Las clases populares en Argentina

Entrevista a Ezequiel Adamovsky

Por Conrado Yasenza
La Tecl@ Eñe

Ezequiel Adamovsky es Doctor en Historia, título otorgado por la Universidad de Londres, Licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional de Buenos Aires e Investigador en el CONICET. Autor del imprescindible libro Historia de la clase media argentina (2009), Adamovsky acaba de publicar Historia de las clases populares en Argentina (Sudamericana, 2012), un valioso trabajo de estudio y comprensión de la evolución de las clases populares, que abarca el período que va desde 1880 hasta el 2003. En el libro, las clases populares quedan definidas como un conjunto heterogéneo que comparte una situación común de subalternidad respecto de las élites que han tenido y tienen el poder social, económico y político. La entrevista otorgada por Adamovsky a La Tecl@ Eñe ofrece un recorrido por algunos de los temas esenciales del libro, los cuales vinculan el mundo popular a las esferas del trabajo, las identidades ideológicas y políticas como también al campo de la cultura y de los mitos fundantes de nuestra sociedad contemporánea, como lo son el del “crisol de razas” y “modernización” de la estructura social argentina.

- ¿Cuál es el origen del surgimiento de las clases populares en la Argentina?

- En un sentido laxo, en el territorio que hoy ocupa el Estado argentino existieron “clases populares” al menos desde la conquista española. Aunque mi libro arranca en 1880, uno podría decir que la conquista militar que dio origen a la colonia ya colocó a una población indígena en situación de subalternidad respecto de los conquistadores. A esa situación inicial de desigualdad se fueron agregando cambios posteriores que fueron complejizando el panorama. Decidí arrancar en 1880 porque allí se produce un cambio crucial, más profundo que todos los que se habían dado desde la invasión española: una élite más o menos unificada consigue tomar las riendas del país en sus manos y encara el proyecto de integrar al territorio argentino mucho más profundamente en el mercado capitalista internacional, como proveedor de alimentos. Ese proyecto generó modificaciones muy grandes en la estructura social y fragmentó profundamente a las clases populares. Toda la historia posterior es la historia de los intentos de recomposición de las clases populares para hacer frente al nuevo escenario planteado por la penetración plena de las relaciones capitalistas.

- Si bien, y como describe en el libro, la respuesta no es sencilla ¿cómo se definirían las clases populares en la Argentina?

- En el libro las clases populares quedan definidas como un conjunto heterogéneo que, sin embargo, comparte una situación común de subalternidad respecto de las élites que han tenido y tienen el poder social, económico y político. De diversas maneras y en grados distintos, todos los grupos que las componen han sido desposeídos del control de los resortes fundamentales que determinan su existencia. Privadas de la posibilidad de definir cómo se organiza la vida en sociedad (al menos en varios de sus aspectos centrales), la realidad de las clases populares se encuentra cruzada por diferentes situaciones de explotación, opresión, violencia, pobreza, abandono, precariedad o discriminación. Pero también por ello son suelo fértil para experiencias de comunidad, de solidaridad y de resistencia que con frecuencia dan lugar a una intensa creatividad cultural e ideas alternativas. Las llamo clases populares –y no meramente “grupos” o “sectores”– para no perder de vista esta relación fundamental que las define. Porque un artesano, un indio, o una campesina no son parte del mundo popular en virtud del trabajo que realizan o de su procedencia étnica, sino sólo en relación con las clases que tienen en sus manos el poder. Nada en el color de la piel ni en el tipo de trabajo que uno desempeñe indica por sí solo que uno deberá pertenecer a las clases menos favorecidas. El mundo popular sólo se recorta como tal en contraste con el mundo de la clase dominante.

- Existe una caracterización de la clase media como capas medias. ¿Es viable estudiar a las clases populares como diferentes capas que conforman una clase?

- En el libro utilizo el plural –“clases populares”– para no perder de vista que se trata de grupos heterogéneos, cada uno de los cuales tiene su propia lógica y su propia historia que es indispensable entender como tal. A su vez, en ocasiones todos esos grupos han conseguido superar la fragmentación y actuar como una “clase” en singular, unificada en su oposición a la clase dominante. Todos los esfuerzos que conducen en ese sentido, a su vez, influyen profundamente en la historia de cada grupo en particular, de modo que hay que entender esta historia en toda su complejidad, como una historia de fragmentos diversos y, a la vez, de un todo que tiene su propia lógica y que va modificando a esos mismos fragmentos.

- Es muy interesante el mito del “crisol de razas” que Usted define en un pasaje del libro. ¿Podría explicarlo brevemente?

- En tiempos de la colonia existía una jerarquía social en la que las diferencias étnicas eran cruciales. Cada persona pertenecía a una “casta” legalmente definida, y eso significaba derechos y deberes diferenciales. Las guerras de Independencia desorganizaron ese sistema de clases asentado en diferencias étnico-raciales. Cuando la élite de tiempos de la organización nacional se afianzó en el poder, ya no era posible volver a instaurar relaciones de “casta”: el mundo y el país habían cambiado. Pero el racismo se intensificó en esos años, dirigido especialmente contra las personas mestizas, negras, mulatas y contra los pueblos originarios. Se los consideró causas de atraso, mientras que se sostenía que traer población blanca-europea era indispensable para el “progreso”. El mito del crisol de razas aparece inmediatamente después de la organización nacional, en el cambio de siglo, cuando el proyecto de la élite estaba plenamente afianzado. El mito sostenía que la época anterior, de “lucha de razas”, ya había terminado, de modo que ahora todo el pueblo argentino ya era homogéneo. Se había fundido todo como en un “crisol”. Pero esa idea escondía una jerarquía racial y un racismo ocultos. Porque se sostenía que la nueva “raza argentina” era perfectamente blanca y europea. Así, la gran proporción de argentinos que no se correspondían con esa descripción quedaron invisibilizados. El efecto concreto fue que ese mito sirvió como una poderosa fuerza disciplinadora y fragmentadora del mundo popular. Todavía hoy pueden sentirse los efectos de esa noción de que la Argentina es “europea”: cada vez que se manifiestan partes de la población que no se comportan o no lucen de la manera esperada, reaparece el insulto y la descalificación racista.

- ¿Es válido decir que las clases populares se organizaron y desarrollaron en torno al concepto de trabajo, y también de su desarrollo en el campo social?

- Las clases populares se desarrollan en todas las actividades que realizan cotidianamente. El trabajo, sin embargo, tiene un lugar central, porque es una de las actividades por donde se estructuran las principales formas de opresión. El capitalismo depende del trabajo de las clases populares, y por ello sus políticas están siempre orientadas a organizarlo y mantenerlo bajo control. No es casual, justamente por eso, que las clases populares hayan organizado la resistencia muchas veces en torno del propio trabajo o de la producción de mercancías en general, creando sindicatos u organizaciones territoriales y formas de acción capaces de paralizar la producción o la distribución. Pero también las clases populares han motorizado diversas iniciativas partidarias y políticas, como para incidir más generalmente en la manera en que se gestiona la vida social. Y lo mismo vale para la intensa creatividad cultural que han animado, que tiene múltiples relaciones con la resistencia social y con las luchas políticas.

- También analiza otro mito fundante que es el de la “modernización” de la estructura social de la argentina, concepto elaborado por el sociólogo Gino Germani. ¿Por qué es un mito el de la modernización?

- El de la “modernización” es uno de los conceptos más importantes que se utilizan para otorgar un sentido al pasado, de modo de hacerlo comprensible. En su momento fue un concepto creado por intelectuales, pero hoy es una idea de sentido común. Para decirlo en dos palabras, la idea de “modernización” nos induce a pensar que hubo un cambio histórico que no fue caprichoso, sino que estuvo orientado en un sentido preciso. La idea es que se pasó de una situación de “atraso” o una sociedad “tradicional”, a otra “moderna”. Y lo “moderno”, se supone, se relaciona con varios cambios positivos: un mayor igualitarismo, más libertad, mejores leyes, una visión más racional del mundo, etc. A la vez, la idea de “modernización” relaciona todos esos cambios positivos con el crecimiento de la actividad económica y del comercio. Y todo eso, con el papel “civilizador” de la burguesía, como clase social que habría sido la punta de lanza del cambio modernizador, y de los países donde este proceso se dio por primera vez. Esta visión del pasado, como vienen mostrando hace años los estudios poscoloniales, es profundamente ideológica y forma parte del aparato autojustificatorio de los intereses imperiales y económicos de los países autodenominados “modernos” y de las burguesías de todas partes. Porque nos induce a pensar que todos los cambios positivos que hoy valoramos vienen del impulso del capital y, por ende, que cualquier obstáculo al capital es un freno a la “modernización”. Gino Germani, el padre de la sociología argentina, fue uno de los principales difusores de esta visión. En mi libro yo cuestiono esta idea de raíz. No es que yo afirme que no hubo modernización: lo que digo es que “modernización” no es un concepto adecuado para entender lo que hubo. Porque, por ejemplo, hoy sabemos que los cambios que Germani describió como “modernización” vinieron de la mano en Argentina de un brutal aumento de la desigualdad de ingresos, de un gran aumento de la violencia estatal y del racismo, y de otros fenómenos que no son de ningún modo positivos, como él supuso. De hecho, algunas de las formas de “barbarie” más agudas que ha padecido la Argentina tienen que ver precisamente con el accionar de los intereses del capital. Inversamente, muchos de los derechos de los que hoy gozamos han sido conseguidos por obra de las resistencias populares contra diferentes proyectos que se proponían “modernizar” el país. En fin, “modernización” es un concepto profundamente ideológico, engañoso, que haríamos bien en abandonar del todo.

- Usted desarrolla una suerte de momentos o etapas de la vida de las clases populares que se organizan en torno a formaciones políticas e ideológicas. ¿Cuáles son esos primeros movimientos que tienen anclaje en estructuras partidarias e ideológicas? ¿Y cuáles son las primeras formas de organización y resistencia de las clases populares hacia la estructuración del mundo del trabajo y la vida desde la óptica del desarrollo del capitalismo industrial

- En mi libro desarrollo en detalle de qué manera las primeras iniciativas de ayuda mutua que tuvieron los trabajadores en una época en que estaban completamente a merced del poder de la patronal, fueron dando forma a los primeros sindicatos. A su vez, describo de qué manera la resistencia de las clases trabajadoras fue dando lugar a diversas “estrategias” políticas, algunas moderadas, otras más radicalizadas, que encontraron expresión en diversos partidos y organizaciones en las distintas épocas. Es una historia de una riqueza enorme que sería imposible resumir ahora.

- ¿La aparición del Peronismo es esencial en la definitiva conformación de las clases populares precisamente como idea de clase?

- El peronismo habitualmente es considerado un movimiento de tipo “populista”, en la medida en que su discurso político y sus prácticas no recortan un sujeto popular como una “clase” opuesta a otras, sino como un “pueblo” más o menos unificado. Hasta cierto punto esto es correcto: el peronismo colaboró, como movimiento político, en la unificación final de las clases populares como parte de un mismo movimiento, algo que hasta entonces en Argentina no había pasado. Pero dicho esto, también es cierto que en el caso argentino este “populismo” tenía un contenido de clase muy presente. No se trataba simplemente del “pueblo argentino”, sino del “pueblo trabajador”, una idea que en tiempos de Perón y en la Resistencia con frecuencia sirvió para oponerla no sólo a la oligarquía sino también a la burguesía propiamente dicha. En este sentido, el movimiento peronista ha sido y sigue siendo contradictorio, y con frecuencia habilitó canales bastante “clasistas” de lucha popular, muchas veces a pesar de lo que querían o propiciaban sus líderes.

- ¿Y cuáles serían los elementos clasistas de la cultura de masas en la Argentina?

- La cultura popular en Argentina contiene componentes clasistas y antagonistas muy importantes. Algunas veces han sido más fuertes que otras. A veces se expresó en un lenguaje abiertamente clasista, otras lo hizo de manera más velada. Es imposible resumir una larga historia en una respuesta breve, pero diría que uno de los componentes centrales que uno encuentra en la cultura popular es una idea democrática como afirmación plebeya de dignidad y como aspiración de igualdad, que es muy poderosa. En otros países la democracia es entendida simplemente como un mecanismo para elegir algunas autoridades. En nuestro país, por suerte, “democracia” no perdió su sentido original, de ser el gobierno de los muchos para los muchos (y, si hace falta, contra las minorías que oprimen a esos muchos).

- ¿Con el surgimiento de un “peronismo de izquierda”, se produce un viraje hacia la izquierda de las clases populares?

- Tras el derrocamiento de Perón comienza un proceso de izquierdización general de la sociedad argentina, que involucra no sólo a los peronistas sino también a muchos que no lo eran. No hay que olvidar que el influjo de la Revolución cubana de 1959 fue enorme en toda América Latina, y que eso produjo una ola de simpatía e interés por las ideas marxistas que se sintió muy fuertemente en nuestro país. Especialmente desde el Cordobazo de 1969, el país vivió un vertiginoso giro a la izquierda que involucró a buena parte de las clases populares y a muchos jóvenes de sectores medios. Hoy se olvida la intensidad de este fenómeno, pero hay encuestas de comienzos de los años setenta en las que una proporción enorme de la población se manifestaba de acuerdo con una opción socialista e incluso aprobaba las acciones de las organizaciones guerrilleras que comenzaba a actuar en el país. El tercer gobierno de Perón y sobre todo la dictadura que se abrió en 1976 vinieron a clausurar ese giro a la izquierda.

- ¿Cuál es el efecto que produce la irrupción de la dictadura cívico-militar de 1976 en las clases populares?

- La dictadura tuvo un efecto devastador especialmente en el movimiento obrero. El proceso de desindustrialización que se produjo en pocos años significó un debilitamiento de los sindicatos, por su menor cantidad de afiliados. A la vez, eso trajo no sólo la pérdida de capacidad financiera, sino también política: cuando se fueron los militares, la proporción de votantes que eran trabajadores había disminuido notoriamente. Internamente, aunque los sindicatos ganaron poder en el corto plazo, en el mediano plazo su lugar dentro del justicialismo se vio licuado. Eso fue el principio del fin del peronismo tal como lo conocíamos desde 1945 (el que vino fue diferente, mucho más “des-sindicalizado”). Por lo demás, el Proceso dejó un legado de terror muy fuerte en el conjunto de las clases populares y desarticuló las formas de organización que se habían logrado anteriormente. Ese legado todavía perdura.

- ¿Y podríamos hablar de un proceso de descolectivización del movimiento popular argentino desde 1983 y hasta 2001?

- En el libro utilizó el término “descolectivización”, tomado de los sociólogos, no tanto para referir al movimiento popular, como para señalar un cambio en los lazos sociales en general. Descolectivización significa que las instancias de pertenencia colectivas que existen en la sociedad –desde la familia hasta el sindicato, desde los lazos barriales hasta ciertas instituciones estatales– desaparecen o pierden solidez, dejando a los individuos más aislados y desamparados. En este sentido, hay una continuidad de un proceso de descolectivización que va desde 1976 (o 1975 en zonas como el Noroeste, donde la dictadura comenzó antes) hasta el final del período que toma el libro, pasando por los años 80 y, por supuesto, por la década menemista, que fue la que más profundamente devastó los lazos sociales que estructuraban el mundo popular. Pero lo interesante es que a más tardar desde 1996 se comenzaron a percibir síntomas de un proceso contrario, de “recolectivización” a partir del escenario devastado en el que se vivía, especialmente en el espacio territorial, con el surgimiento de organizaciones piqueteras, nuevas entidades gremiales, etc. El estallido de 2001 y el año que le siguió fue de intensa recomposición de lazos colectivos, en medio de la debacle de la economía. Fue un suceso muy especial, que seguramente va a marcar la vida política nacional durante mucho tiempo.

- Usted dedica un capítulo del libro al proceso de captura de las expresiones populares desde los medios masivos de comunicación. ¿Cómo se desarrolla ese proceso de captura de los usos y costumbres populares?

- Quienes estudian la cultura popular hace tiempo vienen notando que se acabó la situación propia de otras épocas, en la que existía una cultura popular más o menos reconocible como tal, y luego, en otro plano, una “industria cultural” o una “cultura de masas” que la afectaba desde fuera de tal o cual manera. Hoy la misma distinción entre una y otra es problemática, al punto de que hay autores que opinan que ya no existe una cultura popular (o, en otras palabras, que la cultura de masas es la nueva cultura popular). Yo no creo que esto sea así, pero sí que es verdad que las distinciones entre una y otra se han vuelto borrosas. Claro que la industria cultural “captura” elementos creados por las clases populares y los comercializa, y en ese comercializarlos los afecta. Por ejemplo, la manera en que la “cumbia villera” fue presentada al público y vendida a fines de los años ’90. Pero también es cierto que hoy en día las propias creaciones populares con frecuencia ya nacen afectadas por la cultura de masas. Por volver al ejemplo de la cumbia villera, los jóvenes de clases populares que la “inventaron”, lo hicieron retomando algunos fraseos, estéticas y temáticas del gangsta rap que veían en MTV, sabiendo que eso probablemente “vendería” mejor. De modo que ya no hay un “afuera” de la cultura de masas, un espacio incontaminado. Pero de todos modos se nota que persiste un plano de la cultura popular diferente de la cultura de masas en las tensiones que la apropiación de la una por la otra provoca. Volviendo al ejemplo, los artistas de cumbia villera radicalizaron tanto su discurso “plebeyista” que en determinado momento hubo una presión estatal para que dejaran de difundirse sus canciones; en ese momento, las propias compañías que se habían enriquecido vendiendo cumbia villera presionaron a los artistas para que volvieran a un registro más “romántico”, cosa que hicieron. Ahí se ven las tensiones que se producen dentro de la cultura de masas entre las personas del mundo popular que la generan, y los actores empresariales que la comercializan.

- El libro toma como período en la constitución de una clase popular en Argentina desde 1880 hasta 2003. ¿Cómo observa Usted el derrotero de las clases populares desde el 2003 en adelante?

- En la vida cotidiana y en la cultura, yo sigo viendo un escenario de gran devastación. Los cambios que se produjeron en el largo período que comenzó en 1976 fueron tan profundos, que difícilmente puedan revertirse pronto. Incluso si hubiera políticas continuadas que apuntaran a ello, llevaría décadas reparar lo que fue destruido en términos materiales tanto como de las subjetividades. Aunque creo que algunas de las medidas que se tomaron a partir de 2003 son positivas, no me parece que sean suficientes. Porque además de los problemas locales, hay todo un contexto mundial que más bien apunta a la profundización de los peores efectos del capitalismo. En la medida en que no surjan alternativas políticas que ataquen el problema de raíz, va a ser difícil evitar el deterioro a mediano y largo plazo de la vida, no sólo de las clases populares, sino de todas aquellas personas que habitamos fuera del pequeño círculo social de los más poderosos.


[Gentileza de La Tecl@ Eñe, Revista Digital de Cultura y Política. Abril de 2012]
 



ANTICIPO DEL LIBRO HISTORIA DE LAS CLASES POPULARES EN ARGENTINA (1880-2003)

El surgimiento de la no-ciudadanía

[Imagen de una protesta sindical en 1994]

En el libro que edita Sudamericana, el historiador Ezequiel Adamovsky presenta una síntesis de las investigaciones más recientes sobre la vida de los sectores populares. Aquí, un fragmento del capítulo dedicado a los cambios a nivel del Estado y los ciudadanos en los ’90.

Por Ezequiel Adamovsky

Uno de los cambios más evidentes que produjeron las reformas neoliberales fue el del papel del Estado. La premisa del momento era que cada individuo debía proveerse el acceso al bienestar por sus propios medios. Todo lo público debía reducirse; quienes pudieran pagarlo, deberían adquirir en el mercado aquello que necesitaran, incluyendo servicios de salud, de educación y seguridad. Para los demás, la asistencia a cargo del Estado se reduciría a una mínima expresión. Así, en estos años se desfinanciaron dramáticamente los sistemas de salud, de previsión y de educación públicos. Las jubilaciones se redujeron a montos insignificantes. La calidad de servicio en los hospitales empeoró notoriamente y lo mismo sucedió con el nivel educativo en las escuelas. La combinación del retiro del Estado con las altas tasas de desocupación y de empleo informal significó que una proporción mucho mayor de las clases populares se quedaron sin cobertura médica. Por los mismos motivos, el acceso a la educación sufrió un proceso similar. Un estudio de mediados de los años ’90 mostró que sólo un 50 por ciento de los jóvenes de los estratos sociales más bajos en edad de asistir al secundario estaba concurriendo a alguna institución educativa. De la mitad que no lo hacía, sólo un 25 por ciento tenía un trabajo, lo que significa que una enorme cantidad de jóvenes pobres no tenía ninguna actividad durante el día que le permitiera progresar o integrarse (...).

Paralelamente, para mantener bajo control el creciente fenómeno de la pobreza y la indigencia, el Estado nacional y los estados provinciales y municipales ampliaron de manera sostenida las políticas de asistencia focalizada. Desde los primeros ensayos con el Programa Alimentario Nacional que Alfonsín lanzó en 1985, hasta los subsidios para desempleados que implementó Menem en su segundo mandato, pasando por las iniciativas que pusieron en marcha diversos gobernadores e intendentes desde mediados de los años ’80, las políticas asistencialistas del Estado se multiplicaron. La política social se fue redefiniendo entonces como una cuestión de gestión de las necesidades de diversos segmentos de la población a través de subsidios puntuales o entrega de alimentos. Así, las vías por las que el Estado se ocupó de las necesidades de las clases populares ya no pasaron principalmente por la ampliación de los derechos o los beneficios que colectivamente podían reclamar los ciudadanos. La nueva política social procedía más bien identificando los focos posibles de conflicto para otorgar alguna ayuda puntual que los mantuviera encapsulados y bajo control. El horizonte de la eliminación de la pobreza pasó a ser una mera fórmula retórica: más que acabar con ella, al Estado le interesaba gestionarla. Ya no fue la fábrica o el lugar de trabajo el sitio privilegiado por el que pasaba la política social, sino el barrio.

Pero como los planteles de funcionarios y empleados estatales se reducían día a día, las nuevas políticas asistencialistas fueron en general implementadas aprovechando las organizaciones no estatales y las redes informales de autoayuda que ya existían en el mundo popular. No sólo las ONG y las iglesias fueron utilizadas como canal para la asignación y distribución de la asistencia: los militantes sociales y las organizaciones de base también fueron tentados para desempeñar la misma función. En los distritos bajo control de los peronistas, esta estrategia fue particularmente exitosa. Las Unidades Básicas y los referentes locales del movimiento se volcaron masivamente a gestionar en cada barrio los recursos que venían del Estado. Aunque algunos consiguieron resistir este proceso, en pocos años muchos activistas de base vieron transformarse su misión y su papel. La militancia social se fue volviendo cada vez más la gestión de las necesidades puntuales del barrio mediante el acceso a la ayuda estatal. La dependencia respecto del Estado contribuyó a despolitizarla, privándola de la posibilidad de plantarse en antagonismo respecto de los políticos y los gobiernos. Con el tiempo, muchos de los líderes “naturales” de los barrios y referentes de base terminaron convirtiéndose en “mediadores” o “punteros” al servicio de la maquinaria asistencialista del Estado. La contracara de este mismo proceso fue la rápida expansión del clientelismo, es decir, el intercambio de favores personales (aunque financiados por el Estado) por apoyo electoral. Así, un nuevo entramado político fue articulando y comunicando al Estado con el mundo de las clases populares. Este entramado ya no pasaba tanto por los sindicatos o los partidos políticos, ni mucho menos por las leyes o las instituciones estatales, como por las redes de lazos personales, organizadas territorialmente, que vinculaban a cada barrio con políticos o funcionarios locales, y a éstos con el gobierno central. Los límites entre lo estatal, lo privado y lo partidario quedaron de este modo desdibujados (...).


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La “privatización” de partes del Estado en los años del neoliberalismo se manifestó de varias maneras. La vida política comenzó a regirse cada vez más por los principios empresariales. Alfonsín fue pionero en este sentido, al utilizar los medios de comunicación y el marketing para promocionar su candidatura en 1983. Desde entonces, se utilizaron cada vez más los “asesores de imagen” y las encuestas de opinión al modo de los estudios de mercado, para “instalar” un candidato, tal como se hacía con la marca de un producto. Pero la privatización de lo político no se restringió a eso. Aunque los principales grupos empresarios siempre habían condicionado fuertemente las políticas estatales, ahora tuvieron una participación directa en el manejo de la cosa pública. En una de sus primeras medidas de gobierno, Menem entregó el Ministerio de Economía a uno de los grupos económicos más poderosos. La sorpresa y regocijo de los más ricos quedó graficada en la declaración que la millonaria Amalia Lacroze de Fortabat hizo en 1989: “Ahora todos los de la clase alta somos peronistas”. En el plano más bajo, en los barrios, como acabamos de señalar, los recursos del Estado fueron canalizados cada vez más a través de redes clientelares en las que los fondos públicos se utilizaban para fines privados. Entre ambos niveles de la política se habilitaron también conexiones inéditas. El pionero en este caso fue el empresario Alberto Pierri, quien, sin haberse dedicado jamás a la política, se aseguró un lugar como candidato a diputado del PJ a cambio de una jugosa contribución monetaria para la campaña de 1985. Aprovechando los recursos que habilitaba su puesto de diputado, se dedicó desde entonces a armarse una red de punteros propia en La Matanza. La agrupación que allí creó se organizó a la manera de una empresa: los militantes fueron rentados y se repartieron cargos públicos sobre la base de la eficiencia de cada cual a la hora de movilizar apoyo político. Con su propio dinero y con los recursos que conseguía a través de su control de la presidencia de la Cámara de Diputados, consiguió comprar la lealtad de una buena cantidad de punteros. Ello le permitió finalmente, en 1991, desplazar al líder peronista que históricamente había gobernado La Matanza, alzándose con el control de la municipalidad. Con el acceso a los fondos del municipio, Pierri expandió su red clientelar y llegó a manejar 480 Unidades Básicas, lo que lo convirtió en uno de los hombres más fuertes del peronismo bonaerense. Su ascenso fue tan veloz y notorio que, desde entonces, varios empresarios aplicaron con éxito la misma receta.

Una forma similar de “privatización” se verificó con la Policía. El hábito de la impunidad que venía del Proceso, el desfinanciamiento de la institución en los años ‘80 y los bajos salarios no hicieron sino acentuar la tentación de usar la autoridad del uniforme para el enriquecimiento personal. Las actividades de “autofinanciamiento” fueron pasando del simple pedido de coimas a quienes desarrollaban actividades ilegales –prostíbulos, desarmaderos, lugares de juego, etc.– a la organización directa de redes delictivas, en particular dedicadas al robo o al tráfico de drogas. Los policías involucrados en ellas se conectaron pronto con autoridades del Poder Judicial y otras del poder político, especialmente en el ámbito local y provincial, de modo de asegurarse la impunidad. Las formas de “recaudación clandestina” alimentaron así no sólo a los policías sino también a algunos fiscales y jueces, convirtiéndose asimismo en una de las fuentes de financiamiento de la política clientelar. Esta “zona gris” en la que funcionarios estatales y el hampa se entrecruzaban, se desarrolló especialmente en las regiones más devastadas por las políticas neoliberales, particularmente en el Gran Buenos Aires y las periferias de otras ciudades marcadas por la pobreza, donde la vulnerabilidad de la población fue terreno propicio para la instalación de puntos de expendio de drogas o para el reclutamiento de personas dispuestas a integrar las bandas delictivas. A comienzos de los años ’90, el gobierno de la provincia de Buenos Aires propuso un pacto con la Policía, por el que les prometía hacer la “vista gorda” frente a sus actividades de autofinanciamiento a cambio de que aseguraran el mantenimiento de niveles aceptables de inseguridad. Desde entonces, la seguridad se volvió prenda de negociación política entre los gobiernos y la Policía. La relativa impunidad así concedida se tradujo en un sostenido aumento en la tasa de letalidad en el uso de la fuerza (es decir, la proporción de civiles muertos por acción policial como porción del total de la población y del total de heridos), cuyas víctimas fueron especialmente personas de clase baja.

Así, extensos segmentos del país –especialmente las zonas urbanas más empobrecidas– se transformaron en lo que un estudioso llamó “regiones neo-feudalizadas”, espacios en los que lo que queda de las organizaciones estatales, devastadas, funcionan como parte de redes de poder privatizadas. Para las clases populares, la ciudadanía perdió allí el significado que pudo haber tenido en otras épocas. En el modelo político que proponía el neoliberalismo ya no existía una dimensión de “ciudadanía social” que involucrara el acceso a derechos básicos garantizados. Para los desempleados o quienes tenían trabajos precarios, los sindicatos ya no ofrecían un canal para incidir colectivamente en la alta política. Los partidos, colonizados por el mundo empresario, mucho menos. Sumidos en la pobreza, los sectores más postergados tampoco podían participar de la vida nacional como consumidores, la manera de “ser parte” que la publicidad presentaba con insistencia creciente. El modelo de ciudadanía política que quedaba en pie para los más pobres era una de muy baja intensidad o directamente la exclusión (es decir, no ser parte, una no-ciudadanía).

09/04/12 Página|12

 

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