Un 6 de septiembre

Primero vino Uriburo
Diciendo: yo lo acomodo
Pero lo arregló de un modo
Q’uera mejor el barullo.
Dejó arreglado lo suyo
Y empeoró lo de todos

Arturo Jauretche, El paso de los libres

Por Enrique Manson *


El 6 de septiembre de 1930, cuando el general José Félix Uriburu llegó al gobierno encabezando la marcha de los cadetes del Colegio Militar, muchas cosas terminaban y muchas otras comenzaban en la Argentina. Algunos historiadores hablan del primer golpe militar, pintando el período que corre entre la batalla de Pavón y 1930 como un tiempo de estabilidad, en que la democracia no fue conmovida por intervenciones militares. Sin embargo se trataba, en todo caso, del primer golpe militar triunfante, y más precisamente, del primero del siglo XX.

La Causa y el Régimen

El Granero del Mundo, pese a sus instituciones pretendidamente republicanas, era gobernado por la misma oligarquía terrateniente que manejaba el poder económico. El rémington y los ferrocarriles habían permitido que el Ejército de línea terminara con las montoneras, y los hijos de los gauchos federales debieron guardar la lanza y los recuerdos de sus viejas luchas o soportar el castigo de la frontera donde se matarían mutuamente con los indios, como tributo a la civilización. Es lo que relata José Hernández en su Martín Fierro.

Los inmigrantes, atraídos por la prosperidad económica y el espejismo del fácil acceso a la tierra, no tenían expectativas políticas, de modo que no fueron obstáculo para los que mandaban. Pero sus hijos, que no soñaban con el regreso al país de sus padres y sentían la Argentina como propia, reclamaron una participación política que no era legítimo negar. La Unión Cívica Radical y su caudillo, Hipólito Yrigoyen, enmarcaron la exigencia, sumándolos a los hijos de los viejos federales, que ahora remplazaban la inútil lanza montonera por la libreta de enrolamiento.

Tras la ley Sáenz Peña, los gobiernos radicales de Yrigoyen, Marcelo T. de Alvear, y nuevamente Yrigoyen fueron tolerados de mala gana por la oligarquía., cuyo poder económico no había sido afectado. La conmoción mundial de 1930 terminó con su paciencia. Y con la de otros actores que llegaron entonces a la escena política. Y que llegaron para quedarse.

El militarismo

Los militares habían participado siempre de la política. En las Invasiones Inglesas, en la Revolución de Mayo, en las luchas y revolucionarios de 1876, 1880, 1890, 1893, 1905. Sin embargo, lo habían hecho encuadrados en partidos políticos, y siguiendo a caudillos más o menos carismáticos. Eran alsinistas o mitristas; roquistas o yrigoyenistas. Los del 6 de septiembre, en cambio, fueron producto de la reforma del ministro Pablo Ricchieri. Su presencia suponía la aparición de un fenómeno nuevo: el militarismo.

Ricchieri quiso formar un ejército moderno. Su marco legal fue la Ley Orgánica Nº 4031, su modelo el ejército alemán, su oportunidad, el peligro de guerra con Chile por el diferendo limítrofe. El nuevo ejército sería “profesional”. Los militares abandonarían la política... Pero con el profesionalismo llegó el menosprecio por los políticos. Estos se valían de tretas y artimañas non sanctas para alcanzar sus objetivos. Todo lo contrario del honor militar, propio de hombres consagrados al servicio exclusivo de la Patria, hasta el punto de perder la vida. Alguna vez Carlos Pellegrini había dicho que el militar “viste de otra manera (que la del civil), hasta habla y camina en otra forma”. Pero también se formaba en un internado, desarrollaba sus tareas en un cuartel, se entretenía en un “casino”, y muchas veces se casaba con la hija de un superior o la hermana de un camarada, por lo que se movía en un microclima que, a lo largo de las décadas se fue haciendo más impermeable a toda influencia civil.

Sarmiento afirmó alguna vez que “El Ejército es un león que hay que tener enjaulado para soltarlo el día de la batalla”. “Y esta jaula”, agregaba Carlos Pellegrini,… es la disciplina,... y sus fieles guardianes son el honor y el deber. Ay de la nación que debilite esa jaula,...que haga retirar esos guardianes: pues ese día se habrá convertido esa institución, que es la garantía de las libertades del país y de la tranquilidad pública, en un verdadero peligro, en una amenaza nacional.”

Ni uno ni otro eran antimilitaristas. Pero en 1924 llegaría un poeta que consideró a los uniformados la nueva aristocracia por haber “sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada”. Leopoldo Lugones afirmaba que ésta “implantará la jerarquía indispensable que la democracia ha malogrado hasta hoy, fatalmente derivada, por que es su consecuencia natural, hacia la demagogia y el socialismo.”

Las palabras del vate cordobés encontraron algunos oídos bien dispuestos. Su pensamiento se fue instalando a través de las décadas entre los centuriones. Esta convicción, más que un presunto fascismo, impulsó la conducta de quienes, bien que con distintas tonalidades, derrocaron gobiernos en 1943, 1955, 1962 y 1966. Hasta culminar, con el baño de sangre, que queremos creer que el poeta no hubiera suscripto, de 1976.

La crisis del capitalismo

Al terminar la Primera Guerra Mundial, en 1918, el esquema centro-periferia de la división del poder económico había incorporado un nuevo componente. Los Estados Unidos salieron convertidos en los mayores inversores y los mayores acreedores. De ahí que si las potencias europeas seguían siendo "centro" de las colonias y semicolonial de la periferia, ahora aparecía un "centro” del "centro" en la potencia americana.

En la posguerra los Estados Unidos vivieron una creciente prosperidad: crecimiento industrial, altos depósitos en los bancos y grandes inversiones de pequeños y medianos ahorristas. Pero la producción creció más rápido que la capacidad de consumo. No era la exportación solución en un mundo hambreado, y los stocks crecieron vertiginosamente. Bajó la producción, lo que trajo desocupación y caída de salarios. El círculo vicioso llevaba al paro industrial. Con la quiebra de los principales bancos, la crisis llegó al clímax.

Washington empezó a reclamar el pago de las deudas y a retirar las inversiones en el exterior. La crisis cruzó el Atlántico y llegó a las devaluadas potencias europeas. De ellas pasaría a la periferia, y así llegó de Inglaterra a la Argentina. Entre 1929 y 1932 nuestras exportaciones cayeron violentamente. No estaban las cosas para seguir soportando al radicalismo. Figuras del patriciado que no creían en la democracia -gobierno de la chusma y de los demagogos- y que se sentían admirados por el orden establecido por las dictaduras europeas, y jóvenes nacionalistas que suponían que sólo la conducción de un caudillo como Primo de Rivera, Mussolini o el mismo Hitler, podían salvar al país de la decadencia y de la crisis buscaron un salvador. Algunos creyeron encontrarlo en un general salteño y simplote que usaba bigotes de largas guías.

El fascismo uriburista

Uriburu tuvo un poder relativo sobre su revolución. Se hallaba acotado por los factores de poder que habían apoyado al derrocamiento del Peludo, pero que desconfiaban de las inclinaciones "fascistas" del general. No deja de ser cuestionable tal calificación. El general no creía en la democracia, un sistema caótico manejado por demagogos venales. El pueblo, en su opinión, no estaba capacitado para gobernar y debía obedecer a quienes habían nacido para mandar. No en vano era miembro de una familia tradicional de Salta, y formado en una institución verticalista como el Ejército. Para colmo, Lugones había bendecido la Hora de la espada.

Poco entendería Uriburu del fascismo. Sólo admiraba su autoritarismo y su desprecio por la democracia. Más intelectual había sido la formación de algunos "nacionalistas" que lo acompañaron en las horas de conspiración, ya que no en las de gobierno. Poco tardó la oligarquía tradicional en dejar atrás al espadón.

Se iniciaba la etapa del fraude, y de la renovación de nuestra condición colonial, de la que sería modelo el Tratado Roca-Runciman.

José Luis Torres la bautizó La Década Infame.

Septiembre de 2010

* Miembro del Instituto Dorrego