JUAN
CARLOS LIVRAGA, EL ULTIMO SOBREVIVIENTE DE LA OPERACION MASACRE
Relato de un fusilado
Fue acusado sin prueba ni juicio de conspirar contra la dictadura de Aramburu en
1956. Fue fusilado en un basural de José León Suárez. Sobrevivió y su testimonio
disparó la investigación de Rodolfo Walsh. Ahora tiene 80 años y aquí cuenta su
historia.
Por Andrés Osojnik
Imagen: Adrián Pérez
El que está sentado a la mesa es Juan Carlos Livraga. Es un hombre menudo,
sencillo, que habla con carraspera. Tiene ochenta años y seis meses. Y dice que
los gatos lo esquivan, porque tiene más vidas que ellos. Juan Carlos Livraga es
el mismo que a los 24 años fusiló la dictadura de Aramburu en un basural de José
León Suárez. Es el mismo que sobrevivió a esa pesadilla y el mismo que se animó
a contarla a Rodolfo Walsh, seis meses después de ocurrida. Es el “fusilado que
vive”, el protagonista de un relato que fue el punto de partida de la
investigación más impactante del periodismo argentino, condensada en el libro
Operación Masacre. Ahora, Juan Carlos Livraga se dispone a repetir su historia a
Página/12. Es la primera vez que lo hace ante un medio gráfico nacional. Cuenta
su historia y más: sus contactos con Walsh, su vida posterior en Estados Unidos,
el encuentro con Néstor Kirchner y las consecuencias físicas que aún sufre por
los balazos de la noche trágica que empezó el 9 de junio de 1956.
Ese día, el general Valle dirigió una sublevación militar contra la dictadura.
Para sofocar la rebelión fue implantada la ley marcial. Pero antes de que
entrara en vigencia, en Florida fue arrestado un grupo de civiles que la policía
creyó vinculado con el motín.
–Yo ni siquiera era peronista. Nunca lo fui.
Aclara el hombre, aunque sabe que si lo hubiera sido, la barbarie igual no
tendría justificación.
–¿Alguna vez entendió por qué lo detuvieron?
–Esa duda la tengo siempre, porque nunca supe.
Nunca supo, dice, por qué lo detuvieron, por qué lo fusilaron. Había trabajado
en albañilería desde niño junto a su padre. Había trabajado en la Aeronáutica.
Luego fue colectivero. Ese era su trabajo cuando sucedió todo.
–¿Empiezo a contar de cero?–propone.
–Empiece a contar de cero.
–Yo vivía a una cuadra y media de donde me pasó. Tenía un amigo del otro lado,
Vicente Rodríguez. El día 9 de junio yo manejaba un colectivo de la línea 10,
que venía de Chacarita a Munro y pasaba por la esquina ésa. Ese día empezaron
las cosas al revés. Yo llevaba cinco días sin trabajar porque el coche estaba en
el mecánico y me llaman los patrones para decirme que ya estaba arreglado. Ese
día había partido entre Colegiales y All Boys. Y yo tenía una cita con una
muchacha que hacía tiempo la venía trabajando en el colectivo. Fui invitado por
ella a bailar en la Hostería de Munro, un lugar muy agradable. Yo iba con el
colectivo repleto, baja la gente en el estadio, voy a arrancar y se rompe el
palier. Con toda la rabia del mundo cerré la puerta y dije, bueno, voy a ver el
partido. Comí un sandwich de chorizo y una Coca-Cola. Hacía un frío terrible.
Cuando falta un minuto, All Boys le hace 1-0 a Colegiales. ¡Para qué! A mí me
gustaba ese equipo. Bueno, me fui para mi casa caminando. Llegué descompuesto,
lo que comí me hizo mal por el frío y la amargura. Le dije a mi papá que me iba
a acostar porque después tenía que salir y él me dijo: “¿Así como estás te vas a
ir?”. “Sí, papá, usted sabe que citas son citas y no hay que fallar.” Al salir,
alguien me silba de atrás. Era este amigo Vicente Rodríguez. “¿Adónde vas?”, me
dice. “Tengo un asunto que me espera en Munro. Pero voy temprano.” “Ah,
fantástico, ¿por qué no venís a la casa de un amigo a escuchar la pelea de
Lausse y Loayza?” Le dije, bueno, tengo tiempo. Me meto en el departamento, era
un pasillo atrás. Había dos personas que no conocía, Rodríguez y yo. Me senté al
lado de la radio, ellos jugaban al chinchón. Después vi un revólver tan viejo
que si le ponían una bala salía para atrás. Ganó Lausse por nocaut y yo dije:
“Me voy, Gordo, que se me hace tarde”. Abrí la puerta y un policía me da un
culatazo en el pecho, caí bajo un mueble y ahí quedé. Después me levantan como
un trapo y me llevan afuera, hasta la esquina, unos diez metros. Ahí veo que hay
un colectivo de la línea 19, que no pasaba por ahí, lleno de gente, otros
policías y una persona parada en la ochava de uniforme militar. Yo no sabía
quién era. Me llevan con él, saca una 45 y empieza a pegarme. “¿Dónde está Tanco?
¿Dónde está Cogorno?”
En Operación Masacre, Walsh cuenta que el colectivo había sido secuestrado por
la policía para el operativo. Y que el hombre de uniforme militar era el jefe de
Policía de la Provincia de Buenos Aires Desiderio Fernández Suárez. Tanco y
Cogorno eran junto a Valle los líderes de la rebelión.
“Para mí era todo nuevo –sigue Livraga sorprendiéndose hoy–. De política no me
interesaba ni sabía. Yo le decía no sé. Y él me decía: “¿Con esa facha vas a
hacer la revolución?”. Y no dejaba de golpearme. Después me suben al colectivo,
ahí vi a otra gente que conocía del barrio. Nos llevan a la Regional San Martín.
Cuando nos meten en una habitación conté 16.”
–¿Usted y quince más?
–Exactamente. Después me enteré de que estaba el dueño de la casa, que vivía
adelante, Miguel Angel Salvador Giunta. A Rodríguez le dije: “Gordo, ¿estás
metido?”. El me dice: “No”. Le digo: “Si estás metido –como teníamos que
declarar– decímelo a ver qué podemos decir”. Yo estaba de campera de gamuza,
camisa y corbata. Bien vestido y con documentos. Le dije al oficial, cuando me
atiende: “Escúcheme, ¿usted cree que alguien que va a hacer un robo o algo malo
va a andar vestido así y con documentos?”. Yo iba a un baile y hasta di el
nombre de la muchacha. Mientras, leía en la hoja al revés lo que había declarado
Rodríguez, mejor dicho no lo que declaró, lo que quiso escribir el oficial. Yo
le explico lo mismo y cuando me hace firmar, leo y le dije “esto no es lo que
dije yo”. “Mirá, pibe, más vale firmá.” Yo pensé un segundo y dije más vale
firmo y después veremos. Volví y después fueron a declarar los demás. Como a las
tres de la mañana, íbamos al baño una vez cada uno y al policía le sacábamos
alguna palabra. Ahí me enteré del levantamiento en La Plata, el general Valle y
todo eso. Como a las cinco y pico de la mañana, seis, nos sacan en un carro de
asalto, yo voy adelante, éramos cinco, y cuatro policías que venían con el
fusil, casi dormidos. Atrás iban otros, después supe que iban Troxler, Lizaso y
otros más, porque en la otra habitación de la casa donde nos llevaron había más
gente. Bueno, nos llevan. ¿A dónde? Seguro a Campo de Mayo. Llegamos a la
estación de José León Suárez, de ahí por una ruta. Estaba todo oscuro, pero yo
sabía dónde estaba. Dijeron “bajen los cinco”, bajaron los policías y ahí detrás
veo una camioneta con gente adentro. Después supe que era el comisario Rodríguez
Moreno. Caminamos como unos cien metros y ahí sentimos el golpe de manivela que
para mí era conocido. Eran los fusiles.
–Ahí recién se dieron cuenta de que los iban a matar.
–Sí, recién ahí. Y ahí viene un desparramo, los gritos y a uno lo agarró la
desesperación. Se viene a mi lado a agarrarme. Yo lo sacudo y me tiro cuerpo a
tierra, pero mirando hacia ellos. Al otro lo vi que escapó por el campo en
diagonal. Corrió más rápido que los tiros. Era Giunta.
–¿Ya habían empezado los tiros?
–Sí, pero a mí no me habían pegado, sí a los que estaban al lado. Cuando
terminaron de tirar, en un momento siento que paran donde estaba yo y me enfocan
en la cara. Entonces yo moví los párpados.
Se venía el tiro de gracia. De los doce que la policía debía fusilar aquella
noche, siete se salvaron. Uno de ellos fue Livraga, que se hacía el muerto. Pero
esa luz lo traicionó.
–Empezaron a tirarme –recuerda–. Me tiraron tres tiros. Uno me pegó en la nariz,
apenas me sacó un pedacito. Otro me perforó la mandíbula de un lado a otro y a
partir de esa época quedé sordo de ese oído. Y el del brazo es una 45, me lo
pegó Rodríguez Moreno.
–¿Y entonces?
–Me quedé sin moverme, siento que se van. Volvieron al carro de asalto y ahí
hubo unos tiros, se habían escapado uno de los presos y dispararon contra los
policías, eso lo supe después. Cuando vi que ya no había moros en la costa, me
levanté y vi a los que estaban muertos. Rodríguez tenía once tiros. Yo tomé el
mismo camino que hizo Giunta. Al llegar al cruce de la barrera me caigo
desmayado junto a una garita donde había policías adentro. Eran cuatro o cinco
cuadras, pero no habían sentido los tiros porque con el frío estaban encerrados.
Uno me preguntó qué me pasaba y yo sólo vomitaba sangre. Me suben a un jeep y me
llevan al policlínico San Martín. Me dejan en la sala de primeros auxilios y ahí
las muchachas me salvaron parte de la vida. Mientras me curaban me preguntan si
tenía el teléfono de mi papá y yo se los di con los dedos. Cuando me estaban por
llevar a terapia intensiva vi que había llegado. Pero como a las nueve de la
noche me viene a buscar la policía.
–Se lo llevan otra vez.
–Sí, y lo primero que hicieron fue buscar mi ropa. Querían recuperar el
certificado que me habían dado por las cosas que me sacaron en la Regional y que
llevaba la fecha en la que había entrado. Pero las enfermeras salvaron el papel,
se lo habían dejado a mi papá sin que se diera cuenta. Ese papel probaba que lo
que dijeron ellos después era mentira: que me escapé, que me había tiroteado con
la policía, incluso que me habían matado. Mi papá recibió del gobernador el
certificado de defunción mío, porque había muerto en un tiroteo.
–¿Cuándo le mandan el certificado a su padre?
–A los dos días, porque mi papá había mandado un telegrama para saber qué había
pasado conmigo y le respondieron con eso.
–¿Y después del hospital?
–Me sacan prácticamente desnudo y me llevan de paseo en una camioneta
descubierta. Me di cuenta de que buscaban que me muriera solo, paraban en todo
teléfono público que hubiera para recibir las órdenes. Así me tuvieron hasta las
dos de la mañana. Al final me llevan a la 1ª de Moreno y me meten en el
calabozo. Vino un médico y me dio dos pastillas, pero yo hice que me las tomaba
y después me las saqué. Ahí me tuvieron 28 días, sin atención médica, ni comida,
ni nada. Nadie se podía acercar a ese cuartito, puro cemento y a oscuras. Un día
vienen unos auditores a tomarme declaración, qué declaración si no podía hablar.
Entonces me mostraron algo escrito y me amenazaron. Yo dije, medio muerto y
muerto, firmé lo que inventaron ellos, eso del tiroteo y que me escapé.
–¿Entonces?
–Entonces un día las cosas cambiaron. Vinieron dos suboficiales nuevos y como no
estaba el sargento entraron a verme, yo estaba con barba, desfigurado, flaco,
sin la mitad de los dientes, perdí quince kilos. Me quisieron preguntar, pero no
pude hablar por cómo tenía la boca. Y les dio tanta lástima que se fueron a
comprar fruta, naranja, mandarina. Yo la empecé a chupar y me dio una diarrea
que aunque no tenía nada en el estómago me pasé un día y medio revolcándome en
el piso. Al día siguiente estaba tan mal, todo oscuro, desesperado, y siento una
sombra atrás. No puedo decir quién fue, pero me empezó a hablar, me dijo que me
calmara y yo me sentí más tranquilo. Al día siguiente me traen ropa y después me
dicen: “Vamos a la cárcel de Olmos”.
–La cárcel parecía mejor que el calabozo de la comisaría.
–Sí, pero cuando salimos estaba oscuro y yo temí otra vez. En eso se descompone
el jeep. Yo dije, de ésta ya no me salvo. Pero pararon en un taller mecánico,
arreglaron la falla y a la ruta. Llegamos a Olmos, abren la puerta y ahí a Juan
Carlos Livraga lo cambiaron. Uno de los presos dice un cuento, que yo estaba ahí
por haber matado a cuatro policías. No sé de dónde lo sacó, pero eso cambió mi
vida, me empezaron a respetar. Quedé en manos de los presos, uno de ellos, el
capo de la cárcel. Era la mafia. Me protegieron, me cortaron el pelo, me
afeitaron. Me pude bañar, me dieron ropa. Nunca comí la comida de la cárcel, me
hacían comida los presos y empecé a recuperarme. Ahí me encontré con Giunta. Yo
lo creí muerto, pero estaba con los presos políticos. Me cuenta que no le habían
disparado, que después se entregó, y que lo habían amenazado, le hacían como que
lo mataban y se volvió medio loco, pobre. Y me cuenta que un abogado cobraba 15
mil pesos para sacar gente de la cárcel. “El no me cree a mí”, me dijo Giunta.
Al día siguiente estaba ahí el doctor Von Kotsch. Era un hombre joven, de la
parte de Frondizi, intransigente. Me preguntó y le conté. Le conté del papel,
que lo tenía mi papá. Era lo que esperaba él.
–Una prueba.
–Sí. Me dice, dame el teléfono de tu papá que lo voy a ir a ver. Fue a mi casa,
arregló y fue de ahí mismo a la Regional San Martín. El comisario le dice una
sarta de mentiras. Pero el abogado le mostró el papel. Y salió con mi reloj, mi
cinturón y los veinte pesos. Empezó a moverse con el doctor Doglia, que era un
fiscal y antes de los quince días me dijo que me iba a sacar. Nunca aceptó un
centavo.
–Y lo sacó.
–Todas las noches venía una voz de ultratumba que decía: “Atención a la
población”. Y llamaba a Fulano y a Mengano. A muchos los llamaban para darle
picana. Esa noche, al final, la voz dice: “Juan Carlos Livraga y Miguel Angel
Salvador Giunta”. Todos vienen y me dicen: “Juan, te vas, te vas”. Yo no creía.
Me llevan y me encuentro con mi abogado. Ahí me quedé tranquilo. Me hicieron el
pianito y quedé libre. Era 17 de agosto. El abogado me dio dinero y ahí fuimos
con Giunta a tomar el tren. El estaba muy mal, pobrecito. Llego a Florida,
caminé las siete cuadras, en mi casa no sabían nada. Siempre cuando yo llegaba
le pegaba un silbido a mi mamá. Y silbé. Mi mamá salió a los gritos, mi papá se
estaba preparando para ir a verme. A las dos horas había más de cien personas en
mi casa. Mi papá era italiano y allá en Italia era costumbre que cuando volvía
de la guerra alguno de los hijos prendían fuego tres días y mataban una vaca. En
mi casa se hizo. Tres días de fiesta, todos borrachos, se abrazaban, cantaban.
–¿Ahora sigue con problemas físicos?
–La primera operación en la boca duró 16 horas. Llevo siete operaciones, tengo
todo de platino, arriba perdí todos los dientes, hubo que hacer todo de nuevo. Y
me quedó un agujero arriba que cuando terminaba de comer tenía que hacer fuerza
con la nariz tapada para que saliera la comida por el agujero y no se infectara.
Igual me agarró una infección muy grande. Me llevaron a la Facultad de
Odontología con un nombre falso para que no me reconocieran. Y ahí me curaron.
Hasta ahora me cuesta mover la mandíbula, si la abro mucho se me sale. Tengo una
sinusitis crónica. Y tuve otro problema. Cuando con la 45 Fernández Suárez me
pegaba acá (se señala el estómago), me quedó todo negro durante ese mes que
estuve preso. Resulta que me afectó la aorta. En el 2006 me operaron porque
estaba muy mal, y al abrir encontraron una bola de sangre de doce centímetros en
el nacimiento de la aorta. Era un coágulo que se empezó a formar ese día, fue
creciendo y me lo sacaron 50 años después.
–¿Alguna vez recibió alguna disculpa del Estado?
–No.
–¿Y la muchacha de la cita?
–Nunca más la volví a ver.
LOS CONTACTOS CON WALSH
Viajes en tren
Por Andrés Osojnik
–¿Cómo entró en contacto con Walsh?
–El estaba en La Plata jugando al ajedrez y alguien le dijo de mí. Fue a fines
del ’56, o ya ’57. El consigue mi dirección, pero yo no lo quise atender.
–¿Por qué?
–Porque tenía desconfianza, no creía en nadie. Después hablé con mi abogado para
preguntarle si hablar con él o no. El me dijo que era conveniente que se
supiera, porque si no hablaba me podían matar, pero si se sabía era más difícil
que lo hicieran.
–¿Cómo fue el encuentro con Walsh?
–Fueron muchos. Empecé a ir con él a La Plata, día a día en tren, nos sentábamos
donde no había pasajeros y yo le contaba, mientras él grababa.
Aquel relato fue el comienzo de la investigación de Walsh, que dejó al desnudo
las falsedades de la Policía Bonaerense y el gobierno de Aramburu. Fue él quien
probó que las detenciones ocurrieron antes de la ley marcial, que no había
prueba alguna contra los civiles y que siete de los doce habían logrado escapar.
–Usted incluso presentó una denuncia en la Justicia.
–Sí. Yo hice una declaración y ahí empezó. Un día me llamó el juez para hacer un
careo con Rojas, pero lo rechacé.
–¿El contraalmirante?
–Sí, a ése lo odié toda la vida. Un hombre de una falsedad increíble. Yo lo
considero uno de los culpables.
Aquella investigación fue truncada cuando la Corte Suprema nacional decidió que
pasara a la Justicia militar. Ese fue el sello para la impunidad. Mientras,
Livraga intentaba llevar una vida como hasta entonces. “Yo sabía que me iban a
matar o apretar, pero iba al mismo café, a jugar al billar o a charlar
–explica–. Y una vez se me cruzó un coche, con policías de civil. Era 1957. Ya
Walsh había empezado a publicar la historia. Se hicieron conocer y me dijeron
que si continuaba hablando me iban a liquidar. En el año ’63 me pararon otra
vez. Y ahí decidí irme a Estados Unidos. Me fui en 1965. Recién ahora a mi
señora, llevamos 53 años de casados, le conté el porqué. Mis padres murieron
creyendo que me fui para avanzar.”
–¿Y a qué se dedicó ahí?
–A la construcción. Empecé golpeando puertas, de la nada. Cuando salía la gente
y yo hablaba en inglés como indio.
–¿Nunca tuvo problemas allí?
–En el ’77 yo presenté los papeles para sacar la ciudadanía. A los dos meses, a
mi esposa la llamaron para hacer los trámites y a mí no. Estuvieron dos años
hasta que me llamaron. Un hombre me empezó a interrogar, estuvimos dos horas, me
empezó a preguntar cositas, me di cuenta. Me preguntó por qué había ido a
Estados Unidos, qué problema había tenido en Argentina. Todo el tiempo miraba
para abajo hasta que yo le pregunté qué miraba. Y ahí me mostró: un libro
enorme. Durante esos dos años me había investigado el FBI, sabían todo. Pero yo
no había mentido. Y me dieron la ciudadanía.
–¿Cuántas veces volvió a la Argentina?
–Esta es la quinta. Yo tendría que haber venido hace siete meses, pero me caí
por cortar una planta en el techo de mi casa, a cuatro metros de altura. Me
tuvieron que operar, tengo dos costillas rotas. Pero tenía que venir por mis
papeles de la indemnización en la Secretaría de Derechos Humanos
Perón, Kirchner, Cristina
Por Andrés Osojnik
“Yo tuve la suerte de estrecharle la mano al general Perón. Cuando se presentó
el segundo Plan Quinquenal yo estaba en el Ministerio de Aeronáutica y recorrí
el país para repartirlo.”
–¿Qué hacía en la Aeronáutica?
–Era voluntario, estuve seis años. Por ese trabajo, Perón me mandó un Plan
Quinquenal encuadernado con piel de vaca, firmado, con su foto. Yo era un
muchacho de 20 años, era un orgullo. A mí no me interesaba la política, me
interesaba la persona.
–No era peronista.
–No, pero me interesaba la persona. Después me lo encontré en el circuito KDT,
en Palermo. Se apareció justo donde yo estaba. Se bajó del coche en el que
venía, uno rojo. Iba disfrazado.
–¿Disfrazado?
–Llevaba el birrete, iba medio tapado, lo conocí por la nariz. El me miró, yo lo
reconocí y me hizo señas para que no dijera nada. Pero me dio la mano. Yo no me
la quería lavar, porque para mí era mucho. Años después, mi sueño era poder
abrazar a Néstor Kirchner. Y la última vez que estuve lo cumplí.
–¿Cómo fue ese encuentro?
–Extraordinario. Mi cuñado, que ya falleció, había jugado en Chacarita cuando
salió campeón en un partido con Racing y él fue el goleador. Se llamaba Horacio
Neumann. Y fui con él. Nos sentamos, y yo estaba “señor presidente de acá”,
“señor presidente de allá”, y por ahí Kirchner le dice a mi cuñado: “¿Te acordás
vos, yo estaba en la tribuna y te puteé porque metiste los goles”. Y después le
dice: “Qué me decís usted, tuteame”. Y yo al final le dije a mi cuñado, yo te
traigo, te presento y al final salís vos abrazando y tuteando al presidente.
Después Kirchner me dijo que me sentara en el sillón de Rivadavia. Yo le dije:
“No, señor, presidente, eso es para usted”. “No, hoy te sentás vos”, me dijo. No
lo podía creer. Ahora me queda la Presidenta para cumplir mi sueño completo. Le
di la mano a Perón, lo abracé a Kirchner, ahora me quiero ir con un beso de
Cristina.
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