tras su conocido viaje por nuestro país y otras zonas del mundo a bordo de la
fragata “Beagle”. Sería en la Argentina donde Darwin habría observado por
primera vez el proceso de selección artificial de las razas ovinas –
paradójicamente no lo había advertido en Inglaterra, uno de los países pioneros
en el tema, ya que en esa época no estaba interesado en tales problemas. Según
Sarmiento, “los inteligentes criadores de ovejas son unos darwinistas consumados
y sin rivales en el arte de variar las especies. De ellos tomó Darwin sus
primeras nociones, aquí mismo, en nuestros campos, nociones que perfeccionó
dándose a la cría de palomas (…). (1)
Spencer se interesó particularmente por transportar a la sociología las
categorías biológicas del concepto darwiniano de la evolución, tal como el de la
“lucha por la supervivencia”, y no tardó en ser entusiastamente adoptado por
Sarmiento. Al respecto hay que destacar que este clima de ideas favoreció la
expansión imperialista europea en Asia y África y estadounidense en el Pacífico
y el Caribe. En el caso de las repúblicas latinoamericanas donde los
positivistas tuvieron larga influencia, sirvió asimismo para justificar el
desarrollo desigual de las regiones del continente y el sistema político de
gobierno no precisamente burgués, sino de castas parasitarias embebidas en
veleidades aristocráticas.
El positivismo fue en la Argentina la expresión filosófica de un modelo de vida
concebido para usufructo de sus sectores dirigentes, políticos e intelectuales;
dado que hacia fines del siglo XIX las bases estructurales de la formación
económico-social de nuestro país estaban prácticamente delineadas. Las mismas se
asentaban en el atraso y la dependencia nacional que, a su vez, conformaban los
fundamentos de un original “bloque histórico” comúnmente conocido como “factoría
agro-exportadora”.
En lo esencial, ese modelo de nación ideado por los integrantes de la llamada
“Generación del 80” sólidamente se asentaba en dos clases de pilares. Por un
lado, la importación de capitales, de mano de obra barata y de productos
industriales europeos mientras, por otra parte, en el plano interno se reforzaba
el régimen latifundista de inspiración semi-feudal con el monopolio de grandes
extensiones de tierra y de la renta agraria, por parte de una clase social
hegemónica asociada estrechamente al imperialismo inglés: la oligarquía
terrateniente.
Ahora bien: la conformación de una Argentina terrateniente y dependiente de las
potencias imperialistas también suponía – y de manera especialmente
significativa – la necesidad de proponer al conjunto de la sociedad nacional una
ideología legitimizadora del “nuevo orden” impuesto. Y a tal fin, la doctrina
positivista venía como anillo al dedo. Era “la” ideología “para” el momento; que
servía para justificar tanto el colonialismo interno con la llamada
consolidación de las fronteras interiores, como legitimar el orden interno que
comenzaba a ser cuestionado por las expresiones ideológicas que también
desembarcaban de Europa, pero con los contingentes de los desahuciados del Viejo
Mundo.
El positivismo, como “orden contrapuesto a la anarquía”; de aquí el lema del
gobierno de Roca: “Paz y administración” y el lema de la bandera de la república
del Brasil: “Orden y progreso”, y la idea de un “progreso indefinido” habían
servido, no solo para liquidar las últimas resistencias populares, sino también
para justificar de allí en más, el dominio oligárquico como necesario y
expresivo de toda la sociedad. “En esa tarea de conformar la nación y consolidar
la modernidad del Estado, la filosofía positivista resultó una poderosa
herramienta ideológica. Sirvió para explicar las consecuencias del proyecto,
señalar los obstáculos, delimitar el campo de lo moderno y disciplinar a los
sectores renuentes – por atrasados o contestatarios – a incorporarse al proceso.
Acorde con el espíritu positivista, a la ciencia se le acometió un contenido
central…” (2).
Dentro de ese contexto ideológico, el “europeísmo” y el “racismo” fueron
elementos permanentes del pensamiento “oficial” y los instrumentos más adecuados
para justificar la dominación imperialista como forma de integración de la
Argentina al “progreso” (ahora, en estos tiempos globalizados cambiamos el
término “progreso” por “mundo”, es decir, un nuevo artilugio semántico con que
disimular el sometimiento) y a la “prosperidad capitalista”, a través de su
integración al mercado mundial. La ideología cientificista y la utopía del
progreso indefinido estaban presentes en el conjunto de la vida intelectual y
política argentina; en los cuadros intelectuales del régimen conservador y en
los profesionales que integraban los equipos con que los gobiernos finiseculares
buscaban modernizar la acción del estado en la sociedad civil. También en las
vanguardias obreras (socialismo, anarquismo) influenciadas por las tendencias
racionalistas de la izquierda europea y que comulgaban con un cierto
cientificismo crítico en su lectura de la realidad, pero con un criterio
transformador: “La izquierda en la Argentina –escribió David Viñas – aparece
como resultado mediato del impacto inmigratorio: con la entrada masiva de
obreros europeos, y el proceso correlativo de concentración urbana, se darán las
condiciones para la formación de partidos que a través de sus voceros formulen
la necesidad de modificar la estructura social en su totalidad”.(3) Tanto más
cuanto que a esta semejanza infraestructural se une el que los inmigrantes
traían ya las ideas proletarias de Europa, siendo no pocas veces ellos líderes
obreros voluntaria o forzosamente exiliados.
Concretamente, existe una relación ineludible entre la dominación cultural y el
racismo, siempre – claro está – en perjuicio de los sojuzgados. Así,
enmascaradas por el prestigio de las ciencias naturales; que a partir de las
grandes clasificaciones y del reordenamiento del saber efectuado en el siglo
XVIII habían perfeccionado sus métodos hasta alcanzar resultados notables, las
potencias imperiales construyen el sofisma de “la pesada carga del hombre
blanco” quién asume voluntariamente la “sagrada misión” de elevar a los pueblos
colonizados de la “infancia de la humanidad a la cima del progreso social y
tecnológico”. Cuando, en realidad, este falso “progreso” se reproduce gracias a
la superexplotación de las masas oprimidas y al irracional saqueo de los
recursos naturales, que son las materias primas indispensables para asegurar la
continuidad de la expansión imperialista.
A partir del siglo XIX y de la mano con la generalización del colonialismo
europeo en todo el mundo, la cultura occidental desarrolló una ideología
abiertamente racista y ampliamente aceptada, a la que Ernst Nolte llegó a
definir como una «rama del pensamiento europeo», y George Mosse como “el lado
oscuro de la Ilustración“. A mediados del siglo XX, L’Encyclopedia Universalis
incluyó un artículo denominado “Razas”, escrito por De Coppet que finaliza con
la siguiente conclusión:
“A fines del siglo XIX, la Europa ilustrada es consciente que el género humano
se divide en razas superiores e inferiores.”
El racismo europeo recurrió a la ciencia y en especial a la biología para
justificar la superioridad de los propios europeos, o de algunas de sus etnias,
germanos, anglosajones, celtas, etc. sobre el resto de los seres humanos, así
como la necesidad de que éstos fueran gobernados por aquellos. Este modelo de
racismo seudocientífico fue luego repetido también en algunos países
extraeuropeos como Estados Unidos para imponer el dominio anglosajón, Japón para
colonizar Corea, China y otros pueblos del sudeste asiático, Australia para
impedir la inmigración asiática, y en América Latina con las políticas
implementadas para “reducir el factor negro“, a través del mestizaje y otros
mecanismos de “limpieza” étnica…
Más clara aún es la adopción del racismo como defensa de su clase por la
oligarquía más tradicional de la Argentina, es decir, la terrateniente y dentro
de ella a la que menos mano de obra necesitaba, la ganadera. La inmigración, en
afecto, servia para fortalecer a sus competidores de clase y amenazaba con crear
una nuava clase proletaria que la derrocara.
Contra esta inmigración se adujeron, pues, múltiples argumentos y se estrellaron
las protestas de los grupos más tradicionalistas que denunciaban “las hordas
apátridas” o las “masas iletradas” que “ya no saben servir”. Ya antes, incluso,
los conservadores se replegaron en clanes, ofreciendo un sistema endogámico
rígido como defensa de sus intereses económicos. Nadie lo dijo más claro que
Cané: “Nuestro deber sagrado, primero, arriba de todos, es defender nuestras
mujeres contra la invasión tosca del mundo heterogéneo, cosmopolita, híbrido,
cómodo y peligroso…. Salvemos nuestro predominio legítimo, no solo
desenvolviendo y nutriendo nuestro espíritu cuando es posible, sino colocando a
nuestras mujeres a una altura a que no lleguen las bajas aspiraciones de la
turba”. Santiago Calzadilla recuerda nostálgico “aquellos lindos cuerpos de
mujeres… productos de la raza española sin mezcla de gringo, o gringa. Eran
criollas pur sang, como se dice hoy” y Julián Martel, indignado y decepcionado,
anota: “da pena ver la facilidad con que estos aventureros encuentran aceptación
entre las muchachas porteñas… Ellas posponen a cualquier hijo del país cuando se
les presenta uno de esos caballeros de la industria que al venir a nuestra
tierra se creen con los mismos derechos que los españoles de tiempos de la
conquista”. (4)
Para intentar clarificar este panorama, Oscar Bosetti, en un artículo publicado
en los albores del período democrático iniciado en 1983, remarca que este
“corpus” de ideas y conceptos que él denomina “el concreto de pensamiento” se
dio, efectivamente, en el plano de la realidad objetiva (el concreto real): la
oligarquía terrateniente y sus más ilustres “intelectuales orgánicos” (abogados,
dirigentes políticos de la partidocracia demo-liberal, escritores y, en fin, el
grueso de los cuadros superiores de las Fuerzas Armadas) se sintieron social y
culturalmente identificados con las élites metropolitanas y transfirieron, por
ejemplo, el “racismo” de éstas a las poblaciones indígenas, mestizas y criollas
del Interior y, más tarde, a los españoles, italianos y centroeuropeos que
conformaban la mayor parte de la ola inmigratoria producida entre 1870 y 1890.
(5)
Y esto se inserta en uno de los puntos difíciles del nacimiento de la
Antropología Argentina, con hombres preocupados por la cultura material de los
pueblos originarios pero no tan preocupados por el aniquilamiento de los
portadores de esa cultura. Así, algunos epígonos del “progreso” saludaron al
alcoholismo y las enfermedades, como una forma “incruenta” de despejar los
territorios que serían ocupados por los brazos laboriosos de una inmigración
que, suponían, estaría compuesta por los arquetipos idealizados del conde de
Gobineau. Al respecto, de una verdad insoslayable nos parecen las palabras de
Miguel Cané, pronunciadas el 29 de agosto de 1899 en ocasión de debatirse la
concesión fiscal a los salesianos de aquella misión, expresando: “Yo no tengo,
señor Presidente, gran confianza en el porvenir de la raza fueguina. Creo que la
dura ley que condena los organismos inferiores ha de cumplirse allí, como se
cumple y se está cumpliendo en toda la superficie del globo…”
Aunque hay que reconocer que este período también produjo voces disidentes,
aunque no lo suficientemente reconocidas. Tal, la de un gran argentino, un
olvidado, Adán Quiroga (1863-1904) quién, desde una actitud apegada a lo
telúrico y empeñada en la revalorización de las razas que poblaban nuestro
territorio en el momento de la conquista, advertía sobre los peligros de un
exagerado cosmopolitismo. Dice Quiroga en su obra “Calchaquí”: “los
acontecimientos históricos han de hacer resaltar la virilidad de la nación
calchaquí y la importancia del suelo catamarcano (sic) por sus recuerdos
clásicos en la lucha de las dos civilizaciones y de las dos madres razas” Y
agrega: “Apartar al indio de nuestra historia es desdeñar nuestra tradición,
renegar de nuestro nombre de americanos.”
Hay que recordar que en ese momento histórico el pensamiento positivo había
alcanzado una validez universal y sus concepciones abarcaban todas las
disciplinas. A partir de 1860 las ciencias biológicas ganaron terreno sobre los
estudios físicos y matemáticos: parecía que, de algún modo, los biólogos estaban
en posesión de las leyes que rigen la vida, así como los sociólogos aparentaban
señorear el desarrollo del cuerpo social. Así lo creyeron, al menos, hombres
como Sarmiento quién, a lo largo de su obra plantea el modelo biocultural
spenceriano de la irredimibilidad de las razas criollas hispanoamericanas para
alcanzar el progreso, tal como está de manifiesto en el contexto de la teoría
del hombre blanco, o en los textos de Carlos Octavio Bunge y José María Ramos
Mejía.
Para la “oligarquía paternalista”, expresión que pertenece a Pérez Amuchástegui,
son tiempos de optimismo, de fe profunda en el progreso indefinido. Y a medida
que la naturaleza va dejándose arrancar sus secretos y la clave de su evolución,
va creciendo en forma paralela el intento fáustico de llegar al estadio positivo
de Comte, donde el poder espiritual pasa a manos de los sabios y el poder
temporal a manos de los industriales. De ahí el afán fundacional de Museos, que
oficiarían como “catedrales profanas” del saber y el científico ejercería la
función de sumo sacerdote.
En la Argentina había honrosos antecedentes en este campo. En 1872 se constituyó
la Sociedad Científica Argentina en el Departamento de Ciencias Exactas de la
Universidad de Buenos Aires, por inspiración del entonces estudiante Estanislao
S. Zeballos. Zeballos había expuesto la necesidad de “fundar una sociedad que
sirviera de centro de unión y de trabajo para las personas que desearan servir
al desarrollo de las ciencias y sus aplicaciones. Fue, como lo recuerda el
matemático e historiador de la ciencia José Babini, la única tribuna científica
argentina y el único centro de consultas sobre cuestiones de este tipo para los
gobiernos de la Nación y de la provincia de Buenos Aires. La Sociedad Científica
creó un Museo, organizó cursos y conferencias, promovió expediciones y viajes a
territorios a un no sometidos al Estado nacional – Como los de Francisco P.
Moreno y Ramón Lista a la Patagonia – y desde 1876 publicó sus Anales, que
continúan apareciendo en la actualidad.
Pero, ya que de paradigmas hablamos, estos estudios se realizaron en el marco de
un acentuado etnocentrismo, anterior aún al desembarco del positivismo en
nuestras playas. Las terribles palabras de Alberdi son la prueba elocuente: “El
salvaje del Chaco, apoyado en el arco de su flecha, contemplará con tristeza el
curso de la formidable máquina que le intima el abandono de aquellas márgenes.
Resto infeliz de la criatura primitiva: decid adiós al dominio de vuestros
antepasados. La razón despliega hoy sus banderas sagradas en el país que no
protegerá ya con asilo inmerecido la bestialidad de las razas” (6) Este párrafo,
escrito en los años 50 se arraigará con fuera en el escenario político argentino
de treinta años después. Ante la imagen didáctica de un indígena que observa
pasar un ferrocarril, Alberdi desarrolla magistralmente toda la teoría
cientificista desarrollada en 1880, cuyos máximos exponente fueron los
intelectuales positivistas ya nombrados y en el campo de la literatura los
representantes de otro paradigma de la época: el naturalismo.
Este género literario, cuyas fórmulas lograron la mayor precisión en las novelas
y los ensayos teóricos de Emilio Zola, se introdujo en la Argentina en los
mismos ambientes en que pudo prosperar el liberalismo librepensador, anti-clerical
y cientificista, que alcanzaba en esos años una difusión considerable en las
grandes ciudades. Más que una corriente política clásica el librepensamiento
criollo fue un movimiento intelectual y cultural. Una verdadera subcultura que
abarcó a gran cantidad de hombres y mujeres en la Argentina cosmopolita y devota
del progreso de la transición entre dos siglos. En esta subcultura convivían
distintos grupos con una identidad doctrinaria propia (masones, espiritistas,
positivistas comtianos, teósofos, etc.) pero que encontraban un punto de
convergencia alrededor de algunas ideas eje: laicismo anticlerical, la
aplicación de criterios científicos para la solución de todos los problemas de
la sociedad y una ingenua fe en una reforma racionalista de la conducta humana.
(7). No por casualidad Antonio Argerich (1862-1924) fue quién llevó más lejos
los supuestos del naturalismo zoliano al convertir a su novela “¿Inocentes o
culpables?” (1881) en una verdadera novela de tesis, con la exposición de un
diagnóstico y la elaborada descripción de pretendidos morbos sociales. Médico
como el naturalista Holmberg y Ramos Mejía, Argerich acepta algunos conceptos
polémicos de la ciencia de su tiempo, sobre la presunta superioridad o
inferioridad de las diversas razas, y pasa a demostrar en su novela que la
inmigración de procedencia europea, que por entonces empieza a romper el
equilibrio demográfico del país, será desastrosa para la sociedad argentina.
Prevenciones similares encontramos, tras la crisis del 90, en el llamado “Ciclo
de la Bolsa” y su incipiente antisemitismo en el libro de Julián Miró. Eugenio
Cambaceres, Segundo Villafañe y Carlos María Ocantos son los otros exponentes de
este período literario. En realidad, la obra de estos autores reflejaba la
desilusión del ideario forjado por Sarmiento, Julio A. Roca o José Ingenieros
dado el escaso aporte cultural y científico de los obreros, artesanos y
campesinos inmigrantes que no se compadecía con los técnicos e ingenieros que no
llegaron a estos puertos, o que vinieron solo como gerentes o especialistas de
las empresas europeas y, ciertamente, poco contribuyeron para la imperiosa
transformación social y cultural del pueblo.
De ahí que la glorificación liberal del extranjero manifestada por Alberdi, que
la burguesía asumía contra el conservatismo xenófobo, se pase después, cuando la
burguesía esté en el gobierno, a un antiliberalismo contra la inmigración y los
movimientos contestatarios ligados a ella. El tránsito de Leopoldo Lugones del
mayor radicalismo a la extrema derecha no es sino otra manifestación de esta
evolución de la élite burguesa; y lo mismo, en sentido parcialmente contrario,
la de Ingenieros.
Dado que la población exigía cada vez más su participación en el manejo de los
asuntos de gobierno y no quería ya una democracia cosmética sino real, la
burguesía renegó – como la francesa de principios del XIX – de tan peligrosa
doctrina y se fue entregando a las dictaduras militares, en un ejército ya
blanco, como diría orgulloso Ingenieros, que la libre de la “chusma” que rodeaba
a Yrigoyen. Cuando a partir de 1916, los sectores dominantes advirtieron el
fracaso del liberalismo y se asustaron ante la corporización de la participación
popular, volvieron a equivocar el camino, “en lugar de replegarse hacia la
tierra y reivindicar la nacionalidad junto al pueblo, buscó la adopción de
modelos europeos: renegaron de Rousseau y admiraron a Maurras, denostaron el
plebeyismo de Yrigoyen y se embelesaron ante la rusticidad de Mussolini,
denigraron a Marx y aceptaron a Goebbels”. (8)
Coherentemente, el esquema liberal positivista adoptado por la oligarquía
terrateniente nativa es la base misma de la elaboración histórico-cultural
argentina, que afirma el principio de dependencia como ineludible camino para
“transitar el desarrollo hacia el progreso” y, en ese intrincado recorrido, ayer
la industria inglesa y la cultura francesa y en nuestros días el poderío y la
“modernización” de las transnacionales de la globalización; aparecen, según
algunas corporaciones, como las metas a alcanzar mientras se mantengan abiertas
las puertas del país a las corrientes económicas, políticas y culturales
provenientes de estos nuevos “centros de civilización”.
No obstante, en el 80 se concreta para la Nación un proyecto que a muchos puede
no gustarle, aunque en su momento pudo ser aceptable. Un proyecto cuyos
representantes no fueron un grupo homogéneo sino un conjunto que el historiador
Jorge E, Sulé definió como “Los heterodoxos del 80” caracterizado por sus
contradicciones y, a la vez, por la riqueza de sus expresiones. Si bien se
definió por su tendencia europeizante, albergó al mismo tiempo un entrañable
amor por el terruño (Lucio V. Mansilla). Existió, como dijimos, adhesión al
naturalismo de Zola, pero sus expresiones en el Plata (Cambaceres, Martel,
Sicardi) no fueron dóciles remedos de postulados científicos ni de la ley de la
herencia. Cierto es que muchos fueron injustos con el gauchismo y con su desdén
al Martín Fierro, pero otros como el nombrado Quiroga, también censuraron la
inmigración masiva que menoscababa las esencias nacionales. Se habla de un
descreimiento religioso, por haberse entonces sancionado la educación laica y el
registro y matrimonio civil. Pero existía en muchos un deísmo, quizá no ajustado
a dogmas, pero sincero y vivencial. En Wilde y Cané se advierte cierta nostalgia
de Dios, así como en Estrada y Goyena hay fervorosa adhesión a la libertad de la
mente.
La Argentina que nace en el 80, se proyecta en el siglo XX y XXI, se renueva en
1916, entra en crisis en el 30, estalla en la década del 40 (tiene una fecha
liminar en el 17 de octubre de 1945), se empantana en el 55, sufre su hecatombe
en el 76 y eclosiona en el 2001. En suma, hemos recorrido un tortuoso camino
para llegar al Bicentenario, pero los acontecimientos que se avecinan auguran
ser venturosos, con una Argentina tajantemente insertada en Hispanoindoamérica,
que rompa definitivamente con la colonización cultural y la dependencia
económica. Solidaria con el dolor y la esperanza de todas las naciones de la
América morena “que aún reza a Jesucristo y aún habla el español.”
(1) Orione, Julio y Rocchi, Fernando A. “El Darwinismo en la Argentina”. En:
“Todo es Historia” N° 228. Bs. As. 1986
(2) Pérez Gollán, José A. “Mr. Ward en Buenos Aires”. En: “Ciencia Hoy” V. 5 N°
28 Bs. As. 1995
(3) Viñas, David “Literatura argentina y realidad política” Jorge Álvarez. Bs.
As. 1964
(4) Onega, Gladys “La inmigración en la literatura argentina: 1880-1890” Ed.
Galerna Bs. As. 1969.
(5) Bosetti, Oscar “Las variables del pensamiento dependiente”. En “Crear en la
Cultura Nacional” Nº 15 Bs. As. 1983
(6) Alberdi, J.B. “Bases y puntos de partida para la organización política de la
República Argentina” En: Alberdi, J.B. “Organización política y económica de la
Confederación Argentina”. Bezanzon, 1856, p.54
(7) De Lucía, Daniel Omar “Buenos Aires 1900. Imaginario cientificista y utopía
de progreso”. En: “Desmemoria” Año 7 Nº26 Bs. As. 2.000
(8) D´Atri, Norberto “Del 80 al 90 en la Argentina”. A. Peña Lillo Editor. Bs.
As. 1973.
(*) Prosecretario y Académico de Número del Instituto Nacional de
Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”
(**) Comunicación para el Segundo Encuentro de Historia Revisionista “José
Gervasio de Artigas” realizado en la Universidad Nacional de Lanús el 12 de
noviembre de 2011.