Pifies de la gloria

Por Guillermo Marín*

André Maurois solía decir que un joven de menos de veinticinco años que no sea socialista no tiene corazón. Y que uno mayor de veinticinco que sigue siéndolo, no tiene cerebro. Aunque la frase que mejor le cuadra a Fito Páez desde sus últimas embestidas y ante reprochables dobleces ideológicos y financieros, sería esta: “El socialismo es una enfermedad que se cura con la edad”. Fito tiene 47 años y pareciese que se ha sanado de la fiebre juvenil del más áspero comunismo. Sin embargo, Páez no es ni tan joven ni tan viejo como para justificarle alguna que otra tentación fascista (me refiero a su alicaída frase “Me da asco la mitad de Buenos Aires”) o burócrata de molde. Aunque podría considerarse que en la frontera de su medio siglo de vida, nada pareciese absolverlo de tanta conversión expuesta. Porque no hay peor cosa que un converso. “Extraña enfermedad inclasificable”, ha dicho Páez refiriéndose a aquella sensación de que “ya no importa nada”.

Pero me importa, Fito.

“Los poderes organizan cuál será la repartija de los bienes de la época”, dice el músico en La casa desaparecida, tal vez una de sus mejores piezas contestatarias. Nada más cerca de la (su) verdad. Pero lo cierto es que hay un abismo, una grieta deleznable entre el artista y su discurso, entre el ser de carne y hueso, de aquello que siempre supo habitar en él: un hombre reaccionario ante la injusticia social o la violación de los derechos humanos. Y es en esa misma época en la que el músico se escudriña: un espejo que le alcanza el poder de turno y que le suelta $420.000, unos U$S 100 mil dólares por todo concepto, es decir, por haber entonado un par de canciones el día de la Bandera en su tierra natal. No está mal. Nadie dice que lo esté. Un artista de su talla puede valer esos dólares y mucho más. El problema está en otro lado, en el dinero mal gastado del Estado provincial. Fondos que la Provincia de Santa Fe (esa que el rosarino tan bien conoce) demanda nada menos que para energía eléctrica, salud, vivienda, agua potable, por nombrar algunas escaseces de la tierra de Santos Discepolo. Plata que el músico aceptó sin chistar, olvidando que en esa “repartija”, figura su mote verdadero en la AFIP: Rodolfo Páez, sustantivo que ahora lo involucra con los “bienes de la época”, al parecer no tan bien distribuidos.

Por supuesto que en esta lucha entre el hombre y el artista, la mayor responsabilidad debe recaer sobre Antonio Bonfatti, gobernador de Santa Fe. Pero lo que hace ruido, lo que irrita, lo que enfada y jode (en términos rockeros), es tanta ficción, tanta mediocridad. El disfraz del rosarino.

No son nuevos para la Argentina los desajustes ideológicos que ostentan algunos de los artistas nacionales y extranjeros que nos visitan. Hace dos años Sting exigió un millón de dólares para tocar en Plaza de Mayo por los derechos humanos. Nadie pudo pagarlos. El músico inglés ni siquiera atinó a desenfundar su bajo eléctrico ante la merma financiera. La defensa de los derechos de los hombres y mujeres no es sinónimo de abultado cachet.

“Nada en este mundo me hace falta. Nada más que algunos trucos / un conejo, una galera, un colchón, un tocadiscos y una mesa”; dice Fito en otra estrofa.

Metáfora aparte, pidámosle un favor a Páez: que no se deje caer en las tumbas de las mutaciones.

* Periodista
desechosdelcielo@gmail.com