After
the Apocalypses
Por Guillermo Marin *
Se terminó. Sí. El fin del mundo se terminó de una vez y para siempre. Porque ya
no hay profecías que lo profeticen. Se han acabado. Se han rescindido. Ni
siquiera las que se autocumplen en el entramado social (sic Paul Watzlawick), o
aquéllas que con mucho hacer de goma las interpretaciones colocan a nuestro
Parravicini entre los mayores profetas circunspectos. ¡Lástima! Con lo bien que
les cuadraba a los inventores de los bunkers de salvación, con lo bien que les
venían a los hoteleros del turismo idiota, a los pastores de la polución de la
buena fe, a los pederastas de la esperanza, a los sectarios de la confusión de
masas, a los inquilinos del provecho: mal para ellos. Hay un pecado que debiese
figurar entre los mortales: el oportunismo: yerro inmanente al oportunista.
Porque hiere de muerte al inocente, al que por su candor despeña sobre las manos
del farsante, docto en trocar mentes sanas por enfermas. Los 913 suicidados en
Guyana vendrían a dar la nota negra para la ocasión.
¿Por qué nos atraen tanto las profecías apocalípticas? Las predicciones están
siempre de moda. Los expertos aseguran que esta modalidad social se pierde
dentro de la cueva de Altamira (tal vez a los primeros homínidos también le
gustaba vaticinar sus cuitas). Pero, como todo tiende a corroerse (incluso
aquellos primeros vaticinios), la cosa comenzó a complicarse en la medida en que
el hombre perdió la fe en sus dioses, únicos autorizados a remediar derrapes de
existencia.
Hay, sin embargo, atenuantes ente tanto vilipendio. Es que la naturaleza
incierta del mundo es cada vez más evidente, y el caos agoniza de paliativos
(los matrimonios no duran para siempre, las ideologías y las religiones no
llenan las insoportables levedades nuestras (¿será porque los gurúes de la
autoayuda sepultaron bajo el asfalto la Torá, el Corán y la Biblia?). Y así
vamos construyendo nuestros propios arrecifes de falacias, nuestras
incongruencias compradas como paquetes de turismo a Chichén Itzá; nuestra rancia
interpretación.
Los poetas dicen que mientras haya dos amantes que se amen bajo la luz grumosa
de la Luna, el mundo no perecerá. Doy fe de que los hay. Aunque ante tanto vació
esperamos (o no) la aurora que nos redima. ¿De qué? De nuestro vidrioso
porvenir, acaso tan frágil e improbable como el más cruel Apocalipsis.
* Periodista