Veinte
años sin la URSS
Por Higinio Polo
El Viejo Topo
La desaparición de la Unión Soviética es una de las tres cuestiones clave que
explican nuestra realidad en el siglo XXI. Las otras dos son el fortalecimiento
chino y el inicio de la decadencia norteamericana. La disolución de la URSS se
precipitó en el clima de crisis y enfrentamientos que se apoderaron de la vida
soviética en los últimos años del gobierno de Gorbachov, quien aunque encabezó
un inaplazable proceso de renovación (en su inicio, reclamando el retorno al
leninismo), impulsó una desastrosa gestión de gobierno y una torpe acción
política que agravó la crisis y facilitó la acción de los opositores al sistema
socialista. Las disputas entre Yeltsin y Gorbachov, el premeditado y precipitado
desmantelamiento de las estructuras soviéticas y de la organización del Partido
Comunista fueron acompañadas de reivindicaciones nacionalistas, que se iniciaron
en Armenia y se extendieron como una mancha de aceite por otras repúblicas de la
Unión, mientras la crisis económica se agravaba, los abastecimientos escaseaban
y los lazos económicos entre las diferentes partes de la Unión empezaban a
resentirse. Los problemas a los que se enfrentaba Gorbachov eran muchos, y su
gestión los empeoró: la aspiración a una mayor libertad, frente al autoritarismo
soviético, y un explosivo cóctel de malas cosechas, inflación desbocada, caída
de la producción industrial, desabastecimiento de alimentos y medicinas, escasez
de materias primas, una reforma monetaria impulsada por el incompetente Valentín
Pávlov en enero de 1991, junto con las ambiciones personales de muchos
dirigentes políticos, además de los desajustes de la economía socialista y del
encaje de la nueva economía privada, aumentaron el malestar de la población.
En mayo de 1990, Yeltsin se había convertido en presidente del parlamento (Sóviet
supremo) de la Federación Rusa anunciando el propósito de declarar la soberanía
de la república rusa, contribuyendo así al aumento de la tensión y de las
presiones rupturistas que ya enarbolaban los dirigentes de las repúblicas
bálticas. Poco después, en junio de 1990, el congreso de diputados ruso aprobó
una “declaración de soberanía”, que proclamaba la supremacía de las leyes rusas
sobre las soviéticas. Era un torpedo en la línea de flotación del gran buque
soviético. Sorprendentemente, la declaración fue aprobada por 907 diputados a
favor y sólo 13 votaron en contra. El 16 de junio, el parlamento ruso, a
propuesta de Yeltsin, anuló la función dirigente del Partido Comunista. Egor
Ligachov, uno de los dirigentes contrarios a Yeltsin y a la deriva de Gorbachov,
declaraba que el proceso que se estaba siguiendo era muy peligroso y llevaba al
“desmoronamiento de la URSS”. Eran palabras proféticas. Yeltsin, ya liquidada la
Unión, convirtió en 1992 esa fecha en fiesta nacional rusa, mientras que, con
justicia, los comunistas la consideran hoy un “día negro” para el país.
Las tensiones nacionalistas jugaron un importante papel en la destrucción de la
URSS; a veces, con oscuras operaciones que la historiografía aún no ha abordado
con rigor. Un ejemplo puede bastar: el 13 de enero de 1991 hubo una matanza ante
la torre de la televisión en Vilna, la capital lituana. Trece civiles y un
militar del KGB resultaron muertos, y la prensa internacional tildó lo ocurrido
de “brutal represión soviética”, como titularon muchos periódicos. El presidente
norteamericano, George Bush, criticó la actuación de Moscú, y Francia y
Alemania, así como la OTAN, pronunciaron duras palabras de condena: el mundo
quedó horrorizado por la violencia extrema del gobierno soviético, enfrentado al
gobierno nacionalista lituano que controlaba en ese momento el Sajudis, dirigido
por Vytautas Landsbergis. Siete días después, el 20 de enero, una masiva
manifestación en Moscú exigía la dimisión de Gorbachov, mientras Yeltsin le
acusaba de incitar los odios nacionalistas, acusación a todas luces falsa. Una
oleada de protestas contra Gorbachov y el PCUS, y en solidaridad con los
gobiernos nacionalistas del Báltico, sacudió muchas ciudades de la Unión
Soviética.
Sin embargo, ahora sabemos que, por ejemplo, Audrius Butkevičius, miembro del
Sajudis y responsable de seguridad en el gobierno nacionalista lituano, y
después ministro de Defensa, se ha pavoneado ante la prensa de su papel en la
preparación de esos acontecimientos, forzados con el objetivo de desprestigiar
al Ejército soviético y al KGB: ha llegado a reconocer que sabía que se
producirían víctimas ese día ante la torre de la televisión, y sabemos también
ahora que los muertos fueron alcanzados por francotiradores apostados en los
tejados de los edificios y que no recibieron disparos desde una trayectoria
horizontal, como correspondería si hubieran sido atacados por las tropas
soviéticas que estaban ante la entrada de la torre de televisión. Butkevičius
reconoció años después de los hechos que miembros del DPT (Departamento de
Protección del Territorio, el embrión del ejército creado por el gobierno
nacionalista) apostados en la torre de la televisión, dispararon a la calle. No
se trata de desarrollar una teoría conspiratoria de la caída de la URSS, pero
las provocaciones y los planes desestabilizadores existieron. También las
tensiones nacionalistas, por lo que esas provocaciones actuaron sobre un terreno
abonado, excitando la pasión y los enfrentamientos.
En marzo de 1991 tuvo lugar el referéndum sobre la conservación de la URSS, en
ese clima de pasiones nacionalistas. Los gobiernos de seis repúblicas se negaron
a organizar la consulta (las tres bálticas, que ya habían declarado su
independencia, aunque no era efectiva; y Armenia, Georgia y Moldavia), pese a lo
cual el ochenta por ciento de los votantes soviéticos participaron, y los
resultados dieron unos porcentajes del 76’4 de partidarios de la conservación y
del 21’4 que votaron negativamente, cifras que incluyen las repúblicas donde el
referéndum no se convocó. El aplastante resultado favorable al mantenimiento de
la URSS fue ignorado por las fuerzas que trabajaban por la ruptura: por los
nacionalistas y por los “reformadores”, que ya controlaban buena parte de las
estructuras de poder, como las instituciones rusas. Yeltsin, como presidente del
parlamento ruso, desarrollaba un doble juego: no se oponía públicamente al
mantenimiento de la Unión, pero conspiraba activamente con otras repúblicas para
destruirla. De hecho, una de las razones, si no la más importante, de la
convocatoria del referéndum de marzo de 1991 fue el intento del gobierno central
de Gorbachov de limitar la voracidad de los círculos de poder de algunas
repúblicas y, sobre todo, de frenar la alocada carrera de Yeltsin hacia el
fortalecimiento de su propio poder, para lo que necesitaba la destrucción del
poder central representado por Gorbachov y el gobierno soviético. Sin olvidar
que, en el clima de confusión y descontento, la demagogia de Yeltsin consiguió
muchos seguidores.
Así, antes del intento de golpe de Estado del verano de 1991, Yeltsin reconoció
en julio la independencia de Lituania, en una clara provocación al gobierno
soviético que Gorbachov fue incapaz de responder. Los dirigentes de las
repúblicas querían consolidar su poder, sin tener que dar cuentas al centro
federal, y para eso necesitaban la ruptura de la Unión Soviética. Un sector de
los partidarios del mantenimiento de la URSS facilitó con su torpeza el avance
de las posiciones de la tácita coalición entre nacionalistas y “reformadores”
liberales, que recibían, además, el apoyo de los partidarios del sector de
economía privada que prosperó bajo Gorbachov, e incluso del mundo de la
delincuencia, que olfateaba la posibilidad de conseguir magníficos negocios, por
no hablar de los dirigentes del PCUS, como Alexander Yakovlev, que trabajaban
activamente para destruir el partido. La víspera del día fijado para la firma
del nuevo tratado de la Unión, los golpistas irrumpieron con un denominado
Comité estatal para la situación de emergencia en la URSS. El comité contaba con
el vicepresidente Guennadi Yanáev, el primer ministro Pávlov; el ministro de
Defensa, Yázov; el presidente del KGB, Kriuchkov, el ministro del Interior,
Boris Pugo, y otros dirigentes, como Baklánov, y Tiziakov. El fracaso del golpe
de agosto de 1991, impulsado por sectores del PCUS contrarios a la política de
Gorbachov, sirvió de detonante para la contrarrevolución y alentó a las fuerzas
que propugnaban, sin formularlo todavía, la disolución de la URSS.
La improvisación de los golpistas, pese a contar con el responsable del KGB y
del ministro de Defensa, llegó al extremo de anunciar el golpe ¡antes de poner
en movimiento las tropas que supuestamente les apoyaban!; ni siquiera cerraron
los aeropuertos ni tomaron los medios de comunicación, ni detuvieron a Yeltsin y
otros dirigentes reformistas, y la prensa internacional pudo moverse a su
antojo. Los servicios secretos norteamericanos confirmaron la increíble
improvisación del golpe, y la ausencia de importantes movimientos de tropas que
pudiesen apoyarlo. De hecho, la desaforada torpeza de los golpistas se convirtió
en la principal baza de los sectores anticomunistas que acabaron con la URSS:
aunque pretendiesen lo contrario, su acción, como la de Gorbachov, facilitó el
camino a los partidarios de la restauración capitalista.
Tras el fracaso del golpe, Yeltsin volvió a adelantarse: el 24 de agosto
reconocía la independencia de Estonia y Letonia. Y no fue sólo Yeltsin quien
inició los pasos para la prohibición del comunismo: también Gorbachov, incapaz
de hacer frente a las presiones de la derecha. El 24 de agosto de 1991,
Gorbachov anunciaba su dimisión como secretario general del PCUS, la disolución
del comité central del partido, y la prohibición de la actividad de las células
comunistas en el ejército, en el KGB, en el ministerio del interior, así como la
confiscación de todas sus propiedades. El PCUS quedaba sin organización ni
recursos. No había frenos para la revancha anticomunista. Yeltsin ya había
prohibido todos los periódicos y publicaciones comunistas. La debilidad de
Gorbachov era ya evidente, hasta el punto de que Yeltsin, presidente de la
república rusa, era capaz de imponer ministros de su confianza al propio
presidente soviético en los ministerios de Defensa e Interior, claves en la
crítica situación del momento. Yeltsin ya había prohibido al PCUS en Rusia e
incautado sus archivos (de hecho, esos archivos eran los centrales del partido
comunista), y otras repúblicas lo imitaron (Moldavia, Estonia, Letonia y
Lituania se apresuraron a prohibir el partido comunista y pedir a Estados Unidos
apoyo para su independencia), mientras el “reformista” alcalde de Moscú
incautaba y sellaba los edificios comunistas en la capital. Por su parte,
Kravchuk anunciaba el 24 de agosto su abandono de sus cargos en el PCUS y en el
Partido Comunista de Ucrania. Yeltsin, que contaba con un importante apoyo
social, se abstenía cuidadosamente de revelar su propósito de restaurar el
capitalismo.
La desenfrenada carrera hacia el desastre siguió durante los meses finales de
1991. El referéndum celebrado en Ucrania el 1 de diciembre de 1991, contaba con
el control del aparato de Kravchuk, el hasta hacía unos meses secretario
comunista de la república, reconvertido en nacionalista, adalid de la
independencia ucraniana. Tras el resultado, al día siguiente, Kravchuk anunció
su negativa a firmar el Tratado de la Unión con el resto de repúblicas
soviéticas. Kravchuk era el prototipo del perfecto oportunista, presto a adoptar
cualquier ideología para conservar su papel: en agosto de 1991, con el intento
de golpe contra Gorbachov, no dejó clara su posición, ni apoyó a Yeltsin ni a
Gorbachov, pero tras el fracaso adoptó una posición nacionalista, abandonó el
partido comunista, y se lanzó a reclamar la independencia de Ucrania. Era un
profesional del poder, que intuyó los acontecimientos, y, si había sido elegido
presidente del parlamento ucraniano en 1990 por los diputados comunistas, tras
el fracaso del golpe, abandonó las filas comunistas. Así, todo se precipitaba.
Si unos meses antes, el 17 de marzo de 1991, la población ucraniana había
respaldado mayoritariamente la conservación de la URSS (un 83 % votó a favor, y
apenas un 16 % en contra) la masiva campaña del poder controlado por Kravchuk
consiguió el milagro de que, ocho meses después, la población ucraniana
respaldase la declaración de independencia del parlamento por un 90 %, con una
participación del 84 %.
Yeltsin anunció, como pretexto, que si Ucrania no firmaba el nuevo tratado de la
Unión, tampoco lo haría Rusia: era la voladura descontrolada de la URSS. Detrás,
había un activo trabajo occidental: dos días después del referéndum ucraniano
del día 1 de diciembre, Kravchuk hablaba con Bush sobre el reconocimiento
norteamericano de la independencia: aunque Washington mantenía la cautela
oficial para no enturbiar las relaciones con Moscú, su diplomacia y sus
servicios secretos trabajaban esforzadamente apoyando a las fuerzas rupturistas.
También Hungría y Polonia, convertidos ya en países satélites de Washington,
reconocieron a Ucrania. Yeltsin hizo lo propio, lanzado ya a la destrucción de
la URSS. De inmediato, se puso en marcha el plan para disolver la Unión
Soviética, en una operación protagonizada por Yeltsin, Kravchuk y el bielorruso
Shushkévich el 8 de diciembre de 1991, que se reunieron en la residencia de
Viskulí, en la reserva natural de Belovézhskaya Puscha, de Bielorrusia, donde
proclamaron la disolución de la URSS y se apresuraron a informar a George Bush
para obtener su aprobación. Faltan muchos aspectos por investigar de esa
operación, aunque los protagonistas que viven, como Shushkévich, insisten en que
no estaba preparada de antemano la disolución de la URSS y que fue decidida
sobre la marcha. El presidente bielorruso fue el encargado de informar del
acuerdo a un Gorbachov impotente y superado por los acontecimientos, que sabía
que iba a celebrarse la reunión de Viskulí, y le hizo partícipe, además, de que
a George Bush le había gustado la decisión. La rápida sucesión de
acontecimientos, con la firma en Alma-Ata, el 21 de diciembre, por parte de once
repúblicas soviéticas del acta de creación de la CEI y la dimisión de Gorbachov
cuatro días después, con la simbólica retirada de la bandera roja soviética del
Kremlin, marcaron el final de la Unión Soviética.
En una disparatada carrera de reclamaciones nacionalistas, muchas fuerzas
políticas que habían crecido al amparo de la perestroika reclamaban soberanía e
independencia, argumentando que su república iniciaría un nuevo camino de
prosperidad y progreso, sin las supuestas hipotecas que comportaba la
pertenencia a la Unión Soviética. Desde el Cáucaso hasta las repúblicas
bálticas, pasando por Ucrania, Bielorrusia y Moldavia, con la excepción de las
repúblicas centroasiáticas, la mayoría de los protagonistas del momento se
apresuraron a romper los lazos soviéticos… para apoderarse del poder en sus
repúblicas. Una alianza tácita entre sectores nacionalistas y liberales (que
supuestamente iban a alumbrar la libertad y la prosperidad), viejos disidentes,
altos funcionarios del Estado y directores de fábricas y combinados
industriales, oportunistas del PCUS, dirigentes comunistas reconvertidos a toda
prisa para mantener su estatus (Yeltsin ya lo había hecho, y le siguieron
Yakovlev, Kravchuk, Shushkévich, Nazarbáyev, Aliev, Shevardnadze, Karimov, etc),
sectores comunistas desorientados, y ambiciosos jefes militares dispuestos a
todo, incluso a traicionar sus juramentos, para mantenerse en el escalafón o
para dirigir los ejércitos de cada república, confluyeron en el esfuerzo de
demolición de la URSS.
Con todo el poder en sus manos, y con el partido comunista desarticulado y
prohibido, Yeltsin y los dirigentes de las repúblicas se lanzaron al cobro del
botín, a la privatización salvaje, al robo de la propiedad pública. No hubo
freno. Después, para aplastar la resistencia por la deriva capitalista, llegaría
el golpe de Estado de Yeltsin en 1993, inaugurando la vía militar al
capitalismo, la sangrienta matanza en las calles de Moscú, el bombardeo del
Parlamento (algo inaudito en la Europa posterior a 1945, que horrorizó al mundo
pero que fue apoyado por los gobiernos de Washington, París, Berlín y Londres),
y, finalmente, la manipulación y el robo de las elecciones de 1996 en Rusia, que
fueron ganadas por el candidato del Partido Comunista, Guennadi Ziuganov.
La destrucción de la URSS convirtió a millones de personas en pobres, destruyó
la industria soviética, desarticuló por completo la compleja red científica del
país, arrasó la sanidad y la educación públicas, y llevó al estallido de guerras
civiles en distintas repúblicas, muchas de las cuales cayeron en manos de
sátrapas y dictadores. Es cierto que existía una evidente insatisfacción entre
una parte importante de la población soviética, que hundía sus raíces en los
años de la represión stalinista y que se agudizó por el obsesivo control de la
población, y, aún más, por la desorganización progresiva y la falta de alimentos
y suministros que caracterizó los últimos años bajo Gorbachov, pero la
disolución empeoró todos los males. Esa parte de la población estaba
predispuesta a creer incluso las mentiras que recorrían la URSS, recogidas a
veces de los medios de comunicación occidentales.
En los análisis y en la historiografía que se ha ido construyendo en estos
veinte años, ha sido un lugar común interrogarse sobre las razones de la falta
de respuesta del pueblo soviético ante la disolución de la URSS. Veinte años
después, la visión de conjunto es más clara: la agudización de la crisis
paralizó buena parte de las energías del país, las disputas nacionalistas
situaron el debate en las supuestas ventajas de la disolución de la Unión
(¡todas las repúblicas, incluso la rusa, o, al menos sus dirigentes, proclamaban
que el resto se aprovechaba de sus recursos, fuesen los que fuesen, agrícolas o
mineros, industriales o de servicios, y que la separación supondría la
superación de la crisis y el inicio de una nueva prosperidad!), y la ambición
política de muchos dirigentes (nuevos o viejos) pasaba por la creación de nuevos
centros de poder, nuevas repúblicas. Además, nadie podía organizar la
resistencia porque los principales dirigentes del Estado encabezaban la
operación de desmantelamiento, por activa, como Yeltsin, o por pasiva, como
Gorbachov, y el partido comunista había sido prohibido y sus organizaciones
desmanteladas. El PCUS se había confundido durante años con la estructura del
Estado, y esa condición le daba fuerza, pero también debilidad: cuando fue
prohibido, sus millones de militantes quedaron huérfanos, sin iniciativa, muchos
de ellos expectantes e impotentes ante los rápidos cambios que se sucedían.
En el pasado, esos dirigentes oportunistas (como Yeltsin, Aliev, Nazarbáyev,
presidente de Kazajastán desde la desaparición de la URSS, cuya dictadura acaba
de prohibir la actividad del nuevo Partido Comunista Kazajo) tenían que actuar
en un marco de partido único en la URSS y bajo unas leyes y una constitución que
les forzaban a desarrollar una política favorable a los intereses populares. El
colapso de la Unión mostró su verdadero carácter, convirtiéndose en los
protagonistas del saqueo de la propiedad pública, y configurando regímenes
represivos, dictatoriales y populistas… que recibieron la inmediata comprensión
de los países capitalistas occidentales. En una siniestra ironía, los dirigentes
que protagonizaron el mayor robo de la historia eran presentados por la prensa
rusa y occidental como “progresistas” y “renovadores”, mientras que quienes
pretendían salvar la URSS y mantener las conquistas sociales de la población
eran presentados como “conservadores” e “inmovilistas”. Esos progresistas se
lanzarían después a una desenfrenada rapiña de la propiedad pública, robando a
manos llenas, porque los “libertadores” y “progresistas” iban a pilotar la mayor
estafa de la historia y una matanza de dimensiones aterradoras, no sólo por el
bombardeo del Parlamento, sino porque esa operación de ingeniería social, la
privatización salvaje, ha causado la muerte de millones de personas.
Un aspecto secundario para el asunto que nos ocupa, pero relevante por sus
implicaciones para el futuro, es la cuestión de quién ganó con la desaparición
de la URSS. Desde luego, no lo hizo la población soviética, que, veinte años
después, sigue por debajo de los niveles de vida que había alcanzado con la
URSS. Tres ejemplos bastarán: Rusia tenía ciento cincuenta millones de
habitantes, y ahora apenas tiene ciento cuarenta y dos; Lituania, que contaba en
1991 con tres millones setecientos mil habitantes, apenas alcanza ahora los dos
millones y medio. Ucrania, que alcanzaba los cincuenta millones, hoy apenas
tiene cuarenta y cinco. Además de los millones de muertos, la esperanza de vida
ha retrocedido en todas las repúblicas. La desaparición de la URSS fue una
catástrofe para la población, que cayó en manos de delincuentes, de sátrapas, de
ladrones, muchos de ellos reconvertidos ahora en “respetables empresarios y
políticos”. Estados Unidos se apresuró a cantar victoria, y todo parecía indicar
que había sido así: su principal oponente ideológico y estratégico había dejado
de existir. Pero, si Washington ganó entonces, su desastrosa gestión de un mundo
unipolar dio inicio a su propia crisis: su decadencia, aunque relativa, es un
hecho, y su repliegue militar en el mundo se acentuará, pese a los deseos de sus
gobernantes.
Veinte años después, la Unión Soviética sigue presente en la memoria de los
ciudadanos, tanto entre los veteranos como entre las nuevas generaciones. Olga
Onóiko, una joven escritora de veintiséis años que ha ganado el prestigioso
premio Debut, afirmaba (con una ingenuidad que también revela la conciencia de
una gran pérdida) hace unos meses: “la Unión Soviética se aparece en mi mente
como un país grande y hermoso, un país soleado y festivo, el país de ensueño de
mi infancia, con un claro cielo azul y banderas rojas ondeando”. Por su parte,
Irina Antónova, una excepcional mujer de ochenta y nueve años, directora en
ejercicio del célebre Museo Pushkin de Moscú, añadía: “La época de Stalin fue un
momento duro para la cultura y para el país. Pero también he visto cómo mucho
después se perdió un gran país de una manera involuntaria e innecesaria. […] A
veces me digo que sólo quiero irme al otro mundo después de haber vuelto a ver
el brote verde de algo nuevo, algo realmente nuevo. Un Picasso que transforme
esta realidad desde el arte, desde la belleza y la emoción humana. Pero la
cultura de masas ha devorado todo. Ha bajado nuestro nivel. Aunque pasará. Es
sólo una mala época. Y sobreviviremos a ella”.
Fuente: www.rebelion.org