20 segundos y una foto

Por Guillermo Marín*

Miro en un portal de noticias el estado del servicio del subte: “Línea A: servicio con demora”; “Línea B: interrupción total del servicio por medidas de fuerza gremial”, y así con las restantes líneas que informan acerca del flujo vacilante del gusano de acero. Y mientras sigo anclado en la pantalla de la PC paladeando el retorno a casa (no he dicho aun que estoy tecleando dale que te dale desde las 8.00 am y que me encuentro pisando las 20.00 de este martes triturador), un suceso negro me dispara a quemarropa: en su edición de ayer, el New York Post publica en tapa la foto de un hombre a punto de morir arrollado por el metro de New York. Y tras la noticia una chorrera de foristas (lo estoy leyendo en el portal del diario neoyorquino) dándole palos morales al fotógrafo “que no ayudó a la víctima del convoy”, mientras se dedicaba a su oficio: tirar ráfagas de flashes sobre el descalabro de la escena.

Para el medio estándar humano, medir consecuencias en situaciones críticas es pedirle peras al olmo. Lo prueba la literatura. Preguntémosle sino a Paris de Troya (más allá de lo épico del relato) si pudo presumir las secuelas del acto de raptar a Elena de Esparta. Porque sí resulta un tanto fantástico endilgarle a una persona que ponga en práctica dotes rescatistas en menos de veinte segundos; tiempo que dice haber tenido Umar Abbasi para salvarle la vida a Ki Suk Han. Pero, de todos modos, sopesar la contradicción que puede acarrear un acto periodístico (el de obtener la foto) contrapuesto con uno moral (el de salvar una vida), resulta espinoso. Un reportero gráfico es un profesional de la mirada; de la observación a contrapelo de todos los que no lo somos. Un narrador instintivo de un recorte parcial de (una) la historia. Su trabajo, un acto puramente humano, está sujeto (tal vez como en ninguna otra profesión) a un enemigo rutilante: el instante que ocurre. Lo que suceda ahora, en este santiamén, si no es registrado por su cámara (en el caso de que ocurra un acontecimiento que justifique una foto) quedará entre las brumas de una mala o buena crónica. Vale aclarar que no todo es rapidez. Esperar a que el “pez pique” (piénsese en la foto del Che Guevara tomada por Alberto Díaz Korda, y se entenderá de qué hablo) más que conseguir una buena foto, quizás logre una obra de arte. Pero lo que consiguió Abbasi no es arte ni mucho menos: son unos cuantos megapíxeles de pura tragedia. Exponerle a la sociedad la imagen de un hombre a punto de morir es una situación conflictiva para la mayoría de las culturas humanas modernas. Y aquí tenemos ya dos problemas: la moral del fotógrafo inerte y la de su editor, a quien se le endilga el acto deleznable de haber publicado la foto. Tanto uno como otro tiene necesidades profesionales: obtener fotos y publicarlas. Pero también posibilidades: no sacar la foto, no publicarla. Y una sola justificación: su intervención es tan simple como tomar una fotografía. Tan grave como retratar lo que muchos no vieron.

Dice la teoría académica que si una imagen de prensa no comunica algo (más esquicito: “si no cuenta una historia”), no vale la pena llevarla al papel o la pantalla de la PC. ¿Qué cosa comunica la foto de Han? ¿Qué clase de historia narra? En el caso de que las respuestas a estas preguntas sean respondidas, ¿alcanza para justificar su aparición en la tapa de un diario de New York con una tirada notable? Teorías un tanto más vanguardistas hablan de que las verdaderas noticias, esas que justifican una foto de tapa y varias páginas de encumbrados textos, ocurren muy pocas veces al año. Pasada en limpio la conjetura, vendría a decirnos algo así como que los diarios deberían salir, como máximo, una vez por semana. Tal vez menos. Utopías si las hay en detrimento de los empresarios de los periódicos, si se piensa que sus negocios están orientados a vender un sinnúmero de publicidades en forma diaria con algunos pocos acontecimientos. Entonces la foto del subte se presume como el pelo en la leche, una cabra blanca en un mar de rumiantes negras; la campana que sacude y pone fin a cientos de noticas y crónicas extraídas de la parrilla del archivo. ¿Con morbo? Por supuesto: el que se retroalimenta entre lo que ofrece el medio y lo que consume su público, algo tan efervescente (y criticable) desde los tiempos de William Randolph Hearst, el magnate de la prensa amarillista. Pero volviendo a nuestro fotógrafo, hay episodios en la historia de la fotografía que pueden echar cierta luz sobre la ética de sus protagonistas. En uno de ellos, se cuenta que Huynh Cong "Nick" Ut, el fotógrafo de la agencia The Associated Press, (quien capturó acaso una de las fotos más dramáticas de la historia de la fotografía periodística), que luego de tomar la imagen llevó a Kim Puc, la niña de nueve años quemada con napalm en plena guerra entre EE. UU. y Vietnam, a un puesto sanitario para curarla. Pero hay una crónica patética. Es la que informa acerca de la suerte que corrió Kevin Carter tras haber fotografiado a un niño desnutrido en Sudan, acechado por un buitre. Carter, tres meses después de haber recibido el Pulitzer se suicidó. Acaso no soportó el hecho de haber abandonado a ese niño a su suerte.

Tal vez el argumento esgrimido por Eddie Adams en 1968, al referirse a la secuencia que obtuvo sobre los fusilamientos de militantes del Vietcong, a manos de la Policía de Saigón, coloquen (o cierren) el debate de la moral de los reporteros en otro plano de discusión: "El general mató al VietCong; yo maté al general con mi cámara".

Hay una semejanza entre “Nick” y Abbasi: uno ayudó, el otro intentó hacerlo. Según el fotógrafo del subterráneo y por declaraciones de testigos se sabe que el reportero tiró varios golpes de flash sobre el tren, pretendiendo dar aviso al maquinista de que algo anormal sucedía. Queda especular si Abbasi pensó por un momento en la posibilidad de que la formación se detuviese. O que el hombre a punto de morir saldría de las vías por sus propios medios. O que le daba lo mismo dejarlo ahí. O que si su foto lo catapultaría a la fama. O que su misión es la de contar historias sin involucrase en ellas, pese a la suerte de sus protagonistas. O que la próxima vez…No lo sabemos. Acaso sostenga esto último el resto de su vida. O que esa imagen le cierre el diafragma de los ojos.

* Periodista