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A
veinte años de la caída de la URSS
Frente al sarcófago de Lenin en la Plaza Roja convive uno de los shoppings más
lujosos de Moscú. Para percibir los restos del comunismo están los turistas, que
observan con ojos de anticuario fetichista. Hoy gobierna el partido poderoso
Rusia Unida.
Por Fernando D´addario
–¿Y usted qué es, comunista o anticomunista?
Muy lejos de casa, digamos a unos 2500 kilómetros al este de Moscú, a bordo del
tren transiberiano que ya atravesó los Montes Urales y penetra de madrugada en
la Siberia asiática, no parece ser ésa la pregunta más oportuna. Especialmente
porque los pocos parroquianos que sobreviven en el vagón-comedor ya se tomaron
unos cuantos vodkas y Kostia, nuestro curtido interlocutor, es nada menos que el
mozo; es decir, el administrador de la felicidad y el infortunio en la estepa
rusa. Pero uno no lo puede evitar, se manda a preguntar como si fuera un
encuestador, o un consultor político, o un periodista, en la tierra donde,
durante décadas, la KGB se atribuyó el monopolio de las preguntas.
Kostia convoca a un nuevo brindis y contesta levantando el tono, quizá poseído
por el espíritu de Pedro el Grande: “Ni kommunisticheskoi, ni
antikommunisticheskoi: russkih patriótof” (“Ni comunista ni anticomunista:
Patriota ruso”). Tanto él como los compatriotas que viajan rumbo a Omsk o
Novosibirsk reconocerán luego que en su país hay mucha corrupción, pero aun así
votaron y votarán por Putin. Se comprenderá que las dificultades del idioma
conspiran contra la transcripción de sus argumentaciones pero todos aquí tienen
la gentileza de acompañar sus palabras con gestos inequívocos que remiten a lo
mismo: Poder. Fuerza. En la inmensidad de Rusia, Putin, un hombre chiquito con
mirada de hielo, ex agente de la policía secreta, encarna precisamente eso. No
en vano la coalición política que encabeza se llama “Rusia Unida”. Una utopía
más grande que la patria socialista. Pero, también, un ideal milenario que se
mete en la piel de estos eslavófilos, para quienes Iván el Terrible, Stalin y
Putin son eslabones intercambiables de una misión sagrada: hacer que Rusia sea
cada vez más poderosa. En las escalas de ese destino inexorable se han venido
matando como moscas. Pero la Idea de la Madre Rusia luce inmaculada.
Ayer se cumplieron veinte años del colapso de la Unión Soviética. En los meses
previos casi nadie –al menos en Moscú y en San Petersburgo– parece estar al
tanto de la efeméride inminente. La vida transcurre por otros carriles: hay
guerra de modelos en la TV y acusaciones cruzadas por un avión siniestrado que
les costó la vida a decenas de jugadores de hockey sobre hielo. Pero sobre todo,
más allá de la crisis que –dicen– también se siente aquí (y que le hizo perder
unos cuantos puntos al partido gobernante en las recientes elecciones
legislativas), el imperativo es –para quienes pueden– consumir y exhibir el
consumo.
Para percibir los restos del comunismo estamos los turistas. Que vemos
socialismo real por todos lados porque observamos con ojos de anticuario
fetichista y armamos un itinerario que resulta invisible para los moscovitas:
compramos una remera con la cara de Lenin en la peatonal Arbat, vemos la hoz y
el martillo en cada esquina (al lado del monumento al cosmonauta Yuri Gagarin,
en la avenida Stalingrad, en la imponente estación de metro Leninskiy Prospekt,
en el Park Kultury, etc.), tropezamos cada tres cuadras con un museo (uno que
recuerda la Revolución del 17, otro de la Gran Guerra Patriótica contra los
nazis) y con estatuas que homenajean a algún soldado o revolucionario o a una
abnegada madre de revolucionario, o a un oscuro burócrata de la era Kruschev.
Estatuas rigurosamente acompañadas por un ramo de flores y agua fresca, el
testimonio más conmovedor de lo irremediablemente perdido.
Aciago destino el de Lenin, atrapado y embalsamado en el mausoleo que le
construyeron en la Plaza Roja. Tiene que soportar que justo enfrente de su
sarcófago se levante el GUM (Glavny Universalny Magazin), el más lujoso de los
shoppings moscovitas. Ni que se lo hubieran hecho a propósito. Es que la
posmodernidad adora estos recorridos: muchos de los que salen del GUM armados
hasta los dientes con “souvenirs” Dolce & Gabbana, Armani y Louis Vuitton,
cruzan la plaza y le rinden su sentido homenaje al Padre de la Revolución. Yo lo
miro a la cara a Vladimir Ilich Lenin y me veo tentado a pedirle perdón por los
pecados (y eso que no pudimos comprar nada en el GUM).
Una música estridente (una especie de techno-cosaco), horrible más allá de las
ideologías, anuncia el paso de la limusina que casi nos atropella en una
callejuela del barrio Kitai Gorod. Un agente turístico un poco prejuicioso ya
nos habían alertado: “Después de las dos de la tarde, si ven pasar un auto
lujoso que no respeta ni señales, ni semáforos ni seres humanos, seguro tiene a
un funcionario ebrio al volante”. También puede ser un magnate mediático o un
joven ejecutivo de alguna vieja empresa estatal privatizada. El
marxismo-leninismo no imaginó, ni en sus peores pesadillas teóricas, la
aparición de esta clase social: una suerte de lumpen-oligarquía, que funciona
como contracara estética de esas señoras mayores, auténticas matrioskas con
pañuelo a la cabeza que juntan los kopecs para el boleto del colectivo. Se las
ve trabajando como cuidadoras en los museos, o como guardias de seguridad en los
abismos del Metro moscovita. En su mirada se despliegan siglos de martirio ruso,
un sino trágico que ellas arrastran, aparentemente, con resignación ortodoxa.
Como si cargaran con las obras completas de Dostoievski. Pero quizás sólo se
trate de nuestra mirada romántica.
Ensayamos entonces una muy poco solvente especulación sociológica: hoy el corte
en la sociedad rusa es, antes que de clase, de índole generacional. La barrera
idiomática es subsidiaria de esa brecha. Los jóvenes emprendedores, ruidosos y
hedonistas (todos esos que nos caen mal) nos guían por la ciudad con amables
recomendaciones en inglés. Los viejos, al principio huraños y desconfiados, nos
hablan en ruso y solamente en ruso, como si mi pareja y yo hubiésemos hecho la
escuela primaria en Vladivostok. Los progresistas, a veces, somos un poco raros:
siguiendo el dictado de nuestra rusofilia, queremos encontrar en el centro mismo
de San Petersburgo a un mujik transplantado de una granja colectiva. Cuando
finalmente lo encontramos, nos quejamos de que no sabe inglés.
A la vuelta, en Buenos Aires, unos amigos nos preguntan, entusiasmados:
–¿Y qué nos pueden decir de la famosa “alma rusa”?
–No tenemos ni la más puta idea.
26/12/11 Página|12
Sobre
el “comunismo” después de su muerte
Por Rafael Poch
Veinte años después de la disolución de la URSS la búsqueda de una estrategia de
desarrollo y de una vida diferentes se ha hecho más urgente y necesaria que
nunca (*)
Voy a hablar de la vigencia de lo alternativo después de su proclamada muerte
oficial, para concluir en una idea tan simple como la de que la historia, que
hace veinte años nos dijeron que se había acabado, continúa, como es obvio y
manifiesto.
Cuando ahora evocamos el fin de la URSS, lo primero que debemos tener presente
es que la URSS no era un país, sino una parte del mundo. No sólo por lo grande
que era, sino sobre todo por la variedad y diversidad cultural y civilizatoria
que contenía. Dentro de aquel gran conjunto euroasiático de matriz rusa, había
toda una sinfonía de culturas, idiomas, naciones y alfabetos.
Estaban todas las grandes religiones; entre los cristianos, además de los
mayoritarios ortodoxos, había autocéfalos de los más viejos en Armenia y algo
parecido en Georgia, católicos en Ucrania occidental y en Lituania, luteranos en
el báltico, musulmanes en todas sus variedades: sunitas, chiís, ismaelitas,
corrientes sufíes en el Cáucaso del Norte, budistas, en Buriatia y Kalmukia,
animistas en el Gorno Altai o en Yakutia, vida europea moderna, y transhumancia
pastoril… Una diversidad sin análogos en otros países del mundo.
La URSS era también excepcional por los recursos que contenía; de agua, madera,
crudo, gas, tierra cultivable, todo ello de capital importancia para el
equilibro global, y por el papel de contrapeso que ejercía en un mundo bipolar.
Así pues, por todo eso decíamos que era una parte del mundo. Y dijimos que la
quiebra de una parte del mundo evocaba la enfermedad del resto. Entonces aquella
sentencia pudo sonar algo excéntrica a los oídos de algunos. Hoy, con la crisis
global -la crisis del calentamiento “antropoceno”, y por supuesto también la
casi anecdótica a su lado crisis del capitalismo neoliberal- todo el mundo está
en crisis. Ya no se trata de una parte, del “comunismo”, de la URSS, del bloque
del Este, o del Tercer Mundo-que nunca dejó de estar en crisis- sino del mismo
centro del sistema. Así que aquella enfermedad del resto es pura evidencia.
Como en la URSS de entonces, hoy vemos un sistema que parece agotado que
practica contabilidades económicas manifiestamente irracionales y absurdas,
donde el mayor consumo de electricidad o de venta de coches es positivo, y el
crecimiento de un cuerpo que superó hace tiempo la adolescencia se da por
normal, ignorando su manifiesta malformación física. Un sistema que no se
entiende a si mismo, cuyas enfermedades parecen escapar a la comprensión de sus
gestores.
Como en la Rusia de las privatizaciones, la crisis actual se aprovecha para
practicar un robo descomunal a la mayoría, y acometer un retroceso de los
derechos y de la democracia sin precedentes. Como en la URSS se abren paso en la
Unión Europea- espirales desintegradoras en las que la economía se mezcla con
desencantos europeístas (en países antes entusiastas como España) y reacciones
nacional-populistas que comienzan en Alemania y se extienden por todas partes.
Vemos también un rasgo que fue importante en la URSS: el de un sistema en el que
la gente deja de creer… Así que toda esa nueva evidencia nos invita a mirar con
otros ojos al fin del “comunismo” y a volvernos a preguntar qué fue aquel
comunismo y de donde salió, sobre todo en los dos grandes países donde triunfó.
Sobre recetas y estrategias
Lo primero que nos llama la atención al practicar ese ejercicio es que en los
casos de Rusia y China hemos estado muy obsesionados por el “comunismo
doctrina”, las ideologías, las ideas y las banderas, y que eso no nos ha llevado
muy lejos.
Porque, ¿qué hay de los ideales originales, nacidos en la Europa del XVIII y XIX,
de libertad, igualdad y fraternidad, en los 80 años de historia soviética o en
los 60 de República Popular China? Podríamos discutirlo y seguramente
encontraríamos unos breves inicios esperanzadores enroscados en dramas que se
tornan enseguida en muchos crímenes en nombre de ideales, incluidos algunos
espantosos desde el punto de vista de la historia universal, como el hecho de
que en 1937, el año del apogeo del terror estalinista, casi un millón de
personas fueran fusiladas, o que en los años cincuenta, con el Gran salto
adelante, se propiciara la mayor hambruna del siglo, con veinte o treinta
millones de muertos, en parte consecuencia de errores políticos. Y eso, como
dijo en cierta ocasión Manolo Vázquez Montalbán, impone la certeza de que en el
siglo XX la izquierda perdió definitivamente la inocencia…
Si eso no nos ha llevado muy lejos, probemos entonces observar las cosas desde
otro punto de vista: desde el punto de vista de la teoría del desarrollo ¿Qué
quiere decir eso?
Se trata del problema del desarrollo desigual, el problema que se deriva del
hecho de que unas naciones se desarrollan de forma más exitosa, más rápido y
antes, que otras, y eso, en una historia europea en la que cada nación es el
lobo de la que tiene al lado, crea conflictos, guerras y amenazas de verse
derrotado, engullido o desaparecido por el vecino. La revolución rusa fue
producto nacional de ese problema. Y voy a explicar cómo ocurrió con un breve
apunte histórico.
La industrialización europea se hizo en una serie de oleadas y cada una de ellas
tuvo su propia receta de desarrollo. La primera receta fue la de Inglaterra: el
libre comercio surgido de la economía política de Adam Smith y de Ricardo. Con
ella los ingleses fueron los primeros en industrializarse y salir al mundo a
practicar el comercio moderno y con ella operó el primer grupo de países
capitalistas.
La segunda receta la hizo Alemania, en la segunda ola de países
industrializados. La confeccionó Friedrich List, el economista de Bismarck y de
la Zollverein, mediante una enmienda al modelo inglés. El resultado fue el
capitalismo de Estado que, frente al liberalismo, afirmaba un fuerte
proteccionismo estatal para conseguir que la industria nacional pudiera competir
con los países de la primera ola. Con ese capitalismo de Estado bismarckiano y
el imperialismo, Alemania, la “nación retrasada” en esa carrera europea, que
empezaba tarde su industrialización, alcanzó los primeros puestos: un éxito.
Rusia
La enmienda de List, fue atentamente observada por la Rusia zarista, que estaba
mucho más cerca de la autocracia prusiana que del liberalismo británico. El
primer ministro ruso zarista Piotr Stolypin intentó traducir al ruso la receta
alemana: quería un capitalismo de Estado para Rusia.
Recordemos que a principios del siglo XX Rusia era al mismo tiempo una gran
potencia y un país en desarrollo medio colonizado por las grandes potencias. Al
lado del ritmo de sus competidores europeos, Inglaterra, Alemania y Francia,
Rusia era un país que estaba perdiendo el tren: su industria más moderna estaba
en manos del capital extranjero. En 1914, el 90% de la minería, casi el 100% de
la extracción de petróleo, el 40% de la industria metalúrgica, el 50% de la
química, y el 28% del textil, estaban en manos extranjeras. Y sólo el 30% de la
población sabía leer y escribir.
Todo eso era visto con gran ansiedad en San Peterburgo. El primer ministro ruso
Sergei Witte decía; “o alcanzamos a Europa, o en caso de fracaso, nos
convertimos en una segunda China”.
Hay que detenerse un momento en ese temido espectro de la segunda China para
descifrar lo que quería decir Witte ¿Qué era China a finales del XIX y
principios del XX? Era un país inserto de pleno en las consecuencias más
negativas de ese “problema del desarrollo desigual”: era un país invadido por
potencias coloniales animadas de sentimientos de superioridad racista, que
hacían y deshacían a su antojo, que aplicaban el derecho de
extraterritorialidad, y que crucificaban, literalmente, al país induciendo, por
ejemplo, la drogadicción de 150 millones de sus habitantes…
Stolypin no consiguió aplicar en Rusia su enmienda prusiana al desarrollo de
Rusia. Le faltaron apoyos sociales y medios para imponerla. Sería largo explicar
los motivos, pero entre tanto se produjo la guerra ruso-japonesa de 1905: la
primera derrota de una potencia imperial blanca-europea a manos de una emergente
nación industrial asiática. Recordemos que tras el ataque al enclave ruso, en la
actual provincia china de Liaoning, de Port Arthur, y la destrucción de la flota
rusa del Pacifico, el Zar Nicolás II envió a su flota del Báltico, en una
navegación planetaria a través del Cabo de Buena Esperanza, para zurrar a
aquellos “macacos”, como dijo. El guión de sus almirantes y generales era una
“rápida sumisión del Mikado”. Lo que pasó en realidad es que cuando la flota
llegó al lugar fue hundida por la japonesa en el estrecho de Tsushima… A ello se
sumó el desastre de la primera guerra mundial y al final, la receta la aportaron
los bolcheviques, ya no como enmienda, sino como ruptura, al afirmar una vía de
desarrollo fuera del capitalismo, aboliendo la propiedad privada, con la
ulterior colectivización estalinista (en la que Stalin, a diferencia de Stolypin,
sí que dispuso de medios para imponerla, el NKVD y un particular nuevo tejido
social), etc., etc. Hubo una enmienda a la totalidad. Una ruptura
revolucionaria. Y eso fue el comunismo ruso: la respuesta rusa de principios de
siglo al problema del desarrollo desigual.
Con el comunismo Rusia consiguió hacerse fuerte –evitar ser tratada como China,
conjurar el peligro apuntado por Witte- con una fórmula de desarrollo propia que
aguantó muchos años y amplió la potencia rusa a un nivel sin precedentes, desde
el Elba hasta el Mekong. Por eso su receta fue una enorme fuente de inspiración
mundial: una tercera parte de la humanidad vivió en regímenes emparentados con
el soviético.
Naturalmente que Lenin no era un nacionalista, era un socialista
internacionalista, pero las ideas y doctrinas surgen y echan raíz en determinado
contexto histórico y están sometidas a la corriente de cierta lógica general de
fondo (????????´??????) que las moldea. La idea que quiero transmitir con esto
es la de que lo alternativo surge de una necesidad.
China
Veamos ahora el comunismo chino, cuyo origen no se entiende sin la URSS. Los
chinos querían salir del agujero antes descrito y optaron por la receta
rupturista rusa. Lo hicieron así por una razón muy sencilla: cuando buscaron
recetas de inspiración, cuando tomaron la decisión estratégica de a qué apostar,
en los años treinta (recordemos que la Revolución China triunfa en 1949)estaba
claro que el comunismo era la receta de desarrollo más moderna y eficaz.
Rusia había demostrado que esa receta funcionaba; había ganado la guerra civil
con intervencionismo extranjero –que China conoció- y la segunda guerra mundial,
en la que Hitler quería disolver la URSS y convertir Rusia en un protectorado
(la “segunda China” de Witte), sus ritmos de crecimiento eran superiores a los
occidentales, etc., etc. Y todo ello había tenido lugar en las circunstancias
más adversas.
Al mismo tiempo (y como no podía ser de otra manera, teniendo en cuenta la
potencia de China como civilización), los chinos“nacionalizaron” fuertemente esa
receta rusa, traduciéndola al chino. El resultado fue un refrito de un refrito:
un producto tan diferente del ruso como éste lo había sido con respecto a la
receta socialista europea (anglo-franco-alemana) original. En la fórmula china
aparecen cosas como la creación de un ejército popular, la estrategia de ganarse
al campo y rodear las ciudades, el llamado “pensamiento Mao Tse Tung” y una gran
cantidad de cultura china tradicional puesta al día.
En 1918, Lenin había definido el comunismo ruso como, “el poder de los soviets,
más la electrificación de todo el país“, una definición más desarrollista y de
poder que ideológica. El comunismo chino fue algo todavía más exótico.
Consistió, y consiste, en, construir una China fuerte y próspera más el Da Tong.
El “Da Tong”, es el ideal confucioniano de la cohesión social derivada de una
economía próspera y de una sociedad estable. Para lo que aquí interesa podríamos
definirlo como un seudónimo de esas “características chinas” que los dirigentes
de Pekín invocan siempre como una especie de comodín retórico cuando los
occidentales pretenden darles lecciones.
Mientras los occidentales nos rompemos la cabeza intentando comprender las
“rupturas ideológicas” entre Mao y Deng Xiaoping (el lío ese de qué tiene de
“comunista” la actual “China capitalista”, etc., etc.), la simple realidad es
que desde el punto de vista de esa definición, desde el punto de vista del
“comunismo-estrategia desarrollo” Mao, Deng Xiaoping, Jiang Zemin y Hu Jintao y
sus sucesores, son diversas tácticas del mismo propósito estratégico
desarrollista chino común a todas esas generaciones. Todos siguen con gran
coherencia y continuidad la vía del comunismo chino, tal como lo hemos definido.
Mao optó por el comunismo soviético, por la misma razón por la que Deng optó por
la economía de mercado americanizante, y por la misma razón por la que Hu se
hace hoy socialdemocratizante y keynesiano con la “sociedad armoniosa”, etc.:
porque en cada caso esas diferentes opciones son vistas como las mas adecuadas
para realizar el “comunismo-estrategia de desarrollo”; “construir una China
fuerte y próspera mas la armonía social del Da Tong”. Eso es el comunismo chino.
Lo alternativo sobrevive a su muerte oficial
Este enfoque histórico permite comprender mejor no sólo el presente ruso y chino
y sus tensiones, sino, digamos, nuestro presente global.
En Rusia veinte años después de la muerte del comunismo doctrina, la tensión del
imperativo de desarrollo se mantiene con toda claridad, porque los problemas del
desarrollo desigual –no sólo entre países sino también de desigualdad entre
sectores sociales- siguen ahí:
La Rusia de hoy crece gracias a la exportación de materias primas, y en
condiciones de extrema desigualdad. Si con la URSS la sociedad tenía una
nivelación social de tipo escandinavo, hoy tiene una desigualdad
latinoamericana. Ambas cosas son muy contradictorias con las características de
su sociedad educada al nivel de las más avanzadas del mundo. Pero ese
crecimiento, que antes de la crisis financiera era del 7% anual gracias a la
buena coyuntura de precios del petróleo y luego se enfrió algo, ha tenido lugar
mientras el índice de Desarrollo Humano (Bienestar/Esperanza media de
vida/Educación) bajaba. El sistema burocrático-oligárquico es corrupto y
completamente ineficaz para la modernización, que exige más transparencia y
nivelación. Pero realizar ese cambio necesario, no es posible sin cambiar el
actual sistema político de “samovlastie”, la seudo autocracia con pluralismo de
cartón piedra, sin posibilidad de alternancia en el poder, etc., que sin ser tan
agobiante como la soviética no alcanza ni siquiera los estándares de democracia
caricaturizada occidentales.
En China, las contradicciones entre el propósito central de
estabilidad+prosperidad y el modelo crematístico/urbanizador, son cada vez más
patentes: ¿Se hace un país más próspero y estable, a base de más desigualdad,
más cemento y más contaminación? ¿Qué queda del “crecimiento” chino si le
restamos todo el daño medioambiental y humano que suponen la degradación
sanitaria, del medio ambiente, la contaminación de aguas, tierras y aire? Y
todas estas consideraciones ¿se restringen a Rusia y China, o por el contrario
podemos verlas por todas partes? Naturalmente, es una pregunta retórica. Lo
alternativo surge de la necesidad y eso es así en todas partes y en todas las
épocas.
Por todo el mundo la crisis global empuja a buscar modelos de vida, de economía
y de relación con el entorno diferentes a los que ofrece el capitalismo. Desde
ese punto de vista hay un regreso al punto de partida, un regreso a la necesidad
de un modelo alternativo para toda la humanidad. Y esa necesidad resucita,
podríamos decir, las ideas niveladoras, democratizantes e internacionalistas que
se expresaron en su día cuando se inventó la idea socialista. Ideas que en
Europa y América del Norte se dieron por muertas gracias a la socialdemocracia,
y que ahora resurgen empujadas por la realidad, y, naturalmente, filtradas y
maduradas por las experiencias y fracasos anteriores. La madurez de la inocencia
perdida mencionada por Manolo Vázquez Montalbán.
La conclusión es que, desde luego, no sabemos cómo se resolverá todo esto. La
historia tiene sus ritmos pero no una ley inexorable. No sabemos si las
oportunidades y desafíos que, por ejemplo, la eurocrisis está lanzando a la
mayoría, se resolverán en una derrota social, o si por el contrario, viviremos
un nuevo 1848, una primavera de los pueblos con un nuevo “manifiesto comunista”…
Lo que sí sabemos es una cosa: que a diferencia de lo que se decía hace veinte
años sobre su fin, la Historia continúa con más dramatismo que nunca. Que veinte
años después de la disolución de la URSS la búsqueda de una estrategia de
desarrollo y de una vida diferentes es más urgente que nunca.
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(*) Conferencia pronunciada el 22 de diciembre en el Espai Mallorca de
Barcelona, en ocasión del XX aniversario de la disolución de la Unión Soviética.
http://blogs.lavanguardia.com/berlin/sobre-el-%E2%80%9Ccomunismo%E2%80%9D-despues-de-su-muerte/
24/12/11 La Vanguardia, España